Capítulo 34

1

Cualquier signo de alegría que hubieran albergado alguna vez los vastos salones del chianculi (nada que ver con payasos o ponis, sino con otro tipo de circo por el que los organizadores de espectáculos del Quinto llorarían de envidia) hacía mucho que había desaparecido. Los salones donde antes reverberaba la alegría eran en ese momento lugar de llanto y veredicto. Ese día, el acusado era el místico Pai’oh’pah; su denunciante, uno de los pocos abogados que las purificaciones del Autarca habían dejado con vida: un individuo asmático y tacaño llamado Thes’reh’ot. El hombre tenía una audiencia de dos personas en ese proceso judicial: Pai’oh’pah y la jueza; pero pronunció la letanía de los delitos del acusado como si el salón hubiera estado lleno a rebosar. El místico era tan culpable como para merecer una docena de ejecuciones, según dijo. Que se supiera, era un traidor y un cobarde y, con toda probabilidad, también un espía y un soplón. Lo peor, tal vez, había sido que se marchara de ese Dominio para irse a otro sin haber contado con el consentimiento de su familia ni de sus maestros, con lo que había negado a su tribu el beneficio de su inusual naturaleza. ¿Acaso había olvidado, sumido en su arrogancia, que su condición era sagrada y que prostituirse en otro mundo (en el Quinto nada menos, ¡un lodazal de almas insignificantes!) no solo era un pecado cometido contra su persona sino contra toda su especie? Se había marchado de ese lugar en un estado puro y se atrevía a regresar manchado por la corrupción y el vicio, y acompañado de una criatura del Quinto, la cual, según había confesado, resultaba ser su esposo.

Pai había esperado encontrarse con ciertas recriminaciones tras su regreso (los recuerdos de los eurhetemec eran muchos e iban íntimamente ligados a las tradiciones, ya que era el único contacto que les quedaba con el Primer Dominio), pero la vehemencia de semejante listado de crímenes no dejaba de ser sorprendente. La jueza, Culus’su’erai, era una mujer de edad avanzada y diminuta presencia, que permanecía sentada y envuelta en un número indeterminado de mantos tan descoloridos como su piel, mientras escuchaba la letanía de acusaciones sin mirar ni una sola vez ni al acusado ni a la acusación. Cuando Thes’reh’ot hubo acabado su monólogo, la mujer ofreció al místico la posibilidad de defenderse y Pai hizo lo que pudo.

—Admito haber cometido muchos errores —confesó Pai—. Pero no soy culpable de haber abandonado a mi familia, y mi tribu era mi familia, sin comunicarles dónde iba o por qué. La razón es simple: no lo sabía. Tenía toda la intención de regresar en un año, más o menos. Pensé que sería acertado tener unas cuantas historias de otras tierras que contar a mi regreso. Y, cuando por fin logro volver, me encuentro con que no hay nadie a quien contárselas.

—¿Qué te poseyó para que quisieras viajar al Quinto? —preguntó Culus.

—Otro error —contestó Pai—. Fui a Patashoqua y conocí a un teúrgo que afirmaba poder trasladarme al Quinto. Solo para dar un paseo. Dijo que regresaríamos en un día. ¡Un día! Pensé que era una buena idea; podría volver a casa y contar que había estado en el Quinto Dominio. Así pues le pagué…

—¿Qué moneda usaste? —preguntó Thes’reh’ot.

—Pagué en metálico, y también le hice un par de favores sin importancia. No me prostituí, si eso es lo que está sugiriendo. De haberlo hecho, tal vez el tipo hubiera mantenido sus promesas. En lugar de eso, el ritual me trasladó al In Ovo.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí? —inquirió Culus’su’erai.

—No lo sé —respondió el místico—. En ese lugar el sufrimiento parece interminable e insoportable, pero tal vez no pasaran más que unos días.

Thes’reh’ot resopló al escuchar la respuesta.

—Sus sufrimientos fueron consecuencia de sus propias acciones, señora. ¿Tienen alguna relevancia?

—Probablemente, ninguna —admitió Culus’su’erai—. Pero fuiste liberado del In Ovo por un maestro del Quinto, ¿estoy en lo cierto?

—Sí, señora. Se llamaba Sartori. Era el representante del Quinto en el Sínodo que preparaba la Reconciliación.

—¿Y entraste a su servicio?

—Así fue.

—¿De qué modo?

—Hacía cualquier cosa que me pidiera. Era su sirviente.

Thes’reh’ot chasqueó la lengua, disgustado. A Pai, ese gesto no le pareció fingido. El hombre estaba sinceramente horrorizado ante la idea de que uno de los suyos se pusiera al servicio de la voluntad de un homo sapiens, sobre todo si el eurhetemec en cuestión era una criatura con las bendiciones de un místico.

—¿Era Sartori, en tu opinión, un buen hombre? —preguntó Culus a Pai.

—Era un ejemplo de la paradoja habitual: compasivo cuando menos lo esperabas y cruel en ocasiones. Su ego tenía proporciones extraordinarias, pero no creo que sin un ego semejante pudiera haber llevado sobre sus hombros la responsabilidad de la Reconciliación.

—¿Fue cruel contigo? —preguntó Culus.

—¿Cómo dice, señora?

—¿Es que no entiendes la pregunta?

—Sí, pero no su relevancia.

Culus refunfuñó su descontento.

—Es posible que este tribunal se haya visto reducido en cuanto a pompa y ceremonia —explicó— y que sus funcionarios estén un tanto ajados, pero la autoridad de ambos sigue siendo incuestionable. ¿Me entiendes, místico? Cuando haga una pregunta, espero que sea respondida con rapidez y sinceridad.

Pai murmuró sus disculpas.

»Por tanto… —prosiguió Culus—. Repetiré la pregunta. ¿Fue Sartori cruel contigo?

—En ocasiones —respondió Pai.

—¿Y aun así seguiste con él en lugar de regresar a este Dominio cuando la Reconciliación fracasó?

—Me había convocado mientras estaba en el In Ovo. Me había vinculado a él. Yo carecía de autoridad.

—Insólito —comentó Thes’reh’ot—. ¿Esperas que creamos…?

—¿Me he perdido el momento en que pedías permiso para volver a interrogar al acusado? —preguntó, irritada, la jueza.

—No, señora.

—¿Solicitas ese permiso?

—Sí, señora.

—Denegado —contestó Culus antes de volver a centrarse en Pai—. Creo que has aprendido mucho en el Quinto, místico —le dijo—. Y no para bien. Eres arrogante. Eres taimado. Y, posiblemente, seas tan cruel como tu maestro. Pero no creo que seas un espía. Eres algo mucho peor. Eres un idiota. Le diste la espalda a los que te amaban y te dejaste esclavizar por un hombre que resultó ser el culpable de la muerte de muchas almas sublimes en toda Imajica. Me da la impresión de que tienes algo que decir, Thes’reh’ot. Escúpelo antes de que emita mi veredicto.

—Tan solo que el místico no está siendo juzgado únicamente por el delito de espionaje, señora. Al negar a su gente el beneficio de su naturaleza, cometió una grave afrenta contra nosotros.

—No lo pongo en duda —replicó Culus—. Y, con toda honestidad, me repugna mirar a alguien tan mancillado cuando tuvo la perfección al alcance de su mano. Pero, ¿debo recordarte, Thes’reh’ot, la escasez de nuestro número? La tribu ha quedado reducida prácticamente a la nada. Y este místico, perteneciente a una raza poco común, es el último de su linaje.

—¿El último? —repitió Pai.

—Sí, ¡el último! —exclamó Culus, con la voz temblorosa a causa de la ira—. Mientras tú te dedicabas a jugar en el Quinto Dominio, nuestra gente ha sido aniquilada de modo sistemático. Apenas quedamos cincuenta almas en la ciudad. El resto ha sido asesinado o se ha dispersado. Tu propio linaje ha sido destruido, Pai’oh’pah. Todos y cada uno de los miembros de tu clan han muerto asesinados o a causa del sufrimiento. —El místico se cubrió la cara con las manos, pero la jueza no se guardó lo que restaba de su informe—. Otros dos místicos sobrevivieron a las purificaciones —prosiguió—, hasta hace un año. Uno fue asesinado aquí, en el chianculi, mientras curaba a un niño. El otro se fue al desierto (los carestes se ocultan en la frontera del Primero y a las tropas del Autarca no les gusta acercarse a la Mácula), pero le dieron alcance antes de que pudiera llegar a los campamentos. Trajeron su cuerpo de vuelta y lo colgaron en las puertas. —Bajó de la silla y se acercó a Pai, que a esas alturas estaba llorando—. Así que ya ves, tal vez hicieras lo correcto aunque tus premisas no fuesen las adecuadas. Si te hubieras quedado, ahora estarías muerto.

—Señora, debo protestar —dijo Thes’reh’ot.

—¿Qué preferirías que hiciera? —le preguntó Culus—. ¿Añadir la sangre de esta estúpida criatura al mar que ya se ha derramado? No. Será mejor que utilicemos su deshonra en nuestro favor. —Pai alzó la mirada, perplejo—. Tal vez hayamos sido demasiado puros. Demasiado predecibles. Nuestras estratagemas, previsibles; y nuestras intrigas, fácilmente descifrables. Pero tú vienes de otro mundo, místico, y tal vez eso te haga poderoso. —Se detuvo para tomar aliento antes de proseguir—. Este es mi veredicto: llévate a todos aquellos de los nuestros a los que puedas convencer y usa tus artimañas impuras para acabar con el enemigo. Si nadie quiere acompañarte, márchate solo. Pero no regreses a este lugar mientras el Autarca siga respirando, místico.

Thes’reh’ot dejó escapar una carcajada que resonó por la amplia estancia.

—¡Perfecto! —exclamó—. ¡Perfecto!

—Me alegra que mi veredicto te resulte tan divertido —replicó Culus—. Lárgate, Thes’reh’ot. —El hombre hizo ademán de protestar, pero Culus’su’erai le respondió con un grito tan estentóreo que su efecto fue el mismo que si le hubiera golpeado—. ¡He dicho que te largues!

Su semblante perdió todo rastro de diversión. Hizo una pequeña reverencia al tiempo que murmuraba una gélida despedida y abandonó el salón. Culus no apartó la vista de él hasta que desapareció.

—Todos nos hemos convertido en seres crueles —dijo—. Tú a tú modo, nosotros al nuestro. —Sus ojos volvieron a posarse en Pai’oh’pah—. ¿Sabes por qué se ha reído, místico?

—¿Por qué cree que su veredicto es una ejecución disfrazada?

—Sí, exacto. Eso es lo que cree. Y quién sabe, tal vez tenga razón. No obstante, puede que esta sea la última noche de este Dominio, y hay cosas que llegan a su fin gozando de un poder como el que jamás han tenido.

—Yo soy una de esas cosas.

—Sí.

El místico asintió.

—Entiendo —dijo—. Y me parece justo.

—Bien —contestó ella. Aunque el juicio había terminado, ninguno de los dos hacía ademán alguno de marcharse—. ¿Tienes alguna pregunta? —le dijo Culus.

—Sí.

—Será mejor que la hagas ahora.

—¿Sabe si un chamán llamado Arae’ke’gei sigue aún con vida?

Culus compuso una pequeña sonrisa.

—Me preguntaba cuándo sacarías el tema —replicó ella—. Fue uno de los supervivientes de la Reconciliación, ¿no es cierto?

—Sí.

—No lo conocí tanto como tú, pero le escuché hablar de ti. Se aferró a la vida durante mucho más tiempo que cualquier otro, porque decía que tú acabarías regresando. No se enteró de que estabas vinculado a tu maestro, por supuesto —le comentó con malicia, pero sus ojos legañosos tenían una mirada penetrante que no se apartó de él ni un instante—. ¿Por qué no regresaste, místico? —le preguntó—. Y no intentes marearme con una historia acerca de la autoridad. Podrías haberte desligado de tu vínculo si hubieras querido, más aún si tenemos en cuenta la confusión que se creó tras el fallido intento de Reconciliación. Pero no lo hiciste. Elegiste permanecer junto a ese mísero Sartori sin importarte que otros miembros de tu propia tribu hubieran sido víctimas de su ineptitud.

—Era un hombre devastado. Y yo era mucho más que un simple secuaz para él, era su amigo. ¿Cómo iba a abandonarlo?

—Hay mucho más —replicó Culus. Llevaba demasiado tiempo ejerciendo como juez para dejar pasar una simplificación semejante sin cuestionarla—. ¿Qué hay detrás de todo eso, místico? Esta es la noche del punto final, recuérdalo. Si no lo dices en este momento, tal vez te arriesgues a no poder hacerlo nunca.

—Muy bien —capituló Pai—. Siempre abrigué la esperanza de que hubiera, al menos, otro intento de Reconciliación. Y no era el único que se aferraba a ella.

—Arae’ke’gei también lo hacía, ¿eh?

—Sí.

—Por eso se aferraba a tu nombre. Y a la vida, también, con la esperanza de que volvieras. —Sacudió la cabeza—. ¿Por qué os complacíais con semejantes fantasías? No habrá Reconciliación. En todo caso, ocurrirá todo lo contrario. Imajica se fragmentará y cada uno de los Dominios acabará aislado en su propia miseria.

—Una visión sombría.

—Pero honesta. Y racional.

—Todavía hay gente dispersa por los Dominios que desea volver a intentarlo. Han esperado doscientos años y no están dispuestos a perder la esperanza en estos momentos.

—Arae’ke’gei la perdió —contestó Culus—. Murió hace dos años.

—Yo… estaba preparado para afrontar esa posibilidad —confesó Pai—. Era un anciano la última vez que nos vimos.

—Si te sirve de consuelo, pronunció tu nombre con su último aliento. Jamás dejó de creer.

—Hay otros que pueden llevar a cabo las ceremonias en su lugar.

—Yo estaba en lo cierto —dijo Culus—. Eres un estúpido, místico. —Comenzó a alejarse hacia la puerta—. ¿Estás haciendo esto en memoria de tu maestro?

Pai la acompañó, abrió la puerta y ambos salieron a un crepúsculo oscurecido por el humo.

—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó Pai.

—Porque lo amabas —fue la respuesta de Culus, que lo observaba con una mirada condenatoria—. Y esa es la verdadera razón de que jamás regresaras. Lo amabas más que a los tuyos.

—Tal vez sea cierto —cedió Pai—. ¿Pero por qué iba a hacer algo en memoria de un ser vivo?

—¿De un ser vivo?

El místico sonrió e hizo una reverencia a la jueza mientras se alejaba de la luz y volvía a traspasar la puerta para internarse en la oscuridad como un fantasma.

—Le he dicho que Sartori era un hombre devastado, no que hubiera muerto —prosiguió al tiempo que se alejaba—. El sueño sigue vivo, Culus’su’erai. Al igual que mi maestro.

2

Quaisoir lo esperaba tras los velos cuando Seidux entró. Las ventanas estaban abiertas y, junto con la calidez del atardecer, llegaba un clamor que resultaba afrodisíaco a oídos de un soldado como Seidux. Echó un vistazo a las colgaduras de la cama para tratar de distinguir la figura que se ocultaba tras ellos. ¿Estaba desnuda? Eso parecía.

—Debo disculparme —le dijo ella.

—No es necesario.

—Lo es. Estabas haciendo tu trabajo al vigilarme. —Guardó silencio. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un matiz sinuoso—. Me gusta que me observen, Seidux…

—¿Sí?

—Ciertamente. Siempre y cuando mis espectadores sean capaces de apreciar el regalo.

—Yo lo aprecio —contestó, al tiempo que arrojaba el cigarrillo con disimulo al suelo para aplastarlo con el tacón de una de sus botas.

—Si es así, ¿por qué no cierras la puerta? —preguntó Quaisoir—. Como precaución, por si la cosa se pone ruidosa. Tal vez debieras decirles a los guardias que vayan a emborracharse.

Y así lo hizo. Cuando regresó junto a los velos, Seidux vio que Quaisoir estaba arrodillada en la cama con una mano entre las piernas. Y sí, estaba desnuda. Al moverse, los visillos la imitaron y algunos de ellos se quedaron adheridos al aceite con el que se cubría la piel. Seidux contempló cómo sus pechos se alzaban cuando levantó los brazos, incitándolo a depositar sus besos en ellos. Alargó la mano para apartar las colgaduras, pero eran tantas que no fue capaz de encontrar separación alguna, por lo que se limitó a acercase a ella, medio cegado por la suntuosidad de los velos.

Quaisoir volvió a introducirse la mano entre las piernas y él fue incapaz de reprimir un gemido de anticipación al pensar en remplazar esa mano con la suya. Ella sostenía algo entre los dedos y Seidux dedujo que era bastante probable que fuera algún tipo de objeto con el que había estado dándose placer: una forma de aguardar su llegada y de abrirse para recibir toda la longitud de su miembro cuando llegara el momento. Haciendo honor a su naturaleza sumisa y condescendiente, se lo ofrecía en esos mismos instantes como si estuviese confesando su pecadillo. Tal vez ella pensaba que le gustaría sentir su calor y su humedad. Quaisoir le acercó el objeto a través de las colgaduras y él se aproximó más a ella, murmurando unas cuantas promesas de las que les gustaban a las mujeres.

Entre promesa y promesa, escuchó el sonido de la tela al desgarrarse y, tras decidir que ella estaba rompiendo los velos en su afán por apartarlos de su camino para poder acercarse a él, comenzó a imitarla hasta que sintió un tremendo dolor en el abdomen. Miró hacia abajo, a través de los velos que le ocultaban el rostro, y vio una mancha rojiza que se extendía sobre el tejido. Dejó escapar un grito antes de librarse de las colgaduras, y se dio cuenta de que le había clavado el objeto con el que se daba placer. Quaisoir retiró la hoja para asestarle de inmediato una segunda puñalada y, al instante, una tercera justo en el corazón, donde dejó el cuchillo incrustado mientras Seidux caía de espaldas, arrastrando las colgaduras con él.

De pie junto a una ventana del piso superior en casa de Pecador, Jude estaba contemplando las llamas que se extendían en todas direcciones cuando comenzó a temblar y, al mirarse las manos, se dio cuenta de que brillaban, cubiertas de sangre. La visión fue muy breve, pero no tenía duda alguna acerca de lo que había visto, así como tampoco de su significado. Quaisoir había cometido el crimen que había planeado.

—Todo un espectáculo, ¿verdad? —escuchó que Dowd comentaba, por lo que se giró para mirarlo, momentáneamente desorientada. ¿Habría visto la sangre él también? No, imposible. Se refería a las luces.

—Sí, desde luego —contestó ella.

Dowd se reunió con ella junto a la ventana, que no dejaba de temblar con cada nueva descarga.

—La familia de Pecador está a punto de marcharse. Sugiero que hagamos lo mismo. Me siento como nuevo.

De hecho, se había curado con una rapidez sorprendente. Las heridas de su rostro casi habían desaparecido.

—¿Adónde iremos? —le preguntó Jude.

—Al otro lado de la ciudad —contestó él—. Donde pisé las tablas por primera vez. Según Pecador, el teatro sigue en pie. El Ipse, se llama. Construido por el mismo Pluthero Quexos. Me gustaría volver a verlo.

—¿Quieres hacer de turista en una noche como esta?

—Tal vez el teatro no siga en pie por la mañana. De hecho, es posible que todo Yzordderrex no sea más que una ciudad en ruinas cuando llegue el alba. Creí que eras tú la que tenía tantas ganas de verlo todo.

—Si se trata de una visita sentimental, tal vez deberías ir solo —replicó ella.

—¿Por qué? ¿Acaso tienes otros planes? —se interesó él—. No creo que sea así, ¿verdad?

—¿Y cómo iba a tenerlos? —protestó sin mucho entusiasmo—. Nunca había puesto un pie aquí con anterioridad.

Dowd la estudió con una expresión cargada de sospecha.

—Pero siempre has querido venir, ¿no es cierto? Desde el principio. Godolphin solía preguntarse el origen de semejante obsesión. Ahora soy yo el que se lo pregunta. —Su mirada siguió a la de Jude, al otro lado de la ventana—. ¿Qué hay ahí fuera, Judith?

—Puedes verlo tú mismo —fue su respuesta—. Es muy probable que nos maten antes de llegar al otro lado de la calle.

—No —dijo él—. A nosotros no. Nosotros hemos sido bendecidos.

—¿Ah, sí?

—Somos iguales, ¿recuerdas? La pareja perfecta.

—Lo recuerdo —le contestó.

—Nos iremos en diez minutos.

—Estaré lista.

Jude escuchó que la puerta se cerraba a sus espaldas y volvió a mirarse las manos. Todo rastro de su visión había desaparecido. Echó un vistazo a la puerta con el fin de asegurarse de que Dowd se había marchado y, acto seguido, colocó ambas manos sobre el cristal de la ventana y cerró los ojos. Disponía de diez minutos para encontrar a la mujer que compartía su mismo rostro; diez minutos antes de que Dowd y ella se internaran en el tumulto de las calles y cualquier esperanza de tomar contacto desapareciera.

—Quaisoir —murmuró.

Jude sintió que el cristal vibraba de nuevo contra las palmas de sus manos y escuchó el griterío de los moribundos, procedente del otro lado de los tejados. Pronunció el nombre de su doble dos veces más al tiempo que dirigía sus pensamientos hacia las torres que podrían haberse avistado desde esa misma ventana si el humo no hubiera sido tan espeso. La imagen de esa cortina de humo inundó su mente, a pesar de no haberla conjurado de modo consciente, y sintió que se alzaba sobre las nubes y flotaba sobre el fragor de la destrucción.

A Quaisoir le había resultado muy difícil encontrar algo discreto entre todos aquellos atuendos que había adquirido precisamente por su falta de modestia; no obstante, tras arrancar todos los adornos a una de sus túnicas más sencillas, había logrado una vestimenta casi decorosa. En esos momentos, salía de sus aposentos y se preparaba para atravesar el palacio por última vez. Ya había planeado qué ruta seguiría una vez dejara atrás las puertas: regresaría al puerto donde había visto por primera vez al Hombre de los Pesares encaramado al tejado. Si no se hallaba allí, encontraría a alguien que supiera de su paradero. Era imposible que hubiese viajado a Yzordderrex para desaparecer sin más. Tenía que haber dejado un rastro con el fin de que sus acólitos lo siguieran; como también habría dejado retos, sin duda, para que los superaran y demostraran a través de su estoicismo lo mucho que deseaban estar en su presencia. Aunque primero tendría que salir del palacio, y para hacerlo se vería obligada a atravesar pasillos y bajar escaleras que llevaban décadas en desuso, lugares que solo habían utilizado ella misma, el Autarca y los albañiles que se habían encargado de levantar las frías piedras; hombres que compartían ese mismo frío en sus tumbas. Solo los maestros y sus amantes conservaban la juventud; no obstante, seguir siendo joven ya no era tan maravilloso como antaño. Le habría gustado que cuando se arrodillara a los pies del Nazareno su rostro reflejara el paso de los años, para que Él supiera los sufrimientos que había padecido y lo mucho que merecía su perdón. No obstante, tendría que confiar en la posibilidad de que Él vislumbrara el dolor que subyacía bajo el velo de su perfección.

Iba descalza y el frío ascendía por su cuerpo desde las plantas de los pies, razón polla que, cuando salió al aire húmedo del exterior, le castañeteaban los dientes. Se detuvo un instante con el fin de orientarse en el laberinto de patios que rodeaba el palacio y, en cuanto sus pensamientos abandonaron las cuestiones prácticas para centrarse en las abstractas descubrió que una idea la esperaba al fondo de su mente. No dudó ni un solo instante acerca de su procedencia. El ángel que Seidux había expulsado de su habitación esa misma tarde la había estado esperando en el portal todo el tiempo, a sabiendas de que volvería a necesitar su ayuda. Los ojos se le llenaron de lágrimas al darse cuenta de que no la habían abandonado. El Hijo de David era consciente de su agonía y había enviado a su mensajera para que le susurrara en la mente.

Ipse, murmuraba. Ipse.

Sabía lo que significaba esa palabra. Había acudido al Ipse en numerosas ocasiones, enmascarada, como era la costumbre entre las mujeres del haut monde cuando visitaban lugares de dudosa moral. Había asistido a todas las representaciones de las obras de Quexos; y también a las traducciones de Plotter; e, incluso, a los sainetes de Koppocovi, tan obscenos como eran. Que el Hombre de los Pesares hubiese escogido semejante lugar era bastante extraño, pero ¿quién era ella para poner en duda sus propósitos?

—Lo he escuchado —contestó en voz alta.

Antes incluso de que la voz se alejara de su mente, se había puesto en marcha a través de los distintos patios y estaba de camino hacia la puerta más cercana al kesparate Deliquium, donde Pluthero Quexos había emplazado su altar al artificio; un altar que pronto se vería bendecido de nuevo bajo el auspicio de la Verdad.

Jude apartó las manos de la ventana y abrió los ojos. El contacto no había sido tan claro como el que había tenido en mitad del sueño (a decir verdad, ni siquiera estaba segura de haber contactado), pero no quedaba tiempo para volver a intentarlo. Dowd la estaba llamando, al igual que lo hacían las calles de Yzordderrex, a pesar de estar en llamas. Desde la ventana, había visto derramamientos de sangre; numerosas agresiones y palizas; regimientos que atacaban y retrocedían; civiles que luchaban en jaurías rabiosas y otros que avanzaban en formación, armados y en perfecto orden. El caos entre las distintas facciones era tal que le resultaba imposible juzgar la legitimidad de cualquiera de sus causas, aunque tampoco es que le importara demasiado. Su misión era descubrir a su hermana en esa vorágine y esperar que ella estuviera buscándola a su vez.

Sin duda, Quaisoir sufriría una decepción cuando la viera (si es que llegaba a hacerlo). Jude no era la mensajera del Señor que ella quería encontrar a toda costa. Pero claro, los señores (ya fueran divinos o seglares) no eran ni los redentores ni los salvadores en los que las leyendas los habían convertido. Eran destructores, simple y llanamente. Y la evidencia estaba ahí fuera, en las mismas calles que estaba a punto de pisar. Si fuera capaz de hacer entender esa visión a Quaisoir, tal vez no resultara del todo inapropiado que sacara a colación la cuestión de su parentesco en ese encuentro, que no podía dejar de contemplar como una reunión entre hermanas.