Julia

Había pasado parte del día dando vueltas por ahí, buscando entre la gente a un hombre parecido a Félix y un niño parecido a Tito. Por suerte había encontrado una fuente con agua potable donde saciar la sed sin gastar un euro, y por la tarde decidió dirigirse a su proveedor habitual para saciar el hambre de cara a una larga noche y porque en este lugar se sentía en casa. Qué fácil había sido. Las precauciones en el supermercado de días anteriores ahora le parecían ridículas. Puede que todas las precauciones en general fuesen ridículas, porque al final pasaban las cosas que tenían que pasar y si no tenían que pasar era muy difícil saberlo.

A unos metros del área del supermercado sin salir del centro comercial había diversas tiendas de regalos, ropa, libros y prensa, un Pans amp; Company, un herbolario y un Starbucks, al lado de este último había un teléfono público en la pared. Por una vez encontraba un teléfono sin buscarlo. Metió una moneda de medio euro y marcó las teclas de metal con un sabor amargo que le subía desde el estómago por la garganta raspando las paredes que encontraba a su paso. Desde que no podía contactar con Félix, el teléfono le daba un miedo terrible, el miedo de la frustración y la impotencia. Y aunque conocía de sobra esa señal que se clavaba en algún lugar al otro lado, en la oscuridad, como una sonda lanzada a un espacio desconocido, volvió a ponerse nerviosa, muy nerviosa. No sabía dónde podía estar sonando, si en el bolsillo de una chaqueta, si encima de una mesa, si en la mano de Félix. El corazón se le aceleró más pensando que, de un momento a otro, Félix lo cogería, cuando un pequeño toque sobre el hombro la hizo girarse.

Tras ella había un guardia de seguridad y el reponedor del supermercado que la había visto probarse la camiseta el día anterior. La presencia de los dos también la sobresaltó aunque en menor grado que las llamadas que estaba escuchando en el teléfono.

—Queremos hablar con usted —dijo el reponedor.

En el rótulo del bolsillo ponía Óscar, que seguramente no era su verdadero nombre.

—Estoy ocupada. Estoy haciendo una llamada.

—No tardaremos mucho. Puede hacerla cuando termine.

La gente que pasaba empujando los carros camino del parking intuía que allí estaba ocurriendo algo y desaceleraban al llegar a su altura.

Julia colgó, pero la moneda no salió. Y pasara lo que pasara en el supermercado no podía permitirse el lujo de arruinarse.

—No pienso moverme de aquí hasta que no recupere la moneda.

Entonces el guardia dio con el puño cerrado un golpe en el aparato. Algunos compradores decidieron esta vez detenerse a observar.

—¿De cuánto era la moneda? —preguntó Óscar metiéndose la mano en el bolsillo.

—De un euro —se oyó decir Julia, para quien la diferencia entre medio y un euro se había convertido en una gran diferencia.

—Aquí lo tiene —dijo Óscar mostrándole una moneda en la palma de la mano.

Julia la cogió antes de que el reponedor se arrepintiera.

—No pienso ir con vosotros. No podéis obligarme.

Óscar miraba la camiseta que Julia aún llevaba sobre la blusa a la espera de entrar en algún baño y lavarla.

—Sólo queremos que vea algo. Estamos intrigados. Tenga en cuenta que podríamos haber esperado a mañana y cogerla con las manos en la masa.

—Demuéstralo. No podéis.

—Si no es robada, enséñeme el ticket de compra.

En respuesta Julia comenzó a andar hacia el parking.

—Tenemos una grabación —dijo Óscar acelerando el paso.

En una situación normal habría sentido tanta vergüenza que habría deseado morirse. Pero cuando se sabe que se es casi una vagabunda, sin casa, sin dinero y sin saber dónde está la familia, cuando se sabe que ya no se es uno de ellos, entonces la vergüenza prácticamente desaparece.

—Un momento —dijo el guardia de seguridad cortándole el paso—. No permitiremos que abandone el recinto así sin más. El que la hace la paga.

El guarda no tenía preparación física. Estaba gordo. Básicamente servía para sostener el uniforme.

—No me das miedo. ¿Y sabes por qué? Porque estoy tan asustada que tú no puedes asustarme más.

Julia no se había dado cuenta de que estaba hablando muy alto, casi gritando y que se había formado un corro alrededor.

—No pretende asustarla —intervino Óscar mirando al guarda con reprobación. A continuación se aproximó a Julia y le habló en voz baja—. Ahora todo el mundo sabe que ha cometido un hurto y no podemos dejarla ir, pero le aseguro que no nos importa lo más mínimo la camiseta ni lo demás.

Óscar era un chico delgado. Tendría unos veinticinco años y la mirada neutra de los que dividen a la clientela entre los capaces de robar y los que no lo son, entre los lentos que atascan las cajas y los rápidos, entre los pesados y los que van al grano, entre los compradores compulsivos y los sensatos. Y Julia trató de leer en sus ojos de base oscura pero aclarados por el sol y el mar la opinión que se había formado sobre ella: incómoda, irritante, extraña, quizá enajenada, a pesar de su mal aspecto aún era joven y podía intentar trabajar para vivir como él, que se estaba pasando su maravillosa juventud allí metido por un sueldo de mierda. Podría limpiar chalés en lugar de pretender escaparse de la cadena de producción. Iba de lista. De loca o de lista, o de ambas cosas. Tampoco a él le gustaba estar aquí encerrado. También a él le gustaría echar mano a lo que necesitaba y llevárselo, pero aquí le tenía, jodido. Leyó en sus ojos que jamás iba a tener compasión de ella.

—Y si os acompaño, ¿qué vais a hacer?

El guarda jurado dio un paso hacia ella, pero Óscar le detuvo.

—Por favor —dijo sonriendo un poco—, hablando se entiende la gente.

—En eso tienes razón —dijo Julia, que quizá no estaba valorando correctamente al reponedor.

—Hablemos.

Los tres echaron a andar hacia una puerta lateral.

—¿Sabes, Óscar? —dijo Julia—. Te merecerías algo mejor que esto. Métete en política.

Él hizo como que no había oído y abrió la puerta. Entraron en un ascensor y subieron al tercer piso. Abrieron otra puerta. Era una sala con monitores y en cada uno se veía un pedazo del supermercado como si se hubiera roto en trozos. De un sillón giratorio y con ruedas se levantó otro guarda jurado. Al verla no dijo nada. La recorrió con la vista brevemente. Querría comprobar si en la realidad era igual que en la pantalla. Hizo una llamada. Dijo, «Bien yo me encargo».

Con la mano le hizo una señal al otro guarda para que se retirara. Este otro tenía más iniciativa, dotes de mando, se sentía más seguro, desprendía confianza en sí mismo. Tenía ganas de mandar. Le tendió un cigarrillo a Óscar.

—El jefe está con una visita. Vendrá ahora.

Óscar se quedó mirando los monitores: un cliente de espaldas cogiendo un bote de tomate; un chico y una chica besándose en la sección de Jardinería; una niña comiéndose una chocolatina. Óscar llamó Nacho al guarda. Y Nacho le pidió a Julia que se sentara en su silla de ruedas. Él se apoyó en la mesa y Óscar permaneció como estaba, con la cabeza inclinada hacia la pantalla que tenían delante. Nacho pulsó una tecla y apareció la imagen de una mujer sospechosa, desgreñada, con cara asustada, que alzaba la vista a la cámara de seguridad declarando vivamente que pensaba robar algo. Julia se reconoció a duras penas. Más baja de lo que siempre había creído y con más años, casi podría echarle cuarenta, ligeramente cargada de espalda, quizá por el acto reflejo de querer pasar desapercibida. Los clientes iban en pantalón corto y en plan playero, pero ella, aquella mujer de pelo enmarañado y cara de ida, se desviaba hacia la indigencia. Iba proclamando a los cuatro vientos que no tenía nada. Era como si hubiera cosas, detalles que en el fondo uno no quiere que se sepan, pero que a la postre se notan. ¡Y cómo se notan! Y aunque ella durante sus veintiocho años de vida jamás había sido una marginada, por decirlo de alguna manera, ahora sí que lo era.

Por un instante un golpe de bochorno la envolvió y la dejó sin entendimiento: las cámaras de seguridad la enfocaban cuando escondió la botella entre el papel higiénico. Se la veía mirando a los lados y metiendo la botella detrás de una pila de paquetes de veinticuatro rollos en oferta. La imagen en blanco y negro marcaba mucho los movimientos huidizos. La verdad era que la cámara por el simple hecho de fijarse en alguien lo volvía sospechoso, aparte de que todos estaban siendo testigos de cómo Julia se guardaba algo entre la camisa y el pantalón. Y además era cierto lo que había oído a veces de que la pantalla exagera la gordura, los defectos y los movimientos porque en la expresiva Julia del monitor desde los músculos a la sangre, la grasa y las células en general se habían conjurado para delatar su culpabilidad.

Todo lo que siguió fue cada vez más lamentable. Su aspecto más deprimente, claro que también uno mismo tiende a exagerar sus propios defectos y cualidades. Si se tiene la estima baja uno se fija en los defectos y si alta en las cualidades. ¿Y si tuvieran razón en la comisaría y su marido la hubiese abandonado llevándose a su hijo? De no verse en el monitor jamás se le habría pasado esta idea por la cabeza, ahora todo era posible. Una idea que duró un microsegundo, una idea que eclipsó algo que apareció en el mismo monitor. Se trataba de un hombre alzando del carro y tomando en brazos a un niño. La sangre se le volvió loca, llegó a la cabeza con tal fuerza que la sintió pasándole caliente por cada vena. Permaneció sin habla hasta que el hombre con el niño y el carro giraron por el pasillo de al lado y desaparecieron.

—Es mi marido —dijo ahogándose—. Por Dios, es mi marido y mi hijo. Llevó buscándolos muchos días.

—Señora, por favor —dijo el guarda llamado Nacho—, siéntese.

—No lo entendéis. No paro de buscarlos y están aquí mismo comprando.

Óscar miró las pantallas que los rodeaban.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Julia buscando entre todas aquellas imágenes rotas la única que la traería de vuelta al mundo normal y cuya importancia aquellos chicos no podían ni sospechar.

—No los veo, deben de estar en algún ángulo muerto —dijo Óscar.

Nacho comenzó a maniobrar y pudo ampliar la imagen ya vista con tanta intensidad que se captaban hasta los más mínimos pliegues de la ropa. Félix estaba de perfil con el polo color vino burdeos, que ella misma había doblado y guardado en la maleta y unos vaqueros. Tito iba vestido con colores alegres. Le pidió a Nacho que aumentara la imagen del carro. Había dos grandes paquetes de dodotis y botellas de agua. Le pidió a Nacho que agrandara la cara de Félix. Parecía cansado, aunque cuando estaba de vacaciones siempre parecía cansado. La espaldita de Tito como la de todos los bebés era estrecha y redondeada.

—Ése es mi hijo.

—¿Está segura? —preguntó Óscar.

Julia se limitó a mirarle tratando de que la percibiese como ella era en realidad y no como en el vídeo. Luego le suplicó a Nacho que le pasara esas imágenes varias veces, hasta que Nacho se cansó y dijo que se estaban desviando del asunto principal y que además esas imágenes eran de hacía dos días. Y detuvo la imagen en el momento en que ella cortaba las etiquetas de la camiseta con unas tijeras de pescado. Pero a ella esto ya no le importaba. Estiró el torso todo lo que pudo para alcanzar su auténtica estatura.

—Me parece que está todo claro —dijo uno de los dos—. No puede negarlo.

Los miró con nueva energía e ilusión.

—Lo he hecho por necesidad.

—Tendrá que pagar todo lo que ha consumido y no podrá volver a poner los pies en este centro si no quiere que la denunciemos.

—No tengo dinero —dijo sin dejar de mirar los monitores por si aparecía de nuevo Félix—. Por eso he tenido que comer, beber y coger algo de ropa, nada de lo que he hecho lo he hecho por gusto.

De pronto el rostro de Óscar le pareció familiar, lejanamente familiar, el tipo de reconocimiento que se ha quedado en la parte trasera de la memoria. Y por eso se dirigió a él mientras se sacaba la camiseta por la cabeza y los brazos en alto.

—Toma.

Ni él ni Nacho hicieron intención de cogerla. Entonces Julia la arrojó sobre el respaldo del sillón de ruedas.

—También cogí unas bragas, pero las llevo puestas.

Los dos fingieron que no habían oído. No consintieron que esta frase entrase en sus vidas.

—Bueno, haced rápido lo que tengáis que hacer. He de encontrar a mi marido y a mi hijo.

No se le escapó que Óscar y Nacho cruzaban una mirada de entendimiento.

—Queremos enseñarle algo raro. Es pura curiosidad. Terminaremos pronto, no se preocupe.

Nacho dio al botón y apareció ella de nuevo en pantalla en un blanco y negro distante, solitario y torcido. Las estanterías no parecían las mismas. Contempló con aprensión cómo se movía en ese mundo lejano y oscuro que tenía poco que ver con el supermercado real.

—Mire —dijo Óscar— aquí está en la zona de los aceites y vinagres. Fíjese bien.

Julia se fijó. Puso toda la atención que pudo y lo que ocurrió fue que pasó de verse a no verse. Primero estaba ella con una botella de yogur líquido en la mano, que efectivamente recordaba haberse bebido, y al instante ya no estaba ante las estanterías ni más allá en ese pasillo. Al principio aquello no tuvo ningún significado. No entendía bien el mundo de aquel monitor de ángulos, brazos y manos cogiendo un producto. De pronto Julia volvió a aparecer ante las estanterías otra vez. Y no habría entendido qué era lo que sucedía en la pantalla si Nacho no hubiese hecho hincapié en que había desaparecido unos segundos del lugar donde estaba para volver a aparecer sin que la grabación se hubiese interrumpido en ningún momento.

Julia les preguntó qué sentido tenía aquello. Lo más seguro es que fuera un fallo técnico y de no serlo no tenía ni idea y no le encontraba el interés, aunque en el fondo sospechaba que tal vez fuese una señal, pero ¿de qué?

—¿No recuerda qué hizo después de coger la botella? —preguntó uno de los dos.

—Me la bebí.

Pasaron de nuevo la imagen.

—Centrémonos en la botella —dijo Óscar.

Julia al igual que ellos clavó la mirada en aquella mujer desgreñada del monitor, que tomó el yogur del carro, lo abrió y se lo llevó a la boca. Intentó recordar qué había pensado en ese momento, pero no pudo. La presencia de Óscar y Nacho le ponía más nerviosa de lo que ya estaba. De improviso el espacio donde se encontraba ella con el yogur en la mano quedó vacío, sin embargo se veía el carro con el paquete de jamón de york. Y unos segundos más tarde, contabilizados por Nacho como cuarenta y cinco, volvió a entrar en escena. El yogur ahora estaba abierto, y puso el envase vacío en el carro. Se lo había bebido y empezó a empujar el carro por el pasillo.

—No entiendo qué importancia tiene —dijo Julia considerando que en el fondo sí la tenía aunque aún no fuese capaz de descifrarla—. Son cosas de la imagen, de las cámaras.

—Bien —dijo Nacho—. No hay nada más que hablar. La dirección le ruega que no vuelva a poner los pies aquí.

—¿Eso es legal? —preguntó ella.

—Es mejor que denunciarla, ¿no cree? —contestó Nacho.

En lugar de seguir con la discusión, Julia pidió hacerle una llamada a su marido.

Pero Nacho le dijo que con el euro que le había dado antes podía volver a intentarlo en las cabinas de fuera. Y Óscar la acompañó en silencio hacia la salida.

—Si ve a mi marido, ¿podría decirle que he estado aquí?

—Claro que sí. Siento lo que ha pasado.

—No soy una vagabunda. Sólo me encuentro en una situación difícil. En realidad, no soy como ahora me ves. Soy más joven y más normal.

O por lo menos, pensó, era lo que había creído siempre.

—Claro que sí —repitió Óscar.

Prácticamente la acompañó hasta la puerta del coche para cerciorarse de que abandonaba las instalaciones.

—Vaya, un Audi, no está mal para no tener nada.

Julia se vio reflejada en los ojos casi negros y brillantes del chico. Él había dado con la solución. Podría vender el coche y con lo que le diesen alquilar un apartamento, otro coche, llamar por teléfono cuantas veces quisiera, mejor aún, tener su propio móvil, viajar a Madrid, si no fuera por el inconveniente de no saber cómo se las arreglaría para la venta sin el carné de conducir, ni el DNI. La documentación del coche seguía en la guantera, pero estaba a nombre de Félix.

—¿Sabes de alguien a quien le interesara comprármelo?

—¿Por cuánto?

—No lo sé, nunca lo había pensado.

Óscar asomó la cabeza por la ventanilla y consultó el cuentakilómetros.

—Tres mil euros más o menos.

¡Mierda!, pensó Julia, podría hacer tantas cosas con ese dinero.

—Hay un problema —dijo Julia.

Pero Óscar miró el reloj con prisa.

—No puedo entretenerme más —dijo—. Si quiere, suelo tomarme una copa en La Felicidad a eso de las doce.

Echó una ojeada al reloj de Óscar. Eran las siete y media.

Tenía que hacer muy buen uso de la gasolina. Los rayos de sol eran cobrizos, como si a esta hora de la tarde la luz se hiciera más pesada y fuese bajando y bajando hasta fundirse con la tierra. Félix ahora estaría bañando a Tito. El coche estaba envuelto en hilos de oro viejo. Óscar ya se había ido, y ella pudo sentarse a reflexionar abrazada al volante, que en los últimos tiempos se había convertido en su gran punto de apoyo. Mantuvo los ojos cerrados hasta que prácticamente se olvidó del lugar donde se encontraba. Estaba logrando recordar. Era lo mismo que hizo cuando cerró los ojos para beberse el yogur líquido junto a las estanterías de aceites y vinagres. Había cerrado los ojos mientras bebía y entonces notó que ya no estaba allí, que su espíritu había conseguido llegar al apartamento junto a Félix y Tito. Los oyó y los olió con toda claridad. Los sintió aunque no los vio quizá por mantener los ojos cerrados. En estos cuarenta y cinco segundos puede que no sólo se hubiese fugado su espíritu del supermercado, sino también el cuerpo puesto que el vídeo la había perdido totalmente.

Puede que hubiese ocurrido un milagro y que Julia no hubiera sabido aprovecharlo. El caso era que nada más abrir los ojos reapareció junto a las estanterías y todo volvió a la normalidad. En el coche el esfuerzo mental que le había supuesto esta conjetura le fatigó tanto que la invadió una gran somnolencia. Y habrían transcurrido unos cuantos minutos cuando unos dedos le resbalaron por el pelo y tuvo un estremecimiento, mientras oyó una voz que decía, «Te estamos esperando». Era la voz de su madre. La voz que su madre tenía cuando ella era pequeña. Más joven, más clara, y un poco autoritaria. Llevaba puesto el anillo luminoso.

—Este anillo siempre te ha gustado —dijo su madre poniéndoselo—. Lo llevas en el dedo corazón de la mano derecha. Cuando creas que todo está demasiado oscuro, el anillo te iluminará un poco el camino.

Su madre volvió a decir, «Estamos a tu lado. Te estamos esperando».

Entreabrió los ojos despacio, con miedo, haciendo un esfuerzo por reconocer el sitio donde estaba. Vio el volante negro de goma maciza, el parabrisas, el retrovisor y le pareció que la marea, después de arrastrarla por el mundo invisible, había vuelto a dejarla en el coche en la misma posición del principio.

Félix

El mundo de Félix presentaba pocas alternativas. No había mucho que pensar en cuanto a sitios a los que ir. El hospital, el apartamento, el supermercado, la piscina de los apartamentos y la playa cerca de los apartamentos. Angelita se quedaría con ellos hasta ver qué pasaba, y habían empezado a turnarse para que Tito pudiera disfrutar del aire libre y de un ambiente normal, pero procuraría pasar las noches en el hospital para que ella no enfermara de cansancio. A pesar de que le daba miedo que pudiera caerse por las mil escaleras que había que recorrer para salir o entrar del apartamento con el niño en brazos, prefería cerrar los ojos, a fin de cuentas nada se podía controlar al milímetro, aunque sí le sugirió que se pusiera zapatos planos para mayor tranquilidad de todos.

El plan era que Félix después de pasar la noche con Julia y después de que la visitaran los médicos por la mañana iba al apartamento a buscar a su suegra, la dejaba en el hospital y volvía a por ella a eso de las siete de la tarde. Lo ideal era permanecer tanto por la mañana como por la tarde por lo menos una hora con Tito en la habitación, más por la tarde. Se consideraba beneficioso reunirse en torno a ella y hablarle directamente como hacía Hortensia, la enfermera, aunque les diese pudor porque parecía que todos estaban fingiendo, incluida la propia Julia. Pero Angelita estaba dispuesta a hacerse con la situación a toda prisa, lo que suponía una gran ayuda para Félix.

—Hoy Tito se va a bañar en la playa, ¿verdad, cariño? —dijo Angelita esta misma mañana—. ¿Recuerdas Julia cuánto te gustaba la playa de pequeña? No parabas de bucear, nunca te cansabas de estar en el agua, así que salías arrugada como un garbanzo.

Abel seguía encontrándose mejor en este cuarto que en el suyo e incrementando las visitas, si es que eso era posible. También estaba ahora aquí, descubriendo un aspecto de sus capacidades hasta ahora desconocido para Félix: su gran conocimiento del precio de cualquier cosa, incluso de las más estrambóticas. Un airbus, un caballo árabe purasangre, una isla, un río en caso de que se pudiera vender, una central térmica, una plancha de acero, la rueda de una bicicleta. Acertó la cantidad exacta del alquiler que Félix pagaba por el apartamento e hizo un cálculo de lo que podría haber costado construir toda la urbanización y lo que supondría poseer una parcela en la luna. Y a Félix no se le escapó que a veces los miraba poniéndole un precio a cada uno. En cualquier otra circunstancia le habría preguntado a qué se dedicaba, suponía que habría trabajado en un banco o que habría sido contable y que ahora estaría jubilado, puesto que debía de rondar la edad de Angelita. Pero no quería que esa información completamente inservible ocupara ni un milímetro de su cabeza. Con seguridad el doctor Romano le diría que la capacidad mental se desarrolla con el uso y que el saber no ocupa lugar, pero Félix no estaba tan seguro porque mientras pensaba en ese ser indiferente llamado Abel el resto de pensamientos se quedaba en la retaguardia, algunos arrinconados en lo más profundo de un bosque de neuronas.

Esta vez Hortensia permaneció más de lo habitual junto a la cama de Julia después de administrarle lo que ella llamaba el desayuno. Mientras tanto a Angelita se le ocurrió hablar de una tarta de chocolate, menta y vainilla que le encantaba a Julia y que era complicada de hacer. Si Julia era capaz de oírla, lo pasaría muy bien saboreándola. Se la comería con la imaginación.

La imaginación imitaría los sabores y los colores que, si se pensaba bien, en la realidad también eran imitaciones porque por lo general el sabor a vainilla o a fresa no eran vainilla ni fresa de verdad. Probablemente correspondían a combinaciones químicas que producían un efecto que en el fondo era un misterio. Como el que ciertas plantas sepan amargas o mal para avisar al cuerpo de que son dañinas. ¿No era un misterio esta relación inconsciente del cuerpo con la naturaleza? Y a decir verdad, lo que se iba descubriendo con la vida es que no sólo es un misterio lo que no se entiende, sino también lo que se entiende perfectamente.

Desde luego, Félix y Angelita estaban de acuerdo en que no querían quedarse de brazos cruzados esperando que ocurriese un milagro. Podían comenzar a estimularla desde fuera, desde la vida normal. Claro que ellos no eran médicos y podrían hacerlo mal. Pero por otra parte, si no había comprendido mal a Romano, también los expertos andaban un poco a ciegas, así que consideraron que lo mejor sería pensar en lo que a Julia le gustaba. Y a Julia de niña, según Angelita, le gustaba disfrazarse con los vestidos de su madre. También le había gustado mucho un pañuelo de seda blanco con dibujos en negro. En cuanto desaparecía del armario o de la ropa sucia era porque Julia lo había cogido. Tenía un magnetismo especial para ella y de haberlo conservado, su madre lo habría traído y se lo habría puesto encima, pero es imposible saber qué cosas del pasado hay que llevarse al futuro. Lo que sí existía era otra cosa más accesible, un anillo que Angelita llevaba con mucha frecuencia en el dedo anular de la mano derecha. Era redondo y el engarce de oro le cubría prácticamente la falange. La piedra era un citrino gigante en que se reflejaba la luz y por eso Julia, de niña, lo había bautizado como el anillo luminoso. Resultaba bastante llamativo y solamente con él Angelita daba la sensación de ir enjoyada de pies a cabeza.

—Me lo regaló Enrique antes de casarnos con unos pendientes a juego.

Abel sacó unas gafas de cerca del bolsillo de la chaqueta del pijama y se las puso para verlo mejor.

—Se podría vender por diez mil, euro arriba, euro abajo —dijo.

Angelita haciéndolo girar en el dedo se lo quitó y se lo puso a Julia. Primero probó en el anular y como se le salía cambió al dedo corazón, en estos días había adelgazado mucho. Todos menos Tito se quedaron mirando con intensidad el anillo que en aquella cama resultaba un objeto absolutamente fuera de lugar. Y que en Julia tenía un aire casi mágico. O dicho de otra manera, si este anillo tenía alguna oportunidad de ser mágico era ahora, y Félix estaba convencido de que los demás también participaban de esta impresión, de que si este anillo era un objeto querido y deseado por Julia y que si notaba la sensación de llevarlo puesto y su cerebro registraba esta sensación como un estímulo bueno y reconfortante y le ayudaba a crear agradables sueños y pensamientos entonces era un anillo que actuaba a su favor y la protegería y le daría suerte.

—Hija, te estamos esperando —dijo su madre—. No lo olvides, te estamos esperando.

Y en ese momento ocurrió. Ocurrió algo inesperado y que en otras épocas, según el doctor Romano, habrían llamado milagroso. Tal vez fuese una coincidencia el que los músculos de la cara se le relajaran a Julia en una gran sonrisa. Quizá fuera pura sugestión, pero era algo y Angelita y Félix se miraron emocionados.

No tanto Abel, que movió la cabeza negativamente.

—Cualquiera se lo puede quitar. En el momento en que se quede sola en la habitación entrará alguien y se lo quitará. Siempre hay algún sinvergüenza al acecho.

Él no se había dado cuenta del gesto de Julia, ni le pusieron al corriente. Lo que era seguro es que el cerebro de Julia ya había captado y procesado la presencia del anillo, y el hecho de que de pronto desapareciera, si es que se lo quitaban, le haría notar su ausencia y podría pensar que lo había perdido, lo que le produciría una gran angustia.

—Ya no podemos quitárselo —dijo Félix—. Esté ella donde esté le dará valor y seguridad.

Tito había estado pasando de brazo en brazo y no había llorado ni una vez, porque cuando lo intentaba, Abel lo señalaba con el dedo, que parecía envuelto en papel de fumar, y luego lo dejaba caer sobre su cabeza. Y Tito no sólo daba marcha atrás en el asunto de las lágrimas, sino que se adormecía. Félix no estaba seguro de si esto sería sano o no, el caso es que le dejaba hacer al tiempo que se sentía un cobarde por permitirlo una y otra vez.

—Muy bien —dijo Abel enderezando el manojo de huesos que cubría el pijama—. Me marcho a mis aposentos. Pero el anillo va a durar poco en esa mano.

Y salió arrastrando las zapatillas de piel con unas iniciales grabadas, que durante estos días se habían ido fijando en la memoria de Félix como la puesta del sol o la salida de la luna.

Julia

Te estamos esperando, le había dicho su madre. Pero ¿dónde la estaban esperando? Era lo malo de los sueños, que los mensajes nunca estaban completos. Al igual que la vez que oyó el llanto de Tito en el semáforo, la voz había sonado dentro y fuera de su cabeza, dentro y fuera del coche, en un lugar que era y no era éste, por lo que nada extraño que hubiese vivido hasta este momento era tan extraño como esto. Abrió los ojos ya completamente alerta. Se había quedado traspuesta unos minutos sobre el volante. En ese lugar invisible era quizá donde su madre le decía que estaban esperándola. Cosas de la mente. Se decía que el cerebro estaba por descubrir y puede que tuviesen razón. Notaba el anillo en el dedo, su peso, el contacto metálico. Era un círculo sin principio ni fin. Si uno fuese andando por ese círculo tendría la sensación de ir hacia delante y, sin embargo, también estaría retrocediendo y dando vueltas, como ella estos días. Su madre desde la vida normal le enviaba un mensaje, que sin duda era producto de su propia imaginación, pero que lograba aliviarla y que no se encontrara tan desvalida. Seguramente ella misma valiéndose del recuerdo de su madre ponía en palabras algo que su familia, estuviera donde estuviera, querría trasmitirle.

Puso en marcha el coche. El sol se iba ocultando dejando un rastro de sangre a su paso. Y cuando fijó la vista en el volante vio sobre la goma negra, en el dedo corazón, el anillo. Ya no era un recuerdo, era real. Puede que lo hubiese tenido todo el tiempo con ella y que no hubiese reparado en él hasta que lo apurado de la situación la había obligado a invocar a su madre. Ésta podría ser una explicación de por qué había sentido claramente su voz y cómo le acariciaba la cabeza.

Tiró hacia el puerto. Aparcaría e iría de nuevo a la comisaría. Esta vez pediría que mandaran una unidad a investigar todos los complejos Las Adelfas y que recorrieran las playas de Levante y de Poniente y todas las que hubiese más allá, y también pediría que no parasen de llamar al móvil de Félix.

Aparcó en el solar de costumbre. La lonja chorreaba agua. Algunos limpiaban las barcas. Era una imagen que había visto muchas veces y que siempre era agradable. Las barcas de madera tenían gruesas capas de pintura. Eran blancas o verdes y olían a brea. En una de ellas se leía «Vanessa» y en otra «Duende». El agua pegaba suavemente contra sus flancos.

En la puerta de la comisaría los africanos de las túnicas la saludaron con las cabezas. El que siempre estuvieran allí, hacía que apenas se reparase en ellos. Su seriedad, su quietud, su mirada perdida en otro paisaje, los volvían casi invisibles. Una mujer joven, de unos treinta años, con turbante clavó en ella sus ojos como si quisiera decirle algo.

Puede que hasta que uno no está enfermo no comience a fijarse en los enfermos y hasta que no se tenga hambre, en los hambrientos. Y ahora que Julia necesitaba ayuda se fijó en esta mujer que también parecía necesitada y en la que jamás antes habría reparado.

—Hola —dijo Julia—. ¿Necesitas ayuda?

—Estoy esperando —dijo cambiando de postura.

Su voz era cálida y un punto áspera en algunos sonidos y recordaba la arena caliente del desierto.

—Espero que me devuelvan el pasaporte —dijo.

—¿Cómo te llamas?

Se llamaba Monique Wengué o algo así. En un primer vistazo Julia creyó que iba descalza, pero luego vio que llevaba unas sandalias de suela muy finas sujetas por el dedo.

El guardia de la puerta le preguntó a Julia qué quería, y ella dijo que denunciar un robo. Arriba sólo había dos funcionarios hipnotizados por las pantallas de sus ordenadores, y tuvo que llamar la atención de uno de ellos pronunciando un sonoro buenas tardes. Explicó lo más sencillo y fácil de entender, que le habían robado el bolso con la documentación y necesitaba algún resguardo que acreditara su identidad. Entonces, nada más decir esto, de debajo del mostrador comenzó a surgir una figura. Pelo rubio de seda escapándose del pasador y cola de caballo cayendo sobre la camisa azul recién planchada del uniforme. Reconoció a Julia, y Julia a ella. Era la funcionaria esplendorosamente pulcra. Llevaba una pulsera con pequeños colgantes que tintineó al levantarse. Era una pulsera que estaba de moda, la llamaban la pulsera de la suerte.

Guiñó sus ojos azules para recopilar todo lo que sabía sobre Julia.

—Se trataba de la desaparición de su marido y su hijo, ¿verdad?

Julia hizo un gesto afirmativo mientras la funcionaria abría una carpeta.

—Lo siento —dijo—. Seguimos sin saber nada. Por aquí no han venido.

—¿Está segura?

—Completamente. Cualquier incidencia por pequeña que sea la registramos aquí. Y puedo asegurarle que no ha venido nadie llamado Félix preguntando por alguien llamada Julia.

Entonces intervino su compañero con cara de recelo.

—A mí me ha dicho que le han robado la documentación y que quiere denunciarlo.

—¿Es eso cierto? —preguntó la funcionaria separándose con un pequeño soplo unas hebras doradas que le habían ido a parar a la boca.

—El caso es que cuando iba camino del apartamento que ahora no logro encontrar se produjo un accidente en la carretera y al salir para enterarme de qué había pasado me robaron el bolso del coche. Estoy sin nada y para retirar dinero del banco necesito identificarme.

—Bien, entonces no nos liemos —dijo él, que ya se había formado sobre ella una opinión nada favorable—. Se trata de dos cosas distintas. Una es el robo del bolso y otra la pérdida de sus familiares.

—Esto sí que es nuevo —añadió la del pelo maravilloso—. ¿Qué quiere denunciar exactamente, la desaparición de su familia o el robo del bolso?

En cualquier caso, los trámites había que hacerlos al día siguiente, así que decidió no insistir más y no crear con su tozudez una situación tensa del mismo calibre que la surgida en la sucursal bancaria, donde sabía que no sería bien recibida.

Cuando bajó, Monique ya no estaba ni el resto de africanos con túnicas, incluso ellos, dentro de su precariedad, tendrían un sitio donde ir. El atardecer iba pasando del tono cobrizo a otro de plata mate, de brillo apagado. Anduvo lentamente por el puerto camino del solar donde permanecía aparcado el coche. Pero antes de llegar se sentó en un saliente de cemento a descansar y a contemplar cómo el mar cambiaba del gris al negro y empezaba a reflejar la luz de la luna y las de las urbanizaciones que lo iban rodeando hasta donde podían. Si no fuese por todas las preocupaciones que la atormentaban se habría sentido completamente libre, lo que en cierto modo significaba que mientras se tuviera memoria no se podía llegar a ser del todo libre, puede que ni siquiera un poco libre.

Su próximo objetivo consistía en que llegasen las doce para ir a La Felicidad. Y se dio cuenta de que podría estar así, contemplando el mar casi sin cambiar de postura hasta esa hora. Y le pareció que flotaba sobre la masa oscura y que estirando los brazos podía cruzarla de lado a lado y que era todo muy fácil y que no debía tener miedo en este silencio y esta paz.

Félix

Hasta la noche en que Julia salió a comprar la leche y no regresó, Félix no tuvo una noción clara de lo que era la sensación de peligro. Por todos los casos que veía en su trabajo, había llegado a la conclusión de que muchas personas se salvaban por el azar, el destino, la suerte o como se quiera llamar a una combinación de circunstancias que nos afectan favorable o desfavorablemente y también que algunas se salvaban porque presienten el peligro y logran anticiparse a los acontecimientos unas décimas de segundo. Y también que a otras les atrae el peligro. Ahora Félix empezaba a tener miedo, lo que no podía permitirse de ningún modo porque si algo debilitaba y le hacía a uno sentirse inseguro y en manos de fuerzas incontrolables era precisamente el miedo.

Desde niño no había vuelto a sentir lo que sintió la tarde del cuarto día. El mundo tenía ahora cuatro días de antigüedad, el tiempo que llevaba Julia en el hospital. Antes había un mundo y ahora había otro aunque a ojos del resto de la gente pareciese el mismo. Como siempre, por la mañana fue a recoger a su suegra al apartamento para llevarla al hospital. Y a eso de las once, de vuelta de nuevo en el apartamento, pudo ducharse, desayunar y dormir un rato. Sobre todo, necesitaba estirarse todo lo largo que era sobre el colchón y cerrar los ojos aunque no durmiese. Mientras, oía los aspersores como quien está viendo una película, porque no pertenecían a su mundo real, nada normal pertenecía a su mundo real. Su mundo real era una isla de la que no se podía salir por muchas vueltas que se dieran. Aunque se intentase y se idearan nuevos caminos, al final todo empezaba y terminaba en Julia y no había escapatoria.

Al mediodía después de darle a Tito el puré que había dejado preparado su suegra, se hizo una tortilla de atún y se la comió frente a la televisión encendida, pero pensando en Julia, pensando con toda intensidad qué más podía hacer para arrancarla de ese estado. Tal vez traerla al apartamento para estar con ella constantemente. Se tumbó y se quedó de nuevo dormitando. Durmió en profundidad una media hora, más que durante el tiempo que había estado en la cama. Lo despertó Tito. Hacía calor en el apartamento. Era el momento en que había que cerrar las persianas y las cortinas porque el sol se metía por todas las rendijas. Le cambió y pensó que donde mejor estarían sería en la orilla de la playa.

Se bañaron. Félix tomó a Tito en brazos y lo sumergió varias veces en un agua tan cristalina y verdosa como si el fondo estuviese formado de esmeraldas. Tito movía las piernas de alegría y gritaba. Estaba viviendo, estaba siendo feliz y no lo sabía. Los rayos del sol los traspasaban y los volvían invisibles. El pelo infantilmente rubio de Tito desaparecía entre los reflejos del agua. Todo era demasiado grandioso para ser cierto. Sacó a su hijo pisando con dificultad sobre guijarros y lo enrolló con la toalla aterciopelada de peces y medusas que Julia le había comprado. Le puso el pequeño sombrero que también le había comprado para la playa. A Félix habían empezado a escocerle los ojos en el agua y no paraban de caerle las lágrimas. La puta sal. Vistió a Tito con un pañal, una camiseta de tirantes y otra de manga corta. Donde ellos estaban el aire empezaba a correr más de la cuenta. Era el momento de la retirada. Cuando llegase al hospital, le diría a Angelita que diese al niño por bañado, que ningún agua puede ser tan sana como la del mar. Sólo le lavaría la cara para que no la tuviese tirante. Además, siempre sufría al imaginar a su suegra sacando a Tito de la bañera con sus flacos brazos. Siempre sufría imaginando que se le escurría al suelo.

Cuando ya lo había acomodado en la silla y le había dado zumo del biberón, se giró hacia el mar y se pasó las manos por la cara. Apretó un poco los párpados con los dedos para aliviar el escozor y al volver a abrirlos, la vio.

—Hola tigrecillo —le dijo a Tito.

Era una chica de unos dieciocho años, tal vez menos. Por su trabajo estaba acostumbrado a calcular la edad con bastante precisión. Incluso en la gente que parece mucho más joven de lo que es hay rasgos a veces imperceptibles para ellos mismos que delatan el paso del tiempo.

—¿Cómo se llama? —le preguntó a Félix.

—Tito, ¿y tú?

—Sandra. ¿Es tu hijo esta monada?

Félix asintió. Qué suerte tenía Sandra, aún no estaba encerrada en una isla. Era una chica alegre y superficial como todos querrían ser siempre, o al menos un poco más de tiempo, y en algunos casos se contentarían con haberlo sido por lo menos una vez.

—Vives ahí —dijo Sandra volviéndose hacia los apartamentos—. Y yo también, soy tu vecina. Te veo entrar y salir con esta preciosidad. También os veo en la piscina. ¿A que sí, Tito, guapo? Pero tú tienes la cabeza en otro sitio, no ves a nadie.

—Ya —dijo Félix sin querer ser descortés, pero deseando cortar la conversación.

Por el moreno de la piel, Sandra llevaría alrededor de un mes correteando por la playa. Tenía unas partes más ennegrecidas que otras porque el sol se le había ido pegando mientras se bañaba o hacía deporte y no tumbada en una hamaca. Los ojos se habían contagiado del color verdoso del mar y resultaban más bonitos de lo que serían en otra parte y el pelo lo llevaba cortado con unos mechones más largos que otros. Unos eran rojos, otros rosas y otros negros. Un pequeño alfiler le atravesaba la ceja y un tornillo plateado el labio. En las muñecas llevaba atadas cintas que dejaban líneas de piel blanca al descubierto. Debía de ser una punki y seguramente para vestirse usaría botas militares y pantalones rotos y mataría el tiempo hablando con los colegas sentada en el sillín de una moto. La naturaleza y el aire libre no parecían su sitio natural.

—Estamos formando un equipo de voleibol. Mañana vamos a jugar un partido, ¿te apuntas?

Puede que Félix al ir en bañador no aparentase la edad que tenía ni lo clásico y del montón que era. Julia se había empeñado en comprarle uno de esos meybas modernos que arrancan bastante debajo del ombligo y que llegan a las rodillas y ahora ocurría esto. Tampoco llevaba las gafas, hasta que no se secase del todo no pensaba ponérselas. Se pasó las manos por el pelo porque con el agua se le habría revuelto, cayeron granos de arena y sal y sintió que con este bañador y este pelo estaba siendo otro, alguien que le podría gustar a aquella chica.

Ella dirigió la vista hacia Tito.

—La señora mayor puede cuidarle —dijo ella.

Quizá se había quedado traspuesto tumbado en la arena y esto era una fantasía provocada por la necesidad de salir de su pequeño y angustioso mundo, y Sandra representaba una vida en que todo era posible. A ella los ojos se le entrecerraban tras la pantalla verdeazulada del aire. De los hombros le salía luz. A su espalda se extendía un desierto de arena con toallas y sombrillas.

—Piénsate lo de mañana —dijo riendo de tal manera que se le formaban dos pequeños hoyos a los lados de la boca. La nariz era aguileña y la piel se le estiraba y brillaba especialmente en el pabellón—. Necesitamos a dos más y uno tienes que ser tú.

—Bien, me lo pensaré —contestó Félix enrollando la esterilla.

—Espera. Mira cómo estás de arena. Podrías bañarte mientras yo cuido de Tito. Aprovecha mientras estoy con él. ¿A que sí, terroncito?

La verdad es que le sentaría muy bien meterse en el agua esmeralda y bracear un rato, libre, tranquilo. Cuanto mejor se encontrara de ánimo mejor podría atender a Julia.

—Venga-dijo ella, sentándose junto al niño. Cogió el biberón con zumo y se lo puso en la boca.

Félix consultó el reloj. Total eran las cinco y cuarto, había tiempo para bañarse, cambiarse de ropa e ir a recoger a su suegra. Echó a correr hacia la orilla, bueno, no a todo correr, a medio correr, no le salía de dentro disfrutar plenamente de los momentos. Tuvo que ir metiéndose poco a poco hasta no hacer pie. Le quemaba la frente y los ojos continuaban escociéndole. Entre las piernas flotaban algas y minúsculos peces. Se zambulló lo más profundo que pudo y abrió los ojos. No quería pensar en el escozor. Buceó hasta que no pudo más. Al salir respiró hondo y se puso boca arriba haciendo el muerto. Se dejó llevar. El calor del sol y el frío del agua eran una combinación perfecta. Luego nadó hasta que le pareció que se había alejado demasiado mar adentro. Así que comenzó a bracear hacia la orilla, pero el oleaje no le dejaba avanzar. No le importaba, el esfuerzo le venía bien, no tenía ninguna prisa por llegar. Era un pez transparente, un habitante del mar.

Cuando por fin salió, trató de buscar a Tito y a Sandra con la vista, pero se encontraba desorientado. La playa de repente se había llenado de gente. Parecía que se habían multiplicado los niños en sus sillitas y las Sandras vagando por allí, hasta que localizó el color teja de los apartamentos asomando detrás de otros amarillos que asomaban tras paredes blancas y la posición respecto a ellos de su hijo y la desconocida en cuyas manos lo había dejado. Pero seguía sin verlos. Miró el reloj. Hacía sólo veinte minutos que se había metido en el agua, aunque allí había perdido la noción del tiempo y le había dado la impresión de que era mucho más. Le pareció reconocer a una pareja que ya estaba tumbada en las hamacas cuando llegaron Tito y él a eso de las cuatro, pero se encontraban tan ensimismados bronceándose que era inútil preguntarles nada.

Muy bien, se dijo para no desanimarse, tarde o temprano daré con ellos. Recorría la playa a grandes zancadas, aminoraba cuando avistaba un niño o una chica de las características de Sandra y lanzaba la mirada contra los pequeños campamentos esparcidos por la arena por si reconocía la toalla de peces y medusas de Tito. Pero ¿hasta dónde pretendía llegar? La playa era muy larga, podría tardar más de una hora en recorrerla. Volvió sobre sus pasos con la esperanza de encontrarlos donde los había dejado, de que antes, por esas cosas inexplicables que pasan, no los hubiese visto. Regresó corriendo todo lo rápido que la arena le permitía. Con la diferencia de que ahora descubrió una cucharilla brillando semienterrada. Era la cucharilla con la que le había dado el yogur a Tito, no había la menor duda. Así que debía ir a los apartamentos y hablar con alguien, preguntar por la chica y pedir prestado un móvil para llamar a la policía.

La arena, cuanto más alejada de la orilla más quemaba, pero el asfalto era peor, le abrasaba los pies. ¿Cómo se le había ocurrido dejar a Tito con una desconocida?, debía de estar realmente mal para perder así el sentido común y la noción de lo que está y no está bien. Tito era su hijo, un hijo pequeño, indefenso con el que cualquiera podría hacer lo que quisiera. Era lo que más quería en el mundo y lo había abandonado con cualquiera para darse un chapuzón en el mar. ¿Tan vital era darse un baño? Había llegado a un punto en que se sorprendía a sí mismo. No tenía llave para entrar, la había dejado en la bolsa de osos, y tuvo que esperar a que saliese alguien. Se había fiado de Sandra, no había sabido leer bien en su cara. Los hoyos junto a la boca y los piercings lo habían despistado. Le había confundido su espontaneidad. La chica miraba a los ojos y no trataba de ocultar ninguna parte de su cuerpo, no se cruzaba de brazos ni creaba barreras de ningún tipo entre ellos, inspiraba confianza, pero tal vez el sol le había impedido percibir la micromusculatura de la cara, la que se esconde tras la musculatura más evidente, por ejemplo la que se contrae alrededor de los ojos cuando uno se ríe de verdad y no finge. Hasta ahí no había llegado, ni siquiera había pensado en ello. Se había dejado arrastrar por la novedad y cabía la posibilidad de que le hubiese engañado.

Despachó con rapidez varios pasadizos y saltó sobre las palas y los cubos de unos niños para poder toparse con la piscina. Eran las seis y media y el momento de mayor barullo en la urbanización, la transición entre la siesta y la hora de la cena, que para los extranjeros empezaba a las ocho. A esa hora, como si alguien diese una palmada, los veraneantes aparecían vestidos y arreglados con prendas claras que oscurecían más la bronceada piel, y hasta los más feos resultaban guapos, y hasta los más cascados, sanos. Todo el mundo participaba de un aspecto saludable que se extendía por todas partes. Los niños se estaban lanzando a la piscina de las formas más extravagantes posibles y el agua estallaba en el aire. Sombreando el césped había diversos árboles de los que Félix solamente podía identificar por su nombre el sauce llorón. Abuelas, madres jóvenes, padres de cuarenta años con aire ausente, adolescentes haciendo tiempo para que llegara la noche.

Se paró en seco. Tras las lánguidas ramas del sauce vio la bolsa de osos colgando de la silla y a su lado a Tito en los brazos de Sandra. En un brazo, mejor dicho, porque con la otra mano fumaba y la alargaba lejos de Tito lo más que podía, pero la dirección del viento lanzaba el humo hacia él. Y todo esto ocurría fuera de Julia, en otro universo distinto al suyo en que ella no sabía absolutamente nada de Sandra.

La voz de Félix sonó dura, era imposible que sonara de otra manera.

—Os he estado buscando.

Sandra no dijo nada, mantuvo el aire risueño de la cara como pudo, los hoyuelos se le alisaron y los ojos se oscurecieron un poco. Era la musculatura externa la que aguantaba el tipo, la interna se había desmoronado.

—¿Por qué lo has hecho? —dijo apretando las mandíbulas de una manera que él sabía que era desproporcionada, pero que por primera vez no podía controlar y quizá cuando pudiese controlarla ya fuese tarde y hubiese dicho algo irreparable.

—Pero ¿es que no me oíste? —replicó ella.

Félix negó con la cabeza, era mejor tener la boca cerrada. Notaba el peso del sol y la sal en los hombros. Tito lo miraba alegremente, aún no le afectaba que su padre estuviera enfadado.

Resultaba que nada más sentarse junto a Tito el viento empezó a meterles arena en los ojos, y no era plan, sobre todo por el niño, así que cuando Félix iba hacia el agua Sandra le gritó que se llevaba a Tito a la piscina de los apartamentos. Creía que le había oído, le pareció ver un gesto de la mano afirmativo.

De todos modos, no parecía amedrentada porque tuvo serenidad para reparar en los pies desnudos de Félix. ¿No había visto las chanclas? Se las había dejado allí, pero claro, la arena las habría cubierto.

Félix le quitó al niño de encima, lo puso en la silla y echó un vistazo alrededor por si se dejaban algo. Ella continuó en la misma postura, con el brazo del cigarrillo estirado.

—En el futuro cuando nos veas aquí, en la playa o donde sea, mantente alejada de nosotros.

Ahora sí que a Sandra le cambió la expresión, sólo se le ocurrió dar una calada y mientras la daba la silla de Tito traqueteó por los adoquines rosas.

Fue a este último minuto al que no paró de darle vueltas Félix en la cabeza mientras le preparaba la papilla de frutas a Tito; mientras se la daba, le cambiaba y le pasaba la esponja por la cara y la cabeza y mientras se duchaba rápidamente y respiraba aliviado porque su hijo estuviese sano y a salvo aunque hoy Angelita debiera regresar más tarde al apartamento. No le contaría nada, no valía la pena alarmarla con hechos que no habían ocurrido en realidad. Los únicos hechos que importaban eran los que cambiaban las cosas. Ahora que se había apaciguado, la frase que le dijo a Sandra le parecía brutal.

En el trayecto al hospital no le habló a Tito como solía hacer, lo sentó y le puso el cinturón de seguridad mecánicamente sin pensar en lo que hacía porque su comportamiento con Sandra le reconcomía. Se había dejado llevar por un impulso primitivo, el impulso de desahogarse. En el momento en que los vio a Tito y a ella comprendió que a la chica no la había guiado ninguna mala intención, sin embargo, él no quiso relajarse, no quiso sentirse aliviado porque había algo más profundo que sólo le concernía a él. Si se trataba con un poco de objetividad a sí mismo, lo que tenía era un gran sentimiento de culpa porque había estado disfrutando como pocas veces del agua y de la vida mientras se bañaba y porque había sido feliz. Se había comportado como un energúmeno puesto que Sandra no sabía nada de lo que ocurría. Supondría que estaba divorciado y que pasaba las vacaciones con su hijo y su madre. Supondría que todo el mundo que está en una playa tendría ganas de pasarlo bien, y supondría que en el fondo le estaba haciendo un favor arrancándole de su monotonía, y puede que acertase. Así que, si tenía tiempo y ganas y si el remordimiento persistía después de ver a Julia, buscaría la manera de disculparse.

Como siempre que entraba en el hospital, le dio la impresión de que las puertas se cerraban tras él herméticamente, lo que tampoco le importaba mucho porque era el único sitio en que no pensaba en el hospital.

Y como siempre, recorrió el pasillo y al llegar al cuarto de Julia le pareció oír una voz. El instinto le dijo que debía detenerse. Era la voz de Abel, que como el humo buscaba la salida. Llegaban palabras y sonidos sueltos igual que si se escapasen de un confesionario. Debía de estar sólo él porque nadie le interrumpía, ni se oía ningún ruido más. A Félix le desagradó que, aunque dormida, un desconocido le estuviese hablando en susurros, que de alguna manera estuviera asaltando su intimidad por el oído. Si de verdad Julia era capaz de escuchar, no podría hacer nada por no enterarse de lo que este hombre le contaba, y seguramente lo que le contaba no podía decirse en voz alta, porque entonces hablaría en voz alta, a no ser que le diese pudor que alguien pensara que hablarle a Julia era como estar hablando solo.

De pronto Abel se calló, había escuchado un pequeño grito de alegría de Tito. Félix entró con él en brazos. Abel estaba sentado en el sillón junto a la cama y hacía que miraba al suelo para darse tiempo a reaccionar. En Julia no se apreciaba aparentemente ninguna alteración, pero los ojos expertos de Félix captaron la tensión de la frente y de las manos. ¿Qué habría salido por esos labios demasiado rojos? No se atrevió a preguntárselo porque no sabía si la agresividad que se le había despertado con el asunto de Sandra ya estaba superada. Tal vez si empezaba a increpar a Abel no pudiera controlarse. Abel levantó la vista y mostró su rostro quijotesco.

—Tu suegra ha bajado a tomarse algo a la cafetería, se sentía un poco mareada. Los enfermos soportamos bien este ambiente, pero para los que venís de la calle es muy agresivo.

—¿Cuánto tiempo hace que ha bajado? —preguntó Félix dejando a Tito sobre la cama vacía. Ya no se molestaba en traer el capazo para este pequeño rato, sólo un biberón con agua y el chupete.

—Una media hora, tal vez menos.

Félix pensó que media hora hablando era mucho tiempo y también Abel, que debía de tener en cuenta el hecho de que le hubiesen oído, pero no podía acortar ni alargar el tiempo. Félix permaneció de pie al lado de Tito esperando algo. Por fortuna, Abel comprendió que ese algo consistía en que se marchara.

—Bien, me marcho. Si me necesitáis, ya sabéis dónde encontrarme, no me iré muy lejos —dijo riéndose y después de reírse, tosió.

La tos lo acompañó por el pasillo.

—Soy yo, Félix —le dijo a Julia cogiéndole la mano.

La tenía fría. Tal vez soñaba que hacía frío o que se estaba bañando en el mar. Así que se le ocurrió decirle que hoy la playa estaba espléndida y el agua tan transparente que si uno miraba hacia abajo podía verse las piernas y, en el fondo, las algas. Notó que se relajaba y también él, y dudó si decirle que esa misma tarde había conocido a una chica llamada Sandra muy simpática, atolondrada y exasperante, que había sido muy cariñosa con Tito. No se lo dijo.

Tampoco le dijo nada a Angelita cuando regresó de la cafetería.

Nunca lograba descansar bien en el hospital, pero esta noche en particular apenas podía dormir. Tras un breve sueño de media hora en el sillón, una enfermera lo despertó con la brusquedad que les sirve para mantenerse ellas mismas activas, y al marcharse la respiración de Julia se hizo más fuerte como si estuviera esforzándose para despertar también ella. Félix se agitó mucho, seguramente quiso pensar que ya había llegado el fin y que la tortura terminaba. Así que le cogió la mano y se la apretó.

—Venga, sal ya de ahí —le dijo—. ¡Ven aquí! Te estoy cogiendo de la mano y te traigo aquí.

Se notaba que Julia hacía un esfuerzo tremendo. En medio de la oscuridad del cuarto su respiración era cada vez más rápida y soltó un gemido. Puede que en el sueño llorase o estuviera trepando a algún lado o corriendo y no pudiera más.

—Es muy fácil. Es mucho más fácil de lo que crees porque estoy aquí, a tu lado. Estamos en el mismo sitio, en la misma habitación, pero no lo sabes, sólo tienes que intentar saberlo, decirte a ti misma que estás conmigo, sentir mi mano, oír mi voz y olvidar todo lo demás, todo lo que tengas alrededor, a las personas con las que estés. Nada de eso es real. En cuanto sepas que nada de eso es real, volverás aquí, a la vida verdadera.

Tal vez en Tucson, esa clínica de la que le había hablado el doctor Romano, este estado lo habrían aprovechado al máximo, dispondrían de técnicas muy especializadas, sabrían cuándo era el momento idóneo para hacer saltar al paciente a la vigilia, incluso le ayudarían aplicándole electrodos. ¿Y si estaban perdiendo una oportunidad única?

Le hundió los dedos hasta la raíz del pelo y se los pasó por el cuero cabelludo. Luego le cogió la mata de pelo con las dos manos y tiró un poco de él, sin hacerle daño, lo suficiente para que lo sintiera, sólo para hacerle reaccionar.

La respiración se le agitó aún más y movió la cabeza. ¿O se la había movido él mismo? Aunque trataba de no sugestionarse, no era imposible que cayera en la trampa de sus propios deseos. Le soltó el pelo un poco pesaroso por lo que había hecho porque sospechaba que no había sido una experiencia agradable. ¿Y si una mano invisible le tirara a él del pelo por muy suavemente que lo hiciera? Como mínimo le asustaría. No sabría quién hacía aquello porque no lo vería a no ser que en su sueño atribuyese está acción a alguien conocido. Pero la realidad era que sobre lo que ocurría en esta habitación Julia estaba ciega. Y sobre lo que ocurría en su mente era imposible hacerse una idea.

—No tengas miedo —le dijo—. Soy yo, Félix. Sólo intento que vuelvas con nosotros, pero desde aquí doy palos de ciego, no puedo meterme en tu cabeza, así que eres tú la que debe encontrar la forma de saltar a este lado. Por muchos peligros que creas que corres estás a salvo y segura. No olvides que no te puede pasar nada malo.

Dudó si contarle que había sufrido un accidente, pero al instante se arrepintió de haberlo considerado siquiera. Sería una manera de hacerle percibir hechos negativos, de enviarle señales de peligro. Así que prefirió permanecer en silencio con su mano en la suya. Por el ventanal herméticamente cerrado que iba de parte a parte de la pared, entraba la noche, entre cuyas estrellas se agigantaba la cama con Julia tumbada.

Julia

A las once ya estaba cansada de contemplar la noche inmensa y misteriosa. Necesitaba el contacto de otros seres humanos, ver a gente a quien contarle lo que le ocurría. Uno no puede empezar a estar solo de repente, en unos días. Incluso los que cometen un crimen llega un momento en que deben de sentir el impulso de contarlo, de compartir con otros lo que han hecho. Y también Julia echaba de menos una cara humana frente a la suya a la que mirar y que la mirase. Seguramente sólo los humanos quieren que los demás sepan que existen.

Por supuesto no pensaba pagar la entrada. Pensaba esperar junto al coche a que empezara el verdadero barullo para entrar, cuando de pronto vio a Marcus, el tipo de la primera noche. El corazón le dio un vuelco porque lo conocía, era su conocido más antiguo desde que salió de casa sin poder ya regresar a ella. Y el haber bailado con él, el haber estado tan cerca, lo hacía doblemente reconocible. Era la persona con la que más intimidad había tenido desde que salió del apartamento.

Llevaba pantalones negros y una camisa también negra de manga por el codo. Tampoco hoy estaba hablando con nadie. Debía de estar bordeando los cuarenta y tenía algo muy masculino y probablemente lo que llaman magnetismo animal. Y en el fondo, en algún milímetro de su mente ahora le halagaba que la otra noche se hubiera fijado en ella y que no la dejase marchar. Sin embargo, en este momento ni siquiera la miró. O mejor dicho, su mirada, aunque la tenía de frente y no había nada más interesante por allí, pasó de largo. Seguramente la vería como ella se había visto en el vídeo del supermercado. Aun así se atrevió a dar unos pasos hacia él.

Le llegó el mismo suave olor a lavanda mezclada con algo de ginebra de la primera vez. Le llegó el gris oscurecido por la noche de sus ojos. A decir verdad tenía la cara quizá un poco pequeña para ser un hombre y por eso los ojos se apreciaban más.

—Hola —le dijo recogiéndose el pelo rebelde y encrespado con la mano—. Nos conocimos hace unas noches. Soy la que tenía que hacer una llamada urgente por el móvil.

Él observaba el movimiento del parking sin comprender.

—Bailamos y yo de repente salí corriendo y desaparecí.

Él se llevó un vaso que le colgaba de la mano izquierda a los labios.

—¿Y por qué hiciste eso?

Julia tardó unos segundos en encontrar la respuesta más conveniente.

—Estaba desesperada, muy desesperada. Llegué aquí por necesidad y por casualidad.

La mirada de él seguía sin reparar apenas en ella, ahora parecía lanzada al vacío de la noche. Julia se volvió por si el objeto de su interés estaba detrás de ella, pero sólo encontró oscuridad. Y espontáneamente le surgió una pregunta.

—¿Esperas a alguien?

Esto por fin llamó ligeramente la atención de Marcus.

—Tal vez, ¿y tú?

—Creo que sí.

La duda de Julia le hizo cierta gracia.

—¿Sólo lo crees?

—La verdad —dijo Julia—. No sé si él se acordará de nuestra cita. Nos citamos por casualidad, de pasada, fue de esas cosas que unos dicen por decir y que otros se toman en serio.

Todo había cambiado tanto desde la otra noche en la discoteca. De la oscuridad salió una ráfaga de brisa que le enfrió el sudor. Se pasó las manos por la frente y las sienes. La noche era un rato caliente y otro fría. Sintió el aro del anillo en la cara.

Podría haberlo dudado, pero no, estaba segura de que era el desconocido al que dejó plantado, aunque ahora se comportara de manera indiferente. Ya no la deseaba, ni siquiera le gustaba, ni siquiera se fijaba en ella. Daba la impresión de no recordar nada de aquella noche. Parecía que el mundo de este desconocido empezase y terminara con la puesta y salida del sol cada día. No la estaba escuchando. Tenía la vista clavada en el interior de la discoteca. Escudriñaba entre las sombras hasta que como atendiendo un impulso fue hacia la puerta con paso rápido y entró. Julia lo siguió para que el portero pensara que iban juntos. Necesitaba ir al baño y prefería hacerlo antes de que llegara Óscar si es que llegaba, porque puede que le hubiese surgido otra cosa y ya no le apeteciera ir a La Felicidad, en cuyo caso también éste era el mejor momento para entrar. Debían de ser ya cerca de las doce. La gente acostumbrada a salir de copas todas las noches veía la vida de otra manera menos trascendental. Vivían en la ingravidez de las luces tenues, la música y la repentina atracción de unos por otros. A veces echaba de menos este tipo de vida en que todo quedaba medio olvidado al salir el sol. Si se pensaba, era bastante impresionante que en veinticuatro horas se pasara de la luz absoluta a la oscuridad, día tras día, milenio tras milenio, y que no fallara nunca.

Siempre había envidiado a esa gente a la que le gusta el silencio y estar sola, y a veces había intentado ser uno de ellos. Una vez se empeñó en estar un fin de semana sin salir de casa y casi se vuelve loca. Dejó los estudios pronto, no porque no tuviese cualidades, la verdad es que cuando se ponía era de las mejores, sino porque se aburría, le daba la impresión de que mientras ella estaba estudiando la vida pasaba de largo por la puerta. Su infancia había transcurrido metida en casa al lado de su madre, salvo las horas de colegio, viendo caer la tarde en medio del silencio de dos personas que por mucho ruido que hicieran no llegaban a romper el silencio de fondo. Así que en cuanto pudo empezó a buscar trabajo con la promesa de seguir estudiando por las tardes en la universidad. Su madre quería que tuviera una carrera, pero ella se inclinó por los idiomas porque sabía que le darían mayores oportunidades laborales.

Trabajó en varias cosas y cuando le salió lo del hotel supo que había dado con lo suyo. Se encontraba bien entre tanta gente, que iba y venía, se encontraba bien estando en movimiento y hasta los turnos le gustaban porque así tenía las mañanas libres para hacer gestiones o simplemente para sentirse libre. No le parecía que el destino se hubiese puesto a pensar en ella de una forma especial. Y en correspondencia ella tampoco pensaba en él. Como mucho, había sentido el gusanillo de tener su propio local algún día aunque no estaba segura de querer cargar con esa responsabilidad. Aun así, a veces se le pasaban ideas raras por la cabeza como que estaba desperdiciando su juventud, pero no se le ocurría qué otra cosa pudiese hacer que la llenase más. Tal vez podría ser azafata o guía turística, pero tampoco podía alejarse tanto de su madre porque cuanto más lejos estaba de ella más vieja y frágil le parecía y se sentía mal por abandonarla a su suerte. Era una sensación antigua que arrastraba desde siempre.

Tal vez su madre no fuera tan débil como creía, pero su propia fuerza y juventud la obligaban a verla así. Podría ser que todos los hijos sintieran algo de pena por los padres porque inevitablemente son más viejos y los ven más cerca de la muerte. Hasta que un día conoció a Félix, y Félix le dijo que también ella tendría que pasar por esta etapa de su madre, que cada uno es responsable de su vida y que nadie va a dejar de vivir su juventud por vivir la vejez de otro que a su vez ya vivió su propia juventud. Decía las cosas de una manera tan serena y objetiva que le inspiraba confianza y le daba tranquilidad. Era como un psicólogo, alguien que veía su situación desde fuera sin prejuicios ni dramatismos. Se conocieron cuando fue al hotel a recoger información sobre el asunto de la diadema de la novia. Ella conocía a la familia Cortés, llevaba preparándoles cocktails a sus invitados desde que se alojaron allí y recibiendo espléndidas propinas de la familia. Desde que trabajaba en el hotel se había hecho a la idea de que existía gente como ésta, que uno sólo se imaginaba haciendo y deshaciendo maletas. El caso era que como no podía desatender el trabajo y Félix le cayó bien desde el primer momento, le pidió que la esperara a la salida y fueron a tomar un café. Ella le contó lo que sabía, pero siempre quedaba algún detalle suelto y a partir de ahí se encadenaron las citas. Julia por esa época estaba triste y tenía algún tipo de preocupación y sólo cuando Félix estaba a su lado se calmaba, se encontraba bien, y creía que por eso se había casado. Y luego nació Tito.

En el baño estilo lujo de La Felicidad había cuatro cabinas con puertas historiadas y un espejo corrido de pared a pared sobre los lavabos con grifos dorados. Había varios tipos de gel y frascos de colonia de lavanda, que era lo que necesitaba en este momento. Bueno, lo que necesitaba era encontrar a su marido y a su hijo, pero mientras los buscaba el resto de las necesidades no desaparecían, seguían activas porque su vida no se había detenido por esto. Mientras esperaba que se desocupara alguna cabina, contemplaba a aquellas mujeres despreocupadas aunque creyesen que tenían grandes preocupaciones. La mayoría de ellas daban la sensación de ir disfrazadas de mujeres sexys, menos la que acababa de entrar con el turbante y la túnica. ¡Vaya! Era Monique, la negra que siempre estaba en la puerta de la comisaría. Sintió alegría al encontrarse con su familiar mirada ausente. El conocerla, el haberla visto antes ya establecía un vínculo entre ellas. Cuando se está en un sitio extraño en que no se conoce a nadie incluso encontrarse con un enemigo puede causar alegría.

—Hola, Monique, ¿me recuerdas?… De la puerta de la comisaría.

Era más alta que ninguna de las que estaban allí y más delgada. Le dirigió sus ojos difíciles de interpretar porque hasta entonces Julia había llamado negros a ojos que sólo eran marrones más o menos oscuros, pero nunca había visto unos ojos negros de verdad como debe de ser la materia oscura o los agujeros negros o el fondo más profundo del mar al que nunca haya llegado un rayo de luz. Julia no estaba segura de si Monique la estaba reconociendo. Se arregló un poco el turbante y le dijo:

—Tienes suerte y tarde o temprano encontrarás lo que buscas.

Salió seguida por Julia. Julia se encontraba torpe detrás de sus elegantes andares. Monique se balanceaba como si estuviera hecha de notas musicales. ¿Qué había querido decir?

—¿Qué has querido decir? —preguntó.

Monique no escuchaba, siguió andando y andando, mezclándose con las luces erráticas de la decoración y con la gente. Julia se orientaba por el turbante, pero en un instante el turbante se deshizo en el aire. Así que volvió al baño preguntándose si Monique no sería un espíritu encarnado a las órdenes del arcángel Abel. O si no sería el mismo Abel en forma de mujer. El baño era el lugar al que volver en este momento. En otro instante no lo habría tenido en cuenta, en cambio ahora no se le ocurría ninguno mejor.

Habían quedado dos cabinas vacías y se metió en una. El segundo paso consistía en arreglarse todo lo que pudiese para mejorar su aspecto. Por alguna razón debía gustar a Marcus. Parecía que en su destino figurase el gustar a Marcus, algo que se tenía que cumplir fuese como fuese. Se lavó las manos y con ellas húmedas se moldeó los rizos. Cuando se secasen, quedarían bastante bien. Luego se abrió la blusa y le pidió a una chica muy bronceada que apenas llevaba ropa el pintalabios. Bajo el secador de manos se alborotó los rizos húmedos y se alisó la blusa. El aspecto había mejorado, se encontraba más segura.

En la barra, la camisa de Marcus se desplazaba como un glaciar bajo el sol. Su obligación era acercarse a él y entrar en su área de fuerza, en su olor, en la seriedad introspectiva de sus ojos grises ante los que sentía algo que ningunos otros ojos le hacían sentir.

—¡Joder! —dijo Óscar sorprendido y cortándole a Julia el paso hacia la barra—. En este sitio pareces otra.

La miró de arriba abajo de una manera que la incomodó. No se había desabrochado la blusa y se había pintado los labios para este chico, pero era a él a quien había venido a ver, o al menos eso había creído.

—Tú también —le dijo en un tono que él no supo cómo encajar.

Llevaba una camiseta negra ajustada sin mangas sobre unos pantalones blancos de lino. Deportivas blancas. Y llevaba un sello con una piedra en la mano del reloj. Acababa de perder la masculinidad del uniforme del supermercado. Entonces no se había fijado en el detalle del sello, que ahora sobresalía en todo su esplendor. La visión de un anillo en el dedo de un hombre le resultaba decepcionante, y el hombre en cuestión dejaba inmediatamente de interesarle y de gustarle. Por no resistir, no resistía ni las alianzas y había tenido que pedirle a Félix que se la quitara. Y se había visto obligada a explicarle que no tenía nada que ver con quererle o no quererle sino con una manera de estar en el mundo. Los que llevaban sortijas, cadenas o pulseras pertenecían al pelotón de los que de entrada no le interesaban.

—El que va a comprarte el coche tiene ahora trabajo. Dice que le esperemos en su casa. No quiere mezclar las cosas.

Óscar se encendió un cigarrillo. Se había puesto gomina. Debía de tardar bastante en acicalarse.

—¿Lo conoces mucho? —preguntó Julia dando por sentado que Óscar y ella se conocían bastante.

—Es el dueño de esto. Lo veo todas las noches. ¡Joder! —dijo impacientándose—. ¿Quieres vender el coche o no? A él no le hace falta y a mí me da igual. Lo hago por ti.

La que parecía la mejor solución para conseguir dinero hacía un rato ahora no estaba tan clara para Julia porque el coche era lo único que le quedaba de la vida que no encontraba. Al casarse, disponían de dos coches pequeños, aportación de cada uno de ellos, y Félix vendió el suyo para comprar otro más grande y más familiar donde cupiesen varias maletas o una buena compra del supermercado. El primer viaje que hicieron fue a los Pirineos. Era verano y un profundo olor a monte lo inundaba todo, y vieron valles enteros de color malva como si flotase un velo sobre ellos, ¿o había sido un sueño? La manta que encontró en el maletero la guardaron allí entonces, algo que aunque sin importancia aparente era de lo poco que conservaba.

—Está bien, vayamos —le dijo a Óscar.

Por segunda vez abandonaba a Marcus apoyado en la barra de La Felicidad sobre la que caían azulados haces de luz, aunque lamentablemente él no era consciente de que Julia le dejaba. Si en algo se parecía esta vida a la vida normal era en que tampoco ahora podía hacer lo que quería. Tampoco podía quedarse al lado de Marcus.

En la calle, Óscar era más niño que dentro. Y Julia infinitamente más mayor.