Cuando aún faltaban varias horas para que cayera el crepúsculo sobre Yzordderrex, el Autarca se encontraba en una habitación cerca de la Torre del Eje donde el día no llegaría. Allí la luz no estropeaba el consuelo que proporcionaba el kreauchee. Era fácil creer que todo era un sueño y, siendo un sueño, no merecía la pena sentir dolor si todo acababa; o mejor dicho, cuando todo acabara. Sin embargo, con su método infalible Rosengarten había descubierto el escondite y le había traído noticias más inquietantes que cualquier tipo de luz. Un silencioso intento de erradicar la célula de Carestía liderada por el padre Atanasio se había convertido en un espectáculo público debido a la llegada de Quaisoir. Había estallado la violencia, y todavía continuaba extendiéndose. Se creía que las tropas que habían llevado a cabo el asedio inicial habían sido masacradas por un solo hombre, aunque eso no podía verificarse, ya que se había sellado la zona de los puertos mediante barricadas provisionales.
—Esta es la señal que aguardaban las facciones —señaló Rosengarten—. Si no acabamos con esto, todos los pequeños cultos del Dominio van a decir a sus discípulos que el día ha llegado.
—La hora del juicio, ¿eh?
—Eso es lo que dirán.
—Quizá tengan razón —replicó el Autarca—. ¿Por qué no les dejamos proseguir la reyerta durante un rato? No se llevan bien entre ellos. Los radiantes odian a los carestes; los carestes odian a los zenéticos. Es posible que se rebanen el pescuezo los unos a los otros.
—Pero la ciudad, señor…
—¡La ciudad! ¡La ciudad! ¿Qué pasa con la puñetera ciudad? Es una capitulación, Rosengarten. ¿No te das cuenta? Llevo un buen rato aquí sentado, pensando. Si pudiera hacer que el cometa cayera sobre ella, lo haría. Deja que muera tal y como ha vivido: de forma hermosa. ¿Por qué convertirlo en una tragedia, Rosengarten? Puedo construir otra Yzordderrex.
—Entonces es posible que deba abandonarla ahora, antes de que las reyertas se extiendan.
—Estamos a salvo aquí, ¿no es cierto? —preguntó el Autarca. La respuesta fue el silencio—. No pareces muy seguro.
—Hay un fuerte estallido de violencia ahí fuera.
—¿Y dices que ella lo inició?
—La cosa estaba en el aire.
—¿Pero ella fue la chispa que lo hizo estallar? —Suspiró—. Dios, maldita sea… Maldita sea esa mujer. Será mejor que traigas a los generales.
—¿A todos?
—A Mattalaus y a Racidio. Ellos pueden convertir este lugar en una fortaleza. —Se puso en pie—. Iré a hablar con mi encantadora esposa.
—¿Debemos reunimos allí con usted?
—No, a menos que quieras presenciar un asesinato.
Al igual que antes, encontró las habitaciones de Quaisoir vacías, pero en esta ocasión Concupiscencia, que ya había dejado a un lado los coqueteos pero que temblaba y tenía los ojos secos, lo que para su escurridizo clan era similar al llanto, sabía dónde estaba su señora: en su capilla privada. Entró allí en tromba y descubrió a Quaisoir encendiendo las velas del altar.
—Te he estado llamando —le dijo.
—Sí, ya lo he oído —replicó ella. Su voz, que una vez convirtiera cada palabra en un encantamiento, parecía deslustrada; al igual que su dueña.
—¿Por qué no has respondido?
—Estaba rezando —contestó.
Sopló la cerilla con la que había encendido las velas y le dio la espalda para colocarse frente al altar. La estancia era, como sus aposentos, una oda al exceso. Un Cristo tallado y pintado colgaba de una cruz dorada, rodeado de querubines y arcángeles.
—¿Por quién rezabas? —le preguntó.
—Por mí —respondió ella sin más.
La agarró del hombro y le dio la vuelta.
—¿Y qué pasa con los hombres a los que ha destrozado la muchedumbre? ¿No rezas por ellos?
—Esos hombres ya tienen gente que rece por ellos. Gente que los ama. Yo no tengo a nadie.
—Me rompes el corazón —dijo el Autarca.
—No, no es cierto —replicó Quaisoir—. Pero el corazón del Hombre de los Pesares sí sangra por mí.
—Lo dudo mucho, señora —dijo, más divertido que irritado por su devoción.
—Lo he visto hoy —señaló.
Aquello era nuevo. Lo meditó un momento.
—¿Dónde estaba? —preguntó con sinceridad.
—En el puerto. Apareció en un tejado, justo encima de mí. Trataron de dispararle para que cayera y lo hirieron. Yo vi que estaba herido. Pero cuando buscaron el cuerpo, había desaparecido.
—¿Sabes? Deberías bajar al Bastión con el resto de las chilladas —le dijo—. Puedes esperar allí el Segundo Advenimiento. Haré que trasladen todo esto, si así lo deseas.
—Vendrá a buscarme aquí —replicó—. No tiene miedo. Eres tú quien está asustado.
El Autarca se miró las manos.
—¿Acaso estoy sudando? No. ¿Me he postrado de rodillas para suplicarle que sea misericordioso conmigo? No. Puedes acusarme de prácticamente todos los crímenes, y lo más probable es que sea culpable de ellos. De todos salvo de tener miedo. Ya deberías saberlo.
—Está aquí, en Yzordderrex.
—Entonces déjalo que venga. Yo no me iré. Me encontrará, si es eso lo que tanto desea; pero no me encontrará rezando, te lo aseguro. Meando, tal vez, si es que puede soportar esa visión. —El Autarca tomó la mano de Quaisoir y la apretó contra su entrepierna—. Puede que descubra que es él quien debe sentirse humillado. —Soltó una carcajada—. Antes rezabas a este amigo mío, señora. ¿Lo recuerdas? Di que lo recuerdas.
—Lo confieso.
—No es ningún crimen. Así es como somos. ¿Qué otra cosa podemos hacer sino sufrirlo? —De pronto, la a trajo hacia él—. No creas que puedes abandonarme por Él. Nos pertenecemos el uno al otro. Todo el daño que me hagas, te lo harás a ti misma. Piensa en eso. Si prenden fuego a nuestros sueños, nosotros arderemos con ellos.
Su mensaje iba calando poco a poco. Quaisoir no se retorció entre sus brazos, sino que temblaba de puro terror.
—No deseo arrebatarte tus consuelos. Quédate con tu Hombre de los Pesares si Él te ayuda a dormir. Pero recuerda que nuestra carne está unida. Sean cuales sean los pequeños ecos que hayas aprendido en el Bastión, no cambian lo que eres.
—Las plegarias no son suficiente… —replicó ella casi para sí misma.
—Las plegarias son inútiles.
—En ese caso, debo encontrarlo. Ir con Él. Demostrarle mi devoción.
—No vas a ir a ninguna parte.
—Tengo que hacerlo. Es el único modo. Está en la ciudad, esperándome. —Lo empujó para apartarse—. ¡Iré con Él vestida con harapos! —gritó al tiempo que empezaba a arrancarse la ropa—. ¡O desnuda! ¡Mejor desnuda!
El Autarca no trató de sujetarla de nuevo, al contrario, se apartó de ella como si la locura fuera contagiosa; dejó que se desgarrara la ropa y se hiciera sangre con la violencia de su repugnancia. Mientras lo hacía, comenzó a rezar en alto, y sus plegarias estaban llenas de promesas de ir a Él de rodillas y suplicarle perdón. Cuando se dio la vuelta para derramar sus súplicas sobre el altar, el Autarca perdió la paciencia y la agarró del cabello, dos mechones gemelos de pelo, para arrastrarla hacia él.
—¡No estás escuchando! —exclamó; tanto la compasión como el desagrado habían sido eclipsados por una furia de tal magnitud que ni siquiera el kreauchee podía mitigarla—. ¡Solo hay un Señor en Yzordderrex!
La arrojó a un lado y subió los escalones del altar de tres zancadas para quitar de en medio las velas con un golpe del dorso del brazo. Después, se encaramó al propio altar para arrancar el crucifijo. Quaisoir se había puesto en pie para detenerlo, pero ni sus ruegos ni sus puños lograron frenarlo. El arcángel dorado fue el primero en caer: lo arrancó de sus nubes de madera tallada y lo lanzó a su espalda, al suelo. Acto seguido, colocó las manos sobre la cabeza del Salvador y tiró. La corona que llevaba estaba meticulosamente tallada, y las espinas se le clavaron en los dedos y en las palmas de las manos, pero los pinchazos solo alimentaron su fuerza y un crujido de la madera al estallar anunció su victoria. El crucifijo se separó de la pared, y lo único que tuvo que hacer fue echarse a un lado y dejar que la gravedad hiciera su trabajo. Por un instante creyó que Quaisoir trataría de colocarse debajo para sujetarlo; sin embargo, la dama se retiró de los escalones un segundo antes de que cayera, y la cruz se desplomó entre las astillas del desmembrado arcángel con un fuerte golpe al hacerse añicos contra el suelo de piedra.
Por supuesto, semejante conmoción atrajo espectadores. Desde su posición sobre el altar, el Autarca pudo ver a Rosengarten, que corría por el pasillo con el arma preparada.
—No ocurre nada, Rosengarten —dijo entre jadeos—. Lo peor ya ha pasado.
—Está sangrando, señor.
El Autarca se chupó la mano.
—¿Te importaría escoltar a mi esposa hasta sus aposentos? —dijo al tiempo que escupía la sangre con restos de pintura dorada—. No tiene permiso para poseer objetos punzantes, ni cualquier otro instrumento con el que pueda hacerse daño a sí misma. Me temo que está muy enferma. Tendremos que vigilarla noche y día de ahora en adelante.
Quaisoir estaba arrodillada entre los fragmentos del crucifijo, sin dejar de sollozar.
—Por favor, señora —dijo el Autarca, que saltó del altar y se acercó para levantarla—. ¿Por qué malgastas tus lágrimas con un hombre muerto? La veneración no sirve para nada, señora mía, excepto la adoración… —Se detuvo un momento, confundido por las palabras; entonces, retomó lo que estaba diciendo—: Excepto la adoración de tu Verdadero Yo.
Ella alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas con las manos para observarlo con atención.
»Haré que te proporcionen un poco de kreauchee —dijo—. Te calmará un poco.
—No quiero kreauchee —murmuró la mujer; su voz carecía de toda inflexión—. Quiero el perdón.
—Entonces te perdono —replicó él con toda sinceridad.
—El tuyo no.
El Autarca estudió el dolor de la mujer por un momento.
—Íbamos a amarnos y a vivir para siempre —dijo con suavidad—. ¿Cuándo envejeciste tanto?
Quaisoir no respondió, de modo que la dejó allí, arrodillada sobre los escombros. El subalterno de Rosengarten, Seidux, ya había llegado para hacerse cargo de ella.
—Muéstrate considerado —le dijo a Seidux cuando se cruzaron en la puerta—. Una vez fue una gran dama.
No aguardó a ver cómo la retiraban, sino que se fue con Rosengarten para reunirse con los generales Mattalaus y Racidio. Se sentía mejor después de haber empleado la fuerza. A pesar de que todo gran maestro era inmune a la edad, su organismo aún se volvía un poco perezoso de vez en cuando y necesitaba un poco de acción. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que derrocar ídolos?
Sin embargo, cuando pasó junto a una ventana que daba a la ciudad, aminoró el paso al ver los signos de destrucción que había más abajo. A pesar de todas sus fanfarronadas acerca de construir otra Yzordderrex, sería doloroso contemplar cómo destruían esta, kesparate a kesparate. Media docena de columnas de humo se elevaban de las conflagraciones que había repartidas a lo largo y ancho de la ciudad. Algunos barcos ardían en el puerto, y también se quemaban varios burdeles alrededor de la calle Lujuria. Tal y como Rosengarten había predicho, todos los apocalípticos de la ciudad verían sus profecías cumplidas ese día. Aquellos que habían vaticinado que la corrupción llegaría a través del mar estaban quemando los barcos; aquellos que se mostraban contrarios al sexo habían preparado sus antorchas para los lupanares. Volvió la vista atrás para contemplar la capilla de Quaisoir, mientras los sollozos de su consorte se alzaban de nuevo.
—Es mejor que la dejemos llorar —dijo—. Tiene buenos motivos.
La extensión del daño que Dowd se había provocado a sí mismo con su rezagado embarco en el Expreso de Yzordderrex no se hizo aparente hasta que llegaron al sótano cuajado de iconos que había bajo la casa del mercader. Aunque había conseguido no acabar vuelto del revés, su entrada forzosa le había inflingido heridas de cierta consideración. Parecía que lo hubieran arrastrado boca abajo sobre una carretera recién cubierta de grava; la piel de su rostro y sus manos estaba hecha jirones, y los tendones que había por debajo exudaban la exigua porquería que tenía en las venas. La última vez que Jude lo vio sangrar, él mismo se había provocado la herida y no parecía sufrir mucho; en ese momento, en cambio, no era así. A pesar de que le sujetaba la muñeca de forma implacable y la amenazaba con una muerte que habría hecho que la de Clara pareciera misericordiosa si trataba de escapar, era un secuestrador vulnerable que se encogía mientras tiraba de ella escaleras arriba, camino de la casa.
No se había imaginado su llegada a Yzordderrex de aquella manera. Claro que la escena que se encontró al final de las escaleras tampoco era la que había previsto. O, mejor dicho, era demasiado previsible. La casa, que estaba desierta, era amplia y estaba bien iluminada, pero el diseño y la decoración le resultaban tristemente conocidos. Se recordó a sí misma que aquella era la casa de Pecador, el socio de Oscar, y que era muy probable que la influencia estética del Quinto Dominio fuera muy fuerte en una morada que tenía una puerta a la Tierra en el sótano. Pero la visión de felicidad doméstica que conjuraba ese interior resultaba patéticamente insulsa. El único toque exótico lo daba el loro que se movía inquieto sobre su percha junto a la ventana; aparte de eso, aquel nido era arrabalero sin remisión, desde la hilera de fotografías que había junto al reloj sobre la repisa de la chimenea hasta los tulipanes encorvados del jarrón que había sobre la brillante mesa del salón.
Estaba segura de que había cosas mucho más interesantes en la calle, pero Dowd no estaba de humor (ni, por supuesto, en condiciones) para ir a explorar un poco. Le dijo que esperarían allí hasta que se sintiera mejor y que, si alguien de la familia regresaba entretanto, tendría que guardar silencio. Él se encargaría de hablar, dijo, o de lo contrario no solo pondría en peligro su propia vida, sino la de todo el clan de Pecador.
Jude estaba segura de que Dowd era perfectamente capaz de desplegar una violencia semejante, más aún siendo víctima del dolor. No dejaba de exigirle que aliviara dicho dolor y ella, obediente, le lavó la cara usando agua y unos paños de cocina. Por desgracia, las heridas eran más superficiales de lo que había creído en un principio y, una vez limpias, comenzaron a mostrar signos inmediatos de recuperación. Ahora se le presentaba un nuevo dilema. Dado que Dowd se curaba a la velocidad de un superhombre, tendría que aprovecharse pronto de su vulnerabilidad si quería escapar. El problema era que si lo hacía, si huía de la casa en aquel mismo momento, le estaría dando la espalda al único guía que tenía en la ciudad. Y, lo más importante, se apartaría del lugar adonde aún esperaba que llegara Oscar, tras seguirla a través del In Ovo. No podía permitirse el lujo de que llegara y descubriera que ella había desaparecido en una ciudad que, según lo que había oído, era tan enorme que podrían buscarse el uno al otro durante diez vidas y no encontrarse jamás.
Al cabo de un rato comenzó a soplar un viento que trajo a la puerta a un miembro de la familia de Pecador. Era una muchacha delgaducha de alrededor de veinte años, vestida con una capa larga y un vestido con estampado de flores, que no se sorprendió mucho al descubrir a dos extraños en la casa, a pesar de que era más que evidente que uno de ellos se recuperaba de sus heridas con una obvia sangre fría.
—¿Sois amigos de papá? —preguntó al tiempo que se quitaba las gafas para revelar unos ojos que sufrían de un exagerado estrabismo.
Dowd dijo que sí y comenzó a explicarle cómo habían llegado allí, pero la chica le pidió de forma educada que esperase a que la casa estuviese preparada para afrontar la tormenta que se avecinaba antes de relatar su historia. Acto seguido, hizo un gesto a Jude para que la ayudara, a lo cual Dowd no puso objeciones, ya que asumió correctamente que su cautiva no se aventuraría en una ciudad desconocida sobre la que iba a desatarse un temporal. De modo que, cuando las primeras ráfagas de viento empezaron a sacudir la puerta, Jude siguió a Pueblo Llano alrededor de la casa con el fin de cerrar todas las ventanas que estuviesen abiertas, aunque fuera un dedo, y a atrancar las contraventanas por si acaso estallaban los cristales.
Aun a pesar de que el viento cargado de arena estaba oscureciendo el horizonte, Jude pudo atisbar una imagen de la ciudad. Fue una imagen breve y frustrante, pero suficiente para asegurarle que, cuando al fin caminara por las calles de Yzordderrex, sus meses de espera se verían recompensados con muchas y variadas maravillas. Había miríadas de calles asentadas en el cerro que quedaba por encima de la casa; dichas calles se dirigían hacia las descomunales murallas y torres de lo que Pueblo Llano identificó como el palacio del Autarca; y, apenas visible desde la ventana del ático, estaba el océano, resplandeciente a pesar de la tormenta. No obstante, todas aquellas vistas (océano, tejados y torres) podría haberlas contemplado en el Quinto. Lo que marcaba aquel lugar como perteneciente a otro Dominio era la gente de la calle, algunos humanos y otros muchos no, que se refugiaba del viento y de la conmoción que este provocaba. Una criatura con una cabeza enorme se tambaleó avenida arriba con lo que parecían ser dos cerdos de hocico afilado que no dejaban de ladrar, uno bajo cada brazo. Un grupo de jóvenes, calvos y con túnicas, corrían en otra dirección al tiempo que balanceaban sus incensarios sobre sus cabezas como si fueran boleadoras. Un hombre con una barba de color amarillo canario y piel semejante a la de una muñeca de porcelana fue acarreado, herido pero sin dejar de gritar, a una casa que había al otro lado de la calle.
—Hay reyertas por todos lados —dijo Pueblo Llano—. Ojalá papá estuviera en casa.
—¿Dónde está? —preguntó Jude.
—En el puerto. Espera la llegada de un cargamento procedente de las islas.
—¿No puedes llamarlo por teléfono?
—¿Teléfono? —dijo Pueblo Llano.
—Sí, ya sabes, es esa cosa…
—Sé lo que es —dijo Pueblo Llano de mal humor—. El tío Oscar me enseñó uno. Pero están prohibidos por la ley.
—¿Por qué?
La muchacha se encogió de hombros.
—La ley es la ley —dijo. Echó un vistazo a la tormenta antes de cerrar la última ventana—. Papá es un hombre razonable —añadió—. Siempre se lo digo: «tienes que ser razonable», y él siempre me hace caso.
La guió escaleras abajo, donde encontraron a Dowd delante de la entrada, con la puerta abierta de par en par. Soplaba un aire caliente y cargado de arena que olía a especias y a lejanía. Pueblo Llano ordenó a Dowd que volviera dentro con una sequedad que hizo a Jude temer por la joven, pero Dowd pareció contento de jugar al huésped desatinado e hizo lo que le pedían. Ella cerró la puerta dando un portazo, echó los cerrojos y, a continuación, preguntó si alguien quería un té. Dado que las luces titilaban en todas las habitaciones y que el viento sacudía las contraventanas sueltas, resultaba difícil fingir que no sucedía nada malo, pero Pueblo Llano hizo todo lo posible por mantener una charla insustancial mientras preparaba una tetera de darjeeling y les pasaba unos trozos de pastel de Madeira. Lo absurdo de la situación comenzó a divertir a Jude. Allí estaban todos, tomándose un té mientras una ciudad de incalculable rareza se hacía pedazos gracias a una tormenta y a una revolución. Si Oscar aparecía en aquel momento, pensó, estaría de lo más entretenido. Se sentaría, mojaría la tarta en el té y hablaría sobre el criquet como un perfecto caballero inglés.
—¿Dónde se encuentra el resto de tu familia? —le preguntó Dowd a Pueblo Llano cuando la conversación giró una vez más alrededor del tema de su padre ausente.
—Mi madre y mis hermanos se han ido al campo —dijo—, para alejarse de los problemas.
—¿No querías ir con ellos?
—No si papá se quedaba aquí. Alguien tiene que cuidar de él. Se muestra razonable la mayor parte de las veces, pero siempre tengo que recordárselo. —Una ráfaga particularmente fuerte hizo que las tejas traquetearan como disparos en el tejado. La joven dio un respingo—. Si papá estuviera aquí, creo que sugeriría que tomáramos algo para calmar los nervios —dijo.
—¿Y qué es lo que tienes, pichoncito? —dijo Dowd—. ¿Un poco de brandy, tal vez? Eso es lo que trae Oscar, ¿no es cierto?
Ella le dijo que sí, trajo una botella y echó un poco en tres diminutos vasos.
—También nos trajo a Chorlito Carambolo —dijo.
—¿Quién es Chorlito Carambolo? —preguntó Jude.
—El loro. Fue un regalo que me hizo cuando era pequeña. Tenía una compañera, pero se la comió el ragemy del vecino. ¡Ese bruto! Ahora Chorlito se siente solo y no es feliz. Pero Oscar va a traerme otro loro muy pronto. Dijo que lo haría. Una vez le trajo perlas a mamá. Y para papá siempre trae periódicos. A papá le encantan los periódicos.
Parloteó de forma similar sin apenas detenerse. Entretanto los tres vasos se llenaron, se vaciaron y volvieron a llenarse en varias ocasiones, y el alcohol empezó a hacer mella en la concentración de Jude. De hecho, encontraba el monólogo y el sutil movimiento de las luces en lo alto decididamente soporíferos, y, al final, preguntó si podía echarse un rato. Una vez más, Dowd no puso objeciones y dejó que Pueblo Llano acompañara a Jude hasta la habitación de invitados sin decir otra cosa que «dulces sueños, pichoncito» cuando se retiraba.
Mareada, Jude apoyó la cabeza con agradecimiento, pensando mientras se desvanecía que tenía sentido dormir en aquel momento, cuando la tormenta impedía que saliera a la calle. En cuanto acabara comenzaría su expedición, con o sin Dowd. Oscar no iba a ir a buscarla, eso parecía haber quedado claro. O bien estaba demasiado herido o bien el Expreso había resultado dañado de alguna manera por el abordamiento tardío de Dowd. Fuera lo que fuese, no podía retrasar sus aventuras allí por más tiempo. Cuando se despertara, emularía a las fuerzas de la naturaleza que sacudían las contraventanas y tomaría Yzordderrex por asalto.
Soñó que estaba en un lugar en el que se sufría un enorme dolor. Una habitación oscura, con las contraventanas cenadas para protegerse de la misma tormenta que azotaba el exterior de la habitación en la que ella dormía y soñaba (y sabía que dormía y soñaba mientras lo hacía), y en esa habitación se encontraba una mujer que no dejaba de sollozar. Su dolor era tan evidente que hacía daño a Jude, que sentía la necesidad de aliviarlo, tanto por su bien como por el de la sufridora. Avanzó a través de la oscuridad guiándose por el sonido, y se encontró una cortina tras otra en el camino, todas tan finas como telarañas, como si los ajuares de cientos de novias hubieran sido colgados en aquella estancia. Sin embargo, antes de que pudiese alcanzar a la mujer que lloraba, una silueta se movió entre las sombras más adelante y se acercó a dónde estaba la mujer para susurrarle algo.
—… kreauchee… —dijo la otra y, a través de los velos, Jude pudo atisbar a la figura que susurraba.
En sus sueños jamás había aparecido una figura tan extraña. La criatura era pálida, incluso en la oscuridad, y estaba desnuda, con una espalda de la que brotaba un jardín de colas. Jude avanzó un poco para poder verla mejor y la criatura, a su vez, la vio, o al menos vio el efecto que tenía sobre los velos, porque echó un vistazo alrededor de la habitación como si supiera que había alguien allí. Su voz sonó alarmada cuando volvió a escucharse.
—Aquí hay arguien, señora —dijo.
—No veré a nadie; especialmente a Seidux.
—No ez Zeidux. No veo a nadie, pero ziento a arguien aquí entodavía.
Los sollozos disminuyeron un poco. La mujer levantó la cabeza. Había bastantes velos entre Jude y el rostro de la durmiente; además, la estancia estaba muy oscura, pero Jude reconoció sus propios rasgos en cuanto los vio, a pesar de que sus cabellos estaban adheridos a la sudorosa cabeza y de que sus ojos estaban hinchados por las lágrimas. No huyó al verlos; al contrario, se quedó tan quieta como los espíritus eran capaces de hacerlo entre las telarañas y contempló cómo la mujer que tenía su mismo rostro se levantaba de la cama. Su expresión reflejaba una dicha absoluta.
—Él ha enviado un ángel —le dijo a la criatura que tenía al lado—. Concupiscencia… Ha enviado un ángel para convocarme.
—¿Uzté cree?
—Sí, seguro. Esto es una señal. Voy a ser perdonada.
Un ruido en la puerta atrajo la atención de la mujer. Un hombre de uniforme, con el rostro iluminado tan solo por el cigarrillo que traía, estaba de pie contemplando la escena.
—Fuera —ordenó la mujer.
—Solo he venido a asegurarme de que se encuentra cómoda, lady Quaisoir.
—He dicho que te vayas, Seidux.
—Si necesitara cualquier cosa…
Quaisoir se levantó de pronto y atravesó los velos que la separaban de Seidux. Lo repentino de su asalto tomó a Jude por sorpresa, al igual que a su objetivo. A pesar de que Quaisoir era una cabeza más baja que su captor, no le tenía miedo. Le quitó el cigarrillo de los labios de un manotazo.
—No quiero que me vigiles —dijo—. ¡Fuera! ¿Me has oído? ¿O debo gritar como si me estuvieras violando?
Comenzó a desgarrarse la ropa, que ya estaba bastante destrozada, dejando sus pechos expuestos. Seidux se alejó, confundido, y apartó la mirada.
—¡Como quiera! —exclamó mientras salía de la habitación—. ¡Como quiera!
Quaisoir cerró la puerta de golpe y se giró de nuevo hacia la habitación encantada.
—¿Dónde estás, espíritu? —preguntó al tiempo que se movía entre los velos—. ¿Te has marchado? No, no te vayas. —Se giró hacia Concupiscencia—. ¿Sientes su presencia? —La criatura parecía demasiado asustada para hablar—. No siento nada —dijo Quaisoir, que ahora estaba de pie en medio de los ondulantes velos—. ¡Maldito Seidux! ¡Debe de haber espantado al espíritu!
Sin ánimo de contradecir aquello, lo único que pudo hacer Jude fue quedarse junto a la cama y esperar a que el efecto de la interrupción de Seidux (que, al parecer, la había vuelto invisible a sus ojos) se debilitara ahora que el hombre había sido expulsado de la habitación. Mientras aguardaba, recordó lo que había dicho Clara sobre el poder de destrucción de los hombres. ¿Acababa de presenciar un ejemplo de dicho poder? ¿La simple presencia de Seidux había sido suficiente para envenenar el contacto entre un espíritu durmiente y uno despierto? De ser así, el hombre lo había conseguido sin darse cuenta: ignorante de su poder, aunque no menos culpable por ello. ¿En cuántas ocasiones de un día cualquiera él y el resto de esa especie (¿no había dicho Clara que pertenecían a otra especie?) malograban, mutilaban e impedían de esa forma involuntaria la unión de naturalezas más sutiles?, se preguntó Jude.
Quaisoir se hundió de nuevo en la cama, cosa que le proporcionó a Jude tiempo para reflexionar sobre el enigma que representaba. Desde que había llegado a aquella habitación, no había dudado ni por un momento de que había viajado allí de la misma forma que lo había hecho hasta la torre por primera vez: usando la libertad de un estado onírico para trasladarse sin ser vista a través del mundo real. Que ya no necesitara el ojo azul para hacerlo era un misterio que resolvería en otra ocasión. Lo que ahora le preocupaba era descubrir por qué esa mujer tenía su mismo rostro. ¿Acaso era aquel Dominio un espejo del mundo que había abandonado? Y en caso de que no lo fuera, si ella era la única mujer del Quinto que tenía una auténtica sosias, ¿qué significaba aquella imitación?
El viento comenzó a amainar y Quaisoir envió a su sirvienta hacia la ventana para que retirara las contraventanas. Todavía flotaba un polvo rojo en la atmósfera, pero, al dirigirse hacia el alféizar que había junto a la criatura, Jude se encontró con una imagen que, de haber tenido aliento en semejante estado, se lo habría robado. Estaban situadas muy por encima de la ciudad, en una de las torres que había avistado brevemente mientras se movía por la casa de Pecador con Pueblo Llano para echar los cerrojos y afianzar las contraventanas. No era solo Yzordderrex lo que se encontraba más abajo, sino las señales de una ciudad que se hundía. El fuego ardía en una docena de lugares más allá de las murallas del palacio y, en el interior de dichas murallas, las tropas del Autarca se reunían en los patios. Al girar su onírica mirada de nuevo hacia Quaisoir, Jude pudo contemplar por primera vez la suntuosidad de la estancia en la que se encontraba aquella mujer. Las paredes eran tapices, y no había ni un solo mueble que no rivalizara con su brillo. Si aquello era una prisión, era una celda digna de la realeza.
En aquel momento, Quaisoir se acercó a la ventana y observó el panorama que representaban los incendios.
—Tengo que encontrarlo —dijo—. Me envió un ángel para llevarme con Él y Seidux lo espantó. Ahora tendré que encontrarlo yo misma. Esta noche…
Jude escuchó, pero de forma distraída; su mente estaba mucho más interesada en la opulencia de la habitación y en lo que esta dejaba traslucir sobre su gemela. Al parecer, compartía el rostro con una mujer de cierta importancia, una poseedora de poder (ahora desposeída) que planeaba romper las ataduras que se habían dispuesto sobre ella. El romance parecía ser la causa. Había un hombre allí abajo, en la ciudad, con el que quería reunirse desesperadamente; un amante que enviaba ángeles para susurrarle tonterías al oído. ¿Qué clase de hombre era ese?, se preguntó. ¿Un maestro, quizá? ¿Alguien que controlaba la magia?
Después de contemplar la ciudad durante un rato, Quaisoir se apartó de la ventana y se dirigió al vestidor.
—No debo presentarme ante Él así —dijo al tiempo que comenzaba a quitarse la ropa—. Sería una vergüenza.
La mujer se miró en uno de los espejos y se sentó delante, contemplando su reflejo con desagrado. Las lágrimas habían convertido el maquillaje que rodeaba sus ojos en un borrón, y tenía las mejillas y el cuello llenos de manchas. Cogió un trozo de lino del tocador, lo empapó con una especie de aceite aromático y comenzó a limpiarse la cara con rudeza.
—Me presentaré ante Él desnuda —dijo, y sonrió al imaginarse semejante placer—. Preferirá verme de esa manera.
Jude se sentía cada vez más intrigada por aquel misterioso amante. Se sentía hipnotizada al escuchar su propia voz ronca hablando de desnudez. ¿No sería estupendo poder ver la consumación? La idea de verse a sí misma echando un polvo con un maestro yzordderrexiano no estaba entre las maravillas que esperara descubrir en aquella ciudad, pero semejante noción le producía un estremecimiento erótico que no podía negar. Estudió el reflejo de su reflejo. Si bien había unos cuantos cosméticos de diferencia de por medio, lo esencial era suyo, hasta las marcas y lunares más diminutos. No era un rostro parecido al suyo, sino que se trataba exactamente del mismo; algo que, de hecho, la excitaba de una forma peculiar. Tenía que descubrir una forma de hablar con aquella mujer esa noche. Aunque su parecido no fuese más que una casualidad de la naturaleza, también era más que probable que pudieran aclarar sus vidas si intercambiaban sus historias. Lo único que necesitaba era que su doble le proporcionara una pista acerca del lugar de la ciudad en el que tenía pensado reunirse con su amante maestro.
Una vez que tuvo la cara limpia, Quaisoir se apartó del espejo y regresó al dormitorio. Concupiscencia estaba sentada junto a la ventana. Quaisoir aguardó hasta que estuvo a escasos centímetros de su sirvienta para hablar e, incluso así, sus palabras resultaron prácticamente inaudibles.
—Necesitaremos un cuchillo —dijo.
La criatura meneó la cabeza.
—Ze loz han llevao to’z —replicó—. Ya vio cómo lo regiztraron to d’arriba abajo.
—En ese caso, tendremos que fabricarnos uno —afirmó Quaisoir—. Seidux tratará de impedir nuestra huida.
—¿Quié matarlo?
—Sí.
A Jude le produjo escalofríos aquella conversación. Si bien Seidux se había retirado antes, cuando Quaisoir lo había amenazado con gritar que la estaba violando, Jude dudaba mucho que se mostrara tan pasivo si lo desafiaba físicamente. De hecho, ¿qué mejor excusa para recuperar su control que verla acercarse a él con un cuchillo? Si dispusiera de los medios necesarios, Jude habría actuado como portavoz de Clara y habría repetido los sentimientos de la mujer sobre la desolación causada por el hombre, con la esperanza de evitar cualquier tipo de daño a Quaisoir. Habría sido una tremenda ironía perder a esa mujer en aquel momento, cuando se había abierto camino (no por casualidad, probablemente, a pesar de que en el presente pudiera parecerlo) a través de media Imajica hasta llegar a su misma habitación.
—Zé cómo jasé un cuchillo —decía Concupiscencia.
—Entonces, hazlo —replicó Quaisoir, que se inclinó hacia su conspiradora, acercándose a ella.
Jude no pudo escuchar el siguiente intercambio de palabras porque alguien pronunció su nombre. Sorprendida, miró alrededor de la estancia, pero antes de que pudiera examinar siquiera la mitad, reconoció la voz. Era Pueblo Llano, y trataba de despertarla una vez pasada la tormenta.
—¡Ha vuelto papá! —le escuchó decir—. ¡Despierta, papá está aquí!
No hubo tiempo para despedirse de la escena. En un momento estaba allí y, al siguiente, se encontraba frente al rostro de la hija de Pecador, que se inclinaba sobre ella para tratar de despertarla.
»Papá… —repitió.
—Sí, ya te he oído —dijo Jude con brusquedad, con la esperanza de que la muchacha se marchara sin interponer más palabras entre ella y las visiones que le había proporcionado el sueño.
Sabía que tenía escasos momentos para traer aquel sueño de vuelta a la vigilia con ella; de lo contrario, se apagaría poco a poco y los detalles se harían más confusos a cada segundo que pasara.
Tuvo suerte. Pueblo Llano se retiró a toda prisa para reunirse de nuevo con su padre y dejó a Jude para que recitara en alto todo lo que había visto y oído. Quaisoir y su sirvienta Concupiscencia; Seidux y la conspiración contra él. Y el amante, por supuesto. No debía olvidar al amante, que se encontraba presumiblemente en algún lugar de la ciudad en ese mismo momento, languideciendo por su amante encerrada en su prisión dorada. Una vez que hubo grabado esos detalles en la cabeza, se dirigió primero al baño y después abajo para reunirse con Pecador.
Bien vestido y mejor alimentado, Pecador tenía un rostro al que no le sentaba bien la ira que demostraba en esos momentos. Tenía un aspecto bastante ridículo en mitad del arrebato de furia, con esos rasgos demasiado redondos y esa boca demasiado pequeña para la retórica que estaba soltando. Se hicieron las presentaciones de rigor, pero no hubo tiempo para galanterías. La furia de Pecador necesitaba airearse y, al parecer, al hombre no le importaba mucho quién fuera su audiencia mientras se mostrara de acuerdo con él. Además, tenía un motivo para estar tan furioso. El almacén que poseía en el puerto había sido quemado hasta los cimientos y él había escapado a duras penas de la muerte a manos de una muchedumbre que ya se había apoderado de tres kesparates y los había declarado ciudades-estado independientes, con el desafío al Autarca que eso suponía. Hasta ese momento, dijo, el palacio había hecho bien poco. Se habían enviado pequeños contingentes de tropas hacia Caramess, Oke T’Noon y los siete kesparates que había al otro lado de la colina con el fin de suprimir cualquier señal de revuelta que hubiera allí; pero no se había realizado ninguna ofensiva contra los insurrectos que habían tomado el puerto.
—No son más que chusma —dijo el mercader—. No tienen ningún respeto por la propiedad ni por las personas. ¡Para lo único que sirven es para la destrucción indiscriminada! No soy muy partidario del Autarca, pero debería ser él quien actuara en representación de la gente decente como yo en momentos como este. Tendría que haber vendido el negocio hace un año. Hablé con Oscar al respecto. Teníamos pensado marcharnos de esta asquerosa ciudad, pero lo retrasé una y otra vez porque tenía fe en la gente. Ese fue mi error —añadió al tiempo que elevaba la mirada al techo como un hombre martirizado por su propia decencia—. Tengo demasiada fe. —Miró a Pueblo Llano—. ¿No es cierto?
—Claro que sí, papá, claro que sí.
—Bien, pues se acabó. Ve a recoger tus cosas, cariño. Nos vamos esta misma noche.
—¿Y qué pasa con la casa? —preguntó Dowd—. ¿Y con todos los artículos que hay abajo?
Pecador miró de reojo a Pueblo Llano.
—¿Por qué no empiezas ahora mismo a hacer el equipaje? —le dijo. Estaba claro que le resultaba incómodo discutir sobre sus actividades en el mercado negro delante de su hija.
Le dirigió una mirada similar a Jude, pero ella fingió no comprender su significado y se quedó sentada donde estaba. De cualquier forma, el hombre siguió hablando.
—Cuando abandonemos esta casa, será para siempre —señaló—. No dejaremos nada por lo que regresar, eso tenlo por seguro. —Toda la perorata indignada que había soltado minutos antes, en la que apelaba a la estabilidad civil, fue sustituida por otra apocalíptica—. Estaba claro que esto sucedería tarde o temprano. No pueden controlar los cultos para siempre.
—¿Quiénes? —preguntó Jude.
—El Autarca y Quaisoir.
El sonido del nombre fue como si le estrujaran el corazón.
—¿Quaisoir? —inquirió.
—Su esposa. Su consorte. Nuestra señora de Yzordderrex: lady Quaisoir. Ella ha sido su perdición, si quieres saber mi opinión. Él siempre se ha mantenido oculto, algo muy inteligente por su parte; nadie pensaba en él mientras el comercio fuera bien y las calles estuvieran bien iluminadas. Los impuestos, por supuesto: los impuestos han sido una carga para todos, especialmente para los hombres de familia como yo; pero deja que te diga que estamos bastante mejor que los de Patashoqua o Iahmandhas. No, no creo que se haya comportado muy mal con nosotros. Tendrías que haber oído las historias acerca del estado de las cosas cuando él se hizo cargo por primera vez: ¡era el caos! La mitad de los kesparates estaba en guerra con la otra mitad. El Autarca nos proporcionó estabilidad. La gente prosperó. No, no ha sido su política, ha sido ella; ella ha sido su perdición. Las cosas iban bien hasta que esa mujer empezó a interferir. Supongo que ella cree que nos está haciendo un favor al dignarse aparecer en público.
—Entonces… ¿la has visto alguna vez? —quiso saber Jude.
—No, en persona no. Se mantiene apartada, incluso cuando asiste a las ejecuciones. Sin embargo, he oído que hoy se ha mostrado en público. Alguien me ha dicho que le han visto la cara de verdad. Es muy fea, según dicen. Tosca. No me sorprende. Todas esas ejecuciones fueron idea suya; al parecer, le divierten. Bueno, pues a la gente no le gustan. Impuestos, vale. Una purificación ocasional, algunos juicios políticos…, bueno, sí, eso también podemos aceptarlo. Pero no puedes convertir la ley en un espectáculo público. Eso es una burla, y en Yzordderrex jamás nos hemos burlado de la ley.
Siguió hablando sobre el mismo tema, pero Jude dejó de prestar atención. Estaba tratando de ocultar la multitud de sensaciones que la atravesaban. Quaisoir, la mujer que tenía su rostro, no era un peón cualquiera en la vida de Yzordderrex, sino uno de sus dirigentes y, por tanto, uno de los grandes soberanos de Imajica. ¿Cómo podría dudar ahora de que había un propósito en su viaje a aquella ciudad? Tenía un rostro que ostentaba poder. Un rostro que había sido mantenido oculto al resto del mundo, pero que había conseguido manejar al Autarca de Yzordderrex a pesar de los velos que lo cubrían. La cuestión era saber qué significado encerraba todo aquello. Después de una vida tan poco notoria en la Tierra, ¿había sido convocada a ese Dominio para saborear un poco del poder que su otro yo daba por sentado? ¿O acaso allí era una distracción, convocada para sufrir en lugar de Quaisoir por los crímenes que supuestamente había cometido? Y, en caso de que fuera así, ¿quién la había convocado? Era obvio que debía de haber sido un maestro con acceso al Quinto Dominio y con secuaces allí con los que conspirar. ¿Formaba Godolphin parte de aquel complot? ¿O Dowd, quizá? Eso parecía más probable. ¿Y qué pasaba con Quaisoir? ¿Ignoraba los planes que se habían trazado para ella o formaba parte de la conspiración?
Esa noche lo descubriría, se prometió Jude. Esa noche encontraría una manera de interceptar a Quaisoir mientras se dirigía al encuentro de ese amante que le enviaba ángeles y, antes de que amaneciera otro día, Jude sabría si había sido traída del Quinto con el fin de ser una hermana o un chivo expiatorio.