1
Brady Hartsfield no necesita mucho tiempo para decidir cómo envenenar al compañero canino de Jerome Robinson, Odell. Resulta oportuno el hecho de que Brady sea también Ralph Jones, un individuo imaginario lo bastante real —y provisto de una tarjeta Visa con un límite de crédito bajo— para comprar artículos en sitios como Amazon y eBay. La mayoría de la gente no sabe lo fácil que es inventar una identidad falsa utilizable en internet. Basta con pagar las facturas. Si no las pagas, todo puede desvelarse precipitadamente.
Bajo el nombre de Ralph Jones encarga una lata de un kilo de raticida y da la dirección de entrega de Ralphie, la oficina del servicio de correos Speedy Postal, que está cerca de Discount Electronix.
El principio activo del raticida es la estricnina. Brady consulta en internet los síntomas del envenenamiento por estricnina y le complace descubrir que Odell pasará un mal rato. Unos veinte minutos después de ingerirla, empiezan a producirse espasmos musculares en el cuello y la cabeza. Enseguida se propagan por el resto del cuerpo. La boca se dilata en una sonrisa (al menos en los humanos; en cuanto a los perros, Brady no sabe). Puede haber vómitos, pero para entonces gran parte del veneno se ha absorbido ya y es demasiado tarde. Las convulsiones se imponen y se agravan hasta que la columna vertebral se convierte en un arco duro y permanente. A veces el espinazo incluso llega a partirse. Cuando sobreviene la muerte —ya un alivio, Brady no lo duda— es resultado de la asfixia. Las vías neurales encargadas de conducir el aire a los pulmones desde el mundo exterior sencillamente dejan de actuar.
Brady se consume de impaciencia.
Al menos no será una espera larga, se dice mientras apaga sus siete ordenadores y sube por la escalera. El paquete estará aguardándolo la próxima semana. La mejor manera de dárselo al perro, piensa, sería en una jugosa bola de carne picada. A todos los perros les gusta la carne picada, y Brady sabe exactamente cómo va a administrar el manjar a Odell.
Barbara Robinson, la hermana menor de Jerome, tiene una amiga que se llama Hilda. Las dos niñas frecuentan Zoney’s GoMart, un pequeño supermercado a un par de manzanas de la casa de los Robinson. Dicen que es porque les gustan los granizados de uva, pero en realidad lo que les gusta es reunirse allí con sus amiguitas. Media docena de chiquillas, sentadas en el murete de piedra al fondo del aparcamiento de la tienda, con capacidad para cuatro coches, cotillean, se ríen e intercambian chuches. Brady las ha visto muchas veces al pasar por allí con la camioneta de Mr. Tastey. Las saluda con la mano y ellas le corresponden debidamente.
Todo el mundo aprecia al heladero.
La señora Robinson autoriza estas escapadas una o dos veces por semana (en Zoney’s no circula droga, cosa que probablemente ha investigado ella en persona), pero ha dado su aprobación con ciertas condiciones, que Brady ha deducido sin mayor problema. Barbara nunca puede ir sola; siempre debe volver al cabo de una hora; su amiga y ella deben llevarse siempre a Odell. En GoMart no se admiten perros, y por tanto Barbara lo deja atado al tirador de la puerta de los lavabos exteriores mientras Hilda y ella entran a comprar sus granizados de uva.
Es entonces cuando Brady —al volante de su coche particular, un Subaru totalmente anónimo— lanzará a Odell la bola de carne picada letal. Es un perro grande; quizá aguante unas veinticuatro horas. Brady espera que así sea. El dolor tiene una propiedad transitiva que queda bien expresada por el axioma: La mierda siempre cae hacia abajo. Cuanto más sufra Odell, más sufrirán la negrita y su hermano mayor. Jerome transmitirá su pena al expoli gordo, más conocido como Gustavo William Hodges, y el expoli gordo comprenderá que la muerte del perro es culpa suya, el desquite por enviar a Brady ese mensaje indignante e irrespetuoso. Cuando Odell muera, el expoli gordo sabrá…
A medio camino del piso de arriba, escuchando los ronquidos de su madre, Brady cae de pronto en la cuenta y se detiene con los ojos desorbitados.
El expoli gordo lo sabrá.
Y ese es el problema, ¿o no? Porque los actos tienen consecuencias. Es la razón por la que Brady puede fantasear con el envenenamiento de una remesa del helado que vende a los niños, pero en realidad nunca haría una cosa así. Es decir, no mientras quiera pasar inadvertido, y por ahora eso es lo que quiere.
De momento Hodges no ha acudido a sus colegas del Departamento de Policía con la carta que Brady le mandó. Al principio, Brady pensó que Hodges actuaba así porque quería mantener el asunto entre ellos dos, e intentar acaso seguir la pista al Asesino del Mercedes por su cuenta y conseguir cierta gloria en la jubilación, pero ahora sabe que no es así. ¿Por qué iba a querer seguir la pista el puto Ins. Ret. a Brady si piensa que no es más que un mamarracho?
Brady no se explica cómo ha podido llegar Hodges a esa conclusión cuando él, Brady, sabía lo de la lejía y la redecilla para el pelo, detalles jamás revelados a la prensa, pero por algún motivo esa es su conclusión. Si Brady envenena a Odell, Hodges solicitará la intervención de sus colegas policías. Empezando por Huntley, su antiguo compañero.
Peor aún, eso puede dar una nueva razón para vivir al hombre a quien Brady esperaba inducir al suicidio, frustrando así el objetivo mismo de la carta tan sagazmente redactada. Eso sería del todo injusto. Empujar a la zorra de la Trelawney al abismo había sido para él la mayor emoción de su vida, mucho mayor (por motivos que no entiende, ni le importan) que matar a toda aquella gente con el coche de ella, y deseaba repetirlo. ¡Lograr que el investigador a cargo de su caso se matara! ¡Ese sí sería un gran triunfo!
Brady, todavía inmóvil en medio de la escalera, se devana los sesos.
«A lo mejor ese gordo cabrón aún se decide a hacerlo —se dice—. Matar al perro podría ser el empujón final que necesita».
Solo que eso no acaba de creérselo, y siente en la cabeza una palpitación de advertencia.
Experimenta el repentino impulso de volver a toda prisa al sótano, acceder al Paraguas Azul y exigir al expoli gordo que le explique qué «pruebas ocultas» absurdas son esas para que él, Brady, pueda refutarlas. Pero eso sería un error garrafal. Daría una imagen de desvalimiento, quizá incluso de desesperación.
Pruebas ocultas.
Vete a la mierda, capullo.
¡Pero fui yo! ¡Arriesgué mi libertad! ¡Arriesgué mi vida, y lo hice! ¡No puedes quitarme el mérito! ¡No es justo!
Vuelve a palpitarle la cabeza.
«Imbécil, soplapollas —piensa—, de una manera u otra acabarás pagándolo, pero no antes de morir el perro. A lo mejor también muere tu amigo el negrito. A lo mejor muere toda la familia de negritos. Y después de ellos a lo mejor muere un montón de gente más. Tanta que lo del Centro Cívico parecerá un juego de niños».
Sube a su habitación y se tiende en la cama en calzoncillos. Siente de nuevo un martilleo en la cabeza, le tiemblan los brazos (es como si hubiese ingerido la estricnina él mismo). Yacerá allí atormentado hasta el amanecer, a menos que…
Se levanta y recorre otra vez el pasillo. Permanece ante la puerta abierta de su madre durante casi cuatro minutos; al final se rinde y entra. Se mete en la cama con ella y el dolor de cabeza empieza a remitir casi de inmediato. Quizá sea por el calor, quizá sea por el olor de ella: champú, loción corporal, alcohol. Lo más probable es que sea por las dos cosas.
Ella se vuelve. Tiene los ojos muy abiertos en la oscuridad.
—Ah, cariñito. ¿Tienes una de esas noches?
—Sí. —Siente el calor de las lágrimas en los ojos.
—¿La Pequeña Bruja?
—Esta vez es una Bruja grande.
—¿Quieres que te ayude? —Ella ya sabe la respuesta: palpita contra su vientre—. Tú haces tantas cosas por mí —dice con ternura—. Déjame que yo haga esto por ti.
Brady cierra los ojos. A su madre le apesta el aliento a alcohol. Eso a él ahora no le importa, aunque por lo general lo detesta.
—Vale.
Su madre se ocupa de él con rapidez y destreza. No tarda mucho. Nunca tarda mucho.
—Ya está —dice ella—. Ahora duérmete, cariñito.
Él se duerme, casi al instante.
Cuando despierta en la claridad del amanecer, ella ronca otra vez, con un mechón de pelo húmedo de saliva pegado a la comisura de los labios. Brady se levanta de la cama y vuelve a su habitación. Tiene la cabeza despejada. El matarratas a base de estricnina está de camino. Cuando llegue, envenenará al perro, y le importan un comino las consecuencias. Le importan un comino. En cuanto a esos negritos de zona residencial con nombres de blancos… le traen sin cuidado. El expoli gordo será el siguiente, cuando haya tenido ocasión de experimentar plenamente el dolor de Jerome Robinson y la pena de Barbara Robinson, ¿y qué más da si es un suicidio o no? Lo que cuenta es que él sea el siguiente. Y después de eso…
—Algo grande —dice a la vez que se pone unos vaqueros y una sencilla camiseta blanca—. Un final glorioso.
En qué consistirá ese final no lo sabe todavía, pero da igual. Tiene tiempo, y antes necesita hacer otra cosa. Necesita echar por tierra las supuestas «pruebas ocultas» de Hodges y convencerlo de que él, Brady, es en efecto el Asesino del Mercedes, el monstruo que Hodges no logró atrapar. Necesita restregárselo hasta que le duela. Lo necesita también porque si Hodges se cree esas falsas «pruebas ocultas», deben de creérselas igualmente los otros polis, los polis de verdad. Eso es inaceptable. Necesita…
—¡Credibilidad! —exclama Brady a la cocina vacía—. ¡Necesito credibilidad!
Se dispone a prepararse el desayuno: beicon y huevos. Quizá el olor flote escalera arriba hasta su madre y la tiente a bajar. Si no, poco importa. Ya se comerá él su parte. Está famélico.
2
Esta vez sí da resultado, aunque cuando Deborah Ann aparece, todavía está atándose el cinturón de la bata y medio dormida. Tiene los ojos ribeteados, las mejillas pálidas y el pelo disparado en todas direcciones. Ya no padece resacas propiamente dichas —su cerebro y su cuerpo se han acostumbrado al alcohol—, pero se pasa las mañanas un tanto descentrada, viendo concursos y tomando antiácidos. A eso de las dos, cuando empieza a ver con mayor nitidez los contornos del mundo, se sirve la primera copa del día.
Si recuerda lo ocurrido anoche, no hace ningún comentario al respecto. Pero la verdad es que nunca menciona esos episodios. Como tampoco él los menciona.
«De la misma manera que nunca hablamos de Frankie —piensa Brady—. Y si habláramos, ¿qué diríamos? ¿Caray, qué lástima, aquella caída suya?».
—Huele bien —dice ella—. ¿Hay algo para mí?
—Todo lo que quieras. ¿Café?
—Por favor. Con mucho azúcar.
Se sienta a la mesa y fija la mirada en el televisor que hay en la encimera. No está encendido, pero ella fija la mirada en la pantalla igualmente. A Brady no le extrañaría que creyera que sí está encendido.
—No te has puesto el uniforme —dice ella, refiriéndose a la camisa azul con el rótulo DISCOUNT ELECTRONIX en el bolsillo.
Brady tiene tres colgadas en el armario. Se las plancha él mismo. Al igual que la aspiradora y la colada, tampoco la plancha forma parte del repertorio de su madre.
—No entro hasta las diez —contesta él, y como si las palabras fueran un conjuro mágico, su teléfono despierta y empieza a desplazarse por efecto de la vibración a lo ancho de la encimera. Lo coge justo antes de que caiga al suelo.
—No lo cojas, cariñito. Haz como si hubiéramos salido a desayunar.
Es tentador, pero a Brady le resulta tan imposible dejar sonar un teléfono como renunciar a sus planes confusos y siempre cambiantes para realizar un acto apoteósico de destrucción. Mira el identificador de llamada y no le sorprende ver TONES en el visor. Anthony Frobisher alias «Tones», el gran capitoste de Discount Electronix (en la sucursal del centro comercial de Birch Hill).
Coge el teléfono y dice:
—Hoy entro más tarde, Tones.
—Lo sé, pero necesito que hagas un servicio a domicilio. Lo necesito mucho, mucho. —Tones no puede obligar a Brady a aceptar un servicio el día que entra más tarde, de ahí ese tono lisonjero—. Además, es la señora Rollins, y ya sabes que da propina.
Claro que las da, vive en Sugar Heights. La Ciberpatrulla atiende muchos servicios a domicilio en Sugar Heights, y una de sus clientas —una de las clientas de Brady— era la difunta Olivia Trelawney. Estuvo en su casa dos veces después de empezar a chatear con ella bajo el Paraguas Azul de Debbie, y aquello sí fue un gustazo: ver lo mucho que había adelgazado; ver cómo le temblaban las manos. Por otra parte, tener acceso a su ordenador abrió un sinfín de posibilidades.
—No sé, Tones…
Pero claro que irá, y no solo por las propinas de la señora Rollins. Le complace pasar por delante del 729 de Lilac Drive y pensar: «El responsable de que esa verja esté cerrada soy yo. Lo único que tuve que hacer para darle el empujón final fue añadir un pequeño programa a su Mac».
Los ordenadores son maravillosos.
—Oye, Brady, si atiendes este servicio, hoy te eximo de trabajar en la tienda, ¿qué te parece? Solo tienes que devolver el Escarabajo y luego puedes hacer lo que te dé la gana hasta la hora de poner en marcha ese ridículo carromato de los helados tuyo.
—¿Y Freddi? ¿Por qué no la mandas a ella? —Ahora en una descarada provocación. Si Tones pudiera haber enviado a Freddi, ella estaría ya de camino.
—Hoy no viene; está enferma. Acaba de telefonear. Según dice, tiene la regla y no puede con su alma. Es una trola, eso seguro. Yo lo sé, ella lo sabe, y ella sabe que yo lo sé, pero me denunciará por acoso sexual si yo le llamo la atención al respecto. Ella sabe que eso yo también lo sé.
Su madre lo ve sonreír y le devuelve la sonrisa. Levanta una mano, la cierra y la gira a uno y otro lado: Retuércele los huevos, cariñito. La sonrisa de Brady se ensancha hasta convertirse en una mueca. Quizá su madre sea una borracha, quizá solo cocine una o dos veces por semana, quizá en ocasiones sea peor que un grano en el culo, pero hay momentos en que lee el pensamiento como un libro abierto.
—De acuerdo —dice Brady—. ¿Y si voy en mi propio coche?
—Ya sabes que no puedo darte las dietas por kilometraje para tu vehículo particular —responde Tones.
—Además, es la política de la empresa, ¿no? —dice Brady.
—Bueno… sí.
Schyn S. A., la empresa matriz alemana de DE, cree que los Volkswagen de la Ciberpatrulla son buena publicidad. Freddi Linklatter sostiene que cualquier persona dispuesta a dejar que un tipo al volante de un Escarabajo verde moco le arregle el ordenador está mal de la cabeza, y a este respecto Brady coincide con ella. Así y todo, debe de haber por ahí mucha gente mal de la cabeza, porque servicios a domicilio nunca faltan.
Aunque pocos dan tan buenas propinas como Paula Rollins.
—Vale —dice Brady—, pero me debes una.
—Gracias, colega.
Brady corta la comunicación sin molestarse en decir: «Tú y yo no somos colegas, y los dos lo sabemos».
3
Paula Rollins es una rubia de formas opulentas que vive en una mansión de falso estilo Tudor con dieciséis habitaciones a tres manzanas de la gran casa de la difunta señora T. Dispone de todas esas habitaciones para ella sola. Brady no sabe exactamente de dónde sale el dinero, pero supone que es la segunda o tercera exesposa trofeo de algún ricacho, y que salió muy bien parada en el divorcio. A lo mejor al principio el individuo, encandilado por sus tetas, pasó por alto el acuerdo prematrimonial. A Brady todo eso le trae sin cuidado; él solo sabe que la mujer tiene pasta suficiente para dar buenas propinas y nunca se le ha insinuado. Eso está bien. Él no tiene ningún interés en las opulentas formas de la señora Rollins.
Aun así, lo agarra de la mano y poco menos que lo obliga a entrar en la casa a tirones.
—¡Ah… Brady! ¡Gracias a Dios!
Parece una mujer rescatada de una isla desierta después de tres días sin comida ni agua, pero Brady ha percibido en su voz una breve pausa antes de pronunciar su nombre, el tiempo justo para echar un rápido vistazo a su camisa y leerlo, a pesar de que él ya ha estado ahí cinco o seis veces. (También Freddi, dicho sea de paso; Paula Rollins es una maltratadora en serie de ordenadores). No le importa que ella no lo recuerde. Brady prefiere ser olvidable.
—Es que… ¡No sé qué pasa!
Como si esa descerebrada supiera alguna vez qué pasa. En su última visita, hace seis semanas, se trataba de un «error grave del sistema», y ella estaba convencida de que un virus informático había engullido todos sus archivos. Brady, con suma delicadeza, la obligó a salir del despacho y prometió (sin darle muchas esperanzas) hacer lo que estuviera en sus manos. Luego se sentó, reinició el ordenador y navegó durante un rato antes de llamarla y decirle que había conseguido resolver el problema por los pelos. Media hora más, dijo, y sus archivos habrían desaparecido realmente. Ella le había dado una propina de ochenta dólares. Esa noche su madre y él salieron a cenar y compartieron una botella de champán que no estaba nada mal.
—Cuénteme qué ha pasado —dice Brady con la seriedad de un neurocirujano.
—Yo no he hecho nada —gimotea ella. Siempre gimotea. Como muchos de sus clientes en los servicios a domicilio. Y no solo las mujeres. Nada amedrenta tanto a un ejecutivo de alto rango como la posibilidad de que todos los datos guardados en su MacBook se hayan ido al más allá.
Lo arrastra por el salón (tan largo como un vagón restaurante) hasta el despacho.
—Aquí limpio yo misma, nunca dejo entrar aquí a la asistenta. Hoy he hecho los cristales, he pasado la aspiradora… y luego, cuando me he sentado a mirar el correo, ¡el maldito ordenador ni siquiera ha arrancado!
—Mmm. Qué raro.
Brady sabe que en casa de la señora Rollins una hispana se ocupa de las tareas domésticas, pero por lo visto la criada no tiene acceso al despacho. Y mejor para ella, porque Brady ya ha detectado el problema, y si hubiera sido la causante, probablemente la habrían despedido.
—¿Puedes arreglarlo, Brady? —Gracias a las lágrimas que anegan los grandes ojos azules de la señora Rollins, estos parecen más grandes que nunca. De pronto acuden a la memoria de Brady imágenes de Betty Boop en esos viejos episodios de dibujos animados que pueden verse en YouTube. Piensa ¡Pup-pup-pe-dup!, y contiene la risa.
—Al menos lo intentaré —contesta aguerridamente.
—Tengo que ir a casa de Helen Wilcox, que vive aquí mismo, en la acera de enfrente —dice la señora Rollins—, pero enseguida vuelvo. Hay café recién hecho en la cocina, si quieres.
Dicho esto, lo deja solo en su lujosa mansión, y a saber cuántas joyas valiosas habrá desperdigadas por el piso de arriba. Pero no existe el menor riesgo. Brady nunca robaría a un cliente en un servicio a domicilio. Podían sorprenderlo con las manos en la masa. O incluso si eso no ocurría, ¿quién sería el sospechoso lógico? La respuesta es obvia. No salió impune después de segar las vidas de aquellos idiotas que buscaban empleo en el Centro Cívico solo para acabar detenido por robar unos pendientes de diamantes de los que ni siquiera sabría cómo deshacerse.
Espera a que se cierre la puerta trasera y luego va al salón para observarla mientras se aleja, en compañía de sus tetas de primera magnitud, hacia la acera de enfrente. Cuando la pierde de vista, vuelve al despacho, se pone a gatas bajo el escritorio y enchufa el ordenador. La señora Rollins debe de haberlo desenchufado para pasar la aspiradora y después ya no se ha acordado de conectarlo.
Aparece la ventana que pide la contraseña. A bulto, por pasar el rato, escribe PAULA, y sale la pantalla del escritorio, con todos sus archivos. «Dios mío, hay que ver lo tonta que es la gente», piensa.
Entra en el Paraguas Azul de Debbie para ver si el expoli gordo ha escrito algo más. No hay nada, pero Brady, impulsivamente, decide enviar un mensaje al Ins. Ret. Total, ¿por qué no?
En el instituto descubrió que a él no le sirve dar muchas vueltas a las cosas a la hora de escribir. Si piensa demasiado, muchas ideas surgen en su cabeza y empiezan a superponerse. Es mejor disparar sin más. Así escribió a Olivia Trelawney —un momento de pasión, nena—, y también así escribió a Hodges, aunque el mensaje al expoli gordo lo repasó un par de veces para cerciorarse de que no había incoherencias de estilo.
Ahora escribe con ese mismo estilo, pero recordándose que le conviene ser conciso.
¿Cómo sabía yo, si no, lo de la redecilla para el pelo y la lejía, inspector Hodges? ESOS DETALLES sí eran pruebas ocultas, porque nunca aparecieron en los periódicos ni en la televisión. Dice usted que no es tonto pero LE ASEGURO QUE A MÍ ME LO PARECE. Me da la impresión de que a fuerza de ver tanto la tele se le ha podrido el cerebro.
¿QUÉ pruebas ocultas?
CONTESTE SI SE ATREVE.
Brady vuelve a leerlo e introduce un cambio: junta las palabras «si no» en la primera frase. No cree que llegue a convertirse en sospechoso, pero sabe que si alguna vez eso ocurre, le pedirán una muestra de escritura. Casi desea poder darles una. Se puso una máscara cuando embistió a la multitud, y se pone otra cuando escribe en su papel de Asesino del Mercedes.
Pulsa ENVIAR y a continuación despliega el historial de la señora Rollins en internet. Se interrumpe por un momento, desconcertado al descubrir varias visitas a Corbatas y Fracs Blancos. Sabe qué es esa web por cierta historia que le contó Freddi Linklatter: un servicio de acompañantes masculinos. Al parecer, Paula Rollins tiene una vida secreta.
Pero ¿acaso no la tiene todo el mundo?
No es asunto suyo. Borra su visita a Bajo el Paraguas Azul de Debbie, abre su maletín de servicio técnico y saca un puñado de chatarra al azar: discos de utilidades, un módem (averiado, pero eso ella no lo sabrá), varios lápices USB y un regulador de voltaje que no tiene nada que ver con la reparación de ordenadores pero queda muy tecnológico. Extrae asimismo un libro de bolsillo de Lee Child, que lee hasta que oye entrar a su clienta por la puerta trasera al cabo de veinte minutos.
Cuando la señora Rollins asoma la cabeza al despacho, el libro ha desaparecido y Brady está recogiendo los trastos sacados al azar. Ella lo obsequia con una sonrisa de preocupación.
—¿Ha habido suerte?
—Al principio pintaba mal —responde Brady—, pero he localizado el problema. El interruptor de arranque estaba mal y eso cerró el circuito anoide. En un caso así, el ordenador está programado para no encenderse, porque si se pusiese en marcha, podría perder usted todos los datos. —La mira muy serio—. El cacharro incluso podría incendiarse. No sería la primera vez que pasa.
—Dios… mío… de mi alma —exclama ella, insuflando dramatismo a cada palabra y llevándose una mano al pecho, muy arriba—. ¿Seguro que ha quedado bien?
—Como salido de fábrica —contesta él—. Compruébelo usted misma.
Brady enciende el ordenador y desvía la mirada educadamente mientras ella introduce su ridícula contraseña. La señora Rollins abre un par de archivos y, sonriente, se vuelve hacia él.
—Brady, eres un regalo del cielo.
—Eso mismo me decía mi madre hasta el día en que tuve edad para comprar cerveza.
La señora Rollins se ríe como si fuera la ocurrencia más graciosa que ha oído en su vida. Brady se ríe con ella, porque lo asalta una repentina visión: se imagina arrodillado sobre los hombros de esa mujer, hundiendo un cuchillo de trinchar en su boca mientras grita.
Casi siente ceder el cartílago.
4
Hodges ha estado accediendo al Paraguas Azul con frecuencia, y ha leído la respuesta del Asesino del Mercedes solo unos minutos después de que Brady pulsara ENVIAR.
Hodges despliega una sonrisa, una amplia sonrisa con la que se le estira la piel y, al desaparecerle las arrugas, casi parece guapo. La relación entre ambos ha quedado oficialmente establecida: Hodges, el pescador; Mr. Mercedes, el pez. Pero un pez ladino, se recuerda, capaz de dar un súbito tirón y romper el sedal. Tendrá que tratarlo con cuidado, recoger el hilo lentamente hacia la barca. Si Hodges lo consigue, si tiene paciencia, Mr. Mercedes antes o después accederá a un encuentro. De eso no le cabe la menor duda.
«Porque si no puede inducirme a quitarme la vida, solo le queda una opción, que es el asesinato».
Para Mr. Mercedes, lo más inteligente sería desaparecer sin más; si lo hiciera, cortaría a Hodges toda vía de acceso. Pero no lo hará. Está furioso, aunque eso solo es parte de la historia, y de hecho una parte pequeña. Hodges se pregunta si Mr. Mercedes es consciente de lo loco que está. Y si es consciente de que ha incluido un dato sólido.
Me da la impresión de que a fuerza de ver tanto la tele se le ha podrido el cerebro.
Hasta esta mañana Hodges solo sospechaba que Mr. Mercedes ha estado vigilando su casa; ahora le consta. Ese hijo de puta ha visitado la calle, y más de una vez.
Coge su bloc y empieza a anotar posibles mensajes de respuesta. Tiene que hacerlo bien, porque el pez siente el anzuelo. El dolor lo enfurece pese a que aún no sabe qué es. Necesita enfadarse mucho más antes de descubrirlo, y eso implica ponerse en peligro. Hodges debe dar un tirón al sedal para afianzar el anzuelo, aun a riesgo de que se rompa el sedal. ¿Qué…?
Recuerda algo que dijo Pete Huntley en la comida, solo un comentario de pasada, y se le ocurre de pronto la solución. Hodges escribe en su bloc, luego reescribe, luego pule. Relee el mensaje acabado y decide que ya vale. Es breve y maligno. «Has olvidado un detalle, mamón —piensa—. Algo que un confesante falso no sabría». Ni un confesante verdadero, dicho sea de paso… a menos que Mr. Mercedes examinara su arma del delito sobre ruedas de arriba abajo antes de subirse, y Hodges está seguro de que no lo hizo.
Si se equivoca, el sedal se rompe y el pez escapa. Pero como dice el dicho: Quien no arriesga no gana.
Quiere enviar el mensaje de inmediato, pero sabe que no conviene. Hay que dejar que el pez nade en círculo un rato más con ese malévolo anzuelo en la boca. La cuestión es qué hacer mientras tanto. La televisión nunca le ha interesado menos.
Tiene una idea —esta mañana le vienen una detrás de otra— y abre el cajón inferior de su escritorio. Hay una caja llena de pequeños cuadernos con la espiral en la parte superior, de los que llevaba antes encima cuando Pete y él andaban interrogando por la calle. Creía que nunca volvería a necesitarlos, pero ahora coge uno y se lo guarda en el bolsillo trasero de los chinos.
Es del tamaño exacto.
5
Se encamina Harper Road abajo. Hacia la mitad de la calle empieza a llamar a las puertas, como en los viejos tiempos. Cruza de una a otra acera, sin saltarse a nadie, desandando el camino. Es un día laborable, pero para su sorpresa son muchas las personas que salen a abrirle. Si bien algunas son amas de casa, muchas son jubilados como él, que han tenido la suerte de haber pagado sus casas antes del desplome de la economía, pero por lo demás no nadan precisamente en la abundancia. No es que vivan día a día, ni siquiera semana a semana quizá, pero sí tienen que hacer cuadrar a fin de mes los gastos en comida y en todos esos medicamentos para viejos.
La explicación de Hodges es sencilla, porque lo sencillo siempre es lo mejor. Dice que han entrado a robar en varias casas a unas manzanas de allí —probablemente adolescentes—, y está comprobando si alguien en el vecindario ha visto algún vehículo que parezca fuera de lugar, y que haya pasado más de una vez. Era probable que circulara incluso por debajo de los cuarenta kilómetros por hora, el límite de velocidad, añade. No necesita decir nada más; todos ven series de policías y saben qué quiere decir «tener marcada una casa».
Les enseña su carnet, donde, bajo la foto, aparece estampado el rótulo RETIRADO en rojo encima del nombre y los datos personales. Pone especial empeño en decir que no, que la policía no le ha encargado esas indagaciones de puerta en puerta (el último de sus deseos es que un vecino telefonee al edificio Murrow, en el centro de la ciudad, para verificar su versión); ha sido idea suya. Al fin y al cabo, también él vive en el barrio y tiene un interés personal en su seguridad.
La señora Melbourne, la viuda cuyas flores tanto fascinaron a Odell, lo invita a entrar a tomar un café y unas galletas. Hodges accede porque se la ve sola. Es su primera verdadera conversación con ella, y enseguida se da cuenta de que es una mujer excéntrica en el mejor de los casos, y una absoluta chiflada en el peor. Aun así, se expresa bien, hay que admitirlo. Le cuenta lo de los todoterrenos negros que ha observado («Con lunas tintadas a través de las cuales no se ve, como en 24»), y le habla de sus antenas especiales. «Oscilantes», las llama, moviendo la mano hacia delante y hacia atrás a modo de aclaración.
—Ajá —dice Hodges—. Permítame tomar nota. —Pasa una hoja y en la nueva escribe: «Tengo que salir de aquí».
—Buena idea —responde ella con un brillo en los ojos—. Tengo que decirle lo mucho que lo sentí cuando su esposa lo abandonó, inspector Hodges. Porque lo abandonó, ¿verdad?
—Estuvimos de acuerdo en que no estábamos de acuerdo —contesta Hodges con una afabilidad que no siente.
—Me alegro de conocerlo en persona y saber que permanece usted alerta. Coja otra galleta.
Hodges consulta su reloj, cierra el cuaderno y se pone en pie.
—Me encantaría, pero será mejor que me ponga en marcha. Tengo hora a las doce.
Ella examina su corpulencia y pregunta:
—¿Con el médico?
—El quiropráctico.
Ella frunce el entrecejo, transformándose su cara en una cáscara de nuez con ojos.
—Piénselo bien, inspector Hodges. Esos crujidores de espaldas son peligrosos. Hay gente que se ha tendido en una de esas camillas y no ha caminado nunca más.
Lo acompaña a la puerta. Cuando Hodges sale al porche, ella dice:
—Yo también estaría atenta al heladero. Esta primavera parece que siempre anda rondando por aquí. ¿Cree que Helados Loeb investiga los antecedentes de las personas que contrata para conducir esas furgonetitas? Espero que sí, porque ese tiene una pinta sospechosa. Podría ser un pedorrastra.
—Seguro que sus conductores tienen referencias, pero ya indagaré.
—¡Otra buena idea! —exclama ella.
Hodges se pregunta qué haría si la señora Melbourne sacara un gancho largo, como en los antiguos espectáculos de vodevil, e intentara obligarlo a entrar otra vez de un tirón. Lo asalta un recuerdo de la infancia: la bruja de Hansel y Gretel.
—Por otra parte… acaba de venirme a la cabeza… últimamente he visto varias camionetas de reparto… Parecen camionetas de reparto, llevan nombres comerciales, pero cualquiera puede inventarse un nombre comercial, ¿no cree?
—Siempre es posible —dice Hodges mientras baja por la escalinata.
—También debería pasarse por el número 17 de esta calle. —Señala cuesta abajo—. Está casi en Hanover Street. Tienen visitas hasta muy tarde y ponen la música muy alta. —Se balancea hacia delante en el umbral de la puerta, casi en una reverencia—. Podría ser un nido de droga, uno de esos fumaderos.
Hodges le da las gracias por el dato y cruza pesadamente la calle. «Todoterrenos negros y el tipo de Mr. Tastey —piensa—. Además de las camionetas de reparto llenas de terroristas de Al Qaeda».
En la acera de enfrente encuentra a un amo de casa, de nombre Alan Bowfinger.
—Pero no me confunda con Goldfinger —dice, e invita a Hodges a sentarse en una de las hamacas en el lado izquierdo de la casa, donde da la sombra. Hodges acepta de buena gana.
Bowfinger le cuenta que se gana la vida creando tarjetas de felicitación.
—Me especializo en las que son un poco corrosivas. Por ejemplo, una que pone por fuera: «¡Feliz cumpleaños! ¿Quién es la más guapa de todas?». Y cuando la abres, contiene una hoja de papel de aluminio con una grieta de arriba abajo en el centro.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es el mensaje?
Bowfinger levanta las manos y forma un marco, como si encuadrara el texto.
—«Tú no, pero te queremos igualmente».
—Es un poco cruel —se aventura a decir Hodges.
—Cierto, pero acaba con una expresión de amor. He ahí la clave para que se venda la tarjeta. Una de cal y otra de arena. Y en cuanto al motivo de su visita, señor Hodges… ¿o debo llamarlo inspector?
—Hoy por hoy basta con «señor».
—Yo solo he visto el tráfico habitual. Ningún vehículo que circulara lentamente aparte de alguna que otra persona buscando una dirección y la camioneta de la heladería cuando los niños salen del colegio. —Bowfinger alza los ojos al cielo—. ¿La señora Melbourne le ha soltado el rollo?
—Bueno…
—Es miembro del CNIFA —aclara Bowfinger—. Es la sigla del Comité Nacional de Investigaciones sobre Fenómenos Aéreos.
—¿Sobre cuestiones meteorológicas? ¿Tornados y formaciones de nubes?
—Platillos voladores. —Bowfinger señala hacia arriba—. Cree que ellos viven entre nosotros.
Hodges dice algo que jamás habría salido de sus labios si siguiera en el servicio activo y llevara a cabo una investigación oficial.
—Según ella, Mr. Tastey podría ser un «pedorrastra».
Bowfinger se ríe de tal modo que se le saltan las lágrimas.
—¡Dios mío! —exclama—. Ese hombre viene por aquí desde hace cinco o seis años, con su camioneta y sus campanillas. ¿Cuántos pedos cree usted que habrá arrastrado en todo ese tiempo?
—A saber —responde Hodges, y se levanta—. Docenas, imagino.
Tiende la mano y Bowfinger se la estrecha. Esa es otra de las cosas que Hodges ha descubierto en la jubilación: sus vecinos tienen personalidades y cosas que contar. Algunos incluso son interesantes.
Cuando se guarda el cuaderno, una mirada de alarma asoma al rostro de Bowfinger.
—¿Qué pasa? —pregunta Hodges, de inmediato alerta.
Bowfinger señala la acera de enfrente y dice:
—¿No habrá comido por casualidad alguna de las galletas de esa mujer?
—Sí. ¿Por qué?
—Yo que usted no me alejaría mucho del váter durante unas horas.
6
Cuando vuelve a su casa, con las plantas de los pies palpitantes y los tobillos dando ya el do de pecho, el piloto del contestador automático parpadea. Es Pete Huntley, y parece eufórico. «Llámame —dice—. Es increíble. Surrealista, joder».
De pronto Hodges tiene la irracional certeza de que Pete y su guapa nueva compañera, Isabelle, al final han atrapado a Mr. Mercedes. Siente una aguda punzada de envidia y de —absurdo pero cierto— ira. Con el corazón acelerado, pulsa la tecla de marcación rápida asignada a Pete, pero su llamada pasa directamente al buzón de voz.
—He recibido tu mensaje —dice Hodges—. Devuélveme la llamada cuando puedas.
Cuelga y se queda ahí sentado, tamborileando con los dedos en el borde del escritorio. Se dice que da igual quién atrape a ese psicópata hijo de puta, pero no es verdad. No da igual. Para empezar, sin duda saldrá a la luz su correspondencia con el mareante (es curioso cómo se le mete a uno esa palabra en la cabeza), y eso puede darle algún que otro quebradero de cabeza. Pero el problema no es ese. El problema es que sin Mr. Mercedes su vida volverá a ser lo que era antes: la televisión por las tardes y el jugueteo con el arma de su padre.
Saca su bloc de papel pautado y empieza a transcribir las notas de su ronda por el vecindario. Al cabo de un par de minutos, echa el bloc de nuevo al interior de la carpeta y la cierra bruscamente. Si Pete e Izzie Jaynes han dado caza al individuo, las camionetas y los siniestros todoterrenos negros de la señora Melbourne importan ya un carajo.
Se plantea entrar en el Paraguas Azul de Debbie y enviar un mensaje a asemerc. «¿Te han pillado?».
Absurdo, pero extrañamente tentador.
Suena el teléfono y lo coge de inmediato, pero no es Pete. Es la hermana de Olivia Trelawney.
—Ah —dice—. Hola, señora Patterson. ¿Qué tal?
—Bien —contesta ella—. Y puede llamarme Janey, ¿recuerda? Yo Janey, usted Bill.
—Janey, eso.
—No parece muy contento de oírme, Bill. —¿Se advierte cierto coqueteo en su voz? Eso sí sería encantador.
—No, no es eso. Sí me alegro de recibir su llamada, pero no tengo nada de qué informar.
—Tampoco yo lo esperaba. Lo llamo por lo de mi madre. La enfermera de Sunny Acres que mejor conoce su caso hace el turno de día en el edificio MCDonald, donde mi madre tiene su pequeña suite. Le pedí que llamara si veía lúcida a mi madre en algún momento. Todavía le pasa.
—Sí, ya me lo dijo.
—Bueno, la enfermera acaba de telefonear para decirme que mi madre está de vuelta, al menos de momento. Es posible que esté despejada durante un día o dos, luego vuelve a irse a las nubes. ¿Todavía está interesado en verla?
—Creo que sí —contesta Hodges con cautela—, pero tendría que ser esta tarde. Estoy esperando una llamada.
—¿Tiene que ver con el hombre que se llevó el coche de mi hermana? —Janey manifiesta una súbita euforia. «Así debería haber reaccionado yo», se dice Hodges.
—Eso es lo que necesito averiguar. ¿Puedo llamarla más tarde?
—Por supuesto. ¿Tiene mi número de móvil?
—Pues sí.
—Pues sí —lo imita ella con cierto tono burlón. Pese a su nerviosismo, Hodges sonríe—. Llámeme en cuanto pueda.
—Eso haré.
Hodges corta la comunicación, y el teléfono vuelve a sonar cuando tiene aún el auricular en la mano. Esta vez sí es Pete, y más eufórico que antes.
—¡Billy! He de volver enseguida… lo tenemos en una sala de interrogatorios. La SI4, de hecho, la que siempre decías que te traía suerte, ¿te acuerdas? Pero es que necesitaba llamarte, joder. Lo tenemos, compañero, ¡lo tenemos!
—¿A quién tenéis? —pregunta Hodges, manteniendo un tono ecuánime. Ahora el corazón le late acompasadamente, pero con tal fuerza que nota las palpitaciones en las sienes: pum, pum, pum.
—¡Al puto Davis! —exclama Pete—. ¿A quién va a ser?
Davis. No Mr. Mercedes, sino Donnie Davis, el asesino de su esposa, tan aficionado a las cámaras. Bill Hodges, aliviado, cierra los ojos. No es la emoción que debería sentir, pero la siente.
—¿El cadáver que encontró el guardabosques cerca de su chalet era, pues, el de Sheila Davis? ¿Estás seguro?
—Afirmativo.
—¿A quién has sobornado para conseguir los resultados de la prueba de ADN tan deprisa?
Cuando Hodges estaba en el cuerpo, podían considerarse afortunados si los resultados de la prueba de ADN llegaban en menos de un mes una vez entregada la muestra, y seis semanas era el término medio.
—¡No necesitamos el ADN! Para el juicio, sí, claro, pero…
—¿Cómo que no…?
—Calla y escucha, ¿vale? Simplemente se ha presentado y ha confesado. Sin abogado, sin justificaciones absurdas. Ha escuchado mientras le leíamos los derechos y ha dicho que no quería abogado. Solo quería desahogarse.
—Santo Dios. ¿Tan dócil como en todos los interrogatorios que le hicimos? ¿Seguro que no está tomándote el pelo, que no está arrastrándote a uno de esos largos juegos suyos?
Pensando que es eso precisamente lo que intentaría Mr. Mercedes si lo trincaran. No solo un juego, sino un largo juego. ¿No es por eso por lo que intenta alternar estilos de redacción en sus ofensivos anónimos?
—Billy, su mujer no ha sido la única víctima. ¿Te acuerdas de aquellos rolletes que tenía a escondidas? ¿Chicas con melena y tetas hinchadas y nombres como Bobbi Sue?
—Claro. ¿Qué pasa con ellas?
—Cuando esto salga a la luz, esas jovencitas van a ponerse de rodillas y dar gracias al cielo por estar vivas todavía.
—No te sigo.
—¡Joe el de la Autopista, Billy! Cinco mujeres violadas y asesinadas en distintas áreas de descanso en la Interestatal entre aquí y Pennsylvania, la primera en 1994 y la última en 2008. ¡Donnie Davis afirma que fue él! ¡Davis es Joe el de la Autopista! Está dando las fechas y los lugares y las descripciones. Todo concuerda. Esto… ¡estoy alucinado!
—Lo mismo digo —contesta Hodges, y es verdad—. Enhorabuena.
—Gracias, pero mi único mérito ha sido venir a trabajar esta mañana. —Pete se echa a reír descontroladamente—. Me siento como si me hubiese tocado el gordo de la lotería.
Hodges no se siente así, pero al menos no ha perdido el gordo de la lotería. Todavía tiene un caso que resolver.
—Tengo que volver, Billy, antes de que ese hombre cambie de idea.
—Sí, sí, pero Pete… antes de ir…
—¿Qué?
—Consíguele un abogado de oficio.
—Esto, Billy…
—Lo digo en serio. Machácalo a preguntas, pero antes de empezar, anúnciale, para dejar constancia, que se ha solicitado la presencia de un abogado. Puedes exprimirlo antes de que se presente alguien en Murrow, pero tienes que hacer las cosas bien. ¿Me oyes?
—Sí, vale. Es un buen consejo. Le diré a Izzy que se ocupe.
—Estupendo. Ahora vuelve allí. Tríncalo.
Pete suelta un auténtico cacareo. Hodges ha leído que hay gente que tiene la risa así, pero hasta ahora nunca se la había oído a nadie, salvo a los gallos.
—¡Joe el de la Autopista, Bill! ¡Joe el de la puta Autopista! ¿Te lo puedes creer?
Cuelga sin dar tiempo a contestar a su excompañero. Hodges se queda sentado donde está durante casi cinco minutos, esperando a que remita un tardío ataque de temblor. A continuación telefonea a Janey Patterson.
—¿No tenía que ver con el hombre que buscamos?
—Lo siento, pero no. Era otro caso.
—Ah. Lástima.
—Sí. Pero ¿sigue dispuesta a acompañarme a la residencia de ancianos?
—Por supuesto. Lo espero en la acera.
Antes de marcharse, Hodges accede por última vez al Paraguas Azul. No hay nada, y no tiene intención de mandar a lo largo del día el mensaje que ha redactado con tanto cuidado. Lo enviará esta noche como muy pronto. Dejará que el pez sienta el anzuelo un rato más.
Sale de su casa sin el presentimiento de que no volverá.
7
Sunny Acres presenta un aspecto magnífico; Elizabeth Wharton, no.
Está en una silla de ruedas, encorvada en una postura que a Hodges le recuerda El pensador de Rodin. Los rayos oblicuos del sol vespertino que entran por la ventana convierten su cabello en una nube plateada tan etérea que parece un halo. Fuera, en el jardín ondulado y cuidado con esmero, unos cuantos ancianos pudientes juegan al cróquet a cámara lenta. Para la señora Wharton, los tiempos del cróquet quedaron atrás. Como quedaron atrás los días de mantenerse erguida. Cuando Hodges, acompañado de Pete Huntley, vio por última vez a la señora Wharton, con Olivia Trelawney sentada a su lado, la anciana estaba doblada. Ahora está quebrantada.
Janey, vibrante con su pantalón blanco pitillo y una blusa de marinero a rayas azules, se arrodilla junto a la señora Wharton y acaricia una de sus manos, muy retorcidas.
—¿Cómo estás hoy, querida mía? —pregunta—. Se te ve mejor.
Si eso es verdad, Hodges se horroriza solo de imaginar cómo estaba antes.
La señora Wharton escruta a su hija con unos ojos de un azul deslavazado que no expresan nada, ni siquiera perplejidad. A Hodges se le cae el alma a los pies. Ha disfrutado en el viaje con Janey hasta aquí, ha disfrutado contemplándola, ha disfrutado conociéndola un poco más, y eso ya está bien. Significa que no ha desaprovechado del todo el tiempo.
De pronto se produce un pequeño milagro. Los ojos velados por las cataratas de la anciana se despejan; los agrietados labios sin carmín se despliegan en una sonrisa.
—Hola, Janey. —Solo puede levantar la cabeza un poco, pero dirige los ojos hacia Hodges. Ahora con expresión fría—. Craig.
Gracias a la conversación con Janey durante el trayecto, Hodges sabe de quién habla.
—No es Craig, cielo. Es un amigo mío. Se llama Bill Hodges. Ya lo conoces.
—No, no creo que… —Se le apaga la voz, arruga la frente y dice—: ¿Usted es… uno de los inspectores?
—Sí, señora —responde Hodges. Ni se plantea aclarar que se ha retirado. Mejor que la conversación siga una línea recta mientras queden en su cabeza unos cuantos circuitos activos.
La señora Wharton arruga aún más la frente y en su piel se forman riadas de pliegues.
—Ustedes creían que Livvy dejó la llave en su coche, y que por eso aquel hombre pudo robarlo. Ella se lo explicó una y otra vez, pero ustedes se negaron a creerla.
Imitando a Janey, Hodges hinca una rodilla junto a la silla de ruedas.
—Señora Wharton, ahora creo que quizá nos equivocamos en eso.
—Claro que se equivocaron. —Vuelve a dirigir la vista hacia la hija que le queda, mirándola desde debajo del huesudo saliente formado por sus cejas. No puede mirar de otra manera—. ¿Dónde está Craig?
—Me divorcié de él el año pasado, mamá.
La señora Wharton se queda pensando por un momento y luego dice:
—Pues adiós muy buenas, no te pierdes nada.
—No podría estar más de acuerdo. ¿Puede hacerte Bill unas preguntas?
—No veo por qué no, pero quiero un zumo de naranja. Y mis pastillas para el dolor.
—Iré al puesto de enfermeras a ver si ya es la hora. Bill, ¿me permite que…?
Él asiente con la cabeza y mueve dos dedos en un gesto de váyase, váyase. En cuanto Janey sale por la puerta, Hodges se yergue, rodea la silla de las visitas y se sienta en la cama de Elizabeth Wharton con las manos cruzadas entre las rodillas. Lleva su cuaderno, pero teme que ella se distraiga si toma notas. Los dos se observan en silencio. Hodges mira fascinado la aureola plateada en torno a la cabeza de la anciana. Da la impresión de que una auxiliar la ha peinado esa mañana, pero el pelo se le ha alborotado en las horas transcurridas desde entonces. Hodges se alegra. La escoliosis le ha retorcido el cuerpo transformándolo en algo de una fealdad extrema, pero tiene el pelo hermoso. Revuelto y hermoso.
—Creo que tratamos mal a su hija, señora Wharton —dice Hodges.
Sin duda así fue. Aunque la señora T. fuera cómplice sin saberlo, y Hodges no ha descartado del todo la idea de que dejara la llave en el contacto, Pete y él no se portaron bien. Es fácil —demasiado fácil— no creer o despreciar a alguien que te inspira antipatía.
—Nos cegaron ciertas ideas preconcebidas, y me disculpo por ello.
—¿Está hablando de Janey? ¿De Janey y Craig? Ese hombre la pegaba, ¿lo sabía? Ella le insistió en que dejara esa droga que tanto le gustaba, y la pegó. Según Janey, fue solo una vez. Pero yo creo que fueron más. —Levanta lentamente una mano y se toca la nariz con un dedo pálido—. Una madre se da cuenta de esas cosas.
—Esto no tiene nada que ver con Janey. Hablo de Olivia.
—Ese hombre convenció a Livvy para que dejara las pastillas. Ella dijo que lo hacía porque no quería ser una drogadicta como Craig, pero no era lo mismo. Livvy necesitaba esas pastillas.
—¿Se refiere a los antidepresivos?
—Eran pastillas que le permitían salir a la calle. —Se detiene a pensar por un momento—. Tomaba también otras, unas para no andar toqueteándolo todo una y otra vez. Tenía ideas raras, mi Livvy, pero era buena persona. En el fondo era muy buena persona.
La señora Wharton se echa a llorar.
Hay una caja de pañuelos de papel en la mesilla de noche. Hodges coge unos cuantos y se los ofrece, pero cuando ve lo mucho que le cuesta cerrar la mano, le enjuga los ojos él mismo.
—Gracias, caballero. ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Hedges?
—Hodges, señora.
—Usted era el más amable. El otro la trataba muy mal. Livvy decía que se reía de ella. Se reía continuamente. Decía que lo veía en sus ojos.
¿Eso era verdad? Si lo era, Hodges se avergüenza de Pete. Y se avergüenza de sí mismo por no haberse dado cuenta.
—¿Quién le aconsejó que dejara las pastillas? ¿Se acuerda?
Janey ha vuelto con el zumo de naranja y un vaso de papel pequeño que probablemente contiene la medicación para el dolor de su madre. Hodges la mira de reojo y, con los mismos dos dedos de antes, le indica de nuevo que se aleje. No quiere que la señora Wharton desvíe la atención, ni que tome unas pastillas que enturbiarán más aún su memoria ya de por sí confusa.
La señora Wharton guarda silencio. De pronto, justo cuando Hodges empezaba a temer que no contestara, dijo:
—Fue ese amigo con el que se escribía.
—¿Lo conoció bajo el Paraguas Azul? ¿El Paraguas Azul de Debbie?
—No lo conoció. No personalmente.
—Lo que quiero decir…
—El Paraguas Azul era imaginario. —Desde debajo de las cejas blancas, le lanza una mirada con la que parece llamarlo «idiota redomado»—. Era algo que estaba en el ordenador. Frankie era un amigo con el que se escribía por el ordenador.
Hodges siempre siente una especie de descarga eléctrica en el vientre cuando recibe información nueva: Frankie. Seguramente no es el nombre real del individuo, pero los nombres tienen poder y los alias a menudo ocultan un significado. Frankie.
—¿Fue él quien dijo a Livvy que dejara la medicación?
—Sí, le dijo que se estaba enganchando. ¿Dónde está Janey? Quiero mis pastillas.
—Enseguida viene, seguro.
La señora Wharton, con la cabeza hundida en el regazo, cavila por un momento.
—Frankie le contó que él tomaba los mismos medicamentos, y por eso hizo… lo que hizo. Dijo que se sentía mejor después de dejarlos, que fue después de dejarlos cuando tomó conciencia de que lo que había hecho estaba mal. Pero le daba pena porque no podía deshacerlo. Eso dijo. Y que la vida no merecía la pena. Aconsejé a Livvy que no siguiera hablando con él. Le expliqué que ese hombre era malo. Era veneno. Y ella contestó…
Vuelven a saltársele las lágrimas.
—Contestó que tenía que salvarlo.
Esta vez cuando Janey entra por la puerta, Hodges le dirige un gesto de asentimiento. Janey pone dos pastillas azules en la boca arrugada y ávida de su madre y luego le da a beber el zumo.
—Gracias, Livvy.
Hodges ve que Janey hace una mueca y luego sonríe.
—De nada, querida. —Se vuelve hacia Hodges—. Creo que deberíamos irnos, Bill. Está muy cansada.
Eso él también lo ve, pero se resiste a marcharse. Tiene esa sensación que uno experimenta cuando el interrogatorio aún no ha terminado. Cuando aún queda al menos una manzana colgando del árbol.
—Señora Wharton, ¿dijo Olivia algo más sobre Frankie? Porque tiene usted razón. Es malo. Me gustaría encontrarlo para que no haga daño a nadie más.
—Livvy nunca habría dejado la llave en el coche. Nunca. —Elizabeth Wharton permanece encorvada en su haz de sol, un paréntesis humano en una bata azul afelpada, ajena a su vaporosa corona de luz plateada. Vuelve a levantar el dedo, en actitud admonitoria, y dice—: El perro que teníamos no volvió a vomitar en la alfombra. Solo lo hizo esa vez.
Janey coge a Hodges de la mano y dibuja con los labios Vámonos.
Es difícil dejar atrás las viejas costumbres, y Hodges pronuncia la fórmula habitual cuando Janey se inclina para besar a su madre primero en la mejilla y luego en la comisura de los labios resecos.
—Gracias por su tiempo, señora Wharton. Ha sido usted de gran ayuda.
Cuando llegan a la puerta, la señora Wharton habla con toda claridad:
—Aun así, no se habría suicidado de no ser por los fantasmas.
Hodges se vuelve. A su lado, Janey Patterson abre mucho los ojos.
—¿Qué fantasmas, señora Wharton?
—Uno era el bebé —responde—. Aquella pobre niñita que murió con todos los demás. Livvy oía llorar y llorar a ese bebé por las noches. Dijo que se llamaba Patricia.
—¿En su casa? ¿Olivia oía eso en su casa?
Elizabeth Wharton consigue mover la cabeza en un exiguo gesto de asentimiento, un mínimo descenso de la barbilla.
—Y a veces oía a la madre. Decía que la madre la acusaba.
Los mira encorvada desde su silla de ruedas.
—Le gritaba: «¿Por qué le dejaste asesinar a mi bebé?». Por eso se mató Livvy.
8
Es viernes por la tarde, y en las calles residenciales pululan niños recién salidos del colegio. En Harper Road no hay muchos, pero sí unos cuantos, y eso proporciona a Brady un pretexto perfecto para pasar lentamente ante el número 63 y echar un vistazo al interior por la ventana. Pero no puede, porque las cortinas están corridas. Y bajo el cobertizo situado a la izquierda de la casa no hay nada a excepción del cortacésped. En lugar de quedarse apoltronado viendo la tele, como sería lo propio, el Ins. Ret. anda por ahí de jarana en su viejo Toyota de mierda.
Pero de jarana ¿dónde? Seguramente da igual, pero la ausencia de Hodges causa una vaga inquietud a Brady.
Dos niñas se acercan trotando al bordillo con dinero en la mano. Sin duda les han enseñado, tanto en casa como en el colegio, que no deben hablar nunca con desconocidos, muy en particular con hombres desconocidos, pero ¿quién podría ser más conocido que el bueno de Mr. Tastey?
Les vende un cucurucho a cada una, uno de chocolate y el otro de vainilla. Bromea con ellas, les pregunta qué han hecho para ser tan guapas. Ellas se ríen. La verdad es que una es fea, y la otra más aún. Mientras les sirve y les devuelve el cambio, piensa en el Corolla desaparecido, preguntándose si esa alteración en la rutina vespertina de Hodges tiene algo que ver con él. Otro mensaje de Hodges en el Paraguas Azul podría esclarecer un poco las cosas, darle alguna idea de qué le ronda por la cabeza al expoli.
Y aunque no fuera así, Brady desearía saber algo de él.
—Ni se te ocurra pasar de mí —dice mientras las campanillas tintinean y repican por encima de su cabeza.
Cruza Hanover Street, aparca en el centro comercial, apaga el motor (acallándose gracias a Dios el molesto repiqueteo) y saca el ordenador portátil de debajo del asiento. Lo tiene guardado en un estuche con revestimiento aislante, por el frío que hace siempre en la jodida camioneta. Lo enciende y accede al Paraguas Azul de Debbie por gentileza de la conexión wifi de la cafetería cercana.
Nada.
—Pedazo de cabrón —musita Brady—. Ni se te ocurra pasar de mí, pedazo de cabrón.
Mientras mete el portátil en el estuche y cierra la cremallera, ve a dos niños delante de la tienda de cómics. Charlan, lo miran y sonríen. Dados sus cinco años de experiencia, Brady calcula que están en sexto o séptimo curso, con un coeficiente de inteligencia combinado de ciento veinte y un largo futuro por delante recogiendo los cheques del subsidio de desempleo. O un futuro corto en un país desértico.
Se acercan. El que tiene más pinta de memo va en cabeza. Brady, sonriente, se asoma por la ventana de atención al público.
—¿En qué puedo serviros, chicos?
—Queremos saber si tienes ahí dentro a Jerry Garcia —dice el Memo.
—No —responde Brady con una sonrisa aún más amplia—, pero si lo tuviera, desde luego lo dejaría salir.
Se los ve tan absurdamente decepcionados que Brady casi se echa a reír. Sin embargo señala el pantalón del Memo.
—Llevas la bragueta abierta —advierte Brady, y cuando el Memo baja la mirada, le da un papirotazo debajo de la barbilla. Un poco más fuerte de lo que pretendía, en realidad mucho más fuerte, pero ¿y qué? Luego, jocosamente, dice—: Te he pillado.
El Memo esboza una sonrisa dando a entender que sí, que lo han pillado, pero tiene una marca roja encima de la nuez y lágrimas de sorpresa empañan sus ojos.
El Memo y el No Tan Memo se alejan. El Memo se vuelve y lo mira por encima del hombro. Hace un puchero, y ahora parece un niño de tercero en lugar de otro tarado preadolescente más, uno de esos que, llegado septiembre, andarán jorobando por los pasillos del colegio de enseñanza media Beal.
—Eso me ha hecho daño —dice con cierto asombro.
Brady se enfurece consigo mismo. Un papirotazo así de fuerte, tanto como para que al chico se le salten las lágrimas, equivale a delatarse. También implica que el Memo y el No Tan Memo se acordarán de él. Brady puede disculparse, puede incluso regalarles unos cucuruchos para demostrar su sinceridad, pero entonces se acordarán de eso. Es un detalle insignificante, pero los detalles se van sumando y al final pueden llegar a convertirse en algo grande.
—Lo siento —dice, y habla en serio—. Era solo una broma, chico.
El Memo le hace un corte de mangas, y el No Tan Memo alza su dedo medio en señal de solidaridad. Entran en la tienda de cómics, donde —si Brady conoce a los chicos como esos, y los conoce— los invitarán a comprar o marcharse después de hojear el material durante cinco minutos.
Se acordarán de él. Incluso es posible que el Memo se lo cuente a sus padres, y que sus padres presenten una queja a Loeb. Es poco probable pero no imposible, ¿y quién tiene la culpa de que le haya dado un papirotazo al Memo en el cuello desprotegido con fuerza suficiente para dejarle una marca en lugar de un golpecito como se proponía? El expoli ha descolocado a Brady. Está induciéndolo a cometer errores, y eso a Brady no le gusta.
Pone en marcha el motor de la camioneta. Las campanillas empiezan a emitir una estridente melodía por los altavoces del techo. Brady gira a la izquierda por Hanover Street y reanuda su ronda diaria, vendiendo cucuruchos y Niños Felices y Polos Pola, esparciendo azúcar en la tarde y respetando los límites de velocidad.
9
Aunque pasadas las siete de la tarde hay plazas de aparcamiento de sobra en Lake Avenue —como bien sabía Olivia Trelawney—, a las cinco, cuando Hodges y Janey Patterson regresan de Sunny Acres, son escasas y están muy distanciadas. Aun así, Hodges ve una a tres o cuatro edificios calle abajo, y pese a ser pequeña (el coche de detrás ha invadido un poco el espacio), mete allí el Toyota con calzador en un abrir y cerrar de ojos sin mayor problema.
—Estoy impresionada —dice Janey—. Yo nunca habría podido hacer eso. Me suspendieron el examen de conducir por aparcar mal en paralelo las dos primeras veces que me presenté.
—El examinador debía de ser muy exigente.
Ella sonríe.
—La tercera vez me puse una minifalda, y dio resultado.
Pensando en lo mucho que le gustaría verla en minifalda —cuanto más corta mejor—, Hodges comenta:
—La verdad es que no tiene ningún misterio. Si se retrocede hacia el bordillo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, es infalible. A menos que el coche sea demasiado grande, claro. Un Toyota es perfecto para aparcar en ciudad. No como un… —Se interrumpe.
—No como un Mercedes —concluye ella—. Suba a tomar un café, Bill. Incluso echaré unas monedas en el parquímetro.
—Ya voy yo. De hecho, sacaré un tíquet para el tiempo máximo. Tenemos mucho de qué hablar.
—Ha averiguado algo por medio de mi madre, ¿no? Por eso ha estado tan callado todo el camino.
—Así es, y la pondré al corriente, pero no es ahí donde empieza la conversación. —Ahora la mira directamente a la cara, y es una cara que resulta fácil mirar. Dios, cómo lamenta no tener quince años menos. O aunque fueran diez—. Debo hablarle sin tapujos. Creo que tiene usted la impresión de que vine en busca de trabajo, y no es así.
—No —responde ella—. Creo que vino porque se siente culpable de lo que le pasó a mi hermana. Yo sencillamente me aproveché de usted. Y no me arrepiento. Ha tratado bien a mi madre. Ha sido amable. Muy… muy delicado.
Janey está cerca, con los ojos muy abiertos, de un azul más oscuro en la luz de la tarde. Separa los labios como si tuviera algo más que decir, pero él no le da opción. La besa sin pararse a pensar que es una estupidez, una temeridad, y se asombra cuando ella le devuelve el beso, e incluso le rodea la nuca con la mano derecha para que el contacto sea un poco más firme. No se prolonga más de cinco segundos, pero a Hodges, que no daba un beso así desde hacía tiempo, se le antoja mucho más.
Ella se aparta, le acaricia el pelo y dice:
—He estado deseándolo toda la tarde. Ahora subamos. Prepararé un café y tú me darás el parte.
Pero no hay parte hasta mucho más tarde, y el café ni siquiera llega.
10
Hodges vuelve a besarla en el ascensor. Esta vez Janey entrelaza las manos por detrás de su cuello, y él desliza las suyas por la espalda de ella hasta el pantalón blanco, ceñido en el trasero. Él es consciente de la presión de su vientre abultado contra el abdomen firme de Janey y piensa que debe de repugnarle, pero cuando la puerta del ascensor se abre, ella tiene las mejillas sonrojadas, un brillo en los ojos y los labios separados en una sonrisa que deja a la vista sus dientes pequeños y blancos. Lo coge de la mano y tira de él por el corto rellano desde el ascensor hasta la puerta del apartamento.
—Vamos —insta—. Vamos, acabaremos haciéndolo, así que hagámoslo ya, antes de que uno de los dos se eche atrás.
«No seré yo», se dice Hodges, que sólo piensa en seguir adelante.
Al principio Janey no consigue abrir la puerta por lo mucho que le tiembla la mano con la que sostiene la llave. Se ríe de su propia torpeza. Hodges cierra los dedos en torno a los de ella, y juntos meten la llave en el ojo de la cerradura.
El apartamento donde Hodges conoció a la hermana y la madre de esta mujer se halla en penumbra, porque el sol ha recorrido su trayecto hasta el otro lado del edificio. El lago se ha oscurecido y ahora presenta un color cobalto tan intenso que casi parece púrpura. No hay veleros, pero ve una gabarra.
—Vamos —repite ella—. Vamos, Bill, no me falles ahora.
De pronto están en una de las habitaciones. Hodges no sabe si es la de Janey o es la que usaba Olivia cuando se quedaba a dormir los jueves por la noche, ni le importa. La vida de los últimos meses —la televisión por las tardes, las comidas calentadas en el microondas, el revólver Smith & Wesson de su padre— se le antoja tan lejana que habría podido ser la de un personaje ficticio de una película extranjera aburrida.
Janey intenta quitarse la blusa de marinero a rayas por la cabeza y se le engancha al broche del pelo. Deja escapar una risa ahogada de frustración.
—Ayúdame con este lío del demonio, ¿quieres…?
Hodges recorre con las manos los costados tersos de ella —que se estremece por el primer contacto— y las introduce por debajo de la blusa vuelta del revés. Tensa la tela y la levanta. La cabeza de Janey asoma, libre. Se ríe con un jadeo entrecortado. Lleva un sencillo sujetador de algodón blanco. Hodges le rodea la cintura con las manos y la besa entre los pechos a la vez que ella le desabrocha el cinturón y el botón del pantalón. Él piensa: «Si hubiera sabido que esto iba a pasarme a estas alturas de la vida, habría vuelto al gimnasio».
—¿Por qué…? —empieza a decir.
—Vamos, calla. —Janey baja la mano, empujando la cremallera con la palma. A Hodges se le cae el pantalón en torno a los zapatos con un tintineo de calderilla—. Dejemos la charla para después. —Le agarra el miembro erecto a través del calzoncillo y se lo manipula como la palanca de un cambio de marchas. Él ahoga una exclamación—. Eso es un buen comienzo. Ni se te ocurra tener un gatillazo, Bill.
Se desploman en la cama, Hodges todavía con sus calzoncillos bóxer, Janey con sus bragas de algodón, tan sencillas como el sujetador. Él intenta tenderla de espalda, pero ella se resiste.
—Tú no te pones encima —dice ella—. Si te da un infarto en pleno polvo, me aplastarás.
—Si me da un infarto en pleno polvo, no habrá hombre que haya abandonado este mundo más decepcionado.
—Quédate quieto. Tú quédate quieto.
Janey mete los pulgares bajo la cinturilla del calzoncillo. Entretanto Hodges ahueca las manos en torno a los pechos colgantes de ella.
—Levanta las piernas. Y sigue a lo tuyo. Usa un poco los pulgares, eso me gusta.
Hodges es capaz de acatar esas dos órdenes sin problema; siempre se le ha dado bien la multitarea.
Al cabo de un momento ella lo mira desde arriba, con un rizo ante los ojos. Echa adelante el labio inferior y se sopla el mechón hacia atrás.
—Quédate quieto. Ya haré yo el trabajo. Y tú no te me vayas. No quiero parecerte avasalladora, pero no me acuesto con nadie desde hace dos años, y la última vez dio pena. Ahora quiero pasármelo bien. Me lo merezco.
La calidez adherente y resbaladiza de ella lo envuelve en un tibio abrazo, y él no puede evitar levantar la cadera.
—Te he dicho que te quedes quieto. La próxima ya te moverás todo lo que quieras, pero esta es mía.
No sin dificultad, él obedece.
El pelo vuelve a caerle ante los ojos, y esta vez no puede utilizar el labio inferior para echárselo atrás de un soplido porque está mordisqueándoselo de tal modo que, piensa Hodges, más tarde notará los efectos. Janey extiende las dos manos y le frota vigorosamente el pecho cubierto de vello cano, y luego el embarazoso bulto de la barriga.
—Tengo que… perder un poco de peso —dice él con voz entrecortada.
—Tienes que callarte —contesta ella, y a continuación se mueve, solo un poco, y cierra los ojos—. Dios, qué profundidad. Y qué gusto. Ya te preocuparás por la dieta más tarde, ¿vale?
Empieza a moverse otra vez, se detiene un momento para corregir el ángulo, y luego establece un ritmo.
—No sé cuánto tiempo podré…
—Más te vale… —Janey mantiene los ojos cerrados—. Más te vale que aguantes, inspector Hodges. Cuenta números primos. Piensa en los libros que te gustaban cuando eras pequeño. Deletrea «xilófono» hacia atrás. Simplemente no te me vayas. No necesitaré mucho tiempo.
Hodges no se le fue, pero por poco.
11
A veces Brady Hartsfield, cuando está alterado, recorre nuevamente el itinerario de su mayor triunfo. Eso lo tranquiliza. Este viernes por la noche no regresa a casa después de dejar la camioneta en la fábrica de helados y cruzar los obligados comentarios jocosos con Shirley Orton en las oficinas. Opta por acercarse al centro al volante de su tartana, un poco preocupado por la vibración de la parte delantera y por el estridente gimoteo del motor. Pronto tendrá que contrapesar el coste de un coche nuevo (un coche nuevo usado) y el coste de las reparaciones. Y el Honda de su madre necesita la intervención de un mecánico con mayor urgencia que su Subaru. Tampoco es que su madre use mucho el Honda últimamente, y mejor así, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que se pasa borracha.
Sus rememoraciones empiezan en Lake Avenue, poco más allá de la viva iluminación del centro, donde la señora Trelawney siempre aparcaba su Mercedes los jueves por la noche, y siguen por Marlborough Street hasta el Centro Cívico. Solo que esta vez se detiene ante el edificio. Frena tan bruscamente que el coche de atrás casi topa con él. El conductor da un largo e iracundo bocinazo, pero Brady no le presta atención. Lo mismo podría haber sido una sirena de niebla en la otra orilla del lago.
El conductor lo adelanta y, al pasar por su lado, baja la ventanilla del acompañante para decirle «Gilipollas» a pleno pulmón. Brady tampoco presta atención a eso.
Debe de haber miles de Toyotas Corolla en esta ciudad, y cientos de Toyotas Corolla azules, pero ¿cuántos Toyotas Corolla azules con el adhesivo APOYA A LA POLICÍA LOCAL puede haber? Brady se jugaría algo a que solo hay uno, ¿y qué demonios hace el expoli gordo en el apartamento de la vieja? ¿Por qué visita a la hermana de la señora Trelawney, que ahora vive ahí?
La respuesta parece obvia: el inspector Hodges (ret.) ha salido de caza.
A Brady ya no le interesa revivir el triunfo del año pasado. Cambia de sentido con una maniobra ilegal (totalmente impropia de él) y enfila la calle en dirección al Lado Norte. En dirección a casa, con una sola idea en la cabeza, parpadeando como un letrero de neón.
«Cabrón. Cabrón. Cabrón».
Las cosas no van como deberían. Las cosas escapan a su control. Eso no está bien.
Hay que hacer algo.
12
Cuando las estrellas salen sobre el lago, Hodges y Janey Patterson, sentados en el rincón de la cocina, devoran la comida china encargada por teléfono y beben té oolong. Janey lleva un albornoz blanco. Hodges va en calzoncillos y camiseta. Cuando ha ido al baño después de hacer el amor (ella, hecha un ovillo en medio de la cama, dormitaba), se ha subido a la báscula y, complacido, ha visto que ha bajado dos kilos desde la última vez que se pesó. Por algo se empieza.
—¿Por qué yo? —pregunta Hodges ahora—. No me malinterpretes. Me siento extraordinariamente afortunado, esto me parece incluso una bendición, pero tengo sesenta y dos años y soy obeso.
Ella toma un sorbo de té.
—Bueno, vamos a ver, pensémoslo. En una de las películas antiguas de detectives que veíamos Ollie y yo de niñas por televisión, yo sería la arpía codiciosa, tal vez una vendedora de tabaco en un club nocturno, que intenta seducir al detective privado hosco y cínico con su hermoso cuerpo blanco. Solo que yo no soy codiciosa… ni necesito serlo, teniendo en cuenta que acabo de heredar varios millones de dólares… y mi hermoso cuerpo blanco ha empezado a venirse abajo en varios puntos vitales. Como quizá hayas notado.
Hodges no lo ha notado. Lo que sí advierte es que ella ha eludido su pregunta. Así que espera.
—¿No te ha bastado con eso?
—No.
Janey alza la mirada al techo.
—Ojalá pudiera encontrar una respuesta más delicada que «los hombres son muy idiotas» o más elegante que «estaba cachonda y quería quitarme las telarañas». No se me ocurre gran cosa más, así que conformémonos con eso. Por otra parte, sentía atracción por ti. Han pasado treinta años desde que era una debutante ingenua, y demasiado tiempo desde el último polvo. He cumplido ya cuarenta y cuatro años, y eso me permite tender la mano para coger lo que quiera. No siempre lo consigo, pero tengo derecho a tender la mano.
Hodges se queda mirándola, francamente atónito. ¿Cuarenta y cuatro?
Janey prorrumpe en una risotada.
—¿Sabes una cosa? Esa mirada ha sido el mejor cumplido que me han hecho en mucho, mucho tiempo. Y el más sincero. Esa simple mirada. Así que voy a exprimirlo un poco más. ¿Qué edad me echabas?
—Unos cuarenta. A lo sumo. Lo que me convertiría en corruptor de menores.
—Tonterías. Si el que tuviera dinero fueras tú y no yo, nadie se extrañaría de que estuvieras con una mujer más joven. En ese caso la gente vería como lo más normal del mundo que te acostaras con una chica de veinticinco años. —Guarda silencio por un momento—. Aunque eso, en mi modesta opinión, sí sería corrupción de menores.
—Aun así…
—Tú eres viejo, pero no tan viejo; estás en el límite de peso, pero no tan en el límite. Aunque lo pasarás si sigues por ese camino. —Lo señala con el tenedor—. Esta es la clase de sinceridad que una mujer solo puede permitirse cuando se ha acostado con un hombre y todavía le gusta lo suficiente como para cenar con él. Ya te he dicho que no tenía relaciones sexuales desde hacía dos años. Es verdad, pero ¿sabes cuánto hace que tuve relaciones sexuales con un hombre y me lo pasé realmente bien?
Hodges mueve la cabeza en un gesto de negación.
—Estaba en tercero de universidad, calculo. Y no era un hombre: era placador suplente del equipo de fútbol y tenía un grano rojo, enorme, en la punta de la nariz. Era muy tierno, eso sí. Torpe y demasiado rápido, pero tierno. De hecho, después lloró en mi hombro.
—Así que esto no solo ha sido… no sé…
—¿Un polvo de agradecimiento? ¿Un polvo por compasión? Tendrás que creerme. Y he aquí una promesa. —Se inclina hacia delante, y el albornoz se le abre y deja a la vista el valle en penumbra entre sus pechos—. Pierde diez kilos y me arriesgaré a que te pongas encima.
Hodges no puede contener la risa.
—Ha estado muy bien, Bill. No me arrepiento, y siento debilidad por los grandullones. El placador con el grano en la nariz rondaba los ciento veinte. Mi exera un alfeñique, y debería haber adivinado ya la primera vez que lo vi que nada bueno saldría de eso. ¿Podemos dejarlo ahí?
—Pues sí.
—Pues sí —lo imita ella, sonriente, y se levanta—. Vamos al salón. Es hora de que des el parte.
13
Hodges se lo cuenta todo salvo lo de las largas tardes viendo malos programas de televisión y coqueteando con el viejo revólver reglamentario de su padre. Janey lo escucha muy seria, sin interrumpirlo, casi sin apartar los ojos de su cara en ningún momento. Cuando él termina, ella saca una botella de vino de la nevera y sirve dos copas. Son copas grandes, y él mira la suya con incertidumbre.
—No sé si debo, Janey. He de conducir.
—No, esta noche no. Te quedas aquí. A no ser que tengas un perro o un gato…
Hodges niega con la cabeza.
—¿Ni siquiera un loro? En una de esas películas viejas tendrías en el despacho al menos un loro, que diría groserías a los potenciales clientes.
—Claro. Y tú serías la recepcionista. Lola en lugar de Janey.
—O Velma.
Él sonríe. Hay una longitud de onda, y los dos sintonizan la misma.
Janey se inclina, ofreciéndole de nuevo esa vista tentadora.
—Hazme un perfil psicológico de ese individuo.
—Ese nunca fue mi trabajo. Para eso teníamos especialistas. Uno en el cuerpo y dos a nuestra disposición en la facultad de Psicología de la Universidad Estatal.
—Hazlo igualmente. Te informo de que he buscado tu nombre en Google, y me da la impresión de que eras prácticamente el mejor del Departamento de Policía. Menciones de honor para dar y vender.
—Tuve suerte unas cuantas veces.
Suena a falsa modestia, pero es cierto que la suerte desempeña un papel importante. La suerte, y estar preparado. Woody Allen tenía razón: el ochenta por ciento del éxito consiste solo en estar ahí presente.
—Tú inténtalo, ¿vale? Si lo haces bien, quizá volvamos a visitar el dormitorio. —Arruga la nariz—. A no ser que estés demasiado viejo para un doblete.
Tal como Hodges se siente ahora mismo, quizá no esté demasiado viejo ni para un triplete. Han sido incontables las noches de celibato, por lo que tiene mucho saldo acumulado al que recurrir. O eso espera. Parte de él —una gran parte— aún no puede creerse que esto no sea un sueño con un grado extremo de detalle.
Toma un sorbo de vino y lo paladea, dándose tiempo para pensar. Janey ha vuelto a cerrarse la bata, lo que lo ayuda a concentrarse.
—Vale. Probablemente es joven, eso para empezar. Tendrá entre veinte y treinta y cinco años, calculo. Lo deduzco en parte de sus conocimientos de informática, pero no es solo eso. Cuando un hombre de mayor edad asesina a un montón de gente, suele ir a por familiares, compañeros de trabajo, o lo uno y lo otro. Luego acaba poniéndose la pistola en la cabeza él mismo. Si buscas una razón, la encuentras. Un motivo. La mujer lo puso en la calle; luego recibió una orden de alejamiento. El jefe lo despidió; después lo humilló mandando a un par de guardias de seguridad a su despacho mientras él recogía sus cosas. Préstamos vencidos. Tarjetas de crédito agotadas. La casa bajo el agua. El coche embargado.
—¿Y qué hay de los asesinos en serie? ¿Aquel de Kansas City no era un hombre de mediana edad?
—Dennis Rader, sí. Era un hombre de mediana edad cuando lo cogieron, pero solo tenía unos treinta cuando empezó. Además, esos eran crímenes sexuales. Mr. Mercedes no es un asesino sexual, ni es un asesino en serie en el sentido tradicional. Empezó con un homicidio en masa, pero después se ha centrado en individuos: primero tu hermana, ahora yo. Y no ha venido a por nosotros con un arma o un coche robado, ¿verdad que no?
—Al menos todavía no —dice Janey.
—Nuestro hombre es un híbrido, pero tiene en común ciertos rasgos con los asesinos más jóvenes. Se parece más a Lee Malvo, uno de los Francotiradores de Washington, que a Rader. Malvo y su compañero planearon matar a seis personas al día. Homicidios al azar. Cualquiera que tuviera la desgracia de ponerse bajo la mira de su arma era abatido. El sexo y la edad no contaban. Acabaron matando a diez, lo que no está mal para un par de maníacos homicidas. El motivo declarado era racial, y en el caso de John Allen Muhammad, el compañero de Malvo, mucho mayor, una especie de figura paterna, quizá eso fuera verdad, o parcialmente verdad. Creo que la motivación de Malvo era mucho más compleja, toda una conjunción de cosas que él mismo no entendía. Si lo analizáramos detenidamente, tal vez descubriríamos que la confusión sexual y la educación fueron factores determinantes. Creo que lo mismo es aplicable a nuestro hombre. Es joven. Es listo. Sabe integrarse, tanto que muchos de sus conocidos no se dan cuenta de que en esencia es un solitario. Cuando lo atrapen, todo el mundo dirá: «No me puedo creer que fulano hiciera una cosa así, con lo amable que era siempre».
—Como Dexter Morgan en la serie de televisión.
Hodges sabe de quién habla y mueve la cabeza en un rotundo gesto de negación. Y no solo porque la serie sea pura fantasía.
—Dexter sabe por qué hace lo que hace. Nuestro hombre no lo sabe. Casi con toda seguridad es soltero. No sale con mujeres. Puede que sea impotente. Es muy posible que viva aún en casa de la familia. Si es así, probablemente solo con el padre o la madre. Si es el padre, la relación es fría y distante: barcos que se cruzan en la noche. Si es la madre, seguramente Mr. Mercedes actúa como marido sustituto. —Ve que ella va a decir algo y levanta la mano—. Eso no significa que sea una relación sexual.
—Puede que no, pero te diré una cosa, Bill. No tienes que acostarte con alguien para tener una relación sexual con él. A veces está en las miradas, o en la ropa que te pones cuando sabes que él va a estar presente, o en lo que haces con las manos: tocar, dar palmadas, acariciar, abrazar. En esto el sexo tiene que estar en alguna parte. O sea, esa carta que te mandó… lo de llevar puesto un condón mientras lo hacía… —Se estremece dentro de su albornoz blanco.
—El noventa y nueve por ciento de esa carta es ruido blanco, pero desde luego hay un componente sexual. Siempre lo hay. Y también rabia, agresividad, soledad, sentimiento de ineptitud… pero no sirve de nada perderse en esos detalles. Eso no es crear un perfil psicológico; es análisis. Lo que estaba muy por encima de mi nivel salarial cuando tenía nivel salarial.
—Vale…
—Ese hombre está roto —se limita a decir Hodges—. Y es malo. Como una manzana que parece sana por fuera, pero cuando la abres, está ennegrecida y llena de gusanos.
—Malo —repite ella, casi exhalando la palabra con un suspiro. A continuación, más para sí que para él—: Y tanto que lo es. Se cebó en mi hermana como un vampiro.
—Es posible que su trabajo incluya atención al público, porque tiene bastante encanto superficial. En tal caso, es probable que sea un empleo de baja remuneración. No progresa porque es incapaz de combinar su inteligencia superior a la media con una concentración a largo plazo. Sus actos inducen a pensar que es un elemento que obra por impulso y aprovecha las oportunidades. La Matanza del Centro Cívico es un ejemplo perfecto. Creo que tenía la mira puesta en el Mercedes de tu hermana, pero dudo que supiese qué iba a hacer realmente con él hasta unos días antes de la feria de empleo. Quizá solo unas horas antes. Ojalá pudiera descubrir cómo lo robó.
Se interrumpe, pensando que gracias a Jerome se forma una idea como mínimo de parte de lo ocurrido: la llave de repuesto probablemente estuvo siempre en la guantera.
—Creo que las opciones de asesinato pasan por la cabeza de este individuo tan deprisa como salen los naipes de las manos de un buen repartidor. Seguramente ha pensado en volar aviones, provocar incendios, disparar contra autobuses escolares, envenenar el sistema de suministro de agua, y tal vez incluso atentar contra el gobernador o el presidente.
—¡Dios santo, Bill!
—Ahora mismo está obsesionado conmigo, y eso es bueno. Así será más fácil atraparlo. También es bueno por otra razón.
—¿Cuál?
—Prefiero que siga pensando a pequeña escala. Que siga pensando en las víctimas de una en una. Cuanto más tiempo pase así, más tardará en decidirse por montar algún otro espectáculo de terror como el del Centro Cívico, quizá todavía de mayores dimensiones. ¿Sabes qué me resulta espeluznante? Ahora ya debe de tener una lista de posibles objetivos.
—¿No decía él en su carta que no sentía el menor impulso de repetirlo?
Hodges despliega una sonrisa. Le ilumina toda la cara.
—Sí, eso decía. ¿Y sabes cómo te das cuenta de cuándo miente un individuo como ese? Mueve los labios. Solo que en el caso de Mr. Mercedes, escribe cartas.
—O se comunica con sus objetivos en la web del Paraguas Azul. Como hizo con Ollie.
—Pues sí.
—Si presuponemos que con ella lo consiguió debido a su fragilidad psíquica… y perdóname, Bill, pero ¿tiene alguna razón para creer que puede conseguirlo contigo por el mismo motivo?
Hodges mira su copa de vino y ve que está vacía. Empieza a servirse otra, se pregunta qué efecto puede tener eso en sus probabilidades de un nuevo encuentro con éxito en el dormitorio, y no se echa más que un dedo.
—¿Bill?
—Podría ser —contesta él—. Desde mi jubilación, he estado a la deriva. Pero no estoy tan perdido como tu hermana. —Al menos ya no—. Y eso no es lo importante. No es lo que se desprende de las cartas, ni de los mensajes en el Paraguas Azul.
—¿Qué es lo importante, pues?
—Ha estado vigilando. Eso es lo que se desprende. Lo hace vulnerable. Por desgracia, también lo vuelve peligroso para las personas con las que trato. No creo que sepa que he estado hablando contigo…
—Y no solo hablando —señala ella, moviendo las cejas a lo Groucho.
—… pero sabe que Olivia tenía una hermana, y debemos suponer que sabe que estás en la ciudad. Debes andar con mucho cuidado. Cierra bien la puerta cuando estés en casa…
—Siempre cierro.
—… y no te creas lo que te digan por el portero automático. Cualquiera puede decir que es de un servicio de mensajería y necesita una firma. Identifica visualmente a todas las visitas antes de abrirles la puerta. Cuando salgas, echa una ojeada alrededor. —Se inclina hacia delante, la pizca de vino intacta. Ya no le apetece—. La cosa va en serio, Janey. Cuando salgas, estate muy atenta al tráfico. No solo cuando vayas en coche, sino también a pie. ¿Sabes a qué nos referimos cuando en la policía decimos OA?
—Ojo alerta.
—Exacto. Cuando salgas, debes estar OA a cualquier vehículo que aparezca repetidamente en tus inmediaciones.
—Como el todoterreno negro de esa mujer —dice ella con una sonrisa—. La señora como se llame.
La señora Melbourne. Al pensar en ella, Hodges tiene la impresión de haber rozado, en el fondo de su mente, el recóndito interruptor de la asociación de ideas, pero la sensación se desvanece sin que pueda llegar a localizarlo, y menos aún pulsarlo.
Jerome también tiene que estar ojo alerta. Si Mr. Mercedes ronda la casa de Hodges, habrá visto a Jerome cortar el césped, poner las mosquiteras, limpiar los canalones. Probablemente ni Jerome ni Janey corren el menor peligro, pero a él ese «probablemente» no le basta. Mr. Mercedes es un cúmulo de potenciales homicidios aleatorios, y Hodges ha fijado un rumbo de provocación intencionada.
Janey le lee el pensamiento.
—Y tú estás… ¿cómo has dicho? Dándole cuerda.
—Pues sí. Y dentro de un momento voy a pedirte el ordenador para darle un poco más de cuerda. Tenía un mensaje ya preparado, pero estoy pensando en añadir algo más. Mi compañero ha resuelto hoy un caso importante, y puedo sacarle provecho a eso.
—¿Qué ha sido?
No hay ninguna razón para no contárselo; mañana saldrá en la prensa, o el domingo a lo sumo.
—Joe el de la Autopista.
—¿El que mata a mujeres en las áreas de descanso? —pregunta ella. Y cuando él asiente, añade—: ¿Encaja con tu perfil de Mr. Mercedes?
—Ni mucho menos. Pero nuestro hombre no tiene por qué saberlo.
—¿Qué te propones?
Hodges se lo explica.
14
No tienen que esperar a la prensa de la mañana; la noticia de que Donnie Davis, ya bajo sospecha por el asesinato de su mujer, se ha atribuido los homicidios de Joe el de la Autopista es cabecera del informativo de las once de la noche. Hodges y Janey lo ven desde la cama. Para Hodges el nuevo encuentro ha sido extenuante pero en extremo satisfactorio. Aún no ha recobrado el aliento. Está sudoroso y necesita una ducha, pero hacía mucho, mucho tiempo que no sentía tal felicidad. Tal plenitud.
Cuando el presentador pasa a hablar de un cachorro atrapado en una cañería de desagüe, Janey apaga el televisor con el mando a distancia.
—Vale. Podría dar resultado. Pero, Dios mío, qué arriesgado es.
Hodges se encoge de hombros.
—A falta de recursos policiales, lo considero mi mejor opción. —Y a él no le importa que así sea, porque esa es la vía de acción que prefiere.
Piensa por un momento en el arma improvisada pero muy eficaz que tiene guardada en su cajonera, el calcetín de rombos con bolas de cojinete. Imagina lo satisfactorio que sería golpear con la cachiporra al hijo de puta que, al volante de uno de los sedanes más pesados del mundo, arremetió contra una multitud de gente indefensa. Probablemente eso no ocurrirá, pero es una posibilidad. En este mundo nuestro, el mejor (y el peor) de todos los mundos concebibles, nada puede descartarse.
—¿Qué opinas de lo que ha dicho mi madre al final? ¿Eso de que Olivia oía fantasmas?
—Necesito pensar en ello un poco más —contesta Hodges, pero ya lo ha pensado, y si no va desencaminado, tal vez tenga otro cauce para llegar a Mr. Mercedes. Si pudiera elegir, no involucraría a Jerome Robinson más de lo que ya lo está; pero si ha de dar crédito a las palabras de despedida de la anciana señora Wharton, quizá no le quede más remedio. Conoce a cinco o seis policías con las aptitudes informáticas de Jerome y no puede acudir a ninguno de ellos.
«Fantasmas —piensa—. Fantasmas en el ordenador».
Se incorpora en la cama y baja los pies al suelo.
—Si mantienes la invitación a quedarme a dormir, lo que necesito ahora mismo es una ducha.
—La mantengo. —Janey se acerca y le olfatea un lado del cuello, y él siente un grato estremecimiento cuando ella le da un ligero apretón en la parte superior del brazo—. Y desde luego la necesitas.
Después de ducharse, ya otra vez en calzoncillos, Hodges le pide que encienda el ordenador. Luego, con ella sentada a su lado, muy atenta, Hodges se cuela bajo el Paraguas Azul de Debbie y deja un mensaje para asemerc. Al cabo de un cuarto de hora, y con Janey Patterson acurrucada junto a él, duerme… y no dormía tan bien desde la infancia.
15
Cuando Brady llega a casa después de varias horas circulando de aquí para allá sin rumbo fijo, es tarde y encuentra una nota en la puerta de atrás: «¿Dónde has estado, cariñito? Hay lasaña casera en el horno». Solo tiene que ver la letra vacilante y la línea descendente para saber que su madre estaba como una cuba cuando la ha escrito. Desclava la nota y entra.
Normalmente nada más llegar a casa va a verla, pero percibe un olor a quemado y corre a la cocina, donde flota en el aire una neblina azul. Afortunadamente el detector de humo de esa zona no funciona (hace tiempo que quiere cambiarlo pero, con todo lo que tiene en la cabeza, nunca se acuerda). También hay que dar gracias por la potente campana extractora, que ha absorbido humo suficiente para impedir que los otros detectores se activen, aunque eso pronto sucederá si no ventila la casa. El horno está a ciento setenta y cinco. Lo apaga. Abre la ventana que hay encima del fregadero, luego la puerta de atrás. Hay un ventilador de pie en el armario de la limpieza. Lo coloca de cara al horno descontrolado y lo enciende a la máxima potencia.
Hecho esto, va por fin al salón a ver cómo está su madre. La encuentra traspuesta en el sofá, con un vestido de andar por casa abierto en el escote y arrugado en torno a los muslos, roncando tan sonora y acompasadamente que parece una sierra de cadena al ralentí. Brady desvía la mirada y, mascullando «mierda, mierda, mierda, mierda», vuelve a la cocina.
Se sienta a la mesa con la cabeza gacha, las palmas de las manos en las sienes, los dedos hundidos en el pelo. ¿Por qué será que cuando las cosas empiezan a torcerse, se tuercen cada vez más? Acude a su memoria el eslogan de la empresa Morton Salt: «Siempre llueve sobre mojado».
Después de ventilar durante cinco minutos, se aventura a abrir el horno. Mientras contempla el bulto negro y humeante en el interior, cualquier asomo de apetito que pudiera haber sentido al llegar a casa desaparece. Esa bandeja no se limpiará lavándola; esa bandeja no se limpiará restregando una hora entera y empleando toda una caja de estropajos; esa bandeja probablemente no la limpiaría ni un láser industrial. Esa bandeja ha quedado para tirarla. Ha sido una suerte que, al llegar a casa, no se haya encontrado a los putos bomberos y a su madre ofreciéndoles cócteles vodka collins.
Cierra el horno —no quiere ver esa catástrofe nuclear— y opta por volver al salón. Aún mientras recorre con la mirada de arriba abajo las piernas desnudas de su madre, piensa: «Sería mejor que se muriera. Mejor para ella y mejor para mí».
Baja al sótano y, usando las órdenes de voz, enciende la luz y la batería de ordenadores. Se acerca al Número Tres, coloca el cursor en el icono del Paraguas Azul… y vacila. No porque tema no encontrar un mensaje del expoli gordo, sino porque teme encontrarlo. Si es así, no será algo que quiera leer. No tal como están yendo las cosas. Ya tiene la cabeza bastante revuelta, ¿por qué revolverla más?
Solo que podría proporcionarle una explicación de lo que el poli hacía en el apartamento de Lake Avenue. ¿Ha estado interrogando a la hermana de Olivia Trelawney? Probablemente. A los sesenta y dos años, seguro que no se la está cepillando.
Brady clica con el ratón, y en efecto:
¡ranagustavo19 quiere chatear contigo!
¿Quieres chatear con ranagustavo19?
S N
Brady sitúa el cursor en la N y traza círculos con la yema del dedo índice sobre el dorso curvo del ratón. Retándose a pulsar la N y poner fin a eso de una vez por todas. Es evidente que no logrará inducir al expoli gordo al suicidio tal como hizo con la señora Trelawney, así que ¿por qué no? ¿No sería eso lo inteligente?
Pero tiene que saberlo.
Y lo más importante, el Ins. Ret. no debe ganar.
Desplaza el cursor a la S, clica, y el mensaje —esta vez bastante largo— aparece en la pantalla.
Mira por dónde, aquí está otra vez mi amigo el de la confesión falsa. No debería ni siquiera contestar. Tipejos como tú los hay a patadas, pero, como bien señalas, estoy jubilado, e incluso hablar con un chiflado es mejor que el Doctor Phil y todos esos publirreportajes que ponen ya entrada la noche. Un anuncio más de OxiClean de treinta minutos y me volveré tan loco como tú: JAJAJA. Por otra parte, he de agradecerte que me hayas dado a conocer esta web, que de lo contrario no habría encontrado. Ya he hecho 3 nuevos amigos (y cuerdos). ¡¡¡Uno es una señora deliciosamente malhablada!!! Así que, bueno, «amigo mío», te pondré en antecedentes.
En primer lugar, cualquier seguidor de CSI deduciría que el Asesino del Mercedes llevaba una redecilla para el pelo y roció de lejía la máscara de payaso. O sea: OBVIO.
En segundo lugar, si fueras realmente el que robó el Mercedes de la señora Trelawney habrías mencionado la llave de emergencia. Eso es algo que no habrías deducido viendo CSI, así que a riesgo de repetirme: OBVIO.
En tercer lugar (espero que estés tomando nota), hoy he recibido una llamada de mi antiguo compañero. Ha atrapado a uno de los malos, uno especializado en confesiones VERDADERAS. Mira las noticias, amigo mío, y luego adivina qué más va a confesar ese tipo dentro de una semana poco más o menos.
Que duermas bien, y por cierto, ¿por qué no te vas a molestar a otro con tus fantasías?
Brady recuerda vagamente un personaje de dibujos animados —tal vez fuera el Gallo Claudio, aquel gallo enorme con acento sureño— que se enfadaba tanto que su cuello y luego su cabeza se convertían en un termómetro y la temperatura subía y subía, pasando de cocción BAJA a cocción MEDIA y a cocción MÁXIMA. Brady casi siente que eso mismo le ocurre a él mientras lee el mensaje, arrogante, ofensivo y exasperante.
¿Llave de emergencia?
¿Llave de emergencia?
—¿De qué hablas? —dice, su voz en algún punto entre susurro y gruñido—. ¿De qué coño hablas?
Se levanta y, con paso inestable, como si sus piernas fueran zancos, deambula en círculo, mesándose el cabello con tal vehemencia que se le saltan las lágrimas. Se olvida de su madre. Se olvida de la lasaña ennegrecida. Se olvida de todo excepto de este mensaje odioso.
¡Incluso ha tenido la desfachatez de poner un smiley!
¡Un smiley!
Brady da una patada a la silla, lastimándose los dedos del pie, y la manda a la otra punta de la sala, donde choca contra la pared. Luego se da media vuelta y corre de regreso hasta su ordenador Número Tres, ante el que se encorva como un buitre. Su primer impulso es contestar de inmediato, llamar embustero al puto poli, llamarlo idiota con Alzheimer prematuro inducido por la grasa, llamarlo bujarrón aficionado a chuparle la polla a su jardinero negro. De pronto se impone una apariencia de racionalidad, frágil y vacilante. Recoge la silla y entra en la página web del periódico de la ciudad. Ni siquiera necesita clicar NOTICIAS DE ÚLTIMA HORA para ver de qué iban los delirios de Hodges; está ahí mismo, en la primera plana del periódico matutino.
Brady sigue la crónica de sucesos locales con asiduidad, y conoce tanto el nombre de Donald Davis como sus agraciadas y bien definidas facciones. Sabe que la policía iba tras los pasos de Davis por el asesinato de su mujer, y a Brady no le cabe duda de que el autor fue él. Ahora el muy idiota ha confesado, pero no solo el asesinato de ella. Según el artículo, Davis también se ha declarado culpable de los homicidios con violación de otras cinco mujeres. En pocas palabras, afirma ser Joe el de la Autopista.
Al principio Brady es incapaz de relacionar esto con el intimidatorio mensaje del expoli gordo. Pero de pronto, en una repentina y funesta inspiración, cae en la cuenta: ahora que Donnie Davis ha abierto el corazón, también se propone declararse culpable de la Matanza del Centro Cívico. Puede que lo haya hecho ya.
Brady empieza a girar como un derviche: una vez, dos, tres. La cabeza le va a estallar. Tiene violentas palpitaciones en el pecho, el cuello, las sienes. Incluso las siente en las encías y la lengua.
¿Davis ha dicho algo de una llave de emergencia? ¿Ha salido el asunto a relucir por eso?
—No había llave de emergencia —dice Brady… pero ¿cómo puede estar seguro de eso? ¿Y si la había? Y si la había… y si le colgaban el mochuelo a Donald Davis y le arrebatan a Brady Hartsfield su gran triunfo…, después de los riesgos que había asumido…
Ya no puede contenerse. Se sienta de nuevo ante el Número Tres y escribe un mensaje a ranagustavo19. Uno corto, pero las manos le tiemblan de tal modo que tarda casi cinco minutos. Lo envía en cuanto acaba, sin molestarse en releerlo.
ERES UN EMBUSTERO DE MIERDA, GILIPOLLAS. Vale, la llave no estaba en el contacto, pero no era una LLAVE DE EMERGENCIA. Era una llave de repuesto que estaba en la guanterra y YA AVERIGUARÁS TÚ, CARACULO, cómo abrí la piuerta del coche. Donald Davis no cometió este crimen. Repito, DONALD DAVIUS NO COMETIÓ ESTE CRIMEN. Si dices a la gente que lo hizo él te mataré aunqu con lo acabado que estás nop mataría gran cosa.
Firmado,
El VERDADERO Asesino del Mercedes
P. D.: Tu madre era una puta, le daban por el culo y lamía leche de la alcantarilla.
Brady apaga el ordenador y sube a su habitación, dejando a su madre roncando en el sofá en lugar de ayudarla a acostarse. Toma tres aspirinas, añade una cuarta y luego se tumba en la cama, tembloroso, con los ojos desorbitados, hasta que asoman por el este las primeras vetas del amanecer. Al final, se adormece durante dos horas, con un sueño tenue, inquieto y plagado de pesadillas.
16
El sábado por la mañana Hodges está preparando unos huevos revueltos cuando Janey entra en la cocina con su albornoz blanco. Recién duchada, lleva el pelo mojado y peinado hacia atrás, con la cara al descubierto, y parece más joven que nunca. Hodges vuelve a pensar: «¿Cuarenta y cuatro?».
—He buscado beicon, pero no lo he visto. Aunque no descarto que haya. Según mi ex, la gran mayoría de los hombres de este país padece de «ceguera ante el frigorífico». No sé si existe un teléfono de ayuda para eso.
Ella le señala la cintura.
—Vale —contesta él. Y a continuación, como a Janey parece gustarle, añade—: Pues sí.
—Y por cierto, ¿cómo andas de colesterol?
Hodges sonríe y dice:
—¿Unas tostadas? Es pan integral. Como seguramente ya sabes, dado que lo has comprado tú.
—Una. Sin mantequilla, solo un poco de mermelada. ¿Qué vas a hacer hoy?
—Aún no lo sé muy bien. —Aunque piensa ya que le gustaría ponerse en contacto con Radney Peeples en Sugar Heights, si es que está de servicio y sigue «Vigilante». Y necesita hablar de ordenadores con Jerome. Por ese lado las perspectivas son infinitas.
—¿Has entrado en el Paraguas Azul?
—Antes quería prepararte el desayuno. Y también el mío. —Es verdad. Ha despertado con el sincero deseo de alimentar su cuerpo en lugar de intentar poner un tapón a un agujero en su cabeza—. Además, no sé tu contraseña.
—Es «Janey».
—¿Quieres un consejo? Cámbiala. De hecho, es el consejo del chico que trabaja para mí.
—Jerome, ¿no?
—El mismo.
Ha revuelto media docena de huevos y se lo comen todo, repartiéndoselo por la mitad exactamente. Se le ha pasado por la cabeza preguntarle si se arrepiente de lo ocurrido anoche, pero decide que la forma en que ha arremetido contra su desayuno aclara toda duda.
Tras dejar los platos en el fregadero, van al ordenador y permanecen sentados en silencio durante casi cuatro minutos, leyendo y releyendo el último mensaje de asemerc.
—Virgen santa —dice ella por fin—. Querías darle cuerda, y creo que ahora está pasado de vueltas. ¿Ves qué cantidad de erratas? —Señala «guanterra» y «piuerta»—. ¿Eso forma parte de su…? ¿Cómo lo llamaste? ¿Camuflaje estilístico?
—No lo creo. —Hodges mira «nop» y sonríe. No puede evitarlo. El pez nota el anzuelo, y lo tiene bien hincado. Duele. Arde—. Yo diría que así es como uno escribe cuando está hecho una furia. Lo último que esperaba era que este individuo tuviese un problema de credibilidad. Esto está sacándolo de quicio.
—Aún más —añade ella.
—¿Mmm?
—Sacándolo aún más de quicio. Mándale otro mensaje, Bill. Mete el dedo en la llaga. Se lo merece.
—De acuerdo. —Piensa, y empieza a escribir.
17
Después de vestirse, Janey recorre el rellano con él y le obsequia un prolongado beso ante el ascensor.
—Todavía no me puedo creer que lo de anoche ocurriera de verdad —dice él.
—Pues ocurrió. Y si juegas bien tus cartas, tal vez vuelva a ocurrir. —Janey escruta el rostro de Hodges con esos ojos azules suyos—. Pero nada de promesas ni compromisos a largo plazo, ¿vale? Nos lo tomaremos tal como venga. Día a día.
—A mi edad, es así como me lo tomo todo.
Se abre la puerta del ascensor. Hodges entra.
—Mantente en contacto, vaquero.
—Cuenta con ello. —La puerta del ascensor empieza a cerrarse. Hodges la para con la mano—. Y recuerda, vaquera: OA.
Ella mueve la cabeza en un solemne gesto de asentimiento, pero a él no se le pasa por alto el destello en su mirada.
—Janey estará OA a tope.
—Ten el móvil siempre a mano, y no estaría de más poner el 911 en marcación rápida.
Hodges retira la mano. Ella le lanza un beso. La puerta se cierra antes de que él pueda devolvérselo.
Su coche está donde lo ha dejado, pero el tiempo fijado por el parquímetro debió de cumplirse antes de empezar el período de aparcamiento gratuito, porque tiene una multa bajo una de las varillas del limpiaparabrisas. Abre la guantera, deja ahí la multa y a continuación saca el móvil. Se le da bien dar consejos a Janey que él mismo no sigue: desde la jubilación, siempre se deja olvidado el maldito Nokia, un modelo bastante prehistórico para lo que son los móviles. En todo caso hoy día no lo llama casi nadie. Sin embargo esta mañana tiene tres mensajes, todos de Jerome. En el segundo y el tercero —uno a las 21.40 horas de anoche, el otro a las 22.45— le pregunta con impaciencia dónde está y por qué no contesta. Habla con su voz normal. El mensaje original, dejado a las 18.30 de la tarde de ayer, empieza con su exuberante voz de Batanga el Negro Zumbón.
«Bwana Hodges, ¿dónde e’tá? ¡Nesesito hablá con u’té! —A continuación vuelve a ser Jerome—. Creo que ya sé cómo lo hizo. Cómo robó el coche. Llámeme».
Hodges consulta su reloj y piensa que Jerome probablemente no se habrá levantado todavía, no un sábado por la mañana. Decide acercarse hasta allí, pasando antes por su casa para coger sus notas. Enciende la radio, sale Bob Seger con Old Time Rock and Roll y lo acompaña a voz en grito: «Take those old records off the shelf».
18
En otros tiempos más sencillos, antes de las apps, los iPad, los Samsung Galaxy y el vertiginoso mundo del 4G, los fines de semana eran los días de máximo ajetreo en Discount Electronix. Ahora los chicos que antes iban a comprar CD se descargan los temas de Vampire Weekend desde iTunes, mientras sus mayores navegan por eBay o ven en Hulu los programas de televisión que se han perdido.
Este sábado por la mañana la sucursal de DE en el centro comercial de Birch Hill es un páramo.
Tones, cerca de la entrada, intenta vender a una anciana un televisor de alta definición que ya es una antigüedad. Freddi Linklatter está fuera, en la parte de atrás, fumando un Marlboro rojo tras otro y probablemente ensayando en su cabeza la última filípica sobre los derechos de los gays. Brady se halla sentado ante uno de los ordenadores de la última fila, un Vizio antiguo que ha amañado para no dejar registro de tecleo, y menos aún historial. Tiene la mirada fija en el último mensaje de Hodges. En un ojo, el izquierdo, ha desarrollado un tic rápido e irregular.
Deja de poner verde a mi madre, ¿vale? No es culpa suya que te hayan pillado en una sarta de mentiras absurdas. Conque sacaste una llave de la guantera, ¿eh? Esa sí que es buena, porque Olivia Trelawney tenía las dos. La que faltaba era la llave de emergencia. La tenía en una pequeña caja magnética debajo del parachoques trasero. El VERDADERO Asesino del Mercedes debió de descubrirla.
Creo que ya me he hartado de escribirte, tontolaba. Como fuente de diversión, tu actual coeficiente ronda más o menos el cero, y sé de buena tinta que DonaldDavis va a confesar los crímenes del Centro Cívico. Y eso a ti te deja ¿dónde? Pues viviendo esa insípida vida de mierda tuya, imagino. Una cosa más antes de poner fin a esta encantadora correspondencia. Me has amenazado de muerte. Eso es un delito grave, pero ¿sabes qué te digo? Me la trae floja. Chaval, no eres más que un cagueta, gilipollas. Internet está plagado de gente así. ¿Quieres venir a mi casa (ya sé que sabes dónde vivo) y amenazarme en persona? ¿No? Ya me lo imaginaba. Permíteme acabar con una palabra tan sencilla que hasta un zoquete como tú debería entender.
Piérdete.
Brady siente tal cólera que se queda paralizado. Sin embargo, también está ardiendo. Cree que se quedará así, encorvado sobre ese Vizio de mierda al ridículo precio rebajado de 87,87 dólares, hasta morir congelado o entrar en combustión, o de algún modo las dos cosas a la vez.
Pero cuando una sombra se proyecta sobre la pared, Brady descubre que sí puede moverse a pesar de todo. Con un clic, elimina de la pantalla el mensaje del expoli gordo justo antes de que Freddi se incline junto a él para echar un vistazo a la pantalla.
—¿Qué miras, Brades? Te has dado mucha prisa en esconderlo, lo que sea que fuera.
—Un documental de National Geographic. Se titula Cuando atacan las lesbianas.
—Es posible que tu recuento de espermatozoides —dice ella— sea superior a tu sentido del humor, pero me inclino a dudarlo.
Tones Frobisher se reúne con ellos.
—Hay un servicio a domicilio en Edgemont —anuncia—. ¿Quién lo quiere?
—Si me dan a elegir entre un servicio a domicilio en ese nido de macarras o tener una comadreja salvaje metida en el culo, me quedo con la comadreja —dice Freddi.
—Ya me encargo yo —se ofrece Brady. Ha decidido que tiene que hacer un recado. Uno que no puede esperar.
19
Cuando Hodges llega a casa de los Robinson, la hermana pequeña de Jerome y un par de amigas suyas saltan a la comba en el camino de acceso. Todas ellas llevan camisetas con centelleantes estampaciones de un grupo musical de adolescentes. Hodges, con la carpeta del caso en una mano, atraviesa el jardín. Barbara se acerca el tiempo suficiente para chocar con él primero la palma de la mano y luego el puño, y se marcha corriendo a coger otra vez su extremo de la cuerda. Jerome, en pantalón corto y camiseta del City College con las mangas arrancadas, bebe un zumo de naranja sentado en los peldaños del porche. Odell yace a su lado. Jerome explica a Hodges que sus padres se han ido de compras y él ha asumido funciones de canguro hasta que vuelvan.
—Aunque no es que ella necesite canguro. Es mucho más espabilada de lo que se piensan mis padres.
Hodges se sienta junto a él.
—No lo des por sentado, Jerome. Hazme caso.
—¿A qué se refiere con eso exactamente?
—Primero cuéntame qué has descubierto.
En lugar de contestar, Jerome señala el coche de Hodges, que ha aparcado junto a la acera para no estorbar a las niñas en su juego.
—¿De qué año es?
—De 2004. No deslumbra pero no tiene muchos kilómetros. ¿Quieres comprarlo?
—Paso. ¿Lo ha cerrado con llave?
—Pues sí. —A pesar de que este es un barrio tranquilo y él está sentado justo delante, mirándolo. La fuerza de la costumbre.
—Deme sus llaves.
Hodges las saca del bolsillo y se las entrega. Jerome examina el mando y asiente.
—PKE —dice—. Empezó a usarse en los noventa, primero como accesorio pero desde el año 2000 básicamente como equipamiento de fábrica. ¿Sabe qué quiere decir?
Como inspector a cargo de la Matanza del Centro Cívico (e interrogador frecuente de Olivia Trelawney), Hodges sin duda lo sabe.
—Sistema de entrada pasiva sin llave.
—Exacto. —Jerome pulsa uno de los dos botones del mando. Junto al bordillo, las luces de posición del Toyota de Hodges parpadean brevemente—. Ahora está abierto. —Pulsa el otro botón. Las luces destellan otra vez—. Ahora está cerrado. Y usted tiene la llave. —La coloca en la palma de la mano de Hodges—. Todo bajo control, ¿no?
—Por el derrotero que está tomando la conversación, quizá no.
—Conozco a unos tíos de la universidad que tienen un club de informática. No voy a darle sus nombres, así que no me los pregunte.
—Ni se me ocurriría.
—No son mala gente, pero se conocen todas las malas prácticas: hackear, clonar, apropiarse de información por medio de spyware, cosas así. Me dicen que los sistemas PKE son prácticamente una licencia para robar. Cuando aprietas el botón para bloquear o desbloquear el coche, el mando emite una señal de radio en baja frecuencia. Un código. Si pudiera oírlo, se parecería a los pitidos que suenan cuando se telefonea a un número de fax con la marcación rápida. ¿Me sigue?
—De momento, sí.
En el camino de acceso las niñas canturrean mientras Barbara Robinson salta diestramente a la comba, agitándose sus trenzas y resplandeciendo sus piernas morenas y robustas.
—Mis amigos dicen que es fácil captar el código si uno dispone del aparato indicado. Para hacerlo, puede modificarse el mando de apertura de la puerta de un garaje o el mando a distancia de un televisor, solo que con algo así hay que estar muy… muy cerca. Digamos que a menos de veinte metros. Pero también puede construirse uno más potente. Todos los componentes se encuentran en la tienda de electrónica del barrio. Coste total: unos cien pavos. Alcance: unos cien metros. Esperas a que el conductor salga del vehículo en cuestión. Cuando aprieta el botón para bloquear el coche, tú aprietas el botón de tu mando. Tu aparato captura la señal y la guarda. El conductor se marcha, y cuando se ha ido, vuelves a pulsar el botón. El coche queda desbloqueado, y tú entras.
Hodges mira su llave y luego a Jerome.
—¿Eso funciona?
—Desde luego que sí. Según mis amigos, ahora es más difícil, porque los fabricantes han modificado el sistema de manera que la señal cambia cada vez que aprietas el botón, pero no es imposible. Todo sistema creado por la mente humana puede ser pirateado por la mente humana. ¿Me atiende?
Hodges apenas lo oye, y menos aún lo atiende. Está pensando en Mr. Mercedes antes de convertirse en Mr. Mercedes. Podría haber comprado uno de esos aparatos de los que Jerome acaba de hablarle, pero es igual de probable que lo montara él mismo. ¿Y era el Mercedes de la señora Trelawney el primer coche con el que él utilizaba dicho dispositivo? Probablemente no.
«Tengo que consultar los robos de coches en el centro —piensa—. Empezando desde… pongamos 2007, hasta principios de la primavera de 2009».
Tiene una amiga en el archivo, Marlo Everett, que le debe un favor. Hodges está seguro de que Marlo realizará una comprobación oficiosa por él sin hacerle muchas preguntas. Y si ella encuentra unas cuantas denuncias en las que el responsable de la investigación concluye que «quizá el denunciante se haya olvidado de bloquear el vehículo», lo sabrá.
En el fondo de su alma, lo sabe ya.
—¿Señor Hodges? —Jerome lo mira con expresión un tanto dubitativa.
—¿Qué, Jerome?
—Cuando trabajaba en el caso del Centro Cívico, ¿no comprobó esto del PKE con los policías encargados de los robos de coches? O sea, ellos tienen que saberlo. No es algo nuevo. Según mis amigos, incluso tiene nombre: «robar el peque».
—Hablamos con el mecánico jefe del concesionario de Mercedes, y nos dijo que se utilizó una llave —explica Hodges. A él mismo la respuesta le parece endeble, a la defensiva. Peor aún: inepta. Lo que hizo el mecánico jefe, lo que hicieron todos, fue dar por supuesto que se había utilizado una llave. Una llave dejada en el contacto por una mujer despistada que no caía bien a nadie.
Jerome le dirige una sonrisa cínica que resulta extraña y fuera de lugar en su joven rostro.
—Hay cosas de las que no hablan las personas que trabajan en un concesionario de coches, señor Hodges. No puede decirse exactamente que mientan; solo las borran de la cabeza. Por ejemplo, que el airbag, al desplegarse, puede salvarle la vida pero también hundirle las gafas en los ojos y dejarlo ciego. El alto índice de vueltas de campana de algunos todoterrenos. O lo fácil que es robar una señal de PKE. Pero los policías encargados de los robos de coches tienen que estar al corriente, ¿no? O sea, es su obligación.
La triste verdad es que Hodges no lo sabe. Tendría que saberlo pero no lo sabe. Por aquellas fechas Pete y él se pasaban el tiempo en la calle, haciendo dos turnos y durmiendo como mucho cinco horas por noche. El papeleo se amontonó. Si les llegó algún comunicado de la sección de robo de coches, probablemente está en algún sitio entre la documentación del caso. No se atreve a preguntárselo a su antiguo compañero, pero sabe que quizá pronto tenga que contárselo todo a Pete. Es decir, si no puede resolverlo él solo.
Mientras tanto, Jerome necesita saberlo todo. Porque el individuo con quien Hodges anda tonteando está loco.
Barbara se acerca corriendo, sudorosa y sin aliento.
—Jay, ¿podemos ir Hilda, Tonya y yo a ver Historias corrientes?
—Adelante —contesta Jerome.
Ella le echa los brazos al cuello y aprieta la mejilla contra la suya.
—¿Nos prepararás crepes, querido hermano?
—No.
Ella deja de abrazarlo y retrocede.
—Eres malo. Y encima perezoso.
—¿Por qué no os vais a Zoney’s y compráis unos gofres congelados?
—Porque no tenemos dinero.
Jerome se mete la mano en el bolsillo y le da un billete de cinco. Esto le vale otro abrazo.
—¿Aún soy tan malo?
—¡No, eres bueno! ¡El mejor hermano que existe!
—No puedes ir sin tus compinches —dice Jerome.
—Y llevaos a Odell —añade Hodges.
Barbara se echa a reír.
—Siempre nos llevamos a Odell.
Con una sensación de profunda inquietud, Hodges observa a las niñas alejarse brincando por la acera con sus camisetas a juego (hablando por los codos y turnándose para llevar la correa de Odell). Difícilmente va a poder confinar a la familia Robinson, pero esas tres niñas le parecen tan pequeñas…
—¿Jerome? Si alguien intentara meterse con ellas, ¿Odell…?
—¿Si las protegería? —pregunta Jerome, ahora muy serio—. Con su vida, señor H. Con su vida. ¿En qué está pensando?
—¿Puedo seguir contando con tu discreción?
—¡Pue’ claro que sí, señó!
—Vale, voy a confiarte algo muy importante. Pero a cambio tienes que prometerme que me tutearás.
Jerome se detiene a reflexionar.
—Me costará un poco acostumbrarme, pero vale.
Hodges se lo cuenta todo (solo omite dónde ha pasado la noche), remitiéndose de vez en cuando a las notas de su bloc de papel pautado. Para cuando acaba, Barbara y sus amigas vuelven de GoMart, lanzándose una caja de gofres y riendo. Entran en la casa para disfrutar de su tentempié de media mañana delante del televisor.
Hodges y Jerome, sentados en los peldaños del porche, hablan de fantasmas.
20
Edgemont Avenue parece una zona en guerra, pero como se encuentra al sur de Lowbriar, al menos es una zona en guerra mayoritariamente blanca, poblada por los descendientes de los montañeses de Kentucky y Tennessee que emigraron allí para trabajar en las fábricas después de la Segunda Guerra Mundial. Ahora las fábricas han cerrado, y gran parte de la población se compone de drogadictos que se pasaron a la heroína marrón cuando la oxicodona se puso demasiado cara. Edgemont es una sucesión de bares, casas de empeños y agencias de cambio de cheques, todos cerrados a cal y canto este sábado por la mañana. Las únicas dos tiendas abiertas son un Zoney’s y el establecimiento que requiere el servicio de Brady, la panadería Batool.
Brady aparca delante, donde podrá ver si alguien intenta forzar su Escarabajo de la Ciberpatrulla, y, acarreando su maletín, entra en la nube de gratos olores. La bola de sebo que atiende detrás del mostrador, un paquistaní, discute con un cliente que agita una Visa ante él y señala la advertencia escrita en una cartulina: SOLO PAGOS EN EFECTIVO HASTA QUE SE REPARE LA AVERÍA INFORMÁTICA.
El ordenador del paqui padece el temido síndrome del «bloqueo». Lanzando miradas de control al Escarabajo a intervalos de treinta segundos, Brady recurre al truco del «desbloqueo», que consiste en pulsar simultáneamente las teclas alt, ctrl y supr. Con eso aparece la ventana del administrador de tareas, y Brady ve de inmediato en la lista de aplicaciones que el Explorer no responde.
—¿Es grave? —pregunta el paqui, inquieto—. Por favor, dígame no grave.
Otro día Brady habría alargado la situación, no porque los tipos como Batool den propina —que no la dan—, sino por verlo sudar unas cuantas gotas más de manteca. Pero no hoy. Esto ha sido solo su pretexto para marcharse de la tienda y del centro comercial, y quiere acabar lo antes posible.
—No, ya lo he detectado, señor Batool —responde. Marca FINALIZAR TAREA y reinicia el PC del paqui. Al cabo de un momento reaparece la función caja registradora junto con los iconos de las cuatro tarjetas de crédito.
—¡Usted genio! —exclama Batool.
Por un desagradable momento Brady teme que ese hijo de puta perfumado lo abrace.
21
Al irse del «nido de macarras», Brady se dirige al norte, rumbo al aeropuerto. En el centro comercial de Birch Hill hay un Home Depot donde casi con toda seguridad podría conseguir lo que busca, pero prefiere otro destino, el complejo de tiendas Skyway. Lo que se dispone a hacer es de por sí arriesgado, temerario y superfluo. No complicará aún más las cosas yendo a una tienda que está solo a un paso de DE. Uno no caga donde come.
Brady ha decidido, pues, resolver su asunto en el garden center de Skyway, y enseguida ve que ha sido la elección acertada. Es una tienda enorme, y en esta mañana de un sábado de finales de primavera está abarrotada de compradores. En el pasillo de pesticidas, Brady mete dos latas de raticida en un carrito ya cargado de artículos añadidos a modo de camuflaje: abono, mantillo, semillas y un escarificador de mango corto. Sabe que es una locura comprar veneno personalmente cuando ya lo ha encargado y le llegará a la oficina del servicio de correos dentro de unos días, pero no puede esperar. Le es imposible. Seguramente no podrá envenenar al perro de la familia negra hasta el lunes —tal vez ni siquiera hasta el martes o el miércoles—, pero debe hacer algo. Necesita tener la sensación de que ha empezado a… ¿cómo lo dijo Shakespeare? A armarse contra un mar de adversidades.
Mientras hace cola con el carrito, se dice que si la cajera (otra bola de sebo, la ciudad está plagada) comenta algo sobre el raticida, aunque sea algo totalmente inocuo como «Este producto da muy buen resultado», abandonará el plan. Existen demasiadas probabilidades de que lo recuerden y lo identifiquen: «Ah, sí, era aquel joven nervioso con el escarificador y el matarratas».
«Quizá debería haberme puesto gafas de sol —piensa—. Tampoco llamaría la atención. Aquí la mitad de los hombres las llevan».
Ahora ya es demasiado tarde. Se ha dejado las Ray-Ban en Birch Hill, dentro del Subaru. Lo único que puede hacer es quedarse aquí en la cola de la caja y obligarse a tranquilizarse. Que es como pedirle a alguien que no piense en un oso polar azul cuando lo tiene delante.
«Me fijé en él por lo tenso que estaba», dirá a la policía la cajera, esa de sebo (pariente de Batool, el panadero, juraría Brady a juzgar por su aspecto). También se acordará porque ha comprado el raticida, uno de esos que contienen estricnina.
Por un momento está a punto de huir, pero ahora no solo tiene gente delante sino también detrás, y si abandona la cola, ¿no llamará la atención? ¿No se preguntarán…?
Un ligero empujón desde atrás.
—Te toca, amigo.
Ya sin opciones, Brady empuja el carrito. Las latas de raticida, colocadas debajo de todo lo demás, son de un amarillo chillón; Brady tiene la impresión de que son del color mismo de la locura, y deben de serlo: estar ahí es de locos.
De pronto lo asalta un pensamiento tranquilizador, tan reconfortante como una mano fresca sobre una frente afiebrada: «Embestir con el coche a esa gente del Centro Cívico fue una locura mucho mayor… pero salí del paso, ¿no?».
Sí, y sale del paso también esta vez. La bola de sebo pasa sus compras por el lector sin mirarlo siquiera. Tampoco lo mira cuando le pregunta si pagará en efectivo o con tarjeta.
Brady paga en efectivo.
No está tan loco.
Ya de vuelta en el Volkswagen (ha aparcado entre dos furgonetas, donde el verde fosforescente apenas se ve), se sienta al volante y respira hondo varias veces hasta que se le acompasa el ritmo del corazón. Piensa en los siguientes pasos de su plan, y eso lo serena más aún.
Primero, Odell. El chucho tendrá una muerte atroz, y el expoli gordo sabrá que el único responsable es él mismo, aunque no lo sepan los Robinson. (Desde un punto de vista estrictamente científico, Brady tiene interés en comprobar si el Ins. Ret. admite su culpa. Pero no lo cree). Segundo, el propio Hodges. Brady lo dejará unos días cociéndose en su culpa, ¿y quién sabe? Quizá al final sí opte por el suicidio, aunque no es probable. Así que Brady lo matará, estando el método aún por determinar. Y tercero…
Una acción sublime. Algo que se recordará durante cien años. La cuestión es: ¿cuál podría ser esa acción sublime?
Brady gira la llave en el contacto y, tras encender la mierda de radio del Escarabajo, sintoniza BAM-100, donde destinan los fines de semana al rock. Oye el final de un espacio dedicado a ZZ Top y se dispone ya a pulsar el botón de KISS-92 cuando se le paraliza la mano. En vez de cambiar de emisora, sube el volumen. Le habla la voz del destino.
El DJ informa a Brady de que el grupo musical de adolescentes más de moda visitará la ciudad en un único concierto. Sí, ha oído bien: ’Round Here actuará en el CACMO el jueves que viene. «Ya casi se han agotado las entradas, niños y niñas, pero nosotros, los Chicos Buenos de BAM-100, tenemos aún una docena, y las regalaremos por pares a partir del lunes, así que estad atentos a la indicación para llamar y…».
Brady apaga la radio. Tiene una mirada distante, brumosa, contemplativa. CACMO es como llaman en la ciudad al Centro de Arte y Cultura del Medio Oeste. Ocupa toda una manzana y cuenta con un auditorio gigantesco.
«Qué manera de irse —piensa—. Dios mío, ¡qué manera!».
Se pregunta cuál será exactamente el aforo del Mingo, el auditorio del CACMO. ¿Tres mil espectadores? ¿Quizá cuatro mil? Esta noche lo consultará por internet.
22
Hodges se compra algo en una tienda de comida preparada cercana (una ensalada en lugar de la hamburguesa con todas sus guarniciones que le pide a gritos el estómago) y se va a su casa. Los placenteros esfuerzos de anoche le pasan factura, y aunque debe una llamada a Janey —por lo visto, tienen un asunto pendiente en la casa de la difunta señora Trelawney en Sugar Heights—, decide que el siguiente paso en la investigación será una breve siesta. Comprueba el contestador automático del salón, pero el visor de MENSAJE EN ESPERA indica cero. Echa un vistazo a Bajo el Paraguas Azul de Debbie y ve que no hay nada nuevo de Mr. Mercedes. Se acuesta y pone su despertador interno para que lo avise al cabo de una hora. Lo último que piensa antes de cerrar los ojos es que ha vuelto a dejarse el teléfono móvil en la guantera del Toyota.
«Debería ir a por él —piensa—. Le he dado a Janey los dos números, pero ella es de la nueva escuela, no de la vieja, y es al móvil adonde llamará primero si me necesita».
Entonces lo vence el sueño.
Es el teléfono de la vieja escuela el que lo despierta, y cuando se vuelve en la cama para cogerlo, ve que su despertador interno, que nunca le ha fallado en todos sus años de policía, al parecer ha decidido jubilarse también. Ha dormido casi tres horas.
—¿Sí?
—¿Nunca escuchas los mensajes, Bill? —Janey.
Se le pasa por la cabeza decirle que se ha quedado sin batería en el móvil, pero mentir no es buena manera de empezar una relación, ni siquiera una establecida sobre la pauta del «día a día». Y eso no es lo importante. Janey tiene la voz empañada y ronca, como si hubiera estado hablando a voz en cuello. O llorando.
Hodges se incorpora.
—¿Qué pasa?
—Mi madre ha tenido un derrame cerebral esta mañana. Estoy en el Hospital Conmemorativo de Warsaw County. Es el que está más cerca de Sunny Acres.
Hodges baja los pies al suelo.
—Dios mío, Janey. ¿Está mal?
—Muy mal. He telefoneado a mi tía Charlotte, que vive en Cincinnati, y a mi tío Henry, el de Tampa. Van a venir los dos. La tía Charlotte seguramente traerá a rastras a mi prima Holly. —Se echa a reír, pero es una risa sin humor—. Seguro que van a venir. Como suele decirse, «sigue la pista del dinero».
—¿Quieres que vaya yo?
—Claro, pero no sé cómo explicarles tu presencia. No puedo presentarte como el hombre con el que me acosté casi nada más conocerlo, y si les explico que te contraté para investigar la muerte de Ollie, seguro que sale en la página de facebook de alguno de los hijos del tío Henry antes de las doce de la noche. Cuando se trata de chismorreo, el tío Henry es peor que la tía Charlotte, pero ninguno de los dos es un dechado de discreción. Al menos Holly es solo rara. —Toma aire con un suspiro profundo y lloroso—. Dios mío, desde luego ahora mismo me vendría bien ver una cara amiga. Hace años que no veo a Charlotte y Henry. Ninguno de los dos se presentó en el entierro de Ollie, y te aseguro que no han hecho el menor esfuerzo por mantenerse al corriente de mi vida.
Hodges reflexiona y dice:
—Soy un amigo, solo eso. Antes trabajaba para la compañía de seguridad de Sugar Heights, Servicio de Guardia Vigilante. Me conociste al volver para hacer el inventario de las pertenencias de tu hermana y ocuparte del testamento con el abogado, ese tal… Chum.
—Schron. —Vuelve a tomar aire, de nuevo con un suspiro profundo y lloroso—. Eso podría servir.
Servirá. Cuando se trata de inventarse cuentos, nadie se mantiene más imperturbable que un policía.
—Voy para allá.
—Pero… ¿no tienes asuntos pendientes en la ciudad? ¿Asuntos que investigar?
—Nada que no pueda esperar. Tardaré una hora en llegar ahí. Con el tráfico de un sábado, quizá menos.
—Gracias, Bill. De todo corazón. Si no estoy en el vestíbulo…
—Ya te encontraré, soy un detective bien adiestrado —dice a la vez que se pone los zapatos.
—Si vienes, mejor será que te traigas una muda, creo. He reservado tres habitaciones en el Holiday Inn de esta misma calle. Reservaré también una para ti. Las ventajas de tener dinero. Y no digamos de la tarjeta platinum de American Express.
—Janey, volver a la ciudad es solo un paseo en coche.
—Ya lo sé, pero ella podría morirse. Si eso pasa hoy o esta noche, de verdad que voy a necesitar a un amigo. Para los… ya sabes, los…
Se interrumpe a causa del llanto y no puede terminar la frase. Pero Hodges no necesita oír el final, porque sabe a qué se refiere. Para los preparativos del funeral.
Al cabo de diez minutos está ya en la carretera, camino de Sunny Acres y el Hospital Conmemorativo de Warsaw County. Prevé encontrar a Janey en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos, pero está fuera, sentada en el parachoques de una ambulancia aparcada. Cuando él se detiene a su lado, ella sube al Toyota, y su cara, demacrada y ojerosa, le dice todo lo que necesita saber.
Janey conserva la compostura hasta que él estaciona en el aparcamiento destinado a los visitantes, y una vez allí se viene abajo. Hodges la abraza. Ella le anuncia que Elizabeth Wharton ha abandonado este mundo a las tres y cuarto, hora estándar central, horario de verano.
«Más o menos mientras me ponía los zapatos», piensa Hodges, y la estrecha aún más entre sus brazos.
23
La temporada de béisbol infantil está en pleno apogeo, y Brady pasa esa soleada tarde de sábado en el McGinnis Park, donde se disputan en tres campos los partidos de toda una pizarra. Hace buena tarde y la venta está animada. Muchas quinceañeras han ido a ver batirse a sus hermanos menores, y mientras esperan sus helados en la cola, aparentemente solo hablan, o al menos Brady solo las oye hablar, del inminente concierto de ’Round Here en el CACMO. Según parece, todas tienen pensado ir. Brady ha decidido que también él irá. Solo necesita ingeniar una manera de entrar con su chaleco especial puesto, el que va cargado de bolas de cojinete y bloques de explosivo plástico.
«Mi apoteosis —piensa—. Un titular para la posteridad».
La sola idea lo anima. Como también lo anima que toda la carga de helados, incluso los polos con sabor a fruta, haya volado ya a las cuatro de la tarde. De vuelta en la fábrica de helados, entrega las llaves a Shirley Orton (da la impresión de que nunca se mueve de ahí) y pregunta si puede cambiar de turno con Rudy Stanhope, que tiene el del domingo por la tarde. Los domingos —siempre y cuando el tiempo acompañe— son días de mucha actividad, y las tres camionetas de Loeb trabajan no solo en el McGinnis, sino en los otros cuatro grandes parques de la ciudad. Añade a su petición la cautivadora sonrisa de niño que tanto encandila a Shirley.
—Dicho de otro modo —responde Shirley—, quieres dos tardes libres seguidas.
—Lo has pillado. —Le explica que su madre quiere ir a visitar a su hermano, el tío de Brady, y eso significa pasar fuera una noche como mínimo, posiblemente dos. No existe tal hermano, claro está, y por lo que se refiere a viajes, el único que interesa a su madre hoy por hoy es la ruta panorámica que la lleva del sofá al mueble-bar y de vuelta al sofá.
—Seguro que Rudy acepta. ¿No quieres llamarlo tú mismo?
—Si se lo pides tú, es cosa hecha.
La gorda deja escapar una risita, que pone hectáreas de carne en perturbador movimiento. Realiza la llamada mientras Brady se cambia de ropa. Rudy cede de buena gana su turno del domingo y se queda con el del martes, que correspondía a Brady. Eso deja a Brady dos tardes libres para vigilar en las cercanías de Zoney’s GoMart, y debería bastarle con eso. Si la niña no se presenta con el perro ninguno de los dos días, el miércoles no irá a trabajar con el pretexto de que está enfermo. Si es necesario, pero no cree que le exija tanto tiempo.
Al salir de Loeb, Brady hace también sus propias compras. Coge cinco o seis cosas que necesitan: todas básicas, como huevos, leche, mantequilla y cereales. En la nevera de la carne, coge medio kilo de carne picada. Noventa por ciento magra. Solo lo mejor para la última comida de Odell.
En casa, abre el garaje y descarga la compra del garden center, tomando la precaución de poner las latas de raticida en un estante alto. Su madre rara vez entra allí, pero no es cuestión de correr riesgos. Hay una mininevera debajo de la mesa de trabajo; Brady la compró en un mercadillo por siete pavos, un verdadero robo. Ahí guarda sus refrescos. Deja la carne picada detrás de las Coca-Colas y las naranjadas; luego lleva adentro el resto de la compra. Lo que encuentra en la cocina es una delicia: su madre echando paprika a una ensalada de atún que incluso tiene un aspecto apetitoso.
Ella advierte su mirada y se echa a reír.
—Quería compensarte por lo de la lasaña. Lo siento mucho, pero estaba tan cansada…
«Borracha es lo que estabas», piensa él. Pero al menos su madre no ha tirado la toalla del todo.
Le ofrece los labios, recién pintados.
—Dale un beso a mamá, cariñito.
Cariñito la rodea con los brazos y le da un prolongado beso. El carmín tiene un sabor dulce. A continuación ella le da una vigorosa palmada en el trasero y le dice que baje a jugar con sus ordenadores hasta que la cena esté lista.
Brady deja al policía un breve mensaje de una sola frase: Voy a joderte, Abuelo. Luego juega a Resident Evil hasta que su madre lo llama para cenar. La ensalada de atún está excelente, y Brady repite. Su madre cocina francamente bien cuando se lo propone, y él calla cuando ella se sirve la primera copa de la velada, especialmente generosa para resarcirse de las dos o tres de las que se ha privado esa tarde. A las nueve está otra vez roncando.
Brady aprovecha para entrar en internet e informarse sobre el inminente concierto de ’Round Here. Ve un vídeo en YouTube donde un corrillo de niñas se plantea cuál de los cinco miembros del grupo es el más sexy. Coinciden en que es Cam, la voz solista en Look Me in My Eyes, un audiovómito que Brady recuerda vagamente haber oído por la radio el año pasado. Se imagina esos rostros risueños destrozados por las bolas de cojinetes, esos vaqueros Guess, todos idénticos, convertidos en jirones llameantes.
Más tarde, después de ayudar a su madre a acostarse y asegurarse de que duerme como un tronco, coge la carne picada, la pone en un cuenco y la mezcla con dos tazas de raticida. Si eso no basta para matar a Odell, atropellará al condenado chucho con la camioneta de la heladería.
Sonríe ante la sola idea.
Mete la carne picada envenenada en una bolsa con cierre hermético y la guarda en la mininevera, otra vez oculta detrás de las latas. También toma la precaución de lavarse las manos con jabón y mucha agua caliente y fregar el cuenco a fondo.
Esa noche Brady duerme bien. No tiene dolores de cabeza ni sueña con su hermano muerto.
24
Para que Hodges y Janey hagan sus llamadas telefónicas, el hospital les cede una sala situada al final del pasillo que da al vestíbulo. Una vez allí se reparten los trámites funerarios.
Es él quien se pone en contacto con la funeraria (Soames, la misma que se ocupó de las honras fúnebres de Olivia Trelawney) y se asegura de que el hospital tendrá el cadáver preparado cuando vayan a buscarlo. Janey, usando el iPad con una eficiencia natural que Hodges envidia, se descarga un formulario para la necrológica del periódico local. Lo rellena con presteza, hablando de vez en cuando en susurros; en un momento dado Hodges la oye musitar las palabras «en lugar de flores». Una vez remitida la necrológica, saca del bolso la agenda de su madre y empieza a llamar a los pocos amigos que le quedaban a la anciana. Se muestra afectuosa con ellos, y serena, pero también expeditiva. La voz le tiembla solo una vez, cuando habla con Althea Greene, la enfermera y compañera más cercana de su madre durante casi diez años.
A las seis —más o menos a la misma hora que Brady Hartsfield llega a casa y encuentra a su madre dando los últimos toques a su ensalada de atún— ya casi han resuelto todos los detalles. A las siete menos diez el coche fúnebre, un Cadillac blanco, entra en el camino de acceso al hospital y rodea el edificio hasta la parte de atrás. Los ocupantes saben adónde tienen que ir; han estado ahí muchas veces.
Janey, pálida, con labios trémulos, mira a Hodges.
—No sé si puedo…
—Ya me ocupo yo.
La transacción es en realidad como cualquier otra: entrega al responsable de la funeraria y su ayudante un certificado de defunción firmado; ellos le dan un recibo. «Podría estar comprando un coche», piensa. Cuando vuelve al vestíbulo del hospital, ve que Janey está fuera, sentada una vez más en el parachoques de la ambulancia. Se sienta a su lado y le coge la mano. Ella le aprieta los dedos con fuerza. Se quedan mirando el coche fúnebre hasta que se pierde de vista. Luego la conduce al Toyota y recorren las dos manzanas hasta el Holiday Inn.
Henry Sirois, un hombre obeso con un apretón de manos húmedo, aparece a las ocho. Charlotte Gibney llega una hora después, apremiando a un botones muy cargado que la precede y quejándose del pésimo servicio durante el vuelo. «Y esos bebés llorones —dice—, no quieras saber». Ellos no quieren saber, pero ella se lo cuenta igualmente. Es tan delgada como gordo es su hermano, y observa a Hodges con una mirada acuosa y desconfiada. Al acecho junto a la tía Charlotte, está su hija Holly, una solterona más o menos de la edad de Janey pero sin su buena presencia. Holly Gibney habla siempre en un murmullo y al parecer le cuesta mirar a los ojos.
—Quiero ver a Betty —anuncia la tía Charlotte después de un abrazo breve y frío a su sobrina. Parece pensar que la señora Wharton podría estar expuesta en el vestíbulo del hotel con azucenas en la cabeza y claveles a los pies.
Janey explica que el cadáver ya ha sido trasladado a la funeraria Soames, en la ciudad, donde los restos mortales de Elizabeth Wharton serán incinerados el miércoles por la tarde, después de un velatorio el martes y un breve acto no confesional la mañana del miércoles.
—La incineración es una atrocidad —anuncia el tío Henry. Todo lo que dicen esos dos parece un anuncio.
—Es lo que ella quería —aclara Janey en voz baja, cortés, pero Hodges advierte que se le enrojecen las mejillas.
Piensa que pueden surgir problemas, que quizá exijan ver un documento donde se especifique por escrito que la difunta prefería la incineración a la inhumación, pero ellos callan. Tal vez estén acordándose de todos esos millones que Janey ha heredado de su hermana, dinero que solo ella puede decidir si quiere compartir o no. Es posible que el tío Henry y la tía Charlotte incluso piensen en todas las visitas que no han hecho a su anciana hermana durante sus últimos años de sufrimiento. Las visitas que recibió la señora Wharton en esos años fueron las de Olivia, a quien la tía Charlotte no alude por su nombre, prefiriendo llamarla «la de los problemas». Y por supuesto fue Janey, todavía afectada por los malos tratos en el matrimonio y un divorcio marcado por el rencor, quien estuvo allí al final.
Los cinco comparten una cena tardía en el comedor casi vacío del Holiday Inn. Por el sistema de megafonía se oye la trompeta de Herb Alpert. La tía Charlotte ha pedido una ensalada y se queja de la vinagreta, que le han servido aparte por expreso deseo suyo.
—Por mucho que la pongan en una jarrita, si sale de un envase del supermercado, sale de un envase del supermercado —anuncia.
Su susurrante hija pide algo que suena a frambuesaapeso, voyflecha. Resulta ser hamburguesa con queso, muy hecha. El tío Henry opta por unos fettucini alfredo y los sorbe con la eficiencia de una aspiradora industrial, perlándosele la frente de sudor cuando se acerca a la línea de meta. Cogiendo un trozo de pan untado con mantequilla, rebaña la salsa.
Hodges es quien más habla, contando anéCDotas de su época en el Servicio de Guardia Vigilante. El empleo es imaginario, pero las anéCDotas son en su mayoría ciertas, de sus tiempos en la policía, adaptadas a las circunstancias. Les cuenta lo del ladrón que quedó atrapado cuando intentaba colarse por la ventana de un sótano y perdió el pantalón en el esfuerzo para liberarse a fuerza de contoneos (esto arranca a Holly una parca sonrisa); lo del niño de doce años que se escondió detrás de la puerta de su habitación y dejó grogui a un intruso de un golpe con su bate de béisbol; lo de la asistenta doméstica que robó varias joyas a su señora y se le cayeron de las bragas mientras servía la cena. Hay anéCDotas más turbias, muchas, pero esas se las reserva.
En el postre (que Hodges se salta, disuadido por la desvergonzada gula del tío Henry), Janey invita a los recién llegados a quedarse en la casa de Sugar Heights a partir de mañana, y luego los tres se retiran a sus habitaciones ya pagadas. Charlotte y Henry parecen animarse ante la perspectiva de inspeccionar con sus propios ojos cómo viven los demás. En cuanto a Holly… ¿quién sabe?
Las habitaciones de los recién llegados están en la planta baja; las de Janey y Hodges en la segunda. Cuando llegan a las puertas contiguas, Janey le pregunta si quiere dormir con ella.
—Nada de sexo —dice—. No me he sentido menos sexy en la vida. Básicamente, no quiero estar sola.
Hodges no tiene inconveniente. En todo caso duda que él mismo esté para muchas travesuras. Tiene agujetas en el abdomen y las piernas de los esfuerzos de anoche… y anoche, se recuerda, fue ella quien hizo casi todo el trabajo. Cuando están entre las sábanas, ella se acurruca a su lado. A Hodges le cuesta creer que Janey tenga ese cuerpo tan cálido y firme. Esa presencia. Es verdad que no siente deseo en ese momento, pero se alegra de que la anciana haya tenido la gentileza de morir de un derrame cerebral después de echarse él el casquete, no antes. No es una actitud muy encomiable de su parte, pero es lo que hay. Corinne, su ex, decía que los hombres ya nacían con una erección.
Janey acomoda la cabeza en su hombro.
—Me alegro de que hayas venido.
—Yo también. —Es la pura verdad.
—¿Crees que saben que estamos juntos en la cama?
Hodges se lo piensa antes de contestar.
—La tía Charlotte lo sabe, pero lo sabría aunque no lo estuviéramos.
—Y estás muy seguro de eso porque eres un detective bien…
—Exacto. Ahora duérmete, Janey.
Ella así lo hace, pero cuando Hodges se despierta de madrugada, con necesidad de ir al baño, la encuentra sentada junto a la ventana, mirando el aparcamiento y llorando. Él apoya una mano en su hombro.
Ella alza la vista.
—Te he despertado. Lo siento.
—No, es mi habitual meada obligatoria de las tres. ¿Estás bien?
—Sí. Pues sí. —Janey sonríe y se enjuga las lágrimas con los puños, como una niña—. Solo estoy reconcomiéndome por haber despachado a mi madre a Sunny Acres.
—Pero ella quería ir, dijiste.
—Sí. Ella lo quería. Pero eso no cambia lo que siento. —Janey lo mira con los ojos apagados y lacrimosos—. También me reconcomo por haber permitido que Olivia cargara con el peso mientras yo estaba en California.
—Como detective bien adiestrado, deduzco que intentabas salvar tu matrimonio.
Janey esboza una sonrisa.
—Eres buena persona, Bill. Ve al baño.
Cuando él regresa, ella está otra vez hecha un ovillo en la cama. La rodea con el brazo desde atrás y, arrimándose, se acopla a ella; en esa posición duermen el resto de la noche.
25
El domingo por la mañana a primera hora Janey, antes de ducharse, le enseña a usar su iPad. Hodges accede al Paraguas Azul de Debbie y encuentra un nuevo mensaje de Mr. Mercedes. Es breve y va al grano: Voy a joderte, Abuelo.
—Ya, pero cuéntame cómo te sientes de verdad —dice, y para su sorpresa se echa a reír.
Janey sale del cuarto de baño envuelta en una toalla, en medio de una nube de vapor que parece un efecto especial de Hollywood. Le pregunta de qué se ríe. Hodges le enseña el mensaje. Ella no le ve la gracia.
—Espero que sepas lo que estás haciendo, Bill.
Hodges también lo espera. De algo está seguro: cuando regrese a casa, sacará la Glock 40 reglamentaria de la caja fuerte de su dormitorio y empezará a llevarla encima otra vez. La cachiporra ya no le basta.
El teléfono contiguo a la cama de matrimonio gorjea. Lo coge Janey, mantiene una breve conversación y cuelga.
—Era la tía Charlotte. Propone que la Alegre Pandilla se reúna para desayunar dentro de veinte minutos. Tengo la impresión de que se muere de ganas de ir a Sugar Heights y echar el ojo a la plata.
—De acuerdo.
—También me ha hecho saber que la cama era demasiado dura y ha tenido que tomar un antihistamínico porque tiene alergia a la gomaespuma de las almohadas.
—Ajá. Janey, ¿el ordenador de Olivia está aún en la casa de Sugar Heights?
—Claro. En la habitación que usaba como despacho.
—¿Puedes cerrar esa habitación con llave para que ellos no entren?
Janey se queda inmóvil a medio abrocharse el sujetador y permanece por un instante en esa posición, los codos atrás, un arquetipo femenino.
—Al diablo, les diré que ahí no se puede entrar y listos. No voy a dejarme intimidar por esa mujer. ¿Y qué opinas de Holly? ¿La entiendes cuando habla?
—En la cena pensé que pedía «frambuesaapeso» —admite Hodges.
Janey se deja caer en la silla donde él la encontró llorando anoche al despertar, solo que ahora ríe.
—Cielo, eres un detective francamente malo. Lo que en este sentido significa bueno.
—En cuanto acabe todo esto del funeral y ellos se vayan…
—El jueves como mucho —lo interrumpe ella—. Si se quedan más, los mato.
—Y ningún jurado te condenará. En cuanto se vayan, quiero llevar a mi amigo Jerome a echar un vistazo a ese ordenador. Lo llevaría antes, pero…
—No se despegarían de él. Ni de mí.
Hodges, pensando en los ojos brillantes e inquisitivos de la tía Charlotte, coincide con ella.
—¿No habrá desaparecido lo del Paraguas Azul? Creía que se borraba cada vez que salías de la web.
—No es el Paraguas Azul de Debbie lo que me interesa. Son los fantasmas que oía tu hermana por la noche.
26
Mientras se dirigen hacia el ascensor, Hodges pregunta a Janey algo que viene preocupándolo desde que ella lo llamó ayer por la tarde.
—¿Crees que mis preguntas sobre Olivia precipitaron el derrame cerebral de tu madre?
Ella se encoge de hombros con expresión apesadumbrada.
—Es imposible saberlo. Era muy mayor, tenía al menos siete años más que la tía Charlotte, creo… y el dolor constante la consumía. —Luego, de mala gana, añadió—: Puede que tus preguntas contribuyeran.
Hodges se llevó una mano al pelo, peinado apresuradamente, y se lo alborotó otra vez.
—Dios mío.
Suena la campanilla del ascensor. Entran. Janey se vuelve hacia él y le coge las dos manos. Con voz acelerada y apremiante, aclara:
—Pero te diré una cosa: si tuviera que hacerlo otra vez, lo haría. Mi madre ha disfrutado de una larga vida. Ollie, en cambio, merecía unos años más. No era muy feliz, pero iba saliendo adelante hasta que ese cabrón se cruzó con ella. Ese… ese usurpador. ¿No tuvo suficiente con robarle el coche y usarlo para matar a ocho personas y herir a no sé cuántas más? No, no le bastó con eso. Tuvo que robarle la mente.
—Seguimos adelante, pues.
—Y tanto que sí. —Janey le aprieta las manos—. Esta es la nuestra, Bill. ¿Lo entiendes? Esta es la nuestra.
Espoleado como está, Hodges no habría cejado en ningún caso, pero le complace percibir la vehemencia de su respuesta.
Se abre la puerta del ascensor. Holly, la tía Charlotte y el tío Henry esperan en el vestíbulo. La tía Charlotte los escruta con su mirada inquisitiva de cuervo, probablemente en busca de lo que el antiguo compañero de Hodges llamaba «cara de recién follado». Pregunta por qué han tardado tanto; luego, sin esperar respuesta, comenta que el bufet del desayuno parece bastante deficiente. Si pretenden comerse una tortilla recién hecha, lo tienen mal.
Hodges piensa que a Janey Patterson la esperan unos días muy largos.
27
Como ayer, el domingo amanece radiante y veraniego. Como ayer, Brady ha vendido toda la carga a las cuatro, dos horas antes de echarse encima la hora de la cena y de empezar a vaciarse los parques. Piensa en telefonear a casa y preguntar a su madre qué le apetece para cenar; luego decide comprar comida preparada en Long John Silver y darle una sorpresa. Le encantan los bocaditos de langosta.
Al final resulta que es Brady quien se lleva la sorpresa.
Entra en la casa desde el garaje, y el saludo —«¡Hola, mamá, ya estoy en casa!»— se desvanece en sus labios. Esta vez su madre se ha acordado de apagar el horno, pero flota aún en el aire el olor de la carne chamuscada que ella se ha preparado para el almuerzo. Desde el salón llegan un tamborileo ahogado y un extraño gorgoteo.
Hay una sartén en uno de los fogones delanteros. Brady le echa una ojeada y ve restos de hamburguesa quemada sobresalir como pequeñas islas volcánicas por encima de una película de grasa cuajada. En la encimera hay una botella medio vacía de Stolichnaya, y un tarro de mayonesa, lo único que ella echa a sus hamburguesas.
Se le caen de las manos las bolsas de comida preparada con manchas de grasa. Brady ni siquiera se da cuenta.
«No —piensa—. No puede ser».
Pero así es. Abre la puerta de la nevera de la cocina y ahí, en el estante superior, está la bolsa de cierre hermético con la carne envenenada. Aunque ahora solo queda la mitad.
La contempla pasmado, pensando: «Ella nunca mira en la mininevera del garaje. Nunca. Esa es mía».
A eso sigue otra reflexión: «¿Cómo sabes qué mira y qué no cuando no estás aquí? Que tú sepas, bien puede haber registrado todos tus cajones y rebuscado debajo del colchón».
Vuelve a oírse el gorgoteo. Dejando la puerta de la nevera abierta y mandando de una patada una de las bolsas de Long John Silver bajo la mesa de la cocina, Brady corre hacia el salón. Su madre está sentada en el sofá, con la espalda muy erguida. Viste su pijama azul de seda. Un babero de vómito veteado de sangre cubre la chaqueta. Su vientre hinchado tensa los botones; es la barriga de una mujer embarazada de siete meses. En torno a su rostro amarillento, el pelo erizado forma una aureola delirante. Tiene los ojos desorbitados y cuajarones de sangre en la nariz. No lo ve, o eso cree él al principio, pero de pronto su madre tiende las manos.
—Mamá. ¡Mamá!
Su primer impulso es darle palmadas en la espalda, pero ve en la mesita de centro lo que queda de la hamburguesa, consumida casi por entero, junto a un vaso con un par de dedos de lo que debía de haber sido un destornillador descomunal, y sabe que unas palmadas en la espalda no servirán de nada. Aquello no está alojado en su garganta. Ojalá fuera así.
El tamborileo que ha oído al entrar suena de nuevo cuando ella empieza a agitar los pies arriba y abajo como pistones. Da la impresión de estar desfilando sin avanzar. Arquea la espalda. De repente levanta los brazos hacia el techo. Ahora desfila y simultáneamente, como un árbitro de fútbol, indica que el golpe de castigo ha pasado entre los tres palos. Extiende un pie bruscamente y golpea la mesita de centro. Se vuelca el vaso con los restos del destornillador.
—¡Mamá!
Ella se arroja de espaldas contra los cojines del sofá, luego se echa hacia delante. Lo mira con ojos atormentados. Farfulla un sonido ahogado que podría ser o no su nombre.
¿Qué se hace con la víctima de un envenenamiento? ¿Eran huevos crudos? ¿O Coca-Cola? No, la Coca-Cola era para el estómago revuelto, y ella ha rebasado ya ese punto de largo.
«Tengo que hundirle los dedos en la garganta —piensa—. Provocarle el vómito».
Pero en ese momento los dientes de su madre inician su propio desfile, y Brady retira la mano que había acercado vacilantemente y opta por taparse la boca con la palma. Ve que ella ya se ha destrozado el labio inferior a fuerza de morderse; de ahí proceden las manchas de sangre en la chaqueta. Al menos parte.
—¡Breibi!
Toma aire en una aspiración sincopada. Las palabras siguientes son guturales pero comprensibles.
—¡Lla… ma… nuev… un… uno!
Llama al 911.
Brady se acerca al teléfono y coge el auricular antes de caer en la cuenta de que no puede hacerlo. Piensa en las preguntas incontestables que seguirían. Lo deja y, girando sobre los talones, se vuelve hacia ella.
—Mamá, ¿por qué has ido a meter las narices allí? ¿Por qué?
—¡Breibi! ¡Nuev… un… uno!
—¿Cuándo te la has comido? ¿Cuánto tiempo hace?
En lugar de responder, su madre reanuda el desfile. Echa atrás la cabeza con una sacudida y fija en el techo sus ojos desorbitados durante unos segundos antes de bajar la cabeza con igual brusquedad. Mantiene la espalda inmóvil; da la impresión de que tuviera la cabeza montada sobre rodamientos. Vuelve a oírse el gorgoteo: un sonido de agua en un desagüe parcialmente atascado. Separa los labios y suelta una bocanada de vómito, que cae en su regazo con un ruido líquido. Dios santo, la mitad es sangre.
Brady piensa en todas las veces que ha deseado su muerte. «Pero yo nunca he querido que fuera así —se dice—. Así nunca».
Una idea ilumina su mente como una única bengala resplandeciente sobre un mar tempestuoso. Puede averiguar qué tratamiento necesita por internet. En internet sale todo.
—Voy a ocuparme de esto —asegura—, pero tengo que ir al sótano un momento. Tú… aguanta, mamá. Intenta…
Está a punto de decir «Intenta relajarte».
Entra corriendo en la cocina, en dirección a la puerta que conduce a su sala de control. Ahí abajo descubrirá cómo salvarla. Y si no puede, al menos no tendrá que verla morir.
28
La palabra que enciende las luces es «control», pero el sótano permanece a oscuras pese a que la pronuncia tres veces. Brady toma conciencia de que el programa de reconocimiento de voz no funciona porque él no habla con su voz de siempre, ¿y tiene eso algo de raro? ¿Tiene algo de raro, joder?
Opta por pulsar el interruptor y baja, no sin antes cerrar la puerta para aislarse y dejar atrás los sonidos inhumanos procedentes del salón.
Sin siquiera tratar de activar por medio de la voz la batería de ordenadores, enciende solo el Número Tres con el botón situado detrás del monitor. La cuenta atrás para el Borrado Total aparece y la interrumpe introduciendo la contraseña a través del teclado. Pero no busca antídotos para el veneno; ya es demasiado tarde, como se permite admitir ahora que está aquí sentado en su lugar seguro.
Y también sabe cómo ha ocurrido. Ayer ella se portó bien, manteniéndose sobria por la tarde a fin de preparar una buena cena para los dos, así que se ha concedido un premio. Ha pillado una cogorza, y luego ha decidido que era mejor comer algo para absorber el alcohol antes de que su cariñito llegara a casa. No ha encontrado nada que la atrajera en la despensa ni en el frigorífico. «Ah, pero ¿qué habrá en la mininevera del garaje?». Los refrescos no le interesaban, pero a lo mejor había algo para picar. Solo que ha encontrado una cosa aún mejor: una bolsa hermética llena de apetecible carne recién picada.
Eso lleva a Brady a pensar en una antigua máxima: si algo puede salir mal, saldrá mal. ¿Es el Principio de Peter? Entra en internet para averiguarlo. Después de una breve investigación, descubre que no es el Principio de Peter, sino la Ley de Murphy, así llamada por un tal Edward Murphy. Se dedicaba a fabricar piezas de avión. ¿Quién lo habría dicho?
Visita otras pocas webs —en realidad bastantes— y juega unas cuantas partidas al solitario. Cuando llega del piso de arriba un ruido especialmente sonoro, decide escuchar unas cuantas canciones en su iPod. Algo alegre. Las Staple Singers, quizá.
Y mientras suena Respect Yourself en medio de su cabeza, entra en el Paraguas Azul de Debbie para ver si hay algún mensaje del expoli gordo.
29
Cuando Brady ya no puede aplazarlo más, sube sigilosamente. Ya anochece. El olor a hamburguesa quemada casi ha desaparecido, pero el hedor a vómito es todavía intenso. Entra en el salón. Su madre yace en el suelo junto a la mesita de centro, ahora volcada. Tiene la vista fija en el techo, los labios contraídos en una amplísima sonrisa, las manos convertidas en garras. Está muerta.
Brady piensa: «¿Por qué tenías que ir al garaje cuando te ha entrado hambre? Ay, mamá, mamá, ¿cómo se te puede haber ocurrido una cosa así?».
«Si algo puede salir mal, saldrá mal», piensa, y luego, viendo cómo lo ha dejado todo su madre, se pregunta si habrá en casa algún un espray para limpiar moquetas.
La culpa de esto la tiene Hodges. Todo remite a él.
Ya le ajustará las cuentas a ese viejo Ins. Ret., y pronto. Pero ahora mismo tiene un problema más acuciante. Se sienta a reflexionar en el sillón que ocupa cuando ve la televisión con su madre. Se da cuenta de que ella ya no volverá a ver ningún reality show. Es triste… pero tiene su lado gracioso. Imagina a Jeff Probst enviando flores con una tarjeta en la que dice «De todos tus amigos de Supervivientes», y no puede contener una risita.
¿Y ahora qué hace con su madre? Los vecinos no la echarán de menos, porque nunca ha tenido trato con ellos; los tachaba de envarados. Tampoco tiene amigos, ni siquiera compañeros de borracheras, porque bebía siempre en casa. Una vez, en un raro momento de introspección, dijo a Brady que no iba a los bares porque estaban llenos de borrachos como ella.
—Por eso no has notado el sabor al probar esa mierda y no la has dejado, ¿verdad? —pregunta al cadáver—. Estabas como una puta cuba.
Lamenta no disponer de un congelador. Si lo tuviera, encajonaría dentro el cuerpo. Lo vio una vez en una película. No se atreve a meterla en el garaje; por alguna razón, eso se le antoja demasiado público. Supone que podría envolverla en una alfombra y bajarla al sótano, donde seguro que cabría debajo de la escalera, pero ¿cómo iba a trabajar sabiendo que ella estaba ahí, que, incluso envuelta en una alfombra, miraba con esos ojos tan abiertos?
Además, el sótano es su espacio. Su sala de control.
Al final se da cuenta de que solo puede hacer una cosa. La coge por las axilas y la arrastra hacia la escalera. Para cuando llega allí, ve que el pantalón del pijama se le ha bajado, dejando a la vista lo que ella a veces llama (llamaba, se recuerda a sí mismo) el chichi. Una vez, cuando estaban los dos en la cama y ella le procuraba alivio por un dolor de cabeza especialmente intenso, él intentó tocarle el chichi y ella le apartó los dedos de un manotazo. Un buen manotazo. «Ni se te ocurra —le dijo—. De ahí saliste tú».
Brady la arrastra escalera arriba, peldaño a peldaño. El pantalón del pijama se le baja hasta los tobillos y ahí se queda enrollado. Recuerda cómo desfilaba sentada en el sofá en su hora final. Qué horror. Pero, al igual que la idea de las flores enviadas por Jeff Probst, tenía su lado gracioso, aunque no era una ocurrencia que uno fuera a compartir con nadie. Tenía algo de zen.
Sigue por el pasillo. Entra en el dormitorio de su madre. Se yergue con una mueca por el dolor de riñones. «Dios mío, cómo pesa». Es como si la muerte la hubiese rellenado de una misteriosa carne densa.
«Da igual. Acabemos con esto».
Para adecentarla —adecentarla en la medida de lo posible tratándose de un cadáver con un pijama empapado en vómito—, le sube el pantalón de un tirón, y, levantándola, la deja en la cama. Suelta un gruñido a causa de una nueva punzada en la espalda, y esta vez, cuando se endereza, nota un crujido en la columna. Piensa en quitarle el pijama y ponerle algo limpio —alguna de las camisetas XL que a veces usa para dormir, quizá—, pero eso implicaría volver a levantar y manipular lo que ahora son solo kilos de carne muda colgada de perchas de hueso. ¿Y si se lesionaba la espalda?
Podía quitarle al menos la chaqueta, que es lo que más se ha ensuciado, pero entonces tendría que verle las tetas. Eso sí le dejaba tocárselo, pero solo de vez en cuando. «Mi niño guapo», decía en esas ocasiones deslizándole los dedos entre el pelo o masajeándole la nuca, donde el dolor de cabeza parecía agazaparse y gruñir. «Mi cariñito guapo».
Al final Brady se contenta con subir la colcha y taparla enteramente. Sobre todo esos ojos tan abiertos y fijos.
—Lo siento, mamá —dice mirando la silueta blanca—. Tú no has tenido la culpa.
No, la culpa la tiene el expoli gordo. Fue Brady quien compró el raticida para envenenar al perro, cierto, pero solo con la intención de acceder a Hodges y revolverle la cabeza por dentro. Ahora es Brady quien tiene la cabeza revuelta. Por no hablar ya del salón. Le queda mucho por hacer ahí abajo, pero antes tiene una tarea pendiente.
30
Ha recobrado la calma otra vez y ahora sus órdenes de voz sí funcionan. Sin pérdida de tiempo, se sienta ante el Número Tres y accede a su cuenta en el Paraguas Azul de Debbie. Su mensaje a Hodges es breve y conciso.
Voy a matarte.
No me verás venir.