1

El jueves a las seis de la mañana Hodges ya está en pie y se prepara un buen desayuno: dos huevos, cuatro lonchas de beicon, cuatro tostadas. No le apetece, pero se obliga a comer hasta el último bocado, diciéndose que es combustible para el cuerpo. Puede que tenga otra oportunidad de comer en el día, pero puede que no. Tanto en la ducha como mientras mastica con determinación el copioso desayuno (ahora no hay nadie por quien controlar el peso), un pensamiento lo asalta de manera recurrente, el mismo con el que se quedó dormido la noche anterior. Es como una obsesión.

¿Cuánto explosivo tendrá?

Eso conduce a otros pensamientos, claro está. Sin ir más lejos, cómo se propone usarlo ese individuo, el «mareante». Y cuándo.

Toma una decisión: hoy es el día tope. Quiere dar con Mr. Mercedes él mismo, y enfrentarse a él. ¿Matarlo? No. Eso no (eso probablemente no), pero molerlo a palos sería magnífico. Por Olivia. Por Janey. Por Janice y Patricia Cray. Por todas las demás personas que Mr. Mercedes asesinó y mutiló en el Centro Cívico el año pasado. Personas tan desesperadas por conseguir un empleo que se levantaron en plena noche y fueron a hacer cola en medio de una niebla húmeda en espera de que se abrieran las puertas. Vidas perdidas. Esperanzas perdidas. Almas perdidas.

O sea que sí, quiere encontrar a ese hijo de puta. Pero si no puede atraparlo hoy, lo dejará todo en manos de Pete Huntley e Izzy Jaynes y asumirá las consecuencias… cosa que, como bien sabe, puede implicar una temporada en la cárcel. Da igual. Ya tiene remordimientos de conciencia más que suficientes, pero imagina que puede cargar con algo más. Aunque no con otro asesinato en masa. Eso aniquilaría lo poco que queda de él.

Decide concederse hasta las ocho de esta noche; esa es la línea en la arena. En esas trece horas puede avanzar tanto como Pete e Izzy juntos. Probablemente más, porque no actúa condicionado por la rutina y el procedimiento. Hoy cogerá el M&P 38 de su padre. Y la cachiporra, eso también.

Se guarda la cachiporra en el bolsillo derecho de su americana de sport; el revólver, bajo la axila izquierda. En su despacho coge la carpeta de Mr. Mercedes —ahora ya bastante voluminosa— y se la lleva a la cocina. Mientras relee el material, enciende el televisor de la encimera con el mando a distancia y sintoniza el noticiario matutino del Canal Seis. Casi siente alivio al ver que una grúa se ha volcado a orillas del lago, hundiendo a medias una gabarra cargada de sustancias químicas. No quiere que el lago se contamine más de lo que ya está (en el supuesto de que eso sea posible), pero gracias al vertido la noticia del coche bomba ha quedado en segundo plano. Ese es el lado bueno. El malo es que lo han identificado como el inspector de policía, ahora retirado, que estuvo al frente de la investigación de la Matanza del Centro Cívico, y que han identificado a la víctima del atentado en el coche como la hermana de Olivia Trelawney. Aparece una foto de Janey y él frente a la funeraria Soames, tomada a saber por quién.

«La policía no aclara si existe alguna relación con el asesinato en masa del año pasado en el Centro Cívico —dice el presentador con tono grave—, pero cabe señalar que el autor de dicho crimen no ha sido capturado aún. También dentro de la crónica de sucesos, se prevé que Donald Davis comparezca ante el juez…».

A estas alturas Hodges no tiene ya el menor interés en Donald Davis. Apaga el televisor y se centra otra vez en sus anotaciones en el bloc de papel pautado. Todavía está revisándolas cuando suena el teléfono, no el móvil (aunque hoy sí lo lleva encima), sino el de la pared. Es Pete Huntley.

—Te has levantado con las gallinas —comenta Pete.

—Buena deducción, inspector. ¿En qué puedo ayudarte?

—Ayer mantuvimos una conversación interesante con Henry Sirois y Charlotte Gibney. Los tíos de Janelle Patterson, ya sabes.

Hodges se prepara para lo que se avecina.

—La tía me fascinó especialmente. Según ella, Izzy tenía razón: tú y esa Patterson erais mucho más que simples conocidos. Opina que erais muy buenos amigos.

—Explícate, Pete.

—Una canita al aire, un casquete, un caliqueño, tararí tararí, el tango horizontal…

—Creo que ya lo capto. Permíteme un comentario sobre la tía Charlotte, ¿vale? Si viera una foto de Justin Bieber hablando con la reina Isabel, diría que Bieb estaba tirándosela. «Basta con verles los ojos», diría.

—Lo desmientes, pues.

—Sí.

—Eso lo aceptaré con un margen de duda… más que nada por los viejos tiempos. Aun así, quiero saber qué escondes. Porque esto me huele a cuerno quemado.

—Escúchame bien: no… escondo… nada.

Un silencio al otro extremo de la línea. Pete espera a que Hodges se sienta incómodo y lo rompa, olvidando por un momento quién le ha enseñado ese truco.

Al final se rinde.

—Me parece que estás cavándote tu propia fosa, Billy. Te aconsejo que sueltes la pala antes de que el hoyo sea demasiado profundo y ya no puedas salir.

—Gracias, compañero. Siempre va bien recibir lecciones de vida a las siete y cuarto de la mañana.

—Quiero volver a interrogarte esta tarde. Y esta vez puede que tenga que recitarte las consabidas palabras.

Se refiere a leerle los derechos.

—Por mí no hay inconveniente. Llámame al móvil.

—¿En serio? Desde que te retiraste nunca lo llevas encima.

—Hoy sí lo llevaré. —Eso por descontado. Ya que durante las próximas doce o catorce horas no estará ni mucho menos retirado.

Da por concluida la llamada y se abstrae de nuevo en sus anotaciones, humedeciéndose la yema del dedo índice cada vez que pasa una hoja. Traza un círculo en torno a un nombre: Radney Peeples. El empleado del Servicio de Guardia Vigilante con quien habló en Sugar Heights. Si Peeples hace mínimamente su trabajo, puede que tenga la clave para identificar a Mr. Mercedes. Pero es imposible que no recuerde a Hodges, no después de exigirle este que le mostrara su documentación y luego interrogarlo. Y sabrá que hoy Hodges es noticia de primera plana. Ya tendrá tiempo para buscar la manera de resolver el problema; no quiere telefonear a Vigilante hasta el inicio del horario de oficina. Porque debe parecer una llamada rutinaria.

La siguiente llamada que recibe —esta vez en el móvil— es de la tía Charlotte. Hodges no se extraña de oír su voz, pero eso no significa que le complazca.

—¡No sé qué hacer! —exclama—. ¡Tiene que ayudarme, señor Hodges!

—No sabe qué hacer ¿con qué?

—¡Con el cadáver! ¡El cadáver de Janelle! ¡Ni siquiera sé dónde está!

Hodges oye un pitido y comprueba el número entrante.

—Señora Gibney, tengo otra llamada y debo atenderla.

—No entiendo por qué no puede usted…

—Janey no va a irse a ninguna parte, así que espere un momento. Ya la llamaré.

La interrumpe en medio de su chillido de protesta y da paso a Jerome.

—He pensado que quizá hoy necesites chófer —dice Jerome—. Teniendo en cuenta tu actual situación.

Por un momento Hodges no sabe de qué le habla, y de pronto recuerda que su Toyota ha quedado reducido a fragmentos chamuscados. Los restos se encuentran ahora bajo la custodia del laboratorio forense del Departamento de Policía, donde hoy mismo, dentro de unas horas, unos hombres en bata blanca lo examinarán para determinar qué clase de explosivo se utilizó en la voladura. Anoche volvió a casa en taxi. En efecto, necesitará que alguien lo lleve. Y entonces cae en la cuenta de que tal vez Jerome le sea útil también de otra manera.

—Eso estaría bien —dice—, pero ¿y las clases?

—Tengo una media de 9,4 —explica Jerome pacientemente—. Además, trabajo para la asociación Ciudadanos Unidos y, junto con varias personas más, doy un curso de informática para niños discapacitados. Puedo saltarme un día. Y ya he pedido permiso a mis padres. Solo me han dicho que te pregunte si van a ponerte alguna otra bomba.

—La verdad es que no lo puedo descartar.

—Espera un segundo. —De fondo, Hodges oye decir a Jerome—: Dice que no.

A pesar de las circunstancias, Hodges no puede evitar sonreír.

—Enseguida estoy ahí —dice Jerome.

—Respeta el límite de velocidad. Y no hace falta que vengas antes de las nueve. Emplea ese tiempo para ejercitar tus aptitudes interpretativas.

—¿En serio? ¿Qué papel voy a interpretar?

—El de ayudante de bufete —responde Hodges—. Y gracias, Jerome.

Corta la comunicación, entra en el despacho, enciende el ordenador y busca a un abogado de la ciudad llamado Schron. Es un nombre poco corriente y lo encuentra sin mayor dificultad. Anota el nombre del bufete y el nombre de pila de Schron, que resulta ser George. A continuación vuelve a la cocina y telefonea a la tía Charlotte.

—Hodges —dice—. Aquí estoy otra vez.

—No me gusta que me cuelguen, señor Hodges.

—Tampoco a mí me ha gustado que usted le contara a mi antiguo compañero que me follaba a su sobrina.

La tía Charlotte, escandalizada, ahoga una exclamación y luego calla. Hodges casi concibe la esperanza de que cuelgue. Al ver que sigue al aparato, le dice lo que ella necesita saber.

—Los restos de Janey estarán en el depósito de cadáveres del condado de Huron. No podrá disponer de ellos hoy. Probablemente tampoco mañana. Tendrá que practicarse la autopsia, cosa absurda teniendo en cuenta cuál ha sido la causa de la muerte, pero es el protocolo.

—Pero ¿es que no lo entiende? ¡Tengo las reservas para el vuelo de vuelta!

Hodges mira por la ventana de su cocina y cuenta lentamente hasta cinco.

—¿Señor Hodges? ¿Sigue ahí?

—Tal como yo lo veo, tiene dos opciones, señora Gibney. Una, quedarse aquí y hacer lo debido. La otra, usar sus reservas, volver a casa en ese avión y dejar que las autoridades municipales se ocupen de todo.

La tía Charlotte empieza a gimotear.

—Vi cómo la miraba usted, y cómo lo miraba ella. Yo me limité a contestar a las preguntas de esa mujer policía.

—Y con gran presteza, no me cabe duda.

—Con ¿qué?

Hodges exhala un suspiro.

—Dejémoslo. Les aconsejo, a su hermano y a usted, que se presenten personalmente en el depósito de cadáveres. No llamen por adelantado. Es mejor que les vean la cara. Hablen con el doctor Galworthy. Si Galworthy no está, hablen con el doctor Patel. Si le piden personalmente que aligere los trámites… y si son capaces de plantearlo con amabilidad… los ayudarán tanto como esté en sus manos. Den mi nombre. Nos conocemos desde principios de los años noventa.

—Tendríamos que dejar a Holly otra vez sola —dice la tía Charlotte—. Está encerrada en su habitación, dale que te pego con su ordenador portátil, y se niega a salir.

Hodges advierte que ha empezado a tirarse del pelo y se obliga a contenerse.

—¿Qué edad tiene su hija?

Un largo silencio.

—Cuarenta y cinco.

—Entonces es probable que pueda usted prescindir de una canguro. —Trata de reprimir lo que viene a continuación, pero no lo consigue—. Piense en el dinero que se ahorrará.

—No espero que entienda la situación de Holly, señor Hodges. Mi hija, además de ser psicológicamente inestable, es muy sensible.

«Siendo así, le debe de costar mucho aguantarla a usted», piensa. Pero esta vez logra callárselo.

—¿Señor Hodges?

—Aquí sigo.

—No sabrá si por casualidad Janelle hizo testamento, ¿verdad?

Hodges cuelga.

2

Brady pasa largo rato en la ducha del motel con las luces apagadas. Le gusta esa calidez uterina y el uniforme tamborileo del agua. También le gusta la oscuridad, y mejor así, porque dentro de poco tendrá toda la que siempre ha deseado. Le gustaría creer que habrá una tierna reunión madre e hijo —quizá incluso en su modalidad de madre y amante—, pero en el fondo de su alma no lo cree. Puede fingirlo, pero… no.

Solo oscuridad.

No le preocupa Dios, ni la posibilidad de pasarse la eternidad asándose a fuego lento por sus crímenes. No hay cielo ni infierno. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que esas cosas no existen. Un ser supremo tendría que ser muy cruel para crear un mundo tan jodido como este. Incluso si existiera el Dios vengador de los telepredicadores y los curas pederastas, ¿con qué autoridad moral podría ese lanzador de rayos culpar a Brady de las cosas que ha hecho? ¿Acaso Brady Hartsfield cogió la mano de su padre y se la puso en contacto con el cable de alta tensión que lo electrocutó? No. ¿Encajó él aquel trozo de manzana en la garganta de Frankie? No. ¿Fue él quien habló y habló de cómo se iba el dinero, augurando que acabarían en un albergue de indigentes? No. ¿Preparó él una hamburguesa envenenada y dijo: «Cómete esto, mamá, está delicioso»?

¿Se le puede culpar por arremeter contra el mundo que lo ha convertido en lo que es?

Brady considera que no.

Reflexiona sobre los terroristas que derribaron las Torres Gemelas (reflexiona sobre ellos con frecuencia). Esos payasos estaban convencidos de que irían al paraíso, donde vivirían en una especie de hotel de lujo eterno atendidos por vírgenes jóvenes y despampanantes. Muy gracioso, ¿y qué es lo mejor? Que la broma fue a costa de ellos… por más que no lo supieran. Lo único que consiguieron fue una vista momentánea de todas aquellas ventanas y un destello de luz final. Después ellos y sus millares de víctimas sencillamente desaparecieron. Puf. Adiós muy buenas. Allá vais, asesinos y víctimas por igual, allá vais, al conjunto vacío universal que envuelve un solitario planeta azul y a todos sus habitantes en su maquinal ajetreo. Todas las religiones mienten. Todos los preceptos morales son engañosos. Incluso las estrellas son un espejismo. La verdad es la oscuridad, y lo único que importa es hacer una declaración de principios antes de entrar en ella. Abrir un corte en la piel del mundo y dejar una cicatriz. A eso se reduce la historia, al fin y al cabo: a tejido cicatricial.

3

Brady se viste y va en coche a un supermercado abierto las veinticuatro horas cercano al aeropuerto. Ha visto en el espejo del baño que la maquinilla eléctrica de su madre deja mucho que desear; su cuero cabelludo necesita mejor mantenimiento. Compra maquinillas desechables y crema de afeitar. Se aprovisiona de pilas, porque nunca están de más. También coge unas gafas de cristales transparentes en una góndola giratoria. Elige la montura de carey, porque le da un aspecto estudiantil. O eso le parece a él.

De camino a la caja, se detiene ante un expositor de cartón donde aparece la imagen de los cuatro peripuestos chicos de ’Round Here. El texto reza: ¡EQUÍPATE PARA EL GRAN CONCIERTO DEL 3 DE JUNIO! Pero alguien ha tachado 3 DE JUNIO y ha escrito debajo ESTA NOCHE.

Aunque Brady suele llevar la talla M de camiseta —siempre ha sido delgado—, coge una XL y la añade al resto del botín. No tiene que hacer cola; a esa hora tan temprana es el único cliente.

—¿Vas a ir al concierto esta noche? —pregunta la joven cajera.

—Y tanto que sí —contesta Brady con una amplia sonrisa.

De regreso al motel, Brady empieza a pensar en su coche. A preocuparse por su coche. El alias de Ralph Jones está muy bien, pero el Subaru está a nombre de Brady Hartsfield. Si el Ins. Ret. descubre su nombre y da aviso a la poli, podría ser un problema. El motel es un lugar seguro —ya no piden el número de matrícula, sino solo el carnet de conducir—, pero el coche no lo es.

«El Ins. Ret. no anda cerca —se dice Brady—. Solo pretendía asustarte».

O quizá no. Este Ins. en particular resolvió muchos casos antes de ser Ret., y al parecer conserva aún parte de esas aptitudes.

En lugar de volver directamente al Motel 6, Brady accede al aeropuerto, coge un tíquet y deja el Subaru en el aparcamiento para estancias largas. Lo necesitará esta noche, pero de momento está bien donde está.

Consulta el reloj. Las nueve menos diez. Faltan once horas para el concierto, piensa. Quizá doce horas para la oscuridad. Podrían ser menos; podrían ser más. Pero no mucho más.

Se pone las gafas nuevas y, cargado con sus compras, recorre silbando la distancia que lo separa del motel, alrededor de un kilómetro.

4

Cuando Hodges abre a Jerome la puerta de su casa, lo primero que capta la atención del chico es el 38 enfundado en la hombrera.

—No irás a pegarle un tiro con eso a alguien, ¿no?

—No lo creo. Considéralo un talismán. Era de mi padre. Y tengo un permiso para llevarlo oculto, si es eso lo que te preocupa.

—Lo que me preocupa —aclara Jerome— es si está cargado o no.

—Claro que lo está. ¿Qué crees tú que haría si tuviera que usarlo? ¿Lanzarlo?

Jerome suspira y se alborota el pelo oscuro.

—Esto se complica.

—¿Quieres dejarlo? Si es así, tienes vía libre. Ya mismo. Puedo alquilar un coche.

—No, yo no tengo problema. Eres tú el que me preocupa. Eso que tienes no son ojeras, son medias lunas negras.

—Estoy perfectamente. En cualquier caso, para mí hoy es el último día. Si no consigo dar con ese individuo antes de esta noche, iré a ver a mi antiguo compañero y se lo contaré todo.

—¿Te meterás en un lío muy grave?

—No lo sé, ni me importa demasiado.

—¿Y en qué lío me meteré yo?

—Tú estás a salvo. Si no pudiera garantizarlo, ahora mismo estarías en clase de álgebra.

Jerome le lanza una mirada de compasión.

—Estudié álgebra hace cuatro años. Dime qué puedo hacer.

Hodges se lo explica. Jerome está dispuesto pero tiene sus dudas.

—El mes pasado… esto no se lo cuentes nunca a mis padres… unos amigos y yo intentamos entrar en Punch and Judy, esa nueva discoteca del centro. El portero ni siquiera miró mi hermoso carnet de identidad falso; sencillamente me obligó a salir de la cola y me dijo que me fuera a tomar un batido.

—No me sorprende —dice Hodges—. Tienes cara de diecisiete años, pero, por suerte para mí, tienes voz de veinticinco por lo menos. —Desliza hacia Jerome una hoja con un teléfono anotado—. Haz la llamada.

Jerome dice a la recepcionista del Servicio de Guardia Vigilante que es Martin Lounsbury, un ayudante del bufete Canton, Silver, Makepeace y Jackson. Añade que actualmente trabaja con George Schron, un socio junior que tiene asignada la tarea de atar unos cuantos cabos sueltos referentes a la herencia de la difunta Olivia Trelawney. Uno de esos cabos sueltos tiene que ver con el ordenador de la señora Trelawney. Su encargo de hoy es localizar al técnico informático que reparaba el ordenador, y parece posible que alguno de los empleados de Vigilante en la zona de Sugar Heights pueda ayudarlo a localizar a ese caballero.

Hodges forma un círculo con el pulgar y el índice para indicar a Jerome que está haciéndolo muy bien y le entrega una nota.

Jerome la lee y dice:

—Una vecina de la señora Trelawney, la señora Helen Wilcox, mencionó a un tal Rodney Peeples. —Escucha y asiente con la cabeza—. Ah, Radney, ya. Un nombre interesante. Quizá podría llamarme, si no es mucho inconveniente. Mi jefe es un poco tirano, y la verdad es que estoy con la soga al cuello. —Escucha—. ¿Sí? Ah, estupendo. Muchísimas gracias. —Da a la recepcionista los números de su móvil y del fijo de Hodges; luego cuelga y se seca un sudor imaginario de la frente—. Me alegro de haber acabado. ¡Uf!

—Lo has hecho muy bien —asegura Hodges.

—¿Y si esa mujer telefonea a Canton, Silver y demás para comprobarlo? ¿Y si se entera de que ahí nunca han oído hablar de Martin Lounsbury?

—Su trabajo consiste en transmitir mensajes, no en investigarlos.

—¿Y si lo comprueba ese Peeples?

Hodges no cree que lo haga. Cree que el nombre de Helen Wilcox se lo impedirá. Cuando Hodges habló con Peeples aquel día frente a la mansión de Sugar Heights, percibió claramente la vibración de que la relación entre Peeples y Helen Wilcox era más que platónica. Quizá un poco más, quizá mucho más. Cree que Peeples dará a Martin Lounsbury lo que quiera para que desaparezca.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Jerome.

Lo que hacen es algo que Hodges se ha pasado haciendo al menos la mitad de su vida profesional.

—Esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—Hasta que telefonee Peeples o algún otro segurata.

Porque en estos momentos el Servicio de Guardia Vigilante parece ser su mejor vía. Si no da fruto, tendrán que ir a Sugar Heights y empezar a interrogar a los vecinos, perspectiva que no le complace, dada su celebridad en el ciclo de noticias actual.

Entretanto, acude otra vez a su mente el señor Bowfinger, y su vecina la señora Melbourne, la mujer un poco majara que vive en la acera de enfrente. Con sus comentarios sobre los misteriosos todoterrenos negros y su interés en los platillos voladores, la señora Melbourne podría haber sido uno de esos excéntricos personajes secundarios de una película de Alfred Hitchcock.

«Cree que viven entre nosotros», había dicho Bowfinger moviendo las cejas en un gesto sarcástico. ¿Y por qué demonios eso le venía una y otra vez a la cabeza?

A las diez menos diez suena el móvil de Jerome. El fragmento de Hell’s Bells de AC/DC los sobresalta a los dos. Jerome coge el teléfono.

—Dice NÚMERO PRIVADO. ¿Qué hago, Bill?

—Cógelo. Es él. Y recuerda quién eres tú.

Jerome acepta la llamada y dice:

—Sí, aquí Martin Lounsbury. —Escucha—. Ah, hola, señor Peeples. Muchas gracias por llamar.

Hodges garabatea otra nota y la empuja por encima de la mesa. Jerome le echa un vistazo.

—Ajá… sí… la señora Wilcox me ha hablado muy bien de usted. Ciertamente, muy bien. Pero mi encargo tiene que ver con la difunta señora Trelawney. No es posible dar el visto bueno a la transmisión de la herencia hasta que podamos inventariar el ordenador y… sí, ya sé que han pasado más de seis meses. Es tremendo lo lentas que van estas cosas, ¿no? El año pasado un cliente tuvo que solicitar cupones para alimentos a los servicios sociales a pesar de que tenía en tramitación una herencia de setenta mil dólares.

«No cargues las tintas, Jerome», piensa Hodges. El corazón le late con fuerza.

—No, no tiene nada que ver con eso. Solo necesito el nombre del técnico que le reparaba el ordenador. Lo demás es cosa de mi jefe. —Escucha, juntando las cejas—. ¿Que no puede? Vaya, es una lás…

Pero Peeples sigue hablando. El sudor en la frente de Jerome ya no es ficticio. Alarga el brazo por encima de la mesa, coge el bolígrafo de Hodges y empieza a escribir. Simultáneamente, mantiene una uniforme sucesión de «ajá» y «vale» y «entiendo».

—Oiga, esto está muy bien —dice por fin—. Pero que muy bien. Seguro que al señor Schron ya le servirá. Ha sido usted de gran ayuda, señor Peeples. Así que voy a… —Escucha una vez más—. Sí, es espantoso. Creo que el señor Schron está ocupándose de algunos aspectos de eso… ahora mientras usted y yo hablamos, pero en realidad no sé na… ¿ah, sí? ¡Vaya! Señor Peeples, ha estado usted muy bien. Sí, lo mencionaré. Delo por hecho. Gracias, señor Peeples.

Corta la comunicación y se lleva las palmas de las manos a las sienes, como para atajar un dolor de cabeza.

—Tío, esto sí que ha sido intenso. Quería hablar de lo que pasó ayer. Y decir que debía comunicar a los parientes de Janey que Vigilante se ofrece a ayudar tanto como esté en sus manos.

—Eso está muy bien, seguro que incluirán una mención en su expediente, pero…

—También ha dicho que habló con el dueño del coche al que pusieron una bomba. Ha visto tu foto en las noticias de esta mañana.

A Hodges no le sorprende y ahora mismo le da igual.

—¿Te ha dado un nombre? Dime que te ha dado un nombre.

—No el del técnico, pero sí el de la empresa para la que trabaja. Se llama Ciberpatrulla. Según Peeples, van de aquí para allá en Escarabajos Volkswagen verdes. Dicen que aparecen por Sugar Heights continuamente, y son inconfundibles. Ha visto en ellos a un hombre y a una mujer, los dos probablemente de entre veinte y treinta años. Define a la mujer como «tirando a tortillera».

Hodges nunca se ha planteado siquiera la posibilidad de que Mr. Mercedes sea en realidad una Señora Mercedes. Supone que en rigor puede ser, y sería un buen desenlace para una novela de Agatha Christie, pero esto es la vida real.

—¿Ha dicho qué aspecto tenía el hombre?

Jerome mueve la cabeza en un gesto de negación.

—Ven a mi despacho. Tú conducirás el ordenador y yo haré de copiloto.

En menos de un minuto tienen ante los ojos una hilera de tres Escarabajos Volkswagen verdes con el rótulo CIPERPATRULLA en los flancos. No es una empresa independiente, sino parte de una cadena llamada Discount Electronix con una macrotienda en la ciudad. Se encuentra en el centro comercial de Birch Hill.

—Tío, yo he comprado ahí —dice Jerome—. He comprado ahí montones de veces: videojuegos, componentes de ordenador, un montón de DVD de artes marciales a precio de saldo.

Bajo la foto de los Escarabajos se lee CONOZCA A LOS EXPERTOS. Hodges se inclina sobre el hombro de Jerome y clica ese enlace. Aparecen tres fotos. Una es de una chica de rostro alargado y pelo de color rubio sucio. El segundo es un tipo regordete con gafas a lo John Lennon y expresión seria. El tercero es un individuo convencionalmente agraciado, de cabello castaño, repeinado, con una sonrisa inexpresiva de foto. Los nombres que constan debajo son FREDDI LINKLATTER, ANTHONY FROBISHER y BRADY HARTSFIELD.

—¿Y ahora qué? —pregunta Jerome.

—Ahora nos vamos de paseo. Pero antes tengo que coger una cosa.

Hodges entra en su dormitorio y pulsa la combinación de la pequeña caja fuerte que tiene en el armario. Dentro, junto con un par de pólizas de seguro y unos cuantos documentos financieros, hay una pila de tarjetas plastificadas sujetas con una gomita como la que en ese momento lleva en el billetero. A los policías se les entrega un carnet de identidad nuevo cada dos años, y él, siempre que recibía uno, guardaba ahí el antiguo. La diferencia fundamental es que ninguno de los antiguos lleva encima el sello RETIRADO en rojo. Saca el que caducó en diciembre de 2008, extrae su último carnet del billetero y lo sustituye por el de la caja fuerte. Por supuesto, enseñarlo a alguien es otro delito —ley estatal 190.25, suplantar la identidad de un agente de policía, falta grave de Clase E, sancionable con una multa de 25000 dólares, cinco años de prisión, o ambos—, pero esas cosas ya no le preocupan.

Se guarda el billetero en el bolsillo de atrás, hace ademán de cerrar la caja fuerte y de pronto cambia de idea. Ahí dentro hay algo más que podría necesitar: un pequeño estuche de piel, como una de esas fundas que emplea la gente que viaja con frecuencia para guardar el pasaporte. También era de su padre.

Hodges se la mete en el bolsillo junto con la cachiporra.

5

Después de enjuagarse la cabeza recién rapada y ponerse las sencillas gafas nuevas, Brady se acerca a la recepción del Motel 6 y paga otra noche. Luego regresa a su habitación y despliega la silla de ruedas que compró el miércoles. Era cara, pero qué más da. El dinero no es ya una preocupación para él.

Coloca el cojín con el rótulo APARCAMIENTO DE CULO repleto de explosivos en el asiento de la silla; después raja el forro del bolsillo del respaldo e introduce varios bloques más de su explosivo plástico de fabricación casera. Cada bloque va provisto de un iniciador de azida de plomo. Mantiene sujetos los cables conectores por medio de un clip metálico. Ya ha pelado los extremos, dejando al descubierto el cobre, y esta tarde los unirá trenzándolos.

El verdadero detonador será la Cosa Dos.

Usando cinta adhesiva filamentosa, cruzada una y otra vez, asegura, una por una, las bolsas con las bolas de cojinete bajo el asiento de la silla de ruedas. Al acabar, se sienta en los pies de la cama y contempla su obra con expresión solemne. La verdad es que no tiene la menor idea de si logrará meter esa bomba rodante en el auditorio Mingo… pero tampoco sabía si conseguiría escapar del Centro Cívico una vez consumado el hecho. Aquello salió bien; quizá esto también. Al fin y al cabo, en esta ocasión no tendrá que escapar, y eso es la mitad de la batalla. Incluso si lo descubren e intentan detenerlo, el pasillo estará abarrotado de asistentes al concierto, y el número de víctimas será muy superior a ocho.

«Esto va a ser la bomba —piensa Brady—. Esto va a ser la bomba, inspector Hodges, y a ti que te den por el culo. Que te den mucho por el culo».

Se tumba en la cama y piensa en masturbarse. Quizá sí debería hacerlo, aprovechando que aún tiene polla con la que masturbarse. Pero incluso antes de desabrocharse el Levi’s lo vence el sueño.

En la mesilla de noche tiene una foto enmarcada. En ella Frankie, con Sammy el coche de bomberos en el regazo, sonríe.

6

Son casi las once de la mañana cuando Hodges y Jerome llegan al centro comercial de Birch Hill. Hay plazas de aparcamiento de sobra, y Jerome deja su Wrangler justo enfrente de Discount Electronix, donde todos los escaparates exhiben grandes letreros de REBAJAS. Frente a la tienda, sentada en el bordillo con las rodillas juntas y los pies separados, hay una adolescente enfrascada en su iPad. Un cigarrillo humea entre los dedos de su mano izquierda. Solo cuando se acercan, Hodges advierte canas en el cabello de la adolescente. Se le cae el alma a los pies.

—¿Holly? —dice Jerome.

Al mismo tiempo Hodges pregunta:

—¿Qué demonios hace usted aquí?

—Estaba bastante segura de que usted y Jerome lo averiguarían —contesta ella. Aplasta la colilla y se pone en pie—. Pero empezaba a preocuparme. Iba a llamarlo si no llegaba antes de las once y media. Estoy tomando el Lexapro, señor Hodges.

—Ya me lo dijo, y me alegro. Ahora responda a mi pregunta y explíqueme qué hace aquí.

A Holly le tiemblan los labios, y si bien inicialmente ha conseguido mirarlo a la cara, ahora baja la vista y se contempla los mocasines. A Hodges no le extraña haberla confundido en un primer momento con una adolescente, porque en muchos sentidos todavía lo es, obstaculizado su desarrollo por las inseguridades y la tensión de mantenerse en equilibrio en la cuerda floja emocional por la que ha caminado toda su vida.

—¿Se ha enfadado conmigo? Por favor, no se enfade conmigo.

—No estamos enfadados —tercia Jerome—, solo sorprendidos.

«Atónitos más bien», piensa Hodges.

—Me he pasado la mañana en mi habitación, explorando la comunidad informática local, pero, como pensábamos, hay centenares de técnicos. Mi madre y el tío Henry han ido a hablar con una gente. Sobre Janey, me parece. Supongo que tendrá que haber otro funeral, pero no soporto la sola idea de pensar en lo que habrá dentro del ataúd. Solo de imaginarlo me entra la llorera.

Y en efecto unas gruesas lágrimas descienden por sus mejillas. Jerome la rodea con un brazo. Al principio ella se tensa; luego le dirige una tímida mirada de agradecimiento.

—A veces, cuando está mi madre presente, me cuesta pensar. Es como si ella creara interferencias en mi cabeza. Supongo que con estas cosas da la impresión de que estoy loca.

—A mí no —contesta Jerome—. A mí me pasa lo mismo con mi hermana. Sobre todo cuando pone sus CD de esos malditos grupos de niñas.

—Esta mañana, cuando se han marchado y la casa se ha quedado en silencio, he tenido una idea. He vuelto al ordenador de Olivia y he mirado su correo.

Jerome se da una palmada en la frente.

—¡Mierda! Ni se me había pasado por la cabeza pensar en el correo.

—No te preocupes, no había nada. Olivia tenía tres cuentas, MacMail, Gmail y AO-Hell, pero las tres carpetas estaban vacías. Quizá borraba ella misma los mensajes, pero lo dudo, porque…

—Porque su escritorio y su disco duro estaban hasta los topes de cosas —concluye Jerome.

—Exacto. Tiene El puente sobre el río Kwai en iTunes. Nunca la he visto. Puede que la ponga si tengo ocasión.

Hodges lanza una mirada hacia Discount Electronix. Con el reflejo del sol en los cristales, es imposible saber si alguien los observa. Aquí fuera se siente desprotegido, como un bicho en una piedra.

—Vamos a dar un paseo —sugiere, y los lleva hacia Savoy Shoes, Barnes & Noble y Whitey’s Happy Frogurt Shoppe.

—Vamos, Holly, habla —insta Jerome—. Me estás volviendo loco.

Ella sonríe al oírlo, y en ese momento parece mayor. Más de su edad. En cuanto se alejan de los enormes escaparates de Discount Electronix, Hodges se siente mejor. Para él, es evidente que Holly tiene a Jerome encandilado, y también a él (un tanto a su pesar), pero es humillante pensar que una neurótica Lexapro-dependiente se le ha adelantado.

—Como se olvidó de retirar su programa FANTASMA —explica Holly—, he pensado que quizá se había olvidado también de la carpeta de spam, y así era. Olivia tenía unos cincuenta e-mails de Discount Electronix. Algunos eran anuncios de rebajas, como las que hay ahora, aunque seguro que los únicos DVD que les quedan no son nada del otro mundo, probablemente películas coreanas y tal, y algunos de los mensajes eran cupones para descuentos del veinte por ciento. También tenía cupones para descuentos del treinta por ciento. Los cupones del treinta por ciento servían para el siguiente servicio a domicilio ofrecido por la Ciberpatrulla. —Se encoge de hombros—. Y aquí estoy.

Jerome la mira fijamente.

—¿Solo has tenido que hacer eso? ¿Echar un vistazo a la carpeta de spam?

—No te sorprendas tanto —dice Hodges—. Para atrapar al Hijo de Sam, bastó una multa de aparcamiento.

—He ido a la parte de atrás mientras esperaba —dice Holly—. Según su página web, la Ciberpatrulla solo cuenta con tres técnicos, y ahí atrás hay tres de esos Escarabajos verdes. Así que supongo que ese hombre hoy está trabajando en la tienda. ¿Va a detenerlo, señor Hodges? —Vuelve a mordisquearse el labio—. ¿Y si se resiste? No quiero que le pase nada a usted.

Hodges piensa a marchas forzadas. Son tres los técnicos informáticos de la Ciberpatrulla: Frobisher, Hartsfield y Linklatter, la rubia flaca. Está casi convencido de que el individuo en cuestión será Frobisher o Hartsfield, y sea quien sea, no se esperará que ranagustavo19 aparezca por la puerta. Aun cuando Mr. Mercedes no echara a correr, sin duda sería incapaz de disimular el sobresalto inicial al reconocerlo.

—Voy a entrar. Usted y Jerome se quedan aquí.

—¿Vas a entrar sin refuerzos? —pregunta Jerome—. Venga, Bill, no creo que eso sea muy int…

—No me pasará nada, tengo el factor sorpresa de mi lado. Pero si no vuelvo en diez minutos, avisa al 911. ¿Entendido?

—Sí.

Hodges señala a Holly.

—Usted no se aparte de Jerome. No más investigaciones de lobo solitario —advierte. «Mira quién fue a hablar», piensa.

Ella asiente con humildad, y Hodges se aleja sin darles tiempo a entretenerlo prolongando la conversación. Cuando se acerca a las puertas de Discount Electronix, se desabrocha la americana de sport. El peso del arma de su padre contra la caja torácica lo reconforta.

7

Mientras observan a Hodges entrar en la tienda de electrónica, una duda asalta a Jerome.

—Holly, ¿cómo has venido hasta aquí? ¿En taxi?

Ella niega con la cabeza y señala el aparcamiento. Allí, tres filas por detrás del Wrangler de Jerome, hay un sedán Mercedes gris.

—Estaba en el garaje. —Advierte que Jerome se queda boquiabierto y se pone a la defensiva de inmediato—. conducir, eh. Tengo carnet. Nunca he tenido un accidente, y el seguro, de Allstate, me ha concedido una póliza de buena conductora. ¿Sabías que el hombre que sale en los anuncios televisivos de Allstate era el presidente en la serie 24?

—Ese es el coche…

Holly arruga la frente, desconcertada.

—¿Por qué te extraña tanto? Estaba en el garaje, y he encontrado las llaves dentro de una canasta en el recibidor. ¿Por qué te extraña tanto, pues?

Las abolladuras han desaparecido, observa Jerome. Han cambiado los faros y los parabrisas. Está como nuevo. Nadie diría que se utilizó en una matanza.

—¿Jerome? ¿Crees que a Olivia le importaría?

—No —contesta él—. Seguramente no.

Está imaginándose la calandria manchada de sangre. Jirones de tela colgando de ella.

—Al principio no arrancaba, estaba sin batería, pero he encontrado un cargador portátil de Olivia, y sé usarlo porque mi padre tenía uno. Jerome, si el señor Hodges no lo detiene, ¿podríamos acercarnos a Whitey’s Happy Frogurt Shoppe?

Jerome apenas la oye. Sigue con la mirada fija en el Mercedes. «Se lo devolvieron —piensa—. Bueno, es normal que se lo devolvieran». Al fin y al cabo, era de su propiedad. Incluso reparó los daños. Pero Jerome juraría que nunca más volvió a conducirlo. Si en algún sitio había fantasmas —fantasmas auténticos—, era ahí dentro. Y probablemente gritando.

—¿Jerome? Baja de las nubes, Jerome.

—¿Eh?

—Si todo sale bien, vamos a Frogurt a por un yogur helado. He estado esperándoos al sol y me muero de calor. Yo invito. Me apetece mucho un helado, pero…

Jerome no oye el resto. Está pensando: «Helado».

Dentro de su cabeza se produce un clic tan sonoro que Jerome incluso hace una mueca, y al instante sabe de qué le ha sonado una de las caras de la Ciberpatrulla al verla en el ordenador de Hodges. Le flojean las piernas y se apoya en uno de los postes del paseo para no caerse.

—Dios mío —exclama.

—¿Qué pasa? —Holly, mordiéndose los labios frenéticamente, le sacude el brazo—. ¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal, Jerome?

Pero al principio Jerome solo puede repetir:

—Dios mío.

8

Hodges piensa que el Discount Electronix del centro comercial de Birch Hill tiene toda la apariencia de una empresa a la que le quedan tres meses de vida. Muchas de las estanterías están vacías, y las existencias restantes ofrecen un triste aspecto de abandono. Casi todos los clientes se congregan en el departamento de audio y vídeo, donde unos letreros fluorescentes de color rosa anuncian: ¡CARAY! ¡REMATE EN LA SECCIÓN DE DVD! ¡TODOS LOS DISCOS REBAJADOS AL 50%, INCLUIDOS LOS BLU-RAY! Pese a que hay diez cajas registradoras, solo tienen abiertas tres, atendidas por mujeres que visten guardapolvos azules con el logo amarillo de DE. Dos de ellas están mirando por la ventana; la tercera lee Crepúsculo. Otros dos o tres empleados recorren los pasillos, muy ocupados en no hacer nada.

Hodges no tiene el menor interés en ninguno de ellos, pero ve a dos de los tres que le interesan. Anthony Frobisher, el de las gafas a lo John Lennon, habla con un cliente que lleva una cesta llena de DVD rebajados en una mano y un fajo de cupones en la otra. La corbata de Frobisher induce a pensar que, además de miembro de la Ciberpatrulla, quizá sea el encargado de la tienda. La chica de cara alargada y cabello de color rubio sucio está al fondo, sentada ante un ordenador. Tiene un cigarrillo encajado detrás de una oreja.

Hodges recorre parsimoniosamente el pasillo central de la sección de DVD REBAJADOS. Frobisher lo mira y levanta un dedo para indicar Enseguida estoy con usted. Hodges sonríe y mueve la mano en señal de No hace falta. Frobisher se concentra de nuevo en el cliente de los cupones. No se advierte en él la menor señal de que lo haya reconocido. Hodges se acerca al fondo de la tienda.

La chica del pelo de color rubio sucio alza la vista hacia él y vuelve a fijarla en la pantalla del ordenador. Tampoco ella lo reconoce. No lleva camiseta de Discount Electronix; en la suya se lee CUANDO YO QUIERA MI OPINIÓN, TE LA DARÉ. Hodges ve que está jugando a una versión actualizada de Pitfall Harry, una versión más descarnada que la que fascinaba a su hija Alison hace un cuarto de siglo. «Todo lo que se va vuelve —piensa Hodges—. Un concepto zen, sin duda».

—A menos que tenga una consulta informática, hable con Tones —dice ella—. Yo solo me ocupo de los ordenatas.

—¿Tones no será por casualidad Anthony Frobisher?

—Sí. Don Peripuesto, el de la corbata.

—Usted es, pues, Freddi Linklatter. De la Ciberpatrulla.

—Sí. —Detiene a Pitfall Harry a medio salto por encima de una serpiente enrollada para examinar a Hodges detenidamente. Lo que ve es el carnet de policía de Hodges, con el pulgar estratégicamente colocado para ocultar la fecha de caducidad.

—Oooh —exclama, y tiende al frente las dos manos juntas, ofreciendo las muñecas delgadas como palos—. Soy una chica muy… muy mala, y unas esposas son lo que me merezco. Azóteme, pégueme, oblígueme a extender cheques falsos.

Hodges le dirige una parca sonrisa y se guarda el carnet.

—¿No es Brady Hartsfield el tercer miembro de la alegre pandilla? No lo veo por aquí.

—No ha venido. Tiene gripe. Eso dice. ¿Quiere saber qué sospecho yo?

—Escucho.

—Creo que quizá por fin ha metido a su querida madre en un centro de rehabilitación. Según cuenta, la buena mujer bebe y él ha de ocuparse casi siempre de ella. Razón por la que nunca se ha echado un B. P. Ya sabe a qué me refiero, ¿no?

—Me lo imagino, sí.

Ella lo observa con corrosivo interés.

—¿Brady está metido en algún lío? No me extrañaría. Está un poco… ya me entiende, tururú.

—Solo necesito hablar con él.

Anthony Frobisher —Tones— se acerca.

—¿Puedo ayudarlo en algo, caballero?

—Es la pasma —explica Freddi. Dirige a Frobisher una amplia sonrisa que deja a la vista unos dientes pequeños muy necesitados de limpieza—. Ha descubierto lo del laboratorio de meta de la parte de atrás.

—Corta el rollo, Freddi.

Ella, con una mímica exagerada, hace como si se cerrara los labios con una cremallera y, al acabar, girara una llave invisible, pero no vuelve a centrarse en su juego.

Suena el móvil en el bolsillo de Hodges. Lo silencia con el pulgar.

—Soy el inspector Bill Hodges, señor Frobisher. Tengo que hacer unas preguntas a Brady Hartsfield.

—Está de baja por enfermedad. ¿Ha hecho alguna barbaridad?

—¡Vaya, con rima y todo! Tones es poeta y no lo sabe —observa Freddi Linklatter—. Aunque viéndolo, nadie lo diría…

—Cállate, Freddi. Por última vez.

—¿Puede darme su dirección, por favor?

—Por supuesto, se la traeré.

—¿Puedo descallarme un momento? —pregunta Freddi.

Hodges asiente. Freddi pulsa una tecla del ordenador. Pitfall Harry es sustituido por una hoja de cálculo titulada PERSONAL DE LA TIENDA.

—Listo —dice ella—. Elm Street, 49. Eso está en el…

—El Lado Norte, sí —la interrumpe Hodges—. Gracias a los dos. Han sido de gran ayuda.

Cuando Hodges se aleja, Freddi Linklatter levanta la voz en dirección a él:

—Esto tiene que ver con su madre, me juego lo que sea. Se trae algo raro con ella.

9

En cuanto Hodges sale al sol radiante, Jerome se abalanza sobre él y casi lo derriba. Holly acecha justo detrás de él. Ha dejado de morderse los labios y ha pasado a las uñas, que presentan un aspecto francamente maltratado.

—Te he llamado por teléfono —reprocha Jerome—. ¿Por qué no has contestado?

—Estaba haciendo unas preguntas. ¿Por qué me miras con esa cara?

—¿Está Hartsfield ahí dentro?

Hodges, sorprendido, es incapaz de responder.

—Es él —afirma Jerome—. Por fuerza lo es. Tienes razón: te observaba, y ya sé cómo. Ha sido lo mismo que en ese cuento de Hawthorne sobre la carta robada: escondida a plena vista.

Holly deja de morderse las uñas el tiempo suficiente para decir:

—Ese cuento es de Poe. ¿Es que no os enseñan nada en el colegio?

—Cálmate, Jerome —dice Hodges.

Jerome respira hondo.

—Tiene dos empleos, Bill. Dos. Debe de trabajar aquí solo a media jornada o algo así. Después trabaja para Loeb.

—¿Loeb?

—Sí, la empresa de helados. Conduce la camioneta de Mr. Tastey. La de las campanillas. Yo le he comprado helados, y mi hermana también. Todos los niños le compran. Ronda mucho por nuestra parte de la ciudad. ¡Brady Hartsfield es el vendedor de helados!

Hodges cae en la cuenta de que últimamente ha oído el alegre tintineo de esas campanillas con mucha frecuencia. En la primavera de su depresión, apoltronado en el La-Z-Boy, viendo la televisión vespertina (y a veces jugueteando con el arma cuya presión nota ahora en las costillas), lo oía a diario, o esa impresión tiene en este momento. Lo oía y no le prestaba atención, porque solo los niños se fijan realmente en el heladero. Excepto que una parte más profunda de su mente no permaneció totalmente ajena. Era esa parte profunda la que volvía una y otra vez a Bowfinger y su sarcástico comentario sobre la señora Melbourne.

«Cree que ellos viven entre nosotros», dijo Bowfinger, pero no eran unos alienígenas llegados del espacio lo que preocupaba a la señora Melbourne el día en que Hodges llevó a cabo los interrogatorios en el vecindario; eran los todoterrenos negros, los quiroprácticos y la gente de Hanover Street que ponía la música muy alta ya entrada la noche.

Y también el hombre de Mr. Tastey.

«Ese tiene una pinta sospechosa», dijo ella.

«Esta primavera parece que siempre anda rondando por aquí», dijo ella.

Una pregunta espantosa asoma a su mente, como una de las serpientes que siempre esperan al acecho en Pitfall Harry: si hubiese hecho caso a la señora Melbourne en lugar de considerarla una chiflada inocua y descartarla (igual que Pete y él descartaron a Olivia Trelawney), ¿seguiría Janey viva? No lo cree, pero nunca lo sabrá con certeza, y se teme que esa pregunta lo atormentará durante muchas noches de insomnio en las próximas semanas y meses.

Tal vez años.

Mira el aparcamiento… y ve ahí un fantasma. Un fantasma gris.

Se vuelve hacia Jerome y Holly, ahora de pie uno al lado del otro, y ni siquiera necesita preguntar.

—Sí —dice Jerome—. Lo ha traído Holly.

—El permiso de circulación y la pegatina en la matrícula están un poco caducados —explica Holly—. Por favor, no se enfade conmigo, ¿vale? Tenía que venir. Quería ayudar, pero sabía que si lo llamaba antes a usted, se negaría.

—No estoy enfadado —responde Hodges. De hecho, ni siquiera sabe muy bien cómo se siente. Tiene la sensación de haber entrado en un mundo onírico donde todos los relojes van hacia atrás.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Jerome—. ¿Avisar a la policía?

Pero Hodges no está dispuesto a desentenderse todavía. Puede que haya una olla de demencia en ebullición detrás del rostro insulso del joven de la foto, pero Hodges ha conocido a no pocos psicópatas y sabe que cuando se los coge por sorpresa, en su mayoría se desmoronan como castillos de arena. Solo son peligrosos para los desarmados y los incautos, como la gente sin recursos que hacía cola para solicitar empleo aquella madrugada de abril de 2009.

—Tú y yo nos vamos a dar un paseo hasta el lugar de residencia del señor Hartsfield —contesta Hodges—. Iremos con eso. —Señala el Mercedes gris.

—Pero… si nos ve llegar, ¿no nos reconocerá?

Hodges esboza una sonrisa que Jerome Robinson no ha visto nunca antes.

—Eso espero. —Tiende la mano—. ¿Puede darme la llave, Holly?

Ella aprieta sus labios maltratados.

—Sí, pero yo también voy.

—Ni hablar —contesta Hodges—. Es demasiado peligroso.

—Si es demasiado peligroso para mí, es demasiado peligroso para usted y Jerome. —Resistiéndose a mirarlo, desvía la vista a uno y otro lado sin posarla en ningún momento en su cara; pero su voz es firme—. Puede obligarme a que me quede aquí, pero entonces, en cuanto se vayan, avisaré a la policía y les daré la dirección de Brady Hartsfield.

—No la tiene —replica Hodges. Incluso a él le parece una respuesta poco convincente.

Holly no contesta, lo cual es una forma de cortesía. Ni siquiera necesita entrar en Discount Electronix y preguntárselo a la mujer del pelo de color rubio sucio; ahora que ya tienen el nombre, probablemente ella puede averiguar la dirección de Hartsfield con su diabólico iPad.

Mierda.

—Vale, puede venir. Pero conduzco yo, y cuando lleguemos allí, usted y Jerome se quedarán dentro del coche. ¿Algún problema con eso?

—No, señor Hodges.

Esta vez sí posa la mirada en su cara y la mantiene ahí durante tres segundos enteros. Podría ser un avance. «Con Holly, quién sabe», piensa Hodges.

10

Debido a los drásticos recortes presupuestarios aplicados el año pasado, los coches patrulla de la ciudad llevan por norma un solo agente. No es ese el caso en Lowtown. Aquí cada zeta lleva una pareja, y la pareja ideal incluye al menos una persona de color, porque en Lowtown las minorías son mayoría. El 3 de junio, poco después de las doce del mediodía, los agentes Laverty y Rosario circulan por Lowbriar Avenue, más o menos un kilómetro más allá del paso elevado bajo el cual Bill Hodges, una vez, impidió a un par de troles atracar a un renacuajo. Laverty es blanco. Rosario es hispana. Como el zeta es el Coche Patrulla n.º 54, en el departamento se los conoce como Toody y Muldoon, por los polis de una antigua telecomedia de los sesenta titulada Patrulla 54. A veces Amarilis Rosario, en el pase de revista de las mañanas, deleita a sus compañeros, los caballeros azules, diciendo: «¡Eh, eh, Toody, se me ocurre una idea!». Le queda encantador con su acento dominicano, y siempre arranca unas risas a los demás.

De patrulla, en cambio, es Doña Fiel Cumplidora de su Deber. Lo mismo puede decirse de él. En Lowtown por fuerza hay que serlo.

—Esos chavales, los matonzuelos de esquina, me recuerdan a los Blue Angels en una exhibición aérea que vi una vez —comenta ella ahora.

—¿Ah, sí?

—En cuanto nos ven venir, se separan como si estuvieran en formación. Mira, ahí va otro.

Cuando se aproximan al cruce de Lowbriar y Strike, un chico con una chaqueta de chándal de los Cavaliers de Cleveland (demasiado grande para él y del todo superflua en un día tan caluroso) se larga repentinamente de la esquina donde estaba tonteando y enfila Strike al trote. Aparenta unos trece años.

—Igual acaba de recordar que hoy es día de colegio —dice Laverty.

Rosario se echa a reír.

—Sí, ya, seguro.

Ahora se acercan a la esquina de Lowbriar con Martin Luther King Avenue. MLK es la otra gran calle del gueto, y esta vez son cinco o seis los matonzuelos que de pronto deciden que tienen asuntos pendientes en otro sitio.

—Eso sí es volar en formación —comenta Laverty. Se ríe, aunque en realidad no tiene gracia—. Oye, ¿dónde quieres comer?

—A ver si está aquel puesto ambulante en Randolph —responde ella—. Hoy el cuerpo me pide tacos.

—Señor Taco, se llama —dice él—, pero prescinde de las judías, ¿vale? Aún nos quedan cuatro horas de… Eh, mira, Rosie. ¡Qué raro!

Más adelante un hombre sale de una tienda con una caja de flores alargada. Es raro, porque la tienda no es una floristería; es la casa de empeños King Virtue. También resulta extraño porque es de raza blanca, y ahora están en la zona más negra de Lowtown. El hombre se acerca a una camioneta Econoline blanca, muy sucia, estacionada en un vado: una multa de veinte dólares. Sin embargo Laverty y Rosario, famélicos, tienen la mira puesta en unos tacos acompañados de esa deliciosa salsa picante que el Señor Taco tiene en el mostrador, y tal vez lo habrían dejado correr. Muy probablemente lo habrían dejado correr.

Pero.

Con David Berkowitz, fue una multa de aparcamiento. Con Ted Bundy, fue una luz de posición averiada. Hoy basta con una caja de floristería con las pestañas mal plegadas para cambiar el mundo. Mientras el hombre se revuelve los bolsillos en busca de la llave de su vieja camioneta (ni siquiera el emperador Ming de Mongo dejaría su vehículo abierto en Lowtown), la caja se ladea. El extremo se abre y algo asoma parcialmente.

El hombre lo empuja de nuevo hacia dentro para evitar que se caiga a la calle, pero Jason Laverty cumplió dos períodos de servicio en Irak y reconoce un lanzagranadas RPG en cuanto lo ve. Enciende las luces de emergencia y para detrás del hombre, que lanza una mirada alrededor con cara de sorpresa.

—¡La pistola! —indica a su compañera—. ¡Sácala!

Salen precipitadamente del coche, apuntando al cielo sus Glock empuñadas con ambas manos.

—¡Suelte la caja! —ordena Laverty—. ¡Suelte la caja y apoye las manos en la camioneta! Inclinado. ¡Ya mismo!

Por un momento el hombre —un cuarentón de piel aceitunada y cargado de hombros— abraza contra el pecho la caja de floristería como si fuera un bebé. Pero cuando Rosario baja el arma y lo encañona, él suelta la caja. Esta se desmonta del todo y revela lo que Laverty identifica a bulto como un lanzagranadas anticarro Hashim de fabricación rusa.

—¡La hostia! —exclama Rosario—. Toody, Toody, se me ocurre una id…

—Agentes, bajen sus armas.

Laverty permanece atento al individuo del lanzagranadas, pero Rosario se vuelve y ve a un hombre blanco, canoso, con una chaqueta azul. Lleva un auricular y va provisto de su propia Glock. Antes de que ella pueda preguntarle algo, la calle se ha llenado de hombres con chaquetas azules, todos corriendo en dirección a la casa de empeños King Virtue. Uno porta un ariete Stinger, de los que la policía llama revientapuertas mini. Ve en las espaldas de las chaquetas la sigla ATF, del Departamento de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, y de inmediato tiene la inequívoca sensación de haberse metido en camisa de once varas.

Agentes, bajen sus armas. Les habla James Kosinsky, del ATF.

—¿No preferiría quizá que primero uno de nosotros espose a este hombre? —dice Laverty—. Solo por preguntar.

Los agentes del ATF entran en tropel en la casa de empeños como compradores en unos grandes almacenes el primer día de rebajas. Una muchedumbre se congrega en la acera de enfrente, demasiado estupefacta aún ante la magnitud de tal dispositivo de asalto para empezar a lanzar improperios. O piedras, si a eso vamos.

Kosinsky exhala un suspiro.

—Vale, ya puestos —responde—. El mal ya está hecho.

—No sabíamos que tenían una operación en marcha —dice Laverty. Entretanto el hombre del lanzagranadas ya ha retirado las manos de la camioneta y las ha colocado detrás de la espalda, con las muñecas juntas. Salta a la vista que tiene experiencia en la materia—. Se disponía a abrir la camioneta, y he visto asomar eso de la caja. ¿Qué iba yo a hacer?

—Lo que ha hecho, claro. —Dentro de la casa de empeños se oye ruido de cristales rotos, vocerío y acto seguido los topetazos del revientapuertas en acción—. Miren, ya que están aquí, ¿por qué no meten al señor Cavelli en la parte de atrás de su coche y entran conmigo? A ver qué nos encontramos.

Mientras Laverty y Rosario acompañan al detenido al coche patrulla, Kosinsky anota el número.

—¿Y bien? —dice—. ¿Quién de ustedes es Toody y quién es Muldoon?

11

Mientras el dispositivo de asalto del ATF, comandado por el agente Kosinsky, comienza el inventario en el cavernoso almacén situado detrás de la humilde fachada de la casa de empeños King Virtue, un sedán Mercedes gris se detiene junto al bordillo ante el número 49 de Elm Street. Hodges va al volante. Hoy es Holly quien ocupa el asiento del copiloto, porque, sostiene ella (no sin cierta lógica), el coche es más suyo que de ellos.

—Debe haber alguien en casa —señala Holly—. Hay un Honda Civic en muy mal estado en el camino de acceso.

Hodges advierte que se acerca un anciano arrastrando los pies, el vecino de la casa de enfrente.

—Ahora hablaré yo con el Ciudadano Consciente. Usted y Jerome no abran la boca.

Baja la ventanilla.

—¿En qué puedo ayudarlo, caballero?

—Pensaba que a lo mejor era yo quien podía ayudarlo a usted —responde el viejo. Escruta con sus ojos relucientes a Hodges y sus acompañantes. También el coche, lo cual no sorprende a Hodges. Es todo un cochazo—. Si buscan a Brady, no tienen suerte. Ese coche de la entrada es el de la señora Hartsfield. Hace semanas que no lo mueven. Ni siquiera sé si funciona aún. Quizá la señora Hartsfield se ha marchado con Brady, porque hoy no la he visto. Suelo verla cuando sale a por el correo. —Señala el buzón junto a la puerta del número 49—. Le gustan los catálogos, como a casi todas las mujeres. —Tiende una mano huesuda—. Hank Beeson.

Hodges le da un breve apretón y acto seguido le enseña el carnet, manteniendo el pulgar sobre la fecha de caducidad.

—Mucho gusto, señor Beeson. Soy el inspector Bill Hodges. ¿Puede decirme qué coche tiene el señor Hartsfield? ¿Marca y modelo?

—Es un Subaru marrón. En cuanto al modelo y el año, no puedo ayudarlo. A mí todas esas carracas japonesas me parecen iguales.

—Ya. Ahora tengo que pedirle que vuelva a su casa, caballero. Es posible que pasemos después a hacerle unas preguntas.

—¿Brady ha hecho algo malo?

—Solo es una visita de rutina —contesta Hodges—. Vuelva a su casa, por favor.

En lugar de obedecer, Beeson se inclina un poco más para mirar a Jerome.

—¿No eres más bien joven para ser policía?

—Estoy en prácticas —contesta Jerome—. Más vale que haga lo que le dice el inspector Hodges.

—Ya voy, ya voy. —Pero antes echa un buen vistazo al trío—. ¿Desde cuándo la policía se pasea en un Mercedes-Benz?

Hodges no encuentra respuesta para eso, pero Holly sí.

—Esto es un coche incautado en una operación contra el crimen organizado. Nosotros nos quedamos con sus pertenencias. Podemos darles el uso que queramos porque somos la policía.

—Sí, ya, claro. Tiene lógica. —Beeson se muestra en parte satisfecho y en parte confuso. Pero vuelve a su casa, donde pronto reaparece, esta vez mirándolos desde una ventana.

—El crimen organizado es competencia de los federales —corrige Hodges afablemente.

Ella señala al viejo mirón con una parca inclinación de cabeza, y una leve sonrisa asoma a sus labios maltrechos.

—¿Cree que él lo sabe? —Al no recibir respuesta, pregunta con tono diligente—: ¿Y ahora qué hacemos?

—Si Hartsfield está ahí dentro, haré un arresto ciudadano. Si él no está y su madre sí, la interrogaré. Usted y Jerome se quedarán en el coche.

—No sé si eso es buena idea —dice Jerome pero, a juzgar por la expresión de su rostro (Hodges la ve a través del retrovisor), sabe ya que esa objeción será desestimada.

—Es la única que se me ocurre —declara Hodges.

Se apea del coche. Antes de cerrar la puerta, Holly se inclina hacia él y dice:

—No hay nadie en casa.

Hodges no contesta, pero ella asiente como si él hubiera hablado.

—¿No lo percibe?

En realidad Hodges sí lo percibe.

12

Mientras Hodges recorre el camino de acceso, se fija en que las cortinas del ventanal delantero están corridas. Echa una ojeada al Honda y no ve nada digno de interés. Tira de la puerta del acompañante. Se abre. El coche despide una bocanada de aire tibio y maloliente, con un vago tufo a alcohol. Cierra la puerta, sube por los peldaños del porche y pulsa el timbre. Oye el ding-dong dentro de la casa. Nadie acude. Prueba de nuevo, y después llama con los nudillos. Nadie acude. Aporrea la puerta con el puño de lado, muy consciente de que en la acera de enfrente el señor Beeson toma buena nota de todo. Nadie acude.

Se acerca al garaje y mira por una de las ventanas de la puerta basculante. Unas cuantas herramientas, una mininevera, no mucho más.

Saca el teléfono móvil y llama a Jerome. Ese tramo de Elm Street es muy tranquilo, y oye —débilmente— el tono de AC/DC cuando se establece la llamada. Ve a Jerome contestar.

—Dile a Holly que coja su iPad y consulte a nombre de quién está la casa del número 49 de Elm Street en el archivo municipal tributario. ¿Puede hacerlo?

Oye a Jerome preguntárselo a Holly.

—Dice que va a ver si es posible.

—Bien. Voy a la parte de atrás. No cuelgues. Daré señales a intervalos de treinta segundos. Si pasa más de un minuto y no sabes nada de mí, llama al 911.

—¿Seguro que quieres hacer esto, Bill?

—Sí. Asegúrate de que Holly entiende que conseguir el nombre no tiene la mayor importancia. No quiero que le entre el canguelo.

—Está tranquila —responde Jerome—. Tecleando ya. Tú no dejes de mantenerte en contacto.

—Cuenta con ello.

Pasa entre el garaje y la casa. El jardín de atrás es pequeño pero está bien cuidado. Un arriate circular con flores ocupa el centro. Hodges se pregunta quién las habrá plantado, si la madre o el hijito. Sube por los tres peldaños de madera hasta la entrada posterior. Hay una mosquitera de aluminio y detrás otra puerta. La mosquitera está abierta. La puerta no.

—¿Jerome? Toma de contacto. Todo en orden.

Mira a través del cristal y ve una cocina. Está bien recogida. Hay unos cuantos platos y vasos en el escurridor junto al fregadero. Un paño plegado cuelga del tirador de la puerta del horno. Ve dos manteles individuales en la mesa. Ninguno para Papá Oso, lo cual concuerda con el perfil psicológico al que dio forma en su bloc de papel pautado. Llama con los nudillos y después aporrea la puerta. Nadie acude.

—¿Jerome? Toma de contacto. Todo en orden.

Deja el teléfono en el suelo y saca el estuche de cuero, alegrándose de haber pensado en él. Dentro están las ganzúas de su padre: tres varillas plateadas con ganchos de distintos tamaños en los extremos. Selecciona la ganzúa intermedia. Una buena elección: penetra fácilmente. Hurga, gira la ganzúa primero a un lado, luego al otro, palpa el mecanismo. Justo cuando está a punto de hacer una pausa para ponerse en contacto otra vez con Jerome, la ganzúa prende. Da vuelta con un movimiento rápido y firme, tal como le enseñó su padre, y se oye un chasquido al soltarse el seguro en el lado interior de la puerta. Entretanto, el móvil berrea su nombre. Lo coge.

—¿Jerome? Todo en orden.

—Me tenías preocupado —dice Jerome—. ¿Qué haces?

—Allanar una morada.

13

Hodges entra en la cocina de los Hartsfield. Percibe el olor de inmediato. Es tenue pero ahí está. Con el móvil en la mano izquierda y el 38 de su padre en la derecha, Hodges se deja guiar por el olfato primero hasta el salón —vacío, si bien el mando a distancia del televisor y unos catálogos esparcidos en la mesita de centro lo llevan a pensar que el sofá es el nido de la señora Hartsfield en la planta baja— y después hasta el piso superior. A medida que sube, el olor se vuelve más intenso. No es todavía hedor, pero va camino de eso.

Arriba encuentra un pasillo corto con una puerta a la derecha y dos a la izquierda. Primero inspecciona la habitación de la derecha. Es la de los invitados, que no ha ocupado nadie en mucho tiempo. Es tan aséptica como un quirófano.

Se pone en contacto con Jerome otra vez antes de abrir la primera puerta a la izquierda. De ahí procede el olor. Respira hondo y entra deprisa, agachado hasta que tiene la certeza de que nadie se esconde detrás de la puerta. Abre el cuarto ropero —la puerta es de fuelle— y aparta la ropa de un manotazo. Nadie.

—¿Jerome? Toma de contacto.

—¿Hay alguien dentro?

Bueno… más o menos. La colcha de la cama de matrimonio cubre una silueta inconfundible.

—Espera un momento.

Mira debajo de la cama y solo ve unas zapatillas de andar por casa, otras de deporte, de color rosa, un único calcetín corto blanco y unas cuantas bolas de borra. Retira la colcha y ahí está la madre de Brady Hartsfield. La piel, aunque blanca como la cera, presenta un leve tonillo verdoso. Tiene la boca entreabierta; los ojos, turbios y vidriosos, hundidos en las cuencas. Hodges le levanta un brazo, se lo flexiona un poco, lo deja caer. La rigidez cadavérica ha pasado ya.

—Oye, Jerome. He encontrado a la señora Hartsfield. Está muerta.

—Dios mío. —La voz generalmente adulta de Jerome se quiebra en la segunda palabra—. ¿Qué vas a…?

—Espera un momento.

—Eso ya lo has dicho.

Hodges deja el móvil en la mesilla de noche y retira la colcha hasta los pies de la señora Hartsfield. Lleva un pijama de seda azul. En la chaqueta se observan manchas de lo que parece vómito y un poco de sangre, pero no hay a la vista ningún orificio de bala ni herida de arma blanca. Tiene el rostro tumefacto, y sin embargo Hodges no ve marcas de ataduras ni hematomas en el cuello. La hinchazón no es más que la lenta marcha fúnebre de la descomposición. Le levanta la chaqueta del pijama lo suficiente para verle el vientre. Al igual que el rostro, está ligeramente tumefacto, pero casi con toda seguridad eso se debe a la acumulación de gases. Se inclina para acercarse a la boca, mira dentro y ve lo que preveía: cuajarones en la lengua y en los espacios entre las encías y el lado interior de las mejillas. Deduce que se emborrachó, arrojó su última comida y se fue como una estrella del rock. La sangre podría proceder de la garganta. O de una úlcera de estómago agravada.

Coge el teléfono y dice:

—Puede que él la haya envenenado, pero es más probable que haya sido ella misma.

—¿Alcohol?

—Probablemente. Sin autopsia, es imposible saberlo.

—¿Qué quieres que hagamos?

—No os mováis de ahí.

—¿Aún no avisamos a la policía?

—Todavía no.

—Holly quiere decirte algo.

Por un momento se oye solo aire muerto, pero ella se pone al aparato enseguida y habla claro como el agua. Parece serena. Más serena que Jerome, de hecho.

—Se llama Deborah Hartsfield. Deborah con «h» final.

—Buen trabajo. Devuélvale el teléfono a Jerome.

Al cabo de un segundo Jerome dice:

—Espero que sepas lo que haces.

«Pues no lo sé —piensa mientras mira en el cuarto de baño—. He perdido la cabeza y la única manera de recuperarla es abandonar este asunto de una vez. Eso tú ya lo sabes».

Pero se acuerda de Janey cuando le regaló el rumboso sombrero de detective y sabe que no puede abandonar. No quiere.

El cuarto de baño está limpio… o casi. Hay unos cuantos pelos en el lavabo. Hodges los ve pero no toma nota de ello. Piensa en la diferencia esencial entre una muerte accidental y un asesinato. Un asesinato sería un mal augurio, porque, en los casos de locura profunda, matar a familiares cercanos es con mucha frecuencia el inicio de la huida final. Si ha sido un accidente o un suicidio, quizá aún queda tiempo. Acaso Brady permanezca agazapado en algún sitio mientras decide su siguiente paso.

«Cosa que no se diferencia mucho de lo que hago yo», piensa Hodges.

La última habitación del piso superior es la de Brady. La cama está sin hacer. Hay un revoltijo de libros sobre la mesa, en su mayoría de ciencia ficción. Un póster de Terminator cuelga de la pared: Schwarzenegger con gafas oscuras y un arma futurista descomunal.

«Ya volveré», piensa Hodges, mirándolo.

—¿Jerome? Toma de contacto.

—El tío de la casa de enfrente no nos quita ojo. Holly opina que deberíamos entrar.

—Todavía no.

—¿Cuándo?

—Cuando me asegure de que aquí no hay peligro.

Brady tiene su propio cuarto de baño. Está tan ordenado como una taquilla de un soldado en día de inspección. Hodges le echa un expeditivo vistazo y baja. Ve un hueco en el salón, con espacio suficiente para un escritorio pequeño. Encima hay un ordenador portátil. Un bolso pende del respaldo por la correa. Adorna la pared una gran fotografía enmarcada de la mujer de arriba y una versión púber de Brady Hartsfield. Aparecen de pie en una playa, abrazados, con las mejillas juntas. Lucen idénticas sonrisas radiantes. Más que madre e hijo, parecen dos novios.

Hodges contempla fascinado a Mr. Mercedes en su adolescencia. Nada en su rostro presagia tendencias homicidas, pero eso, claro está, casi nunca ocurre. El parecido entre madre e hijo es tenue, visible sobre todo en la forma de la nariz y el color del pelo. Ella era una mujer guapa, casi hermosa, pero Hodges juraría que el padre de Brady no era igual de agraciado. El chico de la foto tiene un aspecto… corriente. Un chico con el que uno se cruzaría por la calle sin mirarlo dos veces.

«Probablemente es lo que él prefiere —piensa Hodges—. El Hombre Invisible».

Vuelve a la cocina y esta vez ve una puerta al lado de los fogones. La abre y ve la empinada escalera que desciende hacia la oscuridad. Consciente de que ofrece un blanco perfecto a cualquiera que pueda estar ahí abajo, Hodges se aparta a un lado a la vez que busca a tientas el interruptor de la luz. Lo encuentra y vuelve al umbral de la puerta apuntando al frente con el revólver. Ve abajo una mesa. Más allá, un estante, situado a un metro de altura, a lo ancho de toda la sala. Encima hay una hilera de ordenadores. Le recuerda la Sala de Control de Cabo Cañaveral.

—¿Jerome? Toma de contacto.

Sin esperar respuesta, baja con el arma en una mano y el teléfono en la otra, sabiendo de sobra que eso es una grotesca aberración respecto del procedimiento policial establecido. ¿Y si Brady está debajo de la escalera con su propia arma, dispuesto a segarle los pies por los tobillos a tiros? ¿O si ha puesto una bomba trampa? Puede hacerlo; eso Hodges lo sabe muy bien.

No tropieza con ningún alambre, y el sótano está vacío. Hay un cuarto de material, con la puerta abierta, pero no contiene nada. Solo ve estantes vacíos y, en un rincón, unas cuantas cajas de zapatos, que también parecen vacías.

«El mensaje —piensa Hodges— es que Brady mató a su madre o se la encontró muerta al volver a casa. Comoquiera que sea, ha ahuecado el ala. Si tenía explosivos, los guardaba en los estantes de este cuarto (posiblemente en las cajas de zapatos) y se los ha llevado».

Sube. Ha llegado el momento de hacer entrar a sus nuevos compañeros. No quiere meterlos en este asunto más de lo que ya los ha metido, pero están esos ordenadores de ahí abajo. Él no sabe un carajo de informática.

—Venid a la parte de atrás —indica—. La puerta de la cocina está abierta.

14

Holly entra, olfatea y pregunta:

—¡Ufff! ¿Eso es Deborah Hartsfield?

—Sí. Procure no pensar en ello. Venid aquí abajo, los dos. Quiero que echéis un vistazo a una cosa.

En el sótano, Jerome desliza una mano por la mesa.

—Al margen de todo, es el orden en persona.

—¿Va a llamar a la policía, señor Hodges? —Holly se muerde otra vez los labios—. Supongo que sí, y no puedo impedírselo, pero mi madre se va a enfadar tanto conmigo… Además, no parece justo, dado que somos nosotros quienes hemos descubierto su identidad.

—No sé qué voy a hacer —responde Hodges, aunque Holly tiene razón; no parece en absoluto justo—. Pero desde luego me gustaría saber qué hay en esos ordenadores. Eso quizá me ayude a tomar una decisión.

—En este caso no será tan fácil como con Olivia —dice Holly—. Ese hombre tendrá una buena contraseña.

Jerome elige un ordenador al azar (resulta ser el Número Seis de Brady; en ese no hay gran cosa) y pulsa el botón situado en el dorso del monitor. Es un Mac, pero no suena nada. Brady detesta el alegre sonido de arranque, y lo ha silenciado en todos sus ordenadores.

La pantalla del Número Seis adquiere un color gris, y el icono de encendido empieza a girar y girar. Al cabo de unos cinco segundos, el gris da paso al azul. Eso debería ser la pantalla de acceso para la contraseña, hasta Hodges lo sabe, pero en lugar de eso aparece un 20 enorme. Luego un 19, 18, 17…

Hodges y Jerome se quedan mirando, perplejos.

—¡No, no! —casi grita Holly—. ¡Apágalo!

Como ninguno de los dos reacciona, ella se abalanza sobre el ordenador y vuelve a pulsar el botón de encendido de detrás del monitor, manteniéndolo apretado hasta que la pantalla se oscurece. Entonces deja escapar el aire de los pulmones e incluso sonríe.

—¡Caray! ¡Por poco!

—¿Qué está pensando? —pregunta Hodges—. ¿Que están programados para explotar o algo así?

—Quizá solo se bloquearan —contesta Holly—, pero casi seguro que es un programa suicida. Si la cuenta atrás llega a cero, un programa así borra los datos. Todos los datos. Tal vez solo los de ese ordenador, o los de todos si están conectados en red. Como posiblemente así es.

—¿Y eso cómo se evita? —pregunta Jerome—. ¿Con una orden a través del teclado?

—Quizá. O quizá por voz.

—¿Cómo? —pregunta Hodges.

—Una orden activada por voz —explica Jerome—. Brady dice «caramelo de chocolate» o «calzoncillos» y la cuenta atrás se detiene.

Holly, tapándose la boca con los dedos, deja escapar una risita y da un tímido empujón a Jerome en el hombro.

—Mira que eres bobo —dice.

15

Están sentados a la mesa de la cocina con la puerta de atrás abierta para que entre el aire. Hodges tiene un codo apoyado en uno de los manteles individuales y la frente en la palma de la mano. Jerome y Holly permanecen en silencio para dejarlo pensar. Por fin levanta la cabeza.

—Voy a avisar a la policía. No quiero hacerlo, y si fuera solo un asunto entre Hartsfield y yo probablemente no lo haría. Pero tengo que pensar en vosotros dos…

—Por mí no lo hagas —dice Jerome—. Si ves una manera de seguir adelante, yo me quedo a tu lado.

«Claro que te quedarás —piensa Hodges—. Quizá creas que sabes lo que arriesgas, pero no lo sabes. A los diecisiete años el futuro es algo estrictamente teórico».

En cuanto a Holly… un rato antes habría dicho que su cara era una especie de pantalla de cine humana, donde se proyectaban claramente todos los pensamientos que pasaban por su cabeza, pero en este momento su semblante es inescrutable.

—Gracias, Jerome, solo que… —Solo que esto es difícil. Abandonar es difícil, y esta será la segunda vez que tendrá que renunciar a Mr. Mercedes.

Pero.

—No solo se trata de nosotros, ¿entiendes? Es posible que tenga más explosivos, y si los usara contra una multitud… —mira a Holly a la cara—, igual que usó el Mercedes de su prima Olivia contra una multitud, el culpable sería yo. No pienso correr ese riesgo.

Hablando con cuidado, articulando cada sílaba como para compensar lo que probablemente ha sido toda una vida de palabras masculladas, Holly dice:

—Nadie puede atraparlo salvo usted.

—Gracias, pero no —responde él con delicadeza—. La policía tiene recursos. Primero difundirán una orden de búsqueda de su coche, matrícula incluida. Yo eso no puedo hacerlo.

Suena convincente pero no se queda convencido. Cuando Brady no asume riesgos delirantes como en el caso del Centro Cívico, actúa con inteligencia. Seguro que ha escondido el coche en algún sitio, tal vez en un aparcamiento del centro, tal vez en uno de los aparcamientos del aeropuerto, tal vez en uno de esos aparcamientos interminables de los centros comerciales. Su vehículo no es un Mercedes-Benz; es un discreto Subaru de color mierda, y no lo encontrarán ni hoy ni mañana. Quizá la semana que viene aún estén buscándolo. Y si llegan a encontrarlo, Brady no andará cerca.

—Nadie salvo usted —insiste ella—. Y sin más ayuda que nosotros.

—Holly…

—¿Cómo puede rendirse? —pregunta ella levantando la voz. Cierra el puño y se golpea en plena frente, dejándose una marca roja—. ¿Cómo? ¡Janey lo apreciaba! ¡Incluso era su novia o algo así! ¡Ahora está muerta! ¡Como la mujer de arriba! ¡Las dos muertas!

Hace ademán de golpearse de nuevo, y Jerome le agarra la mano.

—No —dice—. Por favor no te pegues. Me siento fatal solo de verte hacer eso.

Holly se echa a llorar. Jerome la abraza torpemente. Él es negro; ella blanca. Él tiene diecisiete años; ella pasa de cuarenta. Pero a ojos de Hodges, Jerome parece un padre consolando a su hija cuando ella vuelve del colegio y dice que nadie la ha invitado al baile de primavera.

Hodges contempla el jardín trasero de los Hartsfield, pequeño pero bien cuidado. También él se siente fatal, y no solo por Janey, aunque eso ya es de por sí bastante triste. Se siente fatal por la gente del Centro Cívico. Se siente fatal por la hermana de Janey, a quien ellos mismos se negaron a creer, a quien la prensa calumnió, y a quien luego indujo al suicidio el hombre que vivía en esta casa. Incluso se siente fatal por no haber prestado más atención a la señora Melbourne. Sabe que esto último Pete Huntley no se lo tendría en cuenta, y eso empeora las cosas. ¿Por qué? Porque Pete no es tan competente en su trabajo como todavía lo es él, Hodges. Pete no lo será nunca, ni siquiera en su mejor día. Es buena persona, y muy trabajador, pero…

Pero.

Pero pero pero.

Todo eso no cambia nada. Tiene que avisar a la policía, aun cuando eso para él sea como la muerte. Cuando se deja todo de lado, solo queda una cosa: Gustavo William Hodges está en un callejón sin salida. Brady Hartsfield anda suelto. Podría haber una pista en los ordenadores —algo que indicara su paradero, sus posibles planes, o lo uno y lo otro—, pero él no puede acceder a esa información. Ni existe justificación alguna para que siga reteniendo el nombre y la descripción del individuo que perpetró la Matanza del Centro Cívico. Tal vez Holly tenga razón, tal vez ese hombre eluda la captura y cometa una nueva atrocidad, pero ranagustavo19 se ha quedado sin opciones. Lo único que le queda por hacer es proteger a Jerome y Holly en la medida de lo posible. Llegados a este punto, quizá ni siquiera sea capaz de eso. Al fin y al cabo, el entrometido de la acera de enfrente los ha visto.

Sale por la puerta de atrás. En el umbral se detiene y abre su Nokia, que hoy ha usado más veces que en todo el tiempo que lleva retirado.

«Vaya asco», piensa, y pulsa la tecla de marcación rápida asignada a Pete Huntley.

16

Pete contesta cuando suena por segunda vez.

¡Compañero! —exclama efusivamente.

Se oye de fondo un rumor de voces, y en un primer momento Hodges piensa que Pete está en un bar, medio achispado y camino de pillar una verdadera cogorza.

—Pete, tengo que hablar contigo de…

—Ya, ya. Admito mi error, no me duelen prendas. Pero este no es el momento. ¿Quién te ha llamado? ¿Izzy?

—¡Huntley! —lo llama alguien a gritos—. ¡El jefe llega dentro de cinco minutos! ¡Con la prensa! ¿Dónde está el condenado PO?

PO: el portavoz oficial. «Pete no está en un bar ni borracho —piensa Hodges—. Sencillamente está que salta de alegría».

—No me ha llamado nadie, Pete. ¿Qué pasa?

—¿No te has enterado? —Pete suelta una risotada—. Hemos incautado el mayor alijo de armas en la historia de esta ciudad, nada menos. Quizá el mayor en la historia de Estados Unidos. Centenares de ametralladoras M2 y HK91, lanzagranadas, putos cañones láser, cajas de Lahti L-35 en perfecto estado, AN-9 rusos todavía con el lubricante de fábrica… aquí hay material suficiente para pertrechar a dos docenas de milicias de Europa del Este. ¡Y toda la munición! ¡Dios bendito! ¡Apilada, llega a una altura de dos pisos! ¡Si la puta casa de empeños se hubiera incendiado, habría volado todo Lowtown!

Sirenas. Hodges oye sirenas. Más griterío. Alguien ordena a alguien a voz en cuello que monte los caballetes.

—¿Qué casa de empeños?

—King Virtue, por debajo de MLK. ¿Sabes dónde es?

—Pues sí…

—¿Y a que no adivinas quién es el dueño? —Pero, en su euforia, no le deja tiempo para aventurar una respuesta—. ¡Alonzo Moretti! ¿Captas?

Hodges no capta.

—¡Moretti es el nieto de Fabrizio Abbascia, Bill! ¡Fabby el Narices! ¿Empiezas a ver por dónde van los tiros?

Al principio Hodges no entiende, porque cuando Pete e Isabelle lo interrogaron, él no hizo más que sacar el nombre de Abbascia de su archivo mental de casos antiguos por los que alguien podía guardarle animadversión… y de esos ha habido centenares a lo largo de los años.

—Pete, el propietario de King Virtue es negro, como en todos los comercios de esa zona.

—Y un huevo. El nombre que consta en el letrero es el de Bertonne Lawrence, pero el local es de alquiler; Lawrence es una tapadera, y está cantando de plano. ¿Y sabes qué es lo mejor? Parte del mérito de la incautación es nuestro, porque un par de patrulleros destapó el pastel más o menos una semana antes de que el ATF fuera a echarse encima de esos tipos. Todos los inspectores del departamento están aquí. El jefe viene de camino, y trae una caravana de periodistas más larga que la cabalgata del Día de Acción de Gracias de Macy’s. ¡Ni por asomo vamos a permitir que los federales acaparen todo el mérito! ¡Ni por asomo! —Esta vez su carcajada parece sin duda la risa de un demente.

«Todos los inspectores del departamento —piensa Hodges—. ¿Y qué queda disponible para Mr. Mercedes? Nada de nada, ni para un remedio».

—Bill, tengo que colgar. Es… tío, es increíble.

—Claro, pero antes dime qué tiene que ver todo eso conmigo.

—Es lo que tú dijiste. El coche bomba fue una venganza. Moretti intentó resarcirse de la antigua deuda de sangre de su abuelo. Además de los fusiles, las ametralladoras, las granadas, las pistolas y demás material diverso, hay por lo menos cuatro docenas de cajas de Detasheet de Hendricks Chemicals. ¿Sabes qué es?

—Un explosivo de goma laminada. —Ahora sí empieza a ver por dónde van los tiros.

—Sí. Se detona con azida de plomo, y sabemos ya que fue eso lo que se utilizó para volar tu coche. No tenemos aún los resultados del análisis químico del explosivo en sí, pero cuando nos lleguen, será Detasheet. Dalo por hecho. Bill, eres un cabrón con suerte.

—Sí, desde luego —contesta Hodges—. Lo soy.

Se representa la escena frente a King Virtue: policías y agentes del ATF por todas partes (probablemente discutiendo ya por cuestiones jurisdiccionales), y más que van llegando sin cesar. Lowbriar acordonada, probablemente también la avenida MLK. Una multitud de mirones. El jefe de policía y otros figurones diversos de camino hacia allí. El alcalde no desperdiciará la ocasión de pronunciar un discurso. Además, un sinfín de periodistas, equipos de televisión y unidades móviles para la transmisión en directo. Pete está que no cabe en sí de emoción, ¿y va ahora a contarle Hodges una historia larga y complicada sobre la matanza en el Centro Cívico, un chat llamado el Paraguas Azul de Debbie, una madre muerta que probablemente se mató a fuerza de beber y un técnico informático fugitivo?

«No —decide—, no voy a hacerlo».

Opta por desear suerte a Pete y pulsar el botón FIN DE LLAMADA.

17

Cuando vuelve a la cocina, Holly ya no está ahí, pero la oye. Holly la Masculladora se ha convertido en Holly la Predicadora Evangélica, por lo visto. Ciertamente, su voz posee esa cadencia especial idónea para el sermón religioso, al menos de momento.

—Estoy con el señor Hodges y su amigo Jerome —dice—. Son amigos míos, mamá. Hemos disfrutado de una comida muy agradable juntos. Ahora estamos haciendo turismo, y esta noche vamos a disfrutar de una cena muy agradable juntos. Estamos hablando de Janey. Puedo hacerlo si quiero.

A pesar de su estado de confusión por la actual situación y su permanente tristeza por Janey, Hodges se alegra de oír a Holly plantar cara a la tía Charlotte. No sabe si es la primera vez, pero bien podría serlo.

—¿Quién ha telefoneado a quién? —pregunta a Jerome, señalando con la cabeza en dirección a la voz de ella.

—Ha llamado Holly, pero la idea ha sido mía. Ella había apagado el móvil para que su madre no pudiera localizarla. Se ha negado hasta que le he dicho que a lo mejor su madre llamaba a la policía.

—¿Y qué? —dice Holly ahora—. Era el coche de Olivia, y tampoco es que lo haya robado. Volveré esta noche, mamá. ¡Hasta entonces déjame en paz!

Vuelve a entrar, sonrojada, desafiante, aparentando muchos años menos, y de hecho guapa.

—Puedes con todo, Holly —dice Jerome, y alza la mano para chocarla con ella.

Holly no le hace caso. Tiene la mirada, todavía encendida, fija en Hodges.

—Si avisa a la policía y me veo metida en un lío, no me importa. Pero si no lo ha hecho aún, no debería hacerlo. Ellos no pueden encontrarlo. Nosotros sí. que podemos.

Hodges comprende que si hay alguien en el mundo más interesado que él en atrapar a Mr. Mercedes, esa persona es Holly Gibney. Quizá por primera vez en su vida participa en algo importante. Y participa junto con otros que la aprecian y respetan.

—Voy a seguir un poco más. Sobre todo porque esta tarde la policía está ocupada en otras cosas. Lo gracioso, mejor dicho, lo irónico es que piensan que tiene que ver conmigo.

—¿De qué hablas? —pregunta Jerome.

Hodges consulta su reloj y ve que son las dos y veinte. Ya llevan ahí tiempo más que suficiente.

—Vamos a mi casa. Te lo contaré en el camino, y podemos dar alguna que otra vuelta más a este asunto. Si no encontramos nada, tendré que llamar otra vez a mi compañero. No pienso arriesgarme a otra película de terror.

Aunque el riesgo ya existe, y puede ver en los rostros de Jerome y Holly que ellos son igual de conscientes que él.

—He ido a ese pequeño estudio junto al salón para telefonear a mi madre —dice Holly—. La señora Hartsfield tenía un portátil. Si vamos a su casa, quiero llevármelo.

—¿Por qué?

—Puede que averigüe cómo entrar en los ordenadores de él. Tal vez ella anotara las órdenes de teclado o la contraseña de activación por voz.

—Holly, eso es poco probable. Los individuos mentalmente enfermos como Brady ponen todo su empeño en ocultar lo que son a los demás.

—Eso ya lo sé —responde Holly—. Claro que lo sé. Porque yo estoy mentalmente enferma, e intento ocultarlo.

—Venga, Hol, qué dices.

Jerome trata de cogerle la mano. Ella, sin permitírselo, saca el tabaco del bolsillo.

—Lo soy y sé que lo soy. Mi madre también lo sabe, y me tiene vigilada. Me espía. Porque quiere protegerme. La señora Hartsfield debía de actuar igual. Él era su hijo, al fin y al cabo.

—Si la tal Linklatter de Discount Electronix no se equivocaba —dice Hodges—, la señora Hartsfield debía de estar casi siempre como una cuba.

—Quizá fuera una alcohólica funcional. ¿Se le ocurre una idea mejor?

Hodges se rinde.

—De acuerdo, llévese el portátil. ¿Qué más da?

—Todavía no —contesta ella—. Dentro de cinco minutos. Quiero fumarme un pitillo. Saldré al jardín de atrás.

Sale. Se sienta en el peldaño de la puerta trasera. Enciende un cigarrillo.

A través de la mosquitera, Hodges pregunta:

—¿Desde cuándo se reafirma tanto, Holly?

Ella responde sin volverse:

—Desde que vi arder en la calle a mi prima hecha pedazos, supongo.

18

A las tres menos cuarto de la tarde Brady sale de su habitación del Motel 6 a respirar aire fresco y ve un Chicken Coop al otro lado de la carretera. Cruza y pide su última comida: unas Delicias de Pollo con doble ración de salsa y ensalada de col. El comedor está casi vacío, y se lleva la bandeja a una mesa junto a las vidrieras para poder sentarse al sol. Pronto eso se habrá acabado para él, así que por qué no disfrutarlo un poco mientras puede.

Come despacio, pensando en las muchas veces que llevó a casa comida del Chicken Coop, y que su madre siempre le pedía unas Delicias con doble ración de ensalada de col. Ha pedido el plato preferido de ella sin siquiera pensarlo. Al caer en la cuenta, se le saltan las lágrimas y se las enjuga con una servilleta de papel. «¡Pobre mamá!».

El sol es agradable, pero sus beneficios serán efímeros. Brady reflexiona sobre los beneficios más duraderos que le proporcionará la oscuridad. Ya no tendrá que escuchar las diatribas lesbofeministas de Freddi Linklatter. Ya no tendrá que escuchar a Tones Frobisher cuando pretexta que no puede asumir los servicios a domicilio por su RESPONSABILIDAD PARA CON LA TIENDA, pese a que la verdad es que no distinguiría un fallo de disco duro ni aunque le mordiera la polla. Ya no tendrá que sentir el frío en los riñones mientras conduce la camioneta de Mr. Tastey en agosto con los frigoríficos a plena potencia. Ya no tendrá que dar manotazos al salpicadero del Subaru cuando la radio pierde la señal. Ya no tendrá que pensar en las bragas de encaje y los larguísimos muslos de su madre. Ya no tendrá que indignarse porque nadie le hace caso ni lo valora. Ya no tendrá que padecer más dolores de cabeza. Y ya no tendrá más noches de insomnio, porque a partir de hoy dormirá para siempre.

Sin sueños.

Cuando acaba de comer (hasta el último bocado), recoge la mesa, limpia un salpicón de salsa con otra servilleta y vacía la bandeja en la basura. La chica del mostrador quiere saber si todo estaba a su gusto. Brady contesta que sí, preguntándose si habrá acabado de digerir el pollo y la salsa y los biscotes y la ensalada de col cuando la explosión le reviente el estómago y desparrame lo que quede por todas partes.

«Se acordarán de mí —piensa cuando se detiene al borde de la carretera, esperando un hueco en el tráfico para poder regresar al motel—. El mayor número de víctimas de todos los tiempos. Pasaré a la historia». Ahora se alegra de no haber matado al expoli gordo. Hodges debe vivir para enterarse de lo que va a ocurrir esta noche. Tendrá que recordarlo. Tendrá que convivir con eso.

De regreso en la habitación, mira la silla de ruedas y la bolsa de orina llena de explosivos, colocada sobre el cojín APARCAMIENTO DE CULO también lleno de explosivos. Quiere llegar temprano al CACMO (pero no demasiado temprano; el menor de sus deseos es llamar la atención más de lo que la llamará por el simple hecho de ser hombre y mayor de trece años), pero aún le queda un rato. Ha traído su portátil, por ninguna razón en particular, sino solo por costumbre, y ahora se alegra. Lo abre, se conecta a la red wifi del motel y accede al Paraguas Azul de Debbie. Ahí deja un último mensaje, una especie de póliza de seguro.

Resuelto eso, vuelve al aparcamiento para estancias largas del aeropuerto y recupera su Subaru.

19

Hodges y sus dos aprendices de detective llegan a Harper Road poco antes de las tres y media. Holly lanza una mirada rápida alrededor; luego se lleva el portátil de la difunta señora Hartsfield a la cocina y lo enciende. Jerome y Hodges se quedan de pie junto a ella, con la esperanza de que no aparezca una pantalla solicitando la contraseña… pero sí aparece.

—Prueba con su nombre —sugiere Jerome.

Holly lo intenta. El Mac muestra en la pantalla «no».

—De acuerdo, prueba Debbie —prosigue Jerome—. Tanto acabado en «ie» como en «i».

Holly se aparta un mechón de pelo de color rata de los ojos para que él vea claramente su irritación.

—Búscate algo que hacer, Jerome, ¿vale? No te quiero ahí mirando por encima de mi hombro. Me revienta. —Dirige su atención a Hodges—. ¿Puedo fumar aquí dentro? Espero que sí. Me ayuda a pensar. El tabaco me ayuda a pensar.

Hodges va a buscarle un platillo.

—Esto es zona de fumadores. Jerome y yo estaremos en mi despacho. Avise si encuentra algo.

«Lo cual es poco probable —piensa—. En realidad, todo es poco probable».

Holly no le presta atención. Ya está encendiendo el cigarrillo. Ha abandonado la voz de predicador evangélico y vuelve a mascullar:

—Mi intuición es que podría incorporar una indicación. Una indicación incorporada es lo que intuyo. Intuyo una indicación incorporada.

«Cielo santo», piensa Hodges.

En el despacho, pregunta a Jerome si sabe de qué indicación hablaba Holly.

—Después de tres intentos, algunos ordenadores dan una indicación de contraseña. Para refrescar la memoria, por si uno la ha olvidado. Pero eso solo si se ha programado.

Oyen un sonoro grito procedente de la cocina, no mascullado:

—¡Mierda! ¡Doble mierda! ¡Triple mierda!

Hodges y Jerome cruzan una mirada.

—Parece que no —dice Jerome.

20

Hodges enciende su propio ordenador y explica a Jerome lo que quiere: una lista de todos los actos públicos de los próximos siete días.

—Eso puedo hacerlo —contesta Jerome—, pero quizá antes quieras ver esto.

—¿Qué?

—Es un mensaje. Bajo el Paraguas Azul.

—Entra.

Hodges cierra los puños, pero los abre lentamente mientras lee el último comunicado de asemerc. El mensaje es breve, y aunque no aporta ninguna ayuda inmediata, ofrece un rayo de esperanza.

Hasta otra, MAMÓN.

P. D.: Pasa un buen fin de semana, sé que el mío lo será.

—Me parece que aquí te comunica la ruptura definitiva, Bill.

Hodges también lo piensa, pero le da igual. Tiene toda la atención puesta en la posdata. Sabe que puede ser una pista falsa, pero si no lo es, aún disponen de un poco de tiempo.

Desde la cocina llegan una bocanada de humo y otro sonoro Mierda.

—¿Bill? Acabo de tener un mal presentimiento.

—¿Cuál?

—El concierto de esta noche. ’Round Here, ese grupo de adolescentes. En el Mingo. Mi hermana y mi madre van a ir.

Hodges contempla la posibilidad. El auditorio Mingo tiene un aforo de cuatro mil localidades, pero esta noche el público será femenino en un ochenta por ciento: madres con sus hijas adolescentes. Asistirán también hombres, pero casi todos ellos irán acompañando a sus hijas y las amigas de sus hijas. Brady Hartsfield es un hombre agraciado de unos treinta años, y si intenta ir solo al concierto, cantará como una almeja. En los Estados Unidos del siglo XXI, cualquier hombre solo en un acto dirigido esencialmente a niñas atrae la atención y recelos.

Por otra parte: Pasa un buen fin de semana, sé que el mío lo será.

—¿Crees que debo llamar a mi madre y decirle que se quede en casa con las niñas? —Jerome parece horrorizarse ante la perspectiva—. Me temo que Barb no volverá a hablarme en la vida. Además están su amiga Hilda y un par más de…

Desde la cocina:

—¡Maldito trasto! ¡Ríndete!

Antes de que Hodges pueda contestar, Jerome dice:

—Por otro lado, da toda la impresión de que tiene algo planeado para el fin de semana, y hoy solo es jueves. ¿O eso es lo que quiere hacernos creer?

Hodges se siente inclinado a pensar que la provocación es real.

—Busca otra vez esa foto de Hartsfield en la Ciberpatrulla, ¿quieres? Esa que sale cuando marcas CONOZCA A LOS EXPERTOS.

Mientras Jerome lo hace, Hodges telefonea a Marlo Everett, del archivo policial.

—Hola, Marlo. Otra vez Bill Hodges. Yo… sí, mucha emoción en Lowtown. Me he enterado por Pete. La mitad del cuerpo está allí, ¿no?… Ajá… Bueno, no te entretengo. ¿Sabes si Larry Windom es todavía el jefe de seguridad del CACMO? Sí, exacto, Romper-Stomper. Claro, ya me espero.

Mientras espera, cuenta a Jerome que Windom pidió la jubilación anticipada porque el CACMO le ofreció un sueldo del doble de lo que ganaba como inspector. No le explica que esa no fue la única razón por la que Windom colgó los guantes después de veinte años. En ese momento Marlo vuelve al aparato. Sí, Larry sigue aún en el CACMO. Marlo le facilita incluso el número de teléfono del departamento de seguridad del CACMO. Antes de que Hodges pueda despedirse, Marlo le pregunta si hay algún problema.

—Lo digo porque esta noche se celebra allí un gran concierto. Va a ir mi sobrina. Está loca por esos memos.

—No pasa nada, Marls. Es solo por un viejo asunto nuestro.

—Dile a Larry que hoy nos vendría bien tenerlo por aquí —dice Marlo—. En la sala de la brigada no hay ni un alma. Ni un solo inspector a la vista.

—Se lo diré de tu parte.

Hodges telefonea al departamento de seguridad del CACMO, se identifica como inspector Bill Hodges y pregunta por Windom. Mientras espera, contempla a Brady Hartsfield. Jerome ha ampliado la foto para que ocupe la pantalla completa. A Hodges lo fascinan esos ojos. En la versión de menor tamaño, al lado de sus dos colegas informáticos, esos ojos mostraban una expresión relativamente agradable. Pero ahora que la imagen abarca toda la pantalla ya no es así. La boca sonríe; los ojos no. Son unos ojos inexpresivos y remotos. Casi mortecinos.

«Chorradas», se dice (se reprende). Este es uno de esos casos en que uno ve algo que no existe a partir de un conocimiento recién adquirido, como cuando el testigo de un atraco a un banco dice: «Ya me parecía sospechoso incluso antes de sacar el arma».

Suena bien, suena profesional, pero Hodges no se lo cree. Piensa que los ojos que lo miran desde la pantalla son los ojos de un sapo escondido bajo una piedra. O bajo un paraguas azul desechado.

En ese momento Windom se pone al teléfono. Posee una de esas voces atronadoras ante las que uno tiende a mantener el aparato a cinco centímetros del oído, y sigue tan estridente como siempre. Quiere saberlo todo sobre la gran incautación de esta tarde. Hodges le cuenta que es una megaincautación, sí, pero, aparte de eso, no sabe nada. Le recuerda a Larry que se ha retirado.

Pero.

—Con semejante jaleo —explica—, Pete Huntley me ha reclutado, digamos, para que te llame. Espero que no te importe.

—Claro que no, por Dios. Me encantaría tomar una copa contigo, Billy, hablar de los viejos tiempos ahora que los dos estamos fuera. Ya sabes, esto y aquello.

—Eso estaría bien. —Pero piensa: «Un tormento, eso sería».

—¿En qué puedo ayudarte?

—Esta noche tienes un concierto ahí, me ha dicho Pete. Un grupo de moda. Uno de esos con los que se pirran las adolescentes.

—Hiii hiii hiii, hacen. Ya hay cola. Y están afinando la voz. Alguien grita el nombre de uno de esos chicos, y se ponen todas a chillar. Chillan ya en el aparcamiento. Es como en los tiempos de la Beatlemanía, solo que por lo que he oído, este grupo no son los Beatles precisamente. ¿Te ha llegado una amenaza de bomba o algo así? Dime que no. Las nenas me harán picadillo y las mamás se comerán los restos.

—Lo que tengo es el soplo de que esta noche podrías vértelas ahí con un pederasta. Un elemento malo de verdad, Larry.

—¿Nombre y descripción?

Implacable y al grano, sin andarse por las ramas. El hombre que abandonó el cuerpo de policía porque recurría a los puños con demasiada facilidad. Conflictos temperamentales, según el lenguaje del psiquiatra del departamento. Romper-Stomper, según el lenguaje de sus colegas.

—Se llama Brady Hartsfield. Te mandaré su foto por correo electrónico. —Lanza una mirada a Jerome, que asiente y forma un círculo con el pulgar y el índice—. Ronda los treinta años. Si lo veis, primero avisadme, luego detenedlo. Andaos con cautela. Si ese hijo de puta se resiste, reducidlo.

—Con mucho gusto, Billy. Pasaré la información a mis hombres. ¿Hay alguna posibilidad de que tenga… no sé… barba? ¿O de que vaya acompañado de una adolescente o alguien incluso más joven?

—Es poco probable pero no imposible. Si lo veis en medio de la multitud, debéis echaros encima por sorpresa. Podría ir armado.

—¿Qué probabilidades hay de que venga al concierto? —De hecho, formula la pregunta con tono esperanzado, lo cual es muy propio de Larry Windom.

—No muchas. —Hodges lo cree de verdad, y no solo por la insinuación sobre el fin de semana que ha dejado caer Hartsfield en el Paraguas Azul. Debe saber que le sería imposible pasar inadvertido entre un público de niñas—. En fin, ya te imaginas por qué el departamento no puede enviar efectivos, ¿no? Con todo ese revuelo que hay en Lowtown…

—No los necesitamos —afirma Windom—. Esta noche cuento con treinta y cinco hombres. Casi todos los fijos son policías retirados. Sabemos lo que hacemos.

—Eso me consta —dice Hodges—. Pero recuerda: llámame primero. Nosotros los jubilados no participamos en mucha acción, y debemos proteger la poca que nos llega.

Windom se echa a reír.

—Te entiendo. Mándame la foto. —Recita una dirección de correo electrónico, que Hodges anota y entrega a Jerome—. Si lo vemos, lo agarramos. Después, queda en tus manos… tío Bill.

—Vete a la mierda, tío Larry —responde Hodges. Cuelga y se vuelve hacia Jerome.

—Acabo de mandar la foto —informa Jerome.

—Bien. —A continuación Hodges dice algo que lo atormentará durante el resto de su vida—: Si Hartsfield es tan listo como creo, esta noche ni se acercará al Mingo. Diría que tu madre y tu hermana pueden ir sin peligro. Si intenta colarse en el concierto, los hombres de Larry no lo dejarán ni cruzar la puerta.

Jerome sonríe.

—Estupendo.

—A ver qué más encuentras. Concéntrate en el sábado y el domingo, pero no te olvides de la semana que viene. Tampoco te olvides de mañana, porque…

—Porque el fin de semana empieza el viernes, ya lo pillo.

Jerome se pone manos a la obra. Hodges entra en la cocina para ver cómo le va a Holly. Para en seco ante lo que ven sus ojos. Al lado del portátil prestado hay un billetero rojo. Esparcidos por la mesa están el carnet de identidad, las tarjetas de crédito y varios recibos de Deborah Hartsfield. Holly, ya por el tercer cigarrillo, sostiene una MasterCard y la examina a través de una nube de humo azul. Lanza a Hodges una mirada temerosa y desafiante a la vez.

—¡Solo pretendo descubrir la puñetera contraseña! Tenía el bolso colgado en el respaldo de la silla, y como la cartera estaba arriba de todo, me la he metido en el bolsillo. Porque a veces la gente guarda las contraseñas en la cartera. Sobre todo las mujeres. No quería su dinero, señor Hodges. Yo ya tengo mi propio dinero. Recibo una paga.

«Una paga —piensa Hodges—. Ay, Holly».

Holly tiene los ojos anegados en lágrimas y vuelve a morderse los labios.

—Nunca robaría.

—Claro —dice él. Piensa en darle unas palmadas en la mano y decide que no sería oportuno en este momento—. Lo entiendo.

¿Y qué coño importa, por Dios? Después de toda la mierda que él ha removido desde que la condenada carta entró por la rendija de su buzón, afanar la cartera de una muerta es una menudencia. Cuando todo esto salga a la luz, y sin duda saldrá, Hodges dirá que se la llevó él.

Holly, entretanto, no ha acabado.

—Tengo mi propia tarjeta de crédito, y dinero. Incluso tengo una cuenta corriente. Me compro videojuegos y aplicaciones para mi iPad. Me compro ropa. También pendientes, porque me encantan. Tengo cincuenta y seis pares. Y me pago yo el tabaco, pese a lo caro que está. Quizá le interese saber que en Nueva York un paquete cuesta ahora once dólares. Procuro no ser una carga porque no puedo trabajar, y mi madre dice que no lo soy, pero yo sé que sí lo soy

—Holly, basta ya. Tiene que dejar esas cosas para su psiquiatra, si es que lo tiene.

Claro que lo tengo. —Dirige una triste sonrisa a la obstinada ventana en la que el portátil de la señora Hartsfield le pide la contraseña—. Estoy jodida, ¿es que no se ha dado cuenta?

Hodges prefiere abstenerse de hacer comentarios.

—Buscaba un papel con la contraseña —asegura Holly—, pero no lo hay. Así que he probado con el número de la Seguridad Social, primero hacia delante y luego al revés. Lo mismo con las tarjetas de crédito. Incluso he probado con los códigos de seguridad de las tarjetas de crédito.

—¿Alguna otra idea?

—Un par. Déjeme sola. —Mientras él sale de la cocina, ella dice—: Perdone por el humo, pero la verdad es que me ayuda a pensar.

21

Mientras Holly sigue dale que dale con el ordenador en la cocina y Jerome hace lo propio en el despacho, Hodges se acomoda en el La-Z-Boy del salón y fija la mirada en el televisor apagado. Es un mal sitio donde estar, quizá el peor. La parte lógica de su cerebro entiende que todo lo sucedido es culpa de Brady Hartsfield, pero apoltronado en el La-Z-Boy donde pasó tantas tardes insulsas y saturadas de televisión, sintiéndose inútil y desconectado de la personalidad esencial que daba por sentada durante su vida laboral, la lógica pierde su fuerza. Lo que ocupa subrepticiamente su lugar es una idea aterradora: él, Gustavo William Hodges, ha cometido el delito de llevar a cabo una labor policial chapuceramente, y con ello ha ayudado e instigado a Mr. Mercedes. Ellos dos son las estrellas de un reality show titulado Bill y Brady matan a unas cuantas señoras. Porque cuando Hodges ve la situación en retrospectiva, parece que muchas de las víctimas son mujeres: Janey, Olivia Trelawney, Janice Cray y su hija Patricia… además de Deborah Hartsfield, que quizá no se haya envenenado ella misma. «Y eso sin contar a Holly —piensa—, que muy probablemente saldrá de esta mucho más jodida de lo que estaba al principio si no encuentra esa contraseña… o si la encuentra y no hay nada en el ordenador de la mamá que nos ayude a encontrar al hijito. Y la verdad, ¿qué posibilidades hay de eso?».

Ahí sentado en ese sillón —consciente de que debe levantarse pero todavía incapaz de moverse—, Hodges piensa que su propio historial destructivo con mujeres se remonta aún más allá. Su exesposa es su expor una buena razón. Años al borde del alcoholismo fueron parte de eso, pero para Corinne (a quien le gustaba tomarse ella misma una copa o tres, y probablemente todavía le guste), no fue la parte más importante. Lo peor fue la frialdad que se filtró furtivamente por los resquicios del matrimonio y acabó congelándolo del todo. Fue su manera de excluirla, diciéndose que era por el propio bien de ella, porque en su trabajo casi todo era repugnante y deprimente. Fue el hecho de dejarle claro de muy distintas formas —algunas contundentes, otras más discretas— que en una carrera entre ella y el trabajo, Corinne Hodges siempre llegaba en segundo lugar. En cuanto a su hija… en fin. Caray. Allie nunca deja de enviarle una tarjeta de felicitación por Navidad y por su cumpleaños (aunque las tarjetas del día de San Valentín dejaron de llegar hace unos diez años), y rara vez se salta la llamada obligada del sábado por la noche, pero hace un par de años que no lo visita. Y eso habla por sí solo de cómo echó a perder él esa relación.

Se le va el pensamiento hacia lo preciosa que era Allie de niña, con esas pecas y esa mata de pelo rojizo: su pequeña pelirroja. Cuando llegaba a casa, ella corría hacia él como una flecha por el pasillo y saltaba a sus brazos temerariamente sabiendo que él soltaría cualquier cosa que tuviera en las manos y la cogería. Janey comentó que en su día estaba como loca con los Bay City Rollers, y Allie tuvo sus propias predilecciones, sus propios niños monos para consumo de adolescentes. Se compraba sus discos con su paga, de aquellos pequeños con un gran agujero en el centro. ¿De quiénes eran? Hodges no se acuerda, solo se le quedó grabado el estribillo de una de las canciones, que hablaba una y otra vez de cada movimiento que haces y cada paso que das. ¿Era de Bananarama o de los Thompson Twins? No lo sabe, pero sí sabe que nunca la llevó a un concierto, aunque es posible que Corrie la llevara a ver a Cyndi Lauper.

Pensar en Allie y su afición por la música pop le suscita una nueva duda, una duda ante la que yergue la espalda, abre mucho los ojos y se agarra a los brazos acolchados del La-Z-Boy.

¿Habría permitido a Allie ir al concierto de esta noche?

La respuesta es un no rotundo. Ni por asomo.

Hodges consulta el reloj y ve que son casi las cuatro. Se levanta con la intención de entrar en el despacho y decir a Jerome que llame a su madre y la inste a mantener a esas niñas alejadas del CACMO por más que se sulfuren y gimoteen. Ha telefoneado a Larry Windom y tomado precauciones, pero al diablo las precauciones. Nunca habría puesto la vida de Allie en manos de Romper-Stomper. Jamás.

Cuando no ha dado ni dos pasos hacia el despacho, Jerome lo llama:

—¡Bill! ¡Holly! ¡Venid! ¡Creo que he encontrado algo!

22

De pie detrás de Jerome, Hodges mira por encima de su hombro izquierdo y Holly por encima del derecho. La pantalla del ordenador de Hodges muestra un comunicado de prensa.

SYNERGY CORP. CITIBANK Y TRES CADENAS

DE RESTAURANTES ORGANIZAN EN LOS

SALONES DEL EMBASSY SUITES EL MAYOR

ENCUENTRO ESTIVAL DEL MUNDO

PROFESIONAL EN EL MEDIO OESTE

PARA PUBLICACIÓN INMEDIATA. Se anima a los profesionales del mundo de la empresa y a los veteranos del ejército a asistir al mayor Encuentro del Mundo Profesional del año el sábado 5 de junio de 2010. Este acontecimiento para combatir la recesión tendrá lugar en el Embassy Suites del centro de la ciudad, Synergy Square 1. Se recomienda inscribirse, pero no es necesario. Descubrirán cientos de empleos apasionantes y bien remunerados en la página web del Citibank, en el McDonald’s, el Burger King o el Chicken Coop más cercanos, o en www.synergy.com. Los empleos disponibles incluyen atención al cliente, venta al por menor, seguridad, fontanería, electricidad, contabilidad, análisis financiero, telemarketing, servicio de caja. Encontrarán Orientadores de Empleo bien preparados y serviciales, así como talleres útiles en todas las salas de conferencias. La entrada es gratuita. Las puertas se abrirán a las ocho de la mañana. Traigan su currículum y vístanse con miras al éxito. Recuerden que la inscripción previa acelerará el proceso y mejorará sus opciones de encontrar ese empleo que están buscando.

¡JUNTOS VENCEREMOS LA RECESIÓN!

—¿Qué os parece? —pregunta Jerome.

—Creo que has dado en el clavo.

Una repentina y profunda sensación de alivio invade a Hodges. No será en el concierto de esta noche, ni en una abarrotada discoteca del centro, ni en el partido entre los Groundhogs y los Mudhens de la segunda división de béisbol de mañana por la noche. Es ese acto en el Embassy Suites. Tiene que serlo, cuadra demasiado para que no sea así. Hay método en la locura de Brady Hartsfield; para él, alfa es igual a omega. Hartsfield se propone concluir su trayectoria de asesino en masa tal como la inició: matando a los parados de la ciudad.

Hodges se vuelve para ver cómo reacciona Holly, pero ella ha salido del despacho. Está otra vez en la cocina, sentada ante el ordenador de Deborah Hartsfield con la mirada fija en la ventana de la contraseña, encorvada. En el platillo a su lado el cigarrillo se ha consumido hasta el filtro, dejando un nítido cilindro de ceniza.

Esta vez Hodges se arriesga a tocarla.

—No se preocupe, Holly. La contraseña ya no importa porque ahora sabemos el lugar. Voy a hablar con mi antiguo compañero dentro de un par de horas, cuando este asunto de Lowtown se apacigüe un poco, y se lo contaré todo. Emitirán una orden de búsqueda contra Hartsfield y su coche. Si no dan con él antes del sábado por la mañana, lo detendrán cuando se acerque a la feria de empleo.

—¿No podemos hacer nada esta noche?

—Estoy pensándolo. —Sí hay una cosa, aunque la probabilidad es tan remota que casi la considera nula.

—¿Y si se equivoca con lo del encuentro del mundo profesional? ¿Y si planea volar un cine esta noche?

Jerome entra en la cocina.

—Hoy es jueves, Hol, y aún es pronto para los grandes estrenos del verano. En la mayoría de los cines no habrá más de diez o doce personas.

—El concierto, pues —insiste ella—. A lo mejor no sabe que solo habrá chicas.

—Sí lo sabe —interviene Hodges—. Lo suyo es la improvisación, pero eso no significa que sea tonto. Habrá llevado a cabo al menos cierta planificación por adelantado.

—¿Puedo disponer de un poco más de tiempo para dar con la contraseña, por favor?

Hodges mira el reloj. Las cuatro y diez.

—Claro. ¿Qué tal hasta las cuatro y media?

Un destello asoma a los ojos de Holly: el afán de regateo.

—¿Las cinco menos cuarto?

Hodges niega con la cabeza.

Holly exhala un suspiro.

—Además, se me ha acabado el tabaco.

—Eso te va a matar —advierte Jerome.

Ella le dirige una mirada indiferente.

—¡Sí! Eso es parte de su encanto.

23

Hodges y Jerome van en coche al pequeño centro comercial del cruce de Harper con Hanover para comprar a Holly un paquete de tabaco y concederle la intimidad que obviamente desea.

De nuevo en el Mercedes gris, Jerome se pasa la cajetilla de Winston de una mano a la otra y comenta:

—Este coche me pone los pelos de punta.

—A mí también —reconoce Hodges—. En cambio a Holly no parece inquietarla, ¿verdad que no? Con lo sensible que es.

—¿Crees que estará bien? Cuando esto acabe, quiero decir.

Una semana atrás, quizá incluso dos días atrás, Hodges habría dado una respuesta vaga y políticamente correcta, pero desde entonces Jerome y él han pasado por muchas cosas juntos.

—Durante un tiempo —contesta—. Después… no.

Jerome suspira tal como hace la gente cuando ve confirmada una tenue impresión.

—Mierda.

—Pues sí.

—¿Y ahora qué?

—Ahora volvemos, damos a Holly los clavos de su ataúd, y dejamos que se fume uno. Luego recogemos todo lo que ha afanado de la casa de los Hartsfield. Yo os llevo a los dos otra vez al centro comercial de Birch Hill. Tú devuelves a Holly a Sugar Heights con tu Wrangler, y después te vas a casa.

—Y dejo que mi madre y Barb y sus amigas vayan a ese concierto.

Hodges expulsa una bocanada de aire.

—Si crees que vas a quedarte más tranquilo, dile a tu madre que cancele el plan.

—Si lo hago, saldrá todo a la luz. —Sigue pasándose la cajetilla de una mano a la otra—. Todo lo que hemos estado haciendo hoy.

Jerome es un chico listo, y Hodges no necesita confirmarlo. Ni recordarle que al final todo saldrá a la luz en cualquier caso.

—¿Y tú qué vas a hacer, Bill?

—Regresaré al Lado Norte y aparcaré el Mercedes a una o dos manzanas de la casa de los Hartsfield, por si acaso. Devolveré el portátil y el billetero de la señora Hartsfield y luego me quedaré vigilando la casa. Por si decide volver.

Jerome no parece muy convencido.

—Daba la impresión de que vació del todo la sala de ese sótano. ¿Qué probabilidades hay de que vuelva?

—Entre pocas y ninguna, pero no tenemos otra cosa. Hasta que ponga esto en manos de Pete.

—Tenías muchas ganas de hacer tú la detención, ¿no?

—Sí —admite Hodges, y suspira—. Sí.

24

Cuando vuelven, Holly tiene la cabeza apoyada en la mesa, oculta entre los brazos. El contenido deconstruido del billetero de Deborah Hartsfield forma un cinturón de asteroides en torno a ella. El portátil sigue encendido y sigue mostrando la obstinada ventana de la contraseña. Según el reloj de pared, son las cinco menos veinte.

Hodges teme que Holly se oponga a su plan de mandarla a casa, pero ella se limita a erguir la espalda, abrir el paquete de tabaco y extraer un cigarrillo lentamente. No está llorando, pero se la ve cansada y cabizbaja.

—Has hecho todo lo que has podido —dice Jerome.

—Siempre hago todo lo que puedo, Jerome. Y nunca es suficiente.

Hodges coge el billetero rojo y empieza a colocar otra vez las tarjetas de crédito en los bolsillos. No deben de estar en el mismo orden en que las tenía la señora Hartsfield, pero ¿quién va a darse cuenta de eso? Ella no.

Hay fotos en una serie de fundas transparentes desplegable, y él las mira ociosamente. He aquí a la señora Hartsfield cogida del brazo de un hombre fornido, de hombros anchos, con un mono azul: quizá el ausente señor Hartsfield. He aquí a la señora Hartsfield con un grupo de mujeres risueñas en lo que parece una peluquería. He aquí un niño regordete con un coche de bomberos en las manos: Brady a los tres o cuatro años, probablemente. Y una más, una versión en tamaño billetero de la foto que hay en el hueco del escritorio de la señora Hartsfield: Brady y su madre con las mejillas juntas.

Jerome la golpetea y dice:

—¿Sabes a qué me recuerda esta? A Demi Moore y su ligue… ¿cómo se llama? Ashton Kutcher.

—Demi Moore es morena —dice Holly con naturalidad—. Salvo en La teniente O’Neil, donde apenas tiene pelo, porque está preparándose para entrar en un cuerpo de élite del ejército. He visto la película tres veces, una en el cine, otra en vídeo y otra más en iTunes. Muy entretenida. La señora Hartsfield es rubia. —Reflexiona y añade—: Lo era.

Hodges saca la foto de la funda para verla mejor; luego le da la vuelta. Al dorso lleva escrito cuidadosamente: «Mamá y su cariñito, Sand Point Beach, agosto de 2007». Se golpea el borde de la mano con la foto un par de veces, se dispone a guardarla de nuevo y de pronto la desliza hacia Holly con el lado de la imagen hacia abajo.

—Pruebe con eso.

Ella arruga el entrecejo.

—Que pruebe ¿con qué?

—«Cariñito».

Holly lo introduce, pulsa INTRO… y profiere un chillido de alegría muy impropio de ella. Porque han accedido. Así, sin más.

No hay nada digno de mención en el portátil: una libreta de direcciones, una carpeta identificada con el nombre de RECETAS PREFERIDAS y otra titulada MENSAJES GUARDADOS; una carpeta de recibos online (parecía pagar todas las facturas por internet), y un álbum de fotos (en su mayoría de Brady a distintas edades). Hay muchas series de televisión en su iTunes, pero solo un álbum de música: Alvin and the Chipmunks Celebrate Christmas.

—Dios mío —comenta Jerome—, no diré que mereciera morir, pero…

Holly le dirige una mirada severa.

—Eso no tiene gracia, Jerome. No vayas por ese camino.

Él levanta las manos.

—Perdona, perdona.

Hodges desliza rápidamente los e-mails guardados y no ve nada de interés. En su mayoría parecen de antiguos compañeros de instituto de la señora Hartsfield, que la llaman Debs.

—Aquí no hay nada sobre Brady —señala, y echa un vistazo al reloj—. Deberíamos irnos.

—No tan deprisa —dice Holly, y abre el buscador. Introduce el texto BRADY en la casilla. Salen varios resultados (muchos en la carpeta de recetas, donde ha clasificado algunas como «Preferidas de Brady»), pero nada de interés.

—Prueba con «cariñito» —sugiere Jerome.

Ella sigue su indicación y obtiene un resultado: un documento muy enterrado en el disco duro. Holly lo abre. Ahí constan las tallas de ropa de Brady, también una lista de todos los regalos de Navidad y cumpleaños que ella le ha hecho en los últimos diez años, cabe pensar que para no repetirse. Tiene anotado el número de la Seguridad Social de Brady. Incluye copias escaneadas del permiso de circulación, la tarjeta del seguro del coche y la partida de nacimiento. Aparece una lista de los compañeros de trabajo tanto en Discount Electronix como en la fábrica de helados de Loeb. Junto al nombre de Shirley Orton hay una nota ante la que Brady se habría tronchado de risa: «¿Me pregunto si esta es su novia?».

—Pero ¿qué es toda esta mierda? —pregunta Jerome—. Por Dios, es un adulto.

Holly esboza una sombría sonrisa.

—Lo que yo decía. Ella sabía que él no estaba bien.

Al final de la carpeta CARIÑITO hay un archivo titulado SÓTANO.

—Ahí está —dice Holly—. Tiene que ser eso. ¡Ábrelo, ábrelo, ábrelo!

Jerome clica SÓTANO. El documento se reduce a diez o doce palabras.

Control = luces

¿¿Caos?? ¿¿Oscuridad??

¿¿¿¿Por qué conmigo no funcionan????

Se quedan mirando la pantalla durante un momento sin hablar. Al final Hodges dice:

—No lo entiendo. ¿Jerome?

Jerome niega con la cabeza.

Holly, aparentemente hipnotizada por este mensaje de la muerta, pronuncia una sola palabra, en voz tan baja que apenas se la oye:

—Quizá… —Vacila, se muerde los labios y repite—: Quizá.

25

Brady llega al Centro de Arte y Cultura del Medio Oeste poco antes de las seis de la tarde. Aunque falta más de una hora para que empiece el concierto, el amplio aparcamiento está ya lleno en sus tres cuartas partes. Se han formado largas colas ante las puertas de acceso al vestíbulo, y crecen por momentos. Las niñas gritan a pleno pulmón. Probablemente eso significa que están contentas, pero a Brady se le antojan fantasmas en una mansión desierta. Es imposible contemplar la creciente muchedumbre y no acordarse de aquella madrugada de abril en el Centro Cívico. Brady piensa: «Si tuviera un vehículo militar multipropósito, y no esta carraca japonesa, podría embestirlos a sesenta kilómetros por hora, cargarme a cincuenta o más, luego pulsar el interruptor y mandar a los demás a la estratosfera».

Pero no tiene un vehículo de esas características, y por un momento ni siquiera sabe muy bien qué hacer a continuación: nadie debe verlo mientras se ocupa de los últimos preparativos. De pronto ve el remolque de un tráiler en el otro extremo del aparcamiento. El camión en sí no está, y unos gatos sostienen el remolque. En el flanco lleva la imagen de una noria y un letrero que reza EQUIPO DE APOYO DE ’ROUND HERE. Es uno de los camiones que vio en la zona de carga durante su reconocimiento. Más tarde, después del concierto, el camión volverá a acoplarse y arrastrará el remolque hasta la parte de atrás para la operación de carga, pero ahora no parece haber nadie cerca.

Detiene el coche al otro lado del remolque, que mide al menos quince metros. Detrás el Subaru queda totalmente oculto y nadie lo ve desde el concurrido aparcamiento. Saca sus gafas falsas de la guantera y se las pone. Sale y rodea el remolque para asegurarse de que está tan vacío como parece. Tranquilo ya a ese respecto, regresa al Subaru y extrae la silla de ruedas del maletero. No es fácil. El Honda le habría ido mejor, pero no se fía del motor, falto de mantenimiento. Coloca el cojín con el rótulo APARCAMIENTO DE CULO en el asiento de la silla de ruedas y conecta el cable que asoma del centro de la segunda A de APARCAMIENTO a los cables de los bolsillos laterales, donde hay más bloques de explosivo plástico. Otro cable, conectado a un bloque de plástico en el bolsillo trasero, pende de un orificio que ha abierto en el respaldo.

Sudando profusamente, Brady inicia la última conexión. Trenza los filamentos de cobre de los cables y envuelve los empalmes expuestos con trozos de cinta aislante previamente cortados, que tenía pegados a la pechera de la holgada camiseta de ’Round Here que ha comprado por la mañana en el supermercado. La camiseta muestra el mismo logo de la noria que tiene el camión. Encima se leen las palabras KISSES ON THE MIDWAY. Debajo dice ¡I CAM, BOYD, STEVE Y PETE!

Al cabo de diez minutos de trabajo (con alguna que otra interrupción para asomarse por detrás del remolque y cerciorarse de que aún dispone de ese rincón del aparcamiento para él solo), una telaraña de cables unidos se extiende por encima del asiento de la silla de ruedas. No hay forma de conectar la bolsa de orina Urinesta llena de explosivos, o al menos no se le ha ocurrido ninguna en tan poco tiempo, pero da igual; a Brady no le cabe duda de que el resto del material bastará para detonarla.

Aunque tampoco llegará a saberlo con certeza, ocurra lo que ocurra.

Vuelve al Subaru una vez más y saca la versión enmarcada de veinte por veinticinco centímetros de una foto que Hodges ya ha visto: Frankie con el coche de bomberos Sammy en las manos y esa sonrisa suya de bobo como diciendo «dónde coño estoy». Brady besa el cristal y dice:

—Te quiero, Frankie. ¿Tú me quieres a mí?

Hace como si Frankie contestara que sí.

—¿Quieres ayudarme?

Hace como si Frankie contestara que sí.

Brady vuelve a la silla de ruedas y se sienta en APARCAMIENTO DE CULO. Ahora solo se ve el cable maestro, suspendido en la parte delantera de la silla de ruedas entre sus muslos separados. Lo conecta a la Cosa Dos y respira hondo antes de accionar el interruptor de encendido. Si hay una fuga de electricidad en las pilas AA… por mínima que sea…

Pero no la hay. Se enciende el piloto amarillo, y eso es todo. En algún lugar, no muy lejos pero en otro mundo, las niñas chillan alegremente. Pronto muchas de ellas se desintegrarán; muchas más perderán brazos y piernas y chillarán de verdad. En fin, al menos podrán escuchar un poco de la música de su grupo preferido antes de la gran explosión.

O quizá no. Es consciente de lo tosco e improvisado que es su plan; el guionista más estúpido y con menos talento de Hollywood habría concebido algo mejor. Brady recuerda el cartel del pasillo que lleva al auditorio: PROHIBIDO ENTRAR CON BOLSAS, CAJAS O MOCHILAS. Él no lleva nada de eso, pero para echarlo todo a rodar bastará con que un guardia de seguridad perspicaz repare en un solo cable a la vista. Incluso si eso no ocurre, un rápido vistazo a los bolsillos de la silla de ruedas revelará el hecho de que es una bomba rodante. Brady ha pegado un banderín de ’Round Here a uno de esos bolsillos, pero por lo demás no ha hecho mayores esfuerzos de ocultación.

No le preocupa. No sabe si eso le genera seguridad o solo fatalismo, y no cree que tenga gran importancia. En último extremo, la seguridad y el fatalismo son en cierto modo la misma cosa, ¿o no? Salió airoso después de atropellar a aquella gente en el Centro Cívico, y tampoco entonces hubo apenas planificación: solo una máscara, una redecilla para el pelo y un poco de lejía para eliminar los rastros de ADN. En el fondo de su alma no esperaba escapar, y ahora su esperanza a ese respecto es nula. Cosa que, curiosamente, le da ventaja. En un mundo de pasotismo, él está a punto de convertirse en el pasota máximo.

Se coloca la Cosa Dos bajo la holgada camiseta. Se nota un poco el bulto, y ve el tenue resplandor amarillo del piloto a través de la fina tela de algodón, pero tanto el bulto como el resplandor desaparecen cuando se coloca la foto de Frankie en el regazo. Ya está casi listo para ponerse en marcha.

Las gafas falsas le resbalan por el puente de la nariz sudorosa. Brady se las reacomoda. Estirando un poco el cuello, se ve en el espejo retrovisor externo del lado derecho del Subaru. Calvo y con gafas, no se parece en nada a su identidad anterior. Ofrece un aspecto enfermizo, eso de entrada, pálido, sudoroso, con ojeras.

Brady se pasa la mano por la cabeza, palpándose la piel lisa allí donde el pelo no tendrá ya oportunidad de crecer. Finalmente retrocede con la silla de ruedas para abandonar el espacio donde ha aparcado el coche y empieza a cruzar lentamente el aparcamiento en dirección a la creciente muchedumbre.

26

Hodges queda atrapado en el tráfico de hora punta y no llega al Lado Norte hasta poco después de las seis de la tarde. Jerome y Holly siguen con él; los dos quieren llegar hasta el final, sean cuales sean las consecuencias, y como parecen entender cuáles podrían ser esas consecuencias, Hodges ha decidido que no puede negárselo. Tampoco tiene muchas opciones; Holly se resiste a dar a conocer lo que sabe. O cree que sabe.

Hank Beeson sale de su casa y cruza la calle antes de que Hodges pueda siquiera detener el Mercedes de Olivia Trelawney en el camino de acceso de los Hartsfield. Hodges suspira y baja la ventanilla del conductor.

—Francamente, me gustaría saber qué está pasando aquí —dice el señor Beeson—. ¿Tiene algo que ver con todo ese jaleo de Lowtown?

—Señor Beeson —contesta Hodges—, agradezco su interés, pero debe volver a su casa y…

—No, un momento —interviene Holly. Se inclina por encima de la consola central del Mercedes de Olivia Trelawney para mirar a la cara a Beeson—. Descríbame la voz del señor Hartsfield. Necesito saber cómo suena.

Beeson se queda perplejo.

—Como la de todo el mundo, supongo. ¿Por qué?

—¿Es grave? O sea, ¿como de barítono?

—¿Quiere decir como la de uno de esos cantantes de ópera gordos? —Beeson se ríe—. No, demonios. ¿Qué pregunta es esa?

—¿Tampoco es aguda y chillona?

Dirigiéndose a Hodges, Beeson dice:

—¿Su compañera está loca?

«Solo un poco», piensa Hodges.

—Usted conteste a la pregunta, caballero.

—No es grave, tampoco aguda y chillona. ¡Es normal! ¿Qué pasa aquí?

—¿Tiene algún acento? —insiste Holly—. Por ejemplo… no sé… ¿sureño? ¿O de Nueva Inglaterra? ¿O quizá de Brooklyn?

—He dicho que no. Habla como todo el mundo.

Holly, aparentemente satisfecha, se recuesta en el asiento.

—Vuelva a entrar en su casa, señor Beeson. Por favor.

Beeson deja escapar un bufido pero retrocede. Se detiene al pie de los escalones de la entrada a su casa para echar una mirada iracunda por encima del hombro. Hodges ya ha visto muchas veces esa expresión, como diciendo «tu salario lo pago yo, gilipollas». Luego entra y cierra de un portazo para asegurarse de que entienden el mensaje. Enseguida aparece de nuevo tras la ventana con los brazos cruzados ante el pecho.

—¿Y si llama a comisaría para preguntar qué hacemos aquí? —dice Jerome desde el asiento de atrás.

Hodges esboza una sonrisa. Es fría pero sincera.

—Esta tarde lo tiene crudo. Venga, vamos.

Mientras los guía en fila india por el estrecho pasadizo entre la casa y el garaje, consulta su reloj. Las seis y cuarto. «Cómo vuela el tiempo cuando uno se divierte», piensa.

Entran en la cocina. Hodges abre la puerta del sótano y alarga el brazo hacia el interruptor.

—No —dice Holly—. No encienda.

Él la mira con semblante interrogativo, pero Holly se ha vuelto hacia Jerome.

—Tienes que hacerlo tú. El señor Hodges es demasiado mayor y yo soy mujer.

Por un momento Jerome no lo entiende, pero de pronto cae.

—¿Control equivale a luz?

Ella, tensa y demacrada, asiente con la cabeza.

—Debería dar resultado si tienes la voz más o menos parecida a la suya.

Jerome cruza el umbral de la puerta, se aclara la garganta un tanto cohibido y dice:

—Control.

El sótano permanece a oscuras.

—Tienes una voz grave por naturaleza —observa Hodges—. No de barítono, pero grave. Por eso cuando hablas por teléfono pareces mayor de lo que eres. A ver si puedes darle un tono un poco más agudo.

Jerome repite la palabra y las luces del sótano se encienden. Holly Gibney, cuya vida no ha sido precisamente una comedia de situación, se ríe y aplaude.

27

Son las seis y veinte cuando Tanya Robinson llega al CACMO, y al ponerse en la cola de vehículos entrantes, lamenta no haber salido camino del concierto una hora antes como le pedían las niñas machaconamente. El aparcamiento está ya lleno en sus tres cuartas partes. Unos hombres con chalecos de color naranja organizan el tráfico. Uno de ellos le indica que tuerza a la izquierda. Ella dobla en esa dirección, conduciendo con lentitud y sumo cuidado porque para el safari de esta noche ha pedido prestado a Ginny Carver su Tahoe, y nada desea menos que abollarle el parachoques. En los asientos traseros, las niñas —Hilda Carver, Betsy DeWitt, Dinah Scott y su propia Barbara— saltan literalmente de emoción. Han llenado el cargador múltiple del reproductor de CD del Tahoe con sus discos de ’Round Here (entre las cuatro tienen los seis), y exclaman «¡Uy, esta me encanta!», cada vez que empieza una canción. Hay mucho ruido y la situación es estresante, y Tanya, sorprendida, descubre que se lo está pasando bastante bien.

—Cuidado con el minusválido, señora Robinson —dice Betsy, señalando.

El minusválido es un hombre flaco, pálido y calvo, y prácticamente flota dentro de una amplísima camiseta. Sostiene en el regazo algo que parece un marco de fotografía, y Tanya Robinson también ve una de esas bolsas de orina. Un banderín tristemente alegre de ’Round Here destaca en un bolsillo lateral de la silla de ruedas. «Pobre hombre», piensa Tanya.

—A lo mejor deberíamos ayudarlo —dice Barbara—. Va lentísimo.

—Eres un sol —contesta Tanya—. Déjame aparcar, y si cuando volvamos, aún no ha llegado al edificio, lo ayudaremos.

Mete el Tahoe prestado en una plaza vacía y apaga el motor con un suspiro de alivio.

—Hala, mirad qué colas —exclama Dinah—. Debe de haber un millón de personas.

—No tantas ni mucho menos —asegura Tanya—. Pero hay mucha gente. De todos modos, no tardarán en abrir las puertas. Y tenemos buenos asientos, así que no os preocupéis.

—Llevas las entradas, ¿verdad, mamá?

Tanya, con un gesto ostensible, mira en el bolso.

—Las tengo aquí mismo, cariño.

—¿Y podremos comprar algún recuerdo?

—Uno cada una, y nada que cueste más de diez dólares.

—Yo he traído mi propio dinero, señora Robinson —dice Betsy cuando se apean del Tahoe.

Las niñas se ponen un poco nerviosas al ver la multitud que se amontona delante del CACMO. Las cuatro forman una piña, y sus sombras se convierten en una única mancha oscura en la intensa luz de media tarde.

—Ya, Bets, pero esto lo pago yo —dice Tanya—. Ahora escuchadme, niñas. Quiero que me deis vuestro dinero y vuestros teléfonos para que os los guarde. A veces en estas aglomeraciones de gente hay carteristas. Os lo devolveré todo cuando estemos sanas y salvas en nuestros asientos, pero nada de mensajes ni de llamadas en cuanto empiece el concierto. ¿Queda claro?

—¿Primero podemos tomar unas fotos, señora Robinson? —pregunta Hilda.

—Sí. Una cada una.

—¡Dos! —suplica Barbara.

—De acuerdo, dos. Pero deprisa.

Sacan dos fotos cada una y prometen enviárselas por e-mail más tarde para tener todas la serie completa. Tanya toma un par ella misma de las cuatro niñas juntas y abrazadas. Piensa que están adorables.

—Bien, chicas, entregad el dinero y los aparatejos.

Las niñas entregan unos treinta dólares entre las cuatro y sus teléfonos de colores pastel. Tanya lo guarda todo en su bolso y cierra el todoterreno de Ginny Carver con el botón del mando. Oye el satisfactorio chasquido de los cierres al bloquearse: un sonido que significa seguridad y protección.

—Ahora escuchadme, locuelas. Iremos todas cogidas de la mano hasta que lleguemos a nuestros asientos, ¿vale? Quiero oíros decir «vale».

—¡Vaaale! —exclaman las niñas, y se cogen de la mano. Se han engalanado con sus mejores vaqueros ajustados y sus mejores zapatillas. Todas llevan camisetas de ’Round Here, y Hilda se ha atado la cola de caballo con una cinta de seda blanca en la que se lee I CAM en rojo.

—Y vamos a pasarlo bien, ¿verdad? Vamos a pasarlo como nunca, ¿verdad? Quiero oíros decir «vale».

¡VAAAALE!

Dándose por contenta, Tanya las lleva hacia el CACMO. Es un largo trecho por el asfalto caliente, pero a ninguna de ellas parece importarle. Tanya busca al hombre calvo en la silla de ruedas y lo ve dirigirse hacia el final de la cola de discapacitados. Esa es mucho más corta. Aun así, le da pena ver a todas esas personas maltrechas. De pronto las sillas de ruedas empiezan a moverse. Están dejando entrar primero a los discapacitados, y ella piensa que es buena idea, eso de permitir que todos o al menos la mayoría se acomoden en su propia sección antes de que se inicie la estampida.

Cuando Tanya y su grupo se colocan al final de la cola más corta de personas no impedidas (que así y todo es muy larga), ella observa al hombre calvo y flaco impulsarse cuesta arriba por la rampa para discapacitados y piensa que le sería mucho más fácil si tuviera una de esas sillas motorizadas. Siente curiosidad por la foto que lleva en el regazo. ¿Algún ser querido que ha fallecido? Es lo más probable.

«Pobre», vuelve a pensar, y eleva una breve plegaria a Dios, dándole gracias por la salud de sus dos hijos.

—¿Mamá? —dice Barbara.

—¿Sí, cariño?

—Vamos a pasarlo como nunca, ¿verdad?

Tanya Robinson le aprieta la mano.

—Y que lo digas.

Una niña empieza a cantar Kisses on the Midway con voz dulce y diáfana: «El sol, nena, el sol brilla cuando me miras… La luna, nena, la luna resplandece cuando estás a mi lado».

Otras niñas cantan a coro: «Tu amor, tus caricias, nunca me basta con solo un poco… Quiero amarte a mi manera…».

Pronto la canción flota en el aire cálido de la tarde entonada por un millar de voces. Tanya suma gustosamente la suya: después de las sesiones maratonianas de música en la habitación de Barbara durante estas últimas semanas, se sabe todas las letras.

En un impulso, se inclina y da un beso a su hija en la coronilla.

«Vamos a pasarlo como nunca», piensa.

28

Hodges y sus Watsons, ya en la sala de control de Brady en el sótano, miran la hilera de ordenadores silenciosos.

—Primero «caos» —dice Jerome—. Después «oscuridad», ¿no?

«Parece algo sacado del Apocalipsis», piensa Hodges.

—Eso creo —responde Holly—. Al menos ella las tenía en ese orden. —Hablando a Hodges, dice—: ¿Ve como ella vigilaba a su hijo? Me juego algo a que vigilaba mucho más de lo que él creía que vigilaba. —Se vuelve otra vez hacia Jerome—. Una cosa. Muy importante. Si consigues encenderlos con caos, date prisa.

—Ya. El programa suicida. Pero ¿y si me pongo nervioso y me sale una voz aguda y chillona como la de Mickey Mouse?

Cuando Holly se dispone a contestar, ve la expresión en su mirada.

—Ja ja ja. —Pero sonríe a su pesar—. Vamos, Jerome. Sé Brady Hartsfield.

Le basta con decir caos una vez. Los ordenadores se encienden, y se inicia la cuenta atrás.

—¡Oscuridad!

Sigue la cuenta atrás.

—¡No grites, caray! —ordena Holly.

16. 15. 14.

—Oscuridad.

—Creo que has puesto otra vez una voz demasiado grave —advierte Hodges, procurando disimular su nerviosismo.

12. 11.

Jerome se enjuga la boca con la mano.

—O-oscuridad.

—Lengua de estropajo —observa Holly. Quizá sin ser de gran ayuda.

8. 7. 6.

—Oscuridad.

5.

La cuenta atrás se detiene. Jerome deja escapar un racheado suspiro de alivio. Los números han dado paso a una serie de fotografías en color de hombres vestidos con la ropa de las antiguas películas del Oeste, dando y recibiendo tiros. Uno de ellos aparece inmóvil en el momento en que su caballo y él atraviesan el cristal cilindrado de una ventana.

—¿Qué clase de salvapantallas son esos? —pregunta Jerome.

Hodges señala el Número Cinco de Brady.

—Ese es William Holden, así que supongo que deben de ser escenas de una película.

Grupo salvaje —informa Holly—. Dirigida por Sam Peckinpah. Solo la he visto una vez. Tuve pesadillas.

«Escenas de una película —piensa Hodges, mirando las muecas y los disparos—. También escenas presentes en la cabeza de Brady Hartsfield».

—¿Y ahora qué?

—Holly, tú empieza por el primero —propone Jerome—. Yo empezaré por el último. Nos encontraremos en la mitad.

—Me parece un buen plan —dice Holly—. Señor Hodges, ¿puedo fumar aquí dentro?

—¿Y por qué no? —contesta él, y se acerca a la escalera del sótano para sentarse y verlos trabajar. Una vez ahí, se frota distraídamente el hueco justo por debajo de la clavícula izquierda. Es otra vez ese molesto dolor. Debe de ser un tirón muscular, de cuando se echó a correr por la calle después de estallar su coche.

29

En el vestíbulo del CACMO el aire acondicionado llega a Brady como un bofetón, y se le pone carne de gallina en el cuello y los brazos sudorosos. La parte principal del pasillo está vacía, porque aún no han dejado entrar a los asistentes al concierto normales, pero en el lado derecho, donde hay un cordón de terciopelo y un letrero que indica ACCESO PARA DISCAPACITADOS, una fila de sillas de ruedas avanza lentamente hacia el puesto de control y el auditorio.

Brady ve con malos ojos el cariz que están tomando las cosas.

Había dado por supuesto que el público entraría en tropel, como en un partido de los Indians de Cleveland al que fue a los dieciocho años, y que los guardias de seguridad, desbordados, se limitarían a echar un vistazo expeditivo a los asistentes y dejarlos pasar. Tendría que haber previsto que el personal del CACMO daría acceso primero a los tullidos y los oligos, pero ese detalle no se le ocurrió siquiera.

Hay al menos una docena de hombres y mujeres uniformados de azul con parches marrones en el brazo, casi a la altura del hombro, donde se lee SEGURIDAD CACMO, y de momento no tienen nada que hacer aparte de controlar a los discapacitados que avanzan lentamente ante ellos. Brady advierte con creciente frialdad que si bien no registran los bolsillos de todas las sillas de ruedas, sí examinan los de algunas, una de cada tres o cuatro, y a veces dos seguidas. Cuando los tullidos superan el control de seguridad, unos acomodadores con camisetas de ’Round Here los dirigen hacia la sección del auditorio reservada a los minusválidos.

Sabía desde el principio que existía la posibilidad de que lo detuvieran en el puesto de control, pero creía que, aun si eso ocurría, podría llevarse consigo a jóvenes fans de ’Round Here más que suficientes. Otro supuesto erróneo. Las esquirlas de cristal podían matar a unos cuantos de aquellos que esperaban más cerca de las puertas, pero a la vez sus cuerpos servirían de escudo para amortiguar la explosión.

«Mierda —piensa—. En fin… en el Centro Cívico solo me cargué a ocho; aquí por fuerza conseguiré algo más que eso».

Avanza en su silla hacia delante con la foto de Frankie en el regazo. El borde del marco está apoyado en el interruptor de palanca. En cuanto uno de esos gorilas de seguridad se incline para mirar en los bolsillos laterales de la silla de ruedas, Brady hará presión en la foto con una mano, el piloto pasará de amarillo a verde, y la corriente eléctrica llegará a los detonadores de azida de plomo acoplados al explosivo de fabricación casera.

Solo tiene ya una docena de sillas de ruedas por delante. Percibe el aire gélido en la piel caliente. Piensa en el Centro Cívico, y en cómo el robusto coche de la zorra de la Trelawney, después de embestir y derribar a la gente, arrolló sus cuerpos entre sacudidas y temblores. Como si el propio coche tuviera un orgasmo. Recuerda el aire gomoso dentro de la máscara, y sus alaridos de placer y triunfo. Gritó hasta quedarse tan ronco que apenas podía hablar, y luego se vio obligado a explicar a su madre y a Tones Frobisher que tenía laringitis.

Ahora solo quedan diez sillas de ruedas entre la suya y el puesto de control. Uno de los guardias —probablemente el gran jefe, porque es el de mayor edad y el único con gorra— le quita la mochila a una joven tan calva como el propio Brady. Le explica algo y le entrega un resguardo.

«Van a descubrirme —piensa Brady con frialdad—. Seguro que me descubren. Prepárate para morir».

Está preparado. Lo está desde hace ya tiempo.

Ocho sillas de ruedas entre la suya y el puesto de control. Siete. Seis. Es como la cuenta atrás de sus ordenadores.

En ese momento, ante la entrada, empiezan a cantar; al principio es solo un murmullo ahogado.

—«El sol, nena, el sol brilla cuando me miras… La luna, nena…».

Cuando llegan al estribillo, el sonido sube de volumen como el coro de una catedral: niñas cantando a pleno pulmón.

—«QUIERO AMARTE A MI MANERA… IREMOS A LA PLAYA POR LA CARRETERA».

De pronto se abren las puertas principales. Unas cuantas niñas lanzan vítores; la mayoría de ellas siguen cantando, y en voz aún más alta.

—«¡ESE DÍA ACABARÁ LA ESPERA… CUANDO TE BESE EN LA FERIA!».

Irrumpen en tropel niñas con camisetas de ’Round Here, maquilladas por primera vez. Sus acompañantes adultos, en su mayoría madres, se esfuerzan por permanecer cerca de ellas, por no rezagarse. Derriban y pisotean el cordón de terciopelo que separa la parte principal del pasillo y la zona para discapacitados. Una gorda de doce o trece años con el culo del tamaño de Iowa recibe un empujón y choca con la silla de ruedas que precede a Brady. Su ocupante, una chica de rostro alegremente agraciado y piernas delgadas como palos, casi acaba en el suelo.

—¡Eh, cuidado! —exclama la madre de la chica en silla de ruedas, pero la foca con vaqueros de talla extra grande ya se aleja, agitando un banderín de ’Round Here con una mano y la entrada con la otra. Alguien tropieza con la silla de Brady, la foto se desplaza en su regazo, y durante un frío segundo piensa que van a volar todos en medio de un destello blanco y una lluvia de bolas de acero. Como eso no sucede, levanta el marco lo suficiente para echar un vistazo debajo y ve que el piloto sigue en amarillo.

«Ha faltado poco», piensa Brady, y sonríe.

En el pasillo reina un jubiloso revuelo, y los guardias de seguridad que antes controlaban a los discapacitados, todos menos uno, una mujer, proceden a hacer lo que buenamente pueden con esa aglomeración enloquecida de adolescentes y preadolescentes cantarinas. Esa única guardia que permanece en el lado del pasillo reservado a los discapacitados, muy joven, insta a pasar con señas a las sillas de ruedas casi sin mirarlas. Cuando Brady se acerca a ella, ve al responsable del dispositivo de seguridad, el Gran Jefe de la Gorra, de pie al otro lado del pasillo, casi enfrente. Con una estatura de uno noventa o poco menos, es fácil verlo, porque descuella por encima de las niñas y recorre el gentío con la mirada sin cesar. En una mano sostiene un papel, que mira de vez en cuando.

—Enséñenme las entradas y pasen —dice la guardia de seguridad a la chica mona en silla de ruedas y su madre—. Por la puerta de la derecha.

Brady ve algo interesante. El guardia alto de la gorra agarra a un muchacho de unos veinte años, que parece estar solo, y de un tirón lo aparta del tumulto.

—¡El siguiente! —lo apremia la guardia de seguridad—. ¡Que no se detenga la cola!

Brady avanza, dispuesto a apretar la foto de Frankie contra el interruptor de la Cosa Dos si ella muestra interés, por fugaz que sea, en los bolsillos de la silla de ruedas. El pasillo está ahora hasta los topes de niñas que cantan y se empujan, y el número de víctimas sería muy superior a treinta. Si tiene que conformarse con el pasillo, ya estará bien.

La guardia de seguridad señala la foto.

—¿Quién es ese, encanto?

—Mi niño —responde Brady con una sonrisa animosa—. Murió el año pasado en un accidente. El mismo en el que yo quedé… —Señala la silla—. Le encantaba ’Round Here, pero no llegó a oír su último álbum. Ahora lo oirá.

Pese a lo agobiada que está, no puede por menos de compadecerse y se le suaviza la expresión de los ojos.

—Lamento mucho su pérdida.

—Gracias, señorita —contesta Brady, pensando: «Tarada de mierda».

—Siga todo recto, caballero, y luego vaya a la derecha. Encontrará dos pasillos para discapacitados hacia la mitad del auditorio. Desde ahí se ve muy bien. Si necesita ayuda para bajar por la rampa, que es bastante empinada, busque a un acomodador con un brazalete amarillo.

—Ya me las arreglaré —dice Brady, y le sonríe—. Este trasto tiene muy buenos frenos.

—Me alegro. Disfrute del concierto.

—Gracias, señorita, seguro que sí. Y Frankie lo disfrutará también.

Brady se dirige hacia la entrada principal. Atrás, en el puesto de control, Larry Windom —conocido entre sus colegas de la policía como Romper-Stomper— suelta al joven que de improviso ha decidido aprovechar la entrada de su hermana pequeña, enferma de mononucleosis. No se parece en absoluto al de la foto que le ha mandado Bill Hodges.

Los asientos del auditorio están dispuestos como los de un estadio, lo cual complace a Brady. Esa forma cóncava concentrará la explosión. Imagina el momento en que se diseminen las bolas de acero de los paquetes pegados bajo su asiento. Con suerte, liquidará no solo a la mitad del público sino también a los miembros del grupo, piensa.

Los altavoces situados en alto emiten música pop, pero las niñas que ocupan los asientos y se agolpan en los pasillos la ahogan con sus propias voces jóvenes y fervorosas. Los haces de los focos en movimiento iluminan a la muchedumbre. Vuelan frisbees. Pelotas de playa gigantescas botan de aquí para allá. Lo único que sorprende a Brady es que en el escenario no se ve ni rastro de la noria y toda esa mierda de feria. ¿Por qué descargaron todo eso si no iban a usarlo?

Un acomodador con un brazalete amarillo vuelve de llevar a su sitio a la chica mona con las piernas como palos y se acerca para ayudar a Brady, pero este, con una seña, le indica que no es necesario. El acomodador le sonríe y le da una palmada en el hombro al pasar junto a él y seguir rampa arriba para ayudar a otra persona. Brady desciende hacia la primera de las dos secciones destinadas a los discapacitados. Se coloca junto a la chica mona con las piernas como palos.

Ella, risueña, se vuelve hacia él.

—¿Verdad que es emocionante?

Brady le devuelve la sonrisa, pensando: «Y tú no sabes ni la mitad, tullida de mierda».

30

Tanya Robinson, contemplando el escenario, se acuerda del primer concierto al que fue —eran los Temptations— y de que Bobby Wilson la besó en medio de My Girl. Muy romántico.

La arranca de esas evocaciones su hija, que le sacude el brazo.

—Mira, mamá, allí está el minusválido. Con los otros que van en sillas de ruedas. —Barbara señala a la izquierda, un par de filas más abajo. En esa zona han retirado los asientos para dar cabida a dos hileras de sillas de ruedas.

—Ya lo veo, Barb, pero es de mala educación señalar.

—Espero que se lo pase bien, ¿tú no?

Tanya sonríe a su hija.

—Claro que sí, cariño.

—¿Puedes devolvernos los teléfonos? Los necesitamos para el principio del concierto.

Para sacar fotos, presupone Tanya Robinson… porque hace mucho tiempo que ella no va a un concierto de rock. Abre el bolso y reparte los teléfonos de color pastel. Sorprendentemente, las niñas no hacen nada con ellos. De momento están demasiado ocupadas absorbiéndolo todo con la mirada para llamar o mandar mensajes. Tanya da un rápido beso en la coronilla a Barb y se recuesta, abstraída en el pasado, pensando en el beso de Bobby Wilson. No fue exactamente el primero, pero sí el primero bueno.

Espera que Barb, cuando llegue el momento, tenga la misma suerte.

31

—¡Ya ves tú! —exclama Holly, y se da una palmada en la frente. Ha terminado con el Número Uno de Brady, sin encontrar gran cosa, y ha pasado al Número Dos.

Jerome aparta la vista del Número Cinco, que parece haberse dedicado exclusivamente a videojuegos, en su mayor parte del tipo Grand Theft Auto y Call of Duty.

—¿Qué?

—Es solo que de vez en cuando me topo con alguien que está todavía más tocado de la cabeza que yo —explica—. Eso me anima. Es espantoso, ya lo sé, pero no puedo evitarlo.

Hodges se levanta de la escalera con un gruñido y se acerca a mirar. Ocupa la pantalla un despliegue de pequeñas fotos. Parecen inocuas imágenes sensuales de chicas, no muy distintas de aquellas que aparecían en las revistas Adam y Spicy Leg Art a finales de los años cincuenta, con las que fantaseaban sus amigos y él. Holly amplía tres y las coloca en una hilera. Ahí está Deborah Hartsfield, vestida con una bata vaporosa. Y Deborah Hartsfield, con un camisoncito. Y Deborah Hartsfield, con un conjunto de bragas y sujetador de encaje rosa.

—Dios mío, es la madre —dice Jerome. Su expresión es una mezcla de repulsión, asombro y fascinación—. Y parece que estaba posando.

Esa misma impresión tiene Hodges.

—Sí —coincide Holly—. Llamando al doctor Freud. ¿Por qué no para de frotarse el hombro, señor Hodges?

—Un tirón muscular —contesta él. Pero empieza a dudarlo.

Jerome lanza una breve ojeada a la pantalla del Número Tres, y cuando se dispone a mirar de nuevo las fotos de la madre de Brady Hartsfield, algo capta su atención en el escritorio del Número Tres.

—¡Eh, Bill! —exclama—. Mira esto.

En el ángulo inferior izquierdo del escritorio del Número Tres Hodges ve el icono del Paraguas Azul.

—Ábrelo —dice.

Jerome obedece, pero la carpeta está vacía. No hay nada pendiente de enviar, y como ya saben, toda la correspondencia antigua en el Paraguas Azul de Debbie va derecha al cielo de los datos.

Jerome se sienta ante el Número Tres.

—Este debe de ser su ordenata base, Hols. Casi seguro.

Ella se acerca.

—Creo que los otros son pura fachada, para creerse que está en el puente de mando de la nave Enterprise o algo así.

Hodges señala una carpeta titulada 2009.

—Veamos esa.

Un clic de ratón muestra una subcarpeta llamada CENTRO CÍVICO. Jerome la abre y los tres se quedan mirando una larga lista de artículos sobre lo ocurrido allí en abril de 2009.

—Los recortes de prensa del gilipollas —dice Hodges.

—Examina todo lo que hay en este —indica Holly a Jerome—. Empieza por el disco duro.

Jerome abre el directorio.

—Anda, mira esta mierda. —Señala una carpeta con el nombre EXPLOSIVOS.

—¡Ábrela! —dice Holly, sacudiéndole el hombro—. ¡Ábrela, ábrela, ábrela!

Jerome así lo hace y encuentra otra subcarpeta llena de información. «Cajones dentro de cajones —piensa Hodges—. En realidad un ordenador no es más que un buró victoriano, con compartimentos secretos incluidos».

—¡Eh, miren esto! —señala Holly—. Se ha bajado El libro de cocina del anarquista de BitTorrent. ¡Eso es ilegal!

—Evidente —dice Jerome, y ella le da un puñetazo en el brazo.

Hodges siente que el dolor en el hombro es cada vez más intenso. Regresa a la escalera y se sienta pesadamente. Jerome y Holly, apretujados ante el Número Tres, no advierten que se ha alejado. Se apoya las manos en los muslos («mis gruesos muslos obesos —piensa—, mis enormemente gruesos muslos») y empieza a respirar con inhalaciones largas y lentas. Lo único que podría empeorar la tarde sería sufrir un infarto en una casa donde ha entrado ilegalmente con un menor y una mujer que dista mucho de estar en su sano juicio. Una casa donde el objeto de deseo de un asesino loco de atar yace muerta en el piso de arriba.

«Por favor, Dios mío, un infarto no. Por favor».

Vuelve a tomar aire con aspiraciones largas. Reprime un eructo y el dolor empieza a remitir.

Con la cabeza gacha, fija la mirada casualmente entre los tablones que forman los peldaños de la escalera. Percibe un brillo a la luz de los fluorescentes del techo. Hodges se arrodilla y, a gatas, accede bajo la escalera para ver qué es. Resulta ser una bola de acero inoxidable, de cojinete, mayor que las de la cachiporra, y nota su considerable peso en la palma de la mano. Observa el reflejo distorsionado de su cara en la superficie curva, y una idea empieza a formarse en su cabeza. Solo que más que formarse, aflora, como el cuerpo tumefacto de un ahogado.

También bajo la escalera, más allá, ve una bolsa verde de basura. Hodges se arrastra hacia ella con la bola bien sujeta en una mano, notando en el pelo ralo y la despejada frente el roce de las telarañas suspendidas bajo los peldaños. Jerome y Holly parlotean enfervorizados, pero no les presta atención.

Coge la bolsa de basura con la mano libre y empieza a retroceder para salir de debajo de la escalera. Una gota de sudor le cae en el ojo izquierdo y parpadea para aliviar el escozor. Vuelve a sentarse en el peldaño.

—Abre su cuenta de correo —ordena Holly.

—Hay que ver qué marimandona eres —protesta Jerome.

—¡Ábrela, ábrela, ábrela!

«Como usted diga», piensa Hodges, y abre la bolsa de basura. Contiene fragmentos de cable y lo que parece un circuito impreso roto, y debajo una prenda de color caqui, en apariencia una camisa. Aparta los trozos de cable, extrae la prenda y la sostiene en alto. No es una camisa sino un chaleco de montaña, de esos con muchos bolsillos. El forro presenta cinco o seis rajas. Introduce los dedos en uno de los cortes, busca a tientas y saca otras dos bolas de acero. No es un chaleco de montaña, o al menos ya no. Ha sido adaptado.

Ahora es un chaleco bomba.

O lo era. Por alguna razón Brady lo ha descargado. ¿Acaso porque ha cambiado de planes y puesto ahora la mira en ese encuentro del mundo profesional del próximo sábado? Será eso. Probablemente tiene los explosivos en el coche, a menos que haya robado ya otro. Es…

—¡No! —exclama Jerome. A continuación lo repite a voz en cuello—: ¡No! ¡No, no, DIOS MÍO, NO!

—Por favor, que no sea eso —gimotea Holly—. Que no sea eso.

Hodges suelta el chaleco y se acerca en el acto a la hilera de ordenadores para ver qué han descubierto. Es un e-mail de una página web llamada FanTastic, que da las gracias al señor Brady Hartsfield por su compra.

«Puede usted descargar su entrada imprimible ahora mismo. En este espectáculo no se permite el acceso con bolsas o mochilas. Gracias por realizar su compra a través de FanTastic, donde las mejores localidades para los mayores espectáculos están solo a un clic de distancia».

Y debajo: ROUND HERE. AUDITORIO MINGO. CENTRO DE ARTE Y CULTURA DEL MEDIO OESTE. 3 DE JUNIO, 2010, 19 H.

Hodges cierra los ojos. Al final sí es el puto concierto. «Hemos cometido un error comprensible… pero imperdonable. Por favor, Dios mío, no permitas que entre. Por favor, Dios mío, que los hombres de Romper-Stomper le den el alto en la puerta».

Pero incluso eso podría convertirse en una pesadilla, porque Larry Windom cree que busca a un pederasta, no a un loco con una bomba. Si descubre la presencia de Brady e intenta detenerlo con su habitual brutalidad…

—Son las siete menos cuarto —dice Holly, señalando el reloj digital del Número Tres de Brady—. A lo mejor todavía está en la cola, pero lo más probable es que ya haya entrado.

Hodges sabe que Holly tiene razón. Con tanta afluencia de niñas, habrán empezado a acomodar al público no más tarde de las seis y media.

—Jerome —dice.

El chico no contesta. Mantiene la mirada fija en la entrada imprimible aparecida en la pantalla del ordenador, y cuando Hodges apoya la mano en su hombro, tiene la sensación de estar tocando una piedra.

—Jerome.

Lentamente, Jerome se vuelve. Tiene los ojos desorbitados.

—Qué estúpidos hemos sido —musita.

—Llama a tu madre. —Hodges conserva la voz serena, cosa que ni siquiera le representa un gran esfuerzo, porque se halla en un profundo estado de shock. Una y otra vez acude a su mente la bola de cojinete. Y el chaleco rajado—. Llama ya. Dile que coja a Barbara y las otras niñas que ha llevado y salga de allí por piernas.

Jerome extrae el móvil de la funda prendida del cinturón y pulsa la tecla de marcación rápida correspondiente a su madre. Holly, con los brazos tensamente cruzados ante el pecho y los maltrechos labios torcidos en una mueca, no aparta la mirada de él.

Jerome espera, profiere una maldición entre dientes y dice:

—Tenéis que salir de ahí, mamá. Coge a las niñas y márchate. No me devuelvas la llamada ni hagas preguntas, solo vete. No corras. ¡Pero sal! —Corta la comunicación y les informa de lo que ya saben—: Buzón de voz. El timbre ha sonado muchas veces, así que no está hablando ni lo tiene apagado. No lo entiendo.

—¿Y tu hermana? —sugiere Hodges—. Debe de tener móvil.

Antes de que acabe la frase, Jerome vuelve a pulsar una tecla de marcación rápida. Escucha durante lo que a Hodges se le antoja una eternidad, pese a que sabe que no son más de diez o quince segundos. Al final Jerome dice:

—¡Barb! ¿Por qué demonios no contestáis? ¡Mamá y tú y las otras niñas tenéis que salir de ahí! —Pone fin a la llamada—. No lo entiendo. Barb siempre lo lleva encima, prácticamente lo tiene injertado, y al menos debería notar la vibra…

—¡Mierda y requetemierda! —exclama Holly. Pero no le basta con eso—. ¡Joder!

Se vuelven hacia ella.

—¿Es muy grande la sala del concierto? ¿Cuánta gente cabe?

Hodges rebusca en su memoria lo que sabe del auditorio Mingo.

—Hay un aforo para cuatro mil personas sentadas. No sé si se permite público de pie; no recuerdo esa parte del código antiincendios.

—Y para este concierto casi todas son niñas —dice Holly—. Niñas con móviles prácticamente injertados. En su mayoría charlando por teléfono mientras esperan el comienzo del concierto, o mandando SMS. —Tiene los ojos muy abiertos en una expresión de consternación—. Son las líneas. Están saturadas. Debes seguir intentándolo, Jerome. Debes seguir intentándolo hasta que consigas comunicarte con ellas.

Jerome asiente, aturdido, pero mira a Hodges.

—Deberías telefonear a tu amigo, el del departamento de seguridad.

—Sí, pero no desde aquí. En el coche. —Vuelve a consultar su reloj. Las siete menos diez—. Nos vamos al CACMO.

Holly se lleva los puños a los lados de la cara.

—dice.

Hodges recuerda de pronto lo que Holly ha dicho antes: «Ellos no pueden encontrarlo. Nosotros sí».

Pese a su deseo de enfrentarse a Hartsfield —de rodear el cuello de ese cabrón con sus manos y ver cómo se le salen los ojos de las órbitas cuando deje de respirar—, Hodges espera que Holly se haya equivocado a ese respecto. Porque si depende de ellos tres, puede que sea ya demasiado tarde.

32

Esta vez es Jerome quien conduce y Hodges quien va detrás. El Mercedes de Olivia Trelawney tiene un arranque lento, pero en cuanto el motor de doce cilindros entra en calor, va como un cohete… y estando en juego las vidas de su madre y su hermana, Jerome lo conduce como si en efecto lo fuera, saltando de un carril a otro, ajeno a los bocinazos de protesta de los coches que lo rodean. Hodges calcula que pueden llegar al CACMO en veinte minutos. Eso si el chico no se estrella contra algo, claro está.

—¡Llame a ese hombre de seguridad! —insiste Holly desde el asiento del acompañante—. ¡Llámelo, llámelo, llámelo!

Mientras Hodges saca el Nokia del bolsillo de su chaqueta, indica a Jerome que coja la ronda de circunvalación.

—No me agobies con indicaciones —replica Jerome—. Tú haz la llamada. Y date prisa.

Pero cuando intenta acceder a la memoria del teléfono, el puto Nokia emite un único y débil pitido y se apaga. ¿Cuándo lo cargó por última vez? Hodges no se acuerda. Tampoco se acuerda del número del departamento de seguridad. Debería haberlo anotado en lugar de depender del teléfono.

«Maldita tecnología —piensa—. Pero ¿de quién es la culpa en realidad?».

—Holly. Marque el 555-1900 y deme su móvil. El mío se ha quedado sin batería. —Es el número del Departamento de Policía. Volverá a pedir a Marlo el número de Windom.

—Vale. ¿Cuál es el prefijo de aquí? Yo tengo la línea…

Holly se interrumpe cuando Jerome da un volantazo para adelantar a una camioneta y va derecho hacia un todoterreno que circula por el otro carril. Hace ráfagas con las largas y exclama:

—¡Sal del medio!

El todoterreno se aparta, y Jerome, al pasar por su lado, lo roza dejándose parte de la pintura.

—… contratada en Cincinnati —concluye Holly. Habla con la frialdad de un cubito de hielo.

Hodges, pensando que no le vendría mal tomarse alguna que otra de las píldoras con que se medica ella, recita el prefijo. Holly marca y le entrega el teléfono por encima del respaldo.

—Departamento de Policía, ¿con quién le pongo?

—Necesito hablar con Marlo Everett, del archivo, y en el acto.

—Lo siento, caballero, pero he visto a la señora Everett salir hace media hora.

—¿Podría darme su número de móvil?

—Caballero, no estoy autorizada a facilitar esa informa…

No tiene el menor interés en enzarzarse en una discusión que le quitará tiempo y seguramente no dará el menor resultado, y corta la comunicación en el preciso instante en que Jerome, a noventa por hora, tuerce para incorporarse a la ronda de circunvalación.

—¿Qué problema hay, Bill? ¿Por qué no estás…?

—Tú calla y conduce, Jerome —ataja Holly—. El señor Hodges hace todo lo que puede.

«En realidad ella prefiere que no me ponga en contacto con nadie —piensa Hodges—. Porque se supone que esto es cosa nuestra y solo nuestra». Lo asalta una idea descabellada: que Holly está utilizando alguna extraña vibración psíquica para asegurarse de que el asunto siga siendo cosa de ellos y solo de ellos. Y a lo mejor lo consigue, porque tal como conduce Jerome, llegarán al CACMO antes de que Hodges acceda a cualquiera en un puesto de autoridad.

Una parte fría de su mente piensa que quizá eso sea lo mejor. Porque al margen de con quién se ponga en contacto, el responsable del Mingo es Larry Windom, y Hodges no confía en él. Romper-Stomper siempre ha sido un pendenciero, uno de esos que no se andan con chiquitas, y Hodges duda que haya cambiado.

Aun así, tiene que intentarlo.

Le devuelve el teléfono a Holly y dice:

—No sé cómo va este puto aparato. Llame al servicio de información telefónica y…

—Antes prueba a llamar otra vez a mi hermana —indica Jerome, y le da el número.

Holly marca el teléfono de Barbara moviendo el pulgar a tal velocidad que apenas se ve. Escucha.

—Buzón de voz.

Jerome suelta una maldición y pisa el acelerador. Hodges espera que tenga un ángel posado en el hombro.

—¡Barbara! —chilla Holly. Ahora desde luego no masculla—. ¡Tenéis que mover el culo y salir inmediatamente de ahí tú y quienquiera que esté contigo! ¡Ya mismo! ¡Enseguida! —Cuelga—. ¿Y ahora qué? ¿Información telefónica, me ha dicho?

—Sí. Pida el número del departamento de seguridad del CACMO, márquelo y deme el móvil. Jerome, sal por la 4A.

—Para el CACMO es la 3B.

—Lo es si entras por delante. Nosotros vamos a la parte de atrás.

—Bill, si les pasa algo a mi madre y mi hermana…

—No les pasará nada. Sal por la 4A. —La conversación de Holly con el servicio de información se ha prolongado más de la cuenta—. Holly, ¿por qué tarda tanto?

—No hay línea directa con el departamento de seguridad. —Marca otro número, escucha y le entrega el teléfono—. Hay que pasar por centralita.

Hodges se lleva al oído el iPhone de Holly. Se aprieta tanto que le duele la oreja. Suena el timbre. Y sigue sonando. Y suena un poco más.

Cuando dejan atrás las salidas 2A y 2B, Hodges ve el CACMO. Está tan iluminado como una gramola. El aparcamiento es un mar de coches. Por fin atienden su llamada, pero una voz robótica femenina, sin darle tiempo a pronunciar palabra, empieza a aleccionarlo. Habla con lentitud y sumo cuidado, como si se dirigiera a una persona para quien el inglés es una segunda lengua y no la domina.

«Hola, y gracias por telefonear al Centro de Arte y Cultura del Medio Oeste, donde contribuimos a crear una vida mejor y todo es posible».

Hodges escucha con el teléfono de Holly comprimido contra la oreja y el sudor resbalándole por las mejillas y el cuello. Son las siete y seis minutos. «El cabrón no actuará hasta que empiece el espectáculo —se dice (en realidad es una súplica)—, y los conciertos de rock siempre empiezan tarde».

«Recuerde —dice amablemente la voz robótica femenina—, dependemos de su apoyo, y los abonos de temporada para los conciertos de la Orquesta Sinfónica Municipal y la Serie de Arte Dramático de este otoño están ya a la venta. No solo ahorrará el cincuenta por ciento…».

—¿Qué pasa? —pregunta Jerome a gritos cuando dejan atrás las salidas 3A y 3B. El siguiente letrero indica SALIDA 4A SPICER BOULEVARD 800 METROS. Ha lanzado a Holly su propio móvil, y Holly prueba primero con Tanya y luego otra vez con Barbara, en vano.

—Estoy escuchando una puta grabación —explica Hodges. Vuelve a masajearse el hueco del hombro. Ese dolor es como una muela infectada—. Tuerce a la izquierda al pie de la rampa. Tendrás que doblar a la derecha en el primer cruce, creo. Quizá el segundo. En todo caso a la altura del MCD onald’s.

El Mercedes va ahora a ciento treinta, pero el sonido del motor no pasa aún de un ronroneo somnoliento.

—Si oímos una explosión, voy a enloquecer —dice Jerome con toda naturalidad.

—Tú conduce —insta Holly. Un Winston sin encender cuelga entre sus dientes—. Si no nos la pegamos, todo saldrá bien. —Ha vuelto a marcar el número de Tanya—. Vamos a coger a ese tipo. Vamos a cogerlo, a cogerlo, a cogerlo.

Jerome le lanza una mirada.

—Holly, estás como una cabra.

—Tú conduce —repite ella.

«Con su tarjeta del CACMO también obtendrá un diez por ciento de descuento en una selección de excelentes restaurantes y establecimientos comerciales de la ciudad», informa a Hodges la voz robótica femenina.

Y luego, por fin, entra en materia.

«Ahora mismo no hay ningún operador disponible para atender su llamada. Si conoce el número de la extensión con la que desea comunicarse, márquela en cualquier momento. Si no, escuche por favor atentamente, porque nuestro menú de opciones ha cambiado. Para hablar con Avery Johns, de la Oficina de Arte Dramático, marque uno cero. Para hablar con Belinda Dean, del Servicio de Venta de Entradas, marque uno uno. Para ponerse en contacto con Decorados y Escenografía…».

«Dios bendito —piensa Hodges—, esto es el puto catálogo de Sears. Y en orden alfabético».

El Mercedes desciende y gira cuando Jerome sale por la 4A y avanza como una flecha por la rampa curva. Al pie de esta el semáforo está en rojo.

—Holly, ¿viene algún coche por tu lado?

Holly, con el móvil al oído, echa un vistazo.

—No hay problema si aceleras. Si quieres que acabemos todos muertos, tómatelo con calma.

Jerome pisa a fondo el acelerador. El Mercedes de Olivia, en medio de un chirrido de neumáticos, atraviesa como una exhalación cuatro carriles escorándose mucho a babor. Se oye un golpe cuando superan la mediana de hormigón. Las bocinas emiten una melodía discordante. Con el rabillo del ojo, Hodges ve una furgoneta subirse a la acera para esquivarlos.

«Para ponerse en contacto con la Orquesta Sinfónica Municipal, marque…».

Hodges da un puñetazo al techo del Mercedes.

—¿Qué ha sido de los PUTOS SERES HUMANOS?

En el momento en que aparecen a la vista frente a ellos, a la derecha, los arcos dorados del MCDonald’s, la voz robótica femenina informa a Hodges de que puede ponerse en contacto con el Servicio de Seguridad del CACMO marcando tres dos.

Hodges marca. El teléfono suena cuatro veces. Al final atiende la llamada. Lo que oye lo lleva a preguntarse si está perdiendo el juicio.

«Hola, y gracias por llamar al Centro de Arte y Cultura del Medio Oeste —saluda cordialmente la voz robótica femenina—, donde contribuimos a crear una vida mejor y todo es posible…».

33

—¿Por qué no empieza el concierto, señora Robinson? —pregunta Dinah Scott—. Ya son las siete y diez.

Tanya no sabe si contarles lo de un concierto de Stevie Wonder al que asistió ella cuando estudiaba en el instituto: estaba programado para las ocho de la tarde y no comenzó hasta las nueve y media. Pero al final decide que eso podría ser contraproducente.

Hilda mira su teléfono con la frente arrugada.

—Aún no puedo hablar con Gail —se queja—. Todas las líneas están bl…

Las luces empiezan a atenuarse antes de que acabe la frase. Esto provoca una delirante ovación y salvas de aplausos.

—¡Dios mío, mamá, qué emocionada estoy! —susurra Barbara, y Tanya se conmueve al ver asomar las lágrimas a los ojos de su hija. Aparece un hombre con una camiseta en la que se lee BAM-100 GOOD GUYS. Un foco lo sigue mientras se dirige, pavoneándose, hacia el centro del escenario.

—¡Hola, gente! —exclama—. ¿Cómo va todo?

Una nueva andanada de ruido le asegura que el nutrido público está perfectamente. Tanya ve que los espectadores de las dos hileras de discapacitados también aplauden. Excepto el calvo, que permanece inmóvil. Probablemente no quiere que se le caiga la foto, piensa Tanya.

—¿Estáis listos para un poco de Boyd, Steve y Pete? —pregunta el presentador.

Más vítores y griterío.

—¿Y estáis listos para un poco de CAM KNOWLES?

Las chicas (la mayoría de las cuales enmudecerían si se hallaran cara a cara ante su ídolo) chillan como posesas. Ellas están más que listas, eso desde luego. Vaya si lo están: se mueren de excitación.

—Dentro de unos minutos vais a alucinar con el decorado, pero de momento, queridos amigos… y en especial vosotras, chicas… ¡rendíos ante… ROUND… HEEERE!

Los espectadores se ponen en pie, y cuando las luces del escenario se apagan del todo, Tanya entiende para qué querían las niñas sus teléfonos. En sus tiempos todo el mundo sostenía en alto cerillas o mecheros Bic. Estas chicas alzan sus móviles, y la luz combinada de todas esas pequeñas pantallas proyecta un pálido resplandor lunar en torno al auditorio.

«¿Cómo descubren estas cosas? —se pregunta—. ¿Quién se lo dice? ¿Y quién nos lo decía a nosotros, ya puestos?».

No se acuerda.

Las luces del escenario adquieren un vivo rojo ígneo. En ese preciso instante una llamada traspasa por fin la saturada red, y Barbara Robinson nota la vibración del móvil en su mano. No hace caso. Atender una llamada telefónica es el último de sus deseos en ese momento (por primera vez en su joven vida), y en todo caso, aunque contestara, no oiría a la otra persona, probablemente su hermano. El bullicio en el Mingo es ensordecedor… y a Barb le encanta. Desplaza su teléfono vibrante por encima de la cabeza con una oscilación lenta y amplia. Todos hacen lo mismo, incluso su madre.

El cantante de ’Round Here, vestido con el vaquero más ajustado que Tanya Robinson ha visto jamás, irrumpe a zancadas en el escenario. Cam Knowles se aparta de la cara una cortina de pelo rubio y acomete You Don’t Have to Be Lonely Again.

Por ahora casi todo el público permanece de pie, móviles en alto. El concierto ha empezado.

34

El Mercedes abandona Spicer Boulevard y toma por una vía de servicio con los rótulos CACMO / ZONA DE DESCARGA Y PROHIBIDO EL PASO A TODA PERSONA AJENA AL CENTRO. Medio kilómetro más adelante hay una verja corredera. Está cerrada. Jerome se detiene junto a un interfono instalado en un poste. En el letrero se lee PULSE PARA ENTRAR.

—Diles que eres policía —indica Hodges.

Jerome baja la ventanilla y pulsa el botón. No pasa nada. Lo pulsa de nuevo, y esta vez lo mantiene apretado. Un horrendo temor asalta a Hodges: cuando por fin atiendan la llamada de Jerome, la voz robótica femenina ofrecerá varias docenas de nuevas opciones.

Pero esta vez es un humano real, aunque no cordial.

—La parte de atrás está cerrada.

—Policía —dice Jerome—. Abra la verja.

—¿Qué quiere?

—Acabo de decírselo, abra la verja de una puñetera vez. Es una emergencia.

La verja empieza a abrirse lentamente, pero Jerome, en lugar de avanzar, vuelve a pulsar el botón.

—¿Es usted de seguridad?

—Soy el portero jefe —contesta la voz por encima de la crepitación de las interferencias estáticas—. Si quiere hablar con seguridad, tiene que telefonear al departamento correspondiente.

—Allí no hay nadie —dice Hodges a Jerome—. Están en el auditorio, todos. Tú sigue adelante.

Jerome obedece pese a que la verja no se ha abierto aún totalmente. Raya el costado de la carrocería reparada del Mercedes.

—A lo mejor lo han cogido ya —comenta—. Tenían la descripción, así que a lo mejor lo han cogido.

—No lo han cogido —asegura Hodges—. Está dentro.

—¿Cómo lo sabes?

—Escucha.

Todavía no distinguen claramente la música, pero ahora, con la ventanilla del conductor bajada, oyen el compás del bajo.

—El concierto ha empezado. Si los hombres de Windom hubiesen detenido a alguien con explosivos, habrían cancelado la actuación de inmediato y estarían evacuando el edificio.

—¿Cómo ha podido entrar? —pregunta Jerome, y da un manotazo al volante—. ¿Cómo?

Hodges percibe el terror en la voz del chico. Todo por su culpa, única y exclusivamente por su culpa.

—No me lo explico. Tenían la foto.

Al frente encuentran una ancha rampa de hormigón que lleva a la zona de descarga. Media docena de roadies fuman sentados en cajas de amplificadores, concluido su trabajo por el momento. Una puerta abierta lleva al fondo del auditorio, y a través de ella Hodges oye música fusionarse en torno a los compases del bajo. Llega asimismo otro sonido: el feliz griterío de miles de chicas, sentadas todas ellas en la zona cero.

Ya no importa cómo ha entrado Hartsfield a menos que eso sirva para localizarlo, ¿y cómo demonios van a dar con él en un auditorio a oscuras con miles de personas dentro?

Cuando Jerome estaciona al pie de la rampa, Holly dice:

—De Niro se hizo un corte de pelo a lo mohawk. Podría ser eso.

—¿Qué dice? —pregunta Hodges mientras sale con dificultad del asiento trasero. Un hombre en ropa caqui de faena ha salido a la puerta para recibirlos.

—En Taxi Driver Robert De Niro hacía el papel de un chiflado, Travis Bickle —explica Holly mientras los tres se encaminan apresuradamente hacia el portero—. Cuando decide asesinar al político, se rapa la cabeza para poder acercarse sin ser reconocido. Salvo por la franja central, claro, que es lo que se llama un mohawk. Brady Hartsfield probablemente no ha hecho eso: aquí chocaría demasiado.

Hodges recuerda los restos de pelo en el lavabo del cuarto de baño. Era rubio, pero no de un color tan claro como el del cabello de la muerta (probablemente teñido). Puede que Holly esté loca de atar, pero en eso, piensa Hodges, tiene razón. Seguro que Hartsfield se ha rapado. Aun así, no se explica cómo puede haberle bastado con eso, porque…

El portero jefe se acerca a ellos.

—¿De qué se trata?

Hodges saca el carnet y se lo muestra apenas, una vez más con el pulgar estratégicamente colocado.

—Inspector Bill Hodges. ¿Usted cómo se llama?

—Jamie Gallison. —Lanza una mirada a Jerome y Holly.

—Yo soy su compañera —afirma Holly.

—Y yo su ayudante en prácticas —añade Jerome.

Los roadies los observan. Algunos se han apresurado a apagar pitillos que quizá contengan algo un poco más fuerte que el tabaco. A través de la puerta abierta, Hodges ve una zona de almacenamiento iluminada con focos en la que hay objetos de atrezo y bastidores de escenario.

—Señor Gallison, tenemos un problema muy grave —dice Hodges—. Necesito que traiga aquí a Larry Windom de inmediato.

—No hagas eso, Bill.

Hodges, pese a su creciente malestar, advierte que es la primera vez que Holly lo tutea.

No le hace caso.

—Oiga, necesito que lo llame al móvil.

Gallison mueve la cabeza en un gesto de negación.

—Los de seguridad no llevan móviles cuando están de servicio, porque se saturan las líneas cada vez que tenemos uno de estos grandes espectáculos… uno de estos espectáculos para jóvenes, quiero decir. Con los adultos es distinto. Los de seguridad llevan…

Holly tira del brazo de Hodges.

—No lo hagas. Lo asustarás y la activará. Lo sé.

—Es posible que Holly tenga razón —tercia Jerome. Luego (quizá recordando su condición de ayudante en prácticas) añade—: Señor inspector.

Gallison los observa alarmado.

—Asustar ¿a quién? Activar ¿qué?

Hodges mantiene la mirada fija en el portero.

—¿Qué llevan? ¿Walkie-talkies? ¿Radios?

—Radios, sí. Tienen… —Se tira del lóbulo de la oreja—. Ya sabe, esas cosas que parecen audífonos. Como los que usan el FBI y el Servicio Secreto. ¿Qué pasa? Dígame que no es una bomba. —No le gusta lo que ve en la cara pálida y sudorosa de Hodges y agrega—: Dios mío, ¿es una bomba?

Hodges, pasando por su lado, accede a la cavernosa zona de almacenamiento. Más allá del sinfín de objetos de atrezo, bastidores y atriles dispuestos en desorden como en un desván, hay dos talleres, uno de carpintería y otro de costura. Ahí dentro la música se oye más fuerte que antes, y Hodges empieza a respirar con dificultad. El dolor le desciende por el brazo izquierdo, y siente una opresión en el pecho, pero conserva la cabeza despejada.

Brady va del todo rapado o lleva el pelo muy corto y teñido. Puede haberse maquillado para oscurecerse la piel, o haberse puesto lentillas coloreadas, o gafas. Aun así, será un hombre solo en un concierto lleno de niñas. Teniendo en cuenta que Windom estaba sobre aviso, Hartsfield debería haber llamado la atención y despertado sospechas igualmente. Y está por otro lado el explosivo. Eso Holly y Jerome lo saben, pero Hodges sabe más. Hay también bolas de acero, probablemente una morterada. Aunque no lo hayan detenido en la puerta, ¿cómo ha conseguido Hartsfield meter todo eso en el auditorio? ¿Tan mala es aquí la seguridad?

Gallison lo agarra del brazo izquierdo, y cuando Hodges lo sacude para zafarse, el dolor le llega hasta las sienes.

—Iré yo mismo. Me acercaré al primer guardia de seguridad que vea y le pediré que llame por radio a Windom y le diga que venga aquí a hablar con usted.

—No —replica Hodges—. No será eso lo que hagamos.

Holly Gibney es la única que piensa con claridad. Mr. Mercedes está dentro. Tiene una bomba, y aún no la ha detonado solo porque Dios no ha querido. Es demasiado tarde para la policía y demasiado tarde para el Servicio de Seguridad del CACMO. También es demasiado tarde para él.

Pero.

Hodges se sienta en una caja vacía.

—Jerome. Holly. Acercaos.

Ellos así lo hacen. Jerome, con la mirada perdida, contiene el pánico a duras penas. Holly, aunque pálida, parece serena.

—Ir rapado no le habría bastado para entrar. Debe de presentar una imagen inofensiva. Puede que ya sepa cómo lo ha conseguido, y si estoy en lo cierto, sé dónde localizarlo.

—¿Dónde? —pregunta Jerome—. Dínoslo. Iremos a buscarlo. Iremos nosotros.

—No será fácil. Ahora estará en alerta roja, atento a su perímetro inmediato en todo momento. Y a ti te conoce, Jerome. Has comprado helados en esa maldita camioneta de Mr. Tastey. Tú mismo me lo dijiste.

—Bill, ha vendido helados a miles de personas.

—Sin duda, pero ¿a cuántos negros en el Lado Oeste?

Jerome guarda silencio, y ahora es él quien se muerde los labios.

—¿Es muy potente, esa bomba? —pregunta Gallison—. ¿No debería, quizá, activar la alarma de incendio?

—Solo si quiere que muera un montón de gente —replica Hodges. Cada vez le cuesta más hablar—. En cuanto intuya el peligro, hará estallar lo que sea que tiene. ¿Eso es lo que usted quiere?

Gallison no contesta, y Hodges se vuelve hacia los dos inverosímiles colaboradores que por algún designio divino —o por un capricho del destino— están a su lado esta noche.

—No podemos arriesgarnos a mandarte a ti, Jerome, y por supuesto no tiene sentido que vaya yo. Ese hombre me acechaba ya mucho antes de que yo supiese siquiera que existía.

—Me acercaré por detrás —propone Jerome—. Por su lado ciego. A oscuras, sin más iluminación que la del escenario, no me verá.

—Si está donde yo creo que está, tus probabilidades de conseguirlo serían del cincuenta por ciento como mucho. Eso no nos basta.

Se vuelve hacia la mujer de pelo ya algo canoso y rostro de adolescente neurótica.

—Debes ir tú, Holly. Ahora mismo tendrá el dedo en el gatillo, y eres la única que puede acercarse sin ser reconocida.

Ella se tapa la boca maltratada con una mano, pero no le basta con eso y añade la otra. Tiene los ojos muy abiertos y empañados. «Dios nos asista», piensa Hodges. No es la primera vez que lo asalta ese pensamiento con relación a Holly Gibney.

—Solo si tú vienes conmigo —contesta ella a través de las manos—. Quizá entonces…

—No puedo —responde Hodges—. Me está dando un infarto.

—Ah, estupendo —gimotea Gallison.

—Señor Gallison, ¿hay una zona reservada para discapacitados? Tiene que haberla, ¿no?

—Sí, claro. Hacia la mitad del auditorio.

«No solo ha conseguido entrar con sus explosivos —piensa Hodges—; además, se ha situado perfectamente para causar el mayor número de víctimas posible».

—Vosotros dos, escuchad —dice—. No me hagáis repetirlo.

35

Gracias a la presentación del maestro de ceremonias, Brady se ha relajado un poco. Los cachivaches de feria que vio descargar durante su visita de reconocimiento están fuera del escenario o suspendidos por encima. Las primeras cuatro o cinco canciones del grupo son solo para entrar en calor. El decorado no tardará en aparecer, deslizándose desde los lados o descendiendo desde el techo, porque el principal objetivo del grupo, la razón por la que están aquí, es promocionar la ultimísima entrega de su audiomierda. Cuando las niñas —muchas de las cuales asisten por primera vez a un concierto de música pop— vean las intensas luces intermitentes y la noria y el paisaje playero del telón de fondo, van a trastocárseles del todo esas cabezas suyas de quinceañeras bobaliconas. Será entonces, justo entonces, cuando accione la palanca de la Cosa Dos y se adentre en la oscuridad a lomos de la burbuja dorada de toda esa felicidad.

El cantante, el de la melena, ahora de rodillas, acaba una empalagosa balada. Con la cabeza agachada, prolonga la última nota, rezumando mariconadas por los poros. Canta de pena, y seguramente tendría que haber palmado ya de una sobredosis, pero cuando levanta la cabeza y, a pleno pulmón, dice «¿Cómo estáis, gente?», el público, como cabía esperar, se desmadra por completo.

Brady mira alrededor, cosa que hace cada pocos segundos —inspeccionando su perímetro, tal como Hodges ha vaticinado—, y fija la mirada en una niña negra sentada un par de filas más arriba, a su derecha.

«¿La conozco?».

—¿A quién miras? —grita la chica mona con las piernas como palos, haciéndose oír por encima de la presentación de la próxima canción.

Él apenas la oye. La chica le sonríe, y Brady piensa en lo ridículo que es que una chica con las piernas como palos sonría por algo. El mundo la ha jodido de lo lindo, por delante y por detrás. ¿Cómo es posible que eso merezca siquiera una mínima sonrisa, y no digamos ya una mueca ensoñadora de oreja a oreja? «Debe de estar colocada», piensa.

—¡A una amiga mía! —contesta Brady.

Pensando: «Como si tuviera amigos».

Como si.

36

Gallison conduce a Holly y Jerome a… bueno, a algún sitio. Hodges se queda sentado en la caja con la cabeza gacha y las manos apoyadas en los muslos. Uno de los roadies se acerca con actitud vacilante y se ofrece a llamar a una ambulancia. Hodges le da las gracias pero no acepta. Duda que Brady pueda oír el ululato de una ambulancia (o de cualquier otra cosa) en medio del estruendo de ’Round Here, pero no piensa correr el riesgo. Correr riesgos es lo que los ha llevado a este trance: a poner en peligro a todas las personas presentes en el auditorio Mingo, incluidas la madre y la hermana de Jerome. Antes prefiere morir, y en realidad alberga la esperanza de morir para no verse obligado a explicar este puto lío de mierda.

Solo que… Janey. Cuando piensa en Janey, riendo y ladeándose el sombrero de fieltro prestado con el sesgo de desenfado perfecto, sabe que si tuviera la posibilidad de repetirlo, lo haría todo igual.

Bueno… casi todo. En caso de concedérsele esa oportunidad, quizá prestara un poco más de atención a la señora Melbourne.

«Cree que ellos viven entre nosotros», dijo Bowfinger, y los dos se rieron muy masculinamente, pero en realidad eran ellos el motivo de risa, ¿o no? Porque la señora Melbourne tenía razón. Brady Hartsfield era, en efecto, un alienígena, y estaba entre ellos en todo momento, reparando ordenadores y vendiendo helados.

Holly y Jerome se han ido, Jerome con el 38 que perteneció al padre de Hodges. No sabe si ha hecho bien en enviar al chico con un arma cargada a un auditorio abarrotado. En circunstancias normales, es un joven muy equilibrado, pero difícilmente será igual de equilibrado hallándose en peligro su madre y su hermana. No obstante, es necesario proteger a Holly. «Recuerda que tú eres solo el respaldo», ha dicho Hodges a Jerome antes de que él y Holly se fueran con Gallison, pero el chico no ha dado señal alguna de respuesta. Ni siquiera está muy seguro de si lo ha oído.

En todo caso, Hodges ha hecho cuanto estaba en sus manos. Ya solo puede quedarse ahí sentado, resistiendo el dolor, intentando respirar y esperando una explosión que ruega que no se produzca.

37

Holly Gibney ha estado internada en centros psiquiátricos dos veces en su vida, una en la adolescencia y otra a los veintitantos. El psiquiatra que la atendió después (en su supuesta madurez) describió esas vacaciones forzosas como «rupturas con la realidad», que no eran nada bueno, pero, aun así, no eran tan graves como las «rupturas psicóticas», de las cuales muchos no vuelven. Holly por su parte da un nombre más sencillo a dichas rupturas. Eran sus «flipes totales», a diferencia del flipe moderado de su vida cotidiana.

El flipe total padecido a los veintitantos lo provocó su jefe en una agencia inmobiliaria de Cincinnati llamada Casa y Fincas de Alto Standing Frank Mitchell. Su jefe era Frank Mitchell, hijo, un individuo muy peripuesto, con cara de trucha inteligente. Insistía en que el trabajo de Holly no daba la talla, que sus compañeros la detestaban y la única manera de asegurarse la continuidad en la empresa era que él siguiese protegiéndola. Cosa que él haría si ella se acostaba con él. Holly no quería acostarse con Frank Mitchell, hijo, ni quería perder el empleo. Si perdía el empleo, perdería el apartamento, y tendría que volver a casa y vivir con el calzonazos de su padre y la tirana de su madre. Finalmente resolvió el conflicto llegando un día temprano a la oficina y poniendo patas arriba el despacho de Frank Mitchell, hijo. Luego la encontraron en su propio cubículo, hecha un ovillo en un rincón. Tenía las yemas de los dedos ensangrentadas. Se las había mordido como un animal tratando de huir de una trampa.

El causante de su primer flipe total fue Mike Sturdevant. Fue él quien acuñó el dañino mote «Mongo Mongo».

Por aquel entonces, en su primer año de instituto, Holly no hacía más que corretear de un sitio a otro con los libros aferrados al incipiente pecho y el pelo cayéndole ante la cara como una cortina para tapar el acné. Pero ya por esas fechas tenía problemas mucho más graves que el acné. Problemas de ansiedad. Problemas de depresión. Problemas de insomnio.

Lo peor de todo era el stimming.

Stimming es como se ha dado en llamar de forma abreviada a la autoestimulación, que suena a masturbación pero no lo es. Consiste en un movimiento compulsivo acompañado a menudo de fragmentos de diálogo dirigidos a uno mismo. Comerse las uñas y morderse los labios son manifestaciones menores de stimming. En los casos más extremos, las personas afectadas por el trastorno agitan las manos, se dan palmadas en el pecho y las mejillas, o contraen los brazos, como si levantaran unas pesas invisibles.

Ya a los ocho años aproximadamente, Holly empezó a rodearse los hombros con los brazos y temblar de arriba abajo, a la vez que farfullaba y hacía muecas. Esto se prolongaba durante cinco o diez segundos, y después sencillamente continuaba con lo que estaba haciendo: leer, coser, tirar a la canasta con su padre en el camino de acceso. Apenas se daba cuenta de que lo hacía a no ser que su madre la viera y le dijera que parara de sacudirse y poner caras raras, o la gente pensaría que estaba dándole un ataque.

Mike Sturdevant sería en el futuro uno de esos hombres de conducta atrofiada que recuerdan la época de instituto como la gran era dorada de su vida. Estaba en el último curso y era —muy a semejanza de Cam Knowles— un chico de belleza divina: hombros anchos, caderas estrechas, piernas largas y pelo tan rubio que parecía una especie de aureola. Jugaba en el equipo de fútbol (naturalmente) y salía con la jefa de animadoras (naturalmente). Habitaba en un nivel de la jerarquía del instituto al que Holly Gibney era totalmente ajena, y en circunstancias normales nunca se habría fijado en ella. Pero sí se fijó, porque un día Holly, de camino al comedor, tuvo uno de sus episodios de stimming.

Mike Sturdevant y varios de sus amigotes del equipo de fútbol pasaban casualmente por allí. Se pararon a mirarla: la chica que se abrazaba, se estremecía, torcía la boca, entornaba los ojos. Sonidos débiles e inarticulados —quizá palabras, quizá no— brotaban forzadamente de entre sus dientes.

—¿Qué mongoladas son esas? —preguntó Mike.

Holly relajó las manos en los hombros y, muy sorprendida, lo miró. No sabía de qué le hablaba Mike; solo sabía que la miraba atentamente. La miraban todos sus amigos. Y sonreían.

—¿Qué? —preguntó ella, boquiabierta.

—¡Mongoladas! —exclamó Mike—. ¡Mongo, mongo, mongoladas!

Los demás lo repitieron con él mientras Holly corría hacia el comedor con la cabeza gacha, tropezando con la gente. A partir de ese momento se conoció a Holly Gibney entre los alumnos del instituto Walnut Hills como Mongo Mongo, y así siguió hasta poco después de las vacaciones de Navidad. Fue entonces cuando su madre la encontró hecha un ovillo en la bañera, desnuda, diciendo que nunca volvería al Walnut Hills. Si su madre intentaba obligarla, afirmó, se mataría.

¡Voilà! Flipe total.

Cuando se recuperó (un poco), la mandaron a otro colegio donde las cosas eran menos estresantes (un poco menos). No tuvo que ver nunca más a Mike Sturdevant, pero aún sueña que corre por un pasillo de instituto interminable, a veces vestida solo en ropa interior, mientras la gente se ríe de ella, y la señala, y la llama Mongo Mongo.

Está acordándose de esos entrañables tiempos de instituto mientras Jerome y ella siguen al portero jefe por el laberinto de salas situadas debajo del auditorio Mingo. Así será Brady Hartsfield, decide, como Mike Sturdevant, solo que calvo. Como espera que esté Mike ahora, dondequiera que resida. Calvo… gordo… prediabético… atormentado por una esposa rezongona e hijos ingratos…

«Mongo Mongo», piensa.

«Es tu merecido», piensa.

Gallison los guía a través de los talleres de carpintería y costura, dejan atrás un grupo de camerinos y siguen por un pasillo con anchura suficiente para transportar bastidores y decorados completos. El pasillo termina en un montacargas con las puertas abiertas. Por el hueco del ascensor brota atronadoramente la feliz música pop. Esta nueva canción trata de amor y baile. Nada con lo que Holly siente afinidad.

—No les conviene el montacargas —explica Gallison—. Va a dar al fondo del escenario, y desde allí no se puede acceder al auditorio sin pasar entre los miembros del grupo. Oigan, ¿ese hombre de verdad está teniendo un infarto? ¿Ustedes de verdad son policías? No lo parecen. —Lanza una mirada a Jerome—. Usted es demasiado joven. —A continuación a Holly, con expresión aún más dubitativa—: Y usted es…

—¿Demasiado rara? —completa Holly.

—No quería decir eso.

Es posible que no, pero es lo que piensa. Holly lo sabe; una niña que recibe el mote Mongo Mongo sabe esas cosas.

—Voy a llamar a la policía —dice Gallison—. A la policía de verdad. Y si esto es una broma o algo así…

—Haga lo que tenga que hacer —responde Jerome, pensando: «¿Por qué no? Que llame a la Guardia Nacional, si quiere. Esto terminará de un modo u otro en cuestión de minutos». Jerome lo sabe, y advierte que Holly también lo sabe. Lleva en el bolsillo el arma que Hodges le ha entregado. Pesa y emana un extraño calor. Aparte de la escopeta de aire comprimido que tenía a los nueve o diez años (un regalo de cumpleaños, pese a las reservas de su madre), jamás ha portado un arma, y esta le parece viva.

Holly señala a la izquierda del montacargas.

—¿Y esa puerta? —Y como Gallison no contesta inmediatamente, añade—: Ayúdenos. Por favor. Quizá no seamos polis de verdad, quizá tenga razón en eso, pero esta noche sí hay un hombre muy peligroso entre el público.

Respira hondo y pronuncia unas palabras a las que ella misma, pese a saber que son ciertas, apenas puede dar crédito:

—Nosotros somos lo único que tiene a su disposición.

Gallison reflexiona por un momento y finalmente dice:

—Esa escalera los llevará al lado izquierdo del auditorio. Es muy larga. En lo alto, hay dos puertas. La de la izquierda lleva al exterior. La de la derecha da al auditorio, a un paso del escenario. Así de cerca, la música puede reventarles los tímpanos.

Palpando la empuñadura del revólver en su bolsillo, Jerome pregunta:

—¿Y dónde está exactamente la sección de discapacitados?

38

Brady sí la conoce. La conoce.

Al principio no la identifica. Es como cuando uno tiene una palabra en la punta de la lengua. De pronto, al acometer el grupo una canción que habla de hacer el amor en la pista de baile, cae en la cuenta. La casa de Teaberry Lane, donde vive el amiguito de Hodges con su familia, un nido de negros con nombres de blanco. Excepto el perro, claro, que se llama Odell, un nombre sin duda de negro. Y Brady se proponía matarlo… solo que acabó matando a su madre.

Brady recuerda el día en que el negro se acercó corriendo a la camioneta de Mr. Tastey, con los tobillos todavía verdes después de cortar el césped en el jardín del expoli gordo. Y a su hermana gritando: «¡Pídeme uno de chocolate! ¡Porfaaa!».

La hermana se llamaba Barbara, y es esa, en carne y hueso, fea como un adefesio. Está sentada dos filas más arriba, a la derecha, con sus amigas y una mujer que debe de ser su madre. Jerome no las acompaña, y Brady se alegra brutalmente de ello. Mejor que Jerome viva, mucho mejor.

Pero sin su hermana.

Y sin su madre.

Que vea lo que se siente.

Sin dejar de mirar a Barbara Robinson, desliza el dedo bajo la foto de Frankie y encuentra el interruptor de la Cosa Dos. Lo acaricia a través de la fina tela de la camiseta tal como acariciaba los pezones de su madre, las pocas veces que tuvo la fortuna de que ella se lo permitiera. En el escenario, el cantante de ’Round Here hace una apertura de piernas, y con esos vaqueros tan ajustados que lleva debe de aplastarse los huevos (en el supuesto de que tenga); luego se levanta de un salto y se acerca al proscenio. Las nenas chillan. Las nenas alargan los brazos como para tocarlo, agitan las manos, y sus uñas —pintadas en todos los colores femeninos del arcoíris— resplandecen a la luz de los focos.

Eh, ¿os gustan los parques de atracciones? —pregunta Cam a voz en cuello.

El público contesta que sí a gritos.

—¿Os gustan las ferias?

El público contesta a gritos que le encantan las ferias.

—¿Os han besado alguna vez en la feria?

Ahora el griterío es ya un delirio total. Los focos movedizos se deslizan una vez más sobre los espectadores, que vuelven a ponerse en pie. Brady ya no ve al grupo, pero da igual. Ya sabe lo que viene a continuación, porque estuvo presente en la operación de descarga.

Bajando la voz para hablar en un susurro íntimo y amplificado, Cam Knowles dice:

—Pues vais a recibir ese beso esta noche.

Empieza a sonar música de feria: un sintetizador Korg programado para reproducir la melodía de un Calíope. De repente un remolino de luz baña el escenario: naranja, azul, rojo, verde, amarillo. Se oye una ahogada exclamación de asombro cuando el decorado de feria comienza a descender. El tiovivo y la noria ya están girando.

—¡ESTE ES EL TEMA QUE DA TÍTULO A NUESTRO NUEVO ÁLBUM, Y ESPERAMOS SINCERAMENTE QUE OS GUSTE! —brama Cam, y los demás instrumentos se suman al sonido del sintetizador.

—«El desierto llora en una y otra dirección» —entona Cam Knowles—. «Como la eternidad, tú eres mi infección». —Brady tiene la impresión de estar oyendo a Jim Morrison después de una lobotomía prefrontal. Acto seguido el cantante aúlla jubiloso—: «¿Qué me curará, amigos?».

El público conoce la respuesta, y vocifera la letra de la canción a la vez que los músicos arremeten a plena potencia.

«NENA, NENA, TIENES EL AMOR QUE NECESITO… NOS HA DADO FUERTE, A TI Y A MÍ… COMO NUNCA ANTES…».

Brady sonríe. Es la sonrisa beatífica de un hombre atribulado que por fin encuentra la paz. Baja la mirada hacia el resplandor amarillo del piloto, preguntándose si vivirá el tiempo suficiente para verlo ponerse en verde. Luego vuelve a mirar a la negrita, quien, de pie, bate palmas y menea el culo.

«Mírame —piensa—. Mírame, Barbara. Quiero ser lo último que veas en la vida».

39

Barbara aparta la vista de los prodigios del escenario el tiempo suficiente para ver si el calvo de la silla de ruedas se divierte tanto como ella. Por alguna razón que no alcanza a entender, ese discapacitado se ha convertido en su hombre de la silla de ruedas. ¿Será porque le recuerda a alguien? Pero eso no es posible, ¿no? El único inválido a quien conoce es Dustin Stevens, del colegio, y va a segundo. Aun así, ese inválido calvo le suena de algo.

Toda la tarde ha sido como un sueño, y lo que ve ahora también le parece un sueño. En un primer momento tiene la impresión de que el hombre de la silla de ruedas la saluda con la mano, pero no es así. Sonríe… y le hace un corte de mangas. Al principio no se lo puede creer, pero es eso, sin duda.

Una mujer avanza hacia el hombre por el pasillo, subiendo los peldaños de dos en dos, tan deprisa que casi corre. Y detrás de ella, casi pisándole los talones… quizá todo esto sí es un sueño porque ese parece…

—¿Jerome? —Barbara tira de la manga de Tanya para obligarla a apartar la atención del escenario—. Mamá, ¿ese no es…?

Es entonces cuando ocurre todo.

40

Lo primero que piensa Holly es que en realidad Jerome sí podría haber ido delante, porque el calvo con gafas de la silla de ruedas ni siquiera —al menos de momento— mira al escenario. Vuelto hacia atrás, observa a alguien en la zona central, y Holly juraría que ese miserable hijo de puta está haciendo un corte de mangas. Pero es demasiado tarde para cambiarse de lugar con Jerome, aunque de hecho es él quien lleva el revólver. El hombre esconde la mano bajo la foto enmarcada que sostiene en el regazo, y Holly siente un súbito terror ante la idea de que eso pueda significar que está a punto de hacerlo. Si es así, ella dispone solo de unos segundos.

Al menos el hombre está junto al pasillo, piensa.

Holly no tiene ningún plan. Por lo general, el alcance de sus planes no va más allá del tentempié que se preparará para acompañar la película de la noche, pero por una vez su mente trastornada discurre con absoluta clarividencia, y cuando tiende la mano hacia el hombre al que buscan, las palabras que salen de su boca se le antojan plenamente acertadas. Divinamente acertadas. Tiene que agacharse y gritar para hacerse oír por encima de los compases amplificados y pegadizos del grupo y los chillidos delirantes de las jóvenes espectadoras.

¿Mike? Mike Sturdevant, ¿eres tú?

Brady, sobresaltado, deja de contemplar a Barbara Robinson, y en cuanto se vuelve, Holly, con una fuerza multiplicada por efecto de la adrenalina, alza el calcetín anudado que le ha entregado Bill Hodges, su cachiporra. Esta traza un corto arco e impacta en la calva de Brady justo por encima de la sien. Holly no oye el ruido que produce, ahogado por el estruendo combinado del grupo y las fans, pero ve hundirse una porción de cráneo del tamaño de una tacita. El hombre levanta los brazos, tirando al suelo la foto de Frankie con la mano que tenía oculta debajo, y el cristal se rompe. Da la impresión de que la mira, pero en realidad tiene los ojos vueltos hacia arriba en las cuencas de modo tal que solo se le ve la mitad inferior de los iris.

Junto a Brady, la chica de las piernas como palos, estupefacta, mira a Holly. También Barbara Robinson la mira. Nadie más presta atención. Todos de pie, baten palmas, se mecen y cantan.

—«QUIERO AMARTE A MI MANERA… IREMOS A LA PLAYA POR LA CARRETERA…».

Brady abre y cierra la boca como un pez recién sacado del río.

—«¡ESE DÍA ACABARÁ LA ESPERA… CUANDO TE BESE EN LA FERIA!».

Jerome apoya una mano en el hombro de Holly y levanta la voz para que lo oiga.

—¡Holly! ¿Qué lleva debajo de la camiseta?

Ella lo oye —le habla desde tan cerca que siente su aliento en la mejilla a cada palabra—, pero es como una de esas emisiones radiofónicas inestables que se captan ya avanzada la noche, la voz de un DJ o un predicador a medio país de distancia.

—Aquí tienes un regalito de Mongo Mongo, Mike —dice, y lo golpea de nuevo exactamente en el mismo sitio, solo que todavía más fuerte, acrecentando la concavidad en su cráneo. La fina piel se abre y la sangre mana, primero en gotas y luego a borbotones; le resbala por el cuello y le tiñe de un morado sucio la parte superior de la camiseta azul de ’Round Here. Esta vez Brady ladea la cabeza sobre el hombro derecho y, convulso, agita los pies. «Como un perro soñando que persigue conejos», piensa Holly.

Antes de que pueda golpearlo otra vez —y tiene muchas… muchas ganas—, Jerome la agarra y la obliga a volverse.

—¡Está k.o., Holly! ¡Está k.o.! ¿Qué haces?

—Terapia —contesta ella, y de pronto le flojean las piernas. Se sienta en el pasillo. Al relajar los dedos en torno al extremo anudado de la cachiporra, esta cae al suelo junto a una de sus zapatillas.

En el escenario, el grupo sigue tocando.

41

Una mano le tira del brazo.

—¿Jerome? ¡Jerome!

Da la espalda a Holly y la forma desplomada de Brady Hartsfield y ve a su hermana menor, mirándolo con cara de consternación. Su madre está justo detrás de ella. En su actual estado hiperalerta, Jerome no se sorprende en absoluto, pero a la vez sabe que el peligro aún no ha pasado.

—¿Qué has hecho? —pregunta a gritos una chica—. ¿Qué le has hecho?

Jerome se vuelve de nuevo en la otra dirección y ve a la chica sentada en la silla de ruedas contigua a la de Hartsfield alargar la mano hacia este.

—¡Holly! ¡No la dejes hacer eso! —grita Jerome.

Holly se levanta al instante, tropieza y casi cae encima de Brady. Sin duda habría sido la última caída de su vida, pero consigue mantener el equilibrio y agarra las manos de la chica en silla de ruedas. Apenas percibe fuerza en ellas, y por un momento siente lástima. Se inclina y levanta la voz para que la oiga.

—¡No lo toques! ¡Tiene una bomba, y creo que está activada!

La chica de la silla de ruedas da un respingo. Quizá la ha entendido, o quizá solo le tiene miedo a Holly, que en este momento ofrece un aspecto aún más enloquecido que de costumbre.

Brady se sacude y tiembla cada vez más. Eso a Holly no le gusta, porque ve algo bajo su camiseta, un tenue resplandor amarillo, el amarillo es el color de los problemas.

—¿Jerome? —dice Tanya—. ¿Qué haces aquí?

Se aproxima un acomodador.

—¡Despejen el pasillo! —vocifera el acomodador por encima de la música—. Deben despejar el pasillo.

Jerome agarra a su madre por los hombros. La acerca hacia sí hasta que sus frentes están en contacto.

—Tienes que salir de aquí, mamá. Coge a las niñas y marchaos. Ahora mismo. Pídele al acomodador que os acompañe. Dile que tu hija está mareada. Por favor, no hagas preguntas.

Ella lo mira a los ojos y no hace preguntas.

—¿Mamá? —dice Barbara—. ¿Qué…?

El resto de sus palabras se pierde en medio del clamor del grupo y el acompañamiento coral del público. Tanya coge a Barbara y se dirige hacia el acomodador. Al mismo tiempo, con una seña, indica a Hilda, Dinah y Betsy que se acerquen.

Jerome se vuelve hacia Holly. Esta permanece inclinada sobre Brady, que sigue estremeciéndose a causa de la tormenta cerebral que se ha desencadenado dentro de su cabeza. Sus pies bailan claqué, como si incluso en su estado de inconsciencia percibiera realmente ese vivo ritmo de ’Round Here. Agita las manos sin ton ni son, y cuando aproxima una de ellas al tenue resplandor amarillo bajo la camiseta, Jerome se la aparta de un manotazo como un escolta en baloncesto rechazando un tiro bajo el aro.

—Quiero irme de aquí —gime la chica de la silla de ruedas—. Tengo miedo.

Jerome comparte plenamente su estado de ánimo —también él quiere marcharse de ahí y está muerto de miedo—, pero de momento la chica tiene que quedarse donde está. Brady le estorba el paso, y ellos no se atreven a moverlo. Todavía no.

Holly, como es habitual, se le adelanta y dice a la chica de la silla de ruedas:

—Por ahora tienes que quedarte ahí, cariño. Tú tranquila, y disfruta del concierto.

Entretanto piensa que la situación sería mucho más sencilla si hubiera conseguido matarlo en lugar de limitarse a mandar esos sesos de psicópata suyos a medio camino de Perú. Se pregunta si Jerome le pegaría un tiro a Hartsfield en caso de pedírselo. Sospecha que no. Lástima. Con todo ese alboroto, seguramente la detonación pasaría inadvertida.

—¿Es que estás loca? —pregunta la chica de la silla de ruedas, atónita.

—Eso me lo preguntan a menudo —responde Holly, y con sumo cuidado empieza a levantar la camiseta a Brady. Dirigiéndose a Jerome, dice—: Sujétale las manos.

—¿Y si no puedo?

—Entonces cárgatelo, al muy cabrón.

El público, entregado y en pie, se mece y bate palmas. Las pelotas de playa vuelan otra vez. Jerome echa un vistazo atrás y ve que su madre, acompañada por el acomodador, se lleva a las niñas por el pasillo hacia la salida. «Algo es algo», piensa, y vuelve a concentrarse en lo que los atañe. Agarra las manos convulsas de Brady y se las inmoviliza. Le nota las muñecas escurridizas a causa del sudor. Es como coger a un par de peces que se resisten.

—No sé qué haces, ¡pero hazlo deprisa! —dice a Holly, alzando la voz.

La luz amarilla procede de un artefacto de plástico, aparentemente un mando a distancia de televisor adaptado. En lugar de botones numerados para los canales, tiene un interruptor de palanca, de esos que se usaban antiguamente para encender la luz. La palanca está en posición vertical. Un cable sale del artefacto y desaparece por debajo del trasero de ese individuo.

Brady deja escapar un gruñido y de pronto se percibe un olor acre. Su vejiga se ha vaciado. Holly observa la bolsa de orina en su regazo, pero no parece acoplada a nada. La coge y se la entrega a la chica de la silla de ruedas.

—Aguanta esto.

—Ufff, son meados —protesta la chica. Enseguida se corrige—: No, no son meados. Dentro hay algo. Parece arcilla.

—Déjalo. —Jerome tiene que hablar a gritos para hacerse oír por encima de la música—. Déjalo en el suelo. Con delicadeza. —Volviéndose hacia Holly, apremia—: ¡Date prisa! ¡Mucha prisa!

Holly examina el piloto amarillo. Y la pequeña palanca blanca del interruptor. Podría accionarla hacia delante o hacia atrás, pero no se atreve a hacer lo uno ni lo otro, porque ignora qué posición es apagado y cuál es bum.

Retira la Cosa Dos del abdomen de Brady. Es como coger una serpiente rebosante de veneno, y tiene que armarse de valor.

—Sujétale las manos, Jerome, tú sujétale bien las manos.

—Se me escurre —gruñe Jerome.

«Eso ya lo sabíamos —piensa Holly—. Es un hijo de puta escurridizo. Un hijo de perra escurridizo».

Vuelve del revés el artefacto, obligándose a no temblar y procurando pensar en las cuatro mil personas que ni siquiera saben que sus vidas dependen de Holly Gibney, la pobre desquiciada. Mira la tapa del compartimento de las pilas. Al cabo de un momento, conteniendo la respiración, la desliza y la deja caer al suelo.

Contiene dos pilas AA. Holly introduce la uña bajo el reborde de una y piensa: «Dios mío, si estás ahí, permite que esto dé resultado, te lo ruego». Por unos segundos es incapaz de mover el dedo. De repente a Jerome se le escapa una de las manos de Brady, y esta va a golpear a Holly en lo alto de la cabeza.

Ella da una sacudida, y la pila que la inquietaba salta de su casilla. Espera a que el mundo estalle, y como eso no ocurre, da la vuelta al mando a distancia. El piloto amarillo se ha apagado. Holly se echa a llorar. Agarra el cable principal de la Cosa Dos y lo desprende de un tirón.

—Ya puedes soltar… —empieza a decir, pero Jerome ya lo ha hecho. La abraza con tal fuerza que ella apenas puede respirar. A Holly le da igual. Le devuelve el abrazo.

El público aclama al grupo enfervorizadamente.

—Creen que el griterío es por la canción, pero en realidad es por nosotros —logra susurrar ella al oído de Jerome—. Solo que aún no lo saben. Ahora suéltame, Jerome. Me estás estrujando. Suéltame antes de que me desmaye.

42

Hodges continúa sentado en la caja de embalaje en la zona de almacenamiento, y no está solo. Tiene un elefante plantado en el pecho. Algo ocurre: o bien el mundo se aleja de él, o bien él se aleja del mundo. Hodges piensa que es lo segundo. Es como si estuviera dentro de una cámara y la cámara retrocediera en un traveling cinematográfico. El mundo conserva su nitidez de siempre, pero mengua por momentos, y lo rodea un círculo creciente de oscuridad.

Resiste con toda su fuerza de voluntad, esperando a que se produzca una explosión o una no explosión.

Uno de los roadies, inclinado junto a él, le pregunta si se encuentra bien.

—Tiene los labios un poco azules —informa el roadie.

Hodges, con un gesto, le indica que se vaya. Necesita aguzar el oído.

Música y vítores y gritos de felicidad. Nada más. Al menos de momento.

«Aguanta —se dice—. Aguanta».

—¿Qué? —pregunta el roadie, inclinándose otra vez—. ¿Qué?

—Tengo que aguantar —musita Hodges, pero ya apenas puede respirar. El mundo ha seguido encogiéndose y ya no es mayor que un reluciente dólar de plata. De pronto incluso eso se eclipsa, no porque haya perdido el conocimiento, sino porque alguien se aproxima a él. Es Janey, avanzando con un lento contoneo. Luce el sombrero de fieltro ladeado sobre un ojo en un sesgo sugerente. Hodges recuerda su respuesta cuando él le preguntó cómo había tenido la suerte de acabar en la cama de ella: «No me arrepiento… ¿Podemos dejarlo ahí?».

«Pues sí —piensa Hodges—. Pues sí». Cierra los ojos, y se cae de la caja como un polluelo de un nido.

El roadie lo sujeta pero solo puede atenuar la caída, no evitarla. Acuden los otros roadies.

—¿Alguien sabe hacer reanimación? —pregunta el que ha sujetado a Hodges.

Un roadie con una coleta larga y canosa da un paso al frente. Viste una camiseta descolorida y tiene un brillo rojizo en los ojos.

—Yo sé, pero no veas el colocón que llevo.

—Tú inténtalo igualmente.

El roadie de la coleta se arrodilla.

—Me parece que este tío va camino del otro barrio —observa, pero se pone manos a la obra.

Arriba, ’Round Here inicia otra canción, arrancando chillidos y vítores de sus admiradoras. Esas chicas recordarán esta noche durante el resto de sus vidas. La música. La emoción. El público bailando y meciéndose bajo las pelotas playeras. Se enterarán de la explosión que no llegó a producirse por la prensa, pero para los jóvenes las tragedias que no se producen son solo sueños.

Los recuerdos, eso es la realidad.

43

Hodges despierta en una habitación de hospital y se sorprende de estar todavía vivo, pero no se sorprende en absoluto de ver a su antiguo compañero junto a la cama. Lo primero que piensa es que, pese a lo mal que él se siente, Pete ofrece un aspecto aún peor: sin afeitar, los ojos hundidos, las puntas del cuello de la camisa vueltas hacia arriba de modo que casi se le clavan bajo la barbilla. Después piensa en Jerome y Holly.

—¿Lo han impedido? ¿Han conseguido impedirlo? —pregunta con voz ronca. Tiene la garganta seca como el esparto. Trata de incorporarse. Los aparatos dispuestos alrededor empiezan a emitir pitidos y a quejarse. Vuelve a tenderse, pero no aparta la mirada del rostro de Pete Huntley en ningún momento—. ¿Lo han conseguido?

—Sí —contesta Pete—. La mujer dice que se llama Holly Gibney, pero a mí me parece más bien Sheena, la Reina de la Selva. Ese fulano, el maleante…

—El mareante —corrige Hodges—. Él se considera el mareante.

—Ahora mismo no se considera nada en concreto, y según los médicos probablemente ya nunca volverá a considerarse nada. Gibney le zurró de lo lindo. Está en coma profundo. Funcionamiento cerebral mínimo. Cuando estés para levantarte de la cama, puedes hacerle una visita, si quieres. Lo tienes tres puertas más allá.

—¿Dónde estoy? ¿En el hospital del condado?

—En el Kiner. Cuidados intensivos.

—¿Dónde están Jerome y Holly?

—En el centro. Contestando a una morterada de preguntas. Mientras, la madre de Sheena va de aquí para allá amenazando con su propia matanza si no dejamos de acosar a su hija.

Entra una enfermera para decir a Pete que tiene que marcharse ya. Añade algo acerca de las constantes vitales del señor Hodges y las órdenes de los médicos. Hodges, con notable esfuerzo, levanta la mano para pedirle unos segundos más.

—Jerome es menor de edad y Holly tiene… problemas. Yo soy el único responsable, Pete.

—Ah, eso ya lo sabemos —dice Pete—. Eso sí es salirse de madre. ¿Qué demonios te proponías, Billy?

—Hacer lo que estuviera en mis manos —responde Hodges, y cierra los ojos.

Deja vagar la mente. Se acuerda de todas esas voces jóvenes, cantando a coro con el grupo. Han vuelto a sus casas. Están bien. Se aferra a esa idea hasta que lo vence el sueño.