Salieron de Madrid por la A-3 en dirección a Levante a las cuatro de la tarde. Julia se había pasado la mañana haciendo el equipaje que ahora con Tito se complicaba extraordinariamente. Desde que nació hacía seis meses, cada paso fuera de casa suponía movilizar mil cachivaches. Y en cuanto faltaba uno el mundo parecía desmoronarse. Pañales, biberones, gotas para el oído, sombrilla, gorro para el sol. Las cosas más urgentes iban en una gran bolsa de tela acolchada marrón estampada con osos azules, que por la calle solía colgar del respaldo del cochecito. La ropa de Félix y de ella la metió a voleo en la Samsonite verde abierta sobre la cama desde bien temprano. Cuando por fin la cerró, estaba hecha polvo con tanta ida y venida por el piso. También cerró los armarios. La que había que montar para bañarse un poco en el mar y tumbarse al sol. Cambiaría a Tito justo antes de emprender la marcha y aprovecharía para meter este último pañal sucio en la bolsa que dejaría en el cuarto de basuras del edificio. Antes de que se le olvidase, revisó la llave del gas y desenchufó el ordenador y el frigorífico. ¿Y qué más? Seguro que había algo más. Pero ya no le quedaba sitio en la cabeza para ningún otro detalle. Si uno pensara a fondo en todo lo que deja atrás, no terminaría nunca.
Con los huevos que quedaron al limpiar el frigorífico hizo dos bocadillos de tortilla francesa, uno para ella y otro para Félix. Félix en verano tenía jornada continua. Terminaba a las tres y llegaba a casa a las tres y media y se hacía cargo de Tito para que Julia pudiera irse a trabajar, en teoría, porque, un día sí y otro no, surgían imprevistos en la aseguradora y entonces se encargaba del niño una vecina, cuyas hijas de ocho y diez años iban a verlo a menudo.
Julia era la encargada del bar cafetería del hotel Plaza y había conseguido que le dieran el turno de tarde hasta que Tito empezara a ir a la guardería. Se derrumbó en el sofá completamente agotada con el bocadillo en la mano y echó una lenta mirada panorámica alrededor hasta que sin poder remediarlo se le cerraron los ojos.
A las tres horas de viaje hicieron una parada en un restaurante de carretera atestado de pasajeros de las líneas de autobuses. Fue problemático poder tomarse un café entre los apretujones y las prisas, pero aprovecharon para que Félix repusiera fuerzas con el bocadillo de tortilla y para comprar una garrafa de agua mineral, una botella de vino y unas empanadas rellenas de atún para cenar. Y mágicamente a las cinco horas, según se acercaban a la costa, el olor del aire empezó a cambiar. Venía cada vez más húmedo, en oleadas desde el mar, y las adelfas, las buganvillas y las palmeras empezaron a brotar por todas partes.
Lograron llegar a Las Marinas con algo de luz. Julia le había pedido a Félix que condujese todo el rato para poder ir descansando. La verdad era que desde que nació el niño, e incluso antes de nacer, se sentía fatigada a todas horas. Tomaba bastante café y unas vitaminas que esperaba que algún día surtieran efecto. Para controlar mejor a Tito, se había sentado a su lado en la parte trasera y de vez en cuando pasaba la mano por la toquilla que lo protegía de la refrigeración. Si tuviera que explicarlo, diría que le daba seguridad ir tocando a su hijo mientras el sueño la rendía de nuevo.
El pueblo era parecido a otros de la costa. Éste tenía un castillo, varios supermercados grandes, un puerto con barcos de pesca, con veleros de recreo y uno grande de varios pisos que hacía el trayecto a Ibiza. También descubrió una fantástica heladería en la calle principal con un enorme cucurucho en la puerta y un mercadillo de cosas de segunda mano. Precisamente el corte al tráfico de varias calles provocado por el mercadillo les hizo dar tantas vueltas que tardaron bastante en situarse en la carretera del puerto, que por fin les conduciría a la playa y al apartamento.
Lo había reservado Félix por Internet. Se trataba de un gran complejo con piscina en segunda o tercera línea de playa con el encanto de la tradicional arquitectura mediterránea, según la descripción de la inmobiliaria. Por lo general estos apartamentos tenían un dueño alemán o inglés que lo alquilaba en verano por medio de una agencia y lo usaba el resto del año en que apenas había demanda. Los propietarios del que ellos habían alquilado eran ingleses y se llamaban Tom y Margaret Sherwood. A Julia lo que más le atraía era poder ir andando a la playa sin complicaciones de coche.
Cuanto más se acercaban, su deseo de llegar e instalarse iba aumentando mientras que Madrid y el piso cerrado quedaban ya mucho más lejos de lo que se habría imaginado hacía unas horas. Ojalá que todo pudiera dejarse atrás poniendo kilómetros de por medio, pensó apoyando la cabeza en el cristal un poco más despejada.
Pasaron por el Club Náutico y por la comisaría de policía con un grupo casi inmóvil de africanos en la puerta. La luz se iba retirando hacia algún lugar en el cielo. En el paseo marítimo había puestos de regalos y terrazas para tomar algo, lo que debía de ocasionar aquel trasiego de coches que fueron formando una cola preocupante. Estuvieron sin moverse unos diez minutos. Félix en protesta golpeó el volante con las manos. ¿Tienes hambre?, dijo mirando las terrazas con gesto de que hasta que no tomasen posesión del apartamento era como si no hubiesen llegado. Si algo bueno tenía Félix es que no se dejaba llevar por los nervios, hasta el punto de que a veces Julia dudaba que tuviese sangre en las venas.
Lo malo fue cuando lograron salir del atasco y empezaron a circular por la carretera de la playa y se dieron cuenta de lo difícil que iba a ser encontrar el complejo residencial Las Adelfas. Las fachadas de apartamentos blancos y escalonados vistos en Internet acababan de desaparecer en esta oscuridad aceitosa y perfumada por una abundancia de plantas tan ocultas como los apartamentos. Tenían que ir despacio, escudriñando a derecha e izquierda de la carretera los luminosos y todo letrero que se pudiera distinguir. Las Dunas, Albatros, Los Girasoles, Las Gaviotas, Indian Cuisine, Pizzería Don Giovanni, La Trompeta Azul, la cruz verde chillón de una farmacia. Se internaron varias veces por caminos tan estrechos que apenas cabía el coche y cuando se cruzaban dos ocurría el milagro de poder pasar a un milímetro uno de otro y de la pared. El problema es que en el fondo todo era un enjambre de conjuntos residenciales intrincados unos en otros y difíciles de diferenciar seguramente incluso a la luz del día. A esto se debía de llamar buscar una aguja en un pajar.
En el luminoso más llamativo ponía La Felicidad. Estaba en el margen izquierdo y por el movimiento de gente en la entrada parecía una discoteca. Félix dijo que había llegado el momento de preguntar por Las Adelfas. Aparcó en un saliente de tierra exageradamente negro y cruzó con bastante dificultad entre los coches. Pero a los cinco minutos volvió con la solución.
Creo que ya está, dijo con mucho ánimo.
Félix era un hombre muy práctico y conducía como nadie. Se incorporó a la carretera sin dificultad y se adentró airosamente por otro de aquellos senderos imposibles hasta que leyeron el dichoso nombre de la urbanización.
Aparcaron junto a la verja de entrada. Félix abrió con una de las tarjetas que la inmobiliaria les había enviado por correo y le pidió a Julia que esperase allí con Tito hasta que encontrara el apartamento. Se llevó arrastrando la Samsonite y al hombro la bolsa de osos, de la otra mano colgaba el capazo con el paquete de dodotis dentro. Cuando regresó a la media hora dijo que aquello era un auténtico laberinto y que se había confundido dos veces de puerta.
Aún quedaban en el maletero las dos bolsas de imitación piel, que se colgó de ambos hombros, las manos iban ocupadas por la garrafa de agua de cinco litros y la sillita plegada. Julia llevaba a Tito en brazos. De tanto estar sentada tenía las piernas agarrotadas. Siguió a Félix por pasadizos tenebrosos. De vez en cuando alguien salía a alguna de las terrazas apiñadas y distribuidas de forma escalonada con un vaso en la mano o un cigarrillo y miraba hacia las estrellas.
Ellos tres por fin se introdujeron por un recoveco y subieron unos cuantos tramos de escaleras. Tito iba dormido con la cara en el hombro y la boca abierta mojándole la blusa.
Félix descargó los bultos que llevaba junto a la maleta y la bolsa que ya había dejado antes a los pies de la mesa del comedor. El salón comedor se encontraba nada más entrar y lo separaba de la diminuta cocina un mostrador. Al abrirlos, de los armarios de la cocina salió un profundo olor a cañería. Lo primero que hicieron fue subir las persianas de ventanas y terraza y hacer un recorrido rápido por el apartamento. El cuarto de baño tenía algunas manchas de óxido y necesitaba un buen repaso con lejía, pero en conjunto a Julia le pareció bastante mejor que en las fotos de Internet. En realidad sólo se reconocía que era el mismo apartamento por el floreado de las colchas y cortinas de las habitaciones. Una era de matrimonio y la otra de dos camas y con un aire más intrascendente y juvenil. Abrieron todo para que se ventilara. Lo que más le gustaba era el suelo de mármol blanco con una cenefa negra alrededor. Los muebles eran ligeros y seguramente la constructora los entregaba con el apartamento. La mesa del comedor, las sillas, un sofá y un bonito baúl eran de mimbre teñido en azul, como los cabeceros de las camas y las mesillas. Sin embargo, las estanterías eran completamente artesanales y parecían hechas y pintadas por el dueño de la casa. Sobre ellas se alineaban novelas de bolsillo policíacas con el nombre escrito a mano de Margaret en la primera página. En una foto con un rústico marco de madera, sonreían una mujer de unos sesenta años, de saludable cara redonda y pelo rizado en forma de escarola del color de la paja seca, y un hombre bronceado de pelo canoso en unas partes y amarillento en otras. Serían Tom y Margaret. Sonreían de una forma muy agradable como dándoles la bienvenida al apartamento. Había otros detalles personales, una caja de conchas mal pegadas, cuadros que podría haber pintado la propia Margaret y una gran variedad de utensilios de cocina completamente enigmáticos para Julia.
Se sentía bien, muy bien. Había armonía y algo alegre entre estas cuatro paredes. Dejó la bolsa con la ropa de Tito en la cama grande, la separaría en montones y luego la guardaría en el armario. Tito ya estaba sobre la colcha de florecillas azules de una de las camas individuales con el chupete puesto. En la otra reposaba el capazo desgajado de la sillita y una de las bolsas imitación piel. Enfrente había un sinfonier rojo con la caja de conchas mal pegadas encima. Tito empezaba a gimotear. Julia había traído sábanas desde Madrid para la cama del niño, quería evitarle el contacto con ropa usada por otras personas aunque estuviese limpia. Fue al salón y abrió la maleta en el mismo suelo, las sacó del fondo y se las tendió a Félix para que las colocara. Ella iría preparando el biberón.
Mientras buscaba un paquete de leche, le dijo a su marido que al día siguiente podían ir por la mañana a la playa y por la tarde aprovecharían para hacer una buena compra en el supermercado y luego darían una vuelta por los alrededores en coche hasta la hora de cenar. Tal vez pudiesen subir al faro y ver el mar desde allí.
Buscó y rebuscó en la bolsa de osos, después en las grandes bolsas de imitación piel y por último en la maleta. El rastro de los paquetes de leche se detenía en la encimera de la cocina de Madrid.
—¿Nos hemos dejado algo en el maletero? —le preguntó a Félix con la fuerte sospecha de que no había puesto en el equipaje lo más importante, la leche para los biberones y la papilla de cereales, que había empezado a tomar hacía poco. No tenían nada para darle, salvo agua.
Félix le comunicó con la mirada que en el maletero no había nada parecido a un paquete de leche y con la misma mirada le reprochó este descuido, y esto era algo que le molestaba profundamente de Félix, su afán de perfección, su buena memoria y sus pies siempre en la tierra.
—Bien —dijo Julia cogiendo la mochila que usaba como bolso y las llaves del coche—. Ve hirviendo el agua. Vuelvo enseguida.
Félix dijo que prefería ir él, pero Julia consideró que Félix ya había conducido bastante. Además, era ella la responsable de este descuido.
Le costó encontrar la verja de salida. Vaya mentes retorcidas las de estos arquitectos. Los reflejos de la piscina temblaban en el aire.
Al venir hacia acá, había descubierto una farmacia en la carretera en dirección contraria. Vería si también podía comprar por allí una ensalada para acompañar las empanadillas, estaba deseando cenar, meterse en la cama y levantarse y ver todos éstos parajes iluminados por el sol. De los estrechos caminos asomaban los morros de los coches esperando incorporarse a la carretera. No era fácil porque había bastante tráfico. Cuando llegó a la altura de la cruz verde fluorescente, torció a la derecha. La farmacia se encontraba a cien metros y rezó para que estuviera de guardia.
Tuvo suerte. Aparcó en la misma puerta. Cogió veinte euros del bolso y salió del coche.
La atendió un farmacéutico muy joven con gafitas y pinta de aburrirse mortalmente allí dentro mientras la gente estaba de copas por los alrededores. Julia cogió el paquete de Nestlé y se metió las vueltas en el bolsillo del pantalón. Se había puesto para el viaje la ropa más cómoda que tenía, un pantalón de lino beige, una blusa blanca de algodón y unas viejas deportivas que le estaban como un guante. A Julia la ropa le duraba mucho, demasiado, porque en el hotel usaba un uniforme de pantalón ancho y camisa negros de corte nipón muy en consonancia con el tono minimalista del bar, y le quedaba poco tiempo para lucir su propio vestuario. Lo que sí lucía era su cabello, que ella sabía que con el atuendo negro resultaba espectacular. Era cobrizo, rizado y tan abundante que para trabajar se lo recogía con unos pasadores de pasta negra unas veces y dorados otras. Su jefe, el encargado principal por así decir, apreciaba mucho los detalles de buen gusto en el arreglo personal. Decía que los empleados debían ser un ejemplo para los clientes, que debían recordarles en qué clase de hotel se encontraban ahora que algunos creían que por tener dinero estaban excusados de elegancia y modales. Se llamaba Óscar y siempre hablaba como si hubiese pasado otra vida en lugares y con gente más refinados que éstos.
Para incorporarse de nuevo a la carretera tuvo el mismo problema que antes. Los faros se cruzaban sin cesar y sólo los más despiertos lograban dar un volantazo que los sacaba de los escondrijos. Así que cuando ocurrió lo que ocurrió en el fondo se lo estaba temiendo. Oyó cómo cerca de allí un coche derrapaba y chocaba contra algo, tal vez contra otro coche. En estos sitios, con la brisa del mar, el olor dulzón de las plantas y un poco de alcohol se podía perder la noción de peligro con muchísima facilidad.
Aparcó de mala manera en el arcén junto a otros que habían hecho lo mismo, y como ellos salió a ayudar. Pero ninguno lograba ver nada a pesar de que el ruido del accidente se había producido muy cerca, prácticamente encima. Quizá había sucedido en uno de los senderos que como el suyo se abrían paso entre las urbanizaciones, pero enseguida, en cuestión de segundos, la sirena de una ambulancia salida literalmente de la nada empezó a zumbar con fuerza. Julia, aunque miraba en todas direcciones, continuaba sin ver y no podía esperar más, Tito estaría llorando a pleno pulmón reclamando el biberón, y Félix no tenía nada con que calmarle.
La noche era tan oscura que parecía que no había luna. Tiró en dirección a los apartamentos. Dejó a la izquierda la discoteca La Felicidad y a los tres o cuatro kilómetros pensó que ya debería haber encontrado algún punto de referencia para torcer hacia Las Adelfas. Ahora se daba cuenta de que sólo Félix tenía la clave para saber llegar. Ella se había dejado llevar y al salir por la verja en busca de la farmacia no se había fijado en nada en especial, daba por hecho que regresaría al mismo camino sin ningún problema, atraída secretamente por la fuerza del apartamento. El problema era que la noche había encendido unas luces y apagado otras y se habían borrado las huellas del día.
Por fin se adentró por un pasadizo a la derecha y fue hasta el final, donde había más anchura para aparcar y serenarse un poco. El silencio de la noche engullía los ruidos, incluso el del tráfico.
No tenía que exagerar, todo estaba bien. No debería llamar a Félix y preocuparle, aunque sería lo más sensato, así que echó mano al bolso en el asiento del copiloto. Siempre lo dejaba allí, sólo que ahora en el asiento no había ningún bolso. Estaría en los asientos traseros y volcó hacía allí medio cuerpo. Palpó también el suelo. El bolso mochila había desaparecido. Inclinando otra vez el cuerpo comprobó que el seguro de la puerta del copiloto no estaba echado, por lo que con toda probabilidad se lo habrían robado cuando salió fuera del coche en el momento del accidente. Le fastidiaba sobre todo por la documentación, tendría que pasar por el engorro de poner una denuncia, y por el móvil, precisamente ahora lo necesitaba más que nunca. ¿Qué podía hacer?
Menos mal que al pagar la leche en la farmacia se había metido el cambio en el bolsillo del pantalón. De todos modos, lo tocó para cerciorarse de que seguía ahí, porque ya no estaba segura de lo que hacía, y es que cuando se está cansado se dice con razón que es mejor no intentar solucionar nada.
Bajó la ventanilla y sintió una maravillosa brisa entrándole en los pulmones, como si hasta ahora mismo hubiera respirado a medio gas. Los ojos se le estaban acostumbrando a la oscuridad con rapidez. No creía que el complejo se encontrara más adelante, no tenía la sensación de haber conducido tanto. Así que daría la vuelta y regresaría observando las sombras del lado contrario muy cuidadosamente y la intuición le diría por qué pasadizo meterse. En el trato con los clientes del hotel se dejaba llevar por la intuición. Félix no estaba de acuerdo, opinaba que las evidencias y los datos eran los únicos que contaban para llegar a conocer a alguien, para tomar una decisión y para no equivocarse más de la cuenta. Siempre decía que la gente que se decepciona se basa demasiado en las apariencias. Lo que pasaba era que a Julia no le daba tiempo a decepcionarse con los clientes porque, salvo los habituales, iban y venían a una velocidad de vértigo. Sólo tenía que preocuparse por si alguien pensaba largarse sin pagar o montar una bronca y para eso no había ni que pensar. Así que no podía estar segura de nada de lo que creía saber sobre la gente y la vida porque no estaba acostumbrada a basarse en datos. Admiraba la objetividad que regía los juicios de Félix aunque a veces le irritase y le pareciese que él y ella vivían en dos mundos distintos, uno con bases sólidas y otro con pies de barro. Probablemente Félix nunca se volvería loco. Claro, ¿y si ella había sufrido de repente algún trastorno mental? ¿Y si había perdido la noción del espacio y el tiempo? Podría estar pasándole algo así y no ser consciente de ello y por eso sería incapaz de volver al que ahora era su hogar, el apartamento. El caso era que estuviera o no en sus cabales no se le ocurría ninguna estrategia que diera un vuelco a la situación. La noche iba moviéndose del azul oscuro al negro según se hacía más y más profunda. Cerró los ojos y trató de dejar la mente en blanco con la esperanza de que su misterioso mecanismo empezase a funcionar correctamente.
Llevaba así unos dos o tres minutos cuando notó que una mano fría le pasaba por el pelo y por la espalda. Aunque no era nada del otro mundo, porque a estas horas el aire venía cargado de pequeñas corrientes calientes y frescas, cerró la ventanilla con aprensión y giró la llave de arranque. El contacto de aquella mano le había parecido tan humano que no le cabía duda de que estaba sacando las cosas de quicio.
A los tres cuartos de hora desistió de seguir buscando. Pero ¿qué mierda le pasaba? ¿Cómo podía estar tan torpe y tan ciega? Su marido y su hijo la estaban esperando y ella se dedicaba a ir arriba y abajo cada vez más lentamente, como si las ruedas se pegaran al asfalto, buscando unos apartamentos que habían desaparecido de la faz de la tierra. Había caído en un círculo vicioso y cuantas más vueltas diera, más se desorientaría y más se ofuscaría y más se desesperaría. No conseguía ver nada aparte de los mismos caminos una y otra vez, los mismos árboles, las mismas pequeñas luces en fachadas oscurecidas. Lo único que le quedaba era encontrar un teléfono.
Decidió dirigirse al lugar más iluminado y concurrido de la zona, La Felicidad, donde habían orientado a Félix la vez anterior sobre Las Adelfas y en cuyos alrededores posiblemente habría alguna cabina. A estas horas el accidente había pasado a la historia, ya no se oía nada de nada, lo que hubiese ocurrido se lo había tragado esta carretera. Y el bolso también se lo había tragado la carretera. Odió al hijo de puta que se lo había robado.
Le costó lo suyo aparcar. Ni que fuese la única discoteca de Las Marinas. Todos los que entraban y salían llevaban encima las huellas de muchas horas de playa. A ellas el sol les había aclarado tanto el pelo que hasta las morenas parecían rubias. Lucían espaldas y hombros al aire y sandalias de tacón, que las elevaban a las alturas. Dio una vuelta por los alrededores buscando la dichosa cabina, pero no vio ninguna. Nadie que no fuese ella necesitaba una cabina. La gente tenía su vida en orden, los documentos, el móvil, el apartamento, la familia si es que tenía familia, incluso su diversión estaba en orden. Del interior del local se escapaban ráfagas de música y de luz azulada que se estrellaban en la ancha espalda del portero. Precisamente el portero echó una ojeada a sus viejas Adidas, y Julia supo que, captado este detalle, ya nunca la dejaría entrar. Desentonaba, estaba fuera de lugar, no era nada personal.
Se acercó a él y se enfrentó a una mirada fría y desdeñosa. Era la misma mirada que ponía ella cuando alguno se le insinuaba en el hotel o pretendía contarle su vida. Le preguntó por el conjunto residencial Las Adelfas.
—Sé que está en esta carretera, pero no lo encuentro —dijo Julia.
—¿Las Adelfas? —preguntó él mientras paralizaba con la mano extendida a un grupo de chicas con vaqueros ajustados y ombligos morenos—. ¿No serán Las Dunas? Las Adelfas me suenan al otro lado del pueblo, en la playa de Poniente.
Julia no supo qué decir. Se quedó unos minutos contemplando cómo el portero hablaba con las chicas mientras trataba de organizar los recuerdos de aquella noche. Las chicas le decían algo que requería tanta concentración que empezó a atender vagamente a los que entraban. Y fue en ese momento cuando Julia vio la ocasión de colarse en La Felicidad, a la desesperada, buscando alguna oportunidad que no había fuera.
La luz de dentro pertenecería a los llamados efectos especiales. Sólo iluminaba algunas cosas, lo demás quedaba en penumbra. Hacía que las camisas blancas y la ropa clara deslumbraran como si estuvieran encendidas, la misma blusa de Julia se movía irrealmente resplandeciente. Y al contrario, los rostros, cuellos y manos resultaban exageradamente morenos, incluso los suyos, que no habían tomado el sol. Bajo los efectos de esta luz todo el mundo emanaba un atractivo irresistible. También ella. Un hombre la miraba con fijeza desde la barra a unos cinco pasos. El claro de los ojos resaltaba en su rostro de bronceado artificial. Pero algo más atrajo la atención de Julia. Sintió que ya había cruzado esta misma mirada con esos mismos ojos. Continuó observándolos pensativa. Él tampoco apartó los suyos, no era alguien que se amilanase. Anduvo los cinco pasos que lo separaban de ella.
—¿Quieres tomar algo? —le dijo.
En este mismo instante Julia supo que tenía sed. Hasta ahora había estado demasiado ocupada como para darse cuenta.
—Tengo sed —dijo.
Él, sin preguntar más, se acercó a la barra y volvió con dos vasos altos, en cuyo interior se formaban olas de mercurio.
Dio un trago largo. Tenía más sed de la que imaginaba. Un gran frescor le recorrió la garganta y los pulmones, y le quedó un sabor algo amargo que pedía otro trago.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
La música estaba demasiado alta y había que hablarse al oído con el aliento rozando la cara.
Dijo que se llamaba Julia y cuando le iba a preguntar a él por el suyo tuvo el presentimiento de que se llamaba Marcus.
—Yo me llamo Marcus —dijo él.
Julia se quedó desconcertada, no comprendía cómo había podido adivinar el nombre. Aunque puede que con la noche que llevaba y al beber con el estómago vacío le hubiera parecido pensar esto, pero que en el fondo no lo hubiese pensado. Lo que era seguro es que Marcus no se podía ni imaginar que ella no había ido allí para divertirse ni la extraña situación por la que estaba pasando.
—¿Estás de vacaciones? —preguntó Marcus acercando ya completamente la cara a la suya.
Notó la aspereza de la barba y el olor algo denso que desprendía a colonia y alcohol. A continuación él la abrazó y ella se asustó porque le gustó y deseó que la besara. Jamás se habría imaginado esto, jamás se había llegado a considerar un monstruo semejante. Durante unos segundos la angustia que sentía por no encontrar el apartamento y por que Félix estuviese preocupado y sin comida para Tito había cedido con el abrazo de este absoluto desconocido. Sería entonces verdad eso que dicen de que uno nunca llega a conocerse del todo.
Se despegó de él.
—¿Qué te pasa? —preguntó en un tono demasiado íntimo, como si se hubiesen acostado juntos mil veces.
Tanta confianza le hizo sentirse bastante incómoda, le resultaba obscena. Tuvo la amarga sensación de que estaba engañando a Félix. Y el caso era que no le parecía una sensación nueva y que además sabía mucho sobre Marcus de forma natural, como si hubiese nacido sabiéndolo. Sabía que era zurdo y que venía de los Balcanes y también sabía de qué sitio de los Balcanes venía, pero ahora no se acordaba, estaba cansada. Se fijó en la mano con que cogía el vaso, la izquierda. Claro que también podría haberlo visto antes sin darse cuenta, del mismo modo que podía haber notado que era de los Balcanes por el acento y por su aspecto de Europa del Este. Era de Croacia.
—¿Puedes prestarme un momento el móvil? Tengo que hacer una llamada urgente.
Marcus la miró sopesando la situación. No querría pasarse en gastos con ella, ya la había invitado a una copa.
—¿Dónde quieres llamar?
—Necesito saber cómo está mi hijo.
Se separó dos pasos de ella. Un hijo. Pareció pensarlo mejor. Volvió a acercarse.
—¿Y después?
—Después, me quedaré tranquila.
Venía de Zagreb. Estaba segura. Sabía que en España intentaba empezar una nueva vida y olvidar algo de la guerra. Julia no se lo estaba inventando, lo estaba recordando. Y era imposible recordar algo que no se supiese. Tal vez había sido uno de esos clientes del hotel que te cuentan la vida mientras se toman whisky tras whisky.
La condujo cerca de la salida y sacó el móvil del bolsillo. Era plateado, con solapa, de los que dan un chasquido al cerrarse. Bajo la atenta mirada de Marcus marcó el número de Félix. Saltó el buzón de voz, y ella dejó un mensaje. «Estoy bien, estoy tratando de encontrar el apartamento, ya tengo la leche, no te preocupes.» No le dijo que le habían robado, para qué si él no podría hacer nada. Tampoco creía probable que saliera en su busca con Tito hambriento y sin coche y con la posible contrariedad de dejar a Julia con la puerta cerrada. Félix analizaría la situación y pensaría que lo más razonable sería esperar y tratar de calmar al niño como pudiera. Aún no estaba alarmado, pensó aliviada, puesto que tenía el móvil apagado.
—No responden. Volveré a llamar dentro de diez minutos.
Marcus se lo guardó en el bolsillo y la cogió del brazo con decisión. A ella no le desagradó esta manera de cogerla y, sobre todo, dependía del móvil de Marcus. Consideró que el esfuerzo invertido en el dueño de ese teléfono era por una causa más que justificada y vital. Puestos a pensar como Félix, sería más provechoso rentabilizar el tiempo pasado con Marcus que buscar otra alternativa parecida. Se dejó abrazar de nuevo. Estaban bailando. Y el cuerpo de Marcus no le resultaba extraño. Dime una cosa, le preguntó al oído, ¿vienes de Zagreb? Marcus despegó la cabeza de la suya y la miró un instante con esos ojos entre grises y azules bastante bonitos. El pelo lo llevaba muy corto y era castaño claro y los surcos a los lados de la boca y en la frente hacían pensar en una vida dura. Luego volvió a la posición de antes sin contestar. Ahora Julia recordó otra cosa más, sabía que a Marcus no le gustaban las preguntas y que tenía por norma no contestarlas. Durante el cuarto de hora que permanecieron así estuvo tratando de averiguar dónde lo había conocido, hasta que sintió la blusa empapada de sudor y que no le repugnaba estar con él entre tanta gente intensamente bronceada y despreocupada. Menos mal que oyó un pequeño timbrazo, un timbrazo que al parecer sólo había escuchado ella. Más que timbrazo había sonado como la alarma de un reloj. Julia no llevaba reloj así que podría proceder del reloj de Marcus, lo curioso es que daba la impresión de que lo había escuchado junto al oído. El caso es que sonó a tiempo para devolverla a la realidad y que se preguntase seriamente qué estaba haciendo. No era normal que se olvidase durante minutos enteros de Tito y Félix en estas circunstancias tan preocupantes.
—Tengo que volver a llamar por teléfono. Estoy inquieta por mi hijo.
Él pareció salir de una ensoñación. La besó en la boca.
Julia pensó que puesto que habían llegado a este punto no sería nada del otro mundo meterle la mano en el bolsillo del pantalón y sacar el móvil. Pero Marcus le agarró la muñeca con fuerza y se lo arrebató con la otra mano.
—Aún no ha llegado el momento —dijo Marcus guardándose el teléfono—. No vuelvas a hacerlo.
Seguramente para Marcus lo que hacía no era grave, puede que se lo tomase como un juego, al fin y al cabo estaban en una discoteca bailando y pasándolo bien y no podía adivinar lo que le ocurría a Julia. Sin embargo ella, a pesar de que le comprendiese, tenía el presentimiento de que era mejor alejarse de él.
—Voy al baño un momento —le dijo al oído como siempre.
Las puertas de los aseos no cerraban, los rollos de papel higiénico rodaban por el suelo encharcado. Fue muy desagradable orinar en estas condiciones, prácticamente a la vista de otras mujeres que se pintaban los labios frente al espejo y que casi no podían evitar verla.
—Por favor —dijo mientras se lavaba las manos—, ¿alguien podría prestarme un móvil? Estoy buscando a mi marido y a mi hijo.
Durante unas milésimas de segundo detuvieron las barras de labios y los peines para observarla. Luego le dijeron que lamentablemente allí dentro no había cobertura.
Al salir del baño localizó con la vista a Marcus junto a la barra y procuró escabullirse hacia la puerta. Era absurdo tener que escapar, pero ya no podía esperar nada más allí dentro y además algo le decía que era el momento de separarse de este desconocido, aunque no desconocido del todo.
Le dolía la cabeza. Le dolía bastante. Seguramente era la tensión, pensó mientras abría el coche. El coche otra vez, el volante, la oscuridad de la noche recortada por la luna. Necesitaba descansar, tal vez si durmiese un poco encontraría una solución a este callejón sin salida. De todos modos, no se encontraba a gusto quedándose a dormir junto a La Felicidad, había demasiado movimiento. Prefería un lugar más discreto y silencioso.
Salió de nuevo a la carretera y más o menos por donde había creído que se encontraban los apartamentos se internó por una calle, fue hasta el final de ella y apagó el motor. Enfrente estaba el mar, una masa negra temblorosa que se extendía a lo lejos por el cielo. A pesar de que hacía calor, cerró las ventanillas y los seguros, saltó a los asientos traseros y se tumbó. Encogió las piernas, pasó un brazo sobre el otro y se fue durmiendo algo mareada y con el persistente dolor de cabeza. Entonces notó un dedo presionándole la nuca, lo que la habría sobresaltado de no estar tan cansada. No se movió y pensó que como era imposible que se tratase de ningún dedo de verdad, sería una contracción muscular.
Por la terraza abierta entraba una brisa fresca que llegaba a la habitación. Como también había abierto las ventanas, se creaba una corriente muy agradable. Había tumbado a Tito sobre una de las dos camas con colchas de florecillas azules y se tendió a su lado para que se sintiera acompañado y no llorara. Y, si era sincero, para sentirse acompañado él mismo. Tito desprendía un calor, un olor y una intensidad humana increíbles en un ser tan pequeño. Parecía que no se tratara sólo de kilos, que eran los normales para su edad, sino de una gran concentración de potencia y energía que en el futuro haría que sus piernecillas fuesen enormes, y sus manos, el tronco, la nariz. Le costaba trabajo creer que también él había sido así y que había existido un tiempo en que no pensaba en lo que hacía ni lo que pensarían los demás, que sólo actuaba. A Julia le dolía la espalda de sostenerlo en brazos, puede que de ahí viniera la cara de cansada que tenía últimamente.
Julia medía uno sesenta y cuatro y pesaba cincuenta kilos y desde el parto tendía a tener bajo el hierro y por eso se sentía tan floja. Durante el viaje vino durmiendo casi todo el tiempo. Félix la veía por el retrovisor con la cabeza recostada en el cristal. Se había cortado un poco el pelo para que no le molestara en la playa. Normalmente le caía un poco por la espalda, ahora lo llevaba a la altura de los hombros. Era lo más llamativo de su persona, lo demás pasaba desapercibido. Si la gente se acordaba de ella era por el pelo, aunque a un pelo así habría que llamarlo cabello, cabello en cascada. Era rizado, con pequeños rizos en las sienes y en el nacimiento de la frente y grandes y abultados en el resto. Si lo llevaba recogido, los bucles se disparaban en todas direcciones produciendo un efecto maravillosamente salvaje. Tenía un tono castaño rojizo, casi pelirrojo que con la apagada luz del bar del hotel donde trabajaba no llamaba tanto la atención, pero que en la calle bajo el sol uno no podía dejar de mirar. Lo miraban los hombres, las mujeres, los niños. Todo el mundo desviaba la vista hacia aquella maraña llameante. La naturaleza le había regalado un don, algo precioso y raro como un unicornio o algo así y ella lo respetaba y lo cuidaba al máximo. Usaba los mejores champús, bálsamos con proteínas de seda y mascarillas. Una larga balda del cuarto de baño estaba destinada a estos productos. Siempre lo dejaba secar al aire para que el secador no lo resecase y cuando hacía viento formaba un aura luminosa alrededor de la cabeza. Con ninguna otra parte del cuerpo tenía tantos miramientos. Parecía que el resto de su cuerpo sí le pertenecía, pero que el cabello rojizo era un préstamo que tendría que devolver intacto algún día a la naturaleza. Y el pelo hacía que nadie se fijase en los ojos con forma de pececillos de color pardo, y lo que tiene el color pardo es que en la luz pasan a ser verdosos y en la sombra castaños. Así que siempre tenían un tono que parecía tapar otro. Muchos al verla le preguntaban si no se le había ocurrido ser actriz. También fue una de las primeras ideas que se le cruzó a Félix por la cabeza al conocerla. No había que hacer nada para imaginársela sobre un escenario o en una pantalla, simplemente porque sobresalía por algo.
Desde el momento en que conoció a Julia, Félix empezó a preocuparse por ella y sus estados de ánimo, y en cuanto notó que la alegría de ella le alegraba y su tristeza le entristecía y su malhumor le irritaba y era capaz de odiar a gente que no conocía de nada sólo porque los odiaba ella, supo que ya no había vuelta atrás, que se había apoderado emocionalmente de él y que esta invasión debía de ser amor. Y que el amor borraba cualquier atisbo de objetividad y de independencia. Precisamente por esto se consideraba menos capaz de ayudarla a ella que a cualquier cliente de la aseguradora donde trabajaba.
Los cambios de humor de Julia al principio le desconcertaban mucho porque pensaba que era por algo que él había dicho o hecho, pero en conjunto no entendía qué le pasaba, cuál era el problema de fondo. Se casaron tan rápido que no les dio tiempo de conocerse. Claro que eso a Félix no le preocupaba porque sólo uno mismo era capaz de conocer globalmente todos sus componentes. Y por eso, y había tenido ocasión de comprobarlo en cientos de casos investigados, por muchos años que se conviva con una persona no se llega al fondo de su personalidad. Más tarde achacó su comportamiento a la circunstancia extraordinaria de que su madre era más vieja que la mayoría de las madres. Se llamaba Angelita y la había concebido a los cincuenta y un años, cuando ya ni se planteaba la posibilidad de tener hijos. Quizá su infancia habría sido distinta si su padre no hubiese muerto antes de que ella tuviese uso de razón. Revisando una obra en construcción, un suelo cedió y cayó al vacío. Se podía decir que del mismo modo que Julia había venido al mundo cuando nadie lo esperaba, su padre se fue de repente cuando tampoco nadie lo esperaba.
Tito lo miraba con los ojos abiertos y el chupete puesto. Olía a pañal sucio y tendría que cambiarle, pero le daba miedo moverle y que se acordarse de que tenía hambre, había pasado ya un cuarto de hora desde que le tocaba la cena. Así como estaba, escudriñando a su padre, parecía entretenido. En cuanto a Julia y él, se tomarían en la terraza las empanadas y el vino y luego se irían a la cama y dejaría que Julia durmiese a pierna suelta sin hora de levantarse porque pensaba ocuparse de Tito durante todas las vacaciones para que ella descansara a gusto.
A nadie le garantizan, aunque sea el hombre más poderoso del mundo, que vaya a ver crecer a sus hijos. Nadie puede asegurarme que vaya a verte crecer a ti. Pero tú eso no lo sabes ¿verdad?, le dijo con el pensamiento intentando grabar en la mente de Tito su amor por él. Pero cuando se dio cuenta de que esta mirada cargada de amor también estaba llena de preocupaciones y de un poco de angustia, la retiró hacia las cortinas para que el día de mañana Tito no sintiese la angustia que su padre habría dejado en su recuerdo. Ahora Tito no era consciente de lo que hacía ni de lo que le hacían, sucesos que permanecerían aletargados en algún lugar del cerebro hasta que de repente un día les diera por salir.
Podía poner tantas imágenes, tantas palabras, tantas sensaciones en la tierna y fresca inteligencia de su hijo, que sentía una gran responsabilidad. Cerró los ojos y lo abrazó. La respiración de Tito funcionaba como un somnífero. Hacía días que le costaba mucho coger el sueño, desde que Diego Torres, y no él, descubrió que el incendio de unos almacenes había sido provocado. De no ser por Torres la aseguradora habría tenido que desembolsar una fortuna. Hasta este momento Félix era el investigador estrella sin discusión, y un fallo como éste no se lo habría esperado él ni nadie. Torres decía una y otra vez que había sido pura suerte, pero los hechos eran los hechos. No le molestaba que Torres lo hubiese descubierto. Torres se merecía que algo le saliera bien. Lo que no se perdonaba era no haber sabido ver dónde estaba la prueba, pensaba mientras se hundía lentamente en la nada inmensa.
No sabía qué hora sería cuando el llanto de Tito lo sobresaltó. Le costó situar las florecillas azules de la cortina en el espacio y el tiempo. Vio la cara enrojecida de su hijo frente a la suya. La piel era tan fina y suave que amenazaba con romperse en la frente y las mejillas. Le dio un beso en la cabeza. El mismo Félix, según le habían contado, había sido un llorón que no dejaba dormir a nadie.
Aunque a veces también le habían dicho lo contrario por lo que en realidad no tenía una noción aproximada de los tres primeros años de su vida. Tres años en que había existido sin conciencia de ello ante testigos poco fiables. Tres años en cierto modo perdidos. El llanto de Tito arreció igual que si intentara atravesar la pared, lo que sin duda estaba consiguiendo. Paredes, árboles, hileras de apartamentos, urbanizaciones enteras y puede que también estuviera traspasando la atmósfera y llegando al espacio. Miró el reloj. Llevaba dos horas durmiendo. Entonces gritó el nombre de Julia. ¡Julia!, y colocó las almohadas de las dos camas a los lados de Tito para que no se cayera. Se notaba embotado, en espera de que terminara de despertarse todo lo que tenía en la cabeza. Fue a la habitación de matrimonio. La cama estaba hecha y sobre ella había una de las bolsas del equipaje.
—¡Julia! —llamó, intentando no gritar, junto al cuarto de baño de la habitación.
Lo abrió y encendió la luz. Era de baldosas verdes y unas gotas más claras salpicaban el suelo. Abrió el grifo y salió un chorro de agua marrón que fue aclarándose. Sin cerrarlo, con su ruido de fondo combinado con el llanto de Tito, dio unos pasos hasta lo que en estos apartamentos se llama salón. Más o menos todo estaba como lo habían dejado al llegar. La garrafa de agua mineral, la maleta, la sillita del niño, la sombrilla de la sillita, un gran paquete con pañales, la bolsa de los osos. Miró dentro por si quedaba algo de leche en un biberón. En su lugar encontró uno con agua de anís. Lo cogió, y también un pañal. Con el biberón en una mano y el pañal en la otra permaneció durante unos segundos paralizado extrañándose de la ausencia de Julia.
—¡Julia! —volvió a llamarla lanzando la voz hacia la terraza. Pero por la terraza sólo entraba el ruido de un oleaje oscuro y amenazante. Y entonces supo, como si la misma Julia se lo estuviera diciendo, que algo iba mal. Un presentimiento, se dijo. Un presentimiento sin base real.
Al quitarle el pañal a Tito, dudó si lavarle o no. Optó por volver de nuevo al salón a buscar la bolsa de osos donde tendría que haber una esponja y talco. En el suelo permanecía abierta la maleta y buscó entre la ropa una toalla. No encontró ninguna, ¿dónde las habría metido Julia? Tito tenía la cara morada y le dio miedo que el mecanismo que controla los berrinches se hubiera disparado y no fuese capaz de parar a tiempo. Le pasó la esponja mojada por todo el cuerpo y le quitó la camiseta para secarle con ella. Le puso talco y el pañal. Luego lo tomó en brazos y le dio a chupar el biberón con agua de anís. No sabía hasta qué punto podría engañarle. Volvió a dejarle acostado con el biberón mientras buscaba algo con que taparle. Pero no quería actuar a lo loco, tenía que centrarse, el atolondramiento y la desorganización siempre empeoran las cosas. En la maleta no había visto ropa de Tito, en la bolsa de osos tampoco ni en una de las bolsas marrones, por tanto estaría en la otra. La vio sobre la cama de matrimonio. Mientras revolvía entre prendas pequeñas dio rienda suelta a su preocupación por Julia. Puede que aún anduviese dando vueltas buscando una farmacia y que se hubiese quedado sin gasolina. Era lo más probable puesto que no había vuelto a llenar el depósito desde Madrid. Le haría una llamada en cuanto vistiera a Tito, no quería que cogiese frío. Le metió los brazos por las mangas de la camiseta. Siempre que maniobraba con ellos le daba miedo dislocarle alguno. Tito lo miró desconsolado. Aún tenía los ojos un poco azules, pero pronto los tendría castaños.
—Pon un poco de tu parte, hijo mío —dijo mientras consideraba la posibilidad de que quedase algo de azúcar en el azucarero.
Cogió el chupete y fue hacia la cocina. Era el tipo de restos que suelen dejarse siempre los veraneantes del mes anterior. Un dedo de azúcar en el azucarero, como afortunadamente había, y también un frasco con un poco de Nescafé, y bolsas para la basura y lavavajillas, productos tan baratos que no merecía la pena cargar con ellos. Mojó el chupete en agua de la garrafa y luego en el azúcar. No sabía si esto estaría del todo bien. Si no, sería ese tipo de cosas que no deben hacerse con los niños y que la gente sin sentido común hace.
Llegó a tiempo de ponerle el chupete antes de que se amoratase de nuevo. Según chupaba fue entornando los ojos sin dejar de observar a su padre, como si hubiese algo en él que le intrigara. Félix lo tapó con la colcha hasta la cintura. Volvió a colocarle las almohadas a los lados y recogió el pañal sucio. Lo tiró en un cubo bajo el fregadero. Ahora sí que ya podía ocuparse de Julia. Salió a la terraza y marcó el número del móvil y esperó hasta que saltó el buzón de voz. Le dejó un recado pidiéndole que le devolviera la llamada en cuanto pudiese. «No te preocupes si no encuentras la leche. Tito está dormido», dijo sin estar seguro de que ya hubiese cerrado del todo los ojos.
Se acodó en esta barandilla desconocida y algo húmeda. Las sombras de los árboles se movían como gigantes lentos y cansados. Se sabía que por allí había una piscina por la neblina azulada que desprendía. Sería una de esas piscinas con iluminación en el fondo por si alguien quería bañarse a la luz de la luna. Pero no se oía ningún chapoteo, ninguna conversación, para ser un lugar de vacaciones el silencio era descomunal. ¿No estaría dormido y todo esto sería una pesadilla? Ni le habría cambiado el pañal a Tito, ni Julia llevaría dos horas fuera, ni él estaría ahora en la terraza pensando en esto. Por la mente se le pasó de nuevo el caso de los almacenes. Quería entender por qué aquel detalle minúsculo pero decisivo se le había escapado. El olor dulzón de las plantas era mareante. Lo mejor sería esperar a Julia tumbado en el sofá con el móvil a mano. Había procurado que ella no se diese cuenta de que le había ocurrido algo en el trabajo que le tenía disgustado. De hecho, en el atasco camino de Las Marinas había estado a punto de perder los nervios y afortunadamente había logrado contenerse. Despreciaba a la gente que se dejaba dominar por los problemas y los llevaba a todas partes. Él mismo le había aconsejado a Julia que procurasen no hablar demasiado del trabajo porque entonces acabarían dándole importancia a contratiempos y banalidades que no la tenían. Lo mejor era, le había dicho, que nada más salir del hotel, empezase a pensar en lo siguiente que tuviera que hacer. Así que ahora no le iba a ir él con el cuento del incendio de los almacenes. Pero tenía que reconocer que había venido a la playa sin entusiasmo, empujado por la idea de que les vendría bien. A Tito porque el sol y los baños en el mar le reforzarían las defensas y porque a Julia, que desde el parto estaba más decaída y silenciosa de lo normal, la animaría y le daría fuerza. Y porque a algún sitio tendrían que ir para salir del agobio de Madrid.
El móvil le vibró en la mano. Había quitado el volumen para que no sobresaltara al niño. Le desconcertó que no fuera el número de Julia el de la pantalla.
Le habló un hombre desconocido, cuya voz sonaba remota como si llegara de alguna lejana galaxia.
Se identificó como policía local. Le dijo que la última llamada que había recibido Julia Palacios Estrada correspondía a este número.
Félix le aclaró que era su marido mientras le flojeaban las piernas, como si las piernas pensaran más rápido que la cabeza.
Julia había ingresado en el hospital con una conmoción cerebral. Había sufrido un accidente en la carretera de Las Marinas. Chocó con unas palmeras y dio una vuelta de campana. No había bebido. Podría ser un fallo del coche.
—Iba buscando una farmacia —dijo Félix en un murmullo, sabiendo que era un dato irrelevante.
—Ya —dijo el policía, acostumbrado a cientos de reacciones distintas en estos casos—. No hay otros heridos, no hay testigos, poco podemos hacer. Ahora es cosa de los médicos.
—Bien. Iré enseguida —dijo tratando de dominar la angustia y preguntándose al mismo tiempo dónde encontraría un taxi a esas horas.
La flojedad de piernas había remitido. Ahora estaba tenso como un poste. Si alguien le hubiese dado con una barra de hierro, la barra se habría partido. Empezó a actuar en dos niveles, el de la preocupación por Julia y el de tratar de localizar un taxi, lo que le llevó siete minutos dando paseos por los cincuenta metros que lo rodeaban. Mientras, iba calculando las cosas que faltaban en la bolsa de osos. Consideró que donde más cómodo estaría Tito sería en el capazo y que también le daría a él mayor libertad para maniobrar, así que fue hacia este chisme y tanteó en el fondo para comprobar si el colchoncillo estaba seco. Cuantas más molestias se le quitaran del camino para que no llorase, mejor. Ya sería bastante con el hambre que sentiría al despertar. Así que supuso un gran alivio cuando, de forma casi mágica, elevó a Tito por el aire y lo depositó en el capazo sin que abriese los ojos.
El taxi ya habría llegado y cerró la puerta con mucho cuidado para no hacer ruido y con la sensación de que se dejaba algo. Eran las tres de la madrugada y había refrescado. Ya sabía lo que se le había olvidado, la toquilla o una sábana para tapar a su hijo. En uno de los pasadizos camino de la salida se tropezó con una pareja, que se reía tapándose las bocas, pero dejando escapar chillidos que despertaron a Tito. Estaba boca arriba y al abrir los ojos vería las estrellas. Milagrosamente no lloró. Luego movió la cabeza como para salir de esta visión. Pero a la altura del taxi parecía absorto en la luna. El taxista esperaba apoyado en la carrocería y al ver salir a Félix se precipitó hacia el maletero.
—No hace falta —dijo Félix—. Es un niño.
—¡Ah!, vaya, un chavalín. Yo acabo de tener un nieto.
Félix se sentó detrás con Tito.
—Vamos al hospital. Mi mujer acaba de tener un accidente.
Sabía que este último dato no era relevante para el taxista, sino tal vez molesto. ¿Qué necesidad tenía este buen hombre de saber algo que excedía completamente su función, que consistía en conducirle al hospital? Y además, ¿en qué le beneficiaba a él mismo dar esta información? Gastar saliva. Pero, sin saber por qué, dijo lo que habría dicho Julia. Julia estaba acostumbrada a que en el bar del hotel la gente hablase por hablar, que contase asuntos de su vida que a los demás por un oído les entraban y por otro les salían, y Félix suponía que a la fuerza se le había pegado el vicio de alargar la información más de lo debido. Todo lo suponía porque sólo hacía dos años que la conocía y no podía saber cómo era antes. El pasado de Julia, y de cualquier persona, era un rompecabezas con sentido sólo para el interesado y a veces ni siquiera para él.
El cuello del taxista se tensó, se alargó por lo menos unos dos centímetros más. Carraspeó y arrancó el coche con la gravedad que la situación requería.
—En un cuarto de hora estamos allí —dijo.
Tito empezó a llorar. Ahora ante los ojos nada más tenía el techo oscuro del taxi. Le debía de sorprender que ya no hubiese eso que llamamos estrellas y luna. Le puso el chupete, pero él lo soltó con rabia. Buscó en la bolsa el biberón con agua. Maldita leche y malditas vacaciones.
—Mi mujer ha salido con el coche a comprar leche para el niño y ya no ha vuelto. La policía me ha dicho que ha sufrido un accidente.
Era la segunda vez que decía lo del accidente puede que para habituarse él mismo a esta palabra.
—¿Grave? —preguntó el taxista.
—No lo sé. No sé nada. Está inconsciente.
Como Félix se había estado temiendo, Tito entró en un llanto frenético. Lo cogió en brazos sabiendo que ya era imposible calmarle. El taxista aceleró. Era lo más lógico, cuanto menos estuviese junto a este problema menos implicado se sentiría, aunque ya era tarde para no saber lo que sabía sobre aquella mujer desconocida y para no oír el desgarrador berrido del niño.
—Mi mujer está en el hospital esperando que llegue, y mi hijo necesita un biberón urgentemente.
El taxista aminoró.
—Puedo llevarle a una farmacia de guardia. Al fin y al cabo no puede hacer por su mujer más que los médicos.
Félix entró en la farmacia con la bolsa de osos y Tito en brazos. Dejó el capazo en el taxi. Del fondo, entre cajas de medicamentos, surgió un empleado con bata blanca y gafas redondas. Su aspecto de estudiante lo desfondó. En realidad había esperado encontrar a una mujer.
Antes de poder abrir la boca, Félix trató de calmar a su hijo, un empeño ya de todo punto imposible. El empleado los miraba.
—¿Son gases? —preguntó.
—Es hambre. No recuerdo exactamente qué leche toma. Mi mujer se ocupa de eso.
De nuevo, esta información sobrante.
—¿Qué edad tiene?
—Seis meses.
—¿Tomará también papilla?
—Sí, de cereales.
—¿Y no le han iniciado en la fruta? —dijo cogiendo de las estanterías unas cajas con cierta parsimonia sin que el berrinche de Tito lo alterara lo más mínimo.
Ahora sí que Félix consideró que había llegado el momento de decirle, dando pequeños saltos para acallar a su hijo, que la madre del niño había tenido un accidente e iban camino del hospital.
El farmacéutico le escuchaba con las manos sobre el mostrador y las cajas entre ellas. Era un calvo joven, de facciones finas y piel blanca que uno más o menos ya podía saber cómo iba a ser de viejo.
—Y necesitaría —continuó Félix— agua embotellada y hacerle el biberón aquí mismo. Tal vez tenga algún sitio para calentarlo.
—Bueno —dijo el licenciado Muñoz, según indicaba en el bolsillo de la bata—, en la esquina hay un bar. Claro que ahora estará cerrado.
Félix miró el reloj. El tiempo corría. Eran casi las tres y media. Este chico aún estaba en esa edad en que el sufrimiento de los demás es lejano.
—No me diga que no tiene microondas. ¿No ve cómo está el niño? ¿No ve cómo está este hombre? —dijo el taxista con voz autoritaria detrás de Félix.
Debía de tener muchas ganas de terminar el servicio e irse a dormir. Y seguramente también sentiría algo de pena por este pobre hombre acosado por las obligaciones y los pequeños detalles.
—Trataré de calentar agua en una cafetera que tenemos dentro.
Félix tendió a Tito en una báscula de pesar bebés y le pidió al taxista que le sacara un pañal de la bolsa de osos.
—Tendría que haber llamado al hospital —murmuró con pesar mientras le cambiaba.
—A veces uno no puede con todo —dijo el taxista que contemplaba la operación con las manos en los bolsillos.
De las profundidades salió el farmacéutico con una prisa que le dio un aire más juvenil aún.
—¿Tenemos un biberón?
—Sí —dijo Félix mirando al taxista—. Hay uno con agua y otro vacío en la bolsa. Déle el vacío.
La preparación duró unos cinco minutos porque el farmacéutico tuvo que leerse las instrucciones, abrir el paquete, limpiar la cafetera y calentar el agua. Cuando el biberón estuvo a punto, Félix se echó unas gotas en el dorso de la mano para comprobar que no quemase. Y por fin se lo puso en la boca. Tito se calló bruscamente y el silencio relajó el ambiente. Los tres hombres suspiraron como diciendo misión cumplida. En quien más fuerte sonó el suspiro fue en el taxista. Tito con la cara mojada y enrojecida entornó los ojos. Félix, por su parte, con los brazos y las manos ocupadas, se las arregló para recoger el pañal sucio con el que no sabía qué hacer, hasta que el farmacéutico salió de detrás del mostrador con una papelera y la puso bajo el pañal.
Cuando llegaron al hospital, Tito ya había eructado. Lo puso en el capazo y pagó al taxista añadiendo una buena propina. Le estrechó la mano. Era la persona con quien más cosas había compartido en este lugar del mundo oscuro y perfumado hasta la náusea.
Las luces blancas del hospital deshacían la humedad aceitosa que lo rodeaba. Las sombras agigantadas de las palmeras cubrían la fachada igual que una araña. Según se acercaba a la puerta, el corazón se le iba acelerando, por mucha experiencia que tuviese en mantener el tipo en situaciones difíciles no conseguía tranquilizarse.
Dentro, la luz era tan potente que los ojos le picaban. Su hijo apretó los suyos y se removió en el capazo. El mostrador era blanco y la recepcionista no llevaba abrochada la bata, que le caía a los lados de una camiseta ceñida a unos pechos redondos y bronceados, lo que en cierto modo quitaba hierro a la situación. Nada radicalmente grave podría ocurrir ante un ser tan rebosante de normalidad. Los dedos llenos de anillos bailoteaban sobre el teclado, creando un efecto musical.
—Mi mujer ha tenido un accidente de coche. Entró aquí hace unas cuatro horas.
Sus propias palabras al pronunciarlas en este lugar le sobresaltaron. Detectó en la mirada de la chica que sabía de quién se trataba, pero reaccionó pronto y no dijo nada.
Seguramente era una manera de evitar que él le preguntara y de cometer errores y meterse en el terreno de los médicos. Así que también él se limitó a darle el nombre.
Estaba en la cuatro cero siete, al final del pasillo de la cuarta planta, cerca del Control de enfermería donde podrían informarle mejor.
No fue fácil llegar. En cada pasillo había bifurcaciones y recodos y repentinos cambios de numeración. Por las puertas entreabiertas de las habitaciones salía un olor cargado de antibiótico y profundas respiraciones. Bajó la vista hacia su hijo. Era demasiado pequeño para estar aquí, aunque por lo menos no se enteraba de nada. La puerta cuatro cero tres, cero cinco. Había familiares apoyados en la pared que lo observaron pasar con curiosidad y tal vez compasión. Perfectos desconocidos que sabían lo que le esperaba en la cuatro cero siete.
Entró despacio, sin abrir del todo la puerta, consciente de que cuando llegara al otro lado ya nada sería igual. La vida puede ser siempre igual, o la vida puede cambiar en un segundo, y lo que se creía que era muy importante de repente ya no lo es. Mientras cruzaba el umbral, aún era posible cualquier cosa. Dios sabría qué.
El cuarto estaba en penumbra. Un poco de luz del pasillo y la que llegaba de un firmamento poco brillante le ayudaron a descubrir a Julia en la cama más cercana a la puerta. Fin de trayecto, ya podía dejar de imaginar y de suponer. Colocó el capazo sobre la otra cama vacía junto a la ventana y se quedó observándola. La respiración era normal y en la frente se apreciaba una parte más oscura, un mechón probablemente. No se atrevió a retirárselo. Parecía dormida, ojalá estuviera dormida y no inconsciente. Por si acaso, para no despertarla, tampoco se atrevió a darle un beso, ni siquiera a pasarle la mano por la cabeza ni a encender la luz. Tito dormitaba en su mundo.
Salió a la puerta. Los que aún quedaban en el pasillo le echaron un vistazo cansado, la curiosidad de unos minutos antes se había esfumado.
A la altura de la cuatro cero tres vio a una enfermera con una bandeja en la mano. Fue hacia ella medio corriendo, medio arrastrando los pies.
—Soy el marido de la paciente de la cuatro cero siete.
—¿Ha hablado ya el médico con usted?
Félix negó con la cabeza. En la bandeja había una jeringa en su envase y pastillas.
—Si no pasa ahora ninguno de urgencias, pasarán mañana a primera hora.
La enfermera hablaba dando pequeños pasos hacia atrás y todo en ella indicaba que no iba a darle el parte de lo que le ocurría a Julia porque eso sería cosa de los médicos, así que consideró inútil preguntárselo y regresó andando con la vista clavada en las baldosas de sintasol imitando mármol blanco. De nuevo las piernas le avisaron de que algo fuera de lo normal ocurría y le flaquearon.
Nada más llegar a la habitación se desplomó en un sillón de respaldo alto cubierto con una sábana, destinado probablemente a que la propia Julia se sentara cuando despertase. Calma, se dijo, vamos a analizar la situación. Si la cosa fuera de gravedad estaría en la UCI. Lo más seguro es que la hubiesen sedado para que descansara y se recuperara antes. Las sensaciones negativas que tenía no dejaban de ser meras impresiones porque la realidad era que hasta que no hablase con el médico aún cabía la posibilidad de que se tratara de algo pasajero, de un buen susto y nada más. La verdad era que hasta que no hablase con Julia y con el médico no habría llegado al final del trayecto.
Lo único que estaba en su mano hacer por el momento era descansar para afrontar lo que estuviese por venir, así que cerró los ojos intentando unirse al sueño de Julia y Tito, lo que no duró más de cinco minutos porque enseguida se oyeron los pasos característicos de unos zuecos que se aproximaban con pisadas ligeras. La luz se encendió, y él se levantó. Los zuecos dieron dos pasos más por el pequeño recibidor que impedía que entrase toda la luz del pasillo en el cuarto. Era una chica delgada y morena, de unos treinta y cinco años, vestida de verde sanitario y zuecos blancos. Le saludó sobre la marcha, mientras se inclinaba a auscultar a Julia. También le movió la cabeza, cogiéndosela suavemente con los dedos por la base del cráneo, le abrió los párpados, le tocó las manos y se volvió hacia Félix.
—Soy su marido. Me han avisado hace un rato de que estaba aquí.
Se daba por supuesto que era la doctora y que tenía mucha prisa.
—Bien. Presenta una fuerte conmoción y esperamos que recupere la conciencia en unas horas. De todos modos, hemos recomendado que mañana se le haga un TAC cerebral. Cuando los neurólogos vengan a verla le darán más detalles.
—¿En unas horas, cuántas horas? —preguntó Félix.
—Quizá días —añadió la doctora sin cambiar de expresión, con la misma objetividad científica con que vería muchas cosas desagradables a lo largo del día—. Habrá que tener paciencia.
Félix señaló la frente de Julia. Le habían dado por lo menos diez puntos que le atravesaban la ceja. No era un mechón como había creído antes.
—¿Le dejará cicatriz?
—Va a ser inevitable que se le note algo —contestó ella suavizando la voz y dirigiendo la atención al capazo.
Félix fue junto a Tito llevado por un instinto de protección, que le sorprendió a sí mismo.
—¿Es su hijo?
—Sí, estamos de vacaciones y no comprendo lo que ha pasado.
Ella no hizo caso de esta observación, estaría cansada de oír frases de este estilo y de pensar para sus adentros que no había nada que comprender. ¿Qué había que comprender?
—Éste no es buen sitio para el niño —dijo.
Félix iba a explicarle que no podía dejarle en ninguna parte, que acababan de llegar como quien dice y que quería estar presente cuando Julia despertara. Pero no se lo dijo porque a la doctora nada de esto le interesaba. No podía hacerse cargo de la vida personal de cada uno de los pacientes, del mismo modo que él no podía dejarse llevar por las emociones de los clientes de la aseguradora, lo que en el fondo les beneficiaba tanto a los clientes como a él mismo.
—Antes de marcharse deje en Control su teléfono.
En cuanto la doctora salió, cayó un silencio insoportable en la habitación. La respiración de Julia y de Tito hacía más profundo este silencio, más solitario, más aislado del resto del mundo y de la noche. Julia estaba allí, ante su vista, pero no se atrevía a mirarla. Después de ver tantas cosas como había visto en su trabajo, incendios, robos, inundaciones, accidentes, muertes, ahora se daba cuenta de que en realidad no había visto nada de verdad. Uno se cree que sabe algo y entonces descubre que no sabe nada y ahí empieza a aprender de verdad. Sentía mucho que Julia hubiese pagado el precio que le correspondía a él pagar por esta lección. Y por lo menos se merecía que él no se acobardase y que no mirase para otro lado. Debía poner todo de su parte y cuanto antes hiciese frente a la situación, mejor.
Comenzó a examinar a Julia. Estaba unida a un gotero y a otras bolsas de líquido. Tenía gomas en la nariz y una cánula en el brazo. Miró detenidamente la herida en la frente. Retiró la sábana, tenía un hematoma en un hombro y cortes en las manos. Le levantó el camisón, no vio nada fuera de lo normal y volvió a estirárselo. Estaba boca arriba y no se atrevió a moverle la cabeza. La tapó. Si hubiese ido él a comprar la leche todo esto se habría evitado.
Claro que todo se puede evitar hasta que sucede lo inevitable. Le frotó los brazos con las manos, los tenía un poco fríos, quizá el aire acondicionado estaba demasiado alto para alguien inmóvil. Así que también se los cubrió con la sábana. Tal vez necesitase una manta, pero cómo saberlo, Julia era tirando a calurosa por eso en invierno le gustaba dormir con un pie fuera del edredón o toda la pierna izquierda, si estaba tumbada del lado derecho, o la pierna derecha si lo estaba del lado izquierdo. Era como abrir una ventana dentro de la cama. Decía que si no sentía que se ahogaba. Le pasó la mano por el pie lentamente dejando que la piel dormida de Julia entrase por la suya. Y entonces Julia suspiró. O a él se lo pareció. Seguramente quería creer que iba a reaccionar de un momento a otro. Después se inclinó sobre ella.
—¡Julia! —dijo—. ¡Despierta!