1

El lunes, dos días después de la muerte de Elizabeth Wharton, Hodges está una vez más en el restaurante italiano DeMasio. En su última visita al establecimiento, comió con su antiguo compañero. En esta ocasión es una cena. Comparte mesa con Jerome Robinson y Janey Patterson.

Janey le dirige un cumplido por el traje, que ya le sienta mejor pese a haber perdido solo un par de kilos (y la Glock que lleva al cinto apenas se nota). Lo que le gusta a Jerome es el sombrero nuevo de Hodges, uno de fieltro marrón que Janey le ha comprado impulsivamente ese mismo día y le ha regalado con cierta ceremonia. Porque ahora es detective privado, ha dicho, y todo detective privado debe tener un sombrero de fieltro que calarse hasta una ceja.

Jerome se lo prueba y se lo inclina con ese sesgo exacto.

—¿Qué opináis? ¿Me parezco a Bogart?

—Lamento decepcionarte —contesta Hodges—. Pero Bogart era blanco.

—Tan blanco que prácticamente resplandecía —añade Janey.

—No me acordaba de ese detalle.

Jerome le lanza el sombrero a Hodges, que lo coloca bajo su silla, recordándose que no debe dejárselo al marcharse. Ni pisarlo.

Le complace ver que sus invitados a cenar congenian de inmediato. Después de la bobada del sombrero, un simple recurso para romper el hielo, Jerome —una cabeza madura en un cuerpo joven, piensa a menudo Hodges— actúa como es debido: cogiendo una mano de Janey entre las suyas, le da el pésame.

—Por las dos —dice—. Sé que también has perdido a tu hermana. Si yo perdiera a la mía, sería la persona más triste del mundo. Barb es un peñazo, pero la quiero con toda mi alma.

Janey le da las gracias con una sonrisa. Como Jerome aún no tiene la edad legal para tomar vino, piden todos té con hielo. Janey le pregunta por sus planes para la universidad, y cuando Jerome menciona la posibilidad de Harvard, ella alza la vista al techo y comenta con cierto engolamiento:

—¡Un hombre de Harvard! ¡Dios mío!

—¡Bwana Hodges va a tené que bu’carse otro shico pa cortá el se’pe! —exclama Jerome, y Janey se ríe tanto que tiene que escupir un trozo de camarón en la servilleta. Se ruboriza, pero Hodges se alegra de oírla reír. El maquillaje meticulosamente aplicado no logra ocultar por completo la palidez de sus mejillas, ni las ojeras.

Cuando le pregunta si su tía Charlotte, su tío Henry y Holly la Masculladora disfrutan de la enorme casa de Sugar Heights, Janey se lleva las manos a los lados de la cabeza como si la aquejara una atroz jaqueca.

—Hoy la tía Charlotte ha llamado seis veces. No exagero. Seis. La primera para contarme que Holly se ha despertado en plena noche sin saber dónde estaba y ha tenido un ataque de pánico. Según me ha contado la tía C., estaba ya a punto de llamar a una ambulancia cuando por fin el tío Henry, para tranquilizar a Holly, ha empezado a hablarle de NASCAR, las carreras de automóviles de serie. Se ve que le chiflan y nunca se pierde ni una sola por televisión. Su ídolo es Jeff Gordon. —Janey se encoge de hombros—. Ya ves tú.

—¿Qué edad tiene esa Holly? —pregunta Jerome.

—Más o menos la misma que yo, pero padece cierto… retraso emocional, por decirlo de algún modo.

Jerome reflexiona en silencio y dice:

—Probablemente tendría que replantearse si no le conviene decantarse por Kyle Busch.

—¿Quién?

—Da igual.

Janey añade que la tía Charlotte también la ha llamado para expresar su asombro por el recibo de luz mensual, que debe de ser exorbitante; para decirle en confianza que los vecinos parecen gente muy estirada; para anunciar que es una exageración la de cuadros que hay, y que ese arte moderno no es de su agrado; para señalar (aunque nuevamente sonara más bien a anuncio) que si Olivia creía que todas esas lámparas eran de cristal de Fenton, casi con toda seguridad le habían dado gato por liebre. La última llamada, recibida cuando Janey se disponía ya a salir camino del DeMasio, ha sido la más exasperante. El tío Henry quería que Janey supiera, ha explicado su tía, que había hecho indagaciones y aún no era tarde para replantearse lo de la incineración. Ha dicho que la idea inquietaba mucho a su hermano —lo llamaba «funeral vikingo»—, y Holly no quería ni oír hablar del tema, porque le ponía los pelos de punta.

—Está confirmado que se marchan el jueves —informa Janey—, y ya cuento los minutos. —Aprieta la mano a Hodges y añade—: Sin embargo hay una buena noticia. La tía C. dice que Holly quedó muy favorablemente impresionada contigo.

Hodges sonríe.

—Debe de ser por mi parecido con Jeff Gordon.

Janey y Jerome piden los postres. Hodges, muy ufano, se abstiene. Luego, durante el café, entra en materia. Ha llevado dos carpetas y entrega una a cada uno de sus acompañantes.

—Todas mis anotaciones. Las he ordenado de la mejor manera posible. Quiero que las tengáis por si me pasa algo.

Janey se alarma.

—¿Qué más te ha dicho en esa web?

—Nada —contesta Hodges. La mentira le sale con naturalidad y es convincente—. Solo es por precaución.

—¿Seguro? —pregunta Jerome.

—Totalmente. En las anotaciones no hay nada concluyente, pero eso no significa que no hayamos avanzado. Veo una línea de investigación que podría… repito, podría llevarnos hasta ese individuo. Mientras tanto, es importante que vosotros dos estéis muy atentos a lo que ocurre alrededor en todo momento.

—Tenemos que estar ojo alerta a tope.

—Eso. —Se vuelve hacia Jerome—. ¿Y qué es, concretamente, a lo que vais a estar alertas?

La respuesta es rápida, sin vacilaciones.

—Vehículos que pasan repetidamente, sobre todo aquellos conducidos por hombres tirando a jóvenes, pongamos entre los veinticinco y los cuarenta años, aunque a mí eso me parece más bien viejo. Lo cual, Bill, a ti convierte en un carcamal.

—Los listillos no caen bien a nadie —señala Hodges—. Ya lo descubrirás a su debido tiempo, jovencito.

Elaine, la recepcionista, se acerca para preguntarles cómo va todo. Contestan que bien, y Hodges pide otra ronda de café.

—Enseguida —dice ella—. Tiene usted mucho mejor aspecto que la última vez que estuvo aquí, señor Hodges. Si no le importa que lo diga.

A Hodges no le importa. Se siente mucho mejor que la última vez que estuvo allí. Más ligero de lo que justifica la pérdida de dos o tres kilos.

Cuando Elaine se ha ido y la camarera ha servido más café, Janey se inclina sobre la mesa fijando la mirada en la de él.

—¿Qué línea? Cuenta.

A Hodges le viene al pensamiento Donald Davis, quien se ha declarado culpable del asesinato no solo de su mujer, sino también de otras cinco mujeres en áreas de descanso de las autopistas del Medio Oeste. Pronto el apuesto señor Davis estará en la cárcel del estado, donde sin duda pasará el resto de sus días.

Hodges ya lo ha visto todo antes.

No es tan ingenuo como para creer que todo homicidio se resuelve, pero los asesinatos se aclaran la mayoría de las veces. Algo (cierto cadáver con aire de esposa en cierta gravera abandonada, sin ir más lejos) sale a la luz. Es como si actuara una fuerza universal que, a tientas pero poderosamente, trata siempre de enmendar las cosas. Los inspectores asignados a un caso de asesinato leen informes, interrogan a testigos, hacen llamadas telefónicas, examinan las pruebas forenses. Y aguardan hasta que esa fuerza cumple su función. Cuando eso ocurre (si ocurre) aparece una línea de investigación. A menudo lleva directamente al autor del crimen, una de esas personas a quienes Mr. Mercedes alude en sus cartas como «mareantes».

Hodges pregunta a sus acompañantes:

—¿Y si Olivia Trelawney oyó realmente fantasmas?

2

En el aparcamiento, Jerome, junto al Jeep Wrangler de segunda mano pero útil que le regalaron sus padres al cumplir los diecisiete, dice a Janey que ha sido un placer conocerla y le da un beso en la mejilla. Ella, aunque sorprendida, parece complacida.

Jerome se vuelve hacia Hodges.

—¿Todo en orden, Bill? ¿Me necesitas para algo mañana?

—Basta con que investigues eso de lo que hemos hablado para tenerlo a punto cuando examinemos el ordenador de Olivia.

—Ya estoy en ello.

—Bien. Y no olvides dar recuerdos de mi parte a tus padres.

Jerome despliega una amplia sonrisa.

—Mira, le daré recuerdos tuyos a mi padre. En cuanto a mi madre… —Batanga el Negro Zumbón hace una breve aparición—: Durante una o do’ semana’ m’andaré con cuidadín serca d’esa mujé.

Hodges enarca las cejas.

—¿Estás rebotado con tu madre? Eso no parece propio de ti.

—Qué va, es solo que está de un humor de perros. Y no me extraña. —Jerome amaga una sonrisa.

—¿De qué hablas?

—El jueves por la noche hay un concierto en el CACMO, y no veas, tío… Es uno de esos grupos para adolescentes, esos tarados de ’Round Here. Barb, su amiga Hilda y otro par de niñas están como locas por verlos, y mira que son empalagosos.

—¿Qué edad tiene tu hermana? —pregunta Janey.

—Nueve, y va para diez.

—A las chicas de esa edad lo que les gusta es precisamente lo empalagoso. Te lo dice una que a los once años se pirraba por los Bay City Rollers. —Janey ve la cara de perplejidad de Jerome y se echa a reír—. Si supieras quiénes son, te perdería el respeto.

—El caso es que ninguna de ellas ha ido nunca a una actuación en directo, ¿vale? O sea, aparte de Barney o Barrio Sésamo sobre hielo, y tal. Así que dieron la vara hasta no poder más… incluso a me dieron la vara… y al final las madres se reunieron y decidieron que, como el concierto no acaba muy tarde, las niñas podían ir a pesar de que al día siguiente tienen colegio, siempre y cuando las acompañara una de ellas. Lo echaron a suertes literalmente, y perdió mi madre. —Con expresión solemne pero un brillo en la mirada, Jerome menea la cabeza—. Mi madre en el CACMO con tres mil o cuatro mil niñas chillonas de edades entre ocho y catorce años… ¿Hace falta que dé alguna explicación más de por qué procuro no cruzarme en su camino?

—Seguro que se lo pasa en grande —comenta Janey—. Probablemente no hace mucho que ella gritaba en las actuaciones de Marvin Gaye o Al Green.

Jerome sube de un salto a su Wrangler, les dirige un último saludo con la mano y se incorpora al tráfico de Lowbriar. Hodges y Janey se quedan junto al coche de él en una noche casi veraniega. Una luna en cuarto creciente ha asomado por encima del paso elevado que separa Lowtown de la parte más pudiente de la ciudad.

—Es buen chico —dice Janey—. Es una suerte que puedas contar con él.

—Pues sí —contesta Hodges—. Lo es.

Janey le quita el sombrero de la cabeza y se lo pone ella, con un sesgo leve pero sugerente.

—¿Y ahora qué, detective? ¿A tu casa?

—¿Te estás refiriendo a lo que espero que te estés refiriendo?

—No quiero dormir sola. —Se pone de puntillas para devolverle el sombrero—. Si para evitarlo no me queda más remedio que entregar mi cuerpo, pues lo entregaré, supongo.

Hodges pulsa el botón que desbloquea el coche y dice:

—Que nunca se diga que no me aproveché de una dama en apuros.

—No es usted un caballero —responde ella, y añade—: A Dios gracias. Vamos.

3

Esta vez todo va mejor porque ya se conocen un poco. La ansiedad ha dado paso al anhelo. Después de hacer el amor, Janey se pone una camisa de él (tan grande que sus pechos desaparecen por completo y los faldones le caen hasta las corvas) y explora la pequeña casa. Hodges la sigue con cierta desazón.

Janey emite su veredicto cuando vuelve al dormitorio.

—No está mal para ser un nido de soltero. No hay platos sucios en el fregadero, ni pelos en la bañera, ni vídeos porno encima del televisor. Incluso he visto alguna que otra verdura en el cajón de la nevera, con lo cual ganas unos cuantos puntos.

Ha sacado dos latas de cerveza del frigorífico y entrechoca la suya con la de él.

—No imaginaba que fuera a estar aquí con otra mujer —dice Hodges—. Salvo quizá con mi hija. Hablamos por teléfono y cruzamos e-mails, pero de hecho Allie no ha venido a verme desde hace un par de años.

—¿Se puso del lado de tu exen el divorcio?

—Sí, supongo que sí. —Hodges nunca se lo había planteado desde ese punto de vista exactamente—. Si fue así, probablemente no le faltaba razón.

—Quizá seas demasiado severo contigo mismo.

Hodges toma un sorbo de cerveza. Le sabe bastante bien. Cuando vuelve a beber, se le ocurre una idea.

—¿La tía Charlotte tiene el número de teléfono de aquí, Janey?

—De ninguna manera. No era por eso por lo que quería venir aquí en lugar de volver al apartamento, pero mentiría si dijera que no se me ha pasado por la cabeza. —Lo mira con expresión grave—. ¿Vendrás al funeral el miércoles? Di que sí. Por favor. Necesito la presencia de un amigo.

—Por supuesto. También iré al velatorio el martes.

Janey se sorprende, pero gratamente.

—¿Ah, sí? Eso sí supera todas mis expectativas.

Pero no las de Hodges. Ahora está plenamente inmerso en su papel de investigador, y asistir al funeral de alguien involucrado en un caso de asesinato —aunque sea tangencialmente— forma parte del procedimiento policial establecido. Lo cierto es que no cree que Mr. Mercedes vaya al velatorio ni a la ceremonia fúnebre del miércoles, pero no puede descartarse. No ha visto la prensa de hoy, pero algún periodista atento acaso haya descubierto el vínculo entre la señora Wharton y Olivia Trelawney, la hija que se suicidó después de utilizarse su automóvil como arma en un crimen. Dicha conexión no es precisamente un hecho desconocido, pero lo mismo podría decirse de las aventuras de Lindsay Lohan con las drogas y el alcohol. Hodges piensa que no es imposible que haya salido al menos una nota en prensa.

—Quiero estar presente —explica él—. ¿Qué se hará con las cenizas?

—Las cenizas no, los «restos de la cremación», como dice el encargado de la funeraria —explica ella, y arruga la nariz tal como hace cuando imita el pues sí de Hodges—. ¿No suena un poco mal? Parece algo para echar en el café. Lo bueno es que estoy casi segura de que no tendré que pelearme por las cenizas con la tía Charlotte o el tío Henry.

—No, eso seguro que no. ¿Habrá recepción?

Janey deja escapar un suspiro.

—La tía C. insiste en ello. Así que la ceremonia será a las diez, seguida de un almuerzo en la casa de Sugar Heights. Mientras comemos unos sándwiches de un servicio de catering y contamos nuestras anéCDotas preferidas de Elizabeth Wharton, la funeraria incinerará el cuerpo. Decidiré qué hacer con las cenizas el jueves, cuando ellos tres se hayan ido. Ni siquiera tendrán que ver la urna.

—Buena idea.

—Gracias, pero temo ese almuerzo. No por la señora Greene y las demás viejas amigas de mi madre, sino por ellos. Si la tía Charlotte pierde los papeles, lo mismo le da un pasmo a Holly. También vendrás al almuerzo, ¿no?

—Si me dejas meterte mano debajo de esa camisa que llevas, haré lo que quieras.

—Siendo así, déjame ayudarte con los botones.

4

A pocos kilómetros de donde Gustavo William Hodges y Janelle Patterson yacen en la casa de Harper Road, Brady Hartsfield se halla en su sala de control. Esta noche no está ante sus ordenadores, sino en su mesa de trabajo. Sin hacer nada.

A un lado, entre unas cuantas herramientas pequeñas, trozos de cable y componentes de ordenador dispersos, tiene el periódico del lunes, todavía enrollado dentro de su fino condón de plástico. Lo ha metido en casa al volver de Discount Electronix, pero solo por la fuerza de la costumbre. Las noticias no le interesan en absoluto. Tiene otras cosas en que pensar. Sin ir más lejos, cómo acceder al poli. O cómo entrar en el concierto de ’Round Here en el CACMO con su chaleco bomba meticulosamente construido. Si es que realmente se propone hacerlo, claro está. Ahora mismo todo se le antoja un esfuerzo sobrehumano. Un largo camino que recorrer. Una alta montaña que escalar. Un… un…

Pero no se le ocurren más símiles. ¿O son metáforas?

«Quizá —piensa con hastío— debería matarme ya y acabar con todo. Librarme de estos pensamientos horrendos. Estas instantáneas del infierno».

Instantáneas como la de su madre, por ejemplo, retorciéndose en medio de violentas convulsiones después de comer la carne envenenada que él pretendía dar al perro de la familia Robinson. Su madre con los ojos fuera de las órbitas y la chaqueta del pijama manchada de vómito: ¿qué tal quedaría esa foto en el viejo álbum de la familia?

Necesita pensar, pero en su cabeza sopla un huracán, un tremendo Katrina de fuerza cinco, y todo vuela por el aire.

Ha extendido el viejo saco de dormir de los Boy Scouts en el suelo del sótano, sobre un colchón hinchable rescatado del garaje. El colchón hinchable tiene un pequeño escape. Brady piensa que debería sustituirlo si pretende seguir durmiendo ahí abajo durante el corto período de vida que le queda, sea cual sea. ¿Y dónde podría dormir si no? No se anima a dormir en su cama del primer piso, no con su madre muerta en su propia cama al final del pasillo, tal vez pudriéndose ya entre las sábanas. Ha encendido el aire acondicionado y bajado la temperatura al mínimo, pero no se hace ilusiones en cuanto a la eficacia de eso. Ni en cuanto al tiempo que aguantará. Tampoco puede dormir en el sofá del salón. Lo ha limpiado lo mejor posible, y ha dado la vuelta a los cojines, pero sigue oliendo a vómito.

No, debe quedarse aquí abajo, en su rincón especial. Su sala de control. El sótano posee su propia historia desagradable, claro. Es donde murió su hermano menor. Solo que murió es en cierto modo un eufemismo, y ya es un poco tarde para eufemismos.

Brady recuerda que usó el nombre de Frankie en sus mensajes a Olivia Trelawney bajo el Paraguas Azul de Debbie. Fue como si Frankie viviera otra vez durante un breve tiempo. Solo que cuando la zorra de la Trelawney murió, Frankie murió con ella.

Murió otra vez.

—En todo caso nunca me caíste bien —dice, lanzando una mirada hacia el pie de la escalera. Emplea una voz extrañamente infantil, aguda y chillona, pero no se da cuenta—. Y tuve que hacerlo. —Guarda silencio por un momento—. Tuvimos que hacerlo.

Piensa en su madre, y en lo guapa que era en aquellos tiempos.

Aquellos tiempos ya lejanos.

5

Deborah Ann Hartsfield era una de esas raras exanimadoras que, incluso después de dar a luz a sus hijos, conservaba el cuerpo que en otra época bailó y brincó junto a las líneas de banda bajo los focos los viernes por la noche: alta, curvilínea, de cabello trigueño. En los primeros años de su matrimonio bebía solo una copa de vino en la cena. ¿Por qué beber en exceso cuando, permaneciendo sobria, la vida era ya satisfactoria? Tenía a su marido, tenía su casa en el Lado Norte —no era precisamente un palacio, pero ¿cuándo lo es la primera vivienda de una joven pareja?— y tenía a sus dos hijos.

Cuando su madre enviudó, Brady contaba ocho años y Frankie tres. Frankie era un niño del montón, sin muchas luces. Brady, en cambio, era guapo y espabilado. ¡Y qué encanto el suyo! Su madre lo mimaba, y Brady sentía lo mismo por ella. Pasaban las largas tardes de los sábados acurrucados en el sofá bajo una manta viendo películas antiguas y tomando chocolate a la taza mientras Norm trajinaba en el garaje y Frankie iba a gatas de aquí para allá por la moqueta, jugando con bloques de arquitectura o un pequeño coche de bomberos que le gustaba tanto que le puso un nombre: Sammy.

Norm Hartsfield era técnico de mantenimiento de la Compañía Eléctrica de los Estados Centrales. Ganaba un buen sueldo trepando a los postes del tendido, pero tenía la mira puesta en cosas más elevadas. Tal vez eran esas las cosas que lo distrajeron mientras trabajaba aquel día junto a la Interestatal 51, o quizá sencillamente perdió el equilibrio y se agarró a lo que no debía en un esfuerzo por no caerse. Como quiera que fuese, el resultado fue mortal. Su compañero informaba de que habían localizado la avería y ya estaba casi reparada cuando oyó un chisporroteo. Eran los veinte mil voltios de electricidad producidos por la central eléctrica de la CEEC al transmitirse al cuerpo de Norm Hartsfield. Su compañero alzó la vista justo a tiempo de ver a Norm salir despedido de la cesta de la grúa y precipitarse al suelo desde una altura de más de diez metros con la mano izquierda fundida y la manga de la camisa del uniforme en llamas.

Los Hartsfield, tan adictos a las tarjetas de crédito como la mayoría de los norteamericanos medios a finales de siglo, contaban con unos ahorros de menos de dos mil dólares. Eso era más bien poco, pero había una buena póliza de seguro, y la CEEC añadió otros setenta mil a cambio de una firma de Deborah Ann en un papel que eximía a la empresa de toda responsabilidad en la muerte de Norman Hartsfield. A Deborah Ann eso le pareció una lluvia de dinero. Liquidó la hipoteca de la casa y compró un coche nuevo. Ni por un momento se le ocurrió pensar que hay lluvias que solo caen una vez.

Cuando conoció a Norm, trabajaba de peluquera, y volvió a ejercer su oficio tras la muerte de él. Unos seis meses después de enviudar, empezó a verse con un hombre al que conoció un día en el banco: era solo un ejecutivo de bajo rango, explicó a Brady, pero, según ella, tenía porvenir. Lo llevó a casa. El hombre le alborotó el pelo a Brady y lo llamó «campeón». Le alborotó el pelo a Frankie y lo llamó «campeoncito». A Brady no le cayó bien (tenía los dientes grandes, como un vampiro en una película de terror), pero no exteriorizó su antipatía. Ya había aprendido a poner buena cara y ocultar sus sentimientos.

Una noche, antes de sacar a cenar a Deborah Ann, el novio dijo a Brady: «Tu madre es un encanto y tú también». Brady sonrió y dio las gracias, y esperó que el novio tuviera un accidente de tráfico y muriera. Siempre y cuando, claro está, su madre no estuviera con él. El novio de los dientes aterradores no tenía derecho a ocupar el lugar de su padre.

Eso le correspondía a Brady.

Frankie se atragantó con la manzana mientras veía Granujas a todo ritmo. Se suponía que era una película graciosa. Brady no le veía la gracia, pero su madre y Frankie se tronchaban de risa. Su madre estaba contenta, y muy arreglada porque iba a salir con su novio. La canguro no tardaría en llegar. La canguro era una glotona estúpida, y en cuanto Deborah Ann se marchaba, iba a la nevera a ver si encontraba algo apetitoso, exhibiendo aquel culo gordo suyo al inclinarse.

En la mesita de centro había dos cuencos con tentempiés; uno contenía palomitas de maíz y el otro trozos de manzana espolvoreados de canela. En una escena de la película la gente cantaba en la iglesia y uno de los «granujas» daba volteretas a lo largo del pasillo central. Frankie, sentado en el suelo, se rio a carcajadas cuando el granuja gordo hizo las volteretas. Al tomar aire para reírse un poco más, aspiró el trozo de manzana con canela garganta abajo. Con eso dejó de reír. Empezó a agitarse y agarrarse el cuello.

La madre de Brady gritó y lo cogió en brazos. Lo estrujó para obligarlo a expulsar el trozo de manzana. Fue en vano. Frankie enrojeció. Ella le metió los dedos en la boca hasta la garganta en un esfuerzo por acceder al trozo de manzana. No pudo. Frankie empezó a perder el color rojo.

—¡Virgen santa! —exclamó Deborah Ann. Y corrió al teléfono. Mientras cogía el auricular, gritó a Brady—: ¡No te quedes ahí sentado como un gilipollas! ¡Dale palmadas en la espalda!

A Brady no le gustaba que le levantaran la voz, y su madre nunca antes lo había llamado «gilipollas», pero dio palmadas en la espalda a Frankie. Fuertes palmadas. El trozo de manzana no salió. Frankie empezaba a ponerse azul. Brady tuvo una idea. Agarró a Frankie por los tobillos de modo que su hermano quedó colgando cabeza abajo con el pelo rozando la moqueta. El trozo de manzana no salió.

—No te comportes como un niño mimado —reprendió Brady.

Frankie siguió respirando —o algo así: al menos emitía jadeos y resuellos— casi hasta que llegó la ambulancia. Entonces paró. Entraron los hombres de la ambulancia. Vestían de negro con parches amarillos en las chaquetas. Mandaron a Brady a la cocina para que no viera lo que hacían, pero su madre chilló y después él vio gotas de sangre en la moqueta.

Pero no el trozo de manzana.

Después se marcharon todos en la ambulancia excepto Brady, que se sentó en el sofá, comió palomitas y vio la tele. Aunque no Granujas a todo ritmo. Granujas a todo ritmo era una bobada: una panda de gente cantando y corriendo de aquí para allá. Encontró una película sobre un loco que secuestraba a los niños de un autobús escolar. Esa era bastante emocionante.

Cuando la canguro gorda apareció, Brady dijo:

—Frankie se ha atragantado con un trozo de manzana. Hay helado en la nevera. Crocanti de vainilla. Come todo lo que quieras. —Tal vez si comía helado suficiente, pensó, le daría un infarto y él podría llamar al 911.

O quizá la dejara allí tirada, a la muy estúpida. Probablemente eso sería lo mejor. Podía quedarse observándola.

Deborah Ann volvió por fin a casa a las once. La canguro gorda había obligado a Brady a acostarse, pero él seguía despierto, y cuando bajó en pijama, su madre lo abrazó. La canguro gorda preguntó por Frankie. La canguro gorda rebosaba falsa preocupación. Brady sabía que era falsa porque él no estaba preocupado, y no veía razón, pues, para que lo estuviera la canguro gorda.

—Se pondrá bien —contestó Deborah Ann con una amplia sonrisa.

Luego, cuando la canguro gorda se fue, se echó a llorar a lágrima viva. Sacó el vino de la nevera, pero en lugar de servirse una copa, bebió a morro.

—Es posible que no se ponga bien —explicó a Brady, limpiándose el vino de la barbilla—. Está en coma. ¿Sabes lo que es eso?

—Claro. Como en las películas de médicos.

—Exacto.

Deborah Ann se arrodilló para quedar a su misma altura. Teniéndola tan cerca, oliendo el perfume que se había puesto para la cita que no llegó a materializarse, Brady sintió algo en el estómago. Algo raro pero agradable. No apartaba la mirada de la sombra azul en los párpados de su madre. Extraña pero agradable.

—Ha estado mucho tiempo sin respirar hasta que los auxiliares médicos han conseguido abrir un poco de espacio para que pasara el aire. En el hospital, el médico ha dicho que incluso si sale del coma, podría tener daños cerebrales.

Brady pensó que Frankie tenía daños cerebrales ya antes —era tonto de remate, siempre con ese coche de bomberos a cuestas—, pero no dijo nada. Su madre vestía una blusa que dejaba parte de las tetas a la vista. Volvió a sentir algo raro en el estómago.

—Si te digo una cosa, ¿me prometes que no se lo contarás a nadie? ¿Por nada del mundo?

Brady lo prometió. Sabía guardar un secreto.

—Quizá sea mejor que muera. Porque si despierta y tiene daños cerebrales, no sé qué vamos a hacer.

A continuación lo estrechó entre sus brazos, y Brady notó un cosquilleo en la cara por el roce del pelo de su madre y percibió el intenso aroma de su perfume.

—Menos mal que no has sido tú, cariñito —dijo ella—. Menos mal.

Brady le devolvió el abrazo, apretándose contra sus tetas. La tenía tiesa.

Al final Frankie despertó. Y en efecto tenía daños cerebrales. Nunca fue listo («Ha salido a su padre», dijo Deborah Ann en una ocasión), pero en comparación con ahora, en los tiempos anteriores al trozo de manzana era un genio. Aprendió muy tarde a ir al baño solo, no antes de los tres años y medio, y ahora volvía a llevar pañales. Su vocabulario se redujo a no más de diez o doce palabras. En lugar de andar, renqueaba por la casa. A veces de pronto se quedaba profundamente dormido, pero eso solo de día. Por la noche, era propenso a deambular por la casa, y antes de iniciar esos safaris nocturnos solía quitarse el pañal. A veces se metía en la cama de su madre. Más frecuentemente se metía en la de Brady, que al despertar se encontraba con las sábanas empapadas y a Frankie contemplándolo con un amor embobado y escalofriante.

Frankie tenía que seguir yendo al médico. Nunca respiraba bien. Su respiración era, en el mejor de los casos, un resuello líquido, y una tos convulsa en el peor, cuando padecía uno de sus frecuentes resfriados. Ya no podía ingerir alimentos sólidos; había que prepararle papillas con la licuadora y comía en una sillita alta. Beber de un vaso normal quedaba descartado, así que había vuelto a usar los vasos antigoteo de bebé.

El novio del banco había desaparecido hacía tiempo, y la canguro gorda tampoco duró. Dijo que, sintiéndolo mucho, era incapaz de hacerse cargo de Frankie tal como estaba. Durante un tiempo Deborah Ann tuvo contratada a jornada completa a una mujer de un servicio de atención domiciliaria, pero esta acabó embolsándose más dinero del que Deborah Ann ganaba en el salón de belleza, así que prescindió de ella y dejó su empleo. Ahora vivían de los ahorros. Empezó a beber más, y pasó del vino al vodka, que ella describía como «sistema dispensador más eficiente». Brady se sentaba con ella en el sofá y tomaba Pepsi. Observaban a Frankie pasear a gatas por la moqueta con su coche de bomberos en una mano y su vaso antigoteo azul, también lleno de Pepsi, en la otra.

—Está encogiéndose como el hielo polar —decía Deborah Ann, y Brady ya no le preguntaba a qué se refería—. Y cuando se acabe, nos quedaremos en la calle.

Su madre fue a ver a un abogado (en el mismo centro comercial donde años más tarde Brady asestaría un papirotazo en el cuello a un irritante memo) y pagó cien dólares por una consulta. Llevó a Brady. El abogado se llamaba Greensmith. Vestía un traje barato y no paraba de lanzar miradas furtivas a las tetas de Deborah Ann.

—Le explicaré lo que sucedió —dijo él—. No es la primera vez que lo veo. Ese trozo de manzana dejó el espacio justo en la tráquea para que el niño siguiera respirando. Es una lástima que le metiera usted los dedos en la garganta, así de sencillo.

—¡Yo intentaba sacárselo! —repuso Deborah Ann, indignada.

—Ya lo sé. Cualquier buena madre haría lo mismo, pero eso solo sirvió para hundirlo más aún, y obstruyó la tráquea por completo. Si lo hubiera hecho uno de los auxiliares médicos, tendría opciones de demanda. Con derecho a unos cientos de miles por lo menos. Quizá a un millón y medio. No sería la primera vez que lo veo. Pero lo hizo usted. Y se lo contó a ellos, ¿verdad?

Deborah Ann lo reconoció.

—¿Lo intubaron?

Deborah Ann respondió afirmativamente.

—Vale, ahí hay una opción de demanda. Abrieron una vía respiratoria, pero con ello hundieron aún más esa mala manzana. —El abogado se recostó en el asiento, extendió los dedos sobre la camisa blanca un poco amarillenta y le echó otra ojeada a las tetas de Deborah Ann, quizá para asegurarse de que no se habían escapado del sujetador y salido corriendo—. De ahí el daño cerebral.

—¿Aceptará el caso, pues?

—Por mí encantado, si puede pagar los cinco años que arrastraremos el asunto de juzgado en juzgado. Porque el hospital y sus aseguradoras plantarán cara de principio a fin. No sería la primera vez que lo veo.

—¿Cuánto?

Greensmith mencionó una cifra, y Deborah Ann se marchó del despacho con Brady cogido de la mano. Ya dentro del Honda (por entonces nuevo), ella se echó a llorar. Concluida esa parte, le pidió que escuchara la radio mientras ella hacía otro recado. Brady sabía en qué consistía ese recado: una botella del sistema dispensador eficiente.

Deborah Ann revivió su encuentro con Greensmith muchas veces a lo largo de los años, y siempre acababa con las mismas palabras enconadas: «Pagué cien dólares que no podía permitirme a un abogado con un traje barato, y lo único que saqué en claro fue que no podía permitirme luchar contra las grandes compañías de seguros y recibir lo que me correspondía».

El año posterior se les hizo larguísimo, como si durase cinco años. Tenían en casa un monstruo que les chupaba la vida, y ese monstruo se llamaba Frankie. A veces cuando tiraba algo al suelo o despertaba a Deborah Ann de una siesta, ella le daba una zurra. En una ocasión perdió el control por completo y lo tumbó de un puñetazo en la sien; él se quedó en el suelo aturdido, tembloroso, con la mirada en blanco. Ella lo cogió en brazos y lo estrechó y lloró y dijo que lo sentía, pero el aguante de una mujer tiene un límite.

Hacía sustituciones en la peluquería Hair Today siempre que podía. Esos días llamaba al colegio para decir que Brady estaba enfermo, y él se quedaba cuidando de su hermano menor. A veces Brady sorprendía a Frankie intentando coger objetos que no debía tocar (o que eran de Brady, como su videoconsola Atari), y le pegaba en las manos hasta que Frankie lloraba. Cuando empezaban los gemidos, Brady se recordaba que Frankie no tenía la culpa, que padecía daños cerebrales por aquel condenado… condenado no, por aquel puto trozo de manzana, y lo invadía una mezcla de culpabilidad, rabia y pena. Sentaba a Frankie en su regazo, lo acunaba y le decía que lo sentía, pero el aguante de un hombre tiene un límite. Y él era un hombre, o eso decía su madre: el hombre de la casa. Sabía cambiarle los pañales a Frankie, pero cuando había caca (no, era mierda, no caca sino mierda), a veces le pellizcaba las piernas y le ordenaba que se quedara quieto a gritos: «Quédate quieto, maldita sea». Eso incluso si Frankie estaba quieto. Allí tendido con Sammy, el coche de bomberos, aferrado contra el cuerpo, mirando el techo con los ojos muy abiertos y aquella estúpida expresión de daños cerebrales.

Ese año estuvo lleno de «a veces».

A veces quería a Frankie y lo besaba.

A veces lo sacudía y le decía: «La culpa es tuya; acabaremos viviendo en la calle, y tú tienes la culpa».

A veces, al acostar a Frankie después de un día en el salón de belleza, Deborah Ann veía moretones en los brazos y las piernas del niño. En una ocasión incluso en el cuello, donde tenía la cicatriz de la traqueotomía practicada por los auxiliares médicos. Jamás hizo el menor comentario.

A veces Brady quería a Frankie. A veces lo odiaba. En general sentía las dos cosas al mismo tiempo, y eso le daba dolor de cabeza.

A veces Deborah Ann (sobre todo cuando estaba borracha) despotricaba contra la calamidad que era su vida. «No puedo recibir ayuda del ayuntamiento ni del estado ni del puto gobierno federal, ¿y eso por qué? Porque todavía nos queda demasiado dinero del seguro y la indemnización, por eso. ¿A alguien le importa que todo salga y no entre nada? No. Cuando ya no quede dinero y vivamos en un albergue para indigentes en Lowbriar Avenue, entonces sí tendremos derecho a la ayuda, ¿no es fantástico?».

A veces Brady miraba a Frankie y pensaba: «Eres un estorbo. Eres un estorbo, Frankie, eres un puto estorbo de mierda».

A veces —a menudo— Brady odiaba a todo el puto mundo de mierda. Si existiera Dios, como sostenían los predicadores en televisión los domingos, ¿no se llevaría a Frankie al cielo para que su madre pudiese volver a trabajar a jornada completa y no acabaran en la calle? ¿O viviendo en Lowbriar Avenue, donde, según su madre, no había más que negros drogadictos armados? Si existía Dios, ¿por qué había permitido que Frankie se tragara el puto trozo de manzana ya de entrada? Y para colmo después lo había dejado despertar con daños cerebrales, lo cual era pasar de una mala situación a una puta situación de mierda mucho peor. Dios no existía. Para saber que la idea de Dios era una puta ridiculez, bastaba con ver a Frankie arrastrarse por el suelo con el condenado Sammy a cuestas, luego levantarse y renquear un rato, hasta desistir y volver a arrastrarse.

Al final Frankie murió. Fue una muerte rápida. En cierto modo fue como atropellar a aquella gente en el Centro Cívico. No hubo premeditación, sino únicamente la apremiante realidad de que algo debía hacerse. Casi podría describirse como un accidente. O como obra del destino. Brady no creía en Dios, pero sí creía en el destino, y a veces el hombre de la casa tenía que ser la mano derecha del destino.

Su madre preparaba crepes para la cena. Frankie jugaba con Sammy. La puerta del sótano estaba abierta porque Deborah Ann había comprado dos cajas de papel higiénico barato, de marca blanca, en Chapter 11, y lo guardaban ahí abajo. Era necesario reabastecer los cuartos de baño, así que mandó a Brady a buscar unos cuantos rollos allí abajo. Como él tenía las manos ocupadas, dejó la puerta del sótano abierta. Pensó que su madre la cerraría, pero cuando bajó después de colocar el papel higiénico en los dos cuartos de baño del piso de arriba, seguía abierta. Frankie, en el suelo, empujaba a Sammy por el linóleo y hacía rrr-rrr con la boca. Llevaba un pantalón rojo que le abultaba mucho por el pañal de triple capa. Se acercaba cada vez más a la puerta abierta y la empinada escalera al otro lado; aun así, Deborah Ann no hizo ademán de cerrar la puerta. Ni se lo pidió a Brady, que ahora ponía la mesa.

Rrr-rrr —decía Frankie—. Rrr-rrr.

Dio un empujón más al coche de bomberos. Sammy rodó hasta el umbral de la puerta del sótano, chocó con la jamba y allí se detuvo.

Deborah Ann se apartó de los fogones y se dirigió hacia la puerta del sótano. Brady pensó que se agacharía y devolvería a Frankie el coche de bomberos. Pero no. Lo que hizo fue dar un puntapié a Sammy. Se oyó un leve golpeteo mientras caía de peldaño en peldaño hasta el fondo.

—Uy —exclamó ella—. Sammy caído abajo pumba. —Lo dijo sin la menor inflexión.

Brady se aproximó. La cosa empezaba a ponerse interesante.

—¿Por qué has hecho eso, mamá?

Deborah Ann se puso en jarras, con la espátula en una mano, y contestó:

—Porque estoy harta de oírlo hacer ese ruido.

Frankie abrió la boca y empezó a berrear.

—Calla ya, Frankie —ordenó Brady, pero Frankie no calló. Sí decidió en cambio acercarse a rastras al peldaño superior y escrutar la oscuridad.

Con la misma voz monocorde de antes, Deborah Ann dijo:

—Enciende la luz, Brady. Para que Frankie vea a Sammy.

Brady encendió la luz y se asomó por encima de su hermano berreante.

—Sí —dijo—. Ahí está. Al fondo de todo. ¿Lo ves, Frankie?

Frankie avanzó un poco más, sin dejar de berrear. Miró hacia abajo. Brady se volvió hacia su madre. Deborah Ann Hartsfield le contestó con un parco gesto de asentimiento, casi imperceptible. Brady no se lo pensó dos veces. Dio un puntapié a Frankie en el trasero recubierto del pañal de triple capa y su hermano se precipitó escalera abajo en una sucesión de torpes tumbos que recordaron a Brady las volteretas del granuja gordo en el pasillo de la iglesia. Tras el primer tumbo, Frankie siguió berreando, pero en el segundo su cabeza impactó en la contrahuella de un peldaño y los berridos cesaron de inmediato, como si Frankie fuera una radio y alguien lo hubiera apagado. Fue horrendo, pero tuvo su lado gracioso. Siguió rodando, desmadejado, con las piernas inertes abiertas a los lados formando una Y. Por último fue a dar de cabeza contra el suelo del sótano.

—¡Dios mío, Frankie se ha caído! —exclamó Deborah Ann. Soltó la espátula y corrió escalera abajo. Brady la siguió.

Frankie se había partido el cuello, hasta Brady se dio cuenta, porque, visto desde atrás, lo tenía torcido en un ángulo anómalo. Pero seguía vivo. Respiraba con cortos resoplidos. Sangraba por la nariz. También de una herida a un lado de la cabeza. Movía los ojos de izquierda a derecha. Pero nada más. Pobre Frankie. Brady se echó a llorar. Su madre también lloraba.

—¿Qué hacemos? —preguntó Brady—. ¿Qué hacemos, mamá?

—Sube al salón y tráeme un cojín del sofá.

Brady obedeció. Cuando regresó, Frankie tenía a Sammy, el coche de bomberos, sobre el pecho.

—Se lo he puesto en las manos para que lo coja pero no puede —dijo Deborah Ann.

—Ya —contestó Brady—. Debe de estar paralítico. Pobre Frankie.

Frankie alzó la vista, miró primero a su madre y luego a su hermano.

—Brady —dijo.

—Tranquilo, Frankie —respondió Brady, y entregó el cojín a su madre.

Deborah Ann lo cogió y lo colocó sobre el rostro de Frankie. Aquello no se prolongó mucho. Luego mandó a Brady arriba a dejar el cojín en el sofá y bajar un paño húmedo.

—Ya que subes, apaga el fogón —ordenó—. Los crepes están quemándose. Los huelo.

Le lavó la cara a Frankie para quitarle la sangre. Brady pensó que eso era un gesto muy tierno y maternal. Años después comprendió que además su madre pretendía asegurarse de que no quedaban hebras ni fibras del cojín en la cara de Frankie.

Con Frankie ya limpio (aunque le quedaba sangre en el pelo), Brady y su madre se sentaron en los peldaños de la escalera y lo miraron. Deborah Ann rodeó los hombros de Brady con el brazo.

—Mejor será que llame al 911 —dijo.

—Vale.

—Ha empujado a Sammy muy fuerte y Sammy ha caído por la escalera. Luego ha intentado ir a buscarlo y ha perdido el equilibrio. Yo estaba preparando los crepes y tú dejando el papel higiénico en los baños de arriba. No has visto nada. Cuando has bajado al sótano, ya estaba muerto.

—Vale.

—Repítemelo.

Brady así lo hizo. En el colegio sacaba sobresalientes, y tenía buena memoria.

—Te pregunten lo que te pregunten, tú nunca digas nada más que eso. No añadas nada, no cambies nada.

—Vale, pero ¿puedo decir que tú estabas llorando?

Deborah Ann sonrió. Le besó la frente y la mejilla. Luego lo besó de lleno en los labios.

—Sí, cariñito, eso puedes decirlo.

—¿Ahora nos irán bien las cosas?

—Sí. —Lo afirmó sin el menor asomo de duda en la voz—. Nos irá todo bien.

Tenía razón. Les hicieron solo unas pocas preguntas sobre el accidente, y ninguna difícil. Se celebró un funeral. Fue muy bonito. Frankie estaba en un ataúd de tamaño Frankie, con traje. No parecía un niño con daños cerebrales, sino solo profundamente dormido. Antes de que cerraran el ataúd, Brady dio un beso a su hermano en la mejilla y colocó a Sammy, el coche de bomberos, junto a él. Cabía bien.

Esa noche Brady tuvo el primero de sus dolores de cabeza intensos. Empezó a pensar que Frankie estaba debajo de su cama, y eso agravó el dolor. Fue a la habitación de su madre y se metió en la cama con ella. No le dijo que temía que Frankie estuviera debajo de su cama, sino solo que le dolía tanto la cabeza que pensaba que iba a estallarle. Ella lo abrazó y lo besó y él se arrimó mucho, mucho a ella. Era agradable arrimarse. Le aliviaba el dolor de cabeza. Se durmieron juntos y al día siguiente estaban solo ellos dos y la vida era mejor. Deborah Ann recuperó su antiguo empleo, pero no hubo más novios. Decía a Brady que ahora él era el único novio que deseaba. Nunca hablaban del accidente de Frankie, pero a veces Brady soñaba con lo sucedido. No sabía si su madre soñaba o no, pero ella bebía mucho vodka, tanto que al final perdió otra vez el empleo. Pero eso no representó un gran problema, ya que por entonces Brady tenía edad suficiente para empezar a trabajar. Tampoco le importó no ir a la universidad.

La universidad era para gente que no sabía que era lista.

6

Cuando Brady sale de estas rememoraciones —una ensoñación tan profunda que es como la hipnosis—, descubre que tiene un montón de plástico hecho jirones en el regazo. Al principio no sabe de dónde ha salido. Luego ve el periódico en su mesa de trabajo y se da cuenta de que, mientras pensaba en Frankie, ha roto con las uñas la funda que lo envolvía.

Echa los jirones a la papelera; luego coge el periódico y posa una mirada distraída en los titulares. Sigue el vertido de crudo en el golfo de México y los directivos de British Petroleum, quejumbrosos, sostienen que hacen todo lo que está en sus manos y que la gente los trata mal. Nidal Hasan, el gilipollas del psiquiatra que se lio a tiros en la base militar de Ford Hood, en Texas, va a comparecer ante el tribunal dentro de uno o dos días. («Deberías haber tenido un Mercedes, Nidal, chaval», piensa Brady). Paul McCartney, el ex Beatle al que su madre llamaba «Ojos de Viejo Spaniel», recibe una condecoración en la Casa Blanca. «¿Por qué será —se pregunta Brady a veces— que ciertas personas con solo un poco de talento reciben tanto de todo? Es una prueba más de que el mundo está loco».

Brady decide llevarse el periódico a la cocina y leer la sección de política. Con eso y una cápsula de melatonina quizá baste para que le entre el sueño. A media escalera, da la vuelta al periódico para ver qué hay por debajo del pliegue, y se queda inmóvil. Salen las fotos de dos mujeres, contiguas. Una es Olivia Trelawney, la otra es mucho mayor, pero el parecido es inequívoco. Sobre todo por esos labios finos de zorra.

MUERE LA MADRE DE OLIVIA TRELAWNEY, reza el titular. Debajo: «Protestó por el "trato injusto" que recibió su hija; afirmó que la cobertura mediática "destruyó su vida"».

Lo que sigue no es más que una nota de relleno en dos párrafos, de hecho un simple pretexto para volver a mencionar la tragedia del año anterior («Si se quiere usar esa palabra», piensa Brady con cierta sorna) en la primera plana de un periódico estrangulado lentamente por internet. Se remite a los lectores a la necrológica en la página 26, y Brady, ahora sentado a la mesa de la cocina, salta hasta ahí sin pérdida de tiempo. La nube de pesimismo y aturdimiento que lo ha envuelto desde la muerte de su madre se ha disipado al instante. Su cabeza se acelera: las ideas se juntan, se separan y vuelven a juntarse, como piezas de un rompecabezas. Conoce bien ese proceso y sabe que continuará hasta que se acoplen con un chasquido definitivo y surja una imagen clara.

ELIZABETH SIROIS WHARTON, 87, falleció plácidamente el 29 de mayo de 2010 en el Hospital Conmemorativo de Warsaw County. Nació el 19 de enero de 1923, hija de Marcel y Catherine Sirois. La sobreviven su hermano, Henry Sirois; su hermana, Charlotte Gibney; su sobrina, Holly Gibney, y su hija, Janelle Patterson. Precedieron a Elizabeth su marido, Alvin Wharton, y su querida hija, Olivia. La capilla ardiente tendrá lugar el martes, 1 de junio, en la funeraria Soames, entre las 10 y las 13 horas. La ceremonia fúnebre se celebrará el miércoles 2 de junio a las 10 en la funeraria Soames. Después se ofrecerá una recepción para los amigos íntimos y familiares en el 729 de Lilac Drive, Sugar Heights. La familia ruega que no se envíen flores, pero sugiere que se hagan donaciones a la Cruz Roja Americana o al Ejército de Salvación, las dos organizaciones benéficas preferidas de la señora Wharton.

Brady lo lee todo detenidamente, y surgen en su cabeza varias preguntas relacionadas. ¿Acudirá el expoli gordo al velatorio? ¿O a la ceremonia fúnebre del miércoles? ¿O a la recepción? Brady se juega lo que sea a que estará presente en los tres actos. Buscando al mareante. Buscándolo a él. Porque eso hacen los polis.

Se acuerda del último mensaje que envió a Hodges, el bueno del Ins. Ret. Ahora sonríe y dice en voz alta:

—No me verás venir.

—Asegúrate de que no te vea —dice Deborah Ann Hartsfield.

Brady sabe que ella en realidad no está presente, pero casi la ve sentada al otro lado de la mesa, con la falda tubo negra y la blusa azul que a él más le gusta, la que es tan vaporosa que se transparenta el sujetador.

—Porque estará buscándote.

—Lo sé —dice Brady—. No te preocupes.

—Claro que me preocupo —contesta ella—. Tengo que preocuparme. Eres mi cariñito.

Brady vuelve al sótano y se mete en el saco de dormir. El colchón hinchable con el escape resuella. Lo último que hace antes de apagar las luces con una orden de voz es poner el despertador del iPhone a las seis y media. Mañana será un día ajetreado.

Salvo por los pequeños pilotos rojos que indican que su equipo informático se halla en estado de hibernación, la sala de control del sótano está totalmente a oscuras. Desde debajo de la escalera, su madre habla:

—Estoy esperándote, cariñito, pero no me hagas esperar mucho.

—Pronto estaré ahí contigo, mamá.

Sonriendo, Brady cierra los ojos. Al cabo de dos minutos ya ronca.

7

A la mañana siguiente Janey no sale del cuarto de baño hasta un poco pasadas las ocho. Lleva el traje pantalón de anoche. Hodges, todavía en calzoncillos, está al teléfono. Blande un dedo en dirección a ella, gesto con el que indica simultáneamente buenos días y dame un momento.

—No es nada importante —dice—, solo una de esas cosas que le pican a uno la curiosidad. Si pudieras comprobarlo, te lo agradecería mucho. —Escucha—. No, no quiero molestar a Pete con esto, y tú tampoco lo molestes. Ya tiene bastante entre manos con el caso de Donald Davis.

Escucha durante un momento más. Janey se sienta en el brazo del sofá, se señala el reloj y silabea: ¡El velatorio! Hodges asiente.

—Exacto —dice por teléfono—. Pongamos entre el verano de 2007 y la primavera de 2009. En los alrededores de Lake Avenue, donde están todos esos bloques de apartamentos de lujo nuevos. —Guiña un ojo a Janey—. Gracias, Marlo, eres un encanto. Y te prometo que no acabaré convertido en tío, ¿vale? —Escucha, asintiendo—. Vale. Pues sí. Tengo prisa, pero dales recuerdos míos a Phil y los chicos. Pronto nos veremos. Una comida. Por supuesto, invito yo. De acuerdo. Adiós.

Cuelga.

—Tienes que vestirte deprisa —insta ella— y llevarme al apartamento para que pueda maquillarme antes de ir a la funeraria. Tampoco estaría de más que me cambiara de ropa interior. ¿Cuánto tardas en ponerte el traje?

—Nada. Y la verdad es que no necesitas maquillarte.

Ella alza la mirada al techo.

—Eso cuéntaselo a la tía Charlotte. Anda atenta al menor asomo de patas de gallo. Ahora ponte en marcha, y coge una maquinilla de afeitar. Puedes afeitarte en mi casa. —Vuelve a consultar el reloj—. Hacía cinco años que no dormía hasta tan tarde.

Hodges se dirige al cuarto de baño para vestirse. Janey lo detiene en la puerta, lo obliga a volverse hacia ella, ahueca las palmas de las manos en torno a sus mejillas y lo besa en la boca.

—El buen sexo es el mejor somnífero. Me había olvidado, supongo.

Hodges la abraza y la levanta en volandas. No sabe cuánto durará esto, pero se propone disfrutarlo como un niño mientras dure.

—Y ponte el sombrero —dice ella, mirándolo a la cara y sonriendo—. Hice bien en comprarlo. Ese sombrero te va que ni pintado.

8

Están demasiado a gusto en su mutua compañía y demasiado decididos a llegar a la funeraria antes que los insufribles parientes para permanecer OA, pero casi con toda seguridad ni aun en alerta roja habrían advertido nada que los pusiese sobre aviso. Hay ya más de veinte coches aparcados en el pequeño centro comercial del cruce de Harper Road y Hanover Street, y el Subaru de color barro de Brady Hartsfield es el más discreto de todos. Ha elegido el sitio con cuidado para que la calle del expoli gordo quede exactamente en el centro de su retrovisor. Si Hodges va a ir al velatorio de la vieja, circulará calle abajo y doblará a la izquierda en Hanover.

Y ahí viene, poco después de las ocho y media, un buen rato antes de lo que Brady preveía, ya que el velatorio no empieza hasta las diez y la funeraria se encuentra a solo veinte minutos poco más o menos. Cuando el coche tuerce a la izquierda, Brady se sorprende aún más al ver que el expoli gordo no va solo. Su acompañante es una mujer, y si bien Brady alcanza a verla solo fugazmente, le basta para identificar a la hermana de Olivia Trelawney. Lleva la visera bajada para mirarse en el espejo de cortesía mientras se cepilla el pelo. La deducción obvia es que ha pasado la noche en la casa de soltero del expoli gordo.

Brady se queda atónito. ¿Por qué demonios habrá hecho ella una cosa así? Hodges es viejo, es gordo, es feo. No es posible que se acueste con él, ¿o sí? Es inverosímil. Se acuerda entonces de cómo le aliviaba su madre los peores dolores de cabeza, y comprende —a su pesar— que por lo que se refiere al sexo, no hay emparejamiento inverosímil. Pero la idea de que Hodges se lo monte con la hermana de Olivia Trelawney lo saca de quicio (sobre todo porque podría decirse que fue el propio Brady quien los juntó). Hodges debería estar sentado delante del televisor planteándose el suicidio. No tiene derecho ni a disfrutar de un tarro de vaselina y su propia mano derecha, y menos aún de una rubia de buen ver.

«Probablemente ella ha ocupado la cama mientras él dormía en el sofá», piensa.

Esta idea al menos se acerca más a la lógica, y con eso se siente mejor. Supone que Hodges podría acostarse con una rubia de buen ver si de verdad lo deseara… pero tendría que pagar. Seguro que además la puta exigiría un recargo por sobrepeso, piensa, y se echa a reír a la vez que arranca el coche.

Antes de incorporarse a la circulación, abre la guantera, saca la Cosa Dos y la deja en el asiento del acompañante. No la utiliza desde el año pasado, pero va a usarla hoy. Aunque no en la funeraria, sospecha, porque no cree que vayan allí directamente. Es demasiado temprano. Brady imagina que pasarán antes por el apartamento de Lake Avenue, y no es necesario que él llegue antes que ellos; basta con que esté allí cuando vuelvan a salir. Ya sabe cómo va a hacerlo.

Será como en los viejos tiempos.

En un semáforo del centro, telefonea a Discount Electronix y avisa a Tones Frobisher de que hoy no irá a trabajar. Probablemente faltará toda la semana. Pinzándose la nariz con los dedos para adoptar una voz nasal, informa a Tones de que tiene la gripe. Piensa en el concierto de ’Round Here en el CACMO el jueves por la noche y en el chaleco bomba, e imagina que añade «La semana que viene no tendré gripe, solo estaré muerto». Corta la comunicación, deja el teléfono en el asiento junto a la Cosa Dos y se echa a reír. Ve que lo mira una mujer desde el carril contiguo, muy peripuesta para ir al trabajo. Brady, riéndose tanto que le resbalan las lágrimas por las mejillas y moquea, le hace un corte de mangas.

9

—¿Hablabas con tu amiga del archivo? —pregunta Janey.

—Pues sí, Marlo Everett. Siempre llega temprano. Pete Huntley, mi antiguo compañero, juraba que eso era porque nunca se marchaba.

—¿Con qué cuento le has salido, si puede saberse?

—Le he dicho que unos vecinos míos han hablado de un tipo que prueba las puertas de los coches para ver si hay alguno abierto. Y que me parecía recordar que hubo una oleada de robos de coches en el centro hace un par de años y nunca cogieron al autor.

—Ya, ¿y a qué venía eso de que no vas a convertirte en «tío»?

—Llamamos «tíos» a los policías retirados incapaces de cortar con el trabajo. Telefonean a Marlo para pedirle que compruebe las matrículas de los coches que se les antojan sospechosos por la razón que sea. O tal vez se fijan en un tipo con mala pinta, ponen cara de poli, y van y le piden que se identifique. Luego llaman a comisaría y le dan el nombre a Marlo para que compruebe si hay una orden de busca y captura.

—¿Y a ella no le molesta?

—Bueno, se queja un poco por una cuestión de formas, pero en realidad no, creo. Hace unos años un vejete que se llamaba Kenny Shays telefoneó para comunicar un seis-cinco… eso significa conducta sospechosa, un código nuevo desde el 11-S. El individuo al que inmovilizó no era un terrorista, sino solo un fugitivo que había matado a toda su familia en Kansas allá por 1987.

—Vaya. ¿Le dieron una medalla?

—Solo una felicitación, que era lo único que quería. Murió al cabo de seis meses. —Se comió el arma, eso hizo Kenny Shays, apretando el gatillo antes de que el cáncer de pulmón se cebara.

Suena el teléfono móvil de Hodges. El tono llega ahogado porque una vez más lo ha dejado en la guantera. Janey lo saca y se lo entrega con una sonrisa un tanto irónica.

—Hola, Marlo, vaya rapidez. ¿Qué has averiguado? ¿Algo interesante?

Escucha, asintiendo a todo lo que oye, intercalando algún que otro «ajá», sin distraerse ni un momento del denso tráfico matutino. Da las gracias y cuelga, pero cuando intenta devolver el Nokia a Janey, ella mueve la cabeza en un gesto de negación.

—Póntelo en el bolsillo. Podría llamarte alguien más. Sé que puede resultarte un concepto extraño, pero intenta asimilarlo. ¿Qué has averiguado?

—A partir de septiembre de 2007 hubo una docena de robos en coches en el centro. Marlo dice que es posible que hubiera más, porque la gente que no pierde nada de valor tiende a no denunciar los robos en coches. Algunos ni siquiera se dan cuenta. La última denuncia se presentó en marzo de 2009, menos de tres semanas antes de la Matanza del Centro Cívico. Era nuestro hombre, Janey. Estoy seguro. Acabamos de encontrar su rastro anterior a los hechos, y eso significa que nos acercamos.

—Bien.

—Creo que vamos a encontrarlo. Si es así, tu abogado, Schron, irá a comisaría para informar a Pete Huntley. Él ya se ocupará del resto. En eso seguimos de acuerdo, ¿no?

—Sí. Pero hasta entonces es nuestro. En eso seguimos de acuerdo, ¿eh?

—Totalmente.

Ahora circulan por Lake Avenue, y hay una plaza libre justo delante del edificio de la difunta señora Wharton. Cuando hay suerte, hay suerte. Hodges frena y da marcha atrás para ocuparla, preguntándose cuántas veces Olivia Trelawney debió de aparcar en ese mismo sitio.

Janey mira nerviosa el reloj mientras Hodges echa unas monedas en el parquímetro.

—Tranquila —dice él—. Tenemos tiempo de sobra.

Cuando Janey se encamina hacia la puerta, Hodges pulsa el botón BLOQUEO de su llave. Lo hace sin pensar; tiene la cabeza puesta en Mr. Mercedes, pero el hábito es el hábito. Se mete las llaves en el bolsillo y aprieta el paso para alcanzar a Janey a fin de aguantarle la puerta abierta.

«Estoy convirtiéndome en un memo», se dice.

Y luego piensa: «¿Y qué?».

10

Al cabo de cinco minutos un Subaru de color barro recorre Lake Avenue. Reduce la velocidad casi hasta detenerse cuando llega a la altura del Toyota de Hodges. A continuación Brady pone el intermitente de la izquierda y entra en el parking situado en la otra acera.

Hay plazas libres de sobra en la planta baja y en el primer piso, pero dan todas al interior y no le sirven. Encuentra la que le conviene en la segunda planta, casi toda vacía: una plaza en el lado este, que da a Lake Avenue. Aparca, se acerca al parapeto bajo de hormigón y mira el Toyota de Hodges, en la otra acera. Fija la distancia en unos sesenta metros. Sin nada en medio que obstruya la señal, eso es pan comido para la Cosa Dos.

Viendo que le sobra tiempo, Brady regresa a su coche, enciende el iPad e investiga la página web del Centro de Arte y Cultura del Medio Oeste. El auditorio Mingo es el espacio más amplio del recinto. «Lógico —piensa Brady—, porque debe de ser el único espacio rentable del CACMO». Ahí, además de tocar la orquesta sinfónica municipal en invierno, se organizan espectáculos de danza y conferencias y otras gilipolleces intelectualoides por el estilo, pero de junio a agosto el Mingo se dedica casi exclusivamente a la música pop. Según la web, después de la actuación de ’Round Here, habrá un Festival Veraniego de Grandes Éxitos con canciones de los Eagles, Sting, John Mellencamp, Alan Jackson, Paul Simon y Bruce Springsteen entre otros. Pinta bien, pero quienes han comprado un abono para toda la temporada, piensa Brady, se llevarán una decepción. Este verano solo habrá un concierto en el Mingo, uno breve que terminará con un lema punk: «Morid, capullos inútiles».

Según la web, el aforo del auditorio es de cuatro mil quinientos espectadores.

También dice que se han agotado las localidades para el concierto de ’Round Here.

Brady telefonea a la fábrica de helados para hablar con Shirley Orton. Pinzándose la nariz otra vez, le advierte que tenga sobre aviso a Rudy Stanhope para esta semana. Dice que intentará ir a trabajar el jueves o el viernes, pero mejor que no cuente con ello; tiene la gripe.

Como preveía, la palabra «gripe» alarma a Shirley.

—Ni se te ocurra acercarte por aquí sin enseñarme una nota de tu médico declarando que ya no hay riesgo de contagio. No puedes vender helados a los niños si tienes gripe.

—Ya lo sé —responde Brady con la nariz pinzada—. Lo siento, Shirley. Creo que me la pasó mi madre. He tenido que meterla en la cama. —Al decir esto, le entran unas ganas irresistibles de reír y empiezan a contraérsele los labios.

—Bueno, cuídate…

—Tengo que colgar —dice él, y corta la comunicación justo antes de prorrumpir en otro arranque de risa descontrolada. Sí, tuvo que meter a su madre en la cama. Y sí, era la gripe. No la gripe porcina ni la gripe aviar, sino una cepa nueva conocida como gripe de los roedores. Brady suelta un aullido y aporrea el salpicadero de su Subaru. Lo aporrea con tal fuerza que se lastima la mano, y eso le provoca una risa aún más violenta.

Este ataque se prolonga hasta que le duele el estómago y siente un asomo de ganas de vomitar. Justo cuando empieza a pasársele, ve abrirse la puerta del vestíbulo del edificio de apartamentos en la acera de enfrente.

Brady coge la Cosa Dos y pulsa el botón de encendido. Se ilumina el piloto amarillo. Levanta la corta antena. Se apea del coche, ahora sin reírse, y se acerca otra vez al parapeto de hormigón, con cuidado de permanecer a la sombra de la columna más cercana. Apoya el pulgar en el conmutador de palanca y orienta hacia abajo la Cosa Dos. Pero no apunta al Toyota, sino a Hodges, que se rebusca en el bolsillo del pantalón. La rubia está a su lado, con el mismo traje que llevaba antes, pero se ha cambiado de zapatos y bolso.

Hodges saca las llaves.

Brady acciona el conmutador de palanca de la Cosa Dos y el piloto pasa de amarillo a verde, indicando que está en funcionamiento. Las luces del coche de Hodges parpadean. En ese mismo momento la luz verde de la Cosa Dos emite un único y breve destello. Ha captado el código PKE del Toyota y lo ha guardado, del mismo modo que captó el código del Mercedes de la señora Trelawney.

Brady utilizó la Cosa Dos durante casi dos años, apropiándose de sucesivos PKE y abriendo coches para registrarlos en busca de objetos de valor y dinero en efectivo. Los ingresos generados por esas aventuras fueron irregulares, pero nunca faltaba emoción. Su primera idea al encontrar la llave de repuesto en la guantera del Mercedes de la señora Trelawney (estaba dentro de una bolsa de plástico junto con el manual de usuario y el permiso de circulación) fue robar el coche y darse un paseo por la ciudad. Abollarlo un poco por el puro placer de hacerlo. Tal vez rajar la tapicería. Pero instintivamente decidió dejarlo todo tal como estaba. Se dijo que podía asignarse al Mercedes una función más importante. Y al final así fue.

Brady se mete en el coche y guarda la Cosa Dos en la guantera. Se da por satisfecho con el trabajo de esta mañana, pero la mañana no ha terminado aún. Hodges y la hermana de Olivia van a un velatorio. Brady también tiene cosas por las que velar. A esa hora el CACMO estará ya abierto, y quiere echar una ojeada. Ver cuáles son las medidas de seguridad. Comprobar dónde están instaladas las cámaras.

«Encontraré una manera de entrar —piensa Brady—. Estoy en vena».

Además, debe acceder a internet y agenciarse una entrada para el concierto del jueves por la noche. Está muy… muy muy ocupado.

Empieza a silbar.

11

Hodges y Janey Patterson entran en la sala del Descanso Eterno de la funeraria Soames a las diez menos cuarto, y gracias a la insistencia de ella en que debían darse prisa, son los primeros en llegar. La parte superior del féretro está destapada. Un paño festoneado de seda azul cubre la mitad inferior. Elizabeth Wharton lleva un vestido blanco salpicado de florecillas azules a juego con el paño. Tiene los ojos cerrados y las mejillas sonrosadas.

Janey recorre apresuradamente el pasillo entre las hileras de sillas plegables, mira brevemente a su madre y luego, con igual rapidez, vuelve sobre sus pasos. Le tiemblan los labios.

—Por más que el tío Henry diga que la incineración es una costumbre pagana, esta mierda del ataúd abierto es el verdadero rito pagano. No parece mi madre; parece disecada.

—Entonces ¿por qué…?

—Fue mi concesión para que el tío Henry se callara de una vez por lo de la incineración. Que Dios nos asista si mira debajo del paño y ve que el ataúd es de cartón prensado pintado de gris para que parezca metálico. Eso es para… ya sabes…

—Sí, lo sé —dice Hodges, y la rodea con un brazo.

Los amigos de la difunta van llegando poco a poco, encabezados por Althea Greene, la enfermera de Elizabeth Wharton, y la señora Harris, que era su asistenta. A eso de las diez y veinte (con un retraso calculado para exhibir un toque de refinamiento, piensa Hodges) llega la tía Charlotte cogida del brazo de su hermano. El tío Henry la guía por el pasillo, echa un breve vistazo al cadáver y retrocede un paso. La tía Charlotte mira fijamente el rostro expuesto y al cabo de un momento se inclina y besa los labios muertos. Con una voz casi inaudible dice:

—Ay, hermana; ay, hermana.

Por primera vez desde que la conoce, Hodges siente por ella algo que no puede definirse como irritación.

Se oye el movimiento de la gente, conversaciones en susurros, alguna que otra risotada. Janey va de aquí para allá entre los asistentes, hablando con todos (no hay más de diez o doce personas, todas de esas que la hija de Hodges llama «viejas glorias»), cumpliendo con sus obligaciones. El tío Henry la acompaña, y en el único momento en que Janey flaquea —cuando intenta ofrecer consuelo a la señora Greene—, él le rodea los hombros con el brazo. Hodges se alegra de verlo. «Los lazos de sangre salen a la luz —piensa—. En momentos así, casi siempre ocurre».

Ahí es él quien no pinta nada. Decide, pues, salir a tomar el aire. Se queda en el umbral de la puerta por un momento y, recorriendo con la mirada los coches aparcados a lo largo de la calle, busca a un hombre solo en alguno de ellos. No ve a nadie, y cae en la cuenta de que tampoco ha visto a Holly la Masculladora.

Paseando, se acerca al aparcamiento de los visitantes, y ahí está ella, sentada en la escalinata trasera. Lleva un vestido marrón, largo casi hasta los tobillos, particularmente poco favorecedor. Tan poco favorecedor como el peinado: dos moños a los lados de la cabeza. A Hodges le recuerda a la princesa Leia después de seguir la dieta de Karen Carpenter durante un año.

Holly ve la sombra de Hodges en el asfalto, da un respingo y esconde algo con la mano. Él se acerca, y el objeto oculto resulta ser un cigarrillo a medio fumar. Ella entorna los ojos y le dirige una mirada de preocupación. Hodges piensa que parece la mirada de un perro que ha recibido demasiados golpes de periódico por orinar debajo de la mesa de la cocina.

—No se lo diga a mi madre. Cree que lo he dejado.

—Su secreto está a salvo conmigo —responde Hodges, pensando que Holly sin duda es demasiado mayor para temer la desaprobación de su madre ante lo que debe de ser su único vicio—. ¿Puedo sentarme a su lado?

—¿No debería estar dentro con Janey? —pregunta, y se desplaza para dejarle sitio.

—Solo he salido para airearme un poco. Ahí dentro no conozco a nadie, excepto a la propia Janey.

Ella lo mira con la curiosidad manifiesta de una niña.

—¿Son amantes usted y mi prima?

Hodges siente bochorno, no tanto por la pregunta como por el hecho perverso de que le entran ganas de reír. En cierto modo lamenta no haberla dejado fumar tranquilamente su cigarrillo ilícito.

—En fin, somos buenos amigos —responde él—. Quizá sea mejor que lo dejemos en eso.

Ella se encoge de hombros y expulsa humo por la nariz.

—Por mí no hay inconveniente. Opino que una mujer ha de tener amantes si quiere. Yo personalmente no tengo. Los hombres no me interesan. Y no es que sea lesbiana, eh, no se piense. Escribo poesía.

—¿Ah, sí? ¿En serio?

—Sí. —Y sin la menor pausa, como si siguiera hablando del mismo tema, añade—: Janey no le cae bien a mi madre.

—¿Ah, no?

—Según ella, Janey no debería haber heredado todo ese dinero de Olivia. Dice que no es justo. Quizá no lo sea, pero a mí personalmente me da igual.

Se muerde los labios de una manera que despierta en Hodges una inquietante sensación de déjà vu, y solo tarda un segundo en darse cuenta del motivo: Olivia Trelawney hacía ese mismo gesto en los interrogatorios. Los lazos de sangre salen a la luz. Casi siempre ocurre.

—No ha entrado —observa él.

—No, ni pienso, y mi madre no puede obligarme. Nunca he visto a un muerto, y no va a ser esta la primera vez. Luego tendría pesadillas.

Apaga el cigarrillo contra un lado del peldaño, no restregándolo, sino aplastándolo, hincándolo hasta que saltan chispas y el filtro se parte. Tiene la cara blanca como el papel, ha empezado a estremecerse (sus rodillas entrechocan literalmente) y si no deja de mordisquearse el labio inferior, va a abrirse una herida.

—Esto es lo peor —dice, y ahora no masculla. De hecho, si no deja de levantar la voz, pronto hablará a gritos—. Esto es lo peor, esto es lo peor, ¡esto es lo peor!

Hodges rodea con un brazo sus hombros trémulos. Por un momento el temblor se convierte en una convulsión propagada por todo el cuerpo. Está convencido de que Holly va a salir corriendo (sin demorarse más que para llamarlo depravado y darle una bofetada). De pronto las convulsiones remiten y ella apoya la cabeza en su hombro. Tiene la respiración acelerada.

—En eso le doy la razón —dice él—. Esto es lo peor. Mañana será más llevadero.

—¿El ataúd estará cerrado?

—Pues sí —responde. Dirá a Janey que tendrá que cerrarse, o si no su prima se quedará otra vez aquí fuera con los coches fúnebres.

Holly lo mira con su rostro desnudo. «No tiene ni una sola cualidad que la salve —piensa Hodges—, ni una pizca de ingenio, ni un poco de malicia». Acabará arrepintiéndose de haberla juzgado equivocadamente, pero de momento no puede evitar acordarse otra vez de Olivia Trelawney. De cómo la trató la prensa y de cómo la trató la policía. Incluido él.

—¿Me promete que estará cerrado?

—Sí.

—¿Me lo promete por partida doble?

—Triple, si quiere. —Después, todavía pensando en Olivia y en el veneno informático que Mr. Mercedes le administró, añade—: ¿Está tomando su medicación, Holly?

Ella abre mucho los ojos.

—¿Cómo sabe que tomo Lexapro? ¿Se lo ha dicho ella?

—No me lo ha dicho nadie. No hacía falta. Antes trabajaba de detective. —Le estrecha un poco los hombros con el brazo y le da una sacudida breve y cordial—. Y ahora conteste a mi pregunta.

—Lo llevo en el bolso. Hoy no me lo he tomado porque… —Deja escapar una risita aguda—. Porque me da ganas de hacer pis.

—Si le traigo un vaso de agua, ¿se lo tomará?

—Sí. Por usted. —De nuevo esa mirada desnuda, la mirada de una niña evaluando a un adulto—. Usted me cae bien. Es buena persona. Janey es afortunada. Yo nunca he tenido suerte en la vida. Ni siquiera he tenido novio.

—Le traeré el agua —dice Hodges, y se pone en pie.

Al llegar a la esquina del edificio, se vuelve para mirar atrás. Holly está intentando encender otro cigarrillo, pero no le resulta nada fácil porque ha empezado a temblar otra vez. Sostiene el Bic desechable con las dos manos, como un policía haciendo prácticas de tiro.

Dentro, Janey le pregunta dónde estaba. Él se lo dice, y pregunta si es posible cerrar el féretro en la ceremonia de mañana.

—Me parece que será la única forma de conseguir que Holly entre —añade.

Janey mira a su tía, ahora en el centro del corrillo de ancianas, hablando todas animadamente.

—Esa bruja ni siquiera se ha dado cuenta de la ausencia de Holly —comenta—. Pues mira, acabo de decidir que mañana el ataúd ni siquiera estará aquí. Pediré al director de la funeraria que lo esconda en la parte de atrás, y si a la tía C. no le gusta, que se vaya a freír espárragos. Díselo a Holly, ¿quieres?

El director de la funeraria, que ronda discretamente por las inmediaciones, acompaña a Hodges a la sala contigua, donde se han dispuesto las bebidas y los aperitivos. Hodges coge una botella de agua mineral Dasani y la lleva al aparcamiento. Transmite el mensaje de Janey y se sienta con Holly hasta que ella se toma una de sus cápsulas de la felicidad rojas y azules. Después de tragársela, le sonríe.

—Me cae usted muy bien, de verdad.

Y Hodges, haciendo gala de su magnífica aptitud policial para decir mentiras convincentes, contesta con calidez:

—Usted también me cae bien, Holly.

12

El Centro de Arte y Cultura del Medio Oeste, más conocido como CACMO, recibe el apelativo de «Louvre del Medio Oeste» en los periódicos y entre los miembros de la Cámara de Comercio local (los habitantes de esta ciudad del Medio Oeste lo llaman «el Luva»). El recinto ocupa dos hectáreas y media de suelo de primera categoría en el centro. En él destaca un edificio circular que a Brady se le antoja el ovni gigantesco que aparece al final de Encuentros en la tercera fase. Es el auditorio Mingo.

Rodea el complejo y se acerca a la zona de carga, en la parte de atrás, donde hay tanto ajetreo como en un hormiguero un día de verano. Los camiones van y vienen sin cesar, y los trabajadores descargan los objetos más diversos, entre ellos —por extraño que resulte— algo parecido a las secciones de una noria. Hay también «bastidores» (cree que se llaman así) con un cielo nocturno estrellado y una playa de arenas blancas donde pasean parejas cogidas de la mano cerca del agua. Los trabajadores, observa, llevan todos placas de identificación colgadas del cuello o prendidas de las camisas. Mala cosa.

Ve un puesto de seguridad a la entrada de la zona de carga. También eso es mala cosa, pero él se aproxima igualmente, pensando que quien no arriesga no gana. Dos vigilantes montan guardia. Uno, dentro del puesto, engulle una pasta con la mirada fija en media docena de monitores. El otro sale para cortar el paso a Brady. Lleva gafas de sol. Brady se ve reflejado en los cristales, con una amplia sonrisa en la cara, como diciendo: «Caray, qué interesante es esto».

—¿En qué puedo ayudarle, caballero?

—Solo tengo curiosidad por saber qué pasa aquí —contesta Brady. Señalando con el dedo, añade—: ¡Eso parece una noria!

—El jueves por la noche hay aquí un gran concierto —informa el vigilante—. El grupo promociona su nuevo álbum. Kisses on the Midway, creo que se titula.

—Vaya, menudo montaje, eh —comenta Brady, maravillado.

El vigilante deja escapar un bufido de desdén.

—Cuanto peor cantan, más aparatoso es el número. Únicamente le diré una cosa: cuando estuvo aquí Tony Bennett en septiembre pasado, vino él solo. Ni siquiera trajo orquesta. Lo acompañó la Sinfónica Municipal. Eso sí fue un espectáculo. Nada de chavales berreando. Música de verdad. ¿Se imagina?

—Supongo que no puedo acercarme a echar un vistazo, quizá sacar una foto con el móvil…

—Pues no. —El vigilante lo examina con excesiva atención. Eso a Brady no le gusta—. De hecho, ni siquiera tendría que estar aquí. Así que…

—Lo entiendo, lo entiendo —responde Brady con una sonrisa aún más ancha. Hora de marcharse. En todo caso, ahí no hay nada útil para él; si ahora tienen a dos hombres de servicio, es fácil que la noche del jueves pongan a una docena—. Gracias por el tiempo que me ha dedicado.

—No hay de qué.

Brady levanta el pulgar. El vigilante le devuelve el gesto, pero, quedándose en la puerta del puesto, lo observa alejarse.

Brady recorre el contorno de un aparcamiento enorme y casi vacío que la noche del concierto de ’Round Here estará lleno hasta los topes. La sonrisa se borra de sus labios. Acaba de acordarse de esos árabes descerebrados que estrellaron un par de aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas hace nueve años. Sin el menor asomo de ironía, piensa: «Nos aguaron la fiesta a todos los demás».

Tras un paseo de cinco minutos llega a la serie de puertas por donde los asistentes al concierto accederán el jueves por la noche. Para entrar, debe pagar un «donativo» de cinco dólares. El vestíbulo es una bóveda reverberante donde en ese momento se congregan numerosos amantes del arte y grupos de estudiantes. Justo enfrente está la tienda. A la izquierda se halla el pasillo que conduce al auditorio Mingo. Tiene la misma anchura que una carretera de dos carriles. En el centro hay un soporte cromado con un cartel en el que se lee PROHIBIDO ENTRAR CON BOLSAS, CAJAS O MOCHILAS.

No hay detectores de metal. Es posible que no los hayan instalado todavía, pero Brady está casi seguro de que no pondrán. Más de cuatro mil asistentes pugnarán por entrar a empujones, y los pitidos de los detectores de metal aquí y allá crearían un atasco espantoso. Habrá muchos vigilantes de seguridad, eso sí, todos ellos tan recelosos y diligentes como el tarado de las gafas de sol que le ha dado el alto en la parte de atrás. Un hombre con un chaleco acolchado una noche cálida de junio atraería su atención de inmediato. De hecho, cualquier hombre sin una hija adolescente con coletas a cuestas sin duda atraería la atención.

«¿Le importaría acercarse un momento, caballero?».

Claro que podría hacer estallar el chaleco en ese momento y cargarse a cien personas o más. Pero no es eso lo que quiere. Lo que quiere es averiguar el título del mayor éxito de ’Round Here —cosa que hará por internet en cuanto vuelva a casa— y accionar el interruptor a media canción, cuando todas las criajas estén desgañitándose y perdiendo esas cabecitas de criajas suyas.

Pero los obstáculos son enormes.

Ahí de pie en el vestíbulo, entre los jubilados con guías turísticas y los panolis de los institutos, Brady se dice: «Ojalá Frankie estuviera vivo. Si aún viviera, lo llevaría al concierto. Sería tan tonto que hasta le gustaría. Incluso le dejaría llevar a Sammy, el coche de bomberos». Al pensarlo, se sume en la tristeza profunda y totalmente genuina que a menudo lo invade cuando se acuerda de Frankie.

«Quizá debería conformarme con matar al expoli gordo, y a mí mismo, y dar mi carrera por concluida».

Frotándose las sienes, donde empieza a formarse uno de sus dolores de cabeza (y ahora no tiene a su madre para aliviárselo), Brady cruza el vestíbulo y entra en la Galería de Arte Harlow Floyd, donde un gran letrero colgado anuncia: ¡JUNIO ES EL MES DE MANET!

No sabe con exactitud quién fue Manet, probablemente otro de esos franchutes, como Van Gogh, pero algunos de los cuadros son fantásticos. Los bodegones no le dicen gran cosa (¿por qué demonios dedicaba alguien su tiempo, por poco que fuese, a pintar un melón?), pero algunos de los otros emanan una violencia casi salvaje. Uno muestra a un torero muerto. Brady lo mira durante casi cinco minutos con las manos entrelazadas a la espalda, ajeno a la gente que se arremolina o se asoma por encima de su hombro para echar un vistazo. El torero no aparece desmadejado ni nada por el estilo, pero la sangre que brota de debajo de su hombro izquierdo parece más real que la de cualquiera de las películas violentas que Brady ha visto en su vida, y ha visto unas cuantas. Lo tranquiliza y lo despeja, y cuando por fin sigue adelante, piensa: «Tiene que haber una manera de hacerlo».

En una inspiración repentina, entra en la tienda y compra un montón de mierda de ’Round Here. Cuando sale al cabo de diez minutos con una bolsa en la que se lee el rótulo HE TENIDO UN ATAQUE DE CACMO, vuelve a echar un vistazo hacia el pasillo que conduce al Mingo. Dentro de cuatro noches, ese pasillo se convertirá en una rampa de ganado atestada de niñas eufóricas, al borde del delirio, riendo, empujándose, acompañadas en su mayoría por sus sufridos padres o madres. Desde ese ángulo ve que a lo lejos un cordón de terciopelo separa el lado derecho del pasillo. En el extremo de este minipasillo aislado hay un segundo cartel, también en su soporte cromado.

Brady lo lee y piensa: «¡Vaya por Dios!».

«¡Vaya… por… Dios!».

13

En el apartamento antes propiedad de Elizabeth Wharton, Janey se desprende de sus zapatos de tacón y se desploma en el sofá.

—Menos mal que ha acabado. ¿Ha durado mil años, o dos mil?

—Dos mil —contesta Hodges—. Tienes todo el aspecto de una mujer a quien no le vendría mal una siesta.

—He dormido hasta las ocho —protesta Janey, pero Hodges no se deja convencer.

—Aun así, quizá no sea mala idea.

—Teniendo en cuenta que esta noche ceno con mi familia en Sugar Heights, es posible que no le falte razón, agente. Por cierto, te eximo de la cena. Creo que quieren hablar de su musical preferido: Los millones de Janey.

—No me extrañaría.

—Voy a repartirme el botín de Ollie con ellos. Mitad y mitad.

Hodges se echa a reír. Se interrumpe al caer en la cuenta de que ella habla en serio.

Janey levanta las cejas.

—¿Tienes algún inconveniente? ¿Piensas quizá que tres míseros millones y medio no me alcanzarán para pasar la vejez?

—Supongo que sí, pero… es tuyo. Olivia te lo dejó a ti.

—Sí, y el testamento es intocable, como me asegura el abogado Schron, pero eso no significa que Ollie estuviera en su sano juicio cuando lo redactó. Tú ya lo sabes. La viste, hablaste con ella. —Se masajea los pies por encima de las medias—. Además, si les doy la mitad, tendré ocasión de ver cómo se lo reparten. Piensa en el plus de diversión.

—¿Seguro que no quieres que te acompañe esta noche?

—Esta noche no, pero mañana desde luego que sí. Eso no puedo hacerlo sola.

—Te recogeré a las nueve y cuarto. A menos que quieras pasar otra noche en mi casa, claro.

—Es tentador, pero no. Esta noche la tengo rigurosamente reservada al entretenimiento familiar. Una cosa más antes de que te vayas. Muy importante.

Rebusca en su bolso un bolígrafo y una libreta. Anota algo, arranca una hoja y se la entrega. Hodges ve dos grupos de números.

—El primero abre la verja de la casa de Sugar Heights —explica Janey—. Con el segundo se apaga la alarma antirrobo. Mientras tu amigo Jerome y tú estéis examinando el ordenador de Ollie el jueves por la mañana, yo llevaré a la tía Charlotte, a Holly y al tío Henry al aeropuerto. Si ese individuo manipuló su ordenador tal como crees… y el programa sigue ahí… dudo que yo sea capaz de soportarlo. —Lo mira con expresión suplicante—. ¿Lo entiendes? Di que sí.

—Lo entiendo —responde Hodges.

Se arrodilla a su lado como un hombre dispuesto a pedir la mano de una mujer en una de las novelas románticas que gustaban a su exesposa. Una pequeña parte de él se siente ridícula; la mayor parte, no.

—Janey —dice.

Ella lo mira, intentando sonreír, sin conseguirlo plenamente.

—Lo siento. Por todo. Lo siento muchísimo.

No solo está pensando en ella, y en su difunta hermana, una mujer tan atribulada y conflictiva. Está pensando en las vidas perdidas en el Centro Cívico, sobre todo en la mujer y su hija.

Cuando fue ascendido a inspector, su mentor era un tal Frank Sledge. Hodges lo consideraba un viejo, pero entonces Sledge tenía quince años menos de los que él tiene ahora. «Que nunca te oiga llamarlos víctimas —le advirtió Sledge—. Ese vocabulario de mierda es estrictamente para gilipollas y quemados. Tú recuerda sus nombres. Llámalos por sus nombres».

«Las Cray —piensa—. Eran las Cray. Janice y Patricia».

Janey lo abraza. Al hablar, le hace cosquillas en el oído con el aliento, y a Hodges se le pone carne de gallina y se le medio empina.

—Cuando esto acabe, volveré a California. No puedo quedarme aquí. Te tengo en gran estima, Bill, y si me quedara, probablemente me enamoraría de ti. Pero no voy a hacerlo. Necesito empezar de cero.

—Lo sé. —Hodges se aparta y la sujeta por los hombros para mirarla otra vez a la cara. Es una cara hermosa, pero hoy aparenta su edad—. Me parece bien.

Janey vuelve a meter la mano en el bolso, esta vez para coger un pañuelo de papel. Después de secarse los ojos, dice:

—Hoy has hecho una conquista.

—¿Una…? —De pronto él cae en la cuenta—. Holly.

—Te considera un hombre maravilloso. Me lo ha dicho ella misma.

—Me recuerda a Olivia. Hablar con ella es para mí como una segunda oportunidad.

—¿De enmendar las cosas?

—Pues sí.

Janey arruga la nariz y sonríe.

Pues sí.

14

Esa tarde Brady se va de compras. Coge el Honda de la difunta Deborah Ann Hartsfield, porque tiene puerta trasera. Aun así, uno de los objetos casi no cabe en la parte de atrás. Piensa en pasar por Speedy Postal de camino a casa y comprobar si ha llegado el raticida que encargó con el alias de Ralph Jones, pero tiene la sensación de que han pasado mil años desde entonces, y de hecho ¿de qué serviría? Esa parte de su vida ha terminado. Pronto terminará también el resto, y será un alivio.

Apoya el objeto más grande recién comprado en la pared del garaje. Luego entra en la casa y, tras un breve alto en la cocina para olfatear el aire (no percibe el menor tufo de descomposición, todavía no), baja a su sala de control y, por puro hábito, pronuncia la palabra mágica que activa la hilera de ordenadores. En realidad no siente la necesidad de acceder al Paraguas Azul de Debbie, porque no tiene nada más que decir al expoli gordo. Esa parte de su vida también ha concluido. Consulta el reloj, ve que son las tres y media de la tarde y calcula que al expoli gordo le quedan poco más o menos veinte horas de vida.

«Si de verdad te la estás follando, inspector Hodges —piensa Brady—, más vale que mojes ahora que todavía tienes algo que mojar».

Abre el candado del cuarto de material y, al entrar, lo envuelve el olor seco y levemente untuoso del explosivo plástico de fabricación casera. Contempla las cajas de zapatos y elige la de las zapatillas de paseo Mephisto, que ahora lleva puestas, regalo de su madre en las últimas Navidades. En el estante contiguo está la caja con los teléfonos móviles. Saca uno y, llevándoselo a la mesa del centro de la sala junto con la caja de arcilla de Boom, se pone manos a la obra. Coloca el teléfono en la caja y lo conecta a un sencillo detonador que va con pilas AA. Enciende el móvil para asegurarse de que funciona, luego vuelve a apagarlo. Las probabilidades de que alguien marque el número de ese desechable por error y vuele por los aires su sala de control son remotas, pero ¿por qué arriesgarse? Las probabilidades de que su madre encontrara la carne envenenada y se la preparara para el almuerzo eran también remotas, y ya sabemos cómo acabó eso.

No, esta preciosidad permanecerá desconectada hasta mañana por la mañana a las diez y veinte. Será entonces cuando Brady entre en el aparcamiento situado detrás de la funeraria Soames. Si hay alguien allí, Brady dirá que creía que podía atajar por el aparcamiento hasta la otra calle, donde hay una parada de autobús (lo cual, casualmente, es verdad; lo ha comprobado en MapQuest). Pero no prevé encontrarse a nadie. Estarán todos dentro, en la ceremonia fúnebre, llorando a moco tendido.

Usará la Cosa Dos para abrir el coche del expoli gordo y poner la caja de zapatos en el suelo detrás del asiento del conductor. Volverá a cerrar el Toyota y regresará a su propio coche. A esperar. A verlo pasar. A dejarlo llegar hasta la travesía siguiente, porque a esa distancia Brady tendrá la seguridad de que él, Brady, está relativamente a salvo de los restos despedidos en la explosión. Y entonces…

—Pum —dice Brady—. Necesitarán otra caja de zapatos para enterrarlo.

Eso le resulta muy gracioso, y se ríe mientras regresa al cuarto de material para coger el chaleco bomba. Dedica el resto de la tarde a desmontarlo. Brady ya no lo necesita.

Se le ha ocurrido una idea mejor.

15

El miércoles 2 de junio de 2010 es un día cálido y despejado. Puede que aún sea primavera según el calendario, y tal vez el curso siga aún en los colegios de la ciudad, pero nada de eso cambia el hecho de que es un perfecto día veraniego en el corazón de América.

Bill Hodges, trajeado pero afortunadamente todavía sin corbata, está en su despacho, repasando una lista de robos en coches que le ha enviado Marlo Everett por fax. Ha sacado por impresora un plano de la ciudad, y marca con un punto rojo el lugar de cada uno de los robos. Ve que va a tener que gastar suelas en el futuro, quizá muchas suelas si el ordenador de Olivia no da el resultado previsto, pero existe la posibilidad de que algunas de las víctimas de esos robos mencionen haber visto un automóvil similar. Porque Mr. Mercedes tuvo que observar a los dueños de los vehículos seleccionados. De eso a Hodges no le cabe la menor duda. Tenía que asegurarse de que se habían ido antes de usar su aparato para desbloquear los coches.

«Los observaba igual que me observaba a mí», piensa Hodges.

Esto activa algo en su cerebro, una breve chispa de asociación, que es intensa pero se desvanece sin darle tiempo a ver qué ha iluminado. No importa; si de verdad hay algo ahí, ya volverá. Entretanto, sigue comprobando direcciones y marcando puntos rojos. Le quedan veinte minutos antes de hacerse el nudo de la corbata e ir a por Janey.

Brady Hartsfield está en su sala de control. Hoy no le duele la cabeza, y sus pensamientos, tan a menudo confusos, se dibujan nítidamente, como los distintos fotogramas de Grupo salvaje que usa como salvapantallas en sus ordenadores. Ha retirado los bloques de explosivo plástico del chaleco bomba, desconectándolos con sumo cuidado de los cables del detonador. Parte de los bloques han ido a parar a un cojín de color rojo vivo con el procaz eslogan APARCAMIENTO DE CULO. Ha introducido otros dos, moldeados ahora en forma de cilindros y con los cables de detonación ya acoplados, en una bolsa de orina Urinesta de color azul intenso. Concluido esto, pega un adhesivo en la bolsa de orina. Lo compró ayer en la tienda del CACMO, junto con una camiseta del grupo. En la pegatina se lee: FAN N.º 1 DE ’ROUND HERE. Mira su reloj. Casi las nueve. Al expoli gordo le queda una hora y media de vida. Quizá un poco menos.

Pete Huntley, el antiguo compañero de Hodges, está en una sala de interrogatorios, no porque tenga a alguien a quien interrogar sino por alejarse del bullicio y ajetreo matutinos de la sala de revista. Tiene que repasar unas anotaciones. Le espera una rueda de prensa a las diez, para hablar de las últimas siniestras revelaciones de Donald Davis, y no quiere meter la pata. Nada hay más lejos de su pensamiento que el asesino del Centro Cívico, Mr. Mercedes.

En Lowtown, detrás de cierta casa de empeños, unas personas que creen que nadie las observa compran y venden armas.

Jerome Robinson, ante su ordenador, escucha los audioclips de una web llamada Eso Me Suena Bien. Oye la risa histérica de una mujer. Oye a un hombre silbar Danny Boy. Oye a un hombre hacer gárgaras y a una mujer aparentemente al borde del orgasmo. Al final encuentra el clip que busca. El título es sencillo: LLANTO DE BEBÉ.

En la planta baja, Barbara, la hermana de Jerome, irrumpe en la cocina, seguida de cerca por Odell. Barbara viste una falda con lentejuelas, zuecos azules y una camiseta con la imagen de un adolescente sexy. Debajo de la radiante sonrisa de ese chico tan repeinado aparece el texto I CAM 4EVER! Pregunta a su madre si el conjunto queda muy infantil para el concierto. Su madre (tal vez recordando lo que se puso en su primer concierto) sonríe y contesta que es la elección perfecta. Barbara pregunta si puede ponerse los pendientes con el símbolo de la paz. Sí, claro. ¿Carmín? Bueno… vale. ¿Sombra de ojos? Lo siento pero no. Barbara deja escapar una risa, como diciendo «No se pierde nada con intentarlo», y da un efusivo abrazo a su madre.

—Me muero de ganas de que sea ya mañana por la noche —dice.

Holly Gibney, en el cuarto de baño de la casa de Sugar Heights, desearía poder eludir la ceremonia fúnebre, pero sabe que su madre no se lo permitirá. Si pretexta que no se encuentra bien, su madre le devolverá la pelota, esgrimiendo una respuesta que se remonta a la infancia de Holly: «¿Qué pensará la gente?». ¿Y si Holly afirmara que da igual lo que piense la gente, que nunca en la vida volverán a ver a esas personas (a excepción de Janey)? Su madre la miraría como si Holly hablara en un idioma extranjero. Se toma el Lexapro, pero mientras se lava los dientes se le revuelve el estómago y lo vomita. Charlotte la llama para preguntarle si le falta mucho. Holly contesta que ya está casi lista. Tira de la cadena y piensa: «Al menos estará el novio de Janey. Bill. Es simpático».

Janey Patterson, en el apartamento de su difunta madre, se viste con esmero: medias negras, falda negra, chaqueta negra encima de una blusa de un negro azulado. Piensa en lo que le dijo a Bill: que probablemente se enamoraría de él si se quedara aquí. Eso es un descarado enmascaramiento de la verdad, porque ya está enamorada de él. Está segura de que un psiquiatra dictaminaría, sonriente, que le atribuía el papel de padre sustitutivo. En tal caso Janey le devolvería la sonrisa y le contestaría que eso no era más que una sarta de idioteces freudianas. Su padre era un contable calvo que a duras penas estaba presente cuando estaba presente. Y si algo puede afirmarse de Bill Hodges es que está presente. Es lo que le gusta de él. Eso, y el sombrero que le ha regalado. Ese de fieltro a lo Philip Marlowe. Consulta la hora y ve que son las nueve y cuarto. Mejor será que Bill no tarde mucho.

Si llega tarde, lo matará.

16

Hodges no llega tarde, y se ha puesto el sombrero. Janey le dice que está guapo. Él le contesta que ella está aún mejor. Janey sonríe y le da un beso.

—Acabemos con esto cuanto antes —dice Hodges.

Janey arruga la nariz y contesta:

Pues sí.

Van en coche a la funeraria, donde una vez más son los primeros en llegar. Hodges la acompaña hasta la sala del Descanso Eterno. Ella echa una ojeada alrededor y expresa su aprobación con un gesto de asentimiento. Hay ya programas de la ceremonia en los asientos de las sillas plegables. El féretro, ahora ausente, ha sido sustituido por una mesa vagamente similar a un altar adornada con ramilletes de flores de primavera. Por el sistema de megafonía de la funeraria suena Brahms a un volumen que apenas es audible.

—¿Todo bien? —pregunta Hodges.

—Cumple su función. —Janey respira hondo y repite lo que ha dicho él hace veinte minutos—: Acabemos con esto cuanto antes.

En esencia asisten los mismos que ayer. Janey los recibe en la puerta. Mientras intercambia apretones de manos y da abrazos y dice lo que hay que decir, Hodges se queda a un paso de ella, atento al tráfico. Nada de lo que ve enciende sus alarmas, ni siquiera cierto Subaru de color barro que pasa de largo sin aminorar la marcha.

Un Chevrolet de alquiler con el adhesivo de Hertz en un ángulo del parabrisas gira para acceder al aparcamiento de la parte de atrás. Poco después aparece el tío Henry, precedido de su barriga de ejecutivo meciéndose con un suave vaivén. Lo siguen la tía Charlotte y Holly; la madre, luciendo unos guantes blancos, sujeta a su hija por el codo con una mano. A ojos de Hodges, la tía C. parece una celadora escoltando a una presa —probablemente una drogadicta— camino de una cárcel del condado. Holly está, si cabe, aún más pálida que ayer. Lleva el mismo saco de arpillera marrón sin forma, y ya se ha quitado casi todo el carmín a fuerza de mordisquearse los labios.

Dirige a Hodges una sonrisa trémula. Él le tiende la mano, y ella se la estrecha con un vigor rayano en pánico hasta que Charlotte, tirando de ella, la obliga a entrar en el Salón de los Difuntos.

Un joven clérigo, de la parroquia a la que asistió la señora Wharton hasta que la salud le impidió salir de casa los domingos, actúa como maestro de ceremonias. Lee el consabido pasaje de los Proverbios, el que habla de la mujer virtuosa. Hodges está dispuesto a aceptar que la estima de la difunta sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas, pero duda que haya dedicado el menor tiempo a trabajar con sus manos la lana y el lino. Aun así, es una idea poética, y para cuando el clérigo acaba, corren lágrimas por las mejillas. Puede que el religioso sea joven, pero tiene la inteligencia de no elogiar en exceso a alguien a quien apenas conocía. Opta por invitar a salir al frente a quienes guarden «recuerdos valiosos» de la difunta Elizabeth. Varios de los asistentes así lo hacen, empezando por Althea Greene, la enfermera, y acabando por la hija que aún vive. Janey, serena, pronuncia unas palabras breves y sencillas.

—Lamento que no hayamos tenido más tiempo —concluye.

17

Brady aparca a la vuelta de la esquina a las diez y cinco y tiene la cautela de echar monedas en el parquímetro hasta que aparece la bandera verde con el rótulo MÁX. Al fin y al cabo, bastó una multa de aparcamiento para capturar al Hijo de Sam. Coge del asiento trasero una bolsa de lona. A un lado lleva estampadas las palabras KROGER y ¡REUTILÍZAME! ¡SALVA UN ÁRBOL! Contiene la Cosa Dos y, debajo, la caja de zapatillas Mephisto.

Dobla la esquina y pasa con andar enérgico por delante de la funeraria Soames, un ciudadano más ocupándose de un recado matutino. Mantiene la expresión serena, pero su corazón martillea como un taladro de vapor. No ve a nadie fuera de la funeraria, y las puertas están cerradas; así y todo, existe la posibilidad de que el expoli gordo no esté con los otros deudos. Podría hallarse en una sala trasera, atento a la posible aparición de sospechosos. En otras palabras, a la aparición de él. Eso Brady lo sabe.

«Quien no arriesga no gana, cariñito», musita su madre. Es verdad. Por otra parte, considera que el riesgo es mínimo. Si Hodges está cepillándose a la zorra rubia (o tiene la esperanza de conseguirlo), no se apartará de ella.

Al llegar a la otra esquina, Brady se da media vuelta, retrocede y, sin vacilar, dobla en el camino de acceso a la funeraria. Oye la tenue melodía, uno de esos tostones de música clásica. Localiza el Toyota de Hodges aparcado junto a la valla del fondo, con el morro al frente para salir deprisa una vez concluida la celebración. «El último paseo del viejo Ins. Ret. —piensa Brady—. Va a ser corto, colega».

Pasa por detrás del coche fúnebre más grande de los dos que hay estacionados, y en cuanto está a cubierto y nadie puede verle desde las ventanas posteriores de la funeraria, saca la Cosa Dos de la bolsa y extiende la antena. El corazón le palpita aún con más fuerza. El aparato le ha fallado alguna que otra vez, muy pocas. En esos casos el piloto verde destella, pero los seguros del coche no suben: un fallo aleatorio en el programa o en el microchip.

«Si no funciona, mete la caja de zapatos debajo del coche», le aconseja su madre.

Claro. Eso cumpliría su cometido igual de bien, o casi igual de bien, pero no sería tan elegante.

Acciona la palanca. La luz verde destella. Y también los faros del Toyota. ¡Ha funcionado!

Se acerca al coche del expoli gordo como si tuviera todo el derecho del mundo a estar ahí. Abre la puerta de atrás, saca la caja de zapatos de la bolsa, enciende el teléfono y deja la caja en el suelo detrás del asiento del conductor. Cierra la puerta y se dirige otra vez hacia la calle, obligándose a caminar despacio y con paso uniforme.

Cuando dobla la esquina del edificio, Deborah Ann Hartsfield vuelve a hablarle: «¿No te has olvidado de algo, cariñito?».

Brady se detiene. Reflexiona. Luego vuelve a la esquina del edificio y apunta la corta antena de la Cosa Dos hacia el coche de Hodges.

Las luces destellan a la vez que los seguros vuelven a bloquearse.

18

Después de las evocaciones y un momento de meditación en silencio («para que lo utilicen como ustedes deseen»), el clérigo pide al Señor que los bendiga, los libre de todo mal y les dé la paz. Se oye el roce de la ropa; la gente guarda los programas en bolsos y bolsillos. Holly parece estar bien hasta que, a medio pasillo, le flaquean las rodillas. Hodges se abalanza hacia ella a una velocidad sorprendente para un hombre de su tamaño y la sujeta por las axilas antes de que se caiga. Ella pone los ojos en blanco y por un momento da la impresión de que está al borde del desmayo total. Enseguida vuelve a centrar la mirada. Ve a Hodges y esboza una sonrisa.

—¡Holly, basta ya! —dice su madre con severidad, como si su hija hubiese soltado una blasfemia jocosa e inadecuada en lugar de haber estado a punto de desvanecerse.

Hodges piensa que sería todo un placer dar un par de reveses a la tía C. en las mejillas profusamente empolvadas. «Tal vez así se espabilaría», piensa.

—Estoy bien, mamá —dice Holly. Luego, dirigiéndose a Hodges, añade—: Gracias.

—¿Ha desayunado, Holly? —pregunta él.

—Ha tomado unos copos de avena —anuncia la tía Charlotte—. Con mantequilla y azúcar moreno. Se lo he preparado yo misma. Holly, mira que te gusta llamar la atención, ¿eh? —Se vuelve hacia Janey—. Por favor, no te entretengas, querida. Henry es una nulidad para estas cosas, y yo sola no puedo atender a tanta gente.

Janey coge a Hodges del brazo.

—Ni yo lo pretendo.

La tía Charlotte contrae los labios en una sonrisa forzada. La que Janey le devuelve es radiante, tanto, opina Hodges, como su decisión de ceder la mitad del botín heredado. En cuanto lo haga, nunca más tendrá que volver a ver a esa desagradable mujer. Ni siquiera tendrá que responder a sus llamadas.

Los deudos salen al sol. En la acera los asistentes cruzan comentarios sobre lo agradable que ha sido la ceremonia; luego la gente se encamina hacia el aparcamiento trasero. El tío Henry y la tía Charlotte van también hacia allí, flanqueando a Holly. Hodges y Janey los siguen. Cuando llegan a la parte de atrás de la funeraria, Holly de pronto se zafa de sus custodios y, girando sobre los talones, se vuelve hacia Hodges y Janey.

—Dejadme ir en el coche con vosotros. Quiero ir con vosotros.

La tía Charlotte, con los labios tan contraídos que casi no se le ven, se cierne por detrás de su hija.

—Ya está bien por hoy de suspiros y desmayos, señorita.

Holly hace caso omiso. Coge una mano a Hodges con la suya, helada.

—Por favor. Por favor.

—Yo no tengo inconveniente —dice Hodges— si a Janey no le im…

La tía Charlotte deja escapar un sollozo. Es un sonido desagradable, el graznido áspero de un cuervo en un maizal. Hodges la recuerda inclinándose sobre la señora Wharton y besándole los labios fríos y de pronto concibe una ingrata posibilidad: juzgó mal a Olivia; puede que también haya juzgado mal a Charlotte Gibney. Al fin y al cabo la gente no es solo lo que aparenta.

—¡Holly, ni siquiera conoces a este hombre!

Janey apoya una mano, mucho más cálida, en la muñeca de Hodges.

—¿Por qué no vas tú con Charlotte y Henry, Bill? Hay sitio de sobra. Puedes ir detrás con Holly. —Dirige la atención a su prima—. ¿Te parece bien?

—¡Sí! —Holly no se desprende de la mano de Hodges—. Eso me parece bien.

Janey se vuelve hacia su tío.

—¿Tú tampoco tienes inconveniente?

—Claro que no. Hay sitio de sobra. —Henry da a Holly una jovial palmada en el hombro—. Cuantos más seamos, más reiremos.

—Sí, eso, vosotros concededle mucha atención —protesta la tía Charlotte—. Es lo que ella quiere, ¿no es así, Holly?

Sin esperar respuesta, se encamina hacia el aparcamiento, acompañada de un taconeo que parece un mensaje de indignación en morse.

Hodges mira a Janey.

—¿Y mi coche?

—Ya lo llevo yo. Dame las llaves. —Y cuando él se las entrega, ella añade—: Solo necesito una cosa más.

—¿Sí?

Ella le quita el sombrero de la cabeza, se lo pone y se lo acomoda con el adecuado ángulo de despreocupación sobre la ceja izquierda. Arruga la nariz y dice:

Pues sí.

19

Brady, con el corazón más acelerado que nunca, pasa por delante de la funeraria y aparca a cierta distancia en la misma calle. Sostiene en la mano un móvil. En la muñeca, escrito en tinta, lleva el número del desechable acoplado a la bomba que hay en la parte de atrás del Toyota.

Observa el corrillo de deudos reunidos en la acera. El expoli gordo no pasa inadvertido; con su traje negro, es tan grande como una casa. O como un coche fúnebre. En la cabeza luce un sombrero ridículamente anticuado, de esos que llevaban los polis en las películas de detectives en blanco y negro de los años cincuenta.

La gente empieza a dirigirse hacia el aparcamiento trasero. Al cabo de un momento Hodges y la zorra rubia se alejan también hacia allí. Brady da por supuesto que la zorra rubia estará con él cuando el coche estalle. Conseguirá, pues, un pleno: la madre y las dos hijas. La operación posee la elegancia de una ecuación donde se han despejado todas las incógnitas.

Empiezan a desfilar los coches, todos en dirección hacia él, porque ese es el camino que hay que tomar para ir a Sugar Heights. El sol se refleja en los parabrisas, cosa que no ayuda, pero identifica al instante el Toyota del expoli gordo cuando sale de la funeraria, se detiene por un momento y dobla hacia él.

Brady ni siquiera echa un vistazo al Chevrolet de alquiler del tío Henry cuando pasa por su lado. Tiene toda la atención puesta en el vehículo del expoli gordo. Cuando este llega a su altura, experimenta una momentánea decepción. La zorra rubia debe de haberse ido con sus parientes, porque en el Toyota viaja solo el conductor. Brady apenas alcanza a verlo, pero, a pesar del resplandor del sol, el absurdo sombrero del expoli gordo es inconfundible.

Brady introduce un número de teléfono.

—Ya te dije que no me verías venir. ¿Verdad que te lo dije, gilipollas?

Pulsa LLAMAR.

20

Cuando Janey tiende la mano para encender la radio, oye un móvil. El último sonido que emite en este mundo —ojalá todos tuviéramos la misma suerte— es una risa. «Pero serás tonto —piensa afectuosamente—, ya has vuelto a dejártelo». Alarga el brazo hacia la guantera. El teléfono suena por segunda vez.

Eso no procede de la guantera; eso procede de la parte de…

No se produce ningún sonido, o al menos ella no lo percibe; experimenta solo la breve sensación de que una poderosa mano empuja el asiento del conductor. Acto seguido, el mundo entero se vuelve blanco.

21

Puede que Holly Gibney, también conocida como Holly la Masculladora, tenga problemas mentales, pero ni los psicotrópicos que toma ni el tabaco que fuma a escondidas han mermado sus facultades físicas. El tío Henry pisa el freno y ella sale como una exhalación del Chevrolet de alquiler mientras la explosión reverbera aún en el aire.

Hodges la sigue de cerca, a todo correr. Siente una punzada de dolor en el pecho y piensa que podría ser un infarto. De hecho, tiene la esperanza de que así sea, pero el dolor desaparece. Los transeúntes se comportan como siempre que de pronto un acto violento abre un agujero de un puñetazo en ese mundo que hasta entonces consideraban inamovible. Algunos se echan cuerpo a tierra en la acera y se tapan la cabeza. Otros se quedan petrificados, como estatuas. Unos cuantos automóviles se detienen; en su mayoría aceleran y abandonan el lugar de inmediato. Uno de estos es un Subaru de color barro.

Mientras Hodges avanza a toda prisa detrás de la prima psíquicamente inestable de Janey, el último mensaje de Mr. Mercedes palpita en su cabeza como un redoble ceremonial: «Voy a matarte. No me verás venir. Voy a matarte. No me verás venir. Voy a matarte. No me verás venir».

Al doblar la esquina, resbala a causa de las flamantes suelas de sus zapatos de vestir, apenas usados, y por poco choca con Holly, que ha parado en seco, con los hombros encorvados y el bolso colgando de una mano. Tiene la mirada fija en los restos del Toyota de Hodges. La carrocería, limpiamente arrancada de los ejes, arde en medio de un despliegue de cristales rotos. El asiento trasero ha quedado a unos seis o siete metros, volcado, con la tapicería rajada y en llamas. Un hombre, con las manos en la cabeza ensangrentada, cruza la calle tambaleándose como un borracho. Hay una mujer sentada en el bordillo frente a una papelería con el escaparate hecho añicos, y en un momento de delirio Hodges piensa que es Janey, pero esa mujer lleva un vestido verde y tiene el pelo cano: por supuesto, no es Janey, no puede ser Janey.

Piensa: «La culpa es mía. Si hubiera utilizado el revólver de mi padre hace dos semanas, nada de esto habría ocurrido. Ella seguiría viva».

Aún queda dentro de él mentalidad policial suficiente para apartar la idea de su cabeza (aunque no es fácil). Esta da paso a una lucidez fría y conmocionada. La culpa no la tiene él. El culpable es el hijo de puta que ha colocado la bomba. El mismo hijo de puta que embistió a una multitud de solicitantes de empleo con un coche robado ante el Centro Cívico.

Hodges ve un único zapato de tacón negro en medio de un charco de sangre, ve un brazo amputado dentro de una manga humeante en el albañal, como basura tirada, y los engranajes de su mente se ponen en marcha. El tío Henry y la tía Charlotte aparecerán enseguida, y eso implica que no dispone de mucho tiempo.

Agarra a Holly por los hombros y la obliga a darse la vuelta. Se le han soltado los moños de princesa Leia y el pelo le cae junto a las mejillas. Lo mira con los ojos desorbitados, sin verlo. Intuitivamente —ahora con la cabeza más fría que nunca— Hodges sabe que así ella no le sirve de nada. Le abofetea primero una mejilla, después la otra. No son bofetones violentos, pero bastan para que ella parpadee.

Se oyen gritos, bocinazos y las alarmas de un par de coches. Huele a gasolina, goma quemada, plástico fundido.

—Holly. Holly. Escúcheme.

Ella lo mira, pero ¿lo escucha? Hodges no lo sabe, ni hay tiempo.

—Yo la quería, pero no se lo diga a nadie. No le diga a nadie que la quería. Quizá más adelante, pero no ahora. ¿Entendido?

Holly asiente con la cabeza.

—Necesito su número de móvil. Y quizá la necesite a usted.

Con su cabeza fría, espera que no sea así, que la casa de Sugar Heights esté vacía esta tarde, pero duda que lo esté. La madre y el tío de Holly tendrán que salir, al menos durante un rato, pero Charlotte no querrá que su hija los acompañe. Porque Holly tiene problemas mentales. Holly es frágil. Hodges se pregunta cuántas crisis nerviosas habrá tenido, y si ha pasado por intentos de suicidio. Estas reflexiones atraviesan su mente como estrellas fugaces, asomando por un instante y desapareciendo de inmediato. No tiene tiempo para andarse con contemplaciones por el frágil estado mental de Holly.

—Cuando su madre y su tío vayan a la comisaría, dígales que no es necesario que nadie se quede con usted. Dígales que no le pasará nada si se queda sola. ¿Se ve capaz?

Holly asiente, aunque casi con toda seguridad no entiende ni remotamente de qué le está hablando.

—La telefoneará alguien. Puede que sea yo, o puede que sea un chico, un tal Jerome. Jerome. ¿Recordará ese nombre?

Ella asiente; luego abre el bolso y saca el estuche de las gafas.

«Esto no va a ninguna parte —piensa Hodges—. Las luces están encendidas pero no hay nadie en casa». Así y todo, tiene que intentarlo. La agarra por los hombros.

—Holly, quiero atrapar al individuo que ha hecho esto. Quiero que pague. ¿Me ayudará?

Ella asiente, sin expresión en el rostro.

—Dígalo, pues. Diga que me ayudará.

No lo dice. Saca unas gafas de sol del estuche, y se las pone como si no hubiera un coche ardiendo en la calle y el brazo de Janey no estuviera en el albañal, como si no se oyeran el griterío de la gente y el sonido de una sirena que se acerca. Como si esto fuera un día en la playa.

La sacude con suavidad.

Necesito su número de móvil.

Holly asiente en un gesto de conformidad pero no dice nada. Cierra el bolso y se vuelve hacia el coche en llamas. A Hodges lo invade la mayor desesperación que ha sentido en la vida, revolviéndole el estómago y dispersando los pensamientos que durante treinta o cuarenta segundos le han parecido totalmente nítidos.

La tía Charlotte dobla la esquina, derrapando, ondeándole el pelo, casi todo negro salvo por las raíces blancas. La sigue el tío Henry, su rostro mofletudo muy pálido excepto por dos manchas rojas de payaso en las mejillas, casi a la altura de los pómulos.

—¡Sharlie, para! —exclama el tío Henry—. ¡Creo que está dándome un infarto!

Su hermana no le presta la menor atención. Coge a Holly por el codo, la obliga a darse media vuelta y la estrecha en un vehemente abrazo, aplastando la nariz no pequeña de Holly entre sus pechos.

—¡NO MIRES! —brama Charlotte a la vez que ella sí mira—. ¡NO MIRES, CARIÑO! ¡NO LO MIRES!

—Me cuesta respirar —anuncia el tío Henry. Se sienta en el bordillo con la cabeza colgando—. Dios mío, espero no morirme.

Más sirenas se han sumado a la primera. La gente ha empezado a aproximarse con cautela para echar un vistazo de cerca a los restos del coche que arden en la calle. Una pareja toma fotos con los móviles.

«Explosivo suficiente para volar un coche —piensa Hodges—. ¿Cuánto más tendrá?».

La tía Charlotte tiene a Holly todavía inmovilizada y le repite a voz en cuello que no mire. Holly no hace el menor ademán de zafarse, pero se ha llevado una mano a la espalda. Sostiene algo. Aunque Hodges sabe que probablemente sean imaginaciones suyas, abriga la esperanza de que quizá sea algo para él. Lo coge. Es el estuche de las gafas de sol. Lleva el nombre y las señas grabados en letras doradas.

También hay un número de teléfono.

22

Hodges saca el Nokia del bolsillo interior de la chaqueta, consciente al abrirlo de que probablemente ahora sería plástico fundido y cables crepitantes en la guantera de su Toyota calcinado de no ser por las delicadas pullas de Janey.

Con la tecla de marcación rápida, llama a Jerome, rogando que el chico lo coja, y así ocurre.

—¿Señor Hodges? ¿Bill? Creo que acabamos de oír una gran explo…

—Calla, Jerome. Solo escucha.

Camina por la acera salpicada de vidrios rotos. Las sirenas se oyen más cerca, no tardarán en llegar, y solo puede guiarse por la intuición. A menos, claro, que su inconsciente ya haya empezado a establecer las conexiones. No sería la primera vez que ocurre; no ha conseguido todas esas menciones honoríficas en los anuncios clasificados de Craigslist.

—Escucho —dice Jerome.

—Tú no sabes nada del caso del Centro Cívico. No sabes nada de Olivia Trelawney ni de Janey Patterson.

Los tres cenaron en DeMasio, es cierto, pero Hodges duda que la poli llegue hasta ahí en breve, si es que alguna vez llega.

—No sé nada de nada —declara Jerome. En su voz no se advierte desconfianza ni titubeo alguno—. ¿Quién lo preguntará? ¿La policía?

—Más adelante sí, es posible. Pero primero abordarán a tus padres. Porque esa explosión que has oído era mi coche. Lo conducía Janey. Nos hemos cambiado de coche en el último momento. Ella ha… muerto.

—¡Por Dios, Bill, tienes que contarlo! ¡A tu antiguo compañero!

Hodges se acuerda de cuando ella dijo: «Es nuestro. En eso seguimos de acuerdo, ¿eh?».

«Exacto —piensa—. En eso seguimos de acuerdo, Janey».

—Todavía no. De momento voy a encargarme yo de esto, y necesito que me ayudes. La ha matado ese mierda, quiero sus cojones, y pienso conseguirlos. ¿Me ayudarás?

—Sí. —No dice «¿Me traerá problemas?». Ni «Esto podría echar a perder mis posibilidades en Harvard». Ni «A mí déjame al margen». Solo dice «Sí». Bendito sea Jerome Robinson.

—Tienes que entrar en el Paraguas Azul de Debbie haciéndote pasar por mí y enviar un mensaje al individuo que ha hecho esto. ¿Recuerdas mi nombre de usuario?

—Sí. Ranagustavo19. Voy a buscar un pa…

—No hay tiempo. Tú recuerda la idea general. Y no lo mandes antes de una hora. Tiene que constarle que no lo he escrito antes de la explosión. Tiene que constarle que sigo vivo.

—Adelante —insta Jerome.

Hodges se lo explica y corta la comunicación sin despedirse. Se mete el teléfono en el bolsillo del pantalón, junto con el estuche de las gafas de sol de Holly.

Un camión de bomberos dobla rápidamente la esquina, seguido de dos coches patrulla. Pasan a toda velocidad por delante de la funeraria Soames, donde el director y el clérigo que ha intervenido en la ceremonia en memoria de Elizabeth Wharton, ahora en la acera, se protegen los ojos del resplandor del sol y el coche en llamas.

Hodges debe hablar con mucha gente, pero antes tiene algo más importante que hacer. Se quita la chaqueta, se arrodilla y cubre el brazo caído en el albañal. Siente el escozor de las lágrimas en los ojos y las contiene. Ya llorará más tarde. En este momento las lágrimas no encajan en la versión de los hechos que ha de contar.

Los policías, dos jóvenes sin acompañante, salen de sus respectivos coches. Hodges no los conoce.

—Agentes —dice.

—Caballero, debo pedirle que se aleje —ordena uno de ellos—, pero si ha sido testigo de… —Señala los restos llameantes del Toyota—. En ese caso, quédese por aquí. Será necesario interrogarlo.

—No solo lo he visto; debería haber estado dentro. —Hodges saca la cartera y la abre para enseñar su identificación de policía con el sello RETIRADO en rojo—. Hasta el otoño pasado mi compañero fue Pete Huntley. Debería usted avisarlo lo antes posible.

El otro policía pregunta:

—¿Ese era su coche, caballero?

—Pues sí.

—¿Y quién lo conducía? —quiere saber el primer agente.

23

Brady llega a casa un rato antes de las doce del mediodía con todos sus problemas resueltos. En la acera de enfrente, el viejo señor Beeson está en su jardín.

—¿Has oído eso?

—Oír ¿qué?

—Una gran explosión en alguna parte del centro. Se ha visto mucho humo, pero ahora ya ha desaparecido.

—Llevaba la radio muy alta —explica Brady.

—Seguro que ha estallado la vieja fábrica de pintura, seguro que ha sido eso. He llamado a la puerta de tu madre, pero debe de estar durmiendo. —A sus ojos asoma un brillo que da a entender el comentario tácito: durmiendo la mona.

—Será eso —coincide Brady. No le gusta la idea de que ese viejo cabrón, ese entrometido, haya llamado a la puerta. En opinión de Brady Hartsfield, lo único que garantiza una buena vecindad es no tener vecinos—. Tengo que dejarlo, señor Beeson.

—Saluda a tu madre de mi parte.

Brady abre la puerta, entra y vuelve a cerrar con llave. Olfatea el aire. Nada. O… casi nada, quizá. Tal vez un mínimo tufo, como un olor a restos de pollo después de unos días en el cubo de la basura debajo del fregadero.

Brady sube a la habitación de su madre. Retirando la colcha, deja a la vista su rostro pálido y sus ojos de mirada fija. Ahora ya no le molestan tanto, ¿y qué más da que el señor Beeson sea un metomentodo? Brady solo necesita mantener las cosas bajo control durante unos días más, así que a la mierda el señor Beeson. Y a la mierda también la mirada fija de su madre. No la ha matado él; se ha matado ella sola. Tal como debería haberse matado el expoli gordo, ¿y qué más da si no se mató? Ahora ya no está en este mundo, así que a la mierda el expoli gordo. El Ins. está Ret. definitivamente. Descanse en paz, inspector Hodges.

—Lo he hecho, mamá —dice—. Lo he conseguido. Y con tu ayuda. Solo en mi cabeza, pero… —Aunque de eso no está del todo seguro. Quizá sí ha sido su madre quien en realidad le ha recordado que cerrara otra vez las puertas del coche del expoli gordo. A él se le ha pasado por alto—. En todo caso, gracias —concluye en un tono poco convincente—. Gracias por lo que sea. Y lamento que estés muerta.

Los ojos fijan la mirada en él.

Brady, vacilante, tiende la mano y, con las yemas de los dedos, le cierra los ojos tal como ha visto alguna vez en las películas. Solo da resultado durante unos segundos; enseguida vuelven a abrirse como persianas viejas y cansadas y mantienen de nuevo esa mirada fija. Esa mirada acusadora: «Tú me has matado, cariñito».

Esos ojos le aguan la fiesta, y Brady vuelve a taparle la cara con la colcha. Baja y enciende el televisor, pensando que al menos uno de los canales locales emitirá desde el lugar de los hechos, pero ninguno da la noticia. Es de lo más irritante. ¿No reconocen un coche bomba cuando estalla ante sus narices? Se ve que no. Se ve que es más importante que Rachael Ray prepare su puto pastel de carne preferido.

Apaga la caja tonta y baja apresuradamente a la sala de control, donde dice caos para encender sus ordenadores y oscuridad para detener el programa suicida. Arrastrando los pies, ejecuta una pequeña danza con los puños en alto a la vez que canta lo que recuerda de Ding Dong the Witch Is Dead, Ding Dong la bruja ha muerto, pero sustituyendo «bruja» por «poli». Cree que así se sentirá mejor, pero no lo consigue. Entre la indiscreción del señor Beeson y la mirada fija de su madre, se le escapan las buenas sensaciones, las sensaciones por las que tanto se ha esforzado, las sensaciones que merece.

Da igual. Se acerca la hora del concierto, y tiene que prepararse para ese momento. Se sienta ante su larga mesa de trabajo. Las bolas de cojinete que antes estaban en el chaleco bomba se encuentran ahora en tres tarros de mayonesa. Al lado hay un paquete de bolsas herméticas para el almacenamiento de comida de tamaño grande. Empieza a llenarlas de bolas, pero sin excederse. La tarea lo tranquiliza, y va recuperando las buenas sensaciones. De pronto, cuando está a punto de acabar, oye la sirena de un barco de vapor.

Brady alza la vista con expresión ceñuda. Eso es un aviso especial que ha programado en el Número Tres. Suena cuando recibe un mensaje en la web del Paraguas Azul. Pero eso es imposible. La única persona con la que ha estado comunicándose a través del Paraguas Azul en estos últimos tiempos es Gustavo William Hodges, alias el expoli gordo, alias el Ins. permanentemente Ret.

Impulsando la silla de oficina con los pies, se desplaza hasta el Número Tres y mira el monitor. El icono del Paraguas Azul muestra ahora un «1» dentro de un pequeño círculo rojo. Lo pulsa con el ratón. Con los ojos y la boca muy abiertos, se queda contemplando el mensaje en la pantalla.

¡ranagustavo19 quiere chatear contigo!

¿Quieres chatear con ranagustavo19?

S N

Brady habría deseado creer que ese mensaje fue enviado anoche o esta mañana antes de que Hodges saliera de casa, pero no es posible. Acaba de oír el aviso de entrada.

Haciendo acopio de valor —porque esto le da mucho más miedo que mirar a su madre muerta a los ojos— clica en la S y lee.

Has fallado.

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Y aquí tienes algo para recordar, capullo: soy como tu retrovisor lateral. Ya sabes: LOS OBJETOS ESTÁN MÁS CERCA DE LO QUE PARECE.

Sé cómo entraste en su Mercedes, y no fue con la llave de emergencia. Pero eso te lo creíste, ¿verdad? Claro que sí. Porque eres un capullo.

Tengo una lista de todos los demás coches que abriste para robar entre 2007 y 2009.

Tengo más información que no quiero darte ahora mismo, pero he aquí un dato que sí te DARÉ: se dice MALEANTE, no MAREANTE.

¿Por qué te digo esto? Porque ahora ya no voy a atraparte y entregarte a la poli. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo ya no soy poli.

Voy a matarte.

Hasta pronto, niño de mamá.

Aun en su estado de conmoción e incredulidad, los ojos se le van una y otra vez hacia esa última frase.

Se acerca al cuarto de material con la sensación de que camina sobre zancos. Una vez dentro, con la puerta cerrada, grita y golpea los estantes con los puños. En lugar de matar al perro de la familia del negro, acabó matando a su propia madre. Eso estuvo mal. Ahora, en lugar de matar al poli, ha acabado matando a otra persona, y eso ha estado peor. Probablemente era la zorra rubia. La zorra rubia llevaba el sombrero del Ins. Ret. por alguna extraña razón que solo otra rubia entendería.

Si algo tiene claro es que esta casa ya no es segura. Lo más probable es que Hodges mienta al insinuar que está cada vez más cerca, pero quizá no. Conoce la existencia de la Cosa Dos. Sabe lo de los robos en coches. Dice que tiene más información. Y…

«Hasta pronto, niño de mamá».

Tiene que salir de aquí. Cuanto antes. Sin embargo aún le queda algo por hacer.

Brady vuelve a subir al piso superior y entra en la habitación de su madre, sin mirar apenas el bulto dibujado bajo la colcha. Va al cuarto de baño de ella y revuelve los cajones de su armario hasta que encuentra su maquinilla de afeitar eléctrica. Acto seguido se pone manos a la obra.

24

Hodges vuelve a estar en la sala de interrogatorios número cuatro —SI4, su sala de la suerte—, pero esta vez se encuentra al otro lado de la mesa, delante de Pete Huntley y la nueva compañera de Pete, una pelirroja escultural de ojos gris niebla. Es un interrogatorio entre colegas, pero eso no altera las circunstancias básicas: su coche ha volado por los aires y una mujer ha resultado muerta. Otra de esas circunstancias es que un interrogatorio no deja de ser un interrogatorio.

—¿Tiene algo que ver con el Asesino del Mercedes? —pregunta Pete—. ¿Tú qué crees, Billy? O sea, es lo más probable, ¿no te parece? Dado que la víctima ha sido la hermana de Olivia Trelawney.

Helo ahí: la víctima. La mujer con la que se ha acostado después de llegar a un punto en la vida en el que pensaba que nunca más se acostaría con una mujer. La mujer que lo ha hecho reír y lo ha reconfortado. La mujer que ha sido su compañera en esta última investigación en igual medida que lo fue en su día Pete Huntley. La mujer que lo miraba arrugando la nariz e imitaba burlonamente su pues sí.

«Que nunca te oiga llamarlos víctimas», le dijo Frank Sledge en un tiempo lejano… pero ahora mismo tiene que tragárselo.

—No veo qué relación puede haber —contesta con tono comedido—. Ya sé lo que parece, pero a veces hay humo sin fuego y una coincidencia es solo una coincidencia.

—¿Cómo conociste a…? —empieza a decir Isabelle Jaynes; de pronto mueve la cabeza en un gesto de negación—. No, no es esa la pregunta. ¿Por qué la conociste? ¿Estabas investigando lo del Centro Cívico por tu cuenta?

Lo que se abstiene de preguntar, quizá en atención a Pete, es si «estaba haciendo de tío» a gran escala. Al fin y al cabo, están interrogando al antiguo compañero de fatigas de Pete, a ese hombre fornido con pantalón de traje arrugado y camisa blanca manchada de sangre, el nudo de la corbata que se ha puesto esta mañana ahora aflojado y desplazado hasta el centro de su amplio pecho.

—¿Podría beber agua antes de empezar? Estoy aún un poco alterado. Era una buena mujer.

Janey era mucho más que eso, pero la parte fría de su mente que —de momento— mantiene enjaulada a la parte caliente le dice que esta es la manera acertada de proceder, el camino que conducirá hacia el resto de su versión de los hechos tal como una estrecha rampa de acceso conduce a una autopista de cuatro carriles. Pete se levanta y sale. Isabelle guarda silencio hasta que él vuelve con un vaso de papel, limitándose a observar a Hodges con esos ojos de color gris niebla suyos.

Hodges se bebe medio vaso de un trago y a continuación dice:

—Bueno. El asunto se remonta al día en que tú y yo comimos en el DeMasio. ¿Te acuerdas, Pete?

—Claro.

—Te pregunté por los casos… o sea, los importantes… en los que estábamos trabajando cuando me retiré. Pero el que me interesaba de verdad era la Matanza del Centro Cívico. Eso tú ya lo sabías, creo.

Pete permanece en silencio, pero esboza una sonrisa.

—¿Recuerdas que te pregunté si alguna vez te parabas a pensar en la señora Trelawney? ¿En concreto si era verdad o no su versión sobre la llave de repuesto?

—Ajá.

—Mi verdadera duda era si fuimos justos con ella, si actuamos cegados por su manera de ser.

—¿Por su manera de ser? ¿A qué te refieres? —pregunta Isabelle.

—No había quien la aguantara —contesta Hodges—. Con sus tics y su altivez y su susceptibilidad. Para ponerlo en perspectiva, démosle la vuelta por un momento y pensemos cuánta gente creyó a Donald Davis cuando se declaró inocente. ¿Por qué? Porque no tenía tics ni daba una imagen de altivez ni era susceptible. Realmente podía hacernos colar ese numerito del marido afligido y atormentado, y era atractivo. Lo vi una vez en el Canal Seis, y a la presentadora, esa rubia tan guapa, prácticamente le temblaban los muslos.

—Eso es de mal gusto —observa Isabelle, pero lo dice con una sonrisa.

—Sí, pero es verdad. Ese hombre tenía encanto. Olivia Trelawney, en cambio, era el anti encanto personificado. Así que empecé a plantearme si alguna vez vimos su versión con imparcialidad.

—Claro que la vimos con imparcialidad —afirma Pete taxativamente.

Quizá sí. La cuestión es que ahí me tienes, retirado, con tiempo libre. Demasiado tiempo. Y un día, Pete, poco antes de llamarte para quedar a comer, voy y me digo: supongamos que esa mujer decía la verdad. En tal caso, ¿dónde estaba la segunda llave? Y luego… eso ya después de nuestra comida… entré en internet y empecé a investigar un poco. ¿Y sabes qué descubrí? Un tecnotruco que se conoce como «robar el peque».

—¿Y eso qué es? —pregunta Isabelle.

—Vamos, hombre —protesta Pete—. ¿De verdad crees que un genio de la informática le robó la señal del mando a distancia? ¿Y luego encontró casualmente la llave de repuesto en la guantera o debajo del asiento? ¿La llave de repuesto de la que ella se olvidó? Eso es muy traído por los pelos, Bill. Y más si añades que la foto de esa mujer podría haber salido al lado de «personalidad Tipo A» en el diccionario.

Tranquilamente, como si hace menos de tres horas no hubiera utilizado su chaqueta para cubrir el brazo amputado de la mujer que amaba, Hodges resume lo que Jerome averiguó sobre «robar el peque», presentándolo como hallazgo suyo. Les cuenta que fue al apartamento de Lake Avenue para hablar con la madre de Olivia Trelawney («Si aún vivía, cosa que no sabía con certeza») y se encontró allí a la hermana de Olivia, Janelle. Omite su visita a la mansión de Sugar Heights y su conversación con Radney Peeples, el guardia de la compañía de seguridad Vigilante, porque eso podía conducir a preguntas difíciles de contestar. Ya se enterarían en su momento, pero ahora tiene ya a Mr. Mercedes casi al alcance de la mano, lo sabe. Solo necesita un poco más de tiempo.

O eso espera.

—La señora Patterson me dijo que su madre estaba en una residencia a unos cincuenta kilómetros de aquí: Sunny Acres. Se ofreció a acompañarme y presentarme. Para hacerle unas cuantas preguntas.

—¿Y eso por qué? —quiere saber Isabelle.

—Porque ella creía que quizá habíamos acosado a su hermana y que se suicidó por eso.

—Tonterías —dice Pete.

—No te lo discuto, pero entenderás que lo pensara, ¿no? Y que deseara disipar las sospechas de negligencia que pesaban sobre su hermana.

Pete, con un gesto, le indica que siga. Hodges así lo hace, tras apurar el vaso de agua. Quiere marcharse de ahí. A esas alturas Mr. Mercedes tal vez ya ha leído el mensaje de Jerome. Si es así, podría ser que huyera. Eso a Hodges no le parece mal: es más fácil localizar a un fugitivo que a un hombre escondido.

—Interrogué a la anciana y no averigüé nada. Solo conseguí alterarla. Tuvo un derrame cerebral y murió poco después. —Suspira—. La señora Patterson, Janelle, quedó desconsolada.

—¿Y además se cabreó contigo? —pregunta Isabelle.

—No. Porque ella también era partidaria de la idea. Luego, cuando su madre murió, resultó que no conocía a nadie en la ciudad salvo la enfermera de su madre, bastante achacosa ella misma. Yo le había dado mi número de teléfono, y me llamó. Me dijo que necesitaba ayuda, sobre todo por unos parientes que venían de fuera y con los que apenas tenía trato, y yo accedí. Janelle escribió la necrológica. Yo me ocupé del resto de los preparativos.

—¿Por qué iba ella en tu coche cuando estalló?

Hodges les cuenta la crisis nerviosa de Holly. No menciona que Janey se apropió de su sombrero nuevo en el último momento, y no por temor a que desestabilice su versión, sino por lo mucho que le duele.

—De acuerdo —dice Isabelle—. Conociste a la hermana de Olivia Trelawney, a quien tanto apreciabas que la llamas por su nombre de pila. La hermana te organiza un encuentro con su madre. Su madre muere de un derrame cerebral, quizá por la excitación que le causó revivirlo todo. La hermana vuela por los aires después del funeral, en tu coche, ¿y sigues sin ver la relación con el Asesino del Mercedes?

Hodges abre las manos.

—¿Cómo iba a saber ese hombre que yo andaba haciendo preguntas por ahí? No puse un anuncio en el periódico. —Se vuelve hacia Pete—. No hablé con nadie de ello. Ni siquiera contigo.

Pete, todavía dándole vueltas a la idea de que sus sentimientos personales respecto a Olivia Trelawney hubieran podido sesgar la investigación, tiene una expresión hosca. A Hodges le da igual, porque es precisamente eso lo que ocurrió.

—Es verdad, a mí solo me sondeaste al respecto en la comida.

Hodges exhibe una amplia sonrisa y simultáneamente se le pliega el estómago como una figura de papiroflexia.

—Oye —dijo—, invité yo, ¿no?

—¿Quién más podría haber querido mandarte al otro mundo con una bomba? —pregunta Isabelle—. ¿Acaso estás en la lista negra de Papá Noel?

—Puestos a adivinar, me apostaría cualquier cosa a que ha sido la familia Abbascia. ¿A cuántos de esos mierdas metimos entre rejas por aquello de las armas en 2004, Pete?

—Una docena o más, pero…

—Sí, y empapelamos por crimen organizado al doble de esa cantidad un año después. Los aplastamos, y Fabby el Narices juró que los dos pagaríamos por eso.

—Billy, los Abbascia no pueden hacer pagar a nadie. Fabrizio está muerto, su hermano está en un psiquiátrico donde se cree que es Napoleón o no sé quién, y los demás están en la cárcel.

Hodges se queda mirándolo con cara de escepticismo.

—Vale —conviene Pete—, es verdad que nunca coges a todas las cucarachas; aun así, es una idea descabellada. Con el debido respeto, amigo mío, no eres más que un poli viejo jubilado. Fuera de circulación.

—Exacto. Por eso mismo podrían venir a por mí sin armar mucho revuelo. Tú, en cambio, aún llevas una placa dorada prendida del billetero.

—Eso es absurdo —comenta Isabelle, y cruza los brazos por debajo de los pechos en actitud concluyente.

Hodges se encoge de hombros.

Alguien me ha puesto una bomba, y me cuesta creer que el Asesino del Mercedes se enterara por percepción extrasensorial de que yo estaba indagando en el caso de la llave perdida. Y aunque así fuera, ¿por qué iba a venir a por mí? ¿Cómo podían llevar mis pesquisas hasta él?

—Bueno, está mal de la cabeza —contesta Pete—, eso para empezar.

—Sí, ya, pero repito: ¿cómo iba él a saberlo?

—Ni idea. Oye, Billy, ¿estás callándote algo? ¿Algún detalle?

—No.

—Yo creo que sí —afirma Isabelle. Ladea la cabeza—. Oye, no te acostabas con ella, ¿verdad?

Hodges se vuelve hacia ella.

—¿Tú qué crees, Izzy? Mírame.

Ella le sostiene la mirada por un momento, pero al final aparta la vista. Hodges se asombra de lo cerca que ha estado. «Intuición femenina —piensa—. Menos mal que no he perdido más peso, ni me he puesto esa mierda de Just For Men en el pelo».

—Oye, Pete, quiero largarme de aquí. Quiero irme a casa, tomar una cerveza y dar vueltas al asunto.

—Entre tú y yo, ¿me juras que no te callas nada?

Hodges desaprovecha la última ocasión de contarlo todo sin el menor cargo de conciencia.

—Nada de nada.

Pete le dice que se mantenga en contacto; lo necesitarán mañana o el viernes para una declaración formal.

—Ningún problema. Ah, Pete… otra cosa: yo que tú, en el futuro inmediato, le echaría un buen vistazo al coche antes de montarme.

En la puerta, Pete lo abraza.

—Lamento todo esto —dice—. Lo que ha pasado y todas las preguntas.

—Descuida. Estás haciendo tu trabajo.

Pete lo estrecha aún más y le susurra al oído:

estás callándote algo. ¿Crees que me he caído de un nido?

Por un momento Hodges se replantea sus opciones. De pronto recuerda las palabras de Janey: «Es nuestro».

Agarra a Pete por los brazos, lo mira a la cara y dice:

—Sencillamente estoy tan desconcertado como lo estás tú. Créeme.

25

Hodges atraviesa la sala de la brigada de investigación, capeando las miradas de curiosidad y las preguntas tendenciosas con un semblante imperturbable que solo se resquebraja una vez. Cassie Sheen, con quien más a menudo trabajó cuando Pete estaba de vacaciones, dice:

—Vaya, vivito y coleando, y más feo que nunca.

Hodges sonríe.

—Pero si es Cassie Sheen, la Reina del Botox.

Levanta un brazo en fingida actitud defensiva cuando ella coge un pisapapeles de su escritorio y lo blande en dirección a él. Todo se le antoja falso y real al mismo tiempo. Como una de esas peleas de chicas en la televisión vespertina.

En el pasillo, hay una hilera de sillas cerca de las máquinas expendedoras de tentempiés y refrescos. La tía Charlotte y el tío Henry ocupan dos de ellas. Holly no está, e instintivamente Hodges toca el estuche de las gafas en el bolsillo del pantalón. Pregunta al tío Henry si se encuentra mejor. El tío Henry contesta afirmativamente y le da las gracias. Hodges se vuelve hacia la tía Charlotte y le pregunta cómo está.

—Bien. Es Holly quien me preocupa. Creo que se siente culpable, porque es la causante de… ya me entiende.

Hodges la entiende. La causante de que Janey fuera al volante de su coche. Aunque, por supuesto, Janey habría ido en el coche en cualquier caso, pero duda que Holly se sienta mejor por eso.

—Me gustaría que hablara usted con ella. Por alguna razón, han hecho buenas migas. —Asoma a sus ojos un brillo desagradable—. Igual que hicieron buenas migas Janelle y usted. Debe de tener un don para eso.

—Hablaré con ella —responde Hodges, y esa es su intención, pero antes hablará con ella Jerome. En el supuesto de que el número grabado en el estuche de las gafas sea el bueno, claro está. Por lo que él sabe, ese número bien podría ser el de un teléfono fijo de… ¿Dónde era? ¿Cincinnati? ¿Cleveland?

—Confío en no tener que identificarla —dice el tío Henry. Sostiene en una mano una taza de poliestireno con café. Apenas lo ha tocado, y a Hodges no le extraña. El café del Departamento de Policía tiene fama de malo—. Es imposible. Ha volado en pedazos.

—No seas idiota —ataja la tía Charlotte—. No esperan eso de nosotros. No pueden.

—Si le tomaron alguna vez las huellas digitales, como a la mayoría de la gente, la identificarán por ese medio —explica Hodges—. Puede que les enseñen fotografías de su ropa, o de sus joyas.

—¿Qué sabemos nosotros de sus joyas? —protesta la tía Charlotte alzando la voz. Un policía que saca un refresco de la máquina se vuelve a mirarla—. ¡Y apenas me fijé en la ropa que Janelle llevaba!

Seguramente calculó el precio de todo, hasta la última costura, supone Hodges, pero se abstiene de hacer comentarios.

—Es posible que tengan otras preguntas. —Algunas sobre él—. No los entretendrán mucho.

Hay un ascensor, pero Hodges opta por la escalera. En el rellano del piso de abajo se apoya en la pared, cierra los ojos y toma aire media docena de veces con aspiraciones trémulas. Es ahora cuando se le saltan las lágrimas. Se las enjuga con la manga. La tía Charlotte ha expresado su preocupación por Holly —preocupación que Hodges comparte—, pero ni un asomo de pesar por su sobrina volada en pedazos. Imagina que el mayor interés de la tía Charlotte en Janey ahora mismo es qué ocurrirá con ese deseable dineral que Janey heredó de su hermana.

«Espero que se lo haya dejado a un puto hospital canino», piensa.

Hodges, sin aliento, se sienta con un gruñido. Usando uno de los peldaños como escritorio improvisado, deja el estuche de las gafas de sol y después saca del billetero un papel arrugado con dos series de números.

26

—Diga. —Es una voz apagada, vacilante—. Diga. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Jerome Robinson, señora. Creo que Bill Hodges la ha avisado que quizá yo la llamara.

Silencio.

—¿Señora? —Jerome, sentado ante su ordenador, sujeta el smartphone con tal fuerza que casi rompe la carcasa—. ¿Señora Gibney?

—Escucho. —Casi es un suspiro—. Él ha dicho que quería atrapar a la persona que ha matado a mi prima. Ha sido una explosión espantosa.

—Ya lo sé —dice Jerome.

Al final del pasillo, Barb pone por enésima vez su nuevo disco de ’Round Here. Kisses on the Midway, se titula. Aún no lo ha enloquecido, pero cada vez que lo oye está más cerca de eso.

Entretanto, la mujer en el otro extremo de la línea se ha echado a llorar.

—¿Señora? ¿Señora Gibney? La acompaño en el sentimiento.

—Yo apenas la conocía, pero era mi prima, y me trataba bien. Igual que el señor Hodges. ¿Sabe qué me ha preguntado?

—Pues… no, no.

—Si había desayunado. ¿Verdad que es todo un detalle?

—Desde luego —responde Jerome. Todavía no se puede creer que la mujer alegre y vital con la que cenó haya muerto. Recuerda cómo le brillaban los ojos cuando reía e imitaba burlonamente el pues sí de Bill. Ahora habla por teléfono con una mujer a quien no conoce, una mujer muy rara a juzgar por su voz. Tiene la impresión de que mantener una conversación con ella es como desactivar una bomba—. Señora, Bill me ha pedido que me pase por ahí.

—¿Vendrá contigo?

—Ahora mismo no puede. Tiene otras cosas que hacer.

Otro silencio, y a continuación, con un susurro tan leve y tímido que Jerome apenas lo oye, Holly pregunta:

—¿Eres de fiar? Porque la gente me da miedo, ¿sabes? Me da mucho miedo.

—Sí, señora, soy de fiar.

—Quiero ayudar al señor Hodges. Quiero ayudarlo a atrapar al culpable. Ese hombre debe de estar loco, ¿no crees?

—Sí —contesta Jerome.

Al fondo del pasillo empieza otra canción, y dos niñas —Barbara y su amiga Hilda— prorrumpen en animados chillidos casi tan agudos como para romper un cristal. Jerome piensa en el griterío al unísono de tres mil o cuatro mil Barbs y Hildas mañana por la noche y da gracias a Dios por que sea su madre quien ha asumido esa obligación.

—Puedes venir, pero no sé cómo dejarte entrar —dice ella—. Mi tío Henry ha puesto la alarma antirrobo al irse, y no conozco el código. Me parece que además ha cerrado la verja.

—Eso ya lo tengo resuelto —dice Jerome.

—¿Cuándo vendrás?

—Puedo estar ahí dentro de media hora.

—Si hablas con el señor Hodges, ¿puedes decirle algo de mi parte?

—Cómo no.

—Dile que yo también estoy triste. —Hace una pausa—. Y que me tomo el Lexapro.

27

A última hora de la tarde de ese miércoles Brady ocupa una habitación en un gigantesco Motel 6 cerca del aeropuerto, entregando una de sus tarjetas de crédito a nombre de Ralph Jones. Lleva una maleta y una mochila. La mochila contiene una sola muda, que es lo único que necesita para las pocas horas que le quedan de vida. En la maleta ha puesto el cojín con el rótulo APARCAMIENTO DE CULO, la bolsa de orina Urinesta, una foto enmarcada, varios conmutadores de fabricación casera (calcula que necesitará solo uno, pero nunca está de más ser precavido), la Cosa Dos, varias bolsas herméticas llenas de bolas de cojinetes, y explosivo casero suficiente para hacer volar hasta las nubes el motel y el aparcamiento contiguo. Regresa a su Subaru, saca un objeto mayor (con cierto esfuerzo, apenas ha cabido), lo lleva a la habitación y lo apoya contra la pared.

Se tumba en la cama. Al posar la cabeza en la almohada tiene una sensación extraña. De desnudez. Y un tanto sexual, por alguna razón.

«He tenido una racha de mala suerte, pero ya me he librado de ella y sigo en pie».

Cierra los ojos. No tarda en roncar.

28

Jerome detiene su Wrangler casi tocando la verja cerrada del 729 de Lilac Drive, se apea y pulsa el timbre. Tiene una razón para estar ahí si alguien de la patrulla de seguridad de Sugar Heights le da el alto y se lo pregunta, pero solo le servirá si la mujer que hay dentro lo confirma, y no sabe hasta qué punto puede contar con eso. En su anterior conversación con ella se ha quedado con la impresión de que no anda muy bien de la cabeza. En cualquier caso, no se amedrenta, y cuando lleva un momento ahí plantado, actuando como si tuviera todo el derecho a estar ante esa verja —en pocas ocasiones se ha sentido tan negro—, Holly contesta.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Jerome, señora Gibney. El amigo de Bill Hodges.

Tras una pausa tan larga que Jerome está a punto de volver a pulsar el botón, ella pregunta:

—¿Tienes el código de la verja?

—Sí.

—De acuerdo. Y si eres amigo del señor Hodges, supongo que puedes llamarme Holly.

Jerome introduce el código y la verja se abre. La atraviesa con el coche y la ve cerrarse a sus espaldas. De momento todo va bien.

Holly, junto a la puerta, lo observa por una de las ventanas contiguas, como un preso en la zona de visita de una cárcel de alta seguridad. Lleva una bata sobre el pijama y el pelo alborotado. Por un instante Jerome imagina una situación espantosa: ella pulsa el botón de la alarma antirrobo en el panel (que casi con toda seguridad tiene al alcance de la mano), y cuando llegan los vigilantes, acusa a Jerome de intento de robo. O de ser un posible violador con el fetiche del pijama de franela.

La puerta está cerrada. Él la señala. Por un momento Holly se queda ahí inmóvil como un robot sin batería. A continuación, retira el pasador. Un penetrante pitido se inicia cuando Jerome abre la puerta, y ella retrocede varios pasos, llevándose las dos manos a la boca.

—¡No permitas que me meta en un lío! ¡No quiero meterme en un lío!

Está el doble de nerviosa que él, y eso tranquiliza a Jerome. Introduce el código de la alarma antirrobo y pulsa TODO SEGURO. El pitido cesa.

Holly, con el pelo colgando en torno a la cara como alas húmedas, se deja caer en una recargada silla que, por su aspecto, debe de costar lo suficiente para pagar un año en una buena universidad (aunque quizá no en Harvard).

—Este ha sido el peor día de mi vida —dice—. Pobre Janey. Pobre pobre Janey.

—Lo siento.

—Pero al menos no ha sido culpa mía. —Lo mira con una débil y lastimosa expresión de desafío—. Nadie puede decir que lo sea. Yo no he hecho nada.

—Claro que no —dice Jerome.

La respuesta le sale un tanto forzada, pero ella esboza una parca sonrisa, así que quizá no lo haya notado.

—¿Cómo está el señor Hodges? Es muy… muy muy buen hombre. Pese a que no le cae bien a mi madre. —Se encoge de hombros—. Pero ¿a ella quién le cae bien?

—Está perfectamente —contesta Jerome, aunque lo duda mucho.

—Eres negro —dice ella, observándolo con los ojos muy abiertos.

Jerome se mira las manos.

—Sí lo soy, ¿verdad que sí?

Ella suelta una aguda carcajada.

—Lo siento. Ha sido una grosería. Me parece bien que seas negro.

—Lo negro mola —dice Jerome.

—Claro que sí. Y tanto que mola. —Se pone en pie, se mordisquea el labio inferior y luego le tiende bruscamente la mano con un evidente esfuerzo de voluntad—. Chócala, Jerome.

Él le da un apretón. Le nota la palma de la mano pegajosa. Es como estrechar la pata de un animal pequeño y timorato.

—Tenemos que darnos prisa. Si mi madre y el tío Henry vuelven y te encuentran aquí, me veré en un lío.

«¿Tú? —piensa Jerome—. ¿Y qué me dices del chico negro?».

—La mujer que vivía aquí era también tu prima, ¿no?

—Sí. Olivia Trelawney. La última vez que la vi estaba en la universidad. Mi madre y ella nunca se llevaron bien. —Lo mira con actitud solemne—. Me vi obligada a dejar los estudios. Tenía problemas.

Jerome no duda que los tenía. Ni que los tiene. Aun así, hay algo en ella que le gusta. A saber qué. Desde luego no es esa risa que da tanta grima como el chirrido de unas uñas contra una pizarra.

—¿Sabes dónde está el ordenador?

—Sí, te lo enseñaré. ¿Podrás darte prisa?

«Más me vale», piensa Jerome.

29

El ordenador de la difunta Olivia Trelawney está protegido con contraseña, lo cual es una tontería, porque cuando Jerome mira debajo del teclado, ve ahí escrito en rotulador OTRELAW.

Holly, sacudiéndose nerviosamente el cuello de la bata en el umbral de la puerta, murmura algo que él no alcanza a oír.

—¿Eh?

—Te preguntaba qué buscas.

—Lo sabrás si lo encuentro.

Abre la ventana de búsqueda y escribe en la casilla LLANTO DE BEBÉ. Ningún resultado. Prueba con LLANTO DE NIÑO. Nada. Prueba con GRITO DE MUJER. Nada.

—Podría ser un archivo oculto. —Esta vez Jerome la oye claramente porque le habla casi al oído. Se sobresalta un poco, pero Holly no se da cuenta. Inclinada, con las manos apoyadas en las rodillas cubiertas por la bata, mantiene la mirada fija en el monitor de Olivia—. Prueba con ARCHIVO AUDIO.

Es una buena idea, y Jerome sigue el consejo. Pero no sale nada.

—Vale —dice ella—. Ve a PREFERENCIAS DEL SISTEMA y mira en SONIDO.

—Holly, eso solo controla las entradas y salidas de señal. Cosas así.

—Vale, evidente. Pruébalo de todos modos. —Ha dejado de morderse los labios.

Jerome obedece. Bajo SALIDA, el menú contiene USB AUDIO, AURICULARES y CONTROLADOR DE SONIDO. Bajo ENTRADA, están MICRÓFONO INTERNO y ENTRADA DE LÍNEA. Nada que él no previera.

—¿Alguna otra idea? —pregunta Jerome.

—Abre EFECTOS DE SONIDO. Ahí a la izquierda.

Jerome se vuelve hacia ella.

—Oye, tú entiendes de esto, ¿a que sí?

—Hice un curso de informática. Desde casa. Por Skype. Fue interesante. Venga, sigue. Mira en EFECTOS DE SONIDO.

Jerome accede, y parpadea ante lo que ve. Además de RANA, VIDRIO, PING, PLOP y RONRONEO —los sospechosos habituales—, aparece el archivo FANTASMAS.

—Ese nunca lo había visto.

—Yo tampoco. —Holly sigue sin mirarlo a la cara, pero, por lo demás, su actitud ha cambiado notablemente. Acercando una silla, se sienta junto a él y se remete el pelo lacio por detrás de las orejas—. Y me conozco los programas de Mac del derecho y el revés.

—Déjate llevar por tu lado malvado —dice Jerome, y levanta una mano.

Sin apartar la vista de la pantalla, Holly le choca los cinco.

—Tócala, Sam.

Él sonríe.

Casablanca.

—Sí. He visto esa película setenta y tres veces. Tengo un Diario de Cine. Anoto ahí todo lo que veo. Mi madre dice que eso es un trastorno obsesivo compulsivo.

—La vida es un trastorno obsesivo compulsivo —señala Jerome.

Sin sonreír, Holly contesta:

—Déjate llevar por tu lado malvado.

Jerome señala con el cursor FANTASMAS y pulsa la tecla intro. Por los altavoces, a ambos lados del ordenador de Olivia, un bebé empieza a gimotear. Eso no altera a Holly; no se aferra al hombro de Jerome hasta que oye gritar a una mujer: «¿Por qué le dejaste asesinar a mi hija?».

—¡Joder! —exclama Jerome, y coge a Holly de la mano. Ni siquiera se detiene a pensarlo, y ella no la retira. Miran la pantalla como si le hubieran salido dientes y los hubiera mordido.

Tras un momento de silencio, el bebé empieza a llorar otra vez. La mujer vuelve a gritar. El programa inicia un tercer ciclo y luego se detiene.

Por fin Holly lo mira a la cara con los ojos tan abiertos que parecen a punto de salírsele de las órbitas.

—¿Sabías que iba a pasar esto?

No, por Dios. —Algo sí esperaba, o de lo contrario Bill no lo habría mandado allí, pero ¿eso?—. ¿Puedes averiguar algún dato sobre ese programa, Holly? ¿Cuándo se instaló, por ejemplo? Si no puedes, no te preo…

—Aparta.

A Jerome se le dan bien los ordenadores, pero Holly maneja el teclado como si fuera un Steinway. Tras investigar durante unos minutos, dice:

—Parece que se instaló el 1 de julio del año pasado. Ese día se instalaron muchas cosas.

—Podría haberse programado para sonar en ciertos momentos, ¿no? ¿Un ciclo de tres veces y se interrumpe?

Ella le lanza una mirada de impaciencia.

—Por supuesto.

—¿Y entonces por qué ya no suena? O sea, vosotros habéis estado en esta casa. Lo habríais oído.

Con un desenfrenado cliqueo de ratón, Holly le muestra otra cosa.

—Esto yo ya lo había visto. Es un programa esclavo, oculto en los contactos de correo electrónico. Seguro que Olivia no sabía que estaba aquí. Se llama Espejo. No puede utilizarse para encender un ordenador, o eso creo, pero si el ordenador está encendido, puedes manejarlo todo desde tu propio ordenador. Abrir archivos, leer los e-mails, ver el historial de búsquedas… o desactivar programas.

—Como, por ejemplo, después de muerta —dice Jerome.

—Uf. —Holly hace una mueca.

—¿Por qué lo habrá dejado aquí el tipo que lo instaló? ¿Por qué no lo borró por completo?

—No lo sé. Quizá se olvidó. Yo me olvido continuamente de las cosas. Mi madre dice que me olvidaría la cabeza si no la tuviera pegada al cuello.

—Sí, la mía también me lo dice. Pero ¿quién será ese tipo? ¿De quién estamos hablando?

Holly se detiene a pensar. Jerome también. Y después de unos cinco segundos, los dos hablan a la par.

—Su técnico informático —dice Jerome a la vez que Holly dice—: Su ciberexperto.

Jerome empieza a registrar los cajones de la mesa del ordenador de Olivia, buscando una factura de un servicio informático, un recibo con el sello PAGADO o una tarjeta de visita. Debería haber al menos una de esas cosas, pero no encuentra ninguna. Se arrodilla y se mete bajo la mesa, en el espacio para las piernas. Ahí tampoco encuentra nada.

—Mira en la nevera —sugiere a Holly—. A veces la gente cuelga cosas ahí, con imanes.

—Hay un montón de imanes en la nevera —responde Holly—, pero solo una tarjeta de una inmobiliaria y otra de la compañía de seguridad Vigilante. Janey debió de quitar todo lo demás. Probablemente lo tiró a la basura.

—¿Hay una caja fuerte?

—Imagino que sí, pero ¿por qué iba mi prima a guardar la tarjeta de visita de su técnico informático en la caja fuerte? No es que valga dinero ni nada por el estilo.

—Ya —coincide Jerome—. Eso es verdad.

—Si hubiera tenido una tarjeta, la habría dejado al lado del ordenador. No la habría escondido. ¡Pero si hasta apuntó la contraseña debajo mismo del maldito teclado!

—Menuda tontería —comenta Jerome.

—Desde luego. —De pronto Holly parece caer en la cuenta de lo cerca que están. Se levanta y vuelve a la puerta. Empieza a sacudirse otra vez el cuello de la bata—. ¿Y ahora qué vas a hacer?

—Mejor será que llame a Bill, imagino.

Saca el móvil, pero antes de que pueda telefonear, ella pronuncia su nombre. Jerome la mira, ahí de pie en el umbral con su holgada ropa de andar por casa, visiblemente desorientada.

—Debe de haber tropecientos técnicos informáticos en esta ciudad —comenta Holly.

No tantos ni remotamente, pero sí muchos. Jerome lo sabe, y Hodges también, porque fue el propio Jerome quien se lo dijo.

30

Hodges escucha con atención todo lo que Jerome le cuenta. Le complace oír a Jerome elogiar a Holly (y espera que a Holly la complazca también, si está oyéndolo), pero lo defrauda en extremo que no exista vía de acceso al informata que manipuló el ordenador de Olivia. Jerome piensa que Janey tiró a la basura la tarjeta de visita del informata en cuestión. Hodges, con la mente adiestrada para la suspicacia, sospecha que Mr. Mercedes se aseguró de que Olivia no tuviera ninguna tarjeta. Solo que eso no cuadra. ¿No le habría pedido ella una tarjeta si se quedó contenta con el trabajo del técnico? ¿Y no la habría guardado a mano? A menos que…

Pide a Jerome que lo ponga con Holly.

—¿Sí? —dice con voz tan débil que Hodges se ve obligado a aguzar el oído.

—Holly, ¿no hay una libreta de direcciones en el ordenador de Olivia?

—Un momento. —Hodges oye el leve cliqueo del ratón. Cuando Holly vuelve, habla con tono de perplejidad—. No.

—¿Eso es normal?

—Digamos que no.

—¿Podría haber borrado la libreta de direcciones el individuo que instaló las voces de los fantasmas?

—Sí, claro. Fácilmente. Estoy tomándome el Lexapro, señor Hodges.

—Muy bien, Holly. ¿Tiene alguna manera de saber si Olivia utilizaba mucho el ordenador?

—Claro.

—Déjeme hablar con Jerome mientras lo averigua.

Jerome se pone al aparato y se disculpa por no haber podido encontrar más información.

—No, no, habéis hecho un trabajo excelente. Al buscar en el escritorio, ¿no habréis visto una libreta de direcciones física?

—Nada de nada, pero ya casi nadie usa esas cosas; todos los contactos se guardan en los ordenadores y los teléfonos. Eso tú ya lo sabes, ¿no?

Hodges supone que debería saberlo, pero hoy día el mundo avanza demasiado deprisa para él. Ni siquiera sabe programar su grabador de vídeo digital.

—No cuelgues. Holly quiere hablar contigo otra vez.

—Holly y tú os entendéis muy bien, veo.

—Hay buen rollo, sí. Te la paso.

—Olivia tenía montones de programas y muchas webs en favoritos —explica Holly—. Era muy aficionada a Hulu y el Huffington Post. Y en cuanto a su historial de búsquedas… me da la impresión de que pasaba aún más tiempo que yo navegando, y eso que yo me conecto mucho.

—Holly, ¿por qué una persona que depende tanto del ordenador no tiene a mano la tarjeta de un servicio de mantenimiento?

—Porque ese hombre se coló aquí después de su muerte y se la llevó —contesta Holly en el acto.

—Es posible, pero piense en los riesgos… sobre todo habiendo en el vecindario servicio de seguridad. Tendría que conocer el código de la verja, el código de la alarma antirrobo… y aun así, necesitaría una llave de la casa… —Su voz se apaga gradualmente.

—¿Señor Hodges? ¿Sigue ahí?

—Sí. Y venga, tutéame.

Pero ella no se anima. Quizá no es capaz.

—Señor Hodges, ¿ese hombre es una de esas mentes criminales superiores? ¿Como los malos en las películas de James Bond?

—Sencillamente está loco, creo yo. —Y como está loco, puede que sea indiferente al riesgo. Prueba de ello es el riesgo que corrió en el Centro Cívico, arremetiendo contra esa muchedumbre.

Así y todo, eso no es del todo convincente.

—Póngame con Jerome otra vez, ¿quiere?

Holly así lo hace, y Hodges dice a Jerome que es hora de marcharse antes de que la tía Charlotte y el tío Henry regresen y lo sorprendan dándose el lote informáticamente con Holly.

—¿Qué vas a hacer, Bill?

Hodges mira la calle, donde el crepúsculo ha empezado a oscurecer los colores del día. Son cerca de las siete.

—Consultar con la almohada —dice.

31

Antes de acostarse, Hodges pasa cuatro horas delante del televisor, viendo programas que llegan perfectamente a sus ojos pero se desintegran antes de llegar al cerebro. Procura dejar la mente en blanco, porque es así como se abre la puerta para que entre la idea correcta. La idea correcta siempre surge como resultado de la conexión correcta, y hay una conexión aún por establecerse; lo presiente. Quizá más de una. No se permitirá pensar en Janey. Más adelante, sí, pero por ahora ella no haría más que entorpecerlo.

El ordenador de Olivia Trelawney es el quid de la cuestión. Le implantaron sonidos fantasmales, y el sospechoso más probable es su técnico informático. ¿Por qué no tenía ella su tarjeta, pues? Ese individuo pudo borrar la libreta de direcciones del ordenador por acceso remoto —y Hodges está casi seguro de que así fue—, pero ¿entró en la casa para robar la puta tarjeta de visita después de morir ella?

Recibe una llamada de un reportero de un periódico. Luego lo telefonea otro de Canal Seis. Después de una tercera llamada de un medio de comunicación, Hodges apaga el teléfono. Desconoce quién ha facilitado su número de móvil, pero espera que el responsable se haya embolsado un buen dinero por la información.

Otra cosa acude una y otra vez a su mente, otra cosa que no tiene nada que ver con nada: «Cree que ellos viven entre nosotros».

Echa una ojeada a sus anotaciones para refrescarse la memoria y encuentra la frase: es del señor Bowfinger, el redactor de tarjetas de felicitación. Bowfinger y él estaban sentados en hamacas, y Hodges recuerda que agradeció la sombra. Eso fue durante su serie de interrogatorios en el vecindario, cuando buscaba a alguien que pudiera haber visto un vehículo sospechoso en la calle.

«Cree que ellos viven entre nosotros».

Bowfinger se refería a la señora Melbourne, la vecina de enfrente. La señora Melbourne, miembro de una organización de aficionados a la observación de ovnis llamada CNIFA, Comité Nacional de Investigaciones sobre Fenómenos Aéreos.

Hodges decide que esa evocación es solo uno de esos ecos, como los acordes de una canción pegadiza, que pueden empezar a resonar en un cerebro estresado. Se desnuda y se acuesta, y Janey se le aparece, Janey arrugando la nariz y diciendo pues sí, y por primera vez desde la infancia llora hasta quedarse dormido.

Despierta en la madrugada del jueves, echa una meada y se dispone a regresar a la cama, pero de pronto se detiene con los ojos muy abiertos. Lo que ha estado buscando, la conexión, cobra forma súbitamente ante él, clara como el agua.

Uno no se molesta en guardarse una tarjeta de visita si no la necesita.

¿Y si ese individuo no trabajaba por su cuenta, al frente de un pequeño negocio en su propia casa, sino para una empresa? En tal caso, uno podía llamar al número de la empresa siempre que le hiciera falta, porque debía de ser fácil de memorizar, algo como 555-99999, o cualesquiera que fuesen los dígitos convertibles en la palabra INFORMAT.

Si el individuo trabajaba para una empresa, atendería los servicio a domicilio con un coche de la empresa.

Hodges vuelve a la cama, convencido de que esta vez se quedará en vela, pero sí lo vence el sueño.

Piensa: Si tenía explosivo suficiente para volar mi coche, debe de tener más.

Luego vuelve a dormirse.

Sueña con Janey.