1
Hodges sale de la cocina con una lata de cerveza en la mano, se sienta en el La-Z-Boy y deja la lata en la mesita a su izquierda, junto al arma. Es un revólver Smith & Wesson M&P, calibre 38, donde la sigla M&P significa Militar y Policial. Le da unas palmadas distraídamente, tal como uno tocaría a un perro viejo, y luego coge el mando a distancia y pone el Canal Siete. Ha encendido el televisor un poco tarde, y el público ya está aplaudiendo.
Piensa en una moda, breve y siniestra, que se extendió por la ciudad a finales de los años ochenta. O quizá la palabra adecuada sea infectó, porque fue como una fiebre transitoria. Los tres periódicos de la ciudad incluyeron editoriales al respecto a lo largo de todo un verano. Ahora dos de esos periódicos han desaparecido y el tercero está en cuidados intensivos.
El presentador sale con paso airoso al escenario, bien trajeado, y saluda al público. Hodges ha visto este programa casi todos los días entre semana desde que se retiró del cuerpo de policía, y opina que ese hombre es demasiado listo para ese trabajo, un trabajo que viene a ser como hacer submarinismo en una cloaca sin traje de neopreno. Opina que el presentador es uno de esos individuos que a veces se suicidan, y luego todos sus amigos y parientes cercanos dicen que no sospechaban ni remotamente que pudiera pasarle algo; hablan de lo alegre que estaba la última vez que lo vieron.
Tras esta reflexión, Hodges da otra palmada distraída al revólver. Es el modelo Victory. De las antiguas pero excelente. Su propia arma, cuando aún permanecía en activo, era una Glock 40. Se la compró él —en esta ciudad los agentes del orden debían adquirir sus propias armas reglamentarias—, y ahora está en la caja fuerte del dormitorio. A buen recaudo. La descargó y la dejó allí después de la ceremonia de jubilación, y no ha vuelto siquiera a mirarla desde entonces. No le interesa. En cambio sí le gusta el 38. Siente un apego sentimental por él, pero hay algo más. Un revólver nunca se atasca.
He ahí a la primera invitada, una mujer joven con un vestido corto de color azul. Su expresión es un tanto ausente, pero tiene todo un cuerpazo. En algún sitio debajo de ese vestido, como Hodges sabe, lleva un tatuaje provocador. O quizá dos o tres. Los hombres del público silban y patean. Las mujeres del público aplauden con menos entusiasmo. Algunas alzan la vista al techo. No les gustaría sorprender a sus maridos mirando a una mujer así.
La mujer exhibe su enfado ya de primeras. Cuenta al presentador que su novio ha tenido un hijo con otra y va a verlos continuamente. Todavía lo quiere, sostiene la invitada, pero detesta a esa…
Las siguientes dos o tres palabras quedan silenciadas por un pitido, pero Hodges lee en sus labios puta de mierda. El público la vitorea. Hodges toma un sorbo de cerveza. Sabe qué viene a continuación. Este programa es tan predecible como un culebrón de viernes por la tarde.
El presentador da cuerda a la invitada durante un rato y de pronto anuncia a… ¡LA OTRA MUJER! También tiene todo un cuerpazo y varios metros de espeso cabello rubio. Luce un tatuaje provocador en el tobillo. Se acerca a la otra y dice: «Me hago cargo de cómo te sientes, pero yo también lo quiero».
Tiene más cosas que decir, pero solo ha conseguido llegar hasta ahí cuando Cuerpazo Uno entra en acción. Entre bastidores alguien toca una campanilla, como si fuera el comienzo de un combate de boxeo. Hodges supone que lo es, porque todos los invitados del programa deben de recibir una compensación económica; ¿por qué iban a salir ahí, si no? Las dos mujeres se arañan y se dan de puñetazos por unos segundos, hasta que las separan dos hombres que observaban desde el fondo, los dos muy cachas y con el rótulo SEGURIDAD estampado en las camisetas.
Ellas se gritan durante un momento, un completo y equitativo intercambio de opiniones (silenciadas en buena parte por medio de pitidos) mientras el presentador las contempla benévolamente, y en esta ocasión es Cuerpazo Dos quien inicia la pelea con un bofetón en gancho que obliga a Cuerpazo Uno a echar atrás la cabeza. Vuelve a sonar la campanilla. Caen en el escenario, se les remangan los vestidos, cruzan zarpazos, golpes de puño y bofetadas. El público se enardece. Los cachas de seguridad las separan otra vez, y el presentador, interponiéndose entre ambas, habla con un tono que es en apariencia apaciguador pero en el fondo las incita. Las dos declaran la profundidad de su amor y se escupen a la cara. El presentador comunica que enseguida vuelven y a continuación una actriz de serie B anuncia ciertos comprimidos dietéticos.
Hodges toma otro sorbo de cerveza y sabe que ni siquiera se beberá la mitad de la lata. Es curioso, porque cuando aún estaba en la policía, era prácticamente un alcohólico. Después, cuando la bebida acabó con su matrimonio, asumió que era un alcohólico. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, controló el hábito y se prometió entonces que en cuanto llevara cuarenta años trabajados —una antigüedad más que considerable habida cuenta de que el cincuenta por ciento de los policías se retiraban a los veinticinco años de servicio y el setenta por ciento a los treinta— bebería tanto como quisiera. Y ahora que ha superado esos cuarenta años, el alcohol apenas le interesa. Se obligó a emborracharse unas cuantas veces, solo para ver si aún era capaz, y lo era, pero estar borracho, como vio, no era mucho mejor que estar sereno. De hecho, era un poco peor.
Vuelve el programa. El presentador anuncia a otro invitado, y Hodges sabe quién será. El público, que también lo sabe, manifiesta su expectación con aullidos. Hodges coge el arma de su padre, mira el interior del cañón y la deja otra vez sobre la guía de programación televisiva.
El hombre por quien Cuerpazo Uno y Cuerpazo Dos se han enzarzado en tan enconado conflicto sale por la derecha del escenario. Uno adivinaba ya qué aspecto tendría aun antes de verlo aparecer pavoneándose y dándoselas de gran hombre: un empleado de gasolinera o un mozo de almacén en Target, o quizá el tipo que te limpió el coche a fondo (y mal) en Mr. Speedy. Flaco y pálido, tiene el pelo negro, apelotonado en la frente. Lleva unos chinos y una delirante corbata verde y amarilla, con un prendedor en la garganta, justo por debajo de la prominente nuez. Las afiladas punteras de unas botas de ante asoman bajo el pantalón. Uno sabía que las mujeres escondían tatuajes, y sabe que ese hombre está tan bien dotado como un caballo y arroja semen con la potencia de una locomotora y la velocidad de una bala: si una doncella virginal se sentara en un váter después de hacerse una paja allí ese individuo, se quedaría embarazada. Probablemente de gemelos. En la cara luce la sonrisa semiinteligente de un tío guay en pleno desmelene. El trabajo de sus sueños: la incapacidad permanente. Pronto sonará la campanilla, y las dos mujeres tendrán otra agarrada. Más adelante, cuando se harten de oír las gilipolleces de él, se mirarán, cruzarán un parco gesto de asentimiento y lo atacarán juntas. Esta vez el personal de seguridad esperará un poco más, porque la batalla final es lo que de verdad quiere ver el público, tanto en el plató como en casa: las gallinas arremetiendo contra el gallo.
Aquella moda breve y siniestra de finales de los ochenta —la infección— se llamó «pelea de vagabundos». La idea se le ocurrió a algún lumbreras de los bajos fondos, y cuando dio beneficios, tres o cuatro emprendedores se apresuraron a meter mano para perfeccionar el negocio. La cosa consistía en pagar a un par de vagabundos treinta pavos por cabeza para que se liaran a golpes a una hora y en un lugar convenidos. El sitio que Hodges mejor recordaba era la zona de servicio situada detrás de un club de striptease, un auténtico nido de ladillas, llamado Bam Ba Lam, en el Lado Este de la ciudad. Una vez organizada la velada pugilística, se le daba publicidad (de boca en boca por aquel entonces, cuando el uso generalizado de internet no estaba aún a la vista) y se cobraba veinte pavos a cada espectador. En aquella en la que Hodges y Pete Huntley irrumpieron, se congregaban más de doscientos, en su mayoría apostando y contraapostando como descosidos, los muy cabrones. Había también mujeres, algunas en traje de noche y cargadas de joyas, viendo cómo aquellos dos beodos descerebrados hacían aspavientos y se daban puntapiés y se caían y se levantaban y vociferaban incoherencias. La muchedumbre reía y vitoreaba y jaleaba a los contrincantes.
Este programa es como aquello, solo que incluye comprimidos dietéticos y compañías de seguros para atenuar la acción, y Hodges supone que los contendientes (eso es lo que son, aunque el presentador los llame «invitados») se embolsan algo más que treinta pavos y una botella de vino barato. Y no hay redadas policiales, porque todo es tan legal como la lotería.
Al final del programa, aparecerá la inexorable jueza revestida de su característico moralismo impaciente y, con ira apenas contenida ante tanta estupidez y mezquindad, escuchará a los demandantes, esos mierdecillas. Le sigue el psicólogo de familia, un gordo, que hace llorar a sus invitados (a esto lo llama «abrir brecha en el muro de la negación») y anima a marcharse a todo aquel que ponga en tela de juicio sus métodos. Hodges considera que ese gordo, el psicólogo de familia, bien podría haber aprendido sus métodos de los antiguos vídeos de adiestramiento del KGB.
Entre semana, una tarde tras otra, Hodges se alimenta a base de esa mierda a todo color, sentado en el La-Z-Boy con el revólver de su padre —el que llevaba como policía cuando hacía la ronda— a su lado en la mesa. Siempre lo coge unas cuantas veces y mira el ánima del cañón. Inspecciona esa oscuridad redonda. En un par de ocasiones se la ha introducido entre los labios, solo por ver qué se siente al tener un arma cargada apoyada en la lengua y apuntada hacia el paladar. Acostumbrándose a ello, supone.
«Si fuera capaz de beber, podría retrasar esto —piensa—. Podría retrasarlo al menos un año. Y si pudiera retrasarlo dos, tal vez el impulso pasara. Quizá empezara a interesarme por la horticultura, o por la ornitología, o incluso por la pintura». Tim Quigley se aficionó a la pintura allá en Florida, en una comunidad de jubilados llena de polis viejos. Según contaban, Quigley se lo pasaba en grande, e incluso había vendido parte de su obra en la Feria de Arte en las calles de Venice. Es decir, hasta el derrame cerebral. Después del derrame pasó ocho o nueve meses postrado en cama, con parálisis en todo el lado derecho. Se acabó la pintura para Tim Quigley. Luego se fue. Chúpate esa.
Suena la campanilla, y efectivamente: las dos mujeres, entre melenas ondeantes y destellos de uñas pintadas, la emprenden con el tipo flaco de la corbata delirante. Hodges tiende la mano hacia el arma otra vez, pero nada más tocarla oye el golpe metálico de la tapa del buzón en la puerta de la calle y el ruido sordo de la correspondencia al caer en el suelo del recibidor.
En estos tiempos de correo electrónico y facebook, nada importante entra en su buzón, pero él se levanta igualmente. La revisará y dejará el M&P 38 de su padre para otro día.
2
Cuando Hodges vuelve a su sillón con la pequeña pila de cartas, el presentador del programa de lucha ya se despide y promete a su público de TV Land que mañana habrá enanos. Pero no especifica de qué clase, si física o mental.
Junto al La-Z-Boy tiene dos cubos de plástico, uno para las latas y cascos de botella retornables, el otro para la basura. A este último van a parar una circular de Walmart que promete PRECIOS REBAJADOS; una oferta de un seguro de decesos dirigido a NUESTRO VECINO PREFERIDO; un anuncio de que todos los DVD tendrán un descuento del cincuenta por ciento solo durante una semana en Discount Electronix; una petición de «su importante voto» en una tarjeta del tamaño de una postal enviada por un individuo que se presenta a la campaña electoral para cubrir una concejalía vacante. Incluye una fotografía del candidato, y a Hodges le recuerda al doctor Oberlin, el dentista que lo aterrorizaba de niño. Hay también una circular del supermercado Albertsons. Esta la aparta (tapando con ella de momento el arma de su padre), porque adjunta un montón de cupones.
Lo último parece una carta propiamente dicha —bastante gruesa, o esa sensación da al tacto—, en un sobre americano. Va dirigida al Ins. G. William Hodges (ret.), Harper Road 63. No lleva remite. En el ángulo superior izquierdo, donde este suele ponerse, ve la segunda cara sonriente en el correo del día. Solo que esta no es el emoticono de Walmart, sino el característico smiley de los e-mails, con gafas de sol y enseñando los dientes.
Esto le despierta un recuerdo, y no es bueno.
«No —piensa—. No».
Pero abre la carta con tal precipitación que el sobre se rompe y se desparraman cuatro hojas mecanografiadas, no realmente mecanografiadas, no mecanografiadas con una máquina de escribir, sino con una fuente de ordenador que crea el mismo efecto.
Apreciado inspector Hodges, se lee en el encabezamiento.
Sin mirar, alarga el brazo, tira al suelo la circular de Albertsons, roza con los dedos el revólver sin notarlo siquiera y coge el mando a distancia del televisor. Pulsando el botón de apagado, hace callar a la inexorable jueza en pleno apercibimiento y centra la atención en la carta.
3
Apreciado inspector Hodges:
Confío en que no le moleste que emplee el tratamiento, pese a que lleva usted 6 meses retirado. Considero que si jueces ineptos, políticos venales y militares estúpidos conservan el tratamiento después de retirarse, lo mismo debería ser válido para uno de los policías más condecorados en la historia de esta ciudad.
¡Sea, pues, inspector Hodges!
En fin, caballero (otro tratamiento que merece, ya que es un auténtico caballero de la Orden de la Placa y la Pistola), le escribo por muchas razones, pero, para empezar, debo felicitarle por sus años de servicio, 27 como inspector y 40 en total. Vi parte de la ceremonia de jubilación (por el Canal 2 de la televisión de acceso público, recurso olvidado por muchos), y casualmente me enteré de que a la noche siguiente se celebró una fiesta en el Raintree Inn, cerca del aeropuerto.
¡Seguro que esa fue la auténtica ceremonia de jubilación!
Desde luego nunca he asistido a una de esas «jaranas», pero veo muchas series de policías, y aunque sin duda en general presentan una imagen muy ficticia del «sino del policía», varias han mostrado esas fiestas de jubilación (Policías de Nueva York, Homicidio, The Wire, etc., etc.), y me gustaría pensar que son retratos FIELES de cómo los Caballeros de la Placa y la Pistola dicen «hasta la vista» a uno de sus cofrades. Creo que es muy posible que lo sean, porque también he leído «escenas de la fiesta de jubilación» en al menos dos libros de Joseph Wambaugh, y se parecen. Él bien debe saberlo, porque, como usted, es un «Ins. Ret.».
Imagino globos colgando del techo, bebida abundante, mucha conversación subida de tono y no pocos recuerdos de los Viejos Tiempos y los casos antiguos. Posiblemente suena sin parar música alegre a todo volumen, y quizá haya una o dos strippers «meneando el pandero». Posiblemente se pronuncian discursos mucho más graciosos y mucho más sinceros que esos de la «ceremonia envarada».
¿Voy bien?
«Muy bien —piensa Hodges—. Bastante bien».
Según mis indagaciones, durante su etapa como inspector, resolvió cientos de casos, literalmente, y muchos fueron de esos que los periodistas (a quienes Ted Williams llamaba los Caballeros del Teclado) definen como «de gran resonancia». Ha atrapado a Asesinos y Bandas de Atracadores y Pirómanos y Violadores. En un artículo (cuya publicación coincidió con su ceremonia de jubilación), su compañero durante mucho tiempo (el ins. de 1.er grado Peter Huntley) lo describió a usted como «una combinación de fidelidad al reglamento y brillante intuición».
¡Un buen cumplido!
Si es verdad, y creo que lo es, ya habrá deducido a estas alturas que soy uno de esos pocos a los que no consiguió atrapar. Soy, de hecho, el hombre a quien la prensa decidió llamar:
a) el Joker,
b) el Payaso,
o
c) el Asesino del Mercedes.
¡Yo prefiero este último!
Estoy seguro de que «sudó la camiseta», pero lamentablemente (para usted, no para mí) no le sirvió de nada. Imagino que si alguna vez ha deseado de verdad atrapar a un «mareante», inspector Hodges, ese ha sido el hombre que el año pasado embistió con toda intención a la muchedumbre congregada ante el Centro Cívico con motivo de la Feria de Empleo, matando a ocho personas e hiriendo a otras muchas. (Debo admitir que superé mis expectativas más optimistas). ¿Me tenía en mente cuando le entregaron aquella placa conmemorativa en la ceremonia oficial de jubilación? ¿Me tenía en mente mientras otros Caballeros de la Placa y la Pistola, compañeros suyos, contaban anécdotas sobre (y esto son solo suposiciones) delincuentes sorprendidos con los pantalones bajados literalmente o bromas pesadas que se gastaban en la tradicional sala de revista?
¡Seguro que sí!
Debo decirle que me lo pasé en grande. (Aquí le soy franco). Cuando «pisé a fondo» y embestí a la muchedumbre de gente con el Mercedes de la pobre señora Olivia Trelawney, ¡se me «empinó» como nunca en la vida! ¿Y puede creerse que el corazón me latía a doscientas pulsaciones por minuto? «¡Pues sí señor!».
Aquí aparecía otro smiley con gafas de sol.
Le contaré algo que es «información privilegiada», y si quiere reírse, no se prive, porque la cosa tiene su gracia (aunque también es prueba, creo, de lo meticuloso que fui). ¡Llevaba puesto un condón! ¡Una «goma»! Porque me temía una posible Eyaculación Espontánea, y el ADN resultante. Bueno, la verdad es que eso no ocurrió, pero desde entonces me he masturbado muchas veces recordando cómo intentaban escapar y no podían (estaban allí como sardinas en lata), y lo asustados que se los veía (eso fue graciosísimo), y cómo me sentí lanzado hacia delante cuando el coche «impactó» contra ellos. Con tal fuerza que el cinturón de seguridad se trabó. ¡Vaya si fue emocionante!
Para serle sincero, no sabía qué podía pasar. Pensé que las probabilidades de que me cogieran eran del cincuenta por ciento. Pero soy un «optimista impenitente», y me preparé para el Éxito, no para el Fracaso. Lo del condón es «información privilegiada», pero seguro que su Unidad de Investigación Forense (también veo CSI) se llevó una gran decepción al no encontrar ninguna muestra de ADN en la máscara de payaso. Seguramente dijeron: «¡Maldita sea, debía de llevar debajo una redecilla para el pelo, ese mareante, el muy zorro!».
¡Y así era! Además, ¡la lavé con LEJÍA!
Aún revivo los topetazos al atropellarlos, y los crujidos, y el bamboleo del coche sobre los amortiguadores cuando pasaba por encima de los cuerpos. ¡Si uno quiere potencia y control, donde esté un Mercedes de 12 cilindros que se quiten los demás! Cuando vi en el periódico que una de las víctimas era un bebé, no sabe cómo me alegré. ¡Segar una vida así de joven! Piense en todo lo que la pobre se perdió, ¿eh? Patricia Cray, RIP. ¡Y me cargué también a la madre! ¡Mermelada de fresa en un saco de dormir! Qué emocionante, ¿no? También es para mí una satisfacción pensar en el hombre que perdió el brazo y más aún en los dos que quedaron paralíticos. El hombre solo de cintura para abajo, pero Martine Stover es ahora la proverbial «cabeza empalada». ¡No murieron, pero seguramente DESEARÍAN haber muerto! ¿Qué le parece eso, inspector Hodges?
Imagino que ahora estará pensando: «Pero ¿qué clase de psicópata enfermo y retorcido es este?». Lo cierto es que no puedo echárselo en cara, aunque eso sería discutible. En mi opinión, muchísima gente disfrutaría haciendo lo que yo hice, y por eso disfrutan con libros y películas (y hoy día incluso programas de televisión) que muestran Torturas y Descuartizamientos, etcétera, etcétera, etcétera. La única diferencia es que yo lo hice de verdad. Pero no porque esté loco o furioso. Solo porque no sabía cómo sería exactamente la experiencia, aparte de emocionantísima, dejando «recuerdos para toda la vida», como suele decirse. A la mayoría de las personas les ponen unas Botas de Plomo en la niñez y tienen que llevarlas ya siempre. Esas Botas de Plomo se llaman CONCIENCIA. Yo no tengo, y por eso puedo elevarme muy por encima de las cabezas de la Gente Normal. ¿Y si me hubieran cogido? Bueno, si hubiese ocurrido allí mismo, si el Mercedes de la señora Trelawney se hubiese calado o algo así (cosa poco probable, porque el mantenimiento parecía óptimo), supongo que quizá la multitud me hubiese hecho pedazos. Era consciente de esa posibilidad, y le añadía emoción. Pero en realidad lo dudo, porque casi todas las personas son borregos, y los borregos no comen carne. (Es posible, imagino, que me hubieran sacudido un poco, pero puedo aguantar una paliza). Probablemente me habrían detenido y procesado, y en el juicio habría alegado demencia. Tal vez sí sea un demente (la idea se me ha pasado por la cabeza, claro está), pero es una clase de locura muy particular. En todo caso, al lanzar la moneda, salió cara, y yo escapé.
¡La niebla ayudó!
Y he aquí otra cosa que he visto, está en una película. (No recuerdo el título). Trataba de un Asesino en Serie muy listo, y al principio los policías (uno era Bruce Willis, en los tiempos en que aún tenía pelo) eran incapaces de atraparlo. Y Bruce Willis decía: «Volverá a hacerlo, porque no puede evitarlo, y tarde o temprano cometerá un error y lo cogeremos».
¡Como así fue!
Eso no se cumple en mi caso, inspector Hodges, porque yo no siento el menor impulso de repetirlo. En mi caso bastó una vez. Conservo mis recuerdos, claros como el agua. Y naturalmente estuvo también el posterior miedo de la gente, porque tenían la convicción de que lo repetiría. ¿Recuerda los actos públicos que se suspendieron? Eso no fue tan divertido, pero sí fue «très amusant».
Como ve, pues, estamos los dos «ret.».
Y hablando de eso, una cosa sí lamento: no haber podido asistir a su Fiesta de Jubilación en el Raintree Inn y brindar por usted, mi buen inspector. Sin duda sudó la camiseta. También el inspector Huntley, por supuesto, pero si la información sobre sus respectivas trayectorias que aparece en los periódicos y en internet es correcta, usted jugaba en primera división y él siempre ha jugado y siempre jugará en regional. Estoy seguro de que el caso sigue en el Archivo Activo, y de vez en cuando él saca esos viejos informes para examinarlos, pero no llegará a ninguna parte. Creo que eso los dos lo sabemos.
¿Me permite que acabe con una Nota de Preocupación?
En algunas de esas series de televisión (y también, creo, en uno de los libros de Wambaugh, pero podría ser en uno de James Patterson) una escena final triste sigue a la fiesta con globos y bebida y música. El inspector vuelve a casa y descubre que sin su Pistola ni su Placa la vida no tiene sentido. Cosa que puedo entender. Si uno se para a pensarlo, ¿qué hay más triste que un Viejo Caballero Retirado? La cuestión es que finalmente el inspector se pega un tiro (siempre con su Revólver Reglamentario). Consulté en internet y comprobé que esas cosas no son simple ficción. ¡Pasan en la realidad!
¡Los policías retirados tienen un índice de suicidios extremadamente alto!
En la mayoría de los casos, los polis con ese final tan triste no tienen parientes cercanos que puedan ver las Señales de Aviso. Muchos, como usted, están divorciados. Muchos tienen hijos ya mayores que viven lejos de casa. Pienso en usted, inspector Hodges, totalmente solo en su casa de Harper Road y me preocupo. ¿Qué vida lleva ahora que ha dejado atrás la «emoción de la cacería»? ¿Ve mucho la televisión? Probablemente. ¿Bebe más? Posiblemente. ¿Le pasan las horas más despacio por lo vacía que está ahora su vida? ¿Padece insomnio? Espero que no, eh.
¡Pero mucho me temo que podría ser así!
Seguramente necesita un Pasatiempo para tener algo en qué pensar, y no en «aquel que escapó» y que nunca atrapará. Sería una lástima que empezara a pensar que toda su carrera fue una pérdida de tiempo porque el individuo que mató a esas Personas Inocentes «se le escurrió entre los dedos».
No me gustaría que empezara a pensar en su arma.
Pero sí piensa en ella, ¿verdad?
Desearía terminar con una última reflexión de «aquel que escapó». La reflexión es:
VÁYASE A LA PUTA MIERDA, PERDEDOR.
¡Es broma!
Sin otro particular,
EL ASESINO DEL MERCEDES
A esto seguía otra cara sonriente más. Y más abajo:
¡P. D.! Siento lo de la señora Trelawney, pero cuando entregue esta carta al ins. Huntley, dígale que no se moleste en revisar las fotos que tomó la policía en su funeral. Asistí, pero solo en mi imaginación. (Tengo una imaginación muy poderosa).
P. P. D.: ¿Quiere ponerse en contacto conmigo? ¿Hacerme llegar sus «impresiones»? Pruebe Bajo el Paraguas Azul de Debbie. Incluso tengo un nombre de usuario para usted: «ranagustavo19». Puede que no le conteste, pero «nunca se sabe, eh».
P. P. P. D.: ¡Espero que esta carta lo haya animado!
4
Hodges se queda inmóvil durante dos minutos, cuatro minutos, seis, ocho. Totalmente quieto. Con la carta en la mano, mira el grabado de Andrew Wyeth en la pared. Al final deja las hojas en la mesa, junto al sillón, y coge el sobre. Lleva matasellos de la propia ciudad, cosa que no le sorprende. Su corresponsal quiere hacerle saber que está cerca. Forma parte de la provocación. Como diría él, es…
¡Parte de la diversión!
Los nuevos productos químicos y los procedimientos de escaneo asistidos por ordenador pueden obtener excelentes huellas digitales en papel, pero Hodges sabe que si entrega esta carta a los técnicos forenses, no encontrarán en ella más huellas que las suyas. Este individuo está loco, pero su evaluación de sí mismo —ese mareante, el muy zorro— es absolutamente correcta. Solo que ha escrito mareante, no maleante, y lo ha escrito dos veces. Además…
Un momento, un momento.
¿Cómo que si la entregas?
Hodges se levanta, se acerca a la ventana con la carta y contempla la calle, Harper Road. Pasa la hija de los Harrison en su ciclomotor. Diga lo que diga la ley, es demasiado joven para andar en un trasto de esos, pero al menos lleva casco. Aparece la estridente camioneta de Mr. Tastey; cuando llega el buen tiempo, recorre el Lado Este de la ciudad entre el final de la jornada escolar y el anochecer. Un Smart negro avanza lentamente. La mujer canosa sentada al volante lleva rulos. ¿O acaso no es una mujer? Podría ser un hombre con una peluca y un vestido. Los rulos añadirían el toque perfecto, ¿o no?
Eso es lo que él quiere que pienses.
Pero no. No exactamente.
No lo que, sino cómo quiere que pienses el autodenominado «Asesino del Mercedes» (solo que ahí no mentía: en efecto, ese era el nombre que le habían puesto los periódicos y los noticiarios de televisión).
¡Es el heladero!
¡No, es el hombre disfrazado de mujer en el Smart!
¡Ah, no, es el conductor del camión de propano, o el lector de contadores!
¿Cómo puede desatarse la paranoia de esa manera? Ayuda dejar caer como si tal cosa que conoce la dirección del exinspector. Y no solo eso, sino también que está divorciado, y como mínimo insinúa que tiene un hijo o hijos en algún sitio.
Mirando el césped, Hodges advierte que hay que cortarlo. Si Jerome no pasa por allí pronto, piensa Hodges, tendrá que llamarlo.
¿Hijo o hijos? No te engañes. Sabe que mi ex es Corinne y que tenemos una hija adulta, Alison. Sabe que Allie tiene treinta años y vive en San Francisco. Probablemente sabe que mide un metro sesenta y cinco y juega al tenis. Todo eso es fácil de averiguar por internet. Hoy día todo lo es.
El siguiente paso debería ser entregar la carta a Pete y la nueva compañera de Pete, Isabelle Jaynes. Ellos heredaron la Matanza del Mercedes, junto con unos cuantos asuntos pendientes más, cuando Hodges colgó los guantes. Algunos casos son como los ordenadores inactivos: entran en hibernación. Esa carta despertará en el acto el caso del Mercedes.
Reproduce en su cabeza el itinerario de la carta.
De la rendija del buzón al suelo del recibidor. Del suelo del recibidor al La-Z-Boy. Del La-Z-Boy a ese espacio junto a la ventana, desde donde ahora él ve irse la furgoneta de correos por donde ha venido: Andy Fenster da por concluida su jornada. De ahí a la cocina, donde la carta iría a parar a una bolsa de plástico para alimentos, de esas con cierre hermético, porque los viejos hábitos son hábitos muy arraigados. Luego a Pete e Isabelle. De Pete al laboratorio forense para su dilatación y raspado completos, donde se demostrará de manera concluyente la superfluidad de la bolsa de plástico: ni huellas, ni pelos, ni ADN de ninguna clase, papel vendido a cajas en cualquier papelería y tienda de material de oficina de la ciudad y —por último pero no por ello menos importante— impresión láser corriente. Puede que consigan identificar el tipo de ordenador utilizado para redactar la carta (en cuanto a esto, no lo tiene muy claro; sabe poco de informática, y cuando su ordenador le da algún problema, recurre a Jerome, que vive a un paso), y si es así, será un Mac o un PC. Gran hurra.
Del laboratorio forense volverá a Pete e Isabelle, quienes sin duda convocarán una de esas absurdas charlas de polis que se ven en las series de la BBC como Luther y Principal sospechoso (que muy posiblemente encantan al muy psicópata de su corresponsal). En dicha charla no pueden faltar la pizarra ni las fotos ampliadas de la carta, ni quizá tampoco el puntero láser. También Hodges ve algunas de esas series británicas, y opina que Scotland Yard, por alguna razón, desconoce el dicho: Muchos cocineros estropean el puchero.
La charla de polis servirá solo para una cosa, y Hodges cree que eso es lo que quiere el psicópata: con diez o doce policías presentes, la existencia de la carta se filtrará inevitablemente a la prensa. Es muy probable que el psicópata no mienta cuando afirma que no siente el menor impulso de repetir su crimen, pero Hodges sí está totalmente seguro de una cosa: echa en falta salir en las noticias.
Entre el césped brotan dientes de león. Decididamente ha llegado el momento de llamar a Jerome. Césped aparte, Hodges echa de menos ver su cara por allí. Es buen chico.
Otra cosa. Incluso si el psicópata no miente en cuanto a su impulso de perpetrar otra matanza (lo cual es poco probable, pero no puede descartarse por completo), muestra un interés extremo en la muerte. El subtexto de la carta no podría ser más claro: Pégate un tiro. Ya te lo estás planteando. Da, pues, el paso siguiente. Que resulta ser también el último.
¿Me ha visto jugar con el 38 de mi padre?
¿Me ha visto metérmelo en la boca?
Hodges debe admitir que es posible; jamás se le ha ocurrido siquiera bajar las persianas. Sintiéndose estúpidamente a salvo en el salón de su casa cuando cualquiera podía disponer de unos prismáticos. O podría haberlo visto Jerome. Jerome al acercarse bailoteando por el camino de acceso para preguntarle por sus tareas: lo que se complace en llamar faena’ que hasé.
Solo que si Jerome lo hubiese visto jugar con ese revólver viejo, se habría llevado un susto de muerte. Habría dicho algo.
¿De verdad se masturba Mr. Mercedes cuando se acuerda del momento en que atropelló a esa gente?
A lo largo de sus años en el cuerpo de policía, Hodges ha visto cosas de las que nunca hablaría con nadie que no las hubiera visto también. Esos recuerdos tan emponzoñados lo inducen a dar crédito a su corresponsal en lo tocante a la masturbación, como también por lo que se refiere a no tener conciencia. Hodges ha leído que hay en Islandia pozos tan profundos que si se tira una piedra, nunca se la oye llegar al fondo. Piensa que ciertas almas humanas son también así. Cosas como las peleas de vagabundos son solo la mitad del recorrido en uno de esos pozos.
Regresa a su La-Z-Boy, abre el cajón de la mesa y saca el teléfono móvil. Guarda en él el 38 y cierra el cajón. Pulsando la tecla de marcación rápida, llama al Departamento de Policía, pero cuando la recepcionista le pregunta con quién quiere hablar, Hodges contesta:
—Ah, vaya por Dios. Creo que me he equivocado. Disculpe la molestia.
—No tiene importancia —dice ella con voz risueña.
Nada de llamadas, todavía no. Nada de acción de ningún tipo. Necesita reflexionar.
Necesita reflexionar muy… muy a fondo.
Hodges se queda inmóvil con la mirada fija en el televisor, que está apagado la tarde de un día entre semana por primera vez desde hace meses.
5
Esa noche va en coche a Newmarket Plaza y cena en el restaurante tailandés. La señora Buramuk lo atiende personalmente.
—¡Cuánto tiempo sin verlo, inspector Hodges! —Lo pronuncia Inspecta Jaches.
—Desde que me retiré, me preparo yo la comida.
—Eso déjemelo a mí. Mucho mejor.
Cuando vuelve a probar el tom yum gang de la señora Buramuk, cae en la cuenta de lo harto que está de las hamburguesas fritas poco hechas y los espaguetis con salsa Newman’s Own. Y con el sang kaya fug tong toma conciencia de lo cansado que está de la tarta de coco Pepperidge Farm. Si no comiera nunca más tarta de coco, piensa, viviría el mismo tiempo y moriría igual de feliz. Bebe dos latas de Singha con la cena, y es la mejor cerveza que ha tomado desde la fiesta de su jubilación en el Raintree, que fue casi exactamente como Mr. Mercedes la ha descrito; incluso hubo una stripper «meneando el pandero». Junto con todo lo demás.
¿Acechaba acaso Mr. Mercedes al fondo del salón? Como acostumbraba decir la zarigüeya de los dibujos animados: «Es posible, Muskie, es posible».
Ya otra vez en casa, se sienta en el La-Z-Boy y coge la carta. Sabe cuál debe ser el paso siguiente —es decir, si no se la entrega a Pete Huntley—, pero también sabe que no le conviene intentarlo después de un par de birras. Deja, pues, la carta en el cajón, encima del 38 (no se ha tomado siquiera la molestia de guardarla en una bolsa de plástico) y va a por otra cerveza. La que tiene en la nevera es una simple Ivory Special, la marca autóctona, pero le sabe tan bien como la Singha.
Tras apurarla, enciende el ordenador, abre Firefox y escribe Bajo el Paraguas Azul de Debbie. El descriptor que aparece debajo no es muy descriptivo: Una página web para las relaciones sociales donde personas interesantes intercambian opiniones interesantes. Se plantea seguir adelante, pero al cabo de un momento apaga el ordenador. No, eso tampoco. Esta noche no.
De un tiempo a esta parte se acuesta tarde, porque así pasa menos horas revolviéndose en la cama, dando vueltas y más vueltas a casos antiguos y errores antiguos, pero esta noche se retira temprano y sabe que se quedará dormido casi de inmediato. Es una sensación maravillosa.
En lo último que piensa antes de cerrar los ojos es en el final del ofensivo anónimo de Mr. Mercedes. Mr. Mercedes quiere que se suicide. Hodges se pregunta qué pensaría si supiese que, por el contrario, le ha dado a este ex Caballero de la Placa y la Pistola en particular una razón para vivir. Al menos por un tiempo.
Luego lo vence el sueño. Consigue seis horas seguidas y plácidas hasta que lo despierta la vejiga. Va a tientas al baño, orina hasta vaciarse y vuelve a la cama, donde duerme otras tres horas. Cuando despierta, los rayos del sol entran oblicuamente por las ventanas y los pájaros trinan. Va a la cocina, donde se prepara un desayuno completo. Mientras vierte dos huevos fritos muy hechos de la sartén al plato, ya repleto de beicon y tostadas, se detiene, sobresaltado.
Alguien canta.
Es él.
6
Con los platos del desayuno ya en el lavavajillas, entra en el despacho para desmenuzar la carta. Es una tarea que ha llevado a cabo más de veinte veces antes, pero nunca solo; cuando era inspector, contó siempre con la ayuda de Pete Huntley o sus dos compañeros anteriores. Las cartas eran, en su mayoría, mensajes amenazadores de exmaridos (y una o dos exesposas). Esas no representaban un gran reto. Algunas eran intentos de extorsión. Otras eran chantajes, lo que de hecho no deja de ser también una forma de extorsión. Una era de un secuestrador que exigía un rescate miserable y poco imaginativo. Y tres —cuatro, contando la de Mr. Mercedes— eran de asesinos confesos. Dos de estas eran a todas luces pura fantasía. Una podía ser o no del asesino en serie conocido como Joe el de la Autopista.
¿Y esta? ¿Es verdadera o falsa? ¿Realidad o fantasía?
Hodges abre un cajón del escritorio, coge un bloc pautado y arranca la primera hoja, donde está la lista de la compra de la semana anterior. A continuación saca un bolígrafo Uni-Ball del vaso que hay junto al ordenador. Primero analiza el detalle del condón. Si ese individuo de verdad llevaba uno puesto, no lo dejó allí… pero eso es lógico, ¿no? Un condón puede contener huellas además de semen. Hodges analiza otros aspectos: el bloqueo del cinturón en el momento del impacto contra la multitud, el bamboleo al pasar por encima de los cuerpos. Detalles que no se habrían mencionado en ningún periódico, pero que él podría haberse inventado. Incluso llega a decir…
Hodges echa un vistazo a la carta y encuentra la frase: «Tengo una imaginación muy poderosa».
Pero incluye dos detalles que no puede haberse inventado. Dos detalles que se ocultaron a los medios de comunicación.
En su bloc, debajo de ¿ES REAL?, Hodges escribe: REDECILLA PARA EL PELO. LEJÍA.
Mr. Mercedes se llevó la redecilla igual que se llevó el condón (probablemente enfundado aún en la polla, en el supuesto de que dicho condón de verdad existiera), pero Gibson, el del laboratorio forense, tenía muy claro que usó una redecilla, porque Mr. Mercedes dejó allí la máscara de payaso y no apareció un solo pelo adherido a la goma. En cuanto al olor a piscina de la lejía destinada a eliminar todo rastro de ADN, no cabía la menor duda. Debió de utilizar mucha.
Pero no son solo esas sutilezas: es todo. Es el aplomo mismo. En la carta no se observa el menor titubeo.
Hodges vacila; luego, en mayúsculas, escribe: ES ÉL.
Vacila otra vez. Tacha ÉL y escribe EL CABRÓN.
7
Hace tiempo que no piensa como un policía, y más aún que no se dedica a esta clase de trabajo —una forma de investigación forense que no requiere cámaras, microscopios ni sustancias químicas especiales—, pero, en cuanto se pone manos a la obra, entra en calor enseguida. Empieza con una serie de encabezamientos.
PÁRRAFOS DE UNA SOLA FRASE.
PALABRAS CON MAYÚSCULA.
EXPRESIONES ENTRECOMILLADAS.
EXPRESIONES FLORIDAS.
PALABRAS POCO CORRIENTES.
SIGNOS DE ADMIRACIÓN.
Aquí se detiene y, golpeteándose el labio inferior con el bolígrafo, relee la carta desde Apreciado inspector Hodges hasta ¡Espero que esta carta lo haya animado! A continuación añade otros dos encabezamientos en la hoja, que empieza a llenarse.
UTILIZA METÁFORAS DEPORTIVAS, QUIZÁ SEA AFICIONADO.
CONOCIMIENTOS DE INFORMÁTICA (¿MENOS DE 50 AÑOS?).
En cuanto a estos dos últimos aspectos, tiene sus dudas. Las metáforas deportivas son ya muy comunes, sobre todo entre los comentaristas políticos, y hoy día hay octogenarios en facebook y twitter. Hodges en concreto aprovecha solo en un doce por ciento las posibilidades de su Mac (eso según Jerome), pero él no es representativo de la mayoría. No obstante, por algún sitio hay que empezar, y además la carta transmite una sensación de juventud.
Hodges siempre ha tenido un don para esta clase de trabajo, y aquí la intuición desempeña un papel muy superior al doce por ciento.
Bajo el encabezamiento PALABRAS POCO CORRIENTES ha anotado casi una docena de ejemplos, y ahora marca dos con sendos círculos: cofrades y Eyaculación Espontánea. Al lado añade un nombre: Wambaugh. Mr. Mercedes es un comemierdas, pero un comemierdas inteligente y leído. Tiene un vocabulario amplio y no comete faltas de ortografía. Hodges se imagina a Jerome Robinson diciendo: «Anda ya, hombre, ¿para qué se cree que está el corrector ortográfico?».
Ya, ya, hoy día cualquiera con un procesador de textos tiene una ortografía impecable, pero Mr. Mercedes ha escrito Wambaugh, no Wombough ni Wombow, que es como suena. El solo hecho de que haya recordado poner esa gh muda induce a pensar en cierto nivel de inteligencia. Puede que la misiva de Mr. Mercedes no sea gran literatura, pero su redacción es mucho mejor que los diálogos de series como Navy: Investigación criminal o Bones.
¿Educado en casa, alumno de una escuela pública o autodidacta? ¿Eso importa? Quizá no, pero quizá sí.
Hodges no cree que sea autodidacta, no. La redacción es demasiado… ¿qué?
—Demasiado comunicativa —dice en voz alta a la habitación vacía, pero es más que eso—. Hacia fuera. Este individuo escribe hacia fuera. Aprendió con otros. Y escribió para otros.
Una deducción poco sólida, pero se sustenta en ciertos adornos: esas EXPRESIONES FLORIDAS. Para empezar, debo felicitarle, escribe. Cientos de casos, literalmente, escribe. Y dos veces: Me tenía en mente. En el instituto Hodges sacaba sobresalientes en lengua, y en la universidad notables, y recuerda cómo se llama a esto último: «repetición incremental». ¿Acaso Mr. Mercedes imagina que su carta se publicará en el periódico, circulará por internet, se reproducirá (con renuente respeto) en el telediario de la noche del Canal Cuatro?
—Seguro que sí —dice Hodges—. Antiguamente leías tus trabajos en clase. Y te gustaba. Te gustaba ser el centro de atención. ¿A que sí? Cuando te encuentre, si es que te encuentro, descubriré que sacabas tan buenas notas como yo en lengua.
Probablemente mejores. Hodges no recuerda haber utilizado nunca la repetición incremental, como no fuera por casualidad.
Solo que en la ciudad hay cuatro institutos y a saber cuántos colegios de secundaria privados. Por no hablar ya de los centros de formación preuniversitaria, las facultades de diplomatura y la Universidad Católica de San Judas. Un sinfín de pajares donde esconder una aguja emponzoñada. Y eso si es que estudió allí, y no en Miami o Phoenix.
Además, es ladino. La carta está salpicada de falsas huellas digitales: las palabras con mayúscula como «Botas de Plomo» o «Nota de Preocupación», las expresiones entrecomilladas, el abuso de los signos de admiración, los contundentes párrafos de una sola frase. Si se le pidiera una muestra de escritura, Mr. Mercedes no incluiría ninguno de esos recursos estilísticos. Hodges es tan consciente de eso como lo es de su desafortunado nombre de pila: Gustavo, como en ranagustavo19.
Pero.
Este capullo no es tan listo como se piensa. La carta contiene casi con toda seguridad dos huellas reales, una borrosa y la otra clara como el agua.
La huella borrosa es el uso insistente de números en cifras: 27, no veintisiete; 40 en lugar de cuarenta; ins. de 1.er grado en vez de ins. de primer grado. Hay algunas excepciones (ha escrito una cosa sí lamento en lugar de 1 cosa sí lamento), pero Hodges opina que son las que confirman la regla. Aunque las cifras podrían ser solo más camuflaje, como él bien sabe, muy probablemente el bueno de Mr. Mercedes no es consciente de ello.
«Si pudiera llevármelo a la SI4 y pedirle que escribiera Cuarenta ladrones robaron ochenta alianzas nupciales…».
Solo que G. William Hodges nunca volverá a entrar en una sala de interrogatorios, incluida la SI4, que era su preferida; su SI de la suerte, la consideró siempre. A menos que lo cojan tonteando con esta gilipollez, claro está, y entonces podría acabar al otro lado de la mesa metálica.
De acuerdo, pues: Pete lleva al individuo a la SI. Pete o Isabelle, o los dos. Consiguen que escriba 40 ladrones robaron 80 alianzas nupciales. Y después ¿qué?
Después le piden que escriba La poli cogió al maleante escondido en el callejón. Solo que les conviene farfullar un poco al llegar a maleante. Porque Mr. Mercedes, pese a sus aptitudes para la redacción, cree que la palabra empleada para hacer referencia a un delincuente es mareante. Acaso también piense que un viaje por una carretera con curvas es maleante.
A Hodges no le sorprendería. Hasta la universidad, él mismo pensaba que cierto calzado robusto y lo que uno hace cuando deposita su papeleta en una urna se escribían exactamente igual. Había visto la palabra bota escrita mil veces, pero por alguna razón su cabeza se resistía a registrarla. Su madre le decía Átate los cordones de las votas, Gus; los llevas sueltos; su padre a veces le daba dinero para comprarse unas votas de fútbol, y a él sencillamente se le quedó grabado así.
«Te reconoceré cuando te encuentre, ricura», piensa Hodges. Vuelve a escribir la palabra en mayúsculas y traza repetidos círculos alrededor, cercándola. «Serás el capullo que llama mareante a un maleante».
8
Da una vuelta a la manzana para despejarse la cabeza, saludando a personas a quienes no saludaba desde hacía tiempo. Semanas, en algunos casos. La señora Melbourne trabaja en su jardín, y cuando lo ve, lo invita a entrar en su casa a tomar un trozo de su tarta de café.
—Me tenía usted preocupada —dice la mujer cuando se acomodan en la cocina. Tiene la mirada intensa y escrutadora de un cuervo con la vista fija en una ardilla recién aplastada.
—Acostumbrarme a la jubilación no ha sido fácil. —Toma un sorbo de café. Sabe a rayos, pero al menos está caliente.
—Algunos no llegan a acostumbrarse nunca —dice ella, escudriñándolo con sus ojos brillantes. No desentonaría en la SI4, piensa Hodges—. En especial aquellos que trabajaban bajo grandes presiones.
—Al principio andaba un poco desorientado, pero ahora ya estoy mejor.
—Me alegra oírlo. ¿Todavía trabaja para usted ese negrito tan simpático?
—¿Jerome? Sí. —Hodges, sonriendo, se pregunta cuál sería la reacción de Jerome si supiera que alguien del barrio lo ve como ese negrito tan simpático. Probablemente enseñaría los dientes en una expresión risueña y exclamaría ¡Pue’ claro que lo soy! Jerome y sus faena’ que hasé. Con la mira ya puesta en Harvard. Princeton como segunda opción.
—Pues está remoloneando —dice ella—. Tiene usted el césped bastante descuidado. ¿Más café?
Hodges rehúsa el ofrecimiento con una sonrisa. Un mal café está mejor caliente, pero solo hasta cierto punto.
9
Otra vez en casa. Siente un hormigueo en las piernas, los efectos del aire fresco en la cabeza y cierto regusto a papel de periódico usado antes para cubrir el fondo de una jaula, pero tiene el cerebro acelerado por la cafeína.
Accede a la versión digital del periódico de la ciudad y abre varios artículos sobre la matanza en el Centro Cívico. Lo que busca no es la noticia inicial, publicada bajo titulares alarmistas el 11 de abril de 2009, ni el reportaje mucho más extenso aparecido en la edición dominical del 12 de abril. Busca el periódico del lunes: una imagen del volante del coche homicida abandonado. El pie de la foto, con tono escandalizado, reza: LE PARECIÓ DIVERTIDO. En el centro del volante, pegada sobre el emblema del Mercedes, se ve una cara sonriente amarilla, de esas que llevan gafas de sol y enseñan los dientes.
Esa foto produjo gran indignación entre la policía, porque los inspectores responsables del caso —Hodges y Huntley— habían pedido a los medios informativos que se abstuvieran de publicar el icono de la sonrisa. El director del periódico, recuerda Hodges, se disculpó con actitud obsecuente. Un mensaje traspapelado, pretextó. No volvería a repetirse. Prometido. Palabra de honor.
«Un error, y un huevo —recuerda que dijo Pete, exasperado—. Tenían una foto que era como meterse un chute de esteroides en las venas, y los muy cabrones la han usado».
Hodges amplía la foto del periódico hasta que la risueña cara amarilla abarca toda la pantalla del ordenador. La marca de la bestia, piensa, estilo siglo XXI.
Esta vez no pulsa la tecla de marcación rápida correspondiente a la recepción del Departamento de Policía, sino la del móvil de Pete. Su antiguo compañero contesta después de sonar el timbre dos veces.
—Vaya, compañero de fatigas. ¿Cómo te trata la jubilación?
Se lo nota sinceramente complacido, y eso arranca una sonrisa a Hodges. También le crea cierta culpabilidad, y sin embargo ni siquiera se le pasa por la cabeza la posibilidad de echarse atrás.
—Estoy bien —dice—, pero añoro esa cara gorda e hipertensa tuya.
—Sí, ya, y en Irak ganamos nosotros.
—Te lo juro por lo más sagrado, Peter. ¿Y si quedamos a comer y nos ponemos al día de nuestras cosas? Tú elige el restaurante, y yo invito.
—Me parece bien, pero hoy ya he comido. ¿Qué tal mañana?
—Ya buscaré un hueco en mi apretada agenda; tenía que venir Obama para que lo asesore sobre el presupuesto, pero supongo que podré arreglarlo. Por tratarse de ti.
—Anda y que te folle un pez, Gustavo.
—¿Un pez? ¿Para qué quiero un pez si ya te tengo a ti? —Este intercambio jocoso es una vieja melodía con una letra sencilla.
—¿Qué tal el DeMasio? Siempre te ha gustado.
—El DeMasio me parece bien. ¿A las doce?
—Buena hora.
—¿Y seguro que tienes tiempo para un viejo carcamal como yo?
—Billy, eso no tienes ni que preguntarlo. ¿Quieres que lleve a Isabelle?
Prefiere que no, pero responde:
—Si tú quieres…
Parte de la antigua telepatía debe de funcionar aún, porque al cabo de un breve silencio Pete dice:
—Pues que esta vez sea una celebración solo para hombres.
—Tú mismo —contesta Hodges con alivio—. Esperaré impaciente.
—Yo también. Me alegro de saber de ti, Billy.
Hodges cuelga y observa una vez más la cara sonriente con los dientes a la vista. Abarca toda la pantalla del ordenador.
10
Esa noche se sienta en el La-Z-Boy a ver las noticias de las once. Con su pijama blanco, parece un fantasma obeso. Su cuero cabelludo emite un tenue resplandor a través del pelo ralo. La noticia de cabecera es el vertido de la plataforma Deepwater Horizon en el golfo de México, donde sigue derramándose el petróleo. El presentador dice que el atún está en peligro, y la industria marisquera de Luisiana puede irse a pique durante una generación. En Islandia, un volcán en erupción (con un nombre que el presentador, como buenamente puede, reduce a Iya-fil-cul o algo parecido) sigue desbarajustando el tráfico aéreo transatlántico. En California, la policía anuncia que quizá por fin haya algún avance en el caso del asesino en serie conocido como «Parca Durmiente». No se dan nombres, pero se describe al sospechoso (el mareante, piensa Hodges) como «un afroamericano educado y bien arreglado». Hodges piensa: «Ahora ya solo falta que alguien trinque a Joe el de la Autopista. Y de paso a Osama bin Laden».
Llega el parte meteorológico. Temperaturas suaves y cielos despejados, promete la chica del tiempo. Es hora de sacar los bañadores.
—Ya me gustaría verte a ti en bañador, encanto —dice Hodges, y apaga el televisor con el mando a distancia.
Extrae del cajón el 38 de su padre, lo descarga a la vez que entra en el dormitorio y lo mete en la caja fuerte junto con la Glock. En los últimos dos o tres meses ha pasado mucho tiempo obsesionado con el Victory 38, pero esta noche apenas le presta atención mientras lo guarda. Está pensando en Joe el de la Autopista, pero apenas; ahora Joe es problema de otro. Igual que Parca Durmiente, ese afroamericano educado.
¿También Mr. Mercedes será afroamericano? En rigor, es posible —nadie vio nada excepto la máscara de payaso, una camiseta de manga larga y unos guantes amarillos aferrados al volante—, pero Hodges no lo cree. Bien sabe Dios que en esta ciudad hay muchos negros capaces de asesinar, pero debe tenerse en cuenta el arma. En el barrio donde vivía la madre de la señora Trelawney predomina la población blanca de clase acomodada. Un negro merodeando cerca de un Mercedes SL500 aparcado habría llamado la atención.
Bueno. Probablemente. Es asombroso lo poco observadora que puede llegar a ser la gente. Pero Hodges sabe por experiencia que los ricos tienden a ser un poco más observadores que el común de los estadounidenses, sobre todo en lo que se refiere a sus juguetes caros. No quiere decir que sean unos paranoicos, pero…
¡Joder que si lo son! Los ricos pueden ser generosos, incluso aquellos con ideas políticas horripilantes pueden ser generosos, pero casi todos creen en la generosidad según sus propias condiciones, y en el fondo (o no tan en el fondo, de hecho) siempre temen que alguien vaya a robarles los regalos y a comerse su pastel de cumpleaños.
¿Y atildado y educado, quizá?
Sí, decide Hodges. No hay pruebas sólidas, pero eso induce a pensar la carta. Mr. Mercedes puede vestir trajes y trabajar en una oficina o puede vestir vaqueros y camisas Carhartt y equilibrar neumáticos en un taller mecánico, pero no es una persona desastrada. Puede que no hable mucho —los individuos como ese son cuidadosos en todos los aspectos de su vida, y eso incluye el parloteo promiscuo—, pero cuando habla, seguramente es directo y claro. Si uno se perdiera y necesitara indicaciones, él se las daría bien.
Hodges, mientras se lava los dientes, piensa: «El DeMasio. Pete quiere comer en el DeMasio».
Pete, que todavía lleva la placa y la pistola, no ha visto el menor inconveniente en eso, como tampoco se lo ha visto Hodges mientras hablaban por teléfono, porque en ese momento pensaba como un policía, no como un jubilado con quince kilos de más. Y quizá no hubiera inconveniente —a plena luz del día y tal—, pero el DeMasio linda con Lowtown, que no es precisamente un centro de veraneo. A una manzana al oeste del restaurante, más allá del paso elevado del ramal de la autopista, la ciudad se transforma en un andurrial de solares y bloques de apartamentos abandonados. En las esquinas se vende droga a la vista de todos, existe un floreciente tráfico de armas ilegales, y la piromanía es el deporte preferido del barrio. Es decir, si puede llamarse barrio a Lowtown. Así y todo, el restaurante en sí —un italiano excelente— es seguro. El dueño tiene contactos, y eso lo convierte en algo parecido a la casilla de Parking Gratuito en el Monopoly.
Hodges se enjuaga la boca, vuelve al dormitorio y —todavía pensando en el DeMasio— mira con incertidumbre el armario donde está escondida la caja fuerte, detrás de la ropa allí colgada, los pantalones, las camisas, y las americanas que ya no usa (se le han quedado todas pequeñas, excepto dos).
¿Se lleva la Glock? ¿El Victory, tal vez? El Victory abulta menos.
Ni lo uno ni lo otro. Tiene aún vigente el permiso para portar armas ocultas, pero no va a llevarse la pipa a una comida con su antiguo compañero. Se sentiría incómodo, y ya lo incomoda bastante la labor de sondeo que se propone realizar. Va, pues, a la cajonera, levanta una pila de calzoncillos y mira debajo. Ahí sigue su cachiporra, donde la dejó después de la fiesta de jubilación.
La cachiporra bastará. Una simple precaución en una parte de la ciudad de alto riesgo.
Satisfecho, se acuesta y apaga la luz. Mete las manos en ese hueco fresco y místico bajo la almohada y piensa en Joe el de la Autopista. Joe ha tenido suerte hasta el momento, pero al final lo atraparán. No solo porque sigue actuando en las áreas de descanso de las autopistas, sino porque no puede dejar de matar. Recuerda lo que ha escrito Mr. Mercedes: Eso no se cumple en mi caso, porque yo no siento el menor impulso de repetirlo.
¿Dice la verdad, o miente como miente en sus PALABRAS CON MAYÚSCULA Y SUS NUMEROSOS SIGNOS DE ADMIRACIÓN y PÁRRAFOS DE UNA SOLA FRASE?
Hodges piensa que miente —quizá no solo a G. William Hodges, Ins. Ret., sino también a sí mismo—, pero ahora, mientras yace ahí a punto de dormirse, le trae sin cuidado. Lo importante es que ese individuo se sienta a salvo. Y por lo que a eso se refiere, no alberga la menor duda. No parece consciente de la vulnerabilidad que ha mostrado al escribir una carta al hombre que fue, hasta su jubilación, el inspector a cargo del caso del Centro Cívico.
«Necesitas hablar de eso, ¿verdad? Sí, ricura, lo necesitas, no mientas al tío Billy. Y a menos que el Paraguas Azul de Debbie sea otra pista falsa, como todas esas comillas, has abierto un canal hacia tu vida. Quieres hablar. Necesitas hablar. Y si pudieras arrastrarme a algo con tus provocaciones, sería la guinda del pastel, ¿no es así?».
En la oscuridad, Hodges dice:
—Escucharé gustosamente. Tengo tiempo de sobra. Al fin y al cabo, estoy jubilado.
Sonriente, se duerme.
11
A la mañana siguiente Freddi Linklatter, sentada en el borde del muelle de carga, fuma un Marlboro. A su lado tiene la chaqueta de Discount Electronix, cuidadosamente plegada, y, encima, la gorra promocional de DE. Habla de un proselitista religioso que le estuvo dando la vara. La gente siempre anda dándole la vara, y se lo cuenta todo a Brady durante el descanso. Se lo explica con pelos y señales, porque Brady sabe escuchar.
—Así que viene y me dice: «Todos los homosexuales irán al infierno, y este folleto lo deja muy claro». Y yo lo cojo, ¿vale? En la portada sale una foto de dos gays de culo estrecho… con esos trajes entallados de los setenta, te lo juro… cogidos de la mano, mirando una cueva llameante. ¡Y para colmo se ve al demonio! ¡Con un tridente! No te miento. A pesar de todo, intento razonar con él. Tengo la errónea impresión de que quiere mantener un diálogo. Así que voy y le digo: «Deberías apartar la vista un rato del LaBittico, o como se llame, y leer unos cuantos estudios científicos. Los gays son gays de nacimiento, o sea… ¿lo pillas?». Y él dice: «Eso es falso, sencillamente. La homosexualidad es un comportamiento adquirido y puede desadquirirse». Y yo flipo, ¿vale? O sea, este me está tomando el pelo. Pero no se lo digo. Lo que le digo es: «Mírame, tío, mírame bien. De arriba abajo, no seas tímido. ¿Tú qué ves?». Y antes de que me venga con alguna de sus chorradas, le suelto: «Pues ves a un tío, eso es lo que ves. Solo que Dios se distrajo antes de plantarme una polla y pasó al siguiente de la fila». Y entonces va y…
Brady sigue a Freddi —más o menos— hasta que llega al LaBittico (se refiere al Levítico, pero Brady no le concede tanta importancia como para corregirla) y a partir de ahí básicamente pierde el hilo, atendiendo lo justo para intercalar algún que otro ajá. La verdad es que no le molesta el monólogo. Es tranquilizador, como la música de LCD Soundsystem que escucha cuando se va a dormir. Freddi Linklatter es más bien alta para ser mujer —con su metro ochenta y cinco, ochenta y ocho, supera de largo a Brady—, y lo que dice es verdad: parece una chica tanto como Brady Hartsfield se parece a Vin Diesel. Viste Levi’s 501 de pernera recta, botas de motorista y una sencilla camiseta blanca que cae totalmente vertical, sin el menor asomo de tetas. Lleva el pelo rubio cortado al uno. No usa pendientes ni maquillaje. Seguramente piensa que Max Factor es una declaración de principios relacionada con lo que un fulano le hizo a una chica detrás del granero de su padre.
Brady va diciendo ya, ajá y claro, sin dejar de preguntarse qué le habrá parecido su carta al viejo poli, y si el viejo poli intentará ponerse en contacto a través del Paraguas Azul. Es consciente de que enviar la carta entrañaba un riesgo, pero no muy grande. Se inventó un estilo de prosa totalmente distinto del suyo. Las probabilidades de que el viejo poli saque algo útil de la carta oscilan entre escasas y nulas.
El Paraguas Azul de Debbie es un riesgo un poco mayor, pero si el viejo poli se cree que va a poder seguirle el rastro por ese camino, va a llevarse toda una sorpresa. Los servidores de Debbie están en Europa del Este, y en Europa del Este la privacidad informática es como el aseo personal en Estados Unidos: va de la mano de la devoción.
—Así que el tío va y dice, te lo juro: «En nuestra iglesia hay muchas jóvenes cristianas que podrían enseñarte a arreglarte, y si te dejaras el pelo largo, estarías muy guapa». ¿Te lo puedes creer? Y yo le contesto: «Con un poco de lapizus labialidus, también tú estarías bastante mono. Ponte una cazadora de cuero y un collar de perro y a lo mejor, con un poco de suerte, ligas en The Corral y te echas tu primer casquete por detrás». Entonces sí se pone a cien, el tío, y me suelta: «Si vas a llevar las cosas al terreno personal…».
El caso es que si el viejo poli quiere seguir el rastro informático, no le quedará más remedio que entregar la carta al departamento forense, y Brady no cree que lo haga. O al menos no inmediatamente. Por fuerza tiene que aburrirse, ahí sentado sin más compañía que el televisor. Y el revólver, claro, el que deja a un lado con la cerveza y las revistas. No debe olvidarse del revólver. Brady en realidad nunca lo ha visto metérselo en la boca, pero sí lo ha visto varias veces con él en la mano. La gente radiante de felicidad no tiene un arma en el regazo de esa manera.
—Así que voy y le digo: «No te lo tomes a mal. Sois todos iguales: alguien echa por tierra vuestras preciadas ideas, y os pilláis un rebote». ¿A que es eso lo que hacen los meapilas? ¿Tú no lo has notado?
Brady no lo ha notado, pero contesta afirmativamente.
—Solo que este escuchaba, eso sí. Escuchaba de verdad. Y acabamos tomando un café en la panadería Hosseni. Donde, aunque cueste creerlo, mantuvimos algo parecido a un diálogo de verdad. Yo no me hago muchas ilusiones respecto a la especie humana, pero de vez en cuando…
Brady está casi seguro de que su carta levantará el ánimo al viejo poli, al menos inicialmente. No recibió todas esas menciones honoríficas por tonto, y enseguida sabrá interpretar la velada sugerencia de que siga los pasos de la señora Trelawney y se suicide. ¿Velada sugerencia? En fin, no tan velada. La verdad es que queda bastante claro. Brady cree que el viejo poli pasará por un primer momento de exaltación. Pero cuando vea que no llega a ninguna parte, la caída será aún más estrepitosa. Luego, en el supuesto de que muerda el anzuelo del Paraguas Azul, Brady podrá ponerse manos a la obra realmente.
Ahora el viejo poli piensa: Si consigo hacerte hablar, conseguiré incitarte.
Solo que Brady se juega cualquier cosa a que el viejo poli no ha leído a Nietzsche; Brady se juega cualquier cosa a que lo suyo es más bien John Grisham. Si es que lee. «Cuando miras el abismo —escribió Nietzsche—, el abismo también te mira a ti».
«El abismo soy yo, vejete. Yo», se dice.
El viejo poli es sin duda un desafío mayor que la pobre Olivia Trelawney, corroída por la culpa… pero empujar a esa mujer al abismo fue tal chute para el sistema nervioso que Brady no puede contener el deseo de intentarlo de nuevo. En cierto sentido inducir a la Dulce Livvy a despeñarse le produjo más emoción que abrir brecha en medio de aquel hatajo de gilipollas en busca de empleo ante el Centro Cívico. Porque requería inteligencia. Requería dedicación. Requería planificación. Y tampoco le vino mal cierta ayuda por parte de la poli. ¿Llegaron a darse cuenta de que sus deducciones incorrectas fueron en parte la causa del suicidio de la Dulce Livvy? Huntley no, eso seguro. A un machaca como él jamás se le pasaría por la cabeza una posibilidad así. Pero ¿y Hodges? A lo mejor él sí tenía sus dudas: unos cuantos ratoncillos mordisqueando los cables en el fondo de su cerebro de poli listo. Esa esperanza alberga Brady. Si no, puede que tenga opción de decírselo. En el Paraguas Azul.
Así y todo, el principal responsable fue él: Brady Hartsfield. Todo hay que decirlo. El Centro Cívico fue un mazazo. Con Olivia Trelawney utilizó el bisturí.
—¿Me estás escuchando? —pregunta Freddi.
Brady sonríe.
—Se me ha ido el santo al cielo, creo.
Nunca mientas cuando puedes decir la verdad. La verdad no es siempre el camino más seguro, pero sí las más de las veces. Ociosamente, se pregunta qué diría ella si le anunciase: Freddi, soy el Asesino del Mercedes. O si dijese: Freddi, tengo cinco kilos de explosivo plástico de fabricación casera en un cuarto de mi sótano.
Freddi lo mira como si realmente pudiera leer en su cabeza esos pensamientos, y Brady siente un momento de inquietud. Por fin dice:
—Colega, eso te pasa por el pluriempleo. Acabará contigo.
—Ya, pero me gustaría volver a la universidad, y nadie va a pagármelo. Además, está mi madre.
—Sigue dándole al vino.
Brady sonríe.
—En realidad lo suyo es más bien el vodka.
—Invítame a tu casa —dice Freddi con toda seriedad—. La llevaré a rastras a una puta reunión de Alcohólicos Anónimos.
—No serviría de nada. Ya sabes lo que dijo Dorothy Parker, ¿no? Puedes llevar a una ramera a la cultura, pero no puedes hacerla pensar.
Freddi se detiene a reflexionar en eso por un momento; de pronto echa atrás la cabeza y deja escapar una ronca risotada de fumadora de Marlboro.
—No conozco a Dorothy Parker, pero esa me la aprendo. —Ya más seria, pregunta—: Oye, ¿por qué no le pides más horas a Frobisher? Ese otro trabajo tuyo es una auténtica cutrez.
—Te diré por qué no pide más horas a Frobisher —dice Frobisher, que sale en ese momento a la plataforma de carga. Anthony Frobisher es joven y lleva unas gafas de chico estudioso. En eso se parece a la mayoría de los empleados de Discount Electronix. Brady también es joven, pero más agraciado que Tones Frobisher, sin llegar a guapo. Y está bien así. Brady prefiere tener un aspecto poco llamativo.
—Ilústranos —dice Freddi, y aplasta el cigarrillo.
Enfrente de la zona de carga, detrás de la megatienda situada en el extremo sur del centro comercial de Birch Hill, están los coches de los empleados (tartanas en su mayoría) y tres Escarabajos Volkswagen pintados de color verde claro. Estos los mantienen siempre impecables, y el sol de primavera destella en sus parabrisas. En los costados, en azul, se lee el rótulo: ¿PROBLEMAS CON EL ORDENADOR? ¡LLAME A LA CIBERPATRULLA DE DISCOUNT ELECTRONIX!
—Circuit City ha desaparecido, y Best Buy se tambalea —explica Frobisher con tono de maestro de escuela—. Discount Electronix también se tambalea, junto con varios sectores que están en cuidados intensivos gracias a la revolución informática: periódicos, editoriales, tiendas de discos y el Servicio de Correos de Estados Unidos. Por mencionar solo unos pocos.
—¿Las tiendas de discos? —pregunta Freddi, y enciende otro cigarrillo—. ¿Qué son las tiendas de discos?
—Eso sí es para troncharse —dice Frobisher—. Un amigo mío opina que las bolleras no tienen sentido del humor, pero…
—¿Tú tienes amigos? —pregunta Freddi—. ¡Vaya! ¿Quién iba a decirlo?
—… pero tú eres la prueba viva de que se equivoca. No hacéis más horas porque la empresa ahora sobrevive solo gracias a los ordenadores. Casi todos baratos, fabricados en China y en Filipinas. La grandísima mayoría de nuestros clientes no quiere ya la otra mierda que vendemos —continúa Frobisher. Brady piensa que solo Tones Frobisher diría «la grandísima mayoría»—. Esto se debe por un lado a la revolución tecnológica, pero también se debe a que…
—«¡Barack Obama es el peor error que ha cometido este país!» —declaman Freddi y Brady al unísono.
Frobisher los observa con expresión adusta por un momento y finalmente dice:
—Al menos escucháis. Brady, tú acabas a las dos, ¿correcto?
—Sí. Empiezo en el otro sitio a las tres.
Frobisher arruga esa napia descomunal plantada en medio de su cara para expresar lo que opina del otro trabajo de Brady.
—¿Te he oído decir algo sobre volver a estudiar?
Brady no contesta, porque cualquier respuesta puede ser la errónea. Anthony Frobisher, más conocido como «Tones», no debe saber que Brady lo odia. ¡Joder, lo aborrece con toda su alma! Brady odia a todo el mundo, incluida la borracha de su madre, pero como dice la vieja canción country: «por ahora nadie debe saberlo».
—Brady, tienes veintiocho años. Edad suficiente para librarse de esa mierda de pólizas para conductores jóvenes a la hora de contratar el seguro del coche, lo cual está bien, pero ya un poco tarde para hacer la carrera de ingeniería eléctrica. O de programación informática, si a eso vamos.
—No seas tarado —interviene Freddi—. No seas Tarado Tones.
—Si por tratar el tema con transparencia soy un tarado, pues tarado seré.
—Sí —responde Freddi—. Pasarás a la historia: Tones el Tarado que Trata los Temas con Transparencia. Los niños estudiarán tu vida en los colegios.
—No me molesta un poco de sinceridad —dice Brady en voz baja.
—Bien. Pues que siga sin molestarte mientras catalogas y etiquetas DVD. Desde ya mismo.
Brady asiente con actitud afable, se levanta y se sacude el polvo de los fondillos del pantalón. Las rebajas del cincuenta por ciento de Discount Electronix empiezan la próxima semana; la gerencia, en New Jersey, ha dado orden de que para enero de 2011 DE debe haber abandonado ya el negocio del disco versátil digital. Esa línea de producto en otro tiempo rentable se ha visto estrangulada por Netflix y Redbox. Pronto no quedará en la tienda nada más que ordenadores domésticos (fabricados en China y Filipinas) y televisores de pantalla plana que en esta profunda recesión pocos pueden comprar.
—Y tú —dice Frobisher, volviéndose hacia Freddi— tienes una salida. —Le entrega el albarán de servicio, una hoja rosa—. Una anciana. Se le ha colgado el ordenador, o eso dice ella.
—Sí, mon capitaine. Vivo para servir. —Se pone en pie, realiza un saludo militar y coge el albarán que él le tiende.
—Remétete la camiseta. Ponte la gorra para que la clienta no se horrorice con ese corte de pelo tuyo tan raro. Conduce despacio. Si te ponen otra multa, se habrá terminado para ti la vida tal como la conoces en la Ciberpatrulla. Y recoge esas putas colillas antes de marcharte.
Frobisher entra antes de que ella pueda devolverle la pelota.
—Para ti, etiquetas de DVD; para mí, una anciana, muy posiblemente con la CPU llena de migas de galletas integrales —dice Freddi. Salta de la plataforma y se pone la gorra. Retuerce el albarán y se encamina hacia el Volkswagen sin echar siquiera una ojeada a las colillas. Se detiene el tiempo suficiente para volverse y, con las manos en sus inexistentes caderas masculinas, mirar a Brady—. Esta no es la vida que imaginaba para mí a los diez años cuando iba a quinto.
—Tampoco yo —coincide Brady en voz baja.
La observa marcharse en misión para rescatar a una anciana que probablemente está como loca porque no puede bajarse su receta preferida de falsa tarta de manzana. Esta vez Brady se pregunta qué diría Freddi si le contara cómo era su vida de niño. Fue entonces cuando mató a su hermano. Y su madre lo encubrió.
¿Por qué no iba a hacerlo?
Al fin y al cabo, la idea salió en cierto modo de ella.
12
Mientras Brady pega etiquetas amarillas con el rótulo 50% DE DESCUENTO en películas viejas de Quentin Tarantino y Freddi, en el Lado Oeste, ayuda a la anciana señora Vera Willkins (es el teclado lo que está lleno de migas, como se ha visto), Bill Hodges abandona Lowbriar, la calle de cuatro carriles que divide en dos la ciudad y da nombre a Lowtown, y accede al aparcamiento contiguo al restaurante italiano DeMasio. No necesita ser Sherlock Holmes para saber que Pete ha llegado antes. Hodges aparca junto a un sencillo sedán gris, un Chevrolet, que anuncia a gritos que es de la policía, y se apea de su viejo Toyota, un coche que anuncia a gritos que pertenece a un jubilado. Toca el capó del Chevrolet. Aún caliente. Pete no se le ha adelantado por mucho.
Se detiene un momento para disfrutar de la mañana, cerca ya de las doce, con su sol radiante y sus nítidas sombras, y contempla el paso elevado, a una manzana de allí. Está lleno a rebosar de pintadas territoriales de las bandas, y aunque ahora no hay nadie (el mediodía es la hora del desayuno para los vecinos más jóvenes de Lowtown), le consta que si pasara por ahí debajo, percibiría un tufo acre a vino y whisky baratos. Las esquirlas de botellas rotas crujirían bajos sus pies. En los albañales, más botellas. De esas pequeñas y marrones.
Ya no es su problema. Además, la oscuridad bajo el paso elevado está vacía, y Pete lo espera. Hodges entra y le complace descubrir que Elaine, tras el atril de recepción, le sonríe y lo saluda por su nombre pese a que no pone los pies allí desde hace meses, quizá un año. Aunque bien podría ser, claro está, que Pete, instalado ya en un reservado desde el que alza una mano para reclamar su atención, haya «refrescado la memoria» a Elaine, como dicen los abogados.
Hodges levanta a su vez la mano, y para cuando llega al reservado, Pete está de pie a un lado con los brazos en alto para saludarlo con un fuerte abrazo. Intercambian las palmadas en la espalda de rigor, y Pete le dice que tiene buen aspecto.
—Sabes el de las tres edades del hombre, ¿no? —pregunta Hodges.
Pete, sonriente, mueve la cabeza en un gesto de negación.
—La juventud, la mediana edad y cuando tienes un aspecto de puta madre.
Pete suelta una carcajada y pregunta a Hodges si sabe qué dijo la rubia cuando abrió la caja de Cheerios. Hodges contesta que no. Pete abre mucho los ojos en expresión de asombro y dice:
—¡Vaya! ¡Mira qué monada, estas semillitas de donut!
Hodges, como corresponde, lanza su propia risotada (pese a que no considera el chiste un ejemplo especialmente ingenioso del género «Rubias»). Concluidas ya las cortesías, ambos toman asiento. Se acerca un camarero —en DeMasio no hay camareras, sino solo hombres ya entrados en años con delantales impolutos, que llevan atados muy arriba en torno al pecho estrecho y hundido—, y Pete pide cerveza en una jarra de litro y medio para los dos. Bud Light, no Ivory Special. Cuando llega, Pete levanta su vaso.
—Por ti, Billy, y por la vida después del trabajo.
—Gracias.
Entrechocan sus vasos y beben. Pete se interesa por Allie, y Hodges por los hijos de Pete, un chico y una chica. Sus esposas, ambas ya en la categoría de «ex», son mencionadas de refilón (como para demostrarse mutuamente —y a sí mismos— que no les da miedo hablar de ellas) y luego excluidas de la conversación. Piden la comida. Para cuando les sirven, han terminado ya con los dos nietos de Hodges y han analizado las posibilidades de los Indians de Cleveland, que es casualmente el equipo de béisbol de primera división más cercano. Pete come raviolis; Hodges, espaguetis con ajo y aceite, que es lo que siempre pide aquí.
Ya demediadas estas bombas calóricas, Pete extrae un papel plegado del bolsillo del pecho y, con cierta ceremonia, lo coloca junto a su plato.
—¿Qué es eso? —pregunta Hodges.
—Una prueba de que mi olfato de investigador sigue tan fino como siempre. No nos veíamos desde aquella película de terror en el Raintree Inn… la resaca me duró tres días, por cierto… y hemos hablado… ¿cuántas veces? ¿Dos? ¿Tres? Y de pronto, pumba, propones que quedemos a comer. ¿Me sorprende? No. ¿Me huelo un motivo oculto? Sí. Veamos, pues, si doy en el blanco.
Hodges se encoge de hombros.
—Siento curiosidad, como el gato. Ya conoces el dicho: «… pero la satisfacción lo resucitó».
Pete Huntley despliega una amplia sonrisa, y cubre el papel con la mano cuando Hodges alarga el brazo para cogerlo.
—No, no, no, no. Tienes que decirlo. Déjate de remilgos, Gustavo.
Hodges exhala un suspiro y, contando con los dedos, enumera cuatro opciones. Cuando termina, Pete desliza la hoja plegada por encima de la mesa. Hodges la extiende y lee:
Hodges simula estupefacción.
—Me has pillado, sheriff. No digas nada si no quieres.
Pete adopta una expresión seria.
—Por Dios, si no te interesaran los casos que estaban en el aire cuando colgaste los guantes, me defraudarías. He estado… un tanto preocupado por ti.
—No quiero meterme en camisa de once varas ni nada por el estilo. —Hodges se horroriza un poco por la desenvoltura con que suelta esa trola monumental.
—Pinocho, te crece la nariz.
—No, en serio. Solo quiero que me pongas al día.
—Con mucho gusto. Empecemos por Donald Davis. Ya te sabes el guión. La cagó en todos los negocios donde metió la cuchara, más recientemente en Davis Classic Cars. Está de deudas hasta el cuello, el tío, tan hundido que debería cambiarse el nombre y hacerse llamar Capitán Nemo. Tiene dos o tres rolletes por ahí bajo mano.
—Eran tres cuando yo lie los bártulos —dice Hodges, y vuelve a concentrarse en su plato de pasta. No es Donald Davis la razón por la que está ahí, ni el violador del City Park, ni el tipo que lleva cuatro años atracando casas de empeños y licorerías; esos casos son solo camuflaje. Pero no puede evitar cierto interés.
—La mujer se cansa de las deudas y los rolletes. Cuando ella desaparece, está preparando los papeles del divorcio. La historia más antigua del mundo. Él denuncia la desaparición y se declara en quiebra el mismo día. Concede entrevistas a la televisión y abre el grifo de las lágrimas de cocodrilo. Todos sabemos que la ha matado, pero sin cadáver… —Se encoge de hombros—. Tú estuviste en las reuniones con Diana la Débil Mental. —Se refiere a la fiscal de la ciudad.
—¿Todavía no habéis podido convencerla de que presente cargos contra él?
—Sin corpus delicti, no hay cargos. La poli de Modesto sabía que Scott Peterson era más culpable que Caín, y aun así no se presentaron cargos hasta que recuperaron los cadáveres de la mujer y el hijo. Ya lo sabes.
Hodges lo sabe. Pete y él hablaron mucho de Scott y Laci Peterson durante la investigación de la desaparición de Sheila Davis.
—¿Y sabes qué? Se encontraron restos de sangre en su chalet de veraneo a orillas del lago. —Pete hace un alto para mayor suspense y luego suelta la bomba—. Es de ella.
Hodges, olvidándose por un momento de la comida, se inclina al frente.
—¿Eso cuándo fue?
—El mes pasado.
—¿Y no me lo contaste?
—Te lo cuento ahora. Porque tú me lo preguntas ahora. Continúan las labores de búsqueda en la zona. Se encarga la policía de Victory County.
—¿Alguien lo vio cerca de allí antes de la desaparición de Sheila?
Pete sonríe.
—Pues sí. Dos chicos. Davis sostiene que andaba buscando setas. ¡Vaya un puto naturista del copón! Cuando encuentren el cadáver, si es que lo encuentran, el bueno de Donnie Davis ya no tendrá que esperar siete años enteros para solicitar que la declaren fallecida y cobrar el seguro. —Pete exhibe una ancha sonrisa—. Piensa en todo el tiempo que se ahorrará.
—¿Y qué hay del Violador del Parque?
—Es solo cuestión de tiempo. Sabemos que es blanco; sabemos que ronda los veinte años, y sabemos que nunca se sacia de felpudo de mujer madura bien conservada.
—Habréis puesto señuelos, ¿no? Porque le gusta el buen tiempo.
—Así es, y lo cogeremos.
—Estaría bien que lo cogierais antes de que viole a otras cincuenta y tantas mientras van de camino a casa al salir del trabajo.
—Hacemos todo lo posible. —Pete parece un poco molesto, y cuando se acerca el camarero para preguntar si todo va bien, lo despacha con un gesto.
—Ya lo sé —dice Hodges. Apaciguadoramente—. ¿Y el de las casas de empeños?
Pete sonríe de oreja a oreja.
—Young Aaron Jefferson.
—¿Eh?
—Ese es su verdadero nombre, aunque cuando jugaba al fútbol en el equipo del instituto, se hacía llamar YA. Como el famoso quarterback YA Tittle, ¿te acuerdas? Aunque él no lo llamaba YA Tittle; lo llamaba YA Tetitas, según nos ha contado la novia… y madre de su hijo de tres años. Cuando le pregunté a ella si lo decía en broma o en serio, me dijo que no tenía ni idea.
He ahí otra historia que Hodges ya conoce, tan vieja que podría haberse sacado de la Biblia… y probablemente hay en esta alguna versión de lo mismo.
—A ver si adivino. Acumula en total una docena de golpes…
—Ahora son ya catorce. Y anda enseñando un pistolón de cañón corto, como Omar en The Wire.
—… y sigue impune porque tiene una suerte de mil demonios. Entonces va y se la pega a la joven madre. Ella se cabrea y da el chivatazo.
Pete forma una pistola con la mano y apunta a su antiguo compañero.
—Hoyo en uno. Y la próxima vez que Young Aaron entre en una casa de empeños o una agencia de cambio de cheques con su hierro, lo sabremos por adelantado, y será, ángel, ángel, allá vamos.
—¿Por qué esperar?
—Otra vez la fiscal —responde Pete—. Le sirves un filete a Diana la Débil Mental, y te dice: ásamelo, y si no está en su punto, lo devuelvo.
—Pero ya lo tenéis.
—Te apuesto unos neumáticos de banda blanca a que Ya Tetitas está en la cárcel del condado para el Cuatro de Julio y en la del Estado para Navidad. Con Davis y el Violador del Parque quizá tardemos un poco más, pero los trincaremos. ¿Quieres postre?
—No. Sí. —Dirigiéndose al camarero, dice—: ¿Aún tienen aquella tarta al ron? ¿La de chocolate negro?
Da la impresión de que el camarero se siente insultado.
—Claro que sí, caballero. Siempre.
—Yo tomaré eso. Y un café. ¿Tú, Pete?
—Yo me conformo con lo que queda de cerveza. —Dicho lo cual, vacía la jarra en su vaso—. ¿Seguro que quieres esa tarta, Billy? Me parece que has incorporado un anexo a tu porche delantero desde la última vez que te vi.
Es verdad. Hodges engulle vorazmente desde la jubilación, pero la comida solo le sabe bien desde hace un par de días.
—Estoy pensando en acudir a Weight Watchers.
Pete mueve la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Ya. Y yo estoy pensando en el sacerdocio.
—Vete a la mierda. ¿Y qué hay del Asesino del Mercedes?
—Hemos iniciado una nueva tanda de interrogatorios en el vecindario de la Trelawney. De hecho, allí está Isabelle en este preciso momento. Pero me extrañaría que a estas alturas apareciera una pista viva. Izzy no está llamando a ninguna puerta a la que no se haya llamado ya media docena de veces. Ese tío robó el buga de lujo de la Trelawney, salió de la niebla, hizo lo que hizo, volvió a esfumarse en medio de la niebla, abandonó el coche y… nada. Ríete tú del chiflado de YA Tetitas… si alguien tuvo de verdad una suerte de mil demonios fue el tío del Mercedes. Si hubiese montado ese número un poco más tarde, aunque fuese solo una hora, habría estado allí la policía, para el control de la aglomeración.
—Ya lo sé.
—¿Crees que él también lo sabía, Billy?
Hodges gira una mano a uno y otro lado para indicar que no es fácil saberlo. Quizá se lo pregunte a Mr. Mercedes si llegan a entablar conversación en esa web, el Paraguas Azul.
—Ese mamón homicida podría haber perdido el control cuando empezó a atropellar a la gente y haberse estrellado, pero no. Ingeniería alemana, la mejor del mundo, eso dice Isabelle. Alguien podría haber saltado al capó y haberlo dejado sin visibilidad, pero no. Uno de los postes de NO PASAR podría haber rebotado bajo el coche y haberse quedado atascado ahí, pero eso tampoco ocurrió. Y alguien podría haberlo visto cuando aparcó detrás de aquel almacén y se quitó la máscara, pero no lo vio nadie.
—Eran las cinco y veinte de la madrugada —señala Hodges—, y esa zona habría estado igual de vacía incluso al mediodía.
—Por la recesión —dice Pete, taciturno—. Ya, ya. Probablemente la mitad de quienes antes trabajaban en esos almacenes estaba en el Centro Cívico esperando a que empezara la condenada feria de empleo. Tómatelo con ironía: es bueno para la tensión arterial.
—O sea, que no tenéis nada.
—Estancamiento total.
Llega la tarta de Hodges. Huele bien y sabe mejor.
Cuando el camarero se marcha, Pete se inclina sobre la mesa.
—En mis pesadillas sueño que vuelve a hacerlo, que nos invade otra vez la niebla del lago, y ese individuo vuelve a hacerlo.
«Él sostiene que no —piensa Hodges, llevándose otro trozo de deliciosa tarta a la boca con el tenedor—. Sostiene que no siente el menor impulso. Sostiene que en su caso bastó una vez».
—Eso o alguna otra barbaridad —dice Hodges.
—En marzo tuve una pelotera de aúpa con mi hija —comenta Pete—. Una pelotera de padre y muy señor mío. En abril no la vi ni una sola vez. Se saltó todos los fines de semana.
—¿Ah, sí?
—Sí. Quería ir a ver un concurso de animadoras. «Tráete la marcha», creo que se llamaba. Participaban prácticamente todos los colegios del estado. ¿Recuerdas cómo le chiflaban a Candy las animadoras?
—Sí —contesta Hodges. No lo recuerda.
—A los cuatro o cinco años, o algo así, tenía una faldita plisada, y no había manera de que se pusiera otra cosa. Dos de las madres se ofrecieron a llevar a las chicas. Y yo no dejé ir a Candy. ¿Sabes por qué?
Claro que lo sabe.
—Porque el concurso se celebraba en el Centro Cívico, por eso. En mi imaginación vi a un millar de chavalas y sus madres pulular por delante del edificio, esperando a que se abrieran las puertas, esta vez al anochecer, no al amanecer, pero ya sabes que a esas horas también se levanta la niebla del lago. Vi a ese soplapollas avanzar hacia ellas en otro Mercedes robado, o a lo mejor esta vez en un puto Hummer, y a las niñas y las madres allí de pie, mirándolo pasmadas como un ciervo bajo el haz de unos faros. Así que me negué. Tendrías que haberla oído gritarme, Billy, y aun así me negué. No me habló durante un mes, y seguiría sin hablarme si Maureen no la hubiera llevado. Le dije a Mo: «Ni hablar, no te atrevas», y ella me contestó: «Por eso me divorcié de ti, Pete, porque me cansé de oír ni hablar y no te atrevas». Y al final no pasó nada, claro.
Apura la cerveza y vuelve a inclinarse hacia delante.
—Espero que cuando lo trinquemos, haya mucha gente conmigo. Si lo pillo y no hay nadie delante, soy capaz de matarlo solo por ponerme a malas con mi hija.
—¿Por qué esperas, pues, que haya mucha gente?
Pete se queda pensativo y finalmente despliega una lenta sonrisa.
—En eso tienes razón.
—¿Alguna vez te paras a pensar en la señora Trelawney? —Hodges formula la pregunta con naturalidad, pero ha pensado mucho en Olivia Trelawney desde que echaron la carta anónima por la rendija de su buzón. Incluso antes. De hecho, ha soñado con ella en varias ocasiones durante esa etapa gris posterior a su jubilación. Aquella cara alargada, la cara de un caballo alicaído. Una de esas caras que parecen decir nadie lo entiende y todo el mundo está contra mí. Con tanto dinero, y era incapaz de dar gracias por lo que la vida le ofrecía, empezando por la libertad de no depender de un sueldo. Hacía muchos años que la señora T. no tenía que hacer cuadrar las cuentas ni estar pendiente del contestador automático por si la llamaba algún cobrador, y aun así, solo veía el lado malo de las cosas, acumulando una larga lista de quejas porque el corte de pelo no la favorecía o porque había recibido un servicio poco atento. La señora Trelawney con sus deformes vestidos de escote barco, el barco en cuestión siempre escorado a babor o estribor. Los ojos húmedos, como si estuviera siempre al borde del llanto. No inspiraba simpatía a nadie, y eso incluía al inspector de primer grado Gustavo William Hodges. Cuando se quitó la vida, no fue una sorpresa para nadie, incluido ese mismísimo inspector Hodges. La muerte de ocho personas —y las lesiones de otras muchas— era una pesada carga para la conciencia.
—Si me paro a pensarlo, ¿en qué sentido? —pregunta Pete.
—Si no estaría diciendo la verdad. Sobre la llave.
Pete enarca las cejas.
—Ella creía que sí decía la verdad. Eso tú lo sabes tan bien como yo. Se convenció de tal modo que podría haber superado la prueba del detector de mentiras.
Es verdad, y lo de Olivia Trelawney no extrañó a ninguno de los dos. Bien sabe Dios que en su trabajo habían visto a otros como ella. Los delincuentes profesionales se comportan como si fueran culpables incluso cuando no han cometido los delitos en cuya investigación se ven obligados a declarar, porque saben de sobra que son culpables de algo. Los ciudadanos probos sencillamente reaccionan con incredulidad, y cuando uno de ellos acaba siendo interrogado antes de presentarse cargos, como Hodges sabe, rara vez hay un arma de por medio. «Pensé que había atropellado a un perro», dicen, y al margen de lo que hayan visto por el retrovisor después de la horrenda doble sacudida en el coche, se lo creen.
Solo un perro.
—Pues yo sí me paro a pensar —dice Hodges procurando adoptar una apariencia reflexiva más que insistente.
—Vamos, Billy. Tú viste lo mismo que yo, y cuando necesites un curso de reciclaje, puedes venir a la comisaría y mirar las fotos.
—Supongo que sí.
Los acordes iniciales de Una noche en el Monte Pelado suenan desde el bolsillo de la americana barata de Pete. Saca el teléfono móvil, lo mira y dice:
—Esta tengo que contestarla.
Hodges, con un gesto, le indica que adelante.
—¿Sí? —Pete escucha. Con los ojos desorbitados, se pone en pie tan bruscamente que casi derriba la silla—. ¿Cómo?
Otros comensales paran de comer y se vuelven a mirarlo. Hodges observa con interés.
—¡Sí… sí! Enseguida voy. ¿Cómo? Sí, sí, de acuerdo. No me esperes, tú ve yendo.
Cierra el teléfono y vuelve a sentarse. De pronto se le nota totalmente alerta, y en ese momento Hodges siente una envidia atroz.
—Tendría que comer contigo más a menudo, Billy. Me traes suerte, siempre ha sido así. Hablamos del tema, y ocurre.
—¿Qué? —pregunta Hodges, pensando que se refiere a Mr. Mercedes. A continuación lo asalta una idea que es absurda y a la vez triste: ese me correspondía a mí.
—Era Izzy. Acaba de recibir una llamada de un coronel de la Policía del Estado en la delegación de Victory County. Un guarda forestal ha encontrado unos huesos en una antigua gravera hace una hora. La gravera está a menos de tres kilómetros del chalet de veraneo de Donnie Davis a orillas del lago, y adivina qué. Según parece, los huesos llevan los restos de un vestido.
Alza la mano por encima de la mesa. Hodges choca los cinco con él.
Pete devuelve el teléfono al bolsillo deformado y saca el billetero. Hodges niega con la cabeza, sin siquiera engañarse por lo que siente: alivio. Un gran alivio.
—No, invito yo. Has quedado con Isabelle allí mismo, ¿no?
—Sí.
—Pues ponte en marcha.
—De acuerdo. Gracias por la comida.
—Una cosa más: ¿has sabido algo de Joe el de la Autopista?
—Eso está en manos de la Policía del Estado —contesta Pete—. Y ahora de los federales. Y bienvenidos sean. Por lo que he oído, no tienen nada. Solo esperan a que él actúe otra vez y haya suerte. —Lanza una ojeada a su reloj.
—Vete, vete.
Pete se aleja, se detiene, vuelve a la mesa y planta un beso a Hodges en la frente.
—Encantado de verte, amor mío.
—Piérdete —responde Hodges—. La gente pensará que estamos enamorados.
Pete se larga con una amplia sonrisa en el semblante, y Hodges se acuerda del nombre por el que a veces se llamaban a sí mismos: los Sabuesos del Cielo.
Se pregunta si conserva el fino olfato de otros tiempos.
13
El camarero regresa para saber si desea algo más. Hodges, a punto ya de contestar que no, cambia de idea y pide otro café. Solo quiere quedarse ahí sentado durante un rato, saboreando su doble motivo de satisfacción: no era Mr. Mercedes y sí era el soplapollas de Donnie Davis, el farsante que mató a su mujer y luego encargó a su abogado que organizara una recaudación de fondos para ofrecer una recompensa a cambio de cualquier información que permitiera descubrir su paradero. Porque, Dios bendito, la amaba tanto que su único deseo era que ella volviera a casa para poder empezar de cero.
También quiere pensar en Olivia Trelawney, y en el Mercedes robado de Olivia Trelawney. Nadie duda de que en efecto fue robado. Pero, a pesar de todos los desmentidos de esa mujer, tampoco nadie duda de que ella facilitó las cosas al ladrón.
Hodges recuerda un caso que Isabelle Jaynes, por entonces recién llegada de San Diego, les contó después de ponerla al corriente sobre la participación involuntaria de la señora Trelawney en la Matanza del Centro Cívico. En el relato de Isabelle se trataba de un arma. Explicó que un día se requirió la presencia de su compañero y ella en una casa donde un niño de nueve años había matado de un tiro a su hermana de cuatro. Estaban jugando con la pistola automática que el padre había dejado en su escritorio.
—El padre no fue procesado, pero cargará con eso durante el resto de su vida —dijo Isabelle—. Esto otro acabará igual, esperad y veréis.
Al cabo de un mes, o quizá menos, la Trelawney se atiborró de pastillas, y entre quienes intervenían en el caso del Asesino del Mercedes nadie se inmutó. Para ellos —y para Hodges—, la señora T. no era más que una ricachona propensa a la autocompasión que se negaba a aceptar su parte en lo sucedido.
El Mercedes SL se hallaba en el centro de la ciudad cuando fue robado, pero la señora Trelawney, una viuda que perdió a su adinerado marido a causa de un infarto, vivía en Sugar Heights, un barrio residencial de las afueras tan opulento como induce a pensar su nombre, «los Altos del Azúcar», donde numerosas verjas dan acceso a supermansiones de hasta veinte habitaciones. Hodges se crio en Atlanta, y siempre que pasa en coche por Sugar Heights se acuerda de un lujoso vecindario de su ciudad natal llamado Buckhead.
La anciana madre de la señora T., Elizabeth Wharton, vivía en un apartamento —uno muy agradable, con habitaciones tan grandes como las promesas de un candidato electoral— de un selecto complejo de Lake Avenue. La chabola en cuestión tenía espacio suficiente para alojar a una asistenta fija, y una enfermera privada iba tres días por semana. La señora Wharton padecía de escoliosis avanzada, y fue su OxyContin lo que su hija afanó en el botiquín del apartamento cuando decidió quitarse del medio.
El suicidio es una prueba de culpabilidad. Hodges recuerda que eso decía el teniente Morrissey, pero él personalmente tiene sus dudas, y de un tiempo a esta parte esas dudas han arreciado más que nunca. Lo que ahora sabe es que la culpabilidad no es la única razón por la que la gente se suicida.
A veces uno sencillamente se aburre de la televisión vespertina.
14
Dos agentes de la policía motorizada encontraron el Mercedes una hora después de los asesinatos. Estaba detrás de uno de los muchos almacenes situados a orillas del lago.
En el extenso patio pavimentado se alzaban numerosos contenedores oxidados como los monolitos de la isla de Pascua. El Mercedes gris estaba aparcado de cualquier manera entre dos de ellos, medio atravesado. Para cuando llegaron Hodges y Huntley, ya había en el patio cinco coches patrulla, dos casi tocando el parachoques trasero del vehículo, como si los agentes temieran que el enorme sedán gris fuera a arrancar por propia iniciativa, igual que aquel viejo Plymouth en la película de terror, y se diera a la fuga. La niebla se había condensado en llovizna. Los puentes de luces de los coches patrulla iluminaban las gotas con sus pulsaciones azules de ritmos dispares.
Hodges y Huntley se aproximaron al grupo de patrulleros. Pete Huntley habló con los dos que habían descubierto el coche mientras Hodges llevaba a cabo una primera inspección. El SL500 tenía el morro solo un poco abollado —la famosa ingeniería alemana—, pero el capó y el parabrisas eran un salpicón de restos sanguinolentos. Una manga de camiseta, ahora rígida por la sangre coagulada, se había prendido de la calandra. Más tarde se averiguó que pertenecía a August Odenkirk, una de las víctimas. Había también otra cosa. Algo que refulgía pese a la tenue luz de esa mañana. Hodges hincó una rodilla en tierra para mirar desde cerca. Seguía en esa posición cuando Huntley se reunió con él.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Pete.
—Una alianza nupcial, diría yo —contestó Hodges.
Y en efecto lo era. La sencilla sortija había sido propiedad de Francine Reis, treinta y nueve años, vecina de Squirrel Ridge Road, y un tiempo después fue devuelta a la familia. La mujer tuvo que ser enterrada con la alianza en el dedo anular de la mano derecha, porque había perdido el índice, el medio y el anular de la mano izquierda. El forense dedujo que levantó ese brazo en un gesto de protección instintivo cuando el Mercedes se abalanzó sobre ella. Dos de dichos dedos se hallaron en el lugar de los hechos poco antes de las doce del mediodía del 10 de abril. El índice nunca apareció. Hodges sospechó que una gaviota —una de esas muchachas enormes que rondaban por las orillas del lago— lo había cogido y se lo había llevado. Prefería esa hipótesis a la otra opción, mucho más horripilante: que uno de los supervivientes ilesos del Centro Cívico se lo hubiese quedado a modo de recuerdo.
Hodges se irguió e indicó a uno de los patrulleros que se acercase.
—Tenemos que tapar esto con una lona impermeable antes de que la lluvia se lleve…
—Ya está de camino —contestó el agente, y señaló a Pete con el pulgar—. Ha sido lo primero que nos ha dicho.
—¡Vaya, qué espabilado! —dijo en una imitación no del todo mala de la beata televisiva del show de Dana Carvey, pero la sonrisa con que respondió su compañero fue tan tenue como la luz de ese día. Pete contemplaba el morro chato y ensangrentado del Mercedes, y el anillo atrapado entre el cromado.
Se acercó otro agente, cuaderno en mano; la hoja por donde lo tenía abierto se abarquillaba ya a causa de la humedad. La placa lo identificaba como F. SHAMMINGTON.
—El coche está registrado a nombre de la señora Olivia Ann Trelawney, Lilac Drive 729. Eso está en Sugar Heights.
—El sitio adonde se va a dormir la mayoría de los buenos Mercedes cuando termina su larga jornada laboral —comentó Hodges—. Averigüe si esa mujer está en su casa, agente Shammington. Si no está, haga lo posible por localizarla. ¿Puede ocuparse de eso?
—Sí, inspector, por supuesto.
—Simple rutina, ¿de acuerdo? Una investigación sobre el robo de un coche.
—Hecho.
Hodges se volvió hacia Pete.
—Parte delantera del habitáculo: ¿has observado algo?
—Los airbags no se han disparado. Los ha desactivado. Eso indica premeditación.
—Indica también que sabía cómo hacerlo. ¿Qué opinas de la máscara?
Pete, bajo la lluvia, echó un vistazo a través de la ventanilla del conductor, sin tocar el cristal. En el asiento de piel del conductor se veía una máscara de goma, de esas que cubren toda la cabeza. Mechones de pelo anaranjado, a lo Bozo, sobresalían por encima de las sienes como cuernos. La nariz era un bulbo de goma rojo. Sin cabeza que la tensara, la sonrisa de aquellos labios rojos se había convertido en una mueca de desdén.
—Pone la carne de gallina. ¿Has visto esa película del payaso en la alcantarilla?
Hodges negó con la cabeza. Más tarde —solo unas semanas antes de jubilarse— compró esa película en DVD, y Pete tenía razón. La máscara se parecía mucho al rostro de Pennywise, el payaso de la película.
Los dos circundaron de nuevo el coche, fijándose esta vez en las manchas de sangre en neumáticos y estribos. Gran parte la eliminaría la lluvia antes de que llegaran la lona y los técnicos; faltaban aún cuarenta minutos para las siete de la mañana.
—¡Agentes! —llamó Hodges. Cuando los policías se agruparon, preguntó—: ¿Quién tiene un móvil con cámara?
Todos tenían. Hodges los dispuso en círculo alrededor de lo que ya consideraba el «coche de la muerte» —el «coche de la muerte», así sin más—, y empezaron a tomar fotos.
El agente Shammington, un poco apartado, hablaba por teléfono. Pete, con una seña, le pidió que se aproximara.
—¿Sabemos la edad de esa Trelawney?
Shammington consultó su cuaderno.
—La fecha de nacimiento que consta en el carnet de conducir es el 3 de febrero de 1957. Tendrá, pues… mmm…
—Cincuenta y dos —se adelantó Hodges.
Pete y él trabajaban juntos desde hacía más de diez años, y a esas alturas eran ya muchas las cosas que no tenían que decirse en voz alta. Olivia Trelawney, por sexo y por edad, habría sido una víctima idónea para el Violador del Parque, pero no encajaba en absoluto en el papel de asesina en masa. Sabían que se habían dado casos de personas que perdían el control de sus vehículos y, por accidente, embestían a grupos de gente; hacía solo cinco años, en esa misma ciudad, un octogenario, casi senil, había invadido la terraza de una cafetería al volante de su Buick Electra, matando a una persona e hiriendo a otras cinco o seis. Pero Olivia Trelawney tampoco se correspondía con ese perfil. Demasiado joven.
Además, estaba la máscara.
Pero…
Pero.
15
La cuenta llega en una bandeja de plata. Hodges deposita la tarjeta encima y toma un sorbo de café mientras espera a que regrese. Se siente gratamente saciado, y por lo regular a mediodía ese estado lo predispone a una siesta de dos horas. No esta tarde. Nunca se ha sentido tan despierto como esta tarde.
El pero era tan evidente que tampoco eso requirió comentario alguno, ni entre ellos dos ni de cara a los patrulleros, que seguían llegando sin cesar, pese a lo cual la condenada lona no apareció hasta las siete y cuarto. El SL500 tenía el seguro puesto en todas las puertas y no había llave en el contacto. Por lo que los inspectores vieron, no parecía forzado, cosa que confirmó más tarde el mecánico jefe del concesionario de Mercedes en la ciudad.
—¿Sería muy difícil abrirlo con ganzúa? —preguntó Hodges al mecánico—. ¿Accionar así la cerradura?
—Casi imposible —dijo el mecánico—. Estos Mercedes son muy robustos. Si alguien lo consiguiera, dejaría marcas. —Se echó atrás la gorra—. Lo que pasó, señores, lisa y llanamente, es que esa mujer se dejó la llave en el contacto y al salir no prestó atención al avisador. A lo mejor tenía la cabeza en otra parte. El ladrón vio la llave y se llevó el coche. O sea, tenía la llave de todas… todas. ¿Cómo, si no, iba a cerrar el coche al marcharse?
—Ha dicho «esa mujer» —observó Pete. No habían mencionado el nombre de la propietaria.
—Venga, vamos. —El mecánico esbozó una sonrisa—. Este es el Mercedes de la señora Trelawney. Olivia Trelawney. Lo compró en nuestro concesionario, y nosotros nos ocupamos del mantenimiento cada cuatro meses, puntualmente. Solo revisamos unos pocos vehículos de doce cilindros, y los conocemos todos. —Y a continuación, sin decir nada que no fuese la horripilante verdad, añadió—: Esta maravilla es un tanque.
El asesino metió el Mercedes-Benz entre los dos contenedores, apagó el motor, se quitó la máscara, la roció de lejía y salió del coche (los guantes y la redecilla para el pelo, cabía suponer, se los llevó, probablemente guardados en la chaqueta). Luego, mientras se alejaba adentrándose en la niebla, el último corte de mangas: cerró el coche con el mando a distancia de Olivia Ann Trelawney.
En eso quedaba el pero.
16
«Nos advirtió que no hiciéramos ruido porque su madre dormía —recuerda Hodges—. Luego nos ofreció café y pastas». Sentado en el DeMasio, toma el último sorbo de su actual taza mientras espera a que le devuelvan la tarjeta de crédito. Piensa en el salón de aquel apartamento descomunal, con una vista espectacular del lago.
Junto con el café y las pastas, les ofreció esa característica expresión de inocencia propia de los ciudadanos probos que nunca han tenido problemas con la policía, que ni siquiera han concebido la posibilidad, como si dijera «Claro que no». Llegó al punto de expresarlo de viva voz cuando Pete le preguntó si era posible que hubiera dejado la llave en el contacto tras aparcar el coche en Lake Avenue a unas puertas del edificio de su madre.
—Claro que no. —Las palabras salieron de sus labios contraídos en una parca sonrisa que daba a entender: «Esa idea me parece absurda y no poco insultante».
El camarero vuelve por fin. Deja la bandejita plateada, y antes de que llegue a erguirse, Hodges le pone en la mano un billete de diez y otro de cinco. En el DeMasio, los camareros se reparten las propinas, práctica que Hodges desaprueba plenamente. Y si eso se debe a que es de la vieja escuela, pues que así sea.
—Gracias, caballero, y buon pomeriggio.
—Igualmente —contesta Hodges.
Coge el resguardo y su American Express, pero no se levanta de inmediato. Quedan unas migajas en el plato del postre, y las captura con el tenedor como hacía con los pasteles de su madre cuando era niño. Para él, esas últimas migajas, sorbidas lentamente de entre las púas del tenedor y depositadas en la lengua, eran siempre la parte más dulce de su porción.
17
Ese primer interrogatorio crucial, solo unas horas después del crimen. Café y pastas mientras los cuerpos destrozados de los muertos eran identificados. En algún lugar los familiares lloraban y se rasgaban las vestiduras.
La señora Trelawney fue al recibidor del apartamento, donde había dejado el bolso en una mesa auxiliar. Mientras regresaba con el bolso, revolvió en el interior, empezó a fruncir el entrecejo, siguió revolviendo, empezó a preocuparse un poco. De pronto sonrió.
—Aquí tiene —dijo, y entregó la llave.
Los inspectores observaron la llave, y Hodges pensó en lo corriente que parecía para ser algo que acompañaba a un coche tan caro. En esencia se reducía a una placa de plástico con un abultamiento en un extremo. Dicho abultamiento llevaba el logo de Mercedes a un lado. En el otro tenía tres botones. Uno mostraba un candado con el asa cerrada. En el botón contiguo, el candado aparecía con el asa abierta. El tercer botón mostraba el rótulo ALARMA. Cabía suponer que si un atracador asaltaba al conductor mientras abría la puerta del vehículo, podía pulsarse ese botón y el coche empezaba a pedir socorro.
—Entiendo que le haya costado un poco encontrarla en el bolso —comentó Pete adoptando un tono de charla desenfadada lo más convincente posible—. Mucha gente usa un llavero con algún distintivo. El de mi mujer tiene una margarita de plástico enorme. —Desplegó una afectuosa sonrisa, como si Maureen fuera aún su mujer, y a pesar de que aquella consumada esclava de la moda ni en sueños habría llevado una margarita de plástico en el bolso.
—Un detalle encantador —dijo la señora Trelawney—. ¿Cuándo me devolverán el coche?
—Eso no depende de nosotros, señora —respondió Hodges.
La señora Trelawney suspiró y se enderezó el escote barco del vestido. Era la primera de las docenas de veces que le verían ese gesto.
—Tendré que venderlo, claro. Después de esto sería incapaz de montarme en ese coche. Pensar que mi coche… Qué horror. —Aprovechando que tenía el bolso a mano, lo exploró de nuevo y sacó un puñado de Kleenex de color pastel—. Un verdadero horror.
—Nos gustaría repasarlo todo una vez más —dijo Pete.
Ella alzó la vista al techo, poniéndose de manifiesto lo ribeteados e inyectados en sangre que tenía los ojos.
—¿De verdad es necesario? Estoy agotada. Me he pasado en vela casi toda la noche con mi madre. De tan dolorida como está, no ha podido dormirse hasta pasadas las cuatro. Me gustaría echar una siesta antes de que llegue la señora Greene, la enfermera.
Hodges pensó: «Acaban de usar su coche para matar a ocho personas, ocho si todas las demás sobreviven, y quiere echarse una siesta». Más tarde no sabría con certeza si su antipatía por la señora Trelawney empezó en ese momento, pero seguramente sí. Cuando uno tenía delante a personas angustiadas, deseaba abrazarlas y decir «vamos, vamos» a la vez que les daba palmadas en la espalda. A otras uno deseaba darles un buen bofetón en plena jeta y decirles que se comportaran como un hombre. O en el caso de la señora T., como una mujer.
—Aligeraremos lo máximo posible —prometió Pete. No le dijo que ese sería el primero de muchos interrogatorios. Para cuando terminaran con ella, se oiría a sí misma contar su versión de los hechos en sueños.
—Muy bien, pues. Llegué aquí, a casa de mi madre, el jueves por la tarde, poco después de las siete…
La visitaba al menos cuatro veces por semana, explicó, pero los jueves se quedaba allí a dormir. Siempre pasaba antes por el B’hai, un excelente restaurante vegetariano del centro comercial de Birch Hill, y se llevaba la cena para las dos, que luego calentaba en el horno. («Aunque ahora mi madre come muy poco, claro. Por el dolor»). Les contó que siempre se organizaba para llegar poco después de las siete, porque era entonces cuando empezaba el horario de aparcamiento nocturno, y casi todas las plazas de la calle quedaban desocupadas.
—Yo no sé aparcar en paralelo. Sencillamente soy incapaz.
—¿Y el parking que hay en esta misma manzana? —preguntó Hodges.
Ella lo miró como si estuviera loco.
—Cuesta dieciséis dólares dejar el coche ahí toda la noche. En la calle sale gratis.
Pete sostenía aún la llave, pero no había dicho a la señora Trelawney que se la llevarían.
—Paró en Birch Hill y pidió la cena para su madre y usted en el… —Consultó su cuaderno—. El B’hai.
—No, ya había hecho el encargo por adelantado. Desde mi casa de Lilac Drive. Siempre se alegran de saber de mí. Soy una clienta antigua y apreciada. Anoche pedí kuku sabzi para mi madre, que es una tortilla de hierbas con espinacas y cilantro, y gheimeh para mí. El gheimeh es un delicioso estofado de guisantes, patatas y champiñones. Muy ligero para el estómago. —Se enderezó el escote barco—. Tengo una acidez tremenda desde la adolescencia. Una aprende a convivir con eso.
—Supongo que su pedido estaba… —comenzó Hodges.
—Y de postre sholeh-zard —añadió—. Eso es un pudin de arroz con canela. Y azafrán. —Exhibió su sonrisa, peculiarmente compungida. Al igual que el hábito compulsivo de enderezarse el escote barco, esa sonrisa era un rasgo muy suyo que llegarían a conocer hasta la saciedad—. Es el azafrán lo que le da el toque especial. Incluso mi madre come siempre el sholeh-zard.
—Debe de estar riquísimo —comentó Hodges—. Y su pedido… ¿estaba ya preparado y listo para llevar cuando usted llegó?
—Sí.
—¿En una sola caja?
—No, no. En tres.
—¿En una bolsa?
—No, solo las cajas.
—Debió de tener su complicación, sacar todo eso del coche —observó Pete—. Tres cajas de comida para llevar, el bolso…
—Y la llave —añadió Hodges—. No te olvides de eso, Pete.
—Además, imagino, quería subirlo todo al apartamento lo antes posible —dijo Pete—. La comida fría no tiene ninguna gracia.
—Ya veo adónde quieren ir a parar —contestó la señora Trelawney—, y les aseguro… —una brevísima pausa—, caballeros, que están muy equivocados. Metí la llave en el bolso nada más apagar el motor; es lo primero que hago siempre. En cuanto a las cajas, iban las tres atadas con un cordel, apiladas… —Separó las manos unos cincuenta centímetros para dejarlo claro—. O sea, eran muy manejables. Llevaba el bolso en el brazo. Mire. —Dobló el brazo, se colgó el bolso y se paseó por el espacioso salón cargada con una pila de cajas invisibles del B’hai—. ¿Lo ven?
—Sí —dijo Hodges. Le pareció ver también otra cosa.
—En cuanto a las prisas… pues no. No había necesidad, porque en todo caso hay que calentar la comida. —Guardó silencio por un momento—. El sholeh-zard no, claro. No hace falta calentar un pudin de arroz. —Dejó escapar una risita. No una risa boba de niña, pensó Hodges; sino más bien una risa forzada. O más exactamente, se dijo, una risita forzada de viuda, dado que su marido había muerto. A su antipatía se añadió otra capa, tan fina que era casi invisible, pero no del todo. No, no del todo.
—Permítame, pues, repasar sus movimientos desde el momento en que llegó aquí a Lake Avenue —dijo Hodges—. Llegó poco después de las siete.
—Sí. A las siete y cinco, quizá un poco más.
—Ajá. Aparcó… ¿dónde? ¿A tres o cuatro puertas en esta misma calle?
—Cuatro como mucho. Solo necesito dos plazas libres, y así ya puedo entrar sin dar marcha atrás. Detesto la marcha atrás. Siempre giro en el sentido equivocado.
—Ya, a mi mujer le pasa lo mismo. O sea, apagó el motor. Retiró la llave del contacto y la metió en el bolso. Se colgó el bolso del brazo y cogió las cajas con la comida…
—La pila de cajas. Atadas las tres con un cordel grueso y robusto.
—La pila, eso mismo. Y luego ¿qué?
Lo miró como si fuera el idiota más grande en un mundo donde la idiotez era un mal generalizado.
—Luego vine hasta el edificio de mi madre. La señora Harris… la asistenta, como ya saben… me abrió por el interfono. Los jueves se marcha en cuanto yo llego. Subí en ascensor al piso 19. Donde están ustedes ahora haciéndome preguntas en lugar de decirme cuándo tendré el coche a mi disposición. El coche que me han robado.
Hodges tomó nota mentalmente de que debía preguntar a la asistenta si había visto el Mercedes de la señora T. al marcharse.
—¿En qué momento volvió a sacar la llave del bolso, señora Trelawney? —preguntó Pete.
—¿Volví? ¿Para qué iba yo…?
Pete sostuvo la llave en alto: Prueba A.
—Para dejar el coche cerrado antes de entrar en el edificio. Porque lo cerró, ¿no?
Por un instante asomó un destello de incertidumbre a sus ojos. Los dos lo vieron. Enseguida desapareció.
—Claro que sí.
Hodges la miró a los ojos. Ella los desvió, dirigiendo la vista hacia el lago a través de la ventana panorámica, y él lo advirtió de nuevo.
—Piénselo detenidamente, señora Trelawney. Han muerto varias personas, y esto es importante. ¿Recuerda el momento concreto en que, estorbada por las cajas, sacó la llave del bolso y apretó el botón de BLOQUEO? ¿Y vio parpadear los faros en señal de confirmación? Eso es lo que ocurre, ya lo sabe, ¿no?
—Claro que lo sé. —Se mordió el labio inferior, cayó en la cuenta de que lo hacía, y se interrumpió.
—¿Recuerda ese momento en concreto?
Por unos segundos quedó totalmente inexpresiva. De pronto aquella sonrisa de superioridad suya asomó en todo su irritante esplendor.
—Espere. Ahora me acuerdo. Metí la llave en el bolso después de recoger las cajas y salir. Y después de pulsar el botón que bloquea las puertas del coche.
—Está segura —dijo Pete.
—Sí.
Lo estaba, y así seguiría. Los dos lo sabían. Tal como un ciudadano probo que se daba a la fuga después de un atropello sostenía, una vez descubierto, que por supuesto era un perro lo que había arrollado.
Pete cerró el cuaderno de un golpe de muñeca y se levantó. Hodges lo imitó. La señora Trelawney parecía más que impaciente por acompañarlos a la puerta.
—Una pregunta más —dijo Hodges ya en el recibidor.
Ella enarcó las cejas bien depiladas en una expresión de cautela.
—¿Sí?
—¿Dónde tiene la llave de repuesto? Debemos llevárnosla también.
Esta vez no reaccionó con semblante inexpresivo; tampoco apartó la mirada ni titubeó.
—No tengo llave de repuesto, ni la necesito —declaró—. Llevo mucho cuidado con mis cosas, inspector. Compré la Dama Gris… así llamo a mi Mercedes… hace cinco años, y la única llave que he utilizado es la que hay ahora en el bolsillo de su compañero.
18
En la mesa donde Pete y él han comido, se ha recogido ya todo excepto el vaso de agua a medio beber, y sin embargo ahí sigue Hodges, contemplando a través del ventanal el aparcamiento y el paso elevado que marca el límite no oficial de Lowtown, un barrio en el que los vecinos de Sugar Heights, como la difunta Olivia Trelawney, nunca se aventuran a entrar. ¿Y además para qué iban a entrar? ¿Para comprar droga? Hodges está convencido de que en Sugar Heights hay drogotas, y muchos, pero cuando se vive allí, los camellos van a domicilio.
La señora T. mentía. Por fuerza mentía. La alternativa era afrontar el hecho de que un momentáneo descuido había tenido consecuencias horrendas.
Ahora bien, ¿y si suponemos, a modo de hipótesis, que sí decía la verdad?
De acuerdo, supongámoslo. Pero si nos equivocamos, si en realidad no dejó el Mercedes sin bloquear y con la llave en el contacto, ¿en qué nos equivocamos? ¿Y qué ocurrió?
Permanece ahí sentado, mirando por el ventanal, absorto en sus recuerdos, ajeno a que algunos de los camareros han empezado a observarlo con cierta inquietud: el jubilado obeso repantigado en su silla como un robot que se ha quedado sin pilas.
19
El coche de la muerte había sido transportado con grúa al depósito policial, todavía sin abrir. Se informó de ello a Hodges y Huntley cuando volvieron a su propio vehículo. El mecánico jefe de Ross Mercedes acababa de llegar, y tenía casi la total certeza de que podía desbloquear el condenado artefacto. Tarde o temprano.
—Dígale que no se moleste —indicó Hodges—. Tenemos la llave de la propietaria.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio, y a continuación el teniente Morrissey preguntó:
—¿De la propietaria? ¿No estará diciéndome que ha sido ella…?
—No, no, nada más lejos. ¿El mecánico está ahí esperando, teniente?
—Está en el depósito, examinando los desperfectos del coche. Al borde del llanto, según me han dicho.
—Quizá no estaría de más que reservara alguna lágrima para los muertos —comentó Pete. Iba al volante. El limpiaparabrisas se deslizaba rítmicamente a uno y otro lado. Había arreciado la lluvia—. Era solo un comentario.
—Dígale que se ponga en contacto con el concesionario y compruebe un dato —indicó Hodges—. Luego que me llame al móvil.
El tráfico avanzaba con lentitud en el centro, debido en parte a la lluvia y en parte a que Marlborough Street estaba cortada a la altura del Centro Cívico. Habían recorrido únicamente cuatro manzanas cuando sonó el móvil de Hodges. Era Howard McGrory, el mecánico.
—¿Alguien en el concesionario le ha confirmado ese dato por el que sentía curiosidad? —preguntó Hodges.
—No ha hecho falta —respondió McGrory—. Trabajo en Ross desde 1987. Desde entonces debo de haber visto mil Mercedes salir por la puerta, y puedo asegurarle que todos salen con dos llaves.
—Gracias —dijo Hodges—. No tardaremos en llegar. Tenemos unas cuantas preguntas más que hacerle.
—Aquí estaré. Esto es un horror. Un horror.
Hodges cortó la comunicación y transmitió la información que McGrory acababa de facilitarle.
—¿Te sorprende? —preguntó Pete.
Más adelante, un indicador de color naranja anunciaba DESVÍO. Eso los obligaría a rodear el Centro Cívico… a no ser que optaran por encender las luces de emergencia, claro, cosa que ninguno de los dos deseaba. Lo que necesitaban en ese momento era hablar.
—No —contestó Hodges—. Es el procedimiento de rutina. Como dicen los ingleses, un heredero y otro de repuesto. Te dan dos llaves cuando compras un coche nuevo…
—… y te dicen que la guardes en lugar seguro, para que puedas echar mano de ella si pierdes la que sueles llevar encima. Algunas personas, si necesitan la de repuesto pasado un par de años, ya no se acuerdan de dónde la han dejado. Las mujeres con bolsos grandes, como el maletón de la Trelawney, tienden a echar las dos llaves dentro y se olvidan por completo de la de reserva. Si es verdad eso que dice de que no la llevaba en un llavero, quizá utilizaba las dos indistintamente.
—Sí —convino Hodges—. Llega a casa de su madre, preocupada ante la perspectiva de pasar una noche más afrontando los dolores de la anciana, haciendo malabarismos con las cajas y el bolso…
—Y deja la llave en el contacto. No quiere reconocerlo, ni ante nosotros ni ante sí misma, pero eso es lo que hizo.
—A pesar de que el avisador… —observó Hodges con incertidumbre.
—A lo mejor cuando ella salía del coche pasaba un camión grande y ruidoso, y no oyó el avisador. O un coche de policía con la sirena puesta. O a lo mejor estaba tan absorta en sus pensamientos que no se enteró.
Le vieron la lógica en ese momento y más aún después, cuando McGrory les explicó que el coche de la muerte no se había abierto con ganzúa ni se había arrancado el motor por medio de un puente. Lo que preocupaba a Hodges —en realidad lo único que le preocupaba— era lo mucho que deseaba verle la lógica a esa interpretación. Ninguno de los dos sentía la menor simpatía por la señora Trelawney, la mujer del escote barco, las cejas perfectamente depiladas y la risita forzada de viuda. La señora Trelawney, que no se había interesado por los muertos y los heridos, ni había querido conocer el menor detalle. Ella no era la autora —eso imposible—, pero estaría bien echarle parte de la culpa. Para que tuviera algo en qué pensar además de las cenas vegetarianas del B’hai.
—No compliquemos lo que es sencillo —repitió su compañero. El tráfico era más fluido, y pisó el acelerador—. Le dieron dos llaves. Sostiene que siempre ha tenido solo una. Y ahora sí es verdad. El hijo de puta que mató a esa gente seguramente ha tirado la que la señora Trelawney dejó en el contacto a alguna alcantarilla que le caía de paso. La que ella nos ha enseñado era la de repuesto.
Esa debía de ser la explicación. Cuando uno oía ruido de cascos, no pensaba en cebras.
20
Alguien le da una ligera sacudida, como hace uno cuando quiere despertar a una persona profundamente dormida. Y Hodges cae en la cuenta de que en efecto casi estaba dormido. O hipnotizado por sus evocaciones.
Es Elaine, la recepcionista del DeMasio, y lo mira con preocupación.
—¿Inspector Hodges? ¿Se encuentra bien?
—Estupendamente. Pero ahora solo soy el señor Hodges, Elaine. Me he retirado.
Él advierte la preocupación en su mirada, pero también algo más. Algo peor. Es el único cliente que queda en el restaurante. Observa a los camareros agrupados en torno a la puerta de la cocina, y de pronto se ve a sí mismo como debe de verlo Elaine, un viejo que sigue ahí sentado mucho después de marcharse su acompañante (y todos los demás). Un viejo obeso que ha sorbido las últimas migajas de tarta del tenedor como un niño que chupara una piruleta y luego se ha quedado abstraído sin más, mirando por el ventanal.
«Se preguntan si voy derecho al Reino de la Demencia a bordo del Expreso del Alzheimer», piensa.
Sonríe a Elaine: su mejor sonrisa, amplia y encantadora.
—Pete y yo hemos charlado de casos antiguos. Ahora estaba acordándome de uno de ellos. Rebobinándolo, por así decirlo. Lo siento. Ya me voy.
Pero cuando se pone en pie, se tambalea y tropieza con la mesa, volcando el vaso de agua medio vacío. Elaine lo sujeta por el hombro para que no se caiga, aún más preocupada que antes.
—Inspector… señor Hodges, ¿está en condiciones de conducir?
—Claro —responde con excesiva efusividad. Un hormigueo sube y baja entre sus tobillos y sus ingles en sprints cortos—. Solo he tomado dos vasos de cerveza. Pete se ha bebido el resto. Se me han dormido las piernas, nada más.
—Ah. ¿Ya está mejor?
—Perfectamente —contesta Hodges, y es verdad que se nota las piernas mejor. Gracias a Dios. Recuerda haber leído en algún sitio que los hombres mayores, en especial los hombres mayores obesos, no deben permanecer sentados demasiado rato. Puede formarse un coágulo de sangre detrás de la rodilla. Cuando te levantas, el coágulo liberado realiza su propio sprint letal hasta el corazón, y entonces será, ángel, ángel, allá vamos.
Elaine va con él hasta la puerta. Hodges no puede por menos que acordarse de la enfermera privada que cuidaba a la madre de la señora T. ¿Cómo se llamaba? ¿Harris? No, Harris era la asistenta. La enfermera era Greene. Cuando la señora Wharton quería ir al salón, o ir al váter, ¿la señora Greene la acompañaba tal como Elaine lo acompañaba a él ahora? Sin duda.
—Elaine, estoy bien —asegura él—. De verdad. La mente despejada. El cuerpo en equilibrio. —Extiende los brazos para demostrarlo.
—De acuerdo —dice ella—. Vuelva por aquí, y no tarde tanto.
—Prometido.
Hodges consulta su reloj mientras sale a la intensa luz del sol. Son más de las dos. Va a perderse los programas de la tarde, y le trae sin cuidado. Por él, como si a la jueza y el psicólogo nazi se los folla un pez. O como si se follan el uno al otro.
21
Despacio, accede al aparcamiento, donde los únicos coches que quedan, aparte del suyo, pertenecen probablemente al personal del restaurante. Saca las llaves y las hace tintinear en la palma de la mano. A diferencia de la llave de la señora T., él lleva la de su Toyota prendida de un aro. Y sí, el aro forma parte de un llavero: un rectángulo de plástico con una foto de su hija en la parte inferior. Allie a los diecisiete años, sonriente, vestida con el uniforme de lacrosse del instituto.
En cuanto a lo de la llave del Mercedes, la señora Trelawney nunca se retractó. En todos los interrogatorios insistió en que siempre había tenido una única llave. Siguió en sus trece incluso después de enseñarle Pete Huntley el albarán con la lista de accesorios entregados junto con el nuevo coche, allá por 2004, donde constaba LLAVES CENTRALES (2). Afirmó que el albarán estaba equivocado. Hodges recuerda la férrea certidumbre en su voz.
Pete diría que al final la señora T. se rindió a la evidencia. No había necesidad de nota: el suicidio es en sí una confesión. En el último momento se le vino abajo el muro de la negación. Como cuando aquel que se da a la fuga después de un atropello admite su culpa. «Sí, vale, era un niño, no un perro. Era un niño, y yo estaba mirando mi teléfono móvil para ver de quién era la llamada perdida y lo maté».
Hodges recuerda que los posteriores interrogatorios a la señora T. produjeron algo así como un extraño efecto amplificador. Cuanto más lo negaba ella, más antipatía les despertaba. No solo a Hodges y Huntley, sino a toda la brigada. Y cuanto más antipatía les despertaba, más estridente era la negativa de ella. Porque sabía qué pensaban. Sí, eso desde luego. Acaso fuera egocéntrica, pero no ton…
Hodges se detiene con una mano en el tirador de la puerta del coche, caliente por efecto del sol, y la otra en la frente para protegerse los ojos. Mira hacia las sombras bajo el paso elevado de la autopista. Es casi primera hora de la tarde, y los moradores de Lowtown han empezado a salir de las criptas de sus casas de vecindad. Cuatro de ellos se hallan entre esas sombras. Tres grandes y uno pequeño. Los tres grandes parecen estar zarandeado al pequeño. Este lleva una mochila, y mientras Hodges observa, uno de los grandes se la arranca de la espalda. Eso da pie a un estallido de risas: carcajadas de trol.
Hodges recorre la acera resquebrajada en dirección al paso elevado. No se para a pensar en ello ni va con prisa. Hunde las manos en los bolsillos de la americana. Coches y camiones circulan con un monótono zumbido por el ramal de la autopista, proyectándose sus siluetas sobre la calle en una sucesión de lamas de persiana. Oye a uno de los troles preguntar al niño cuánto dinero lleva encima.
—No llevo nada —contesta el pequeño—. Dejadme en paz.
—Vacíate los bolsillos, y veamos —ordena el Trol Dos.
Pero el niño intenta salir corriendo. El Trol Tres rodea su pecho descarnado desde atrás. El Trol Uno le mete la mano en el bolsillo y aprieta.
—Vaya, vaya, aquí oigo crujir billetes —dice, y el niño contrae la cara en un esfuerzo para no llorar.
—Cuando mi hermano se entere de quiénes sois, os pegará un tiro en el culo —dice.
—Eso sí que da miedo —responde el Trol Uno—. Casi estoy a punto de mearme…
En ese momento ve a Hodges, quien, precedido de su barriga, se adentra parsimoniosamente en las sombras para reunirse con ellos. Las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de pata de gallo, vieja y deforme, con coderas, esa a la que no es capaz de renunciar a pesar de que sabe que se cae a pedazos.
—¿Y tú qué quieres? —pregunta el Trol Tres. Sigue sujetando al niño desde atrás.
Hodges se plantea adoptar una voz arrastrada a lo John Wayne, pero lo descarta. El único Wayne a quien conocerían esos mamones era Lil.
—Quiero que dejéis en paz a este hombrecito —dice—. Marchaos de aquí. Ahora mismo.
El Trol Uno suelta el bolsillo del pequeño. Lleva una sudadera con capucha y la obligada gorra de los Yankees. Apoya las manos en las escurridas caderas y ladea la cabeza con expresión socarrona.
—Anda y que te den, gordo.
Hodges no pierde tiempo. Al fin y al cabo, son tres. Saca la cachiporra del bolsillo derecho de la chaqueta, complacido al sentir su reconfortante peso en la mano. La cachiporra es un calcetín de rombos con la parte del pie llena de bolas de cojinete y un nudo en el tobillo para evitar que se salgan las bolas de acero. Trazando un arco cerrado y horizontal con el brazo, lanza un golpe lateral al Trol Uno, a la altura del cuello, procurando no darle en la nuez; si uno alcanzaba ahí a alguien, podía matarlo, y luego se veía empantanado en un lodazal de burocracia.
Se oye un ruido metálico. El Trol Uno sale despedido hacia un lado, y un semblante de sorpresa y dolor sustituye a la anterior expresión socarrona. Da un traspié en el bordillo y cae en la calle. Rueda hasta quedar tendido de espaldas, boqueando, agarrándose el cuello, con la mirada en la parte inferior del paso elevado.
El Trol Tres hace ademán de avanzar.
—Puto… —empieza a decir, y Hodges levanta la pierna (ya sin el menor hormigueo, gracias a Dios) y le asesta una vigorosa patada en la entrepierna. Oye que se le desgarran los fondillos del pantalón y piensa: «Joder, pedazo de gordo». El Trol Tres deja escapar un aullido de dolor. Ahí abajo, con los coches y los camiones pasando por encima de ellos, el grito suena extrañamente ahogado. El Trol Tres se dobla por la cintura.
Hodges mantiene la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta. Estira el dedo índice para que asome por el bolsillo y apunta al Trol Dos.
—Eh, carapijo, no hace falta que esperes al hermano mayor del hombrecito. Te pegaré un tiro en el culo yo mismo. Me cabrea ver a tres contra uno.
—¡No, tío, no! —El Trol Dos es alto, atlético, de unos quince años, pero en su terror se retrotrae a los doce como mucho—. Por favor, tío, solo era un juego.
—Pues sal corriendo, juguetón —ordena Hodges—. Ya mismo.
El Trol Dos se echa a correr.
Entretanto el Trol Uno se ha puesto de rodillas.
—Te arrepentirás de esto, gor…
Hodges avanza un paso hacia él con la cachiporra en alto. El Trol Uno la ve, deja escapar un chillido de niña y se protege el cuello.
—Más vale que salgas corriendo tú también —aconseja Hodges—, o el gordo va a arreglarte la cara. Cuando tu madre llegue a urgencias, pasará de largo sin reconocerte. —En ese momento, con la adrenalina en las venas y la tensión sanguínea probablemente por encima de veinte, lo dice muy en serio.
El Trol Uno se levanta. Hodges hace amago de abalanzarse sobre él, y con gran satisfacción ve que el Trol Uno da un salto hacia atrás.
—Llévate a tu amigo y ponle hielo en las pelotas —recomienda Hodges—. Van a hinchársele.
El Trol Uno rodea al Trol Tres con el brazo, y se alejan los dos, renqueantes, hacia el lado del paso elevado que da a Lowtown. Cuando el Trol Uno se considera a salvo, se vuelve y anuncia:
—Volveremos a vernos, gordo.
—Reza a Dios para que no sea así, tonto del culo —dice Hodges.
Coge la mochila y se la entrega al niño, que lo mira con los ojos muy abiertos y expresión de desconfianza. Quizá tenga diez años. Hodges se guarda la cachiporra en el bolsillo.
—¿Por qué no has ido al colegio, hombrecito?
—Mi madre está enferma. Voy a buscarle la medicina.
Es una mentira tan descarada que Hodges no puede evitar sonreír.
—No, eso no es verdad —dice—. Estás haciendo novillos.
El niño calla. Ese es de la pasma. ¿Quién, si no, iba a entrometerse así sin más? Y solo un poli llevaría un calcetín cargado en el bolsillo. Lo más sensato es quedarse con la boca cerrada.
—Ve a hacer novillos a un sitio menos peligroso —aconseja Hodges—. Hay una zona de juego en la Octava Avenida. Prueba allí.
—En esa zona de juego venden perico —responde el niño.
—Lo sé —dice Hodges, casi benévolamente—, pero no tienes por qué comprar.
Podría añadir: «Tampoco tienes que trapichear», pero eso habría sido ingenuo por su parte. Allá en Lowtown, la mayoría de los críos trapichean. Puedes detener a un niño de diez años por tenencia, pero intenta que la cosa cuaje y verás.
Se encamina de nuevo hacia el aparcamiento, en el lado seguro del paso elevado. Cuando vuelve la vista atrás, el niño sigue allí de pie, mirándolo, con la mochila colgada de una mano.
—Hombrecito —dice Hodges.
El niño lo mira, sin decir nada.
Hodges levanta una mano y lo señala.
—Acabo de hacer algo bueno por ti. Antes de que se ponga el sol esta noche, quiero que tú hagas una buena acción por otro.
Ahora el niño tiene una expresión de total incomprensión, como si Hodges acabara de hablar en una lengua extranjera, pero da igual. A veces el mensaje cala, sobre todo entre los más jóvenes.
Más de uno se sorprendería, piensa Hodges. Se sorprendería de verdad.
22
Brady Hartsfield se pone el otro uniforme —el blanco— y con la hoja de existencias en mano hace una rápida comprobación del contenido de la camioneta, tal como quiere el señor Loeb. Está todo. Asoma la cabeza a las oficinas para saludar a Shirley Orton. Es una vaca, demasiado aficionada al producto de la empresa, pero Brady quiere estar a buenas con ella. Quiere estar a buenas con todo el mundo. Es mucho más seguro. Ella está encaprichada de él, y eso ayuda.
—¡Shirley, guapísima! —exclama, y ella se ruboriza, enrojeciéndosele toda la cara, incluida la frente salpicada de granos, hasta el nacimiento del pelo.
«Vaquita, muuu muuu —piensa Brady—. Estás tan gorda que seguro que el coño se te vuelve del revés cuando te sientas».
—Hola, Brady. ¿Otra vez el Lado Oeste?
—Toda la semana, encanto. ¿Tú estás bien?
—Muy bien. —Y se sonroja aún más.
—Estupendo. Solo quería saludar.
Dicho esto, se marcha, y respeta todos los límites de velocidad pese a que, conduciendo tan despacio, tarda cuarenta putos minutos en llegar a su zona. Pero así tiene que ser. Si te pillan excediendo el límite de velocidad en una camioneta de la compañía después de finalizar la jornada escolar, te echan a la calle. No hay vuelta de hoja. Pero una vez en el Lado Oeste —esa es la parte buena— está en el barrio de Hodges, y con pleno derecho a estar allí. Oculto a la vista de todos, como dice el dicho, y por lo que atañe a Brady, es un dicho lleno de sabiduría.
Abandona Spruce Street y recorre lentamente Harper Road, pasando justo por delante de la casa del viejo Ins. Ret. «Ah, mira —piensa—. El negrito está en el jardín delantero, desnudo de cintura para arriba (sin duda para que todas las amas de casa recreen la vista en su tableta sudorosa), empujando un cortacésped».
«Ya era hora de que te pusieras a ello», piensa Brady. Empezaba a verse muy abandonado. Aunque probablemente el viejo Ins. Ret. tampoco se fija mucho. Está muy ocupado viendo la tele, comiendo galletas Pop Tarts y jugando con el revólver que tiene en la mesa junto al sillón.
El negrito lo oye acercarse pese al ruido del cortacésped y se vuelve para mirar. «Sé cómo te llamas, negrito —piensa Brady—. Eres Jerome Robinson. Lo sé casi todo sobre el viejo Ins. Ret. No sé si pretende mariconear contigo, pero no me extrañaría. Puede que sea por eso que te mantiene cerca».
Al volante de la camioneta de Mr. Tastey, con sus calcomanías de niños felices y el feliz tintineo de sus melodías grabadas, Brady saluda con la mano. El negrito le devuelve el saludo y sonríe. Cómo no.
Todo el mundo aprecia al heladero.