1

Brady Hartsfield recorre la maraña de calles del Lado Oeste hasta las siete y media, cuando, con la llegada del crepúsculo, empieza a degradarse ese azul propio de un cielo primaveral a última hora del día. La primera andanada de clientes, entre tres y seis, se compone de niños a la salida del colegio con las mochilas a cuestas y billetes arrugados en las manos. En general ni lo miran. Están demasiado ocupados parloteando con sus amigos o hablando por los móviles, que para ellos no son simples accesorios sino una necesidad tan vital como la comida o el aire. Unos cuantos le dan las gracias, pero muchos ni se molestan. A Brady le da igual. No quiere que lo miren ni quiere que lo recuerden. Para esos críos no es más que el proveedor de azúcar uniformado de blanco, y así lo prefiere.

De seis a siete, el rato que esas bestezuelas entran en sus casas a cenar, es tiempo muerto. Quizá unos cuantos —los que dan las gracias— incluso hablan con sus padres. En su mayoría seguramente siguen dale que dale con sus teléfonos mientras mamá y papá se enfrascan en conversaciones sobre sus trabajos o ven las noticias vespertinas en la tele para enterarse de todo lo que pasa en el gran mundo, donde los amos del cotarro no dan una a derechas.

En la última media hora de su turno la actividad aumenta de nuevo. Esta vez son los padres quienes, junto con sus hijos, se acercan a la tintineante camioneta de Mr. Tastey, para obsequiarse unos helados que se comerán después de acomodar el culo (por lo común gordo) en las tumbonas de sus jardines. Casi le dan pena. Son personas con poca visión, tan estúpidas como hormigas yendo de aquí para allá en su hormiguero. Un asesino en masa les sirve un helado, y ellos ni se lo imaginan.

De vez en cuando Brady se pregunta si sería muy difícil envenenar todos los helados de la camioneta: el de vainilla, el de chocolate, el de frutas del bosque, el sabor del día, los sorbetes Tastey, las chocodelicias, incluso los polos clásicos y los silbatos helados. Ha llegado al punto de investigar por internet. Ha hecho lo que Anthony Frobisher, alias Tones, su jefe en Discount Electronix, probablemente llamaría «estudio de viabilidad», y ha decidido que si bien podría hacerse, sería una estupidez. No es que sea reacio al riesgo. Al fin y al cabo, salió airoso de la Matanza del Mercedes, cuando tenía más probabilidades de ser atrapado que de quedar impune. Pero no quiere que lo pillen ahora. Tiene un trabajo pendiente. Para lo que queda de primavera y principios del verano, su trabajo es el expoli gordo: G. William Hodges.

Ya recorrerá su ruta en el Lado Oeste con la camioneta llena de helados envenenados cuando el expoli se canse de jugar con el arma que tiene junto al sillón en su sala de estar y la utilice en serio. Pero no antes. El expoli gordo irrita a Brady Hartsfield. Lo irrita mucho. Hodges se retiró con todos los honores, incluso le organizaron una fiesta, ¿y qué derecho tenía después de fracasar en la búsqueda del criminal más famoso en la historia de la ciudad?

2

En su último circuito del día pasa por delante de la casa de Teaberry Lane, donde vive Jerome Robinson, el chico al servicio de Hodges, con su madre, su padre y su hermana pequeña. Jerome Robinson también irrita a Brady. Es atractivo, trabaja para el expoli y sale cada fin de semana con una chica distinta. Todas guapas. Algunas incluso blancas. Eso no está bien. Va contra las leyes de la naturaleza.

—¡Eh! —exclama Robinson—. ¡Señor heladero! ¡Espere!

Echa una ágil carrera por la hierba de su jardín, seguido de cerca por su perro, un enorme setter irlandés. Detrás de ellos aparece la hermana menor, de unos nueve años.

—¡Pídeme uno de chocolate, Jerry! —dice a gritos—. ¡Porfaaa!

Incluso tiene nombre de blanco: Jerome. Jerry. Es ofensivo. ¿Por qué no puede llamarse Traymore? ¿O Devon? ¿O Leroy? ¿Por qué no puede ser un puto Kunta Kinte?

Jerome no lleva calcetines debajo de los mocasines y se le ven los tobillos, todavía verdes después de cortarle el césped al expoli. Luce una amplia sonrisa en ese rostro incuestionablemente agraciado suyo, y Brady da por hecho que cuando la exhibe ante las chicas con las que sale los fines de semana, ellas se bajan las bragas y abren los brazos: «Adelante, Jerry».

Brady, por su parte, nunca ha estado con una chica.

—Hola, ¿cómo va? —saluda Jerome.

Brady, que ha dejado el volante y ahora está en la ventana de atención al público, sonríe.

—Bien. Ya casi es hora de cerrar, y eso siempre me sienta bien.

—¿Te queda de chocolate? La Sirenita quiere uno.

Brady, todavía sonriente, levanta el pulgar. Es casi la misma sonrisa que desplegaba bajo la máscara de payaso cuando pisó el acelerador a fondo y embistió a aquella muchedumbre de patéticos buscadores de empleo delante del Centro Cívico.

—Un sí rotundo al de chocolate, amigo mío.

Llega la hermanita con una expresión radiante en los ojos y un vaivén de trenzas.

—No me llames Sirenita, Jere, ¡no lo soporto!

Ronda los nueve años y, absurdamente, también tiene un nombre de blanca: Barbara. Para Brady la idea de que una niña negra se llame Barbara es tan surrealista que ni siquiera le parece ofensivo. El único en la familia con un nombre de negro es el perro, que ahora menea el rabo, erguido sobre las patas traseras, con las delanteras plantadas en el costado de la camioneta.

—¡Abajo, Odell! —ordena Jerome, y el perro se sienta, jadeante y contento.

—¿Y tú qué? —pregunta Brady a Jerome—. ¿Quieres algo?

—Un cucurucho de mousse de vainilla, por favor.

«Vainilla tenía que ser», piensa Brady, y prepara los pedidos.

Le gusta tener controlado a Jerome, le gusta saber en qué anda, porque de un tiempo a esta parte parece que es la única persona que pasa algún rato con el Ins. Ret., y en los últimos dos meses Brady los ha observado juntos el tiempo suficiente para darse cuenta de que Hodges trata al chico no solo como empleado a tiempo parcial sino también como amigo. Brady por su parte nunca ha tenido amigos —los considera peligrosos—, pero sabe lo que son: alimento para el ego. Redes de seguridad emocional. Cuando te sientes mal, ¿a quién acudes? A los amigos, claro, y los amigos dicen cosas como «Vaya por Dios» y «Arriba ese ánimo» y «Estamos contigo» y «Vamos a tomar algo». Jerome tiene solo diecisiete años; es, pues, demasiado joven para salir con Hodges a tomar algo (a no ser que sea un refresco), pero siempre puede decir «Arriba ese ánimo» y «Estoy contigo». Así que vale la pena observarlo.

La señora Trelawney no tenía amigos. Tampoco marido. Tenía solo a su madre, vieja y enferma. Por eso era presa fácil, sobre todo cuando la policía empezó a presionarla. Hasta el punto de que le hicieron a Brady la mitad del trabajo. Del resto se ocupó él, casi ante las mismísimas narices de esa zorra flaca.

—Aquí tienes —dice Brady, entregando a Jerome los helados, que ojalá estuvieran aderezados con arsénico. O quizá con warfarina. Si fuera esto último, se desangrarían por los ojos y las orejas y la boca. Además de por el culo. Se imagina a todos los niños del Lado Oeste soltando sus mochilas y sus preciados teléfonos móviles mientras la sangre mana de todos sus orificios. ¡De ahí sí saldría una buena película de catástrofes!

Jerome le entrega un billete de diez, y Brady, junto con el cambio, le da una galleta para el perro.

—Para Odell —dice.

—¡Gracias, señor! —contesta Barbara, y da un lametón a su cucurucho de chocolate—. ¡Qué rico!

—Disfrútalo, cariño.

Conduce la camioneta de Mr. Tastey, y a veces un Volkswagen para la Ciberpatrulla cuando hay algún servicio a domicilio, pero este verano su verdadero trabajo será el inspector G. William Hodges (ret.). Y asegurarse de que el inspector Hodges (ret.) hace uso de esa arma.

Brady se encamina de regreso a la fábrica de helados Loeb para devolver la camioneta y ponerse la ropa de calle. Respeta el límite de velocidad durante todo el recorrido.

Hombre precavido vale por dos.

3

Después de marcharse del DeMasio —con un breve rodeo para ocuparse de los matones que acosaban al niño bajo el paso elevado de la autopista—, Hodges se limita a pilotar su Toyota por las calles de la ciudad sin ningún destino en mente. O eso cree hasta que cae en la cuenta de que está en Lilac Drive, calle de la postinera zona residencial de Sugar Heights, a orillas del lago. Se detiene frente a la verja del número 729, que consta en una placa atornillada a uno de los pilares de piedra sin labrar. Aparca en la acera opuesta.

La casa de la difunta Olivia Trelawney se halla en lo alto de una cuesta de asfalto casi tan ancha como la calle en la que desemboca. En la verja cuelga el rótulo SE VENDE, invitando a compradores solventes a telefonear a la agencia MICHAEL ZAFRON REALTY & FINE HOMES. Hodges sospecha que ese cartel seguirá ahí durante mucho tiempo, a juzgar por cómo anda el mercado inmobiliario en este año del Señor 2010. Pero alguien mantiene el césped bien cortado, y dada la extensión del jardín, ese alguien debe de utilizar un cortacésped mucho más grande que el de Hodges.

¿Quién paga el mantenimiento? Deben de ser los herederos de la señora T. Desde luego nadaba en la abundancia. Hodges creía recordar que la cifra validada rondaba los siete millones de dólares. Por primera vez desde su jubilación, cuando dejó en manos de Pete Huntley e Isabelle Jaynes el caso sin resolver de la Matanza del Centro Cívico, se pregunta si la madre de la señora T. todavía vive. Recuerda la escoliosis que tenía casi doblada por la cintura a la pobre anciana y le causaba tremendos dolores… pero la escoliosis no es forzosamente una enfermedad mortal. Además, ¿no tenía Olivia Trelawney una hermana que vivía en algún lugar del oeste?

Rebusca en la memoria el nombre de la hermana pero no le viene nada a la cabeza. Lo que sí recuerda es que a Pete le dio por llamar «Señora Tics» a la señora Trelawney, porque no podía dejar de reacomodarse la ropa, y retocarse el pelo recogido en un apretado moño que no necesitaba retocarse, y juguetear con la cadena de oro de su reloj Patek Philippe, dándole vueltas y más vueltas en torno a la muñeca huesuda. Hodges le tenía antipatía; Pete había llegado casi a aborrecerla. Debido a lo cual endosarle parte de la culpa por la atrocidad del Centro Cívico resultaba bastante satisfactorio. A fin de cuentas, ella había facilitado las cosas a ese individuo; ¿qué duda podía caber al respecto? Le habían entregado dos llaves al comprar el Mercedes, pero solo había podido mostrar una.

Luego, poco antes de Acción de Gracias, el suicidio.

Hodges recuerda claramente el comentario de Pete cuando supieron la noticia: «Si se encuentra con esos muertos al otro lado (en particular con esa joven, Cray, y su hija) tendrá que rendir cuentas». Para Pete había sido la confirmación definitiva: en algún lugar de su mente, la señora T. sabía desde el principio que había dejado la llave en el contacto del coche al que ella llamaba «Dama Gris».

Eso mismo creía Hodges entonces. La cuestión es si todavía lo cree. ¿O acaso ha cambiado de idea después de recibir ayer la ofensiva carta anónima del sedicente Asesino del Mercedes?

Tal vez no, pero esa carta suscita dudas. ¿Y si Mr. Mercedes escribió una misiva parecida a la señora Trelawney? ¿A la señora Trelawney, con todos sus tics e inseguridades justo por debajo de una fina costra de desafío? ¿Era eso posible? Mr. Mercedes sin duda conocía la ira y el desprecio que el público había vertido sobre ella después de los asesinatos; le bastaba con leer las cartas al director en el periódico local.

¿Es posible que…?

Pero en ese momento se interrumpen sus pensamientos, porque un coche acaba de detenerse detrás de él, tan cerca que casi toca el parachoques de su Toyota. No lleva luces de emergencia en el techo, pero es un Crown Vic último modelo, azul pastel. De detrás del volante se apea un hombre fornido, con el pelo a cepillo, y bajo la americana oculta obviamente un arma en una funda colgada al hombro. Si ese fuera un inspector de la policía municipal, como Hodges sabe, el arma sería una Glock 40, igual que la que él tiene guardada en la caja fuerte de su casa. Pero no es un inspector de la policía municipal. Hodges aún los conoce a todos.

Baja la ventanilla.

—Buenas tardes, caballero —dice Pelocepillo—. ¿Le importaría decirme qué hace aquí? Porque lleva ya un buen rato aparcado.

Hodges echa una ojeada a su reloj y ve que es verdad. Son casi las cuatro y media. Con el tráfico de hora punta que encontrará en el centro, tendrá suerte si llega a casa a tiempo de ver a Scott Pelley en el noticiario vespertino de la CBS. Antes veía la NBC, hasta que decidió que Brian Williams era un memo de buen carácter demasiado aficionado a los vídeos de YouTube. No la clase de presentador de informativos que él busca cuando da la impresión de que el mundo entero se desmo…

—¿Caballero? Sinceramente, espero una respuesta. —Pelocepillo se inclina. Se le abre el lateral de la americana. No es una Glock, sino una Ruger. Una pistola de vaquero, en opinión de Hodges.

—Y yo —replica Hodges— espero sinceramente que tenga usted la autoridad necesaria para preguntarlo.

Su interlocutor arruga la frente.

—¿Cómo dice?

—Creo que es usted guardia de seguridad privado —explica Hodges pacientemente—, pero desearía que se identificara. ¿Y sabe qué más? También desearía ver su permiso de armas ocultas para ese cañón que esconde debajo de la chaqueta. Y mejor será que lo tenga en la cartera y no en la guantera del coche, o estará infringiendo la sección diecinueve del código municipal de armas de fuego, cuyo contenido, resumiendo, es este: «Si porta un arma oculta, también debe llevar encima el permiso para portar armas ocultas». Así que veamos la documentación.

Pelocepillo arruga aún más la frente.

—¿Es usted policía?

—Retirado —contesta Hodges—, pero eso no significa que haya olvidado mis derechos ni sus responsabilidades. Déjeme ver su identificación y su permiso de armas, por favor. No es necesario que me los entregue…

—Puede estar seguro de que no lo haré.

—… pero quiero verlos. Después podremos hablar de mi presencia aquí en Lilac Drive.

Pelocepillo se lo piensa, pero solo por unos segundos. Luego saca la cartera y la abre con un golpe de muñeca. En esta ciudad —como en la mayoría, piensa Hodges—, los guardias de seguridad tratan a los policías retirados como tratarían a los que aún están en servicio activo, porque los policías retirados tienen muchos amigos que aún están en servicio activo, y que pueden complicarle la vida a alguien si se les da una razón para ello. Como Hodges ve, el tipo se llama Radney Peeples, y el carnet de su agencia lo identifica como empleado de la empresa Servicio de Guardia Vigilante. También le enseña a Hodges el permiso de armas ocultas, válido hasta junio de 2012.

Radney, no Rodney —observa Hodges—. Como Randey Foster, el cantante de country.

Una sonrisa se dibuja de pronto en el rostro de Peeples.

—Exacto.

—Señor Peeples, yo soy Bill Hodges. Terminé ya mi carrera como inspector de primera clase, y mi último gran caso fue el del Asesino del Mercedes. Imagino que eso le permitirá hacerse una idea de qué hago aquí.

—La señora Trelawney —dice Peeples, y retrocede respetuosamente cuando Hodges abre la puerta del coche, se apea y se despereza—. ¿Rememorando el pasado, inspector?

—Ahora soy solo «señor». —Hodges le tiende la mano. Peeples se la estrecha—. Por lo demás, ha acertado. Me retiré de la policía más o menos al mismo tiempo que la señora Trelawney se retiró de la vida en general.

—Eso fue triste —dice Peeples—. ¿Sabe que los niños tiraban huevos a su verja? Y no solo en Halloween. Tres o cuatro veces. Cogimos a unos cuantos; los otros… —Meneó la cabeza—. Además de papel higiénico.

—Ya, eso les encanta —comenta Hodges.

—Y una noche alguien hizo una pintada en el pilar izquierdo de la verja. Conseguimos que la borraran antes de que ella la viera, y me alegro. ¿Sabe qué escribieron?

Hodges niega con la cabeza.

Peeples baja la voz.

—PUTA ASESINA, decía, en letras mayúsculas grandes y chorreantes. Era muy injusto. Sencillamente la pifió. ¿A quién no le ha pasado alguna vez?

—A mí sí, eso desde luego —confirma Hodges.

—Ahí tiene. Como dice la Biblia, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

«Eso no lo verán mis ojos», piensa Hodges, y con sincera curiosidad pregunta:

—¿A usted le caía bien?

Peeples desvía la mirada hacia arriba y a la izquierda, gesto involuntario que Hodges ha visto en muchas salas de interrogatorio a lo largo de los años. Significa que Peeples va a eludir la pregunta o mentir descaradamente.

Al final opta por la evasiva.

—Bueno —dice—, nos trataba bien en Navidad. A veces confundía los nombres, pero nos conocía a todos, y todos recibíamos cuarenta dólares y una botella de whisky. De buen whisky. ¿Qué se cree que nos daba el marido? —Suelta un bufido—. Diez pavos dentro de una postal era lo que nos daba aquel rácano cuando aún estaba al pie del cañón.

—¿Para quién trabaja exactamente Servicio de Guardia Vigilante?

—Para algo que se llama Asociación Sugar Heights. Ya sabe, una de esas agrupaciones de vecinos. Se oponen a la normativa de zonificación cuando no les gusta y se aseguran de que el vecindario conserva cierta… esto, categoría, digamos. Hay muchas reglas. En Navidad, por ejemplo, pueden ponerse bombillas blancas pero no de colores. Y no pueden ser intermitentes.

Hodges alza la vista al cielo. Peeples sonríe. Han pasado de enemigos potenciales a colegas —o casi—, y ¿por qué? Porque casualmente Hodges ha reconocido su nombre de pila, un tanto atípico. Podría atribuirse eso a la suerte, pero siempre hay algo que te permite congraciarte con la persona a quien quieres interrogar, algo, y parte del éxito de Hodges en la policía se debía a su capacidad para identificarlo, al menos en la mayoría de los casos. Es un don que Pete Huntley jamás ha poseído, y a Hodges le complace sobremanera descubrir ahora que los vestigios del suyo funcionan aún de maravilla.

—Creo que tenía una hermana —comenta—. La señora Trelawney, quiero decir. Pero no llegué a conocerla, y no recuerdo cómo se llamaba.

—Janelle Patterson —contesta Peeples al instante.

—Usted la conoce, deduzco.

—Pues sí. Es buena persona. Se da un aire a la señora Trelawney, pero con menos años y de mejor ver. —Traza la silueta de un reloj de arena con las manos—. Más llenita. ¿No sabrá si ha habido algún avance en el asunto del Mercedes, señor Hodges?

Esa es una pregunta a la que Hodges por lo regular no respondería, pero si uno quiere información, debe dar información. Y lo que sabe no implica el menor riesgo, porque no es siquiera información. Emplea la expresión utilizada por Pete Huntley en el almuerzo hace unas horas.

—Estancamiento total.

Peeples asiente como si ya lo supusiera.

—Un crimen impulsivo. Sin lazos con ninguna de las víctimas, ni motivos, solo la emoción de matar. La mejor opción para atraparlo es que vuelva a intentarlo, ¿no cree?

«Mr. Mercedes sostiene que eso no entra en sus planes», piensa Hodges, pero esa es una información que no quiere dar a conocer bajo ningún concepto, así que expresa su conformidad. El consenso colegiado siempre es bueno.

—La señora T. dejó una gran herencia —dice Hodges—, y no hablo solo de la casa. Me pregunto si se la legó a la hermana.

—Pues sí —confirma Peeples. Guarda silencio por un momento y luego dice algo que el propio Hodges repetirá a otra persona en un futuro no muy lejano—. ¿Puedo confiar en su discreción?

—Sí. —Ante esa pregunta, la respuesta sencilla es la mejor. Sin calificativos.

—Esa Patterson vivía en Los Ángeles cuando su hermana… ya sabe. Las pastillas.

Hodges asiente.

—Casada pero sin hijos. No era un matrimonio feliz. Cuando se enteró de que había heredado un pastón y una propiedad en Sugar Heights, se divorció a toda prisa y vino al este. —Peeples señala con el pulgar la verja, el ancho camino de acceso y la casa enorme—. Vivió ahí un par de meses mientras se validaba el testamento. Hizo buenas migas con la señora Wilcox, la del 640. A la señora Wilcox le gusta hablar, y me considera un amigo.

Eso podía significar cualquier cosa, desde unos cafés en compañía hasta sexo por la tarde.

—La señora Patterson pasó a hacerse cargo de las visitas a la madre, que vivía en un apartamento en el centro. ¿Sabía lo de la madre?

—Elizabeth Wharton —dice Hodges—. Me pregunto si aún vive.

—Casi seguro que sí.

—Porque tenía una escoliosis atroz. —Hodges imita un andar un tanto encorvado para demostrárselo. Si uno quiere recibir, tiene que dar.

—¿Ah, sí? Una lástima. En todo caso Helen… la señora Wilcox, dice que la señora Patterson la visitaba puntual como un reloj, igual que antes la señora Trelawney. Es decir, hasta hace un mes. Entonces las cosas debieron de empeorar, porque creo que ahora la anciana está en una residencia de Warsaw County. La señora Patterson se ha trasladado al apartamento. Y ahí está ahora. Aunque todavía la veo de vez en cuando. La última vez hará una semana, cuando el hombre de la inmobiliaria enseñó la casa.

Hodges decide que ya ha sonsacado a Radney Peeples todo lo que en principio cabe esperar.

—Gracias por ponerme al día. Me voy ya. Siento que hayamos empezado con mal pie.

—Descuide —dice Peeples, y da dos vigorosos apretones a la mano que Hodges le tiende—. Lo ha manejado como un profesional. Pero recuerde: yo no he dicho nada. Puede que Janelle Patterson viva en el centro, pero sigue siendo miembro de la Asociación, y eso la convierte en clienta.

—No ha dicho usted una palabra —asegura Hodges, y vuelve a su coche. Espera que el marido de Helen Wilcox no pille a su mujer y al cachas juntos en el catre, si eso es lo que en realidad está sucediendo; muy posiblemente sería el fin del acuerdo entre Servicio de Guardia Vigilante y los vecinos de Sugar Heights. El propio Peeples se vería en la calle por despido procedente. A ese respecto no hay la menor duda.

«Probablemente la señora Wilcox no hace más que acercarse trotando al coche de Peeples con unas pastas recién hechas —piensa Hodges mientras se aleja—. Has estado viendo demasiada terapia nazi para parejas en la televisión de la tarde».

Tampoco es que le interese mucho la vida amorosa de Radney Peeples. Lo que le interesa a Hodges mientras se dirige a su casa mucho más modesta en el Lado Oeste es que Janelle Patterson heredó el patrimonio de su hermana, que Janelle Patterson vive aquí en la ciudad (al menos de momento), y que Janelle Patterson debe de haber hecho algo con las pertenencias de la difunta Olivia Trelawney. Eso incluiría sus papeles personales, y dichos papeles quizá contengan una carta —posiblemente más de una— remitida por el psicópata que se ha puesto en contacto con Hodges. Si esa correspondencia existe, le gustaría verla.

Naturalmente, eso es asunto de la policía, y G. William Hodges ya no es policía. Persistiendo en su actitud, está adentrándose en un terreno resbaladizo más allá de los límites de lo legal, y lo sabe —para empezar está reteniendo pruebas—, pero no tiene intención de detenerse todavía. La arrogancia achulada de la carta del psicópata lo ha cabreado. Pero, admite, lo ha cabreado en el buen sentido. Le ha dado un objetivo, y después de los últimos meses, eso le parece fantástico.

«Si de verdad consigo hacer algún avance, lo pondré todo en manos de Pete».

No mira por el retrovisor mientras lo piensa, pero de haberlo hecho habría visto que él mismo desviaba momentáneamente la mirada hacia arriba y a la izquierda.

4

Hodges aparca el Toyota en el cobertizo que utiliza como garaje, situado a la izquierda de su casa, y se detiene a admirar el césped recién cortado antes de encaminarse hacia la puerta. Allí encuentra una nota asomando de la rendija del buzón. En un primer momento piensa que podría ser de Mr. Mercedes, pero algo así sería demasiado audaz incluso para ese individuo.

Es de Jerome. Su cuidada caligrafía contrasta en extremo con la jerigonza del mensaje.

Apreciado bwana Hodges:

He cortao la hierba y dejao el cortase’pe’ otra vé en la coshera. E’pero que no lo haya shafao, amo. Si tie alguna otra faena que hasé pa e’te negro, coja el tubo y me dé un toque. Con musho gu’to hablaré con u’té si no e’toy trajinando con una de mi’ señora’. Como sabe, dan musho trabajo y a vese’ nesesitan un repasito, porque se me suben a la parra, y la’ mulata’ má que ninguna. Siempre a su di’posisión, amo.

JEROME

Hodges menea la cabeza en un gesto de hastío pero no puede contener una sonrisa. Ese chico que trabaja para él saca sobresalientes en matemáticas especiales, sabe recolocar canalones caídos, le arregla a Hodges el correo electrónico cuando se le bloquea (cosa que ocurre con frecuencia, debido sobre todo a su propia torpeza), tiene nociones de fontanería, habla francés bastante bien, y si le preguntas qué está leyendo, es capaz de aburrirte durante media hora con el condenado simbolismo de la sangre en D. H. Lawrence. No quiere ser blanco, pero ser un negro con talento en una familia de clase media alta le ha generado lo que él define como «conflictos de identidad». Esto lo comenta en tono festivo, pero Hodges no cree que hable en broma. En realidad no.

El padre de Jerome, profesor universitario, y su madre, auditora —los dos faltos de sentido del humor, en opinión de Hodges—, sin duda se horrorizarían ante esa nota. Incluso podría ser que pensaran que su hijo necesita tratamiento psicológico. Pero no se enterarán por Hodges.

—Ay, Jerome. Jerome, Jerome —dice mientras entra. Jerome y sus «faena’ que hasé». Jerome, que no acaba de decidir, de momento, en qué universidad de élite quiere estudiar; está cantado que cualquiera de las importantes lo aceptará. Es la única persona del vecindario a quien Hodges considera amiga, y en realidad la única a quien necesita. Hodges opina que la amistad está sobrevalorada, y en este sentido, solo en este, se parece a Brady Hartsfield.

Ha llegado a tiempo para casi todos los noticiarios de la noche, pero decide no verlos. Su paciencia con los vertidos de petróleo en el golfo de México y la política del Tea Party tiene un límite. Opta, pues, por encender el ordenador, abre Firefox e introduce Bajo el Paraguas Azul de Debbie en la casilla de búsqueda. Solo obtiene seis resultados, una captura muy pequeña en el inmenso mar abundante en peces de internet, y solo uno coincide exactamente con el texto. Hodges clica en ese enlace y aparece una imagen.

Bajo un cielo cubierto de amenazadores nubarrones se extiende un paisaje de montaña. Lluvia animada —un sencillo bucle en continua repetición, concluye— cae en plateados raudales. Pero las dos personas sentadas debajo de un gran paraguas azul, una mujer y un hombre jóvenes, están secas y a resguardo. No se besan, pero tienen las cabezas muy juntas. Parecen enfrascadas en una conversación.

Bajo la imagen se lee una breve descripción de la razón de ser del Paraguas Azul.

A diferencia de sitios como facebook y LinkedIn, Bajo el Paraguas Azul de Debbie es un chat donde pueden reunirse viejos amigos y entablarse nuevas amistades dentro de un ANONIMATO ABSOLUTAMENTE GARANTIZADO. Nada de fotos, nada de porno, nada de tuits de 140 caracteres. Solo BUENA CONVERSACIÓN A LA ANTIGUA USANZA.

Debajo hay un botón con el rótulo: ¡EMPIEZA YA! Hodges desplaza el cursor hasta ahí y se queda indeciso. Hace unos seis meses Jerome tuvo que anular su dirección de correo y conseguirle una nueva, porque todos los contactos de su libreta de direcciones habían recibido un mensaje diciendo que estaba aislado en Nueva York, le habían robado la cartera con todas las tarjetas de crédito dentro, y necesitaba dinero para volver a casa. ¿Sería el receptor del mensaje tan amable de enviar cincuenta dólares —más si podía permitírselo— al apartado de correos, etcétera, de Tribeca? «Te lo devolveré en cuanto haya resuelto este lío», concluía el mensaje.

Para Hodges fue un profundo bochorno, porque la petición de dinero había llegado a su ex, a su hermano en Toledo y a más de cincuenta policías con quienes había trabajado a lo largo de los años. También a su hija. Se temió que su teléfono —tanto el fijo como el móvil— sonara sin parar durante las siguientes cuarenta y ocho horas, pero fueron pocos los que llamaron, y solo Alison parecía preocupada de verdad. Eso no le sorprendió. Allie, una doña angustias por naturaleza, vive con el temor de que a su padre pueda darle un patatús desde que cumplió cincuenta y cinco años.

Hodges llamó a Jerome para pedirle ayuda, y Jerome le explicó que había sido víctima del phishing.

—En general, los que se apropian de las direcciones de otros a través del phishing solo quieren venderles Viagra o joyas de imitación, pero también lo he visto de esta clase. Le pasó a mi profesor de Estudios Medioambientales, y tuvo que devolver a los afectados casi mil dólares. Claro que eso fue en otra época, antes de que la gente espabilara…

—Con eso de otra época, ¿a cuándo te refieres exactamente, Jerome?

Jerome se encogió de hombros.

—Hará dos o tres años. Lo que hay ahí fuera es un mundo nuevo, señor Hodges. Dé gracias de que el hacker no le haya colado uno de esos virus que se come todos los archivos y aplicaciones.

—No perdería gran cosa —contestó Hodges—. Básicamente solo navego por la red. Aunque echaría de menos el solitario del ordenador. Se oye Happy Days Are Here Again cuando gano.

Jerome le dirigió esa mirada tan peculiar suya con la que parecía decir: «Soy demasiado educado para llamarle tonto».

—¿Y qué me dice de la declaración de Hacienda? El año pasado lo ayudé a hacerla online. ¿Quiere que alguien vea lo que le pagó al tío Sam? Aparte de mí, quiero decir.

Hodges admitió que no quería.

Con ese extraño (y en cierto modo entrañable) tono pedagógico que los jóvenes inteligentes parecen adoptar cuando se proponen aleccionar a los viejos ignorantes, Jerome dijo:

—Su ordenador no es solo una nueva clase de televisor. Quítese eso de la cabeza. Cada vez que lo encienda, está abriendo una ventana de acceso a su propia vida. Si es que alguien quiere mirar, claro.

Todo esto pasa por su cabeza mientras contempla el paraguas azul y la incesante lluvia. Desfilan por ella asimismo otras cosas, cosas de su mente de policía que permanecían latentes y ahora han despertado del todo.

Quizá Mr. Mercedes quiere hablar. Ahora bien, también es posible que en realidad pretenda mirar por esa ventana de la que Jerome le habló.

En lugar de clicar en EMPIEZA YA, Hodges abandona la web, coge el teléfono y pulsa uno de los pocos números que tiene en marcación rápida. Contesta la madre de Jerome y, después de una charla breve y agradable, pasa el aparato al joven señor don Faena’ Que Hasé en persona.

Hablando en el dialecto negro más espantoso que se le ocurre, Hodges dice:

—Qué hay, tronco, ¿tienes a las tipas en cintura? ¿Te rinden? ¿Das ejemplo?

—Ah, hola, señor Hodges. Sí, todo en orden.

—No te mola que te hable así por el tubo, ¿eh, mano?

—Esto…

Jerome está sinceramente desconcertado, y Hodges se compadece de él.

—El jardín ha quedado estupendo.

—Ah. Bueno. Gracias. ¿Puedo hacer algo más por usted?

—Es posible. Me preguntaba si podrías dejarte caer por aquí mañana después de clase. Por una cosa del ordenador.

—Claro. ¿Qué pasa esta vez?

—Prefiero no hablar de eso por teléfono —responde Hodges—. Pero a lo mejor te parece interesante. ¿Qué tal a las cuatro?

—A esa hora me va bien.

—Vale. Y hazme un favor: deja a Batanga el Negro Zumbón en casa.

—De acuerdo, señor Hodges, eso haré.

—¿Cuándo vas a relajarte y tutearme? Con eso de «señor Hodges», tengo la sensación de que soy tu profesor de Historia Americana.

—Quizá cuando acabe el instituto —responde Jerome, muy serio.

—Siempre y cuando sepas que puedes dar el salto cuando quieras…

Jerome se echa a reír. Tiene una risa vibrante, fantástica. Hodges siempre se anima al oírla.

Se queda sentado ante el ordenador en el diminuto cubículo que usa como despacho, tamborileando con los dedos, pensando. Se da cuenta de que casi nunca usa esa habitación por la tarde. Si se despierta a las dos de la madrugada y no puede volver a conciliar el sueño, entonces sí. Entra ahí y juega al solitario durante más o menos una hora antes de regresar a la cama. Pero suele estar instalado en su La-Z-Boy entre las siete de la tarde y las doce de la noche, viendo películas antiguas en AMC o TCM y atiborrándose de grasa y azúcares.

Coge otra vez el auricular, llama al servicio de información telefónica y pregunta al robot al otro lado de la línea si tiene el número de Janelle Patterson. No se hace muchas ilusiones; ahora que es la Mujer de los Siete Millones de Dólares, y encima está recién divorciada, la hermana de la señora Trelawney no debe de aparecer en la guía.

Pero el robot se lo escupe. Hodges se lleva tal sorpresa que tiene que buscar atropelladamente un lápiz y luego marcar el 2 para que lo repita. Tamborilea un poco más con los dedos, pensando en cómo le conviene abordarla. Posiblemente quedará en nada, pero ese sería su siguiente paso si él fuera aún policía. Como no lo es, requerirá un poco más de sutileza.

Le complace descubrir su propia impaciencia ante este desafío.

5

Brady telefonea por adelantado a Sammy’s Pizza de camino a casa y recoge una pizza pequeña de champiñones y pepperoni. Si pensara que su madre comería un par de porciones, habría pedido una más grande, pero sabe que no lo hará.

«A lo mejor si fuera de pepperoni y vodka Popov… —piensa—. Si hubiera de esas, no me bastaría siquiera con la mediana; tendría que pasar directamente a la grande».

En el Lado Norte de la ciudad hay viviendas unifamiliares. Se construyeron todas entre las guerras de Corea y Vietnam, lo que significa que son todas casi iguales y están que se caen. En la mayoría de los jardines, invadidos por la grama, todavía hay juguetes de plástico tirados en el césped, pese a que ahora ya ha oscurecido. La casa de los Hartsfield está en el número 49 de Elm Street, la «calle del olmo», donde no hay un solo olmo, ni seguramente lo ha habido nunca. Sencillamente todas las calles de esta parte de la ciudad —conocida, no sin criterio, como Northfield, «campo del norte»— tienen nombre de árbol.

Brady aparca detrás de la carraca oxidada de su madre, un Honda, que necesita un escape nuevo, platinos nuevos y bujías nuevas. Por no hablar de la pegatina de la inspección de vehículos.

«Que se ocupe ella», piensa Brady, pero no lo hará. Le tocará a él. No le quedará otro remedio. A fin de cuentas, siempre se ocupa él de todo.

«Como me ocupé de Frankie —piensa—. En los tiempos en que el sótano era solo el sótano y no mi centro de control».

Brady y Deborah Ann Hartsfield no hablan de Frankie.

La puerta está cerrada con llave. Eso al menos por fin ha conseguido inculcárselo a su madre, aunque lo suyo le ha costado. Ella es de esas personas que cree que todo se soluciona con decir «vale». Tú dile «Guarda la leche en la nevera después de servirte», y ella contesta «Vale». Luego llegas a casa y te la encuentras en la encimera, agriándose. Tú dile «Por favor, pon una lavadora para que mañana tenga el uniforme de heladero limpio», y ella contesta «Vale». Pero cuando asomas la cabeza al cuarto de la lavadora, todo sigue en la cesta.

Lo recibe el parloteo del televisor. Algo sobre una «prueba de inmunidad», así que es Supervivientes. Ha intentado explicarle que eso es todo falso, un montaje. Ella dice que sí, vale, que ya lo sabe, pero no se lo pierde nunca.

—¡Mamá, ya estoy en casa!

—¡Hola, cariño! —Solo arrastra moderadamente la voz, lo cual es buena señal a esa hora de la noche.

«Si yo fuera su hígado —piensa Brady—, me escaparía por su boca una noche mientras ronca y saldría de aquí por piernas».

Aun así, al entrar en el salón, siente ese peculiar asomo de expectación, ese asomo que detesta. Su madre está sentada en el sofá con la bata de seda blanca que Brady le regaló por Navidad, y él ve más blanco allí donde la bata se le abre a la altura de los muslos: la ropa interior. Se niega a pensar en la palabra bragas en relación con su madre —tiene connotaciones demasiado sexuales—, pero ronda igualmente en el fondo de su cabeza, una serpiente oculta entre unas matas de zumaque venenoso. También ve las pequeñas sombras redondas de sus pezones. No está bien que esas cosas lo exciten —ella se acerca ya a los cincuenta, empieza a reblandecérsele la cintura, y es su madre, por Dios—, pero…

Pero.

—He traído pizza —anuncia, sosteniendo la caja en alto, y piensa: «Ya he cenado».

—Ya he cenado —responde ella. Probablemente es verdad. Unas hojas de lechuga y un miniyogur. Así conserva lo poco que queda de su figura.

—Es tu preferida —dice, y piensa: «Disfrútala, cariño».

—Disfrútala, cielo —contesta ella. Levanta la copa y toma un sorbo en un gesto muy refinado. Beber a tragos llegará más tarde, cuando él se acueste y ella piense que está dormido—. Coge una Coca-Cola y ven a sentarte a mi lado. —Da unas palmaditas en el sofá. Se le abre la bata un poco más. Bata blanca, bragas blancas.

«Ropa interior —se recuerda—. Ropa interior, eso es todo, es mi madre, es mamá, y cuando es tu mamá solo es ropa interior».

Ella lo ve mirar y sonríe. No se cierra la bata.

—Este año los supervivientes están en Fiyi —comenta su madre, y frunce el entrecejo—. O creo que es Fiyi. Bueno, una de esas islas, en cualquier caso. Ven a verlo conmigo.

—No, me parece que me voy a trabajar un rato abajo.

—¿Con qué proyecto andas ahora, cariño?

—Un nuevo tipo de router. —Ella no sabría distinguir un router de un cúter, así que por ese lado no hay peligro.

—Uno de estos días inventarás algo y nos haremos ricos —dice ella—. Lo sé. Y adiós a la tienda de electrónica. Y adiós a esa camioneta de la heladería. —Lo mira con los ojos muy abiertos y solo un poco húmedos a causa del vodka.

Brady no sabe cuánto se mete en el cuerpo a lo largo de un día normal, y contar las botellas vacías no es una opción, porque las tira en algún sitio. Sí sabe sin embargo que tiene un aguante asombroso.

—Gracias —dice. Y se siente halagado a su pesar. Siente también otras cosas, muy a su pesar.

—Ven a dar un beso a mamá, cariñito.

Brady se acerca al sofá guardándose de mirar por el escote de la bata abierta, procurando pasar por alto esa creciente sensación que experimenta justo por debajo del cinturón. Su madre vuelve la cara a un lado, pero cuando él se inclina para besarle la mejilla, ella gira otra vez la cabeza y aprieta su boca húmeda y entornada contra la de su hijo. Él percibe el sabor a alcohol y huele el perfume que ella se aplica siempre detrás de las orejas. Se lo aplica también en otros sitios.

Su madre le rodea la nuca con la palma de la mano y le alborota el pelo con las puntas de los dedos, y Brady siente un estremecimiento a lo largo de la espalda hasta los riñones. Ella le toca el labio superior con la punta de la lengua, un simple roce, brevísimo; luego se recuesta y posa en él su mirada de starlette, con los ojos muy abiertos.

—Mi cariñito —susurra, como la heroína de una película romántica dirigida a un público femenino, una de esas en que los hombres blanden espadas y las mujeres lucen vestidos muy escotados con las tetas hinchadas como globos relucientes.

Brady se aparta apresuradamente. Ella le sonríe y vuelve a fijar la mirada en el televisor, donde jóvenes atractivos en bañador corren por una playa. Con manos un poco temblorosas, él abre la caja de la pizza, saca una porción y la deja en la ensaladera de su madre.

—Cómete eso —sugiere—. Absorberá la bebida. Al menos una parte.

—No seas malo con mamá —contesta ella, pero sin rencor, y desde luego no dolida. Se ciñe la bata distraídamente, absorta de nuevo en el mundo de los supervivientes, decidida a descubrir a quién expulsan de la isla esta semana—. Y no te olvides de mi coche, Brady. Necesita la inspección.

—Necesita mucho más que eso —replica él, y entra en la cocina. Saca una Coca-Cola de la nevera; luego abre la puerta del sótano. Se detiene por un momento en la oscuridad y pronuncia una única palabra—: Control. —Abajo, se encienden los fluorescentes (instalados por él mismo, que se ocupó también de toda la reforma del sótano).

Al pie de la escalera, piensa en Frankie. Casi siempre se acuerda de él cuando se detiene allí donde Frankie murió. La única vez que no pensó en él fue cuando se preparaba para su acción en el Centro Cívico. Durante esas semanas desapareció de su mente todo lo demás, y vaya si fue un alivio.

«Brady», dijo Frankie. Su última palabra en el planeta Tierra. Los gorgoteos y jadeos no contaban.

Deja la pizza y el refresco en la mesa de trabajo situada en el centro de la sala y a continuación entra en el minúsculo cuarto de baño y se baja el pantalón. No podrá comer, no podrá trabajar en su nuevo proyecto (que por supuesto no es un router), no podrá pensar, hasta que resuelva un asunto urgente.

En su carta al expoli gordo, afirmaba que antes de arremeter contra los buscadores de empleo del Centro Cívico se excitó tanto sexualmente que se puso un condón. Añadía que se masturba al revivir el suceso. Si eso fuera cierto, le daría un significado totalmente nuevo al término autoerotismo, pero no lo es. En esa carta mintió mucho, calculada cada mentira para azuzar un poco más a Hodges, y sus inexistentes fantasías sexuales no eran las mayores de esas mentiras.

En realidad no le interesan mucho las chicas, y las chicas lo notan. Probablemente por eso se lleva tan bien con Freddi Linklatter, su colega la ciberbollera de Discount Electronix. Por lo que Brady sabe, es posible que ella piense que es gay. Pero tampoco es gay. Es en gran medida un misterio para sí mismo —un frente ocluido—, pero una cosa sí sabe: no es asexual, o no del todo. Su madre y él comparten un secreto que es un auténtico arcoíris gótico, algo en lo que no hay que pensar a menos que sea absolutamente necesario. Cuando pasa a ser necesario, debe afrontarse y apartarse de nuevo.

«Mamá, te veo las bragas», piensa, y se ocupa de su asunto lo más deprisa posible. Tiene vaselina en el botiquín, pero no la usa. Quiere que le escueza.

6

Ya de nuevo en su amplio espacio de trabajo en el sótano, Brady pronuncia otra palabra. Esta es caos.

En la pared opuesta de la sala de control sobresale un largo estante a una altura aproximada de un metro. Encima hay siete ordenadores portátiles, abiertos pero con las pantallas apagadas. Ahí dispone también de una silla rodante para poder desplazarse rápidamente de uno a otro. Cuando Brady pronuncia la palabra mágica, los siete cobran vida. En todas las pantallas aparece el número 20, seguido del 19, y el 18… Si permite que la cuenta atrás llegue a cero, se activará un programa de suicidio que borrará los discos duros y sobreescribirá incoherencias.

—Oscuridad —dice, y los grandes números de la cuenta atrás desaparecen, sustituidos por fondos de pantalla con fotogramas de Grupo salvaje, su película preferida.

Había probado con «Apocalipsis» y «Armagedón», palabras a su juicio mucho mejores como orden de arranque, colmadas de rotunda irrevocabilidad, pero el programa de reconocimiento de voz no las asimila bien, y nada desea menos que tener que reemplazar todos sus archivos por un fallo técnico absurdo. Las palabras de dos sílabas son más fiables. Aunque en realidad en seis de los siete ordenadores no hay gran cosa. El Número Tres es el único que contiene lo que el expoli gordo llamaría «información incriminatoria», pero le gusta contemplar ese imponente despliegue de potencia informática, todo en funcionamiento como ahora. Así, la sala del sótano parece un auténtico centro de mando.

Brady se considera creador además de destructor, pero es consciente de que hasta la fecha no ha conseguido crear nada que revolucione el mundo, y lo atormenta la posibilidad de no lograrlo nunca. De poseer, en el mejor de los casos, una mente creativa de segundo orden.

Pongamos, por ejemplo, el Rolla. Eso se le ocurrió una noche en un arrebato de inspiración cuando pasaba la aspiradora por el salón (al igual que poner la lavadora, esa es una tarea a la que su madre no suele rebajarse). Concibió un aparato semejante a un escabel con rodamientos, provisto de un motor y una manguera corta acoplada debajo. Brady calculó que, añadiéndole un simple programa informático, el aparato podría desplazarse por una habitación aspirando a su paso. Si se topaba con un obstáculo —una silla, por ejemplo, o una pared—, se daría media vuelta y seguiría en otra dirección.

De hecho, había empezado ya a montar un prototipo cuando vio una versión de su Rolla rodar diligentemente por el escaparate de una selecta tienda de electrodomésticos en el centro. Incluso el nombre se parecía; se llamaba Roomba. Alguien se le había adelantado, y probablemente ese alguien estaba amasando millones. No era justo, pero ¿qué lo es? La vida es una puta barraca de feria con premios de mierda.

Ha puenteado los televisores de la casa, lo que significa que Brady y su madre no solo tienen acceso gratuito a la televisión por cable básica, sino a todos los canales de pago (incluidos unos cuantos extras exóticos como Al Jazeera), y Time Warner, Comcast o XFINITY no pueden hacer ni un carajo al respecto. Ha manipulado el reproductor de DVD para que admita discos de todas las regiones del mundo, no solo de Estados Unidos. Es muy fácil: solo se requieren tres o cuatro rápidos pasos con el mando a distancia, más un código de reconocimiento de seis dígitos. Fantástico en teoría, pero ¿se utiliza? En el número 49 de Elm Street, no. Su madre no ve nada que las cuatro principales cadenas no le den ya masticado, y el propio Brady se pasa casi todo el tiempo en sus dos empleos o aquí abajo en la sala de control, donde lleva a cabo su verdadero trabajo.

Lo del cable puenteado es genial, pero ilegal. Que él sepa, la manipulación del reproductor de DVD también es ilegal. Por no hablar del pirateo de películas por medio de Redbox y Netflix. De hecho, todas sus mejores ideas son ilegales. Sin ir más lejos, la Cosa Uno y la Cosa Dos.

La Cosa Uno la llevaba en el asiento del acompañante del Mercedes de la señora Trelawney al alejarse del Centro Cívico aquella neblinosa mañana de abril del año pasado con la calandra abollada, goteando sangre, y el parabrisas salpicado. La idea se le ocurrió hace tres años, durante un turbio período, después de decidirse a matar a un montón de gente —lo que entonces veía como su acción terrorista—, pero antes de decidir cómo, cuándo y dónde. Por entonces rebosaba ideas, siempre con los nervios a flor de piel, sin apenas dormir. En esa época se sentía como si acabara de tomarse un termo entero de café solo, más alguna que otra anfetamina.

La Cosa Uno es un mando a distancia de televisión modificado con un microchip a modo de cerebro y varias pilas para potenciar el alcance… aunque por entonces el alcance era aún bastante corto. Si apuntabas con él un semáforo a veinte o treinta metros, podías cambiarlo de rojo a ámbar pulsando una vez, de rojo a ámbar intermitente pulsando dos, y de rojo a verde pulsando tres.

Brady estaba encantado con él, y lo había usado varias veces (siempre desde su viejo Subaru aparcado; la camioneta de la heladería llamaba demasiado la atención) en cruces de mucho tráfico. Tras varios intentos fallidos, por fin consiguió ocasionar un accidente, una simple abolladura en los parachoques, pero fue divertido ver discutir a los dos hombres sobre quién era el culpable. Por un momento incluso pareció que llegarían a las manos.

La Cosa Dos llegó poco después, pero fue la Cosa Uno lo que llevó a Brady a establecer su objetivo, porque aumentó radicalmente las posibilidades de éxito en la huida. La distancia entre el Centro Cívico y el almacén abandonado que eligió para deshacerse del Mercedes gris de la señora Trelawney se hallaba exactamente a 2,9 kilómetros. Había ocho semáforos en la ruta que planeaba seguir y, gracias a su magnífico artilugio, no tendría que preocuparse por ninguno. Pero esa mañana —por increíble que parezca— todos esos semáforos estaban en verde. Brady comprendió que la temprana hora de la mañana tenía algo que ver; aun así, le dio rabia.

«Si no hubiera tenido la Cosa Uno —piensa mientras se dirige hacia el cuarto de material en el otro extremo del sótano—, al menos cuatro de esos semáforos habrían estado en rojo. Así es mi vida».

La Cosa Dos era el único de sus artefactos que había dado dinero. No mucho, pero, como todo el mundo sabe, el dinero no lo es todo. Además, sin la Cosa Dos no habría dispuesto del Mercedes. Y sin el Mercedes, no habría habido matanza en el Centro Cívico.

La Cosa Dos, esa maravilla.

Un robusto candado Yale cuelga del pasador de la puerta del cuarto de material. Brady lo abre con una llave de su llavero. Las luces en el interior —más fluorescentes nuevos— ya están encendidas. El cuarto es pequeño y se reduce aún más a causa de los sencillos estantes. En uno de ellos hay nueve cajas de zapatos. Cada caja contiene medio kilo de explosivo plástico de fabricación casera. Brady ha probado parte de este material en una gravera abandonada en campo abierto, y el resultado es excelente.

«Si estuviese en Afganistán —piensa—, con un turbante y una de esas túnicas tan auténticas, podría labrarme toda una carrera volando transportes de tropas».

En otro estante, dentro de otra caja de zapatos, hay cinco teléfonos móviles. Son de esos desechables que los camellos de Lowtown llaman «quemables». Los móviles, a la venta en tiendas y supermercados, son el proyecto de Brady para esta noche. Hay que modificarlos para que suenen todos en respuesta a un mismo número y produzcan así la chispa necesaria para hacer detonar simultáneamente la arcilla de Boom de todas las cajas de zapatos. En realidad, todavía no se ha decidido a usar el plástico, pero una parte de él desea hacerlo, eso desde luego. Dijo al expoli gordo que no siente el impulso de reproducir su obra maestra, pero eso también era mentira. En gran medida depende del propio expoli gordo. Si hace lo que Brady quiere —tal como lo hizo la señora Trelawney—, seguro que el impulso desaparecerá, al menos por un tiempo.

Y si no… en fin…

Coge la caja de los móviles, sale del cuarto, se detiene y mira hacia atrás. En uno de los otros estantes hay un chaleco acolchado de leñador comprado en L. L. Bean. Si Brady fuera a ir realmente al bosque, le bastaría con una talla M —es delgado—, pero esta es una XL. Tiene en el pecho una pegatina, un smiley, el que lleva gafas de sol y enseña los dientes. El chaleco contiene otros cuatro bloques de medio kilo de explosivo plástico, dos en los bolsillos exteriores, dos en los bolsillos de ojal interiores. El chaleco hace mucho bulto, porque está lleno de bolas de cojinete (igual que las de la cachiporra de Hodges). Brady rajó el forro para echarlas dentro. Incluso se le pasó por la cabeza la idea de pedirle a su madre que cosiera las rajas, y encontró en eso un motivo de risa mientras las precintaba con cinta aislante.

«Mi propio chaleco bomba», piensa afectuosamente.

No lo utilizará… probablemente no lo utilizará… pero esa posibilidad tiene también su encanto. Pondría fin a todo. Se acabaría Discount Electronix, se acabarían las visitas a domicilio con la Ciberpatrulla para sacar mantequilla de cacahuete o migas de galletas integrales de la CPU de alguna vieja idiota, se acabaría la camioneta de la heladería. También se acabarían las serpientes que reptaban por el fondo de su cerebro. O por debajo de la hebilla de su cinturón.

Se imagina haciéndolo en un concierto de rock; sabe que Springsteen va a actuar en el Lakefront Arena en junio. ¿O por qué no el desfile del Cuatro de Julio en Lake Street, la avenida principal de la ciudad? O tal vez el día de la inauguración de la Feria y el Festival de Arte de Verano, que se celebra cada año el primer sábado de agosto. Eso estaría bien, aunque ¿no quedaría un poco raro llevar un chaleco acolchado una calurosa tarde de agosto?

«Sí, pero esas cosas, con una mente creativa, siempre pueden resolverse», piensa mientras esparce los teléfonos desechables por su mesa de trabajo y empieza a extraer las tarjetas SIM. Además, el chaleco bomba es solo… cómo se dice… la peor situación imaginable. Lo más probable es que no lo use nunca. Aun así, está bien tenerlo a mano.

Antes de subir, se sienta frente a su Número Tres, se conecta a internet y entra en el Paraguas Azul. Nada del expoli.

Todavía.

7

Cuando Hodges llama al portero electrónico del edificio de la señora Wharton en Lake Avenue a las diez de la mañana siguiente, va con traje. Es la segunda o tercera vez que se lo pone desde que se jubiló. A pesar de que le aprieta la cintura y le tiran las sisas, se siente a gusto vestido así. Un hombre trajeado tiene la sensación de estar en activo.

Contesta una mujer.

—¿Sí?

—Soy Bill Hodges, señora. Hablamos anoche.

—Así es, y llega usted puntualmente. Es el 19-C, inspector Hodges.

Él se dispone a aclarar que ya no es inspector, pero suena el zumbido de la puerta y no se molesta en decirlo. Además, ya la informó en su conversación telefónica de que estaba retirado.

Janelle Patterson lo espera en la puerta, igual que su hermana el día de la matanza en el Centro Cívico, cuando Hodges y Pete Huntley fueron a interrogarla por primera vez. El parecido entre las dos mujeres es tal que Hodges experimenta una poderosa sensación de déjà vu. Pero mientras recorre el corto rellano desde el ascensor hasta la puerta del apartamento (procurando caminar con paso desenvuelto en lugar de dar la impresión de que se arrastra), ve que las diferencias son mayores que las similitudes. La Patterson tiene también los ojos de color azul claro y los pómulos prominentes, pero en tanto que Olivia Trelawney contraía y tensaba la boca, perdiendo sus labios el color a causa de una combinación de tirantez e irritación, la boca de Janelle Patterson parece, incluso en reposo, presta a sonreír. O a conceder un beso. Y el brillo de labios le confiere un resplandor húmedo: una boca tan apetecible que casi dan ganas de comérsela. Y esta no es mujer de escotes barco. Lleva un jersey de cuello alto ajustado que ciñe unos pechos perfectamente redondos. No son grandes, esos pechos, pero como solía decir el querido padre de Hodges, más de lo que abarca una mano es un desperdicio. ¿Está contemplando el resultado de prendas moldeadoras de buena calidad o un realce posterior al divorcio? Hodges decide que probablemente sea un realce. Gracias a su hermana, puede permitirse cualquier reparación estética que desee.

Janelle Patterson le tiende la mano y le da un firme apretón.

—Gracias por venir. —Como si él estuviese allí a petición de ella.

—Me alegro de que pueda recibirme —contesta Hodges, y la sigue al interior.

Se topa con la misma vista espectacular del lago. Le quedó grabada en la memoria pese a que allí solo interrogaron a la señora T. una vez; todas las demás fueron en la gran casa de Sugar Heights o en la comisaría. Ella tuvo un ataque de histeria durante una de esas visitas a la comisaría, recuerda. «Todo el mundo me echa la culpa», dijo. El suicidio se produjo no mucho más tarde, apenas unas semanas después.

—¿Le apetece un café, inspector? Es jamaicano. Sabe muy bien, en mi opinión.

Hodges tiene por costumbre no beber café a media mañana, porque le provoca una acidez atroz incluso si toma Zantac. Pero acepta.

Se sienta en una tumbona junto al amplio ventanal del salón mientras espera a que ella vuelva de la cocina. Hace un día cálido y despejado; en el lago los veleros se deslizan y trazan curvas como patinadores. Cuando ella regresa, él se pone en pie para coger la bandeja de plata de sus manos, pero Janelle sonríe, niega con la cabeza y la deja en la mesita de centro con una elegante flexión de rodillas. Casi una reverencia.

Hodges ha contemplado todos los posibles derroteros que podría seguir la conversación, pero al final sus cábalas no sirven de nada. Es como si después de planear meticulosamente una seducción, el objeto de su deseo hubiera salido a recibirlo a la puerta con un camisón corto y provocadores zapatos de tacón.

—Quiero averiguar quién empujó a mi hermana al suicidio —dice mientras echa el café en robustos tazones de porcelana—, pero no sabía por dónde empezar. Su llamada fue como un mensaje de Dios. Después de nuestra conversación, pienso que es usted el hombre ideal para esa misión.

Hodges, perplejo, no sabe qué decir.

Ella le ofrece un tazón.

—Si quiere leche, tendrá que servírsela usted mismo. Cuando se trata de aditivos, no me hago responsable.

—Solo ya me va bien.

Janelle sonríe. Sus dientes son perfectos o tienen unas fundas perfectas.

—Es usted de los míos.

Hodges toma un sorbo, más que nada para ganar tiempo, pero el café está delicioso. Se aclara la garganta y dice:

—Como le comenté anoche en nuestra conversación, señora Patterson, ya no soy inspector de policía. El 20 de noviembre del año pasado me convertí en un ciudadano de a pie más. Es necesario que eso quede claro de buen comienzo.

Ella lo observa por encima del borde del tazón. Hodges se pregunta si el brillo húmedo de sus labios deja marca, o si gracias a la tecnología del carmín ese problema ha quedado obsoleto. Es un disparate plantearse algo así, pero está ante una mujer guapa. Además, últimamente no sale mucho.

—En lo que a mí se refiere —dice Janelle Patterson—, lo importante es que usted, como inspector, tiene la experiencia de un investigador y, como policía retirado, puede trabajar a título privado. Quiero averiguar quién la manipuló, quién jugueteó con ella hasta que se quitó la vida, y eso en el Departamento de Policía no le preocupa a nadie. Aún les gustaría encontrar al hombre que utilizó su coche para matar a esa gente, eso sí, pero en cuanto a mi hermana… ¿puedo decir una vulgaridad? Les importa una mierda.

Puede que Hodges esté retirado, pero conserva sus lealtades.

—Eso no es forzosamente cierto.

—Entiendo por qué dice eso, inspector Hodges…

—Señor Hodges, por favor. Solo señor. O Bill, si lo prefiere.

—Bill, pues. Y es verdad. Existe un vínculo entre esos asesinatos y el suicidio de mi hermana, porque el hombre que utilizó el coche es también el hombre que escribió la carta. Y esas otras cosas. Esas cosas del Paraguas Azul.

«Calma —se previene Hodges—. No la pifies».

—¿De qué carta me está hablando, señora Patterson?

—Janey. Si usted es Bill, yo soy Janey. Espere. Se la enseñaré.

Se levanta y abandona el salón. A Hodges se le acelera el corazón —mucho más que cuando arremetió contra los troles debajo del paso elevado—, pese a lo cual todavía es capaz de advertir que Janey Patterson, por detrás, es tan digna de verse como por delante.

«Calma, chico —se repite, y toma otro sorbo de café—. Philip Marlowe no eres». Tiene el tazón ya medio vacío y no siente acidez. Ni el menor asomo. «Un café milagroso», piensa.

Ella regresa con dos hojas sujetas por los ángulos y cara de repulsión.

—Encontré esta carta cuando revisaba los papeles del escritorio de Ollie. Su abogado, el señor Schron, estaba conmigo… ella lo nombró albacea testamentario, así que tenía que estar… pero en ese momento se había ido a la cocina a buscar un vaso de agua. No llegó a verla. La escondí. —Lo dice con toda naturalidad, sin vergüenza ni actitud desafiante—. Supe qué era de inmediato. Por esto. Ese individuo dejó una igual en el volante del coche de Ollie. Podríamos llamarlo, supongo, su tarjeta de presentación.

Señala con un dedo la cara sonriente con gafas de sol que aparece hacia la mitad de la primera hoja de la carta. Hodges ya se ha fijado en ese icono. Se ha fijado asimismo en la fuente de la carta, que, gracias a su procesador de textos, ha identificado como American Typewriter.

—¿Cuándo la encontró?

Ella, retrotrayéndose, calcula el paso del tiempo.

—Vine para el entierro, que fue a finales de noviembre. Cuando se leyó el testamento de Ollie, descubrí que era la única heredera. Eso debió de ser la primera semana de diciembre. Pregunté al señor Schron si podíamos aplazar el inventario de los activos y bienes de Ollie hasta enero, porque tenía un asunto que resolver en Los Ángeles. Él accedió. —Dirige a Hodges una mirada serena con un vivo destello en sus ojos azules—. El asunto que tenía que resolver era divorciarme de mi marido, un… ¿me permite otra vulgaridad?… un gilipollas, mujeriego y cocainómano.

Hodges no siente el menor deseo de seguir por ese camino.

—¿Regresó a Sugar Heights en enero?

—Sí.

—¿Y encontró la carta entonces?

—Sí.

—¿La ha visto la policía? —Ya conoce la respuesta (enero fue hace casi cuatro meses), pero es necesario formular la pregunta.

—No.

—¿Por qué no?

—¡Ya se lo he dicho! ¡No me fío de ellos! —El vivo destello de sus ojos se derrama cuando se le escapan las lágrimas.

8

Janelle Patterson le pide que la disculpe. Hodges asiente con la cabeza. Ella desaparece, para recobrar la compostura y retocarse la cara, cabe suponer. Hodges coge la carta y, tomando sorbos de café, la lee. El café está ciertamente delicioso. Aunque si tuviera una o dos pastas para acompañarlo…

Apreciada Olivia Trelawney:

Espero que lea esta carta hasta el final antes de tirarla o quemarla. Sé que no merezco su consideración, pero se lo ruego igualmente. Verá, soy el hombre que le robó el Mercedes y atropelló a aquella gente. Ahora ardo como podría arder esta carta si usted así lo deseara, solo que yo ardo de vergüenza y remordimientos y pesar.

¡Por favor, por favor, por favor, deme la oportunidad de explicárselo! Nunca podré recibir su perdón, esa es otra cosa que también sé, y no lo espero, pero si consiguiera que usted me comprendiese, me conformaría con eso. ¿Me concederá esa oportunidad? ¿Por favor? Para la gente, soy un monstruo; para los informativos de televisión, soy solo una noticia sangrienta más para vender publicidad; para la policía, soy solo otro mareante al que quieren atrapar y meter en la cárcel, pero también soy un ser humano, igual que usted. He aquí mi historia.

Me crie en una familia donde había malostratos y abusos deshonestos. Mi padrastro fue el primero, ¿y sabe qué pasó cuando se enteró mi madre? ¡Ella se sumó a la fiesta! ¿Ha dejado ya de leer? No se lo reprocharía: esto es repugnante, pero confío en que siga adelante, porque necesito desahogarme. Verá, quizá no continúe ya mucho tiempo «en el mundo de los vivos», pero no puedo poner fin a mi vida sin que nadie sepa POR QUÉ hice lo que hice. No diré que yo mismo me entienda totalmente, pero a lo mejor usted, desde «fuera», sí me entiende.

Aquí aparecía el amigo Smiley.

Los abusos sexuales siguieron hasta que mi padrastro murió de un infarto cuando yo tenía doce años. Mi madre dijo que si llegaba a contarlo alguna vez, me echarían a mí la culpa. Dijo que si enseñaba las cicatrices de las quemaduras de cigarrillo en los brazos y las piernas y las partes íntimas, ella contaría que me lo había hecho yo mismo. Yo no era más que un crío y me lo tragué. Añadió que si la gente me creía, ella iría a la cárcel y yo a un orfanato (y probablemente eso sí era verdad).

Mantuve la boca cerrada. A veces «más vale malo conocido que bueno por conocer».

No crecí mucho y estaba muy delgado, porque los nervios no me dejaban comer, y cuando comía, a menudo vomitaba (bulimia). Por lo tanto, a causa de eso, en el colegio me acosaban. También desarrollé un montón de tics, como deshilacharme la ropa o tirarme del pelo (a veces hasta arrancarme mechones). Debido a esto, se reían de mí, no solo los otros niños sino también los profesores.

Janey Patterson ha vuelto y, ya sentada delante de Hodges, se bebe el café, pero de momento él apenas percibe su presencia. Está rememorando los cuatro o cinco interrogatorios a los que Pete y él sometieron a la señora T. Recuerda la manera en que ella se arreglaba una y otra vez los escotes barco. O se tiraba de la falda. O se tocaba las comisuras de los labios contraídos, como para retirarse un residuo de carmín. O se enrollaba un rizo de pelo en torno a un dedo y lo tensaba. Eso también.

Vuelve a centrarse en la carta.

Nunca fui un niño malo, señora Trelawney. Se lo juro. Nunca torturé a los animales ni di palizas a niños aún más pequeños que yo. Solo correteaba de aquí para allá como un ratón, intentando pasar por la infancia sin que se burlaran de mí ni me humillaran, pero eso no lo conseguí.

Quería ir a la universidad, pero no pude. Imagínese, ¡acabé cuidando de la mujer que abusó de mí! Casi tiene gracia, ¿no? Mi madre tuvo un derrame cerebral, posiblemente por la bebida. Sí, también es alcohólica, o lo era cuando podía ir a buscar botellas a la tienda. Aún camina un poco, pero la verdad es que no mucho. Tengo que ayudarla a ir al baño y limpiarla cuando acaba de «hacer sus cosas». Trabajo todo el día en un empleo malremunerado (posiblemente puedo considerarme afortunado por tener un empleo, sea cual sea, en los tiempos que corren, ya lo sé) y luego vuelvo a casa y cuido de ella, porque solo puedo permitirme que venga una mujer unas pocas horas los días laborables. Es una vida mala y absurda. No tengo amigos ni posibilidad de ascensos donde trabajo. Si la Sociedad es una colmena, yo soy un zángano más.

Al final empecé a sentir rabia. Quería que alguien pagara. Quería devolverle el golpe al mundo y hacer saber al mundo que yo estaba vivo. ¿Lo comprende? ¿Se ha sentido alguna vez así? Casi seguro que no, porque usted es rica y muy probablemente tiene los mejores amigos que pueden comprarse con dinero.

Después de esta agudeza, hay otra de esas caras sonrientes con gafas de sol, como para decir que es broma.

Un día todo me superó e hice lo que hice. No lo planeé con antelación…

«Y un huevo que no», piensa Hodges.

… y creía que existía al menos un cincuenta por ciento de probabilidades de que me cogieran. Me daba igual. Y DESDE LUEGO no sabía hasta qué punto llegaría a obsesionarme después. Todavía revivo los topetazos del momento de atropellarlos y todavía oigo los gritos. Después, cuando vi las noticias, y me enteré de que había matado incluso a una niña, tomé verdadera conciencia de la atrocidad que había hecho. Yo mismo no sé cómo puedo convivir con eso.

Señora Trelawney, ¿por qué, dígame, por qué, por qué dejó la llave en el contacto? Si yo no la hubiera visto mientras paseaba una mañana temprano porque era incapaz de dormir, nada de esto habría ocurrido. Si usted no hubiera dejado la llave en el contacto, esa niñita y su madre aún vivirían. No la culpo, seguro que le rondaban por la cabeza sus propios problemas y angustias, pero ojalá las cosas hubieran acabado de otra manera, y así habría sido si usted se hubiese acordado de coger la llave del contacto. Y yo no ardería ahora en este infierno de culpabilidad y remordimientos.

Seguramente también usted siente culpabilidad y remordimientos, y lo lamento, sobre todo porque muy pronto descubrirá lo ruin que puede llegar a ser la gente. En la televisión y los periódicos dirán que mi acto fue posible gracias a su negligencia. Sus amigos le retirarán la palabra. La policía la agobiará. Cuando vaya al supermercado, la gente la mirará y cuchicheará. Algunos no se darán por contentos con cuchichear y se lo «soltarán a la cara». No me sorprendería que padeciera actos de vandalismo en su propia casa, así que indique a sus guardias de seguridad (no dudo que los tiene) que estén «alertas».

Imagino que no quiere hablar conmigo, ¿verdad? Y no digo cara a cara, claro. Me refiero a hablar en un sitio seguro, seguro para nosotros dos, donde podemos comunicarnos por medio de nuestros ordenadores. Se llama Bajo el Paraguas Azul de Debbie. Incluso le he asignado un nombre de usuario, por si le apetece. Es: «otrelaw19».

Sé qué haría una persona normal en estas circunstancias. Una persona normal llevaría esta carta a la policía en el acto. Ahora bien, permítame una pregunta: ¿Qué ha hecho la policía por usted aparte de agobiarla y ocasionarle noches de insomnio? Pero he aquí una reflexión: si me quiere muerto, entregar esta carta a la policía es la manera de conseguirlo, con la misma certeza que ponerme una pistola en la cabeza y apretar el gatillo, porque me mataré.

Por disparatado que parezca, usted es la única persona por la que sigo vivo. Porque usted es la única con quien puedo hablar. La única que entiende qué se siente cuando uno está en el Infierno.

Ahora esperaré.

Señora Trelawney, no sabe lo mucho, lo muchísimo, que LO SIENTO.

Hodges deja la carta en la mesita de centro y dice:

—Hay que joderse.

Janey Patterson mueve la cabeza en un gesto de asentimiento.

—En esencia esa fue también mi reacción.

—La invitó a ponerse en contacto con él…

Janey lo miró con expresión de incredulidad.

—¿Cómo que la invitó? Más bien intentó chantajearla: «Hágalo o me mato».

—Según usted, ella entró en el juego. ¿Ha visto alguna comunicación entre ellos? ¿Había quizá algún mensaje sacado por impresora junto con esta carta?

Ella niega con la cabeza.

—Ollie contó a mi madre que estaba en contacto con lo que ella describió como «un hombre muy trastornado» e intentaba convencerlo para que buscase ayuda porque había hecho algo espantoso. Mi madre se alarmó. Dio por supuesto que Ollie hablaba cara a cara con ese hombre tan trastornado, como en un parque o en una cafetería o algo así. Recuerde que tiene casi noventa años. Sabe qué son los ordenadores pero no tiene una idea muy clara de cuáles son sus usos prácticos. Ollie le explicó que se mantenían en contacto por internet, a través de un chat, o mejor dicho intentó explicárselo, pero no sé hasta qué punto mi madre lo entendió. Lo que sí recuerda es que Ollie dijo que hablaba con el hombre trastornado bajo un paraguas azul.

—¿Su madre relacionó el hombre con el Mercedes robado y la matanza en el Centro Cívico?

—Nunca ha dicho nada que me llevara a pensarlo. Su memoria a corto plazo es muy nebulosa. Si le pregunta por el ataque japonés a Pearl Harbor, puede contarle cuándo oyó la noticia por la radio con toda exactitud, y es probable que también sepa quién era el locutor. Pregúntele, en cambio, qué ha desayunado, o dónde está… —Janey se encogió de hombros—. Quizá sea capaz de decírselo, quizá no.

—¿Y dónde está, exactamente?

—En un sitio que se llama Sunny Acres, a unos cincuenta kilómetros de aquí. —Deja escapar una risotada, un sonido pesaroso, sin la menor alegría—. Cada vez que oigo el nombre, me acuerdo de esos melodramas antiguos que ponen en el canal de cine clásico de Turner, donde declaran demente a la heroína y se la quitan del medio recluyéndola en un manicomio horrendo con corrientes de aire.

Se vuelve para contemplar el lago. Adopta una expresión que Hodges encuentra interesante: un tanto pensativa y un tanto defensiva. Cuanto más la mira, más le gusta físicamente. Las finas arrugas en las comisuras de los ojos inducen a pensar que es una mujer a quien le complace reír.

—Sé quién sería yo en una de esas películas —comenta ella, contemplando aún los veleros que danzan en el agua—. La hermana cómplice que hereda, además de un pastón, la obligación de cuidar de su anciana madre. La hermana cruel que se queda el dinero pero despacha a la susodicha madre senil a una horripilante mansión donde a los viejos les dan comida para perros y los dejan toda la noche empapados en su propia orina. Pero Sunny Acres no es así. Es en realidad un sitio muy agradable. Y nada barato, por cierto. Y fue mi madre quien quiso ir.

—¿Ah, sí?

—contesta ella, arrugando un poco la nariz en un gesto burlón—. ¿Recuerda usted a la enfermera? La señora Greene, Althea Greene.

Hodges hace ademán de llevarse la mano al bolsillo interior de la chaqueta para consultar una libreta con las anotaciones del caso, libreta que ya no está ahí. Pero, tras hurgar en la memoria por un momento, recuerda a la enfermera sin necesidad de notas. Una mujer alta y majestuosa vestida de blanco que, más que andar, parecía deslizarse. Lucía una mata de pelo gris cardado con la que se daba un aire a Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein. Pete y él le preguntaron si había visto el Mercedes de la señora Trelawney aparcado junto a la acera al marcharse aquel jueves por la noche. La enfermera contestó que estaba casi segura de que sí, lo cual para el equipo Hodges-Huntley significaba que no estaba en absoluto segura.

—Sí, me acuerdo de ella.

—Anunció su jubilación nada más volver yo de Los Ángeles. Explicó que a sus sesenta y cuatro años ya no se sentía capaz de atender de una manera competente a una paciente con discapacidades tan acusadas, y se mantuvo en sus trece pese a que me ofrecí a contratar a una ayudante de enfermera, o dos, si ella quería. Creo que la horrorizaba la publicidad resultante de la Matanza del Centro Cívico, pero si hubiera sido solo eso, tal vez se habría quedado.

—¿El suicidio de su hermana fue la gota que colmó el vaso?

—Seguramente sí. No diré que Althea y Ollie fueran amigas del alma ni nada por el estilo, pero se llevaban bien, y coincidían plenamente en los cuidados necesarios para mi madre. Ahora Sunny Acres es lo mejor para ella, y para mi madre es un alivio estar allí. Al menos en sus días buenos. Como también lo es para mí. Para empezar, controlan mejor su dolor.

—Si yo me presentara allí y hablara con ella…

—Puede que recordara alguna cosa, puede que no. —Aparta la vista del lago para fijarla en Hodges—. ¿Acepta el trabajo? He consultado por internet los honorarios de los detectives privados, y estoy en situación de mejorarlos considerablemente. Cinco mil dólares semanales más gastos. Un mínimo de ocho semanas.

«Cuarenta mil por ocho semanas», piensa Hodges, maravillado. Quizá sí podía ser Philip Marlowe después de todo. Se imagina en una mísera oficina dividida en dos despachos que da al rellano de la tercera planta de un bloque de oficinas barato. Contratando a una recepcionista despampanante llamada Lola o Velma. Una rubia sin pelos en la lengua, naturalmente. Los días lluviosos él llevaría gabardina y un sombrero de fieltro marrón, sesgado y calado hasta una ceja.

Absurdo. Y no es eso lo que lo atrae. Lo atrae no pasarse las tardes apoltronado en su La-Z-Boy, viendo a la jueza y picando sin parar. También le gusta ponerse el traje. Pero hay más. Se marchó del Departamento de Policía dejando cabos sueltos. Pete ha identificado al atracador de las casas de empeños, y según parece Isabelle Jaynes y él quizá pronto detengan a Donald Davis, el zoquete que mató a su mujer y luego salió por la televisión, exhibiendo su deslumbrante sonrisa. Bien por Pete e Izzy, pero ni Davis ni el pistolero de la casa de empeños son el plato fuerte.

«Por otra parte —piensa—, Mr. Mercedes debería haberme dejado en paz. A mí y a la señora T. También a ella debería haberla dejado en paz».

—¿Bill? —Janey chasqueó los dedos como una hipnotizadora al sacar del trance a un sujeto en el escenario—. ¿Está usted ahí, Bill?

Hodges fija de nuevo la atención en ella, una mujer de unos cuarenta y cinco años que no teme sentarse a plena luz del sol.

—Si acepto, me contratará como asesor en materia de seguridad.

Ella adopta una expresión risueña.

—¿Como los que trabajan para el Servicio de Guardia Vigilante allá en Sugar Heights?

—No, no como ellos. Para empezar, ellos firman un seguro de caución. Yo no. —«Yo nunca lo he necesitado», piensa—. Sería solo seguridad privada, en las mismas condiciones que los porteros de los locales nocturnos del centro. Eso usted no podría deducirlo en su declaración de la renta, sintiéndolo mucho.

Janey vuelve a arrugar la nariz, y su expresión risueña se abre en una sonrisa. Una imagen de lo más sugerente, a juicio de Hodges.

—Me da igual. Por si no lo sabía, me sobra la pasta.

—Lo que pretendo es que todo quede muy claro, Janey. No tengo licencia de detective privado, lo cual no me impide hacer preguntas, pero aún está por verse en qué medida puedo actuar sin una placa o un carnet de investigador privado. Es como pedir a un ciego que se pasee por la calle sin su perro lazarillo.

—Existirá sin duda una red de viejos compañeros del Departamento de Policía, ¿no?

—Existe, pero si intentara utilizarla, pondría en una situación comprometida a esos viejos compañeros, y de paso también a mí mismo. —El hecho de que ya haya recurrido a eso sonsacando información a Pete es algo de lo que no está dispuesto a informarla siendo su relación tan reciente.

Coge la carta que Janey le ha enseñado.

—De entrada, soy culpable de ocultar una prueba si me presto a mantener esto entre nosotros dos. —La circunstancia de que ya oculta una carta parecida es otro dato que ella no necesita saber—. Al menos, en rigor. Y ocultar pruebas es un delito grave.

Janey parece consternada.

—Dios mío, eso ni se me había pasado por la cabeza.

—Por otra parte, dudo que la Unidad de Investigación Forense pueda sacarle mucho provecho. Una carta echada en un buzón de Marlborough Street o Lowbriar Avenue es prácticamente lo más anónimo del mundo. En otro tiempo, lo recuerdo bien, era posible establecer la correlación entre un texto mecanografiado y la máquina de escribir utilizada. En el supuesto de que se encontrara la máquina, claro está. Era algo tan válido como una huella dactilar.

—Pero esto no está escrito a máquina.

—No. Es un texto de impresora láser. Lo que significa que no hay ninguna «a» desplazada ni ninguna «t» torcida. O sea, no ocultaría gran cosa.

Aun así, por supuesto, ocultar una prueba es ocultar una prueba. Pero eso él se lo calla.

—Aceptaré el trabajo, Janey, pero cinco mil semanales es una cifra disparatada. Cogeré un cheque por valor de dos mil, si quiere usted extenderlo. Y ya le pasaré factura por los gastos.

—Eso no me parece suficiente ni de lejos.

—Si llego a alguna parte, ya hablaremos de una posible gratificación.

Pero no cree que vaya a quererla, ni siquiera si logra sacar de su escondrijo a Mr. Mercedes. Sobre todo teniendo en cuenta que él se ha presentado ahí ya resuelto a investigar a ese hijo de puta, y a persuadirla con buenas razones para que lo ayude.

—De acuerdo. Trato hecho. Y gracias.

—De nada. Ahora hábleme de su relación con Olivia. Yo solo sé que era lo bastante buena para que usted la llame Ollie, y me vendría bien algo más de información.

—Para eso hace falta tiempo. ¿Le apetece otro café? ¿Y una galleta para acompañarlo? Tengo galletas de limón.

Hodges contesta afirmativamente a las dos preguntas.

9

—Ollie —repite Janey Patterson, y a continuación se queda en silencio el tiempo suficiente para que Hodges tome un sorbo de su nueva taza de café y se coma una galleta. Después ella se vuelve otra vez hacia la ventana y los veleros, cruza las piernas y habla sin mirarlo—. ¿Alguna vez ha querido usted a alguien que no le caía bien?

Hodges piensa en Corinne, y en los tempestuosos dieciocho meses anteriores a la ruptura definitiva.

—Sí.

—Entonces lo comprenderá. Ollie era mi hermana mayor, tenía ocho años más que yo. La quería, pero cuando se marchó a la universidad, fui la chica más feliz del país. Y cuando ella dejó los estudios tres meses después y volvió corriendo a casa, me sentí como una chica cansada que tiene que cargar otra vez con un saco enorme de ladrillos después de permitírsele dejarlo durante un rato. Ella no me trataba mal, nunca me insultaba ni me tiraba de las coletas ni me tomaba el pelo cuando yo volvía del instituto cogida de la mano de Marky Sullivan; pero cuando ella estaba en casa, vivíamos siempre en alerta amarilla. No sé si me entiende.

Hodges no está del todo seguro, pero asiente de todos modos.

—La comida le revolvía el estómago. Le salían sarpullidos cuando se estresaba por algo; lo peor eran las entrevistas de trabajo, pese a que al final consiguió un empleo de secretaria. Tenía aptitudes y era muy guapa. ¿Lo sabía?

Hodges respondió con un murmullo evasivo. Si hubiera tenido que contestar sinceramente, tal vez habría dicho: «Puedo creerlo porque lo veo en usted».

—Una vez accedió a llevarme a un concierto. Era de U2, y yo estaba como loca por verlos. A Ollie también le gustaban, pero la noche del concierto empezó a vomitar. Se puso tan mal que mis padres acabaron llevándola a urgencias y yo tuve que quedarme en casa viendo la tele en lugar de dar brincos y gritar a Bono. Ollie juró que era una intoxicación alimentaria, pero todos habíamos comido lo mismo, y nadie más se puso enfermo. Estrés, eso era. Puro estrés. ¡No sabe usted lo que es la hipocondría! Con mi hermana, todo dolor de cabeza era un tumor cerebral y todo grano era un cáncer de piel. Una vez tuvo conjuntivitis y se pasó una semana convencida de que iba a quedarse ciega. Sus reglas eran horroramas. Se metía en la cama hasta que se le pasaban.

—¿Y aun así conservó el empleo?

La respuesta que da Janey es tan seca como el Valle de la Muerte.

—Las reglas de Ollie siempre duraban exactamente cuarenta y ocho horas y siempre le venían los fines de semana. Era increíble.

—Ah. —Hodges no sabe qué decir.

Janey hace girar la carta varias veces en la mesita de centro con la yema del dedo y después posa en Hodges esos ojos de color azul claro suyos.

—Este individuo hace un comentario, algo sobre sus tics. ¿Se ha fijado?

—Sí. —Hodges ha reparado en muchos detalles de esa carta, especialmente en que es en ciertos aspectos un negativo de la que recibió él.

—Mi hermana también tenía los suyos. Quizá notara usted algunos de ellos.

Hodges se tira de la corbata en una dirección y luego en la otra.

Janey sonríe.

—Sí, ese era uno de ellos. Tenía otros muchos. Palpar los interruptores de la luz para asegurarse de que estaban apagados. Desenchufar la tostadora después del desayuno. Siempre decía «pan y mantequilla» antes de salir de casa, supuestamente porque, al decirlo, uno se daba cuenta de si se olvidaba algo. Recuerdo que un día tuvo que llevarme en coche al colegio porque yo había perdido el autobús. Mis padres ya se habían ido a trabajar. Cuando estábamos a medio camino, de pronto se le metió en la cabeza la idea de que se había dejado el horno encendido. Tuvimos que dar media vuelta y volver a comprobarlo. Solo así se quedaría tranquila. Estaba apagado, por supuesto. No llegué al colegio hasta la segunda clase, y fue la primera y única vez que luego tuve que quedarme castigada. Me enfadé muchísimo. Me enfadaba con ella a menudo, pero la quería. Y también mi madre y mi padre, todos la queríamos. Como si tuviéramos grabado a fuego el afecto por ella. Pero, créame, vaya un saco de ladrillos que era.

—Demasiado nerviosa para salir con chicos, y sin embargo no solo se casó, sino que además se casó con un hombre de dinero.

—De hecho, se casó con un empleado prematuramente calvo de la compañía de inversiones donde trabajaba ella. Kent Trelawney. Un bicho raro… y lo digo con cariño, Kent era una bellísima persona. Muy aficionado a los videojuegos. Empezó a invertir en las empresas que los creaban, y esas inversiones fueron rentables. Mi madre decía que tenía un toque mágico y mi padre decía que tenía la suerte de los tontos, pero no era ni lo uno ni lo otro. Conocía el medio, sencillamente, y lo que no conocía, se esforzaba en aprenderlo. Cuando se casaron, hacia el final de los setenta, solo eran ricos. Entonces Kent descubrió Microsoft.

Janey echa atrás la cabeza y suelta una sonora carcajada, sobresaltando a Hodges.

—Perdone —dice—. Solo pensaba en la pura ironía de todo eso. Yo era una chica guapa, además de equilibrada y sociable. Si alguna vez me hubiese presentado a un concurso de belleza… lo que yo llamo exhibiciones de carne para hombres, por si le interesa saberlo, y probablemente no le interesa… me habrían nombrado Miss Simpatía a la primera de cambio. Muchas amigas, muchos novios, muchas llamadas telefónicas y muchas citas. Me ocupé de la orientación de los alumnos de primero en mi último año en el Instituto Católico, y lo hice de maravilla, aunque no esté bien que yo lo diga. Ayudé a más de uno a controlar los nervios. Mi hermana era igual de guapa, pero ella era la neurótica. La obsesiva compulsiva. Si se hubiese presentado alguna vez a un concurso de belleza, se habría vomitado en el bañador.

Janey se ríe un poco más. A la vez le resbala una lágrima por la mejilla. Se la enjuga con la base de la mano.

—Y he aquí la ironía. Miss Simpatía acabó con el cocainómano tarado y Miss Nervios pilló un buen partido, quien, además de ganar dinero, no la engañaba. ¿Capta?

—Sí —contesta Hodges—. Capto.

—Olivia Wharton y Kent Trelawney. Un noviazgo con tantas probabilidades de éxito como un bebé prematuro de seis meses. Kent no paraba de invitarla a salir y ella no paraba de negarse. Al final accedió a cenar con él, solo para que dejara de molestarla, según ella. Y cuando llegaron al restaurante, se quedó paralizada. No podía salir del coche. Temblaba como una hoja. Otros habrían desistido en ese mismo instante, pero no Kent. La llevó a un MCD onald’s y compró dos menús en la ventanilla de atención para automóviles. Comieron en el aparcamiento. Supongo que lo repitieron muchas veces. Ella iba al cine con él, pero siempre tenía que sentarse en la butaca al lado del pasillo. Decía que si se sentaba en una butaca interior, le faltaba el aire.

—Lo tenía todo, la buena mujer.

—Durante años mis padres intentaron convencerla para que fuera a un psiquiatra. Allí donde ellos fracasaron, Kent salió airoso. El psiquiatra la medicó, y ella mejoró. Tuvo uno de sus característicos ataques de ansiedad el día de la boda. Yo fui quien le sostuvo el velo mientras vomitaba en el lavabo de la iglesia. Pero lo superó. —Janey esboza una sonrisa melancólica y añade—: Fue una novia preciosa.

Hodges guarda silencio, fascinado por esa imagen de Olivia Trelawney antes de convertirse en Nuestra Señora de los Escotes Barco.

—Después de su boda, nos distanciamos. Como a veces ocurre entre hermanas. Nos veíamos media docena de veces al año hasta que murió nuestro padre, y después aún menos.

—¿Acción de Gracias, Navidad y el Cuatro de Julio?

—Más o menos. Yo notaba que empezaba a caer otra vez en algunas de sus antiguas manías, y cuando Kent murió, de un infarto, ella cayó otra vez en todas. Se quedó en los huesos. Volvió a vestir tan mal como cuando iba al instituto y cuando trabajaba en la oficina. Parte de eso yo lo veía cuando venía a visitarlas a mi madre y a ella, y cuando hablábamos por Skype.

Hodges, con un gesto de asentimiento, da a entender que ya sabe de qué le habla.

—Tengo un amigo que intenta una y otra vez liarme con eso de Skype.

Ella lo mira con una sonrisa.

—Usted es de la vieja escuela, ¿no? Muy de la vieja escuela. —Se le apaga la sonrisa—. La última vez que vi a Ollie fue en mayo del año pasado, no mucho después de aquello del Centro Cívico. —Janey titubea y a renglón seguido decide llamar al episodio por su nombre—: La matanza. Estaba por los suelos. Me contó que la policía la acosaba. ¿Eso es verdad?

—No, pero ella lo pensaba. Es verdad que la interrogamos varias veces, porque ella insistió en que se llevó la llave y dejó el Mercedes cerrado. Eso era un problema para nosotros, porque no forzaron las puertas del coche ni hicieron un puente. Lo que finalmente decidimos… —Hodges se interrumpe, pensando en el psicólogo de familia gordo que sale en la tele todas las tardes entre semana a las cuatro, el especialista en abrir brecha en el muro de la negación.

—¿Qué decidieron finalmente?

—Que ella era incapaz de enfrentarse a la verdad. ¿Eso le parece propio de la hermana con la que se crio?

—Sí. —Janey señala la carta—. ¿Cree que al final contó la verdad a este individuo? ¿A través del Paraguas Azul de Debbie? ¿Cree que por eso se tomó las pastillas de mi madre?

—Es imposible saberlo con certeza. —Pero Hodges piensa que es probable.

—Dejó los antidepresivos. —Janey vuelve a mirar el lago—. Lo negó cuando se lo pregunté, pero yo lo sabía. Nunca le gustó tomarlos, decía que le producían un estado de confusión. Los tomaba por Kent, y en cuanto Kent murió, los tomó por nuestra madre, pero después de lo del Centro Cívico… —Menea la cabeza y respira hondo—. ¿Le he dado ya información suficiente sobre su estado mental, Bill? Porque hay mucho más si quiere oírlo.

—Creo que ya me formo una idea.

Ella mueve la cabeza en un gesto de triste asombro.

—Es como si ese individuo la conociera.

Hodges no dice lo que para él es evidente, sobre todo porque tiene su propia carta con la que hacer comparaciones: la conocía. De algún modo la conocía.

—Ha comentado que su hermana era obsesiva compulsiva. Hasta el punto de darse media vuelta y volver para comprobar si el horno estaba encendido.

—Sí.

—¿Le parece probable que una mujer así se olvidara la llave en el contacto?

Janey tarda largo rato en contestar. Por fin dice:

—La verdad es que no.

A Hodges tampoco. Existe una primera vez para todo, claro está, pero… ¿analizaron Pete y él en algún momento ese aspecto del asunto? No está seguro, pero cree que quizá sí. Solo que entonces desconocían la gravedad de los trastornos mentales de la señora T.

—¿Ha intentado entrar usted en esa web, el Paraguas Azul? ¿Usando el nombre de usuario que él le dio?

Janey, atónita, se queda mirándolo.

—Ni se me ha pasado por la cabeza, y si se me hubiese ocurrido, me habría dado miedo lo que pudiera encontrar. Supongo que por eso es usted el detective y yo la clienta. ¿Usted sí lo intentará?

—No sé qué intentaré. Necesito pensármelo, y necesito consultar a una persona que entiende más que yo de ordenadores.

—No olvide apuntar los honorarios de esa persona —recuerda ella.

Hodges contesta que así lo hará, pensando que al menos Jerome Robinson sacará algún provecho de esto, acabe como acabe la partida. ¿Y por qué no? Ocho personas murieron en el Centro Cívico y otras tres han quedado lisiadas permanentemente, pero Jerome tiene aún la universidad por delante. Recuerda un viejo dicho: Incluso en el día más oscuro el sol ilumina el culo de algún perro.

—¿Y cuál es el siguiente paso?

Hodges coge la carta y se pone en pie.

—El paso siguiente es que yo llevo esto a la copistería más cercana y luego le devuelvo el original.

—No hace falta. La escanearé y le sacaré una copia por impresora. Démela.

—¿En serio? ¿Puede hacer eso?

Janey todavía tiene los ojos enrojecidos por el llanto; aun así, le dirige una mirada alegre.

—Menos mal que tiene a mano a un experto en informática —comenta—. Enseguida vuelvo. Entretanto, cómase otra galleta.

Hodges se come tres.

10

Cuando Janey vuelve con la copia de la carta, Hodges la dobla y se la mete en el bolsillo interior de la chaqueta.

—El original debería guardarse en una caja fuerte, si es que tiene una aquí.

—Hay una en la casa de Sugar Heights, ¿eso sirve?

Probablemente sirve, pero a Hodges no acaba de gustarle la idea. Demasiados posibles compradores entrando y saliendo. Lo cual quizá sea un reparo estúpido, pero no puede evitarlo.

—¿Tiene caja de seguridad en un banco?

—No, pero podría alquilar una. Tengo cuenta en Bank of America, a unas manzanas de aquí.

—Eso me parecería mejor —responde Hodges ya de camino hacia la puerta.

—Gracias por aceptar —dice ella, y le ofrece las dos manos, como si él la hubiese invitado a bailar—. No sabe el alivio que representa para mí.

Él coge las manos que ella le tiende, les da un ligero apretón y se las suelta, pese a que de buena gana se las habría retenido un poco más.

—Otras dos cosas. En primer lugar, su madre. ¿Con qué frecuencia la visita?

—Día sí, día no, más o menos. A veces le llevo comida del restaurante iraní que les gustaba a Ollie y a ella… el personal de cocina de Sunny Acres no tiene inconveniente en calentarla… y a veces le llevo un DVD o dos. Le gustan las películas antiguas, como las de Fred Astaire y Ginger Rogers. Siempre voy con algo, y ella siempre se alegra de verme. Cuando tiene un día bueno, me ve. Cuando tiene uno malo, es capaz de llamarme Olivia. O Charlotte. Esa es mi tía. También tengo un tío.

—La próxima vez que su madre tenga un día bueno, llámeme e iré a verla.

—De acuerdo. A lo mejor lo acompaño. ¿Y cuál es la otra cosa?

—El abogado que ha mencionado. Schron. ¿Le parece competente?

—Se las sabe todas, o esa impresión me dio.

—Si llego a averiguar algo, quizá incluso el nombre del individuo, vamos a necesitar a alguien así. Iremos a verlo, le entregaremos las cartas…

—¿Las cartas? Yo solo he encontrado una.

Hodges piensa: «Uy, mierda», y enseguida recupera el control.

—La carta y la copia, quiero decir.

—Ah, claro.

—Si encuentro al individuo, corresponde a la policía detenerlo y presentar cargos contra él. A Schron le corresponde asegurarse de que no nos detienen por meternos donde no nos llaman e investigar por nuestra cuenta.

—Eso sería derecho penal, ¿no? No sé bien si él se dedica a eso.

—Probablemente no, pero si es bueno, conocerá a alguien que sí se dedique. Alguien que sea tan bueno como él. ¿Estamos de acuerdo en eso? Tenemos que estarlo. Estoy dispuesto a husmear aquí y allá, pero si se convierte en asunto de la policía, lo dejaremos en manos de la policía.

—Me parece bien —accede Janey. A continuación se pone de puntillas, apoya las manos en los hombros de la chaqueta demasiado ajustada de Hodges y le planta un beso en la mejilla—. Creo que es usted un buen hombre, Bill. Y la persona indicada para esto.

Hodges siente ese beso mientras baja en el ascensor. Un grato punto de calor. Se alegra de haberse tomado la molestia de afeitarse antes de salir de casa.

11

La lluvia plateada cae ininterrumpidamente, pero la joven pareja —¿amantes?, ¿amigos?— permanece seca y resguardada bajo el paraguas azul que pertenece a alguien, probablemente un alguien ficticio, llamado Debbie. Esta vez Hodges advierte que es el chico quien parece hablar, y la chica tiene los ojos muy abiertos, como por efecto de la sorpresa. ¿Acaso acaba él de proponerle matrimonio?

Jerome revienta esta idea romántica como quien pincha un globo.

—Parece una web porno, ¿no?

—¿Y qué sabe de webs porno un futuro estudiante de una universidad de élite como tú?

Sentados uno al lado del otro en el despacho de Hodges, miran la página de inicio del Paraguas Azul. Odell, el setter irlandés de Jerome, tumbado boca arriba detrás de ellos con las patas traseras extendidas y la lengua colgando a un lado de la boca, mantiene la mirada fija en el techo con una plácida expresión contemplativa. Jerome lo ha llevado hasta ahí atado con la correa, pero solo porque así lo exige la ley dentro de los límites urbanos. Odell sabe que no le conviene bajarse de la acera y es casi tan inofensivo con los transeúntes como puede serlo un perro.

—Sé lo que sabe usted y lo que sabe cualquiera que tenga un ordenador —dice Jerome. Con su pantalón caqui y su camisa de universitario, y los espesos rizos cortados a cepillo, parece a ojos de Hodges un Barack Obama en joven, solo que más alto. Jerome mide un metro noventa y dos. Y lo envuelve el aroma tenue y gratamente nostálgico de la loción para después del afeitado Old Spice—. Las webs porno abundan como la mala hierba. Si uno navega por la red, es imposible no encontrárselas. Y las que tienen nombres en apariencia inocentes son las que tienden a estar cargadas.

—Cargadas ¿de qué?

—De la clase de imágenes por las que uno puede acabar detenido.

—Porno infantil, quieres decir.

—O porno con tortura. El noventa y nueve por ciento del material con látigos y cadenas es falso. El otro uno por ciento… —Jerome se encoge de hombros.

—¿Y tú eso cómo lo sabes?

Jerome le dirige una mirada: directa, franca, abierta. No es teatro, él es así, y eso es lo que a Hodges más le gusta del chico. Sus padres son iguales. Incluso su hermana pequeña lo es.

—Señor Hodges, eso lo sabe cualquiera. Cualquiera que tenga menos de treinta años, claro.

—En mis tiempos la gente decía: no te fíes de nadie de más de treinta años.

Jerome sonríe.

—Yo me fío, pero en lo que se refiere a ordenadores, muchos de ellos no tienen ni idea. Tratan sus máquinas a patadas y esperan que funcionen. Abren los adjuntos de los e-mails a pelo. Visitan webs como esta, y de pronto su ordenador se pone en plan HAL 9000 y empieza a descargar imágenes de señoritas de compañía adolescentes o vídeos de terroristas en los que se ve cómo decapitan a personas.

Hodges ha estado a punto de preguntar quién es HAL 9000 —le suena a apodo de gángster—, pero lo de los vídeos de terroristas lo distrae.

—¿Eso pasa de verdad?

—Se ha dado el caso. Y luego… —Jerome cierra el puño y se golpea la coronilla con los nudillos—. Toc, toc, toc, tienes a los del Departamento de Seguridad Nacional ante tu puerta. —Abre el puño para poder señalar con un dedo a la pareja bajo el paraguas azul—. Por otro lado, esto podría ser solo lo que afirma ser, un chat donde personas tímidas pueden mantener correspondencia electrónica. Ya sabe, ese rollo de los corazones solitarios. Hay por ahí mucha gente buscando amor, señor mío. Veamos.

Tiende la mano hacia el ratón, pero Hodges le agarra la muñeca. Jerome lo mira con expresión interrogativa.

—No lo mires en mi ordenador —dice Hodges—. Míralo en el tuyo.

—Si me hubiera pedido que trajera el portátil…

—Hazlo esta noche, no hay problema. Y si resulta que desencadenas un virus que devora el aparato entero, yo cargo con la compra de uno nuevo.

Jerome le lanza una risueña mirada de condescendencia.

—Señor Hodges, tengo el mejor programa de detección y prevención de virus que puede comprarse con dinero, y el segundo mejor como respaldo. Cualquier virus que intenta colarse en mis máquinas es aplastado de inmediato.

—Quizá la misión del virus en cuestión no sea devorar —señala Hodges. Está pensando en un comentario de la hermana de la señora T: «Es como si ese individuo la conociera»—. Quizá sea vigilar.

Jerome no parece preocupado; parece interesado.

—¿Cómo ha encontrado esta web, señor Hodges? ¿Abandona la jubilación? ¿Está, digamos, en el caso?

Hodges nunca ha echado tanto de menos a Pete Huntley como en ese momento: un compañero de tenis con el que pelotear, solo que con teorías y conjeturas en lugar de con bolas verdes peludas. No le cabe duda de que Jerome podría cumplir esa función; tiene buena cabeza y ha demostrado talento deductivo… pero le falta un año para poder votar, cuatro para poder comprar una bebida alcohólica legalmente, y esto podría ser peligroso.

—Solo quiero que eches un vistazo a la web por mí —dice Hodges—. Pero antes investiga un poco en la red. A ver qué puedes averiguar al respecto. Lo que quiero saber sobre todo es…

—Si tiene un verdadero historial —interrumpe Jerome, haciendo gala una vez más de su admirable capacidad deductiva—. Un… ¿cómo se llama? Un contexto. Quiere asegurarse de que no es un montaje creado solo para usted.

—Oye —dice Hodges—, deberías dejar de hacer tareas para mí y buscar trabajo en una de esas empresas de reparación de ordenadores. Probablemente ganarías más. Lo que me recuerda que necesitas ponerle precio a este trabajo.

Jerome se ofende, pero no por el ofrecimiento de honorarios.

—Esas empresas son para frikis antisociales. —Echa el brazo atrás y rasca a Odell entre el pelo rojo oscuro. El perro, agradecido, menea la cola, aunque posiblemente preferiría un sándwich de carne—. De hecho, algunos mandan a sus empleados de aquí para allá en Escarabajos Volkswagen. No hay nada más friki que eso. ¿Conoce Discount Electronix?

—Claro —contesta Hodges, acordándose de la circular publicitaria que ha recibido junto con el anónimo.

—Pues a ellos debe de gustarles la idea, porque eso es lo que hacen. Lo llaman Ciberpatrulla y sus Volkswagen son verdes. También hay muchos que trabajan por su cuenta. Mire en internet: encontrará a doscientos en esta misma ciudad. Creo que me quedo con las faena’ que hasé, bwana Hodges.

Jerome sale de Bajo el Paraguas Azul de Debbie y vuelve al salvapantallas de Hodges, que resulta ser una foto de Allie, de cuando tenía cinco años y aún pensaba que su padre era Dios.

—Pero como lo veo preocupado, tomaré precauciones. Tengo un viejo iMac en el armario donde solo hay cargados juegos arcade de Atari y unas cuantas antiguallas mohosas más. Usaré ese para examinar la web.

—Buena idea.

—¿Puedo hacer algo más por usted hoy?

Hodges se dispone a decir que no, pero el Mercedes robado de la señora T. sigue causándole desazón. Ahí hay algo que no encaja. Lo intuyó en su día y lo intuye todavía más ahora, con tal intensidad que casi lo ve. Pero con el casi uno nunca gana el primer premio en la feria del condado. Eso que no encaja es una pelota que quiere golpear y quiere que alguien se la devuelva.

—Podrías escuchar una historia —dice. En su cabeza compone ya un relato imaginario que aborde todos los puntos destacados. Quién sabe, a lo mejor Jerome, con su visión nueva, detecta algo que a él se le ha pasado por alto. Es poco probable, pero no imposible—. ¿Estarías dispuesto a hacer eso?

—Claro.

—Pues ponle la correa a Odell. Nos acercaremos a Big Licks dando un paseo. Me ha entrado el antojo de un cucurucho de fresa.

—Quizá veamos la camioneta de Mr. Tastey antes de llegar allí —dice Jerome—. Ese hombre lleva en el barrio toda la semana, y tiene unos helados que son para chuparse los dedos.

—Tanto mejor —contesta Hodges, y se pone en pie—. Andando.

12

Pasean cuesta abajo hasta las pequeñas galerías comerciales en el cruce de Harper Road y Hanover Street, con Odell en medio sin tirar de la correa. Ven los edificios que se alzan en el núcleo urbano, a unos tres kilómetros de distancia, destacando entre el grupo de rascacielos el Centro Cívico y el Centro de Arte y Cultura del Medio Oeste. El CACMO no es una de las mejores creaciones de I. M. Pei, en opinión de Hodges. Aunque nadie ha pedido su opinión al respecto.

—Bien, ¿de qué va la cosa, mariposa? —pregunta Jerome.

—Verás —dice Hodges—, digamos que cierto individuo tiene una amiga desde hace muchos años, y ella vive en el centro. Él por su parte vive en Parsonville. —Este es un municipio situado poco más allá de Sugar Heights, no tan lujoso pero tampoco mísero precisamente.

—Algunos amigos míos llaman a Parsonville «Blanquilandia» —comenta Jerome—. Oí a mi padre decirlo una vez, y mi madre le ordenó que no quería oír ese lenguaje racista.

—Ya. —Los amigos de Jerome, los negros, probablemente también llaman «Blanquilandia» a Sugar Heights, lo que lleva a Hodges a pensar que de momento va por buen camino.

Odell se para a examinar las flores de la señora Melbourne. Jerome tira de él antes de que pueda dejar allí un mensaje canino.

—El caso es que —prosigue Hodges— la amiga de hace muchos años tiene un apartamento en la zona de Branson Park: Wieland Avenue, Branson Street, Lake Avenue, esa parte de la ciudad.

—Tampoco está mal.

—No. Él va a verla tres o cuatro veces por semana. Una o dos noches por semana la invita a cenar o al cine y se queda a dormir en su casa. Cuando va, aparca el coche, un cochazo, un BMW, en la calle, porque es un buen barrio, bien vigilado por la policía, con muchas farolas de alta intensidad. Además, el aparcamiento es gratuito entre las siete de la tarde y las ocho de la mañana.

—Si yo tuviera un BMW, lo dejaría en uno de los parkings de la zona y pasaría del aparcamiento gratuito —dice Jerome, y vuelve a dar un tirón a la correa—. Para ya, Odell, los perros buenos no comen de la alcantarilla.

Odell mira por encima del hombro con cara de hastío, como diciendo: «¿Qué sabrás tú lo que hacen los perros buenos?».

—En fin, los ricos son muy suyos en cuestiones de economía —comenta Hodges, acordándose de la explicación que les dio la señora T. por hacer precisamente eso.

—Si usted lo dice…

Casi han llegado al centro comercial. En el camino han oído varias veces el tintineo melódico de la camioneta de la heladería, una de ellas muy cerca, pero luego el heladero se ha dirigido hacia los complejos de viviendas al norte de Harper Road y el sonido ha vuelto a alejarse.

—Así que un jueves por la noche, como de costumbre, ese hombre va a visitar a su amiga. Como de costumbre, aparca en la calle… allí quedan muchas plazas libres cuando termina la jornada laboral… y como de costumbre cierra el coche con el mando. Su amiga y él, dando un paseo, van a un restaurante cercano, disfrutan de una buena cena y vuelven a pie. El coche sigue allí: él lo ve antes de entrar. Se queda a dormir en casa de su amiga, y a la mañana siguiente, cuando sale del edificio…

—Adiós al BMW.

Se encuentran ya ante la heladería. Cerca hay un aparcabicicletas. Jerome amarra ahí la correa de Odell. El perro se tumba y apoya el hocico en una pata.

—No —corrige Hodges—, sigue ahí. —Considera que esta es una excelente variación respecto a lo que ocurrió realmente. Casi se lo cree él mismo—. Pero orientado en dirección contraria, porque está aparcado en la otra acera.

Jerome enarca las cejas.

—Sí, raro, ¿verdad? Ya lo sé. El hombre, pues, cruza la calle hacia allí. El coche parece intacto, y bien cerrado, tal como lo dejó, solo que aparcado en un sitio distinto. Así que lo primero que hace es comprobar que lleva la llave, y en efecto sigue en su bolsillo. ¿Qué demonios ha pasado, Jerome?

—No lo sé, señor H. Parece un relato de Sherlock Holmes, ¿no? Es un auténtico problema de tres pipas. —Jerome esboza una sonrisa que Hodges no sabe muy bien cómo interpretar, ni sabe si le gusta. Es una sonrisa sagaz.

Hodges saca la cartera de sus Levi’s (lo del traje está bien, pero es un alivio volver a ponerse un vaquero y una camiseta de los Indians). Extrae un billete de cinco y se lo da a Jerome.

—Ve a por los cucuruchos. Ya me ocupo yo de Odell.

—No hace falta. Él se queda aquí tan tranquilo.

—No lo dudo, pero mientras estés en la cola, tendrás tiempo para reflexionar sobre mi pequeño enigma. Imagínate que eres Sherlock, eso a lo mejor te ayuda.

—Vale. —Batanga el Negro Zumbón aflora a la superficie—: ¡Solo que Sherlo’ é u’té! ¡Yo soy el do’tó Watso’!

13

Hay una pequeña zona ajardinada al otro lado de Hanover. Cruzan por el semáforo, ocupan un banco y observan a un grupo de chicos greñudos de secundaria jugarse la vida y la integridad física en la pista de skate, construida por debajo del nivel del suelo. Odell reparte su tiempo entre mirar a los chicos y mirar los helados.

—¿Has probado a hacer eso alguna vez? —pregunta Hodges, señalando con el mentón a los temerarios.

—¡Ni hablá! —Jerome le lanza una mirada con los ojos muy abiertos—. Soy negro. En mi tiempo libre tiro a la cana’ta y corro en la pi’ta de senisa del i’tituto. Nosotro’ lo’ negro’ corremo’ que no’ la’ pelamo’, como to’l mundo sabe.

—Creía haberte dicho que dejaras a Batanga en casa. —Hodges se unta el dedo de helado y lo extiende, goteante, hacia Odell, que se lo lame con fruición.

—¡A vese’ ese mushasho se presenta po’la cara! —afirma Jerome. Y de pronto Batanga desaparece, así sin más—. No existen ni el hombre ni la amiga ni el BMW. Está hablándome del Asesino del Mercedes.

Adiós a la fantasía, pues.

—Digamos que sí.

—¿Está investigándolo por su cuenta, señor Hodges?

Hodges se detiene a pensarlo, con sumo cuidado, y luego se repite:

—Digamos que sí.

—¿La web del Paraguas Azul de Debbie tiene algo que ver con eso?

—Digamos que sí.

Un skater se cae y se pone en pie con las dos rodillas despellejadas. Uno de sus amigos pasa por su lado como una exhalación, mofándose. El despellejado se palpa una rodilla sangrante con la mano, lanza unas gotitas rojas hacia el que se ha mofado de él y vuelve a rodar en su skate a la vez que exclama: «¡SIDA! ¡SIDA!». El otro lo sigue, solo que ahora ya no se mofa: se parte de risa.

—Bestias —masculla Jerome. Se inclina para rascar a Odell detrás de las orejas y enseguida vuelve a erguirse—. Si quiere hablar de eso…

Abochornado, Hodges contesta:

—Ahora ya no sé hasta qué punto…

—Lo entiendo —dice Jerome—. En todo caso he pensado en su problema mientras estaba en la cola, y tengo una pregunta.

—¿Sí?

—Ese hombre ficticio del BMW… ¿dónde tenía la llave de repuesto?

Hodges se queda totalmente inmóvil, pensando en lo listo que es el chico. Luego ve un hilillo de helado rosa descender por un lado de su cucurucho y lo lame.

—Afirma que nunca ha tenido esa llave, digamos.

—Como afirmó la dueña del Mercedes.

—Sí. Exactamente igual.

—¿Recuerda que antes le he dicho que mi madre se rebotó con mi padre por llamar Blanquilandia a Parsonville?

—Sí.

—¿Quiere que le cuente qué pasó una vez que mi padre se rebotó con mi madre? ¿La única vez que le oí decir «Típico de una mujer»?

—Si tiene que ver con mi problemilla, adelante.

—Mi madre tiene un Chevrolet Malibu. De color rojo manzana caramelizada. Ya lo habrá visto usted delante de casa.

—Cómo no verlo.

—Mi padre lo compró nuevo a estrenar hace tres años y se lo regaló para su cumpleaños, cosa que fue recibida con tremendos chillidos de placer.

«Sí —piensa Hodges—, Batanga se ha ido definitivamente de paseo».

—Mi madre lo usa durante todo un año. Ningún problema. Entonces llega el momento de renovar el permiso de circulación del coche. Mi padre se ofrece a hacerlo por ella un día de camino a casa después del trabajo. Sale a buscar la documentación y vuelve con una llave en la mano. No está furioso, pero sí irritado. Le dice que si deja la llave de repuesto en el coche, alguien podría encontrarla y llevárselo. Mi madre pregunta dónde la ha encontrado. Él le contesta que en una bolsa de plástico de cierre hermético junto con el permiso de circulación, la tarjeta del seguro y el manual del usuario, que ella nunca ha abierto. Aún conservaba la faja de papel donde dice «Gracias por comprar su coche nuevo en el concesionario Chevrolet Lake».

Otro hilillo de helado desciende por el cucurucho de Hodges. Esta vez no se da cuenta ni siquiera cuando llega a su mano y se acumula ahí.

—En la…

—En la guantera, sí. Mi padre dijo que eso era negligencia, y mi madre contestó… —Jerome se inclina, fijando sus ojos castaños en los grises de Hodges—. Contestó que ni siquiera sabía que estaba ahí. Fue entonces cuando él dijo que eso era típico de una mujer. Cosa que a ella no le hizo ninguna gracia.

—Seguro que no. —En la cabeza de Hodges se ponen en funcionamiento los más diversos engranajes.

—Mi padre dice: «Cariño, basta con que, en un descuido, no cierres con llave una sola vez. Aparece un adicto al crack, ve los seguros de las puertas abiertos y decide probar suerte por si hay algo que merezca la pena robar. Mira en la guantera buscando dinero, ve la llave en la bolsa de plástico y se larga a ver si encuentra a alguien que quiera comprar en efectivo un Malibu con pocos kilómetros.

—¿Y qué respondió tu madre a eso?

Jerome sonríe.

—De entrada, le dio la vuelta a la tortilla. Nadie sabe hacer eso mejor que mi madre. Dice: « compraste el coche y lo trajiste a casa. deberías habérmelo dicho». Yo estoy desayunando mientras ellos se enzarzan en su pequeña discusión y de buena gana habría dicho: «Si hubieras consultado alguna vez el manual del usuario, mamá, aunque solo fuera para saber qué significan todas esas lucecitas tan monas del salpicadero…», pero mantengo la boca cerrada. Mis padres no tienen muchas broncas, pero cuando tienen una, cualquier persona sensata se queda al margen. Eso lo sabe incluso Barbie, y solo tiene nueve años.

Hodges piensa que también Alison debía de saberlo cuando Corinne y él estaban casados.

—Lo otro que dijo mi madre fue que ella jamás se olvidaba de cerrar el coche con llave. Cosa que, por lo que sé, es verdad. En todo caso, la llave está ahora colgada de un gancho en la cocina. A buen recaudo, a salvo, y lista para usarse si alguna vez se pierde la llave principal.

Hodges, inmóvil, mira a los skaters pero no los ve. Está pensando que la madre de Jerome tenía algo de razón al decir a su marido que debería haberle entregado la llave de repuesto, o al menos hablarle de su existencia. No hay que dar por supuesto que los demás harán inventario y lo encontrarán todo por sí mismos. Pero el caso de Olivia Trelawney era distinto. El coche lo compró ella misma, y debería haberlo sabido.

Solo que el vendedor probablemente la había saturado de información sobre esa nueva adquisición tan cara; era algo que solía ocurrir. Cuándo cambiar el aceite, cómo utilizar el control de crucero, cómo utilizar el GPS, no olvidarse de dejar la llave de repuesto en un lugar seguro, así se enchufa el teléfono móvil, aquí está el número para llamar a asistencia en carretera por si lo necesita, con el mando de los faros totalmente a la izquierda se enciende el sensor de luminosidad.

Hodges recordó que él mismo, al comprar su primer coche nuevo, escuchó como quien oye llover al individuo mientras le daba las instrucciones posteriores a la venta —ajá, sí, de acuerdo, capto—, impaciente por sacar a la calle su nueva adquisición, por disfrutar del paseo libre de ruido y por inhalar ese incomparable olor a coche nuevo que para el comprador es el aroma del dinero bien empleado. Pero la señora T. era una mujer obsesiva compulsiva. Hodges creía posible que ella hubiera pasado por alto la llave de repuesto y la hubiera dejado en la guantera, pero si se había llevado la llave principal aquel jueves por la noche, ¿no habría bloqueado también las puertas? Ella insistió en que sí, lo mantuvo hasta el final, y la verdad era que si se paraba a pensarlo…

—¿Señor Hodges?

—Con las llaves modernas, es un sencillo proceso en tres pasos, ¿no? —dice—. Paso uno, apagar el motor. Paso dos, retirar la llave del contacto. Si tienes la cabeza en otra parte y te olvidas del paso dos, hay un avisador que te lo recuerda. Paso tres, cerrar la puerta y pulsar el botón con el icono del candado. Teniendo la llave en la mano, ¿por qué iba uno a olvidarse de eso? Un método antirrobo a prueba de tontos.

—Muy cierto, señor H., pero algunos son tan tontos que se olvidan igualmente.

Hodges está demasiado absorto en sus pensamientos para discrepar.

—Ella no era nada tonta. Nerviosa y con tics sí, pero no idiota. Si se llevó la llave, casi me veo en la obligación de aceptar que cerró el coche. Y no forzaron el coche. O sea que aun si de verdad dejó la llave de repuesto en la guantera, ¿cómo accedió a ella ese individuo?

—Es, pues, el misterio de un coche cerrado, no de una habitación cerrada. ¡Entonse’ é un problema de cuatro pipa’!

Hodges no contesta. Da vueltas y más vueltas al asunto. Ahora le parece evidente que la llave de repuesto podría haber estado en la guantera, pero ¿plantearon alguna vez esa posibilidad Pete o él? Está casi seguro de que no. ¿Porque pensaban como hombres? ¿O porque, irritados por la negligencia de la señora T., querían cargarle la culpa? Y tenía la culpa, ¿o no?

«No si realmente cerró su coche», piensa.

—Señor Hodges, ¿qué tiene que ver la web del Paraguas Azul con el Asesino del Mercedes?

Hodges sale de su ensimismamiento, aunque, de tan abstraído como estaba, le cuesta lo suyo.

—Ahora no quiero hablar de eso, Jerome.

—¡Pero a lo mejor yo puedo ayudarlo!

¿Ha visto alguna vez a Jerome tan entusiasmado? Quizá en una ocasión, cuando el equipo de debate que capitaneaba en su segundo año de instituto ganó el campeonato municipal.

—Investiga esa web, y así me ayudarás —dice Hodges.

—No quiere contármelo porque soy muy joven. Es eso, ¿no?

Es parte de la razón, pero Hodges no tiene intención de reconocerlo. Y da la casualidad de que hay algo más.

—No es tan sencillo. Verás, yo ya no soy policía, e investigar lo del Centro Cívico bordea el límite de lo ilegal. Si averiguo algo y no informo a mi antiguo compañero, que es ahora el inspector a cargo del caso del Asesino del Mercedes, habré rebasado ese límite. Tú tienes un gran futuro por delante, incluida la posibilidad de entrar en cualquier universidad a la que decidas honrar con tu presencia. ¿Qué voy a decir yo a tus padres si mis actos dan pie a una investigación, y tú te ves envuelto, quizá como cómplice?

Jerome permanece en silencio, asimilando lo que acaba de oír. Luego da la punta del cucurucho a Odell, que lo acepta con avidez.

—Lo entiendo.

—¿Sí?

—Sí.

Jerome se levanta y Hodges hace lo mismo.

—¿Seguimos siendo amigos?

—Claro. Pero si cree que puedo ayudarlo, prométame que me lo dirá. Ya conoce el dicho: Dos cabezas piensan mejor que una.

—Trato hecho.

Se ponen en marcha cuesta arriba. Al principio Odell camina entre ellos como antes, pero al cabo de un rato empieza a tirar porque Hodges va cada vez más despacio. Además, respira con dificultad.

—Tengo que perder un poco de peso —comenta a Jerome—. ¿Sabes? El otro día se me rompió por detrás un pantalón que estaba impecable.

—Sí, puede que le fuera bien perder unos cinco kilos —responde Jerome diplomáticamente.

—Multiplica eso por dos y estarás mucho más cerca.

—¿Quiere parar a descansar un momento?

—No.

El propio Hodges se da cuenta de su infantilismo. Pero lo del peso lo dice en serio; en cuanto llegue a casa, tirará al cubo de la basura todos esos dichosos tentempiés que tiene en la nevera y los armarios de la cocina. Luego piensa: «Mejor a la trituradora. Es fácil flaquear y sacar las cosas del cubo».

—Jerome, sería conveniente que no comentaras nada respecto a mi pequeña investigación. ¿Puedo contar con tu discreción?

—Plenamente —contesta Jerome sin vacilar—. Soy una tumba.

—Bien.

Al cabo de una manzana, la camioneta de Mr. Tastey recorre con su tintineo Harper Road y enfila Vinson Lane. Jerome saluda con la mano. Hodges no ve si el heladero contesta.

Ahora aparece —dice Hodges.

Jerome se vuelve y le sonríe.

—El heladero es como la policía.

—¿Eh?

—Nunca están cuando los necesitas.

14

Brady sigue su ruta, respetando el límite de velocidad (aquí en Vinson Lane treinta kilómetros por hora), casi sin oír el estridente tintineo de Buffalo Gals procedente de los altavoces instalados en el techo. Lleva un suéter debajo de la chaqueta de Mr. Tastey porque la carga, a sus espaldas, está fría.

«Como mi mente —piensa—. Con la diferencia de que el helado está solo frío. Mi mente, además, es analítica. Es una máquina. Un Mac lleno de gigas elevados a un gúgolplex».

Fija esa mente en lo que acaba de ver: el expoli gordo sube por Harper Road Hill acompañado de Jerome Robinson y el setter irlandés con nombre de negro. Jerome lo ha saludado con la mano, y Brady le ha devuelto el gesto, porque esa es la manera de pasar inadvertido. Como escuchar las interminables peroratas de Freddi Linklatter sobre lo dura que es la vida para una lesbiana en un mundo heterosexual.

Gustavo William Hodges, alias «Ojalá Fuera Joven», y Jerome Robinson, alias «Ojalá Fuera Blanco». ¿De qué hablaba la Extraña Pareja? Eso es sí le gustaría saberlo a Brady Hartsfield. A lo mejor se entera si el poli muerde el anzuelo e inicia una conversación en el Paraguas Azul de Debbie. Desde luego dio resultado con la ricacha; en cuanto empezó a hablar, no hubo manera de hacerla callar.

El Ins. Ret. y su criado morenito.

También Odell. No nos olvidemos de Odell. Jerome y su hermanita quieren mucho al perro. Se quedarían desconsolados si le pasara algo. Probablemente no le pase nada, pero quizá investigue en la red algún veneno más cuando llegue a casa esta noche.

Esas ideas siempre andan rondándole por la cabeza: son los pájaros en su azotea. Esta mañana en DE, mientras inventariaba otro cargamento de DVD tirados de precio (por qué llegan más al mismo tiempo que pretenden liquidar las existencias es un misterio que nunca se resolverá), se le ha ocurrido que podía utilizar su chaleco bomba para asesinar al presidente, el señor Barack Obama, alias «Ojalá Fuera Blanco». Sería un final glorioso. Barack visita con frecuencia este estado, porque es importante dentro de su estrategia de cara a la reelección. Y cuando viene al estado, viene a esta ciudad. Da un mitin. Habla de la esperanza. Habla del cambio. Ra-ra-ra, bla-bla-bla. Brady estaba maquinando un plan para evitar los detectores de metal y los controles aleatorios cuando Tones Frobisher lo ha llamado por el intercomunicador y le ha dicho que tenía un servicio a domicilio. Una vez en la calle, cuando iba al volante de uno de los Volkswagen verdes de la Ciberpatrulla, pensaba ya en otra cosa. En Brad Pitt, para ser exactos. Ese puto ídolo de la masa.

Pero a veces se mantiene firme en sus ideas.

Un niño regordete se acerca a todo correr por la acera agitando un billete. Brady se detiene.

¡Lo quiero de chocolate! —brama el crío—. ¡Y lo quiero con fideos de caramelo!

«Marchando, culigordo repelente —piensa Brady, y despliega su sonrisa más amplia y encantadora—. Jódete el colesterol todo lo que quieras, te doy hasta los cuarenta. ¿Y quién sabe? A lo mejor sobrevives al primer infarto. Aunque eso no te detendrá, no señor. No en un mundo lleno de cervezas y hamburguesas y helados de chocolate».

—Marchando, amiguito. Uno de chocolate con fideos de caramelo al momento. ¿Cómo va el cole? ¿Sacas muchos sobresalientes?

15

Esa noche la televisión no se enciende en el 63 de Harper Road, ni siquiera para el noticiario de la noche. Tampoco el ordenador. Hodges prefiere sacar su fiel bloc pautado. Janelle Patterson le ha dicho que era de la vieja escuela. Y lo es, y no se disculpa por ello. Así es como ha trabajado siempre, así es como se siente más cómodo.

Sentado en ese maravilloso silencio sin televisor, relee la carta que le envió Mr. Mercedes. A continuación lee la que recibió la señora T. Pasa de una a otra durante una hora o más, examinándolas línea por línea. Como la carta de la señora T. es una copia, anota comentarios en los márgenes y traza círculos en torno a ciertas palabras con entera libertad.

Concluye esta parte de su procedimiento leyendo las cartas de viva voz. Emplea voces distintas, porque Mr. Mercedes ha adoptado dos personalidades distintas. La carta que llegó a Hodges destila regodeo y arrogancia. Ja ja, viejo idiota y acabado —insinúa—. No tienes ninguna razón para vivir, y tú lo sabes. ¿Por qué no te matas de una vez, y listos? El tono utilizado en la carta a Olivia Trelawney es apocado y melancólico, impregnado de remordimientos y cuentos de malos tratos en la infancia, pero aquí también está presente la idea del suicidio, esta vez expresado en forma de compasión: Me hago cargo. Lo entiendo perfectamente, porque yo siento lo mismo.

Al final guarda las cartas en una carpeta con el rótulo ASESINO DEL MERCEDES en la etiqueta. No contiene nada más, por lo cual es muy delgada, pero si Hodges conserva las aptitudes para su trabajo, aumentará de grosor a medida que añada una hoja de anotaciones tras otra.

Permanece sentado un cuarto de hora con las manos cruzadas sobre la amplia cintura, como un Buda en meditación. Después se acerca el bloc y empieza a escribir.

«Creo que tenía razón en cuanto a la mayoría de las pistas estilísticas falsas. En la carta dirigida a la señora T. no utiliza signos de admiración, ni palabras con mayúscula, ni muchos párrafos de una sola frase (en los del final busca un efecto dramático). Me equivocaba respecto a las comillas, eso sí le gusta. También es aficionado a subrayar. Puede que en definitiva no sea tan joven, quizá me equivocaba en eso…».

Pero piensa en Jerome, que probablemente ha olvidado ya más cosas acerca de los ordenadores e internet de las que el propio Hodges llegará a aprender nunca. Y en Janey Patterson, que sabía cómo escanear la carta de su hermana para hacer una copia, y que usa Skype. Janey Patterson, que tiene casi veinte años menos que él.

Coge otra vez el bolígrafo.

«… pero no lo creo. Probablemente no sea un adolescente (aunque no puede descartarse), pero pongamos que tiene entre veinte y treinta y cinco años. Es listo. Buen vocabulario, un nivel de redacción alto».

Repasa las cartas todavía una vez más y anota algunas de esas expresiones bien redactadas: «correteaba de aquí para allá como un ratón», «mermelada de fresa en un saco de dormir», «casi todas las personas son borregos, y los borregos no comen carne».

Nada que pudiera eclipsar a Philip Roth, pero Hodges considera que esas frases revelan cierto talento. Encuentra una más y la escribe debajo de las otras: «¿Qué ha hecho la policía por usted aparte de agobiarla y ocasionarle noches de insomnio?».

Golpetea el papel con la punta del bolígrafo por encima de esto, creando una constelación de diminutos puntos azules. Piensa que la mayoría de la gente diría «provocarle noches de insomnio» o «darle noches de insomnio», pero Mr. Mercedes no se conformó con eso, porque es un jardinero plantando las semillas de la duda y la paranoia. Ellos van a por usted, señora T., y no les falta razón, ¿verdad que no? Porque usted se dejó la llave olvidada. Eso dice la policía; eso digo yo también, y yo estaba allí. ¿Cómo podemos estar equivocados tanto ellos como yo?

Hodges anota estas ideas, las encuadra, y luego pasa la hoja.

«El mejor rasgo para la identificación sigue siendo MAREANTE por MALEANTE, que usa en las dos cartas, pero también puede observarse cómo JUNTA PALABRAS: "malostratos" en lugar de «malos tratos»; "malremunerado" en lugar de «mal remunerado». Si consigo identificar a este individuo y sacarle una muestra de escritura, puedo trincarlo».

Huellas dactilares estilísticas como esas no bastarían para convencer a un jurado, pero ¿y al propio Hodges? Sin duda.

Se recuesta otra vez, con la cabeza ladeada, la vista fija en nada. Permanece ajeno al paso del tiempo; para Hodges, el tiempo, que tanto le pesaba desde la jubilación, ahora ha dejado de existir. De pronto se echa hacia delante, arrancando a la silla de oficina un chillido de protesta que ni siquiera oye, y escribe en grandes mayúsculas: «¿HA ESTADO VIGILANDO MR. MERCEDES?».

Hodges tiene la casi total certeza de que sí. Ese es su modus operandi.

Siguió la campaña de denigración de que fue víctima la señora Trelawney a manos de la prensa, vio sus dos o tres apariciones en los informativos de televisión (escuetas y poco favorecedoras, dichas apariciones dejaron por los suelos su índice de popularidad, ya de por sí bajo). También es posible que pasara en coche reiteradamente por delante de la casa de la señora T. Hodges tendrá que hablar de nuevo con Radney Peeples y averiguar si él o algún otro empleado de Vigilante vieron circular determinados coches por el vecindario de la señora Trelawney en Sugar Heights durante sus últimas semanas, antes de que liara los bártulos. Y alguien pintó PUTA ASESINA en uno de los pilares de su verja. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde entonces hasta el suicidio? Tal vez la pintada era del propio Mr. Mercedes. Y naturalmente podía haberla conocido mejor, mucho mejor, si ella había aceptado la invitación de encontrarse bajo el Paraguas Azul.

«Por otro lado estoy yo», piensa, y mira el final de la carta dirigida a él: «No me gustaría que empezara a pensar en su arma», seguido de «Pero piensa en ella, ¿verdad?». ¿Se refiere Mr. Mercedes a su teórica arma reglamentaria, o ha visto el 38 con el que a veces juguetea Hodges? Es imposible saberlo, pero…

«Pero creo que sí —se dice—. Sabe dónde vivo, desde la calle se ve mi salón, y creo que lo ha visto».

La idea de haber sido observado despierta en Hodges excitación más que temor o vergüenza. Si pudiera establecer una correspondencia entre algún vehículo detectado por los hombres de Vigilante y un vehículo que haya pasado un tiempo excesivo en Harper Road…

En ese preciso momento suena el teléfono.

16

—Hola, señor H.

—¿Qué hay, Jerome?

—Estoy bajo el Paraguas.

Hodges deja el bloc a un lado. Ahora las cuatro primeras páginas contienen notas deshilvanadas, las tres siguientes un denso resumen del caso, como en los viejos tiempos. Se retrepa en la silla.

—Veo que no se te ha comido el ordenador, pues.

—No. Nada de gusanos, nada de virus. Y ya he recibido cuatro propuestas para hablar con nuevos amigos. Una desde Abilene, Texas. Dice que se llama Bernice, pero puedo llamarla Berni. Así como suena, acabado en «i». Parece un encanto de chica, y no diré que no me tiente, pero posiblemente es un travesti de Boston que vive con su madre y trabaja de dependiente en una zapatería. Internet, tío… es una caja mágica.

Hodges sonríe.

—Empezaré por el contexto, que he encontrado en parte hurgando en el propio internet, y sobre todo gracias a un par de pirados de la informática, amigos míos ya universitarios. ¿Listo?

Hodges vuelve a coger el bloc y pasa la hoja para seguir anotando en una nueva.

—Suéltalo. —Que es exactamente lo mismo que decía a Pete Huntley cuando este llegaba con información sobre un caso.

—Vale, pero primero… ¿sabe cuál es el bien más preciado en internet?

—Pues no. —Y acordándose de Janey Patterson, añade—: Soy de la vieja escuela.

Jerome se ríe.

—Y que lo diga, señor Hodges. Es parte de su encanto.

—Gracias, Jerome —responde irónicamente.

—El bien más preciado es la privacidad, y eso es lo que ofrecen el Paraguas Azul de Debbie y otras webs por el estilo. A su lado, facebook parece una línea de teléfono compartida allá en los años cincuenta. Desde el 11-S han aparecido cientos de webs cuyo principal objetivo es garantizar la privacidad. Fue entonces cuando varios gobiernos del primer mundo empezaron a fisgonear en serio. Los que están en el poder le tienen miedo a la red, y con razón. La cuestión es que muchas de estas webs con PE, que significa «privacidad extrema», operan desde Centroeuropa. Son a internet lo que Suiza a las cuentas bancarias. ¿Me sigue?

—Sí.

—Los servidores del Paraguas Azul están en Olovo, un pueblo bosnio que hasta el año 2005 poco más o menos fue conocido sobre todo por las peleas entre toros. Servidores encriptados. Hablamos de niveles comparables a los de la NASA, ¿vale? El rastreo es imposible, a menos que la Agencia de Seguridad Nacional o la Kang Sheng, que es la versión china de la Agencia de Seguridad Nacional, tengan algún software supersecreto que nadie más conoce.

«Y aunque lo tengan —piensa Hodges—, no van a usarlo en un caso como el del Asesino del Mercedes».

—He aquí otra característica de esas webs, especialmente útil en estos tiempos en que los escándalos por sexteo son el pan de cada día. A ver, señor H., ¿alguna vez ha encontrado algo en internet, como una foto o un artículo de un periódico, que quería imprimir, y no ha podido?

—Más de una vez, sí. Das la orden de imprimir, y la Vista Previa de Impresión solo muestra una página en blanco. Es de lo más molesto.

—Pues lo mismo pasa en el Paraguas Azul de Debbie. —A Jerome, más que molestarlo, parece despertarle admiración—. Mi nueva amiga Berni y yo hemos cruzado unos cuantos mensajes… qué tal tiempo hace allí, cuáles son tus grupos preferidos, en fin, esas cosas, ya sabe… y cuando he intentado imprimir la conversación, me han salido unos labios con un dedo encima y el texto: CHISSS. —Jerome lo deletrea para asegurarse de que Hodges lo entiende—. Es posible tener constancia de la conversación…

«Eso seguro», piensa Hodges, lanzando una mirada afectuosa a las anotaciones de su bloc.

—… pero habría que sacar fotos de la pantalla o algo así, lo cual es un peñazo. Se da cuenta de lo que quiero decir con eso de la privacidad, ¿no? Esta gente se lo toma en serio.

Hodges se da cuenta. Salta a la primera página del bloc y traza un círculo alrededor de una de sus primeras anotaciones: CONOCIMIENTOS DE INFORMÁTICA (¿MENOS DE 50 AÑOS?).

—Cuando se accede, aparece la opción habitual: INTRODUCE TU NOMBRE DE USUARIO o REGÍSTRATE AHORA. Como yo no tenía nombre de usuario, he clicado REGÍSTRATE AHORA y he conseguido uno: soy batanga40. Luego hay que rellenar un cuestionario: edad, sexo, aficiones, cosas así, después hay que dar el número de tarjeta de crédito. Cuesta treinta dólares al mes. Lo he hecho porque confío en su capacidad de reembolso.

—Tu confianza será recompensada, hijo mío.

—El ordenador se lo piensa durante unos noventa segundos o algo así: el Paraguas Azul gira y la pantalla dice CLASIFICANDO. Al final aparece una lista de personas con aficiones parecidas a las tuyas. Eliges a unas pocas y en cuestión de minutos estás chateando a toda mecha.

—¿La gente podría usar eso para intercambiar porno? Sé que el descriptor dice que no, pero…

—Podría usarse para intercambiar fantasías, pero no fotos. Aunque sí he visto que los bichos raros… pederastas, fetichistas del aplastamiento, cosas así… pueden usar el Paraguas Azul para dirigir a amigos de inclinaciones parecidas hacia webs donde es posible acceder a imágenes ilegales.

Hodges está a punto de preguntar qué es eso de los «fetichistas del aplastamiento», pero de pronto decide que prefiere no saberlo.

—En su mayor parte, pues, no es más que chateo inocente.

—Bueno…

—Bueno ¿qué? —pregunta Hodges.

—Se me ocurre que los chiflados podrían utilizar la web para intercambiar información chunga, como procedimientos para construir bombas y cosas así.

—Pongamos que tengo ya un nombre de usuario. ¿Qué pasa entonces?

—¿Lo tiene? —El entusiasmo asoma de nuevo a la voz de Jerome.

—Pongamos que sí.

—Eso dependería de si acaba de inventárselo o si lo ha conseguido de alguien que quiere chatear con usted. Por ejemplo, si se lo han dado por teléfono o e-mail.

Hodges sonríe. Jerome, un auténtico hijo de su tiempo, nunca se ha planteado la posibilidad de que la información pudiera transmitirse por medio de un vehículo tan decimonónico como una carta.

—Pongamos que se lo ha dado otra persona —prosigue Jerome—. Como por ejemplo el tío que robó el coche de esa mujer. Como si quisiera quizá hablar con usted sobre lo que hizo.

Jerome espera. Hodges calla, pero rebosa admiración.

Tras unos segundos de silencio, Jerome continúa.

—No puede echarme en cara que lo intente. En fin, usted coge e introduce el nombre de usuario.

—¿Cuándo pago los treinta dólares?

—No los paga.

—¿Por qué no?

—Porque otro los ha pagado ya por usted. —Jerome adopta ahora un tono circunspecto, muy serio—. Probablemente no hace falta que le aconseje prudencia, pero lo haré de todos modos. Porque si ya tiene un nombre de usuario, ese tío está esperándolo.

17

Brady se detiene de camino a casa para comprar la cena (esta noche sándwiches «submarino» de Little Chef), pero su madre duerme la mona en el sofá. En la tele dan otro de esos reality shows, uno en el que se reúne a unas cuantas jóvenes despampanantes y se las pone a disposición de un guaperas soltero que aparenta el coeficiente intelectual de una lámpara de pie. Brady ve que su madre ya ha cenado… más o menos. En la mesita de centro hay una botella medio vacía de Smirnoff y dos latas de té adelgazante NutraSlim. «Una merienda cena en el infierno», piensa él, pero al menos está vestida: vaqueros y una sudadera del City College.

Por si acaso, desenvuelve uno de los sándwiches y lo desplaza bajo la nariz de su madre, pero ella solo resopla y aparta la cabeza. Decide comérselo él y guardar el otro en su nevera particular. Cuando regresa del garaje, el guaperas soltero pregunta a uno de sus potenciales juguetes sexuales (una rubia, claro está) si le gusta cocinar en el desayuno. La rubia, sonriendo como una boba, contesta: «¿A ti te gustan las cosas calientes por la mañana?».

Sosteniendo el plato con el sándwich, observa a su madre. Sabe que existe la posibilidad de que una tarde, al volver a casa, se la encuentre muerta. Incluso podría darle una ayudita: bastaría con taparle la cara con un cojín. No sería el primer asesinato que se cometía en esa casa. Si se decidía a hacerlo, ¿su vida mejoraría o empeoraría?

Su mayor temor —no expresado pero suspendido bajo la superficie de su mente consciente— es que no cambiara nada.

Baja al sótano y enciende con la voz las luces y los ordenadores. Se sienta frente al Número Tres y accede al Paraguas Azul de Debbie, convencido de que a estas alturas el expoli gordo ya habrá mordido el anzuelo.

No hay nada.

Se golpea la palma de una mano con el puño de la otra. Siente una sorda palpitación en las sienes, augurio de un dolor de cabeza, una migraña que bien podría mantenerlo en vela media noche. Cuando esos dolores de cabeza se presentan, la aspirina no tiene el menor efecto. Los llama «Pequeñas Brujas», solo que a veces las Pequeñas Brujas son grandes. Sabe que hay pastillas que teóricamente alivian los dolores de cabeza como los suyos —lo ha investigado en internet—, pero no es posible conseguirlas sin receta, y a Brady lo aterrorizan los médicos. ¿Y si uno de ellos descubriera que tiene un tumor cerebral? ¿Un glioblastoma, que, según Wikipedia, es el peor? ¿Y si ese es el motivo por el que mató a toda aquella gente en la feria de empleo?

«No seas idiota, un glio habría acabado contigo hace meses».

De acuerdo, pero ¿y si el médico dictaminara que las migrañas son indicio de una enfermedad mental? ¿Esquizofrenia paranoide o algo así? Brady reconoce que tiene una enfermedad mental, claro que sí: una persona normal no embiste con un coche a una muchedumbre ni se plantea eliminar al presidente de Estados Unidos con un atentado suicida. Una persona normal no mata a su hermano menor. Un hombre normal no se detiene ante la puerta de su madre, preguntándose si está desnuda.

Pero a un hombre anormal no le gusta que los demás sepan que es anormal.

Apaga el ordenador y deambula por la sala de control. Coge la Cosa Dos y vuelve a dejarla en su sitio. Ni siquiera eso es original, ha descubierto; los ladrones de coches llevan usando artefactos como ese desde hace años. No se ha atrevido a utilizarlo desde la última vez que lo empleó en el Mercedes de la señora Trelawney, pero quizá sea hora de sacar de su retiro a la Cosa Dos, esa maravilla: es increíble lo que la gente deja en el coche. Usar la Cosa Dos es un poco peligroso, pero no mucho. No si anda con cuidado, y Brady puede ser muy cuidadoso.

Ese puto expoli, ¿por qué no ha mordido el anzuelo?

Brady se frota las sienes.

18

Hodges no ha mordido el anzuelo porque es consciente de lo que está en juego: el bote entero de apuestas. Si escribe el mensaje equivocado, nunca volverá a tener noticia de Mr. Mercedes. Por otro lado, si hace lo que Mr. Mercedes sin duda prevé —esfuerzos tímidos y torpes para descubrir su identidad—, el muy hijo de puta, el muy manipulador, lo tendrá a su merced.

La pregunta que debe contestar antes de empezar es muy sencilla: ¿quién va a ser el pez, y quién va a ser el pescador en esta relación?

Tiene que escribir algo, porque el Paraguas Azul es su único cauce. No puede valerse de ninguno de sus antiguos recursos policiales. Las cartas que Mr. Mercedes escribió a Olivia Trelawney y a él mismo no sirven de nada sin un sospechoso. Además, una carta es solo una carta, en tanto que un chat es…

—Un diálogo —dice en voz alta.

Pero necesita un cebo. El cebo más apetecible que quepa imaginar. Podría fingir que está al borde del suicidio; no le costaría mucho, porque lo ha estado hasta fecha reciente. Está seguro de que unas reflexiones sobre la atracción de la muerte inducirían a hablar a Mr. Mercedes durante un tiempo, pero ¿cuánto tardaría en darse cuenta de que jugaba con él? Este no es un colgado sin dos dedos de frente convencido de que la policía de verdad va a poner a su disposición un millón de dólares y un 747 para llevarlo a El Salvador. Mr. Mercedes es un individuo muy inteligente que casualmente está loco.

Hodges se coloca el bloc sobre el regazo y lo abre por una página en blanco. Hacia la mitad escribe cuatro palabras en mayúsculas:

TENGO QUE DARLE CUERDA

Dibuja un recuadro alrededor, añade el bloc a la documentación del caso y cierra la carpeta, cada vez más gruesa. Se queda ahí sentado por un momento, contemplando el salvapantallas, una foto de su hija, que ya no tiene cinco años y ya no cree que él es Dios.

—Buenas noches, Allie.

Apaga el ordenador y se va a la cama. No espera dormir, pero enseguida lo vence el sueño.

19

A las 2.19 horas según el reloj de la mesilla de noche se despierta con la respuesta en la cabeza, tan clara como el letrero de neón de un bar. Entraña su riesgo pero es el camino acertado, una de esas cosas que uno hace sin la menor vacilación o no hace. Va a su despacho, un fantasma grande y pálido en calzoncillos bóxer. Enciende el ordenador. Accede al Paraguas Azul de Debbie y clica ¡ENTRA AHORA!

Aparece una nueva imagen. Esta vez la joven pareja, montada en lo que parece una alfombra mágica, flota sobre un mar infinito. Cae la lluvia plateada, pero ellos están secos y a resguardo bajo el paraguas azul. Hay dos botones debajo de la alfombra: REGÍSTRATE AHORA a la izquierda e INTRODUCE TU NOMBRE DE USUARIO a la derecha. Hodges clica en INTRODUCE TU NOMBRE DE USUARIO y en la casilla que aparece escribe ranagustavo19. Pulsa intro y pasa a una nueva pantalla. En ella se lee este mensaje:

¡asemerc quiere chatear contigo!

¿Quieres chatear con asemerc?

S N

Desplaza el cursor hasta S y pulsa el botón izquierdo del ratón. Aparece un recuadro para el mensaje. Hodges escribe rápidamente, sin vacilar.

20

A cinco kilómetros de allí, en Northfield, en el número 49 de Elm Street, Brady Hartsfield no puede dormir. Siente un martilleo en la cabeza. Piensa: «Frankie. Mi hermano, que tenía que haber muerto cuando se atragantó con el trozo de manzana. La vida habría sido mucho más sencilla si las cosas hubieran ocurrido de esa manera».

Piensa en su madre, que a veces se olvida de ponerse el camisón y duerme en cueros.

Sobre todo piensa en el expoli gordo.

Finalmente se levanta y sale de su habitación y, deteniéndose un momento frente a la puerta de su madre, escucha sus ronquidos. El sonido menos erótico del universo, se dice, y aun así se ha detenido. Luego baja por la escalera, abre la puerta del sótano y la cierra después de entrar. De pie en la oscuridad, dice: «Control». Pero tiene la voz demasiado ronca y la oscuridad no se disipa. Se aclara la garganta y prueba otra vez: «¡Control!».

Las luces se encienden. Caos activa sus ordenadores y oscuridad interrumpe la cuenta atrás en las siete pantallas. Se sienta ante el Número Tres. Entre los diversos iconos hay un pequeño paraguas azul. Lo clica, sin darse cuenta de que ha estado conteniendo la respiración hasta que suelta el aire en una exhalación larga y áspera.

¡ranagustavo19 quiere chatear contigo!

¿Quieres chatear con ranagustavo19?

S N

Brady marca S y se inclina hacia delante. Conserva por un momento la expresión de avidez, hasta que la perplejidad se adueña de él. Después, mientras lee una y otra vez el escueto mensaje, la perplejidad da paso primero al enfado y luego a la pura cólera.

En la vida he visto muchas confesiones falsas, pero esta las supera a todas.

Estoy retirado pero no soy tonto.

Ciertas pruebas ocultas demuestran que no eres el Asesino del Mercedes.

Vete a la mierda, capullo.

Brady siente un impulso casi irrefrenable de asestar un puñetazo a la pantalla, pero se contiene. Sentado en su silla, tiembla de la cabeza a los pies. Tiene los ojos muy abiertos en una expresión de incredulidad. Transcurre un minuto. Dos. Tres.

«Enseguida me levanto —piensa—. Me levanto y vuelvo a la cama».

Pero ¿eso de qué va a servirle? No podrá dormir.

—Gordo de mierda —susurra sin darse cuenta de que unas lágrimas calientes han empezado a derramarse de sus ojos—. Gordo de mierda, pedazo de inútil, imbécil. ¡Fui yo! ¡Fui yo! ¡Fui yo!

Ciertas pruebas ocultas demuestran…

Eso es imposible.

Se aferra a la necesidad de hacer daño al expoli gordo, y con esa idea en la cabeza recupera la capacidad de pensar. ¿Cómo podía hacerle daño? Se lo plantea durante casi media hora, analizando y rechazando varias posibilidades. La solución, cuando se le ocurre, es de una elegante sencillez. El amigo del expoli gordo —el único amigo, por lo que Brady ha podido comprobar— es un negrito con nombre de blanco. ¿Y en qué deposita su afecto el negrito? ¿En qué deposita su afecto toda su familia? En el setter irlandés, claro. En Odell.

Brady recuerda su anterior fantasía sobre el envenenamiento de unos cuantos litros de los mejores helados de Mr. Tastey, y se echa a reír. Entra en internet y empieza a investigar.

«Con la debida diligencia», piensa, y sonríe.

En algún momento cae en la cuenta de que se le ha pasado el dolor de cabeza.