El doctor Romano, tras preguntarle cómo había pasado Julia la noche, se levantó de detrás de la mesa. Llevaba la bata blanca puesta sobre una camisa azul recién planchada con corbata de rayas, mientras que Félix, como ya iba siendo habitual, se presentaba ante él sin afeitar y con los pantalones arrugados. Le dio la mano, le dedicó un gesto especial a Tito y volvió a su sitio. Abrió la carpeta que tenía ante él. A Félix el corazón empezó a latirle más fuerte. No sabía por qué le asustaba más la Julia de los informes que la que yacía en la cama. Y empezó a dar pasos y a moverse como si tratara de calmar a su hijo, que por una vez se encontraba en sus brazos, inusualmente tranquilo, observando con el chupete puesto al doctor cuya voz parecía hechizarle.
Romano era muy serio y casi podría asegurarse que no se había reído en toda su vida, tal vez sí internamente, pero no con la cara. Y al comenzar a leer, en un más difícil todavía, su seriedad se reconcentró. Todo venía a confirmar que Félix ahora era un habitante del lado grave de la vida y que así era considerado y así era mirado y en ese tono se dirigían a él.
—Se ha avanzado mucho en el terreno del cerebro y de la mente —dijo el doctor—. Sabemos que es una central eléctrica con millones de conexiones, que aún estamos averiguando cómo funcionan. Imagínese un bosque muy espeso en que las ramas se entrecruzan unas con otras y apenas dejan entrar la luz. Imagínese una selva tan tupida que apenas se puede avanzar por ella, y un firmamento oscuro, insondable y cuajado de pequeñas estrellas.
Precisamente por encontrarse dentro de nosotros, ese universo es aún más difícil de explorar. Y la dificultad para saber qué lo hace trabajar para dotarnos de una vida trascendente es lo que ha creado la ilusión de lo sobrenatural.
Félix lo escuchaba con total atención. Se imaginaba a la perfección la central eléctrica con las torres y los cables y un bosque sombrío donde uno podría toparse con cualquier cosa, una selva enmarañada y el cielo en una noche de verano en que daba vértigo mirarlo fijamente, pero no se acababa de imaginar un cerebro.
—El cuerpo obedece a las señales que envía la central. Todo lo que somos está aquí —se tocó la cabeza—. En la central de Julia se ha producido un cortocircuito y estamos esperando a que el propio cerebro se restaure y encuentre un camino alternativo para seguir funcionando como antes. Hemos de darle tiempo, no es tan simple como conectar un cable con otro. Al fin y al cabo la mente se ha creado y desarrollado para resolver problemas de supervivencia, y ella tiene uno bien grande. Tenga en cuenta que todo lo que entra en juego para que yo pueda parpadear o usted mover una mano es descomunalmente complicado. No todo se siente en el mismo lugar ni toda la memoria se almacena en el mismo sitio del cerebro, por lo que es posible que unas facultades se estén compensando con otras, unos pensamientos con otros, las experiencias nuevas con recuerdos más o menos antiguos.
Félix asintió. Había esperanza en sus palabras, esperanza científica por decirlo de alguna manera, que era la mejor esperanza que se podía tener. Pero le sabía a poco, en el fondo eran muy pocas palabras, muy pocas esperanzas.
—¿Cree de verdad que es posible que ocurra algo así?
—He visto de todo. No es infrecuente que se produzcan recuperaciones asombrosas que nos sobrepasan y que en épocas pasadas enseguida llamaban milagros, cuando lo que ocurre es que nos cuesta comprender nuestra propia capacidad, no sé si me entiende.
El doctor Romano le inspiraba confianza, quizá por su aspecto de no haber tomado mucho el aire, ni el sol, ni haber montado en bicicleta ni haber nadado. Prefería creer en alguien así, en consonancia con sus enfermos, que en un doctor en consonancia con yates deportivos o con fiestas de chaquetas de lino y camisas desabrochadas y que se distrajera pensando en las alegrías que le esperaban al salir del hospital. Se diría que la naturaleza había compensado al doctor dándole a la voz toda la fuerza e importancia que no tenía el cuerpo. Era grave y profunda, grande en una palabra. Cualquier cosa dicha con esa voz se escuchaba con atención.
—La tendremos aquí ocho días más, después habrá que pensar en trasladarla a algún centro especializado.
—¿Qué quiere decir?
—No quiero engañarle —continuó Romano juntando sobre el expediente abierto sus blancas y pequeñas manos—. No hay nada seguro. Pero existe una clínica en Tucson pionera en este tipo de sueños profundos que se salen de los parámetros clásicos del coma. Su terapia no consiste en medicarle más ni en practicarle ninguna intervención quirúrgica, si es que está pensando en eso. Se trataría de aprovechar la propia ensoñación en que probablemente está sumida para inducirla a despertar. Tal vez no se avance, pero tampoco se perdería nada. Por supuesto formaría parte de un ensayo experimental en que no se rechazaría ningún camino por inusual que sea.
—¿A qué se refiere?
—Se trata de aprovechar la experiencia de la paciente para crearle pasillos por los que volver a la realidad. Se trata de abrirle puertas. En definitiva, de ayudarla desde la conciencia que le queda. Empujarla un poco hasta aquí, ¿comprende? Desde luego, este tratamiento no es incompatible con el protocolo normal que se aplica en estos casos. Ya le digo, no hay nada que perder y tal vez algo que ganar.
Cuando Félix salió del despacho, la voz de Romano le vibraba en los oídos. La nueva vida que se le había impuesto a Félix en estos tres largos y difíciles días iba creando sus propias leyes, su propio ritmo y espacio con habitantes salidos de rincones que él no sabía que existían, como antes de esto tampoco ellos sabían que existían Julia y él.
Félix se marchó directamente al parking. El hecho de visitar al doctor también era una manera de poder salir de la habitación y dejar atrás a Julia con menos remordimientos. Las noches en el hospital poseían otras dimensiones, más profundidad, más largura, más tiempo y no era fácil adaptarse a ellas y descansar medianamente bien. Por su parte, Tito necesitaba aire puro, un buen baño que le arrancase los gérmenes venenosos de aquel ambiente y sol. Ya eran las diez de la mañana y quería estar de regreso al mediodía, que era cuando empezaría a intranquilizarse por Julia.
Tenía bastante calor y las mejillas ardiendo cuando alguien tocó en la ventanilla y la despertó. Al principio abrió los ojos desconcertada, no comprendía dónde estaba, ni quién era aquel hombre que la miraba tras el cristal. Sobre una mata de pelo canoso sobresalía un mechón amarillo y tenía la piel cobriza y brillante.
Julia retiró la manta recordando por qué había dormido en el coche. Nada había cambiado. No se había producido el milagro de despertar junto a Félix en la cama del apartamento. También reconoció al hombre que tenía enfrente. Era el viejo atlético que el día anterior había visto en la urbanización Las Dunas. No quería asustarla, sólo saber si le ocurría algo, si no tenía dónde dormir. No le pidió disculpas por preguntarle detalles tan personales, pensaría que la edad y una cierta preocupación sincera eran suficientes para meterse en su vida.
Julia se medio puso los pantalones y la blusa y salió del coche.
—No he tenido más remedio que dormir aquí.
—Eres muy joven —dijo él—. Aún no desconfías lo suficiente.
El extranjero llevaba una descomunal camisa sobre el bañador y mocasines grandes náuticos, lo más semejantes a dos fuera borda.
—Iba a desayunar, ¿quieres acompañarme?
Julia se terminó de subir la cremallera y cerró con la llave el coche. Se dirigían a El Yate en el que ya era el último frescor de la mañana y en cuanto llegaran pensaba pedirle el móvil.
Estaba el camarero del día anterior, pero desde entonces habrían pasado tantas caras por su vida que no se acordaba de ella. Sin embargo, a él lo llamó por su nombre, Tom.
—Tom Sherwood —le dijo a Julia tendiéndole la mano.
—Julia —dijo ella.
Por lo visto era inglés y no usaba móvil. Pidió, sin consultarle a ella, dos desayunos completos y hablaron sobre banalidades como la limpieza de la playa y de un pulpo que él había pescado la tarde anterior. A Julia le dio pena no poder con todo sabiendo que más tarde tendría hambre. Hacía un sol muy brillante. El día empezaba a ser muy caluroso y el mar estaba apabullantemente azul. La lentitud y serenidad con que Tom se desperezó frente a él le recordó a Julia que llevaba demasiado rato aquí haciendo vida de turista. Así que le explicó que se encontraba en un apuro, en una situación trágica para ser precisa, que no tenía dinero y que necesitaba llamar por teléfono.
Tom le dio un par de euros, y ella lo intentó por segunda vez en este local. Pero Félix no cogía el teléfono, y el camarero la miraba haciendo memoria. Volvió a marcar una y otra vez y finalmente, desesperada, regresó a la mesa de Tom. No le devolvió los dos euros, no quería pasar por el trámite de que le dijese que se los quedara para llamar más tarde. Ya estaba bien de charla, de llenar la barriga y de mar azul. Cuando todo esto se terminase, él se marcharía a su apartamento y a su vida normal, y ella volvería a quedarse como antes, sin nada.
—Gracias por el desayuno. Tengo que irme.
—Yo suelo estar en la piscina de los apartamentos, ahí enfrente en la playa, o aquí, por si me necesitas.
Julia consideró inútil contarle lo de Félix y Tito. Pensaría que estaba loca y perdería interés por ella y si de verdad llegaba a necesitarle, lo que no era improbable, él ya no se mostraría tan disponible.
—A veces la vida se complica demasiado —dijo Julia sin poder evitar un lamentable tono de derrota.
Tom pareció comprender aunque no supiera nada de lo que le ocurría a Julia.
—No te preocupes demasiado —dijo— porque ¿sabes una cosa?, con el problema siempre viene la solución.
Con el problema viene la solución. Esta era la famosa frase de Félix que no había logrado recordar la tarde anterior en la playa. La anotó nada más entrar en el coche junto con la frase que el ángel Abel le había dicho en sueños.
«Todos nosotros estamos contigo.»
«Con el problema viene la solución.»
De vuelta al hospital al mediodía casi no se podía transitar por Las Marinas. La calle principal estaba saturada por los coches que iban camino de la playa. Bajaban del interior, de la sierra de Gata, de las urbanizaciones más alejadas y del centro del pueblo. Así que llegó al hospital media hora después de lo planeado. No había dormido bien pensando en Julia. Por lo menos cuando la tenía ante la vista no le daba tantas vueltas a la cabeza. Miró el móvil por si le había llamado su suegra. Tito, ¿vas bien?, dijo lo más alegremente que pudo observando a su hijo por el retrovisor. Tito agitó las piernas y los brazos como si quisiera deshacerse del cinturón de seguridad. Félix puso música y le hablaba de vez en cuando para que se entretuviera durante el atasco y porque, aunque ahora no entendiera nada, más tarde todo lo que fuese entrando en su cabeza le ayudaría a entender otras cosas. Se reservaría en lo que Romano llamaba la memoria límbica.
Aparcó con ese pequeño temor con que siempre aparcaba, el temor a lo desconocido, a lo que hubiese ocurrido en su ausencia al final del pasillo de la cuarta planta. Se sentía prisionero de este corredor, pero si lo pensaba bien nunca había sido lo que se dice libre y nunca lo sería. ¿Por qué? No sabría explicar por qué era como era, por qué nunca sacaba los pies del tiesto, por qué no tenía ganas de divertirse locamente, por qué no llegaba a dar un puñetazo en la mesa. Le habría gustado parecerle a Julia más fuerte, más enérgico, pero no había sabido cómo y la ocasión había pasado. Estaba ya cerca de la habitación cuando Abel le salió al paso con su familiar pijama azul, del que sobresalían los picos de los hombros, los picos de los codos y de las rodillas.
—Tienes visita. Una señora mayor. Diría que es mayor que yo.
—Es la madre de Julia.
Tal como Félix esperaba, Abel abrió un poco más los ojos, dejando ver el gris de la vejez.
—¿Su madre? ¿En serio?
—Sí —contestó Félix, cortando cualquier tipo de comentario. Su madre.
—¿Sabe?… ¿Sabe algo? —preguntó Abel ya junto a la puerta. Y no contento con el interrogatorio levantó la blanca mano huesuda, la hizo gravitar sobre la cabecita de Tito y finalmente la posó allí—. Me he presentado —continuó en voz baja—. Y me ha preguntado, pero me he hecho el tonto.
—Gracias —dijo Félix sin estar seguro de no haber deseado que otro pusiera a su suegra al corriente de la situación de Julia.
Angelita estaba sentada en el sillón con la vista dirigida hacia el armario metálico. Se notaba que había ido a la peluquería antes de venir y que le habían ahuecado el peinado lo más posible. Era blanco con un interior azulado. Parecía una nube. También llevaba un vestido ligero, con dibujos blancos y negros y unos zapatos blancos con un tacón demasiado alto para ella. Lo primero que hizo al levantarse fue coger a Tito en brazos. Hablaba en voz baja.
—Llevo aquí casi una hora y no se ha despertado.
A continuación hizo el amago de salir al pasillo para seguir allí la conversación, pero Félix la detuvo.
—No puede oírnos. Está inconsciente o en coma, que debe de ser lo mismo con alguna diferencia. A veces me ha dado la impresión de que aprieta la mano.
Angelita se desplomó en el sillón con el niño en brazos. Su mirada imploraba algo, tal vez una mentira.
—Así están las cosas —dijo Félix—. No sabemos cuándo despertará, si será dentro de un rato, mañana, en meses…
—Pero ¿qué ocurrió?
—Un accidente. No estoy seguro. Iba en el coche sola. Además, da igual lo que ocurriese, ya no se puede hacer nada para cambiarlo.
Félix desvió la vista de la cara de ansiedad de su suegra. En todos estos días por mucho que tratara de concentrarse no había logrado determinar qué pensó al llamarla sin que contestase y qué pensó cuando la policía lo llamó a él. Sólo recordaba con toda claridad que intuyó que algo malo le había sucedido y no sólo porque las circunstancias lo indicasen, sino porque por algún medio Julia se lo había comunicado. Y esto era algo que él jamás podría explicarle a nadie. El caso era que supo que Julia no volvería al apartamento porque ella se lo dijo sin palabras, ni siquiera con un pensamiento que él pudiera leer, sino de otra manera, con algo parecido a una sensación, como cuando notas que una sombra pasa al lado o que alguien te está observando o mejor aún, cuando piensas sin pensar, cuando te despiertas y sabes que estás despierto sin pensar en ello o cuando alguien te toca y sientes un escalofrío. Y, sin embargo, nada de esto era comparable con la forma de anunciarle Julia que le había sucedido algo grave. Fue una impresión en la mente, una revelación, una manera de captar algo, no con los sentidos, no con el corazón, sino sólo con la mente. Lo que podría significar que Julia estaba tan dentro de su cabeza que establecía con ella relaciones de una gran complejidad combinatoria.
Angelita sujetaba a Tito con sus flacas muñecas. Estaba muy delgada, lo que desesperaba a Julia, a quien siempre le rondaba un enorme sentimiento de culpa por haberla abandonado en su casita con jardín de Villalba para marcharse a vivir con Félix a Madrid. Algunas veces mientras cenaban se quedaba mirando melancólicamente por la ventana y en ese momento Félix sabía que Julia estaba imaginando a su madre sola en el mundo. Entonces Félix retiraba los platos sólo para levantarse y no caer en la tentación de sugerirle que la trajera a vivir con ellos. Sería la solución más cómoda, pero de ningún modo la mejor. Incluso olvidándose de sí mismo creía que Julia tenía derecho a vivir su propia vida. Y ahora aquí estaba Angelita, enfrente, con Tito entre sus frágiles brazos.
—No puedo verla así —dijo Angelita y empezó a llorar.
A Félix no le conmovió lo más mínimo porque ya estaba demasiado conmovido por Julia. Podría haber pensado, pobre mujer, pero no lo pensó porque no quería desperdiciar ni un gramo de compasión en alguien que no fuese su mujer. Por una vez lo que hiciese o dijese Angelita no podía influir en el ánimo de su hija.
Aunque su madre y Julia no se parecían nada físicamente daba la impresión de que con el tiempo acabarían pareciéndose. En cuanto al padre, no se podía saber con certeza cómo había sido. Lo que Julia había afianzado en la memoria venía a través de su madre. Félix fue al raquítico baño de la habitación y cortó un trozo de papel higiénico para que su suegra se secara las lágrimas.
Le arrancó a Tito de los brazos para que se sonara a gusto y oyó los zuecos de Hortensia, que entró como un vendaval.
Jamás se había encontrado Félix tan protegido por nadie como por esta mujer hasta ahora desconocida, guardiana del mundo en que había aterrizado sin querer, como si su nave se hubiera desviado del rumbo previsto para estrellarse contra este hospital en medio de la noche.
—¿Cómo está nuestra Julia? —dijo muy alto y alegremente deteniéndose ante ella.
No miró a Félix, ya conocía la respuesta. Le tomó la tensión, le reguló el suero y le inyectó algo por la cánula.
—Ahora traerán la comida —le observó la frente—. La herida va cicatrizando bastante bien.
—Pobre hija mía —exclamó Angelita restregándose el papel por los ojos tan fuerte que le dejó los párpados rojos.
Hortensia la miró con rapidez, pero con atención.
—¿Es usted su madre? —tampoco esta pregunta necesitaba respuesta—. Procure hablarle de cosas que sepa que le gustan. Recuérdele el colegio, los veraneos. Léale algún cuento de los que le leía cuando era niña. Háblele de su hijo. Por cierto, no conviene que el niño pase aquí tanto tiempo.
Cuando Hortensia salió, Félix y Angelita se acercaron al borde de la cama de Julia y se inclinaron sobre ella como sobre un pozo, un precipicio, un abismo. Ese día llevaba el sedoso camisón color melocotón y parecía que de un momento a otro estiraría los brazos y se desperezaría. Pero por mucho que la miraban y la miraban no ocurría lo que debía ocurrir. El mundo seguro de los zuecos se iba alejando. Tito estaba contento, agitaba los brazos y se reía. Por fortuna para él, no sabía lo que estaba viendo. Y tampoco Félix sabía lo que su mujer vería dentro de su propia cabeza.
Tenía pensado volver a preguntar a la comisaría y de camino entraría en alguna de las pequeñas tiendas que bordeaban el paseo marítimo y compraría una botella de agua de litro y medio, sólo pensar en el agua le hacía ya morirse de sed, y localizaría algún teléfono para llamar de nuevo a Félix. Si la llamada como ya era costumbre no resultaba continuaría hasta la comisaría y si allí no había noticias cogería el coche, lo llevaría a la gasolinera más cercana, le pondría diez euros de gasolina e iría al hospital de la Seguridad Social, que es donde Félix habría acudido si pensara que ella había sufrido un accidente. Después Dios diría.
Más o menos todo fue ocurriendo según lo esperado. Compró la botella de litro y medio más barata, que le dieron metida en una bolsa de plástico donde iría guardando sus nuevas adquisiciones. Antes de pagar, se peinó con un cepillo de la pequeña sección de droguería y se miró en un espejo. Su aspecto era menos sospechoso que hacía un rato. En la calle principal se encontró un teléfono público medio roto, lo que no le ofrecía ninguna garantía. Seguramente perdería el euro que metiese, así que iría primero a la comisaría.
Una vez allí se encontró con la desagradable sorpresa de que habían cambiado el turno y que nadie sabía nada de lo suyo. Así que no tuvo más remedio que volver a contar la historia lo más sintéticamente que pudo. La verdad era que con el trascurrir del tiempo la situación se le había ido acomodando en la cabeza aunque continuara siendo incomprensible. Consultaron los avisos, y… nada. Entonces aquel funcionario grande y de pecho jadeante dijo:
—¿Tendría algún motivo para pensar que su marido la haya abandonado llevándose a su hijo?
Julia se quedó literalmente con la boca abierta. No esperaba semejante salida del funcionario porque hasta ahora había considerado la situación sólo bajo su punto de vista y no desde fuera, desde alguien como este funcionario que no tenía ni idea de qué clase de hombre era Félix, y Julia dudó si sacarle de su error, pero a la vez comprendió que sería inútil, tiempo perdido. Como diría Félix, de encontrarse en el pellejo de Julia, lo único que se sabía con certeza es que no había noticias. Así que prefirió tirar por otros derroteros y preguntar por la gasolinera más cercana.
Sería una tontería pero ver el coche en la explanada era una señal de que seguía unida a Félix y a Tito por algún punto. Si en estas circunstancias en que lo había perdido todo no había perdido también el coche por algo sería. Sería porque él la conduciría a su marido y su hijo, aunque si al final iba a encontrarlos ¿por qué habría querido el azar o el destino que los perdiese? El azar o ella misma. Cabía la posibilidad —y había llegado la hora de la verdad— de que ella de manera inconsciente se hubiera perdido hacía dos noches para alejarlos de su vida. Era cierto que los quería mucho, pero también era cierto que a veces había deseado ser libre y hacer otras cosas. Cerró los ojos para rebuscar dentro de su cabeza por qué deseaba ser libre, pero enseguida se topaba con una cordillera de pensamientos que no le permitían ir más allá. Eran pensamientos de preocupación y de culpa.
El coche era un horno y debía esperar a que se enfriara un poco el volante. Al menos tenía un techo y unas puertas tras las que refugiarse, por lo que no podía llamarse una vagabunda auténtica. Para hacer tiempo salió y volvió a abrir el maletero a ver qué encontraba aparte de la manta y el bidón vacío. A veces hay cosas que a uno le pasan desapercibidas porque da por hecho que tienen que estar ahí. Y en efecto, asomando por debajo de la manta había unas palas para jugar en la playa en las que no se había fijado antes y que ahora no tenían ninguna utilidad, pero que eran algo más que conservaba de su vida normal. Metió las pequeñas toallas y demás pertenencias en la bolsa de plástico y la dejó allí.
En la gasolinera fue imposible marcharse sin pagar, así que llegó al hospital descapitalizada de nuevo. Era de color ocre y estaba rodeado de árboles y flores, lo que le daba el mismo aire turístico que todo lo demás. El sol arrancaba destellos dorados a la fachada y no parecía verosímil que allí dentro nadie yaciera tendido en un quirófano y mucho menos que se estuviera muriendo. No era razonable que ocurrieran las mismas cosas en un ambiente alegre que en otro triste.
En el interior, la luz y las sombras de las palmeras que entraban por las ventanas envolvían en un agradable claroscuro al personal sanitario, que hablaba de lo que habían hecho la tarde anterior y lo que iban a hacer cuando acabasen el turno. La recepcionista tendría unos treinta años y estaba a los mandos de dos ordenadores y una centralita, llevaba además un micrófono de boca en plan Madonna. No había duda de que se sentía bien equipada y se manejaba con tanta desenvoltura y exceso de confianza que cohibía un poco a quienes se acercaban a ella.
Adelante, se dijo Julia cuando le tocó el turno. En lugar de contar su historia una vez más, le preguntó si recordaba que alguien hubiese preguntado por una paciente llamada Julia Palacios. Se trataría de un hombre de unos cuarenta años con un niño de seis meses, en brazos probablemente.
—No, nadie ha preguntado —dijo la recepcionista con una seguridad aplastante sin ni siquiera consultar el ordenador.
—¿Está segura? ¿Cómo puede recordarlo todo?
Como respuesta, la recepcionista se puso a hablar por el micro inalámbrico cortando de esta forma toda relación con Julia. Julia, sin embargo, no se movió, no pensaba dejar su sitio libre así, por las buenas. Tras ella se iba formando una cola de gente impaciente. Mientras tanto, la recepcionista alargaba la conversación lo que podía, hasta que comprobó que la resistencia de Julia era irrompible y colgó.
—Está bien —dijo Julia—, ¿hay algún otro lugar donde alguien pueda dejar una nota, un recado?
—Tiene el tablón de anuncios —le dijo el siguiente en la cola.
La recepcionista asintió con la cabeza y todo su equipamiento.
Se ofrecían para hacer compañía a los enfermos por la noche, alojamiento, limpieza, abogados, psicólogos, sillas de rueda de segunda mano, muletas. Entre tantos papeles no encontró ninguno dirigido a Julia ni que le recordase la letra de Félix. O no se le había ocurrido, o alguien lo habría arrancado para colgar el suyo. Fue de nuevo a la recepcionista a pedirle papel y bolígrafo. Los de la cola la observaron con el ceño fruncido.
Escribió: «Félix, os estoy buscando desesperadamente. Cuida de Tito. Yo estoy bien. Con todo mi amor. Julia». Lo clavó en el centro del tablón sobre todos los demás. No se le ocurría qué más decirle.
Como se temía, el volante volvía a quemar como una plancha caliente. Abrió las ventanillas. Con este instrumento entre las manos podía acercarse a indagar en Las Adelfas III y buscar la I, la IV, la V, pero estaban demasiado alejadas del mar. Sólo se ajustaban al recuerdo de la noche anterior Las Dunas y Las Adelfas II. Pegó un sorbo de agua de la botella, ya no estaba fría, pero tampoco como un caldo. En verano le gustaba casi helada, pensó como si se refiriese a otra persona y a otra vida. Miró hacia el hospital. Esperaba ver salir por la puerta a la recepcionista. Esperaba que la curiosidad hubiese tirado de ella hacia el tablón. Esperaba que hubiese leído su nota y que se hubiera enternecido. Esperaba que hubiera sentido el impulso de ayudarla y que saliese a buscarla.
Por fin pudo apoyar los brazos en el volante y la cabeza en los brazos. Este hospital, el mostrador y Madonna le recordaban a la clínica donde llevaba a Tito para sus revisiones periódicas. Con esta visita terminaban los planes que había trazado en la playa. Por su manía de no llevar reloj tuvo que calcular que serían las dos, y no se podía quedar allí eternamente esperando un milagro, debía seguir adelante, ir a algún sitio, y ese sitio sin lugar a dudas era de nuevo el supermarket porque la hora de la cena se echaba encima y aunque ahora no tenía demasiada hambre, luego la tendría y entonces estaría cerrado. Afortunadamente no tenía que ir a pescar ni a cazar ni adentrarse en un huerto a robar naranjas, porque todo lo que necesitaba y mucho más estaba ahí, bajo un mismo techo iluminado por fluorescentes azulados. Aparcó en el parking descubierto, de donde le sería más fácil escapar llegado el caso.
Al fondo estaban las puertas de este paraíso terrenal que se abrieron ante ella acogiéndola y diciéndole, ésta es tu casa. Con una cesta en la mano, que abandonaría luego en cualquier sitio, se aventuró hacia los Lácteos. Sólo que al ser un espacio tan abierto y tan cercano a las cajas prefirió llevarse una botella de zumo polivitamínico y una tarrina de queso fresco al estrecho pasillo, junto a la pared, de los vinos y licores. No había un lugar más en penumbra y recogido en muchos metros a la redonda si se exceptuaba Jardinería.
Esta vez ocultó los envases vacíos entre unas botellas de Jack Daniel’s y se preguntó si los empleados serían tan eficientes que acabarían encontrándolos. Se podría decir que la curiosidad la empujó a la parte del papel higiénico para comprobar si seguían allí los envases vacíos del día anterior. Tenía la impresión de que en esa ocasión el miedo la había obligado a tomar demasiadas precauciones. No los encontró, la verdad era que no daba con el sitio exacto, parecía que todo lo hubiesen cambiado, el papel higiénico en el lugar de los rollos absorbentes y las servilletas donde antes había pañales, así que desistió y sin darse cuenta se encontraba en la sección de ropa. Aún recordaba las camisas que había dejado en el carro y pensó que precisamente ella necesitaba cambiarse de blusa. Los pantalones podían esperar. Escogió una camiseta blanca como la camisa y se la puso encima. Aquí no se usaban esos dispositivos de las tiendas exclusivamente de ropa que no se pueden quitar a no ser que rompas la prenda, aquí el control lo harían de otra forma. Un empleado con su nombre en el bolsillo la estaba observando aburrido. Llevaba un aparato de etiquetar en la mano. Entonces ella se le aproximó y le preguntó por los probadores. Se encaminó a donde le señaló, al fondo, pero en un determinado momento cambió de trayectoria hacia Menaje. Allí cortó con unas tijeras de pescado todo tipo de etiquetas de la camiseta sin quitársela. Luego regresó a Lácteos y cogió una botella de leche de las más baratas y más frescas. Pagó en caja y salió.