Capítulo 31

1

A ocho kilómetros ladera arriba de la casa donde Jude y Dowd respiraban sus primeras bocanadas del aire de Yzordderrex, el Autarca de los Dominios reconciliados se sentaba en una de sus torres de vigilancia mientras escrutaba la ciudad a la que había guiado hacia tan notorios excesos. Había regresado del palacio de Kwem tan solo tres días atrás, pero, a cada hora que pasaba, alguien (por regla general Rosengarten) le traía noticias frescas sobre los actos de rebelión civil. Algunos de ellos tenían lugar en regiones tan remotas de Imajica que las noticias habían tardado semanas en llegar a sus oídos; otros, que no dejaban de ser los más inquietantes, se producían prácticamente al otro lado de los muros del palacio. Mientras meditaba masticaba un poco de kreauchee, una droga a la que era adicto desde hacía unos setenta años. Sus efectos secundarios eran graves y poco predecibles en aquellos que no estuvieran acostumbrados. Los periodos letárgicos se alternaban con ataques de priapismo y con alucinaciones psicóticas. En ocasiones, los dedos de las extremidades se hinchaban hasta alcanzar proporciones grotescas. No obstante, el organismo del Autarca llevaba tantos años empapado de kreauchee que la droga no tenía efecto alguno sobre sus facultades físicas ni mentales, por lo que podía disfrutar de la evasión del dolor que la sustancia le proporcionaba sin tener que soportar sus inconvenientes.

O, al menos, ese había sido el caso hasta poco tiempo atrás. En esos momentos la droga se negaba a proporcionarle alivio, como si se hubiera aliado con las fuerzas que se empeñaban en destruir su sueño allí abajo. Había exigido que lo reabastecieran con un suministro fresco mientras meditaba en el Eje, pero se había visto obligado a regresar a Yzordderrex para descubrir que sus proveedores del kesparate Scoriae habían sido asesinados. Supuestamente, sus asesinos eran miembros de la Carestía, una orden de shammistas renegados (adoradores de la Madona, según se rumoreaba) que llevaban años fomentando la revolución, pero que, hasta esos momentos, no habían representado amenaza alguna para el status quo. Por tanto, los había dejado vivir en aras del entretenimiento. Sus panfletos, una mezcla de fantasías castradoras y teología barata, no eran más que ridículos sainetes y, con su líder Atanasio en prisión, muchos de ellos se habían replegado hacia el desierto con el fin de proseguir sus cultos en los márgenes del Primer Dominio, en un lugar llamado Mácula, donde la sólida realidad del Segundo languidecía hasta desvanecerse. No obstante, Atanasio había logrado escapar de su custodia y había regresado a Yzordderrex con nuevas llamadas a las armas. Su primer acto de desafío, según los indicios, había sido el asesinato de los traficantes de kreauchee. Un hecho insignificante, si bien causaba alguna que otra inconveniencia calculada de antemano por el rebelde. Sin duda, Atanasio estaría pregonando que había sido un acto de sanación civil realizado en nombre de la Madona. El Autarca escupió la bola de kreauchee que estaba mascando y se marchó de la torre de vigilancia camino de las habitaciones de Quaisoir (para lo cual tenía que atravesar el monumental laberinto de los corredores del palacio), con la esperanza de poder sisarle a la mujer un poco de droga, por insignificante que resultara el alijo. Tanto a su derecha como a su izquierda se extendían pasillos tan inmensos que ninguna voz humana podría resonar en ellos; en cada uno se abría una hilera de habitaciones, todas rematadas con un gusto exquisito y todas exquisitamente vacías, y cuyos techos eran tan altos que bien podrían formarse nubes allá arriba. A pesar de que sus iniciativas arquitectónicas se habían considerado en su día cómo la maravilla de los Dominios, la enormidad de su ambición y sin duda también la de sus logros, se burlaba de él en esos momentos. Había malgastado sus energías con esas construcciones inútiles, cuando debería haberse volcado en las consecuencias que la creación de su imperio había causado en la inmensidad de Imajica. Los problemas a los que se enfrentaba no estaban provocados por los pogromos que él mismo había instigado, según decían los informes de sus analistas. El malestar no era más que la consecuencia de una serie de cambios menos violentos que estaban teniendo lugar en la estructura de los Dominios, de los cuales, tal vez, la construcción de Yzordderrex y del resto de las ciudades hermanadas fuese el más significativo. Todos los ojos se habían vuelto para contemplar la deslumbrante gloria de las nuevas ciudades, y se había creado un nuevo panteón para aquellas tribus y comunidades que habían dejado de creer mucho tiempo atrás en las deidades de las rocas y los árboles. Cientos de miles de campesinos habían abandonado sus polvorientos y yermos valles para reclamar su trocito de milagro, aunque habían acabado fermentando su envidia y desesperación en agujeros malsanos como Vanaeph. Ese era uno de los caldos de cultivo de los revolucionarios, en palabras de los analistas; nada que ver con la ideología, sino con la frustración y la ira. Por otra parte, estaban aquellos que habían visto la oportunidad de obtener beneficios en la anarquía, como esa nueva especie de nómadas que había hecho del todo imposible transitar por ciertos tramos de la Vía Crucis; bandidos locos e implacables que se recreaban en su propia notoriedad. Y, por último, los nuevos ricos; dinastías creadas por la explosión del consumismo que la construcción de Yzordderrex había traído consigo. Durante los primeros tiempos, habían buscado la protección del régimen para defenderse de la codicia de los pobres. El problema era que el Autarca había estado muy ocupado construyendo su palacio y no les había ayudado, por lo que las dinastías habían creado sus propios ejércitos privados para controlar sus tierras, y habían jurado lealtad al Imperio al mismo tiempo que conspiraban contra él. En esos momentos, tales conspiraciones no eran solo teóricas. Con los ejércitos preparados para defender sus propiedades, los barones de la explosión económica anunciaban su independencia tanto de Yzordderrex como de sus impuestos.

De todos modos, siempre según los analistas, no había evidencia alguna de confabulación entre todos esos elementos disidentes. ¿Cómo iba a haberla? No tenían ni un solo principio filosófico en común. Eran neofeudalistas, neocomunistas y neoanarquistas; enemigos entre ellos. El hecho de que se hubieran alzado al unísono era pura coincidencia. O, tal vez, la influencia de una conjunción astral desafortunada.

El Autarca no prestaba demasiada atención a semejantes afirmaciones. El escaso placer que le había procurado la política en los inicios de su régimen no había tardado en desvanecerse. Esa habilidad no era su fuerte; la política le resultaba tediosa e insípida. Había nombrado a sus Tetrarcas para que gobernaran los cuatro Dominios reconciliados (el Tetrarca del Quinto lo hacía in absentia, por supuesto), y eso le había permitido concentrarse en su obsesión por convertir Yzordderrex en la ciudad que ridiculizaría al resto de las ciudades, con el palacio como su gloriosa corona. No obstante, lo que había creado era un monumento al despropósito que, en cuanto se encontraba bajo la influencia del kreauchee, atacaba como si de algún enemigo se tratara.

Un día, sin ir más lejos, sumido en uno de sus ataques visionarios, había ordenado que destrozaran todas las ventanas del ala del palacio que daba al desierto, y que se extendieran toneladas de carne en mal estado sobre los mosaicos del suelo. Al día siguiente, unas enormes bandadas de aves carroñeras habían abandonado las ardientes corrientes de aire del desierto para comer y anidar sobre las mesas y las camas que se habían dispuesto para la realeza de los Dominios. En otro de esos episodios, había hecho traer peces desde el delta para echarlos en las bañeras. Con agua templada y abundante comida, demostraron ser tan fecundos que en pocas semanas podría haber caminado sobre sus lomos. Poco después, las bañeras acabaron superpobladas y pasó innumerables horas observando las consecuencias: parricidios, fratricidios e infanticidios. Pero la venganza más cruel que había inflingido a sus estancias era la más privada de todas. Una a una, utilizaba las altas paredes de sus habitaciones, en las que siempre caía una fina llovizna desde la capa de nubes que se formaba en sus techos, como escenarios en los que representar obras cuyos actores no fingían nada, ni siquiera la muerte; y, cuando la última escena llegaba a su fin, ordenaba sellar la puerta de cada teatro con la misma minuciosidad con la que se sellaría la cámara funeraria de un rey, para luego trasladarse a otra estancia. El glorioso palacio de Yzordderrex se convertía así, poco a poco, en un mausoleo.

La suite a la que entraba en esos momentos se encontraba exenta, no obstante, de ese proceso. Los baños, dormitorios, salas de estar y la capilla que conformaban los aposentos de Quaisoir eran un estado en sí mismo, y le había jurado, hacía mucho tiempo, que jamás violaría su morada. Ella había decorado las diferentes estancias con toda la exuberancia y todos los objetos lujosos que satisfacían su gusto ecléctico. Él mismo había favorecido esa estética antes de caer en su presente estado de melancolía. Había llenado los dormitorios que en esos momentos ocupaban las aves de carroña con impecables copias de muebles de estilo barroco y rococó, había ordenado que sus paredes fueran un reflejo de las de Versalles y había revestido los cuartos de baño con oro. Pero había perdido el gusto por semejantes extravagancias mucho tiempo atrás y, en esos momentos, la simple visión de las habitaciones de Quaisoir le provocaba tales náuseas que, si no se viera obligado a visitarla por necesidad, se habría dado la vuelta horrorizado ante semejante despliegue de opulencia.

Llamó a su esposa a gritos según atravesaba las distintas habitaciones. En primer lugar pasó por los vestíbulos, cubiertos con los restos de una docena de almuerzos; todos estaban vacíos. Después dejó atrás la sala de audiencias, decorada aun con más grandiosidad que los restantes salones, pero también vacía. Y, por fin, llegó al dormitorio. Nada más acercarse a la puerta, escuchó las pisadas de la sirvienta de Quaisoir, Concupiscencia[15], sobre el suelo de mármol. La criatura apareció ante él completamente desnuda, como era habitual; de su espalda surgía una multitud de extremidades multicolores que eran tan ágiles como el rabo de un mono; sus patas delanteras eran unos apéndices marchitos y carentes de huesos que habían involucionado a lo largo de las generaciones hasta quedar reducidas a un par de miembros vestigiales. Sus enormes ojos verdes lloraban constantemente y las extremidades aladas que tenía a ambos lados del rostro se veían obligadas a enjugar la humedad que descendía por sus arreboladas mejillas.

—¿Dónde está Quaisoir? —exigió saber.

Ella hizo un coqueto movimiento con uno de sus apéndices para cubrirse la parte inferior del rostro y soltó una risilla semejante a la de una geisha. El Autarca había dormido con ella en una ocasión, durante uno de los trances provocados por el kreauchee, y la criatura jamás dejaba pasar la oportunidad de flirtear con él.

»Ahora no, por amor de Dios —la reprendió, asqueado ante el coqueteo—. ¡Quiero ver a mi esposa! ¿Dónde está?

Concupiscencia meneó la cabeza al tiempo que se alejaba tanto de sus gritos como de su puño. Él pasó a su lado y entró en el dormitorio. Si su esposa tenía alguna brizna de kreauchee, por pequeña que fuera, debía de estar allí, en su tocador, puesto que ese era el lugar donde holgazaneaba días y días mientras escuchaba los himnos y nanas que entonaba Concupiscencia. La habitación olía como un burdel del puerto: en el ambiente flotaba una docena de empalagosos perfumes, al igual que lo hacían los velos que rodeaban la cama.

—¡Quiero kreauchee! —exclamó—. ¿Dónde está?

Concupiscencia volvió a agitar la cabeza y, en esa ocasión, el movimiento estuvo acompañado de un gimoteo.

»¿Dónde? —gritó él—. ¿Dónde?

Tanto el perfume como los velos le daban náuseas y, en un ataque de ira, comenzó a rasgar las sedas y los delicados tejidos. La criatura no intervino hasta que el Autarca cogió una Biblia que yacía abierta sobre los almohadones y amenazó con romper sus delgadas páginas.

—¡No, ze lo zuplico! —exclamó ella con voz aguda—. ¡Ze lo zuplico! Me dará una zomanta de paloz zi ze carga el Libro. Quaizoir adora eze Libro.

El Autarca no escuchaba el colorido y chapurreado inglés de las islas con frecuencia, y su sonido, tan deformado como aquella que lo hablaba, lo enfureció aún más. Desgarró unas cuantas páginas de la Biblia con el simple propósito de hacerla chillar otra vez. Ella le dio el gusto.

—¡Quiero kreauchee! —gritó.

—¡Ahora lo buzco! ¡Ahora lo buzco! —contestó la criatura, y lo precedió desde la habitación hasta el enorme vestidor contiguo, donde comenzó a rebuscar entre las cajas doradas que había sobre el tocador de Quaisoir.

Al ver el reflejo del Autarca en el espejo, le dedicó una sonrisilla muy similar a la de un niño al que hubieran pillado con las manos en la masa, y sacó un paquete de la caja más pequeña. Él se la arrebató de las manos antes de que la criatura tuviera oportunidad de ofrecérsela. Por el olor que asaltó su nariz supo que era mercancía de primera calidad y, sin dudarlo un instante, desenvolvió el paquete y se llevó toda la cantidad a la boca.

—Buena chica —le dijo a Concupiscencia—. Buena chica. Ahora dime, ¿sabes dónde lo ha conseguido tu señora?

La criatura negó con la cabeza.

Ze largó zola a loz kezparatez, como hace muchaz nochez. A vecez ze vizte de mendiga, otraz de…

—Puta.

—No, no. Quaizoir no ez puta.

—¿Eso es lo que está haciendo ahora? —preguntó el Autarca—. ¿Prostituyéndose? Un poco temprano para eso, ¿no crees? ¿O es que cobra menos por las tardes?

El kreauchee era mejor de lo que había esperado; sentía cómo comenzaba a hacerle efecto mientras hablaba, alejando su melancolía y reemplazándola con un intenso zumbido. Si bien no había penetrado a su esposa desde hacía cuatro décadas (ni tenía deseo alguno de hacerlo), las noticias de sus infidelidades todavía eran capaces de sumirlo en un estado depresivo según el humor en que se encontrara. Pero la droga se llevó todo su dolor. Quaisoir podía acostarse con cincuenta hombres al día y, aun así, no se apartaría ni un centímetro de su lado. No tenía la más mínima importancia que se odiaran o se sintieran unidos por la pasión. La historia los había hecho inseparables y los mantendría juntos hasta que el Apocalipsis los separara.

—Ella no hace de puta —protestó Concupiscencia, decidida a defender el honor de su señora—. Ze ha largao a Zcoriae.

—¿Al kesparate Scoriae? ¿Para qué?

—Ejecuciones —contestó Concupiscencia, que había aprendido esa palabra de labios de su señora y la pronunciaba a la perfección.

—¿Ejecuciones? —repitió el Autarca, sintiendo que una leve inquietud se abría paso entre el sosiego que le proporcionaba el kreauchee—. ¿Qué ejecuciones?

Concupiscencia meneó la cabeza.

—Ni idea —contestó—. Ejecuciones y punto. Ejecuciones permitidaz. Ella reza.

—Seguro que sí.

To’z nozotroz rezamoz por ezaz almaz, azí van al Invizible purificaoz

Y siguieron más frases que repetía cual loro: el mismo tipo de jerigonza cristiana que le resultaba tan nauseabunda como la decoración. Y, al igual que sucedía con la decoración, aquello era a lo que se dedicaba Quaisoir. Había abrazado la fe del Hombre de los Pesares unos cuantos meses atrás, y no había tardado mucho en afirmar que era su prometida. Otra infidelidad, no tan sifilítica como las otras tantas que la habían precedido, pero igual de patética.

El Autarca dejó que Concupiscencia siguiera con su cháchara y ordenó a su guardaespaldas que fuese en busca de Rosengarten. Había algunas preguntas que necesitaban respuestas, y rápidas, o las cabezas de los scoriae no serían las únicas en rodar.

2

A medida que avanzaban por la Vía Crucis, Cortés había llegado a creer que la presencia de Hurra era una bendición en lugar de una carga, como pensara en un principio. Estaba seguro de que si no hubiera estado con ellos en la Cuna, la diosa Tishalullé no habría intercedido en su favor; así como tampoco habría resultado tan fácil viajar haciendo dedo si no hubieran tenido a una niña encantadora que atrajera a los coches con su pulgar. A pesar de los meses que había pasado escondida en lo más recóndito del asilo (o tal vez gracias a ellos), Hurra estaba ansiosa por entablar conversación con todo el mundo y, gracias a las respuestas de sus inocentes preguntas, tanto él como Pai recabaron una enorme cantidad de información que Cortés dudaba mucho que hubieran podido obtener de otro modo. Mientras cruzaban la calzada que llevaba a la ciudad, se había enzarzado en una conversación con una mujer que le había proporcionado con toda despreocupación una lista de los kesparates, e incluso había señalado aquellos que resultaban visibles desde el lugar por donde caminaban. Había demasiados nombres y direcciones para que Cortés los retuviera en la memoria, pero un vistazo a Pai le confirmó que el místico estaba escuchando con atención y que sería capaz de recitarlos de memoria para cuando estuvieran al otro lado.

—Maravilloso —le dijo Pai a Hurra cuando la mujer se separó de ellos—. No estaba seguro de poder encontrar el camino que me llevara al kesparate de mi gente. Ahora ya sé cómo hacerlo.

—Subimos hasta Oke T’Noon y de allí vamos a Caramess, donde fabrican las golosinas del Autarca —dijo Hurra, repitiendo las indicaciones como si las estuviera leyendo de una pizarra—. Seguimos el muro de Caramess hasta llegar a la calle Smooke y luego subimos hasta el Viático, desde donde podremos ver las puertas.

—¿Cómo eres capaz de recordar todo eso? —preguntó Cortés, y Hurra replicó, con un tono ligeramente desdeñoso, que cómo podía haberlo olvidado él.

—No debemos perdernos —dijo la niña.

—No lo haremos —la tranquilizó Pai—. Habrá gente en mi kesparate que nos ayudará a buscar a tus abuelos.

—Si no lo hacen, no importa —respondió Hurra, mirando alternativamente a Cortés y a Pai de modo solemne—. Os acompañaré al Primer Dominio. Me da igual. Me gustaría ver al Invisible.

—¿Y cómo sabes que es allí adónde vamos? —dijo Cortés.

—Os he oído hablar de eso —le contestó la niña—. Es lo que vais a hacer, ¿no? No os preocupéis, no estoy asustada. Hemos visto a una Diosa, ¿verdad? Pues Él será igual, solo que un poco más feo.

Esa opinión tan poco halagüeña hizo mucha gracia a Cortés.

—Eres un ángel, ¿lo sabes? —le dijo al tiempo que se ponía en cuclillas y la rodeaba con sus brazos.

Hurra había cogido varios kilos de peso desde que comenzaron su viaje, por lo que cuando le devolvió el abrazo a Cortés, este notó su fuerza.

—Tengo hambre —le dijo la niña al oído.

—En ese caso, buscaremos un lugar donde comer —le contestó él—. No podemos permitir que nuestro ángel pase hambre.

Caminaron por las empinadas calles del Oke T’Noon hasta que se vieron libres de la aglomeración de viajeros procedentes de la carretera. Encontraron un buen número de establecimientos que ofrecían desayunos muy variados, desde puestecillos donde se vendía pescado a la brasa hasta cafés que bien podrían haber sido sacados de las calles de París; no obstante, la clientela que sorbía su café era mucho más extraordinaria de lo que jamás podría alardear la mencionada ciudad del exotismo. Muchos de ellos pertenecían a ciertas especies cuyas características Cortés ya daba por sentadas: oethaques y herateos; algunos parientes lejanos de mamá Espléndido y de Hammeryock; incluso unos cuantos que le recordaban a aquel crupier de un solo ojo de Hagan Juego. No obstante, por cada miembro de una tribu cuyos rasgos le resultaran familiares, había dos o tres que no reconocía. Al igual que sucediera en Vanaeph, Pai le había advertido que no les convendría demasiado que se quedara mirando a la gente más de la cuenta y, por tanto, hizo lo que pudo para disimular lo mucho que disfrutaba de la colección de cortesías, bromas, locuras, andares, pieles y gritos que llenaba las calles. Pero era difícil. Tras caminar un rato, encontraron un pequeño café cuyo aroma a comida les resultó bastante tentador y Cortés se sentó a una mesa situada junto a una de las ventanas, desde donde podía observar el desfile sin que su interés llamara la atención.

—Tenía un amigo llamado Klein en el Quinto Dominio —dijo mientras comían—. Le gustaba preguntar a la gente lo que harían si supieran que solo les quedaban tres días de vida.

—¿Y por qué tres? —preguntó Hurra.

—No lo sé. ¿Por qué no? Es un número sin más.

—«En cualquier obra de ficción solo hay espacio para tres actores» —puntualizó el místico—. «El resto debe ser…» —su voz se perdió a mitad de la cita—… «procuradores» y bla, bla, bla. Es una cita de Pluthero Quexos.

—¿Quién es?

—Da igual.

—¿Por dónde iba?

—Hablabas de Klein —contestó Hurra.

—Cuando me hizo esa pregunta, le dije: «si solo me quedaran tres días iría a Nueva York, porque allí es donde hay más oportunidades de poder vivir los sueños más salvajes». Pero ahora que he visto Yzordderrex…

—Y no has visto casi nada —señaló Hurra.

—Lo suficiente, ángel. Si me pregunta otra vez, le responderé: me encantaría morir en Yzordderrex.

—Mientras desayuno con Pai y Hurra —dijo la niña.

—Perfecto.

—Perfecto —repitió ella, imitando la entonación de Cortés.

—¿Hay algo que no se pueda encontrar aquí?

—Un poco de paz y tranquilidad —recalcó Pai.

El bullicio que llegaba desde el exterior era bastante ruidoso, aun dentro del local.

—Estoy seguro de que encontraremos algún que otro patio en el palacio —dijo Cortés.

—¿Allí vamos? —quiso saber Hurra.

—Escúchame bien —dijo Pai—. En primer lugar, el señor Zacharias no tiene ni idea de qué coño está hablando…

—Esa lengua, Pai —lo interrumpió Cortés.

—Y en segundo lugar, te hemos traído hasta aquí para buscar a tus abuelos, y esa es nuestra prioridad. ¿Está claro, señor Zacharias?

—¿Y si no los encontráis? —preguntó Hurra.

—Lo haremos —respondió Pai—. Mi gente conoce esta ciudad de cabo a rabo.

—¿Tú crees que eso es posible? —dijo Cortés—. No sé por qué, pero me parece bastante improbable.

—Cuando te hayas bebido el café —le dijo Pai— dejaré que te demuestren lo equivocado que estás.

En cuanto llenaron los estómagos se pusieron en marcha a través de las calles, siguiendo la ruta que les habían marcado: de Oke T’Noon a Caramess y, desde allí, siguieron el muro hasta que llegaron a la calle Smooke. A decir verdad, las indicaciones no demostraron ser del todo fiables. La calle Smooke, que era una carretera estrecha y estaba mucho menos transitada que las que acaban de dejar atrás, no los llevó al Viático como les habían dicho, sino a un laberinto de edificios tan sencillos que parecían barracones. Se veían niños que jugaban en la tierra y, entre ellos, unos cuantos ragemy salvajes, un desafortunado cruce entre cerdo y perro que Cortés había visto asado y servido en Mai-Ké, pero que parecía ser tratado como mascota en Yzordderrex. Ya fuese por el lodo, por los niños o por el hedor de los ragemy, había legiones de zarzis amontonadas sobre ellos.

—Nos habremos desviado en un cruce —dijo el místico—. Será mejor que…

Se detuvo a mitad de la frase al escuchar un grito, procedente de un lugar cercano, que había logrado que los niños se pusieran en pie y salieran corriendo en busca de su origen. Entre la algarabía destacaba un chillido bastante desagradable que se alzaba y decaía como el grito de un guerrero. Antes de que Pai o Cortés pudieran siquiera comentar ese detalle, Hurra echó a correr tras el resto de los niños, sorteando charcos y ragemys. Cortés miró a Pai, que se encogió de hombros. Ambos se pusieron en marcha detrás de la niña, y el rastro los guió hasta un callejón que desembocaba en una calle ancha y transitada, pero que se vaciaba a una velocidad vertiginosa a medida que transeúntes y conductores por igual buscaban refugio de aquello que se avecinaba colina abajo.

El hombre que gritaba llegó en primer lugar: un tipo el doble de alto que Cortés que iba ataviado con una armadura y que sujetaba en las manos sendas banderas escarlatas, cuyos extremos se arrastraban a su paso mientras corría. El volumen y el tono de su grito no quedaban ensombrecidos por la velocidad a la que se movía. A su espalda avanzaba un batallón de soldados engalanados con armaduras similares a la del vociferador (ninguno de ellos medía menos de dos metros y medio de altura), seguido por un vehículo que había sido diseñado sin ningún género de duda para subir y bajar las empinadas calles de la ciudad con la mínima molestia para sus pasajeros. Las ruedas eran de la misma altura que el soldado que gritaba, y el chasis del vehículo estaba dispuesto entre ellas. Su carrocería era oscura y brillante, pero aún más oscuras eran las ventanas. Una gaviota había quedado apresada entre los radios de las ruedas en el camino de descenso de la colina. El pájaro aleteaba y sangraba al compás del movimiento de las ruedas; sus gritos, si bien lastimeros, complementaban a la perfección la cacofonía provocada por las ruedas, el motor y los gritos.

Aunque la niña no corría peligro de ser golpeada, Cortés agarró a Hurra mientras el vehículo pasaba a gran velocidad por delante de ellos. Ella se dio la vuelta para mirarlo con una enorme sonrisa.

—¿Quién va ahí dentro? —preguntó la niña.

—No lo sé.

Una mujer que había buscado refugio en el portal que había junto a ellos les proporcionó la respuesta:

—Quaisoir —contestó—. La mujer del Autarca. Están arrestando gente en Scoriae. Más carestes.

Hizo un pequeño gesto con los dedos, moviéndolos de ojo a ojo y de allí a la boca, para acabar presionando los nudillos de los dedos índice y anular contra la nariz al tiempo que el dedo corazón tiraba del labio inferior. Realizó el movimiento con la rapidez propia de alguien que está más que acostumbrado a hacer la señal incontables veces al cabo del día. Al instante, se dio la vuelta y bajó por la calle manteniéndose siempre pegada a la pared.

—Atanasio era un careste, ¿no es cierto? —preguntó Cortés—. Deberíamos ir a ver qué está ocurriendo.

—Hay demasiada gente —dijo Pai.

—Nos quedaremos atrás —replicó Cortés—. Quiero ver cómo se las gasta el enemigo.

Y sin darle tiempo a Pai para protestar, Cortés tomó la mano de Hurra y se dispuso a correr en pos de la tropa de Quaisoir. No resultó difícil seguir su rastro. A lo largo del recorrido, no dejaban de asomarse rostros en puertas y ventanas, como anémonas que volvieran a salir después de que la barriga de un tiburón las hubiese rozado: temerosas y preparadas para volver a ocultar sus delicadas cabezas ante el más leve indicio de una sombra. Tan solo un par de niños, que aún no comprendían lo que era el terror, tomaron la misma decisión que los tres extraños que recorrían la calle y se echaron al centro de la calzada, donde el brillo del cometa era más fuerte. Los niños no tardaron mucho en ser devueltos a la relativa seguridad de los portales en los que se ocultaban sus guardianes.

El océano apareció ante ellos a medida que descendían la colina, así como el puerto, que podía verse entonces entre los tejados de las casas, mucho más antiguas en ese vecindario que las que se alzaban en Oke T’Noon o en la parte alta, en el Caramess. El aire era limpio y soplaba la brisa, lo que avivó sus pasos. Poco después, los edificios de viviendas dieron paso a las construcciones portuarias y se encontraron rodeados por almacenes, grúas y silos. Sin embargo, la zona no estaba ni mucho menos desierta. Los trabajadores no se asustaban con la misma facilidad que los ocupantes del kesparate adyacente al puerto, y muchos de ellos habían hecho un alto en su labor para averiguar de qué iba todo aquel alboroto. Componían un grupo bastante más homogéneo del que Cortés había visto hasta el momento; la mayoría eran híbridos de oethac y horno sapiens, hombres enormes de aspecto rudo que, en número suficiente, podrían dar una buena paliza al batallón de Quaisoir, sin duda alguna. Cortés alzó a Hurra sobre su espalda en cuanto se unieron a la multitud, por temor a que la niña resultara pisoteada. Algunos de los trabajadores de los muelles miraron a Hurra con una sonrisa mientras que otros les dejaron paso con el fin de que se encaramaran a un lugar más seguro entre el gentío. Cuando volvieron a ver el batallón, la muchedumbre los ocultaba por completo.

A un pequeño contingente de soldados se le había asignado la misión de mantener a los espectadores alejados del perímetro donde iba a desarrollarse la acción; y en esas estaban cuando fueron superados en número y la multitud, que cada vez era más numerosa, sobrepasó la zona acordonada camino del escenario de la batalla: un almacén situado a unos treinta metros calle abajo, que parecía haber sido sitiado. Sus muros presentaban señales de disparos y las ventanas del piso inferior estaban ennegrecidas por el humo. Las tropas que llevaban a cabo el asedio (que no estaban pertrechadas de modo tan llamativo como los soldados de Quaisoir, sino con el uniforme monocromo que Cortés había visto en L’Himby) estaban en esos momentos sacando cuerpos del almacén. Algunos soldados se encontraban en el piso superior del edificio, arrojando a los muertos, y a un par a quienes todavía les quedaba un resquicio de vida, por las ventanas, hacia el sangriento montón que se apilaba en la calle. Cortés se acordó de Beatrix. ¿Era ese ruinoso edificio otra de las huellas de la mano del Autarca?

—No deberías ver esto, ángel —le dijo Cortés a Hurra al tiempo que intentaba bajarla de sus hombros. Sin embargo, la niña se aferró con rapidez al cabello de Cortés para evitarlo.

—Quiero ver —contestó—. Lo he visto con papá muchas veces.

—Bueno, pero no vayas a vomitarme en la cabeza —le advirtió Cortés.

—No lo haré —replicó la niña, indignada ante semejante insinuación.

Más abajo tenían lugar nuevas muestras de brutalidad. Habían sacado a un superviviente del edificio y los soldados le estaban dando patadas a pocos metros del vehículo de Quaisoir, cuyas ventanas y puertas seguían cerradas. Otro hombre se defendía como podía de los ataques de las bayonetas, desafiando a gritos a sus atacantes mientras estos lo rodeaban. Pero la acción se detuvo súbitamente cuando un hombre, ataviado con lo que no parecían ser más que unos cuantos harapos, apareció en el tejado del almacén y extendió los brazos como un alma en busca del martirio, tras lo cual comenzó a arengar a los congregados al pie del edificio.

—¡Es Atanasio! —murmuró Pai, atónito.

El místico gozaba de una vista mucho más aguda que la de Cortés, que tuvo que entornar los ojos y esforzarse mucho para poder confirmar la identidad del hombre. Ciertamente, se trataba del padre Atanasio. Llevaba la barba y el cabello más largos que nunca, y sangraba por las manos, la frente y uno de los costados.

—¿Qué coño está haciendo ahí arriba? —preguntó Cortés—. ¿Dando un sermón?

El sermón de Atanasio no iba dirigido en exclusiva a las tropas y a las víctimas reunidas a los pies del edificio. En varias ocasiones, dirigió su mirada hacia la multitud y gritó algo. Si estaba lanzando acusaciones, oraciones o una llamada a las armas, solo el viento lo supo, ya que sus palabras se perdieron en la brisa. Sin sonido alguno, su actuación resultaba ligeramente absurda y, por descontado, suicida. Por debajo, comenzaban a levantarse los rifles para ponerlo en el punto de mira.

No obstante, antes de que sonara un solo disparo, el primer prisionero, al que habían obligado a base de patadas a arrodillarse muy cerca del vehículo de Quaisoir, se escapó. Los soldados que lo retenían, distraídos por la representación de Atanasio, tardaron en reaccionar y, para cuando lo hicieron, su víctima corría hacia la multitud, ignorando cualquier otra vía de escape que tal vez resultara más rápida. La muchedumbre comenzó a apartarse, anticipándose a la llegada del hombre, pero el batallón que lo perseguía ya estaba apuntándolo con los rifles. Al darse cuenta de que tenían toda la intención de abrir fuego en dirección al gentío, Cortés se puso en cuclillas y, con un grito, ordenó a Hurra que bajara de sus hombros. La niña no protestó en esa ocasión. Mientras obedecía, sonaron los primeros disparos. Cortés echó un vistazo a la masa de cuerpos y vio fugazmente que Atanasio caía hacia atrás, como si lo hubieran golpeado, y desaparecía tras el antepecho que rodeaba el tejado.

—Menudo imbécil —dijo para sí mismo. Estaba a punto de alzar en brazos a Hurra y alejarla de allí cuando una segunda andanada de disparos lo detuvo en seco.

Uno de los trabajadores del muelle, que se encontraba a menos de un metro del lugar donde él estaba arrodillado, fue alcanzado por una bala y cayó como un árbol derribado. Al tiempo que se incorporaba, Cortés escudriñó el gentío en busca de Pai. El careste fugado también había sido abatido, pero seguía tambaleándose hacia delante, camino de una muchedumbre que, en esos momentos, no salía de su asombro. Algunos comenzaban a escapar; oíros permanecían donde estaban como señal de desafío, y unos cuantos se acercaron al trabajador caído para prestarle ayuda.

Era poco probable que el careste viera lo que estaba sucediendo. A pesar de que el ímpetu de su carrera le hacía seguir avanzando, su rostro, demasiado joven para poder presumir de barba, carecía de expresión alguna y sus pálidos ojos tenían un aspecto vidrioso. Comenzó a mover los labios como si quisiera pronunciar unas palabras finales, pero uno de los tiradores apostados tras él le negó ese último deseo. Otra bala impactó en su nuca y salió por la garganta, exactamente por el lugar donde tenía tatuadas tres delgadas líneas azules, la segunda de las cuales dividía en dos su nuez. La fuerza del impacto lo impulsó hacia delante, por lo que los hombres que se interponían entre él y Cortés se apartaron. Su cuerpo cayó al suelo a un metro de Cortés, sin apenas señales de vida. A pesar de que tenía el rostro sobre el suelo, el muchacho movió las manos sobre la arena en dirección a los pies de Cortés, como si supiera exactamente hacia dónde se dirigía. El brazo izquierdo perdió fuerza antes de alcanzar su objetivo, pero el derecho tuvo la suficiente voluntad como para rozar la puntera de uno de sus desgastados zapatos.

Cortés escuchó el murmullo de Pai que le pedía que se alejara, pero no podía abandonar al chico, no en sus últimos momentos. Comenzó a inclinarse para darle un apretón a los moribundos dedos, pero llegó unos segundos tarde. El brazo perdió fuerza y la mano cayó al suelo, inerte.

—¿Quieres venir de una vez? —le dijo Pai.

Cortés apartó los ojos del cadáver y miró a su alrededor. La escena había logrado que tuviese toda una audiencia que lo observaba con una inquietante expectación pintada en el rostro; el respeto y el asombro se mezclaban en los espectadores junto con el anhelo evidente de que se produjera algún tipo de declaración. Cortés no tenía ninguna que ofrecer, así que extendió los brazos para que vieran que tenía las manos vacías. La muchedumbre siguió observándolo sin parpadear, y él estuvo a punto de creer que si no hablaba lo lincharían; pero, en ese momento, una nueva ráfaga de disparos procedentes del almacén sitiado rompió el silencio y los espectadores abandonaron su escrutinio, algunos de ellos sacudiendo la cabeza como si acabaran de salir de un trance. El segundo prisionero acababa de ser fusilado contra el muro del almacén y, en esos momentos, los soldados comenzaban a disparar a la pila de cuerpos amontonados en el suelo con el fin de silenciar a cualquier posible superviviente. Algunos miembros del batallón habían subido al tejado, posiblemente para coronar el montón de cadáveres con el cuerpo de Atanasio. Aunque se les negó tal satisfacción. O había fingido que lo herían, o había sobrevivido a duras penas a la herida y había conseguido ponerse a salvo mientras el drama seguía su curso abajo. Fuera como fuese, había dejado a sus perseguidores con tres palmos de narices.

Tres de los soldados encargados de contener a la multitud, que habían abandonado sus posiciones en cuanto se percataron de que sus compañeros comenzaban a disparar en dirección al gentío, reaparecieron para reclamar el cuerpo del fugitivo. Sin embargo, se encontraron con una resistencia pasiva, ya que los trabajadores rodearon el cadáver y dificultaron su tarea a base de empellones. Tuvieron que abrirse paso con las bayonetas y las culatas de los rifles, pero Cortés había tenido tiempo de apartarse del cuerpo del muchacho antes de que los soldados llegaran hasta él.

También tuvo tiempo de echar un vistazo por encima del hombro al escenario plagado de cuerpos que se veía por encima de las cabezas de los congregados. La puerta del vehículo de Quaisoir se había abierto y la esposa del Autarca había salido por fin a la luz del día, rodeada por un escuadrón de su guardia de élite a modo de escudo. Aquella era la consorte del tirano más vil de toda Imajica, y Cortés se arriesgó a detenerse un instante con la intención de atisbar la huella que habría dejado esa relación tan íntima con el mal.

En cuanto tuvo a la mujer a la vista, aun cuando su visión estaba lejos de ser perfecta, se quedó sin respiración. Era humana, y toda una belleza. No, no era una simple belleza. Era Judith.

Pai lo había agarrado del brazo y tiraba de él para salir de la multitud, pero Cortés no tenía la menor intención de moverse.

—¡Mírala! Dios. ¡Mírala, Pai! ¡Mírala!

El místico echó una ojeada a la mujer.

»Es Judith —le dijo Cortés.

—Eso es imposible.

—¡No! Es ella, ¡mírala con tus putos ojos! ¡Es Judith!

Y, en ese instante, como si su grito hubiera sido la chispa que incendiara la ira de la multitud que los rodeaba, la violencia estalló alrededor del trío de soldados, que aún no había conseguido sacar el cadáver del muchacho. Uno de ellos acabó en el suelo de un golpe, mientras que otro comenzó a disparar al tiempo que se retiraba. La erupción fue instantánea. Las navajas salieron de sus fundas y los machetes de los cinturones. En un lapso de cinco segundos la muchedumbre se había convertido en un ejército y, otros cinco segundos después, se había cobrado ya sus tres primeras vidas. Judith quedó eclipsada por la batalla y Cortés no tuvo más remedio que seguir a Pai, pensando más en la seguridad de Hurra que en la suya propia. Por extraño que pareciera, tenía la sensación de que no corría peligro, como si ese círculo de miradas expectantes hubiera lanzado una especie de hechizo protector sobre él.

—Era Judith, Pai —volvió a decirle una vez estuvieron lo bastante lejos de los gritos y los disparos como para poder mantener una conversación.

Hurra lo había cogido de la mano y le tiraba del brazo con nerviosismo.

—¿Quién es Judith? —preguntó.

—Una mujer que conocemos —contestó Cortés.

—¿Cómo es posible que sea ella? —El tono del místico reflejaba su ansiedad a la par que su irritación—. Hazte esa misma pregunta: ¿cómo es posible que sea ella? Si tienes alguna respuesta, estaré encantado de oírla. En serio. Dímelo.

—No lo sé —dijo Cortés—. Pero confío en mis ojos.

—La dejamos en el Quinto, Cortés.

—Pero si yo pude pasar, ¿por qué no ella?

—¿Y en tan solo dos meses se iba convertir en la esposa del Autarca? Una ascensión meteórica, ¿no te parece?

Se produjo una nueva andanada de disparos en el almacén, seguida de un griterío tan intenso que el eco de las voces reverberó en las piedras que había bajo sus pies. Cortés se detuvo, dio la vuelta y echó un vistazo desde la parte superior de la colina que descendía hasta el puerto.

—Va a haber una revolución —dijo sin más.

—Creo que ya ha comenzado —contestó Pai.

—La matarán —dijo Cortés, que había comenzado de nuevo a bajar la colina.

—¿Adónde coño vas? —gritó Pai.

—Yo voy contigo —dijo Hurra a voz en grito, pero el místico la detuvo antes de que pudiera seguir a Cortés.

—Tú no vas a ningún sitio —le advirtió Pai—, salvo a casa de tus abuelos. Cortés, ¿no vas a escucharme? Esa no es Judith.

Cortés se giró para mirar al místico e intentó convencerlo mediante el razonamiento.

—Si no es ella, es su doble; es su eco. Otra parte de ella que vive aquí en Yzordderrex.

El místico no contestó. Se limitó a observar a Cortés como si, con su silencio, lo alentara a seguir profundizando su teoría.

»Tal vez la gente pueda estar en dos sitios a la vez —prosiguió Cortés. Hizo una mueca de frustración—. Sé que era ella, y nada de lo que me digas va cambiar mi opinión. Id los dos al kesparate. Esperadme allí, yo…

Antes de poder finalizar las instrucciones, el pregonero que había anunciado con anterioridad el descenso de Quaisoir de la parte alta de la ciudad volvió a gritar de nuevo, esta vez mucho más alto, pero su voz fue ahogada casi al instante por una nueva oleada de vítores.

—Eso me suena a retirada —dijo Pai.

Veinte segundos más tarde quedó claro que estaba en lo cierto, ya que el vehículo de Quaisoir hizo una nueva aparición, rodeado por lo que quedaba de su destrozado séquito.

El trío tuvo tiempo de sobra para apartarse del camino de las ruedas y las botas mientras la comitiva subía la cuesta, dado que no se estaban retirando con la misma velocidad con la que llegaron. La lentitud no solo se debía a lo abrupto de la ascensión, sino también al hecho de que la mayoría de los soldados de élite había sufrido heridas en su intento por defender el vehículo del asalto, e iba dejando un rastro de sangre a su paso.

—Está claro que habrá represalias después de esto —comentó Pai.

Cortés murmuró su acuerdo mientras contemplaba fijamente la colina por la que había desaparecido el vehículo.

—Tengo que verla de nuevo —dijo.

—Eso va a ser difícil —replicó Pai.

—Ella querrá verme —alegó Cortés—. Si yo sé quién es, ella también sabrá quién soy yo. Te apuesto lo que quieras.

El místico hizo caso omiso de la apuesta y se limitó a añadir:

—¿Y ahora qué?

—Vamos a tu kesparate y reunimos un grupo de búsqueda que localice a la familia de Hurra. Después nos vamos a… —hizo un gesto con la cabeza en dirección al palacio— y echamos un vistazo más de cerca a Quaisoir. Tengo algunas preguntas que hacerle. Quienquiera que sea.

3

El viento cambió de dirección al mismo tiempo que el grupo desandaba sus pasos, y la fresca brisa del océano dio paso a un repentino y abrasador asalto procedente del desierto. Los ciudadanos estaban bien preparados para semejante variación climática y, al primer indicio de cambio en el viento, la eficiencia de los preparativos (que resultaron bastante cómicos por su mecánica ejecución) se apoderó de la calle. Las coladas y las macetas se recogieron de los alféizares de las ventanas; los ragemys y los gatos abandonaron sus lugares al sol y se introdujeron en los edificios; los toldos se recogieron y se cerraron las contraventanas. En cuestión de minutos, la calle se quedó vacía.

—Ya me he enfrentado antes a estas dichosas tormentas —dijo el místico—. No creo que nos haga mucha gracia caminar en mitad de una de ellas.

Cortés le dijo que no se preocupara y, tras alzar a Hurra y colocarla sobre sus hombros, comenzó a andar mientras la tormenta azotaba las calles. Unos minutos antes de que el viento arreciara, habían preguntado de nuevo por la dirección a un tendero y sus indicaciones revelaron que el hombre sabía por dónde andaba, ya que resultaron ser acertadas, si bien no podía decirse lo mismo de las condiciones en las que caminaban. El viento olía a flatulencia e iba acompañado de una cegadora carga de arena, por no mencionar el insoportable calor; pero, al menos, podían moverse libremente por las calles. Los únicos individuos que atisbaron fueron criminales, locos o vagabundos; categorías en las que ellos mismos podrían ser catalogados.

Llegaron al Viático sin equivocarse ni sufrir incidente alguno y, una vez allí, el místico afirmó conocer el camino. Algo más de dos horas después de haber dejado atrás el asedio del puerto, llegaron al kesparate Eurhetemec. La tormenta comenzaba a mostrar signos de fatiga, igual que ellos, pero la voz de Pai resonó con fuerza cuando hizo su anuncio:

—Aquí está. Este es el lugar donde nací.

El kesparate al que habían llegado estaba rodeado por una muralla, pero las puertas se encontraban abiertas y oscilaban con el viento.

—Guíanos —le dijo Cortés, al tiempo que dejaba a Hurra en el suelo.

El místico empujó la puerta de entrada y los precedió a través de las calles que el viento iba desvelando ante ellos, a medida que dejaba caer la arena a sus pies. Las calles subían hasta el palacio, exactamente igual que sucedía con casi todas las calles de Yzordderrex, pero los edificios que se habían construido en esa zona eran muy diferentes de los que había en cualquier otro punto de la ciudad. Estaban separados los unos de los otros, y eran altos y de aspecto lustroso; cada uno de ellos disponía de una única ventana que se abría desde la parte superior de la puerta de entrada hasta el alero, lugar donde la estructura se dividía en cuatro tejados colgantes que conferían a los edificios que estaban muy próximos el aspecto de un bosquecillo de árboles petrificados. Los verdaderos árboles se encontraban en las calles, delante de los inmuebles; sus ramas seguían oscilando al compás de las mortales ráfagas de viento, y se asemejaban a algas moviéndose bajo la marea. De todos modos, sus ramas eran tan flexibles y sus ramilletes de flores blancas tan resistentes que la tormenta no los había dañado en modo alguno.

Cortés se dio cuenta del peso de las emociones que cargaba Pai en cuanto observó el semblante del místico, que contemplaba con aspecto aterrado, después de tantos años, el lugar donde había nacido. Con la mala memoria que lo caracterizaba, él nunca había sufrido una carga semejante. No atesoraba recuerdos de las costumbres de la infancia, ni escenas navideñas ni canciones de cuna. Solo podía imaginarse lo que Pai estaba sintiendo desde un punto de vista racional, lo cual, estaba convencido, sería un pálido reflejo del sentimiento real.

—El hogar de mis padres estaba entre el chianculi… —informó el místico al tiempo que señalaba hacia la derecha, donde los últimos vestigios de las ráfagas cargadas de arena seguían ocultando el horizonte— y el hospicio. —Señaló a su izquierda, hacia un edificio de muros blancos.

—Entonces debe de estar cerca —dijo Cortés.

—Eso creo —contestó Pai, con un aspecto claramente apenado por la mala pasada que la memoria le estaba jugando.

—¿Por qué no le preguntamos a alguien? —sugirió Hurra.

Pai aceptó la proposición de inmediato y se dirigió hacia la casa más próxima para llamar a la puerta. No obtuvo respuesta. Se trasladó a la casa contigua y repitió la operación. También estaba vacía. Al sentir el nerviosismo del místico, Cortés alzó a Hurra y ambos acompañaron a Pai hasta a la puerta de la tercera casa. La respuesta fue idéntica a las dos anteriores: un silencio que se vio intensificado por el aplacamiento del viento.

—No hay nadie —dijo Pai, que, según intuyó Cortés, se refería no solo a las casas vacías, sino a todo el silencioso vecindario.

La tormenta había pasado. La gente debería estar asomándose a las puertas para barrer la arena y mirar sus tejados, con el fin de comprobar que seguían en su lugar. Pero no había nadie. Las elegantes calles, trazadas con una impresionante precisión, estaban desiertas de un extremo a otro.

—Tal vez se hayan reunido todos en algún sitio —sugirió Cortés—. ¿Hay algún lugar de reunión? ¿Una iglesia o un senado?

—El chianculi es el edificio más cercano —respondió Pai y señaló hacia un cuarteto de cúpulas de color amarillo pálido que se alzaban entre un grupo de árboles muy parecidos a los cipreses, pero con copas de color azul de Prusia. Los pájaros alzaban el vuelo desde sus ramas hacia el cielo, de modo que sus sombras eran los únicos movimientos que se apreciaban en el pavimento.

—¿Para qué se usa el chianculi? —preguntó Cortés, camino de las cúpulas.

—¡Ah! En mi juventud —dijo el místico, intentando contestar con una alegría que no sentía—, en mi juventud era el lugar donde se representaban los espectáculos circenses.

—No sabía que provenías de una familia de artistas.

—No tenían nada que ver con los circos del Quinto Dominio —replicó Pai—. Eran nuestro modo de recordar el Dominio del que nos habían expulsado.

—¿No había payasos ni ponis? —preguntó Cortés.

—Ni uno solo —respondió el místico, pero no explicó nada más.

A medida que se acercaban al chianculi, el tamaño de la construcción (y el de los árboles que rodeaban el edificio) se hizo evidente. Tenía una altura de cinco pisos desde el suelo hasta la cúspide de la más alta de las cúpulas. Los pájaros, que ya habían completado el recorrido festivo por encima del kesparate, volvían a posarse en las ramas en esos momentos, y sus trinos parecían la cháchara de unos arrendajos orientales a los que hubieran enseñado a hablar japonés.

A Cortés lo distrajo un instante el espectáculo, pero volvió a la realidad en cuanto escuchó a Pai.

—No todos están muertos.

Un grupo de cuatro individuos pertenecientes a la tribu del místico surgía de entre los árboles azules; eran negros e iban ataviados con unas túnicas sin teñir, semejantes a las de los nómadas del desierto. Sujetaban un extremo de la túnica con los dientes para ocultar la parte inferior del rostro. No había nada en su aspecto ni en su modo de andar que ofreciera pista alguna acerca de su sexo, pero era evidente que estaban preparados para expulsar a los intrusos, dado que iban armados con unos elegantes báculos plateados, de un metro de longitud, que sostenían por delante de sus caderas.

—No te muevas ni hables, pase lo que pase —ordenó el místico a Cortés cuando el cuarteto se colocó a unos diez metros del lugar donde estaban ellos.

—¿Por qué no? —preguntó Cortés.

—Esto no es un comité de bienvenida.

—¿Y qué es entonces?

—Una patrulla de ejecución.

Y, dicho esto, alzó las manos por delante del pecho con las palmas hacia fuera y dio un paso hacia delante, haciendo caso omiso de su propio consejo, para atraer de ese modo la atención de la patrulla. No utilizó el inglés para dirigirse a los individuos, sino un idioma que poseía la misma cadencia oriental que Cortés había escuchado en los pájaros cuando estos se aposentaron en las ramas. Tal vez las aves hubieran estado hablando, después de todo, el lenguaje de sus dueños.

Uno de los miembros del cuarteto dejó caer el manto que le ocultaba la cara, revelando el rostro de una mujer de mediana edad con una expresión más sorprendida que agresiva. Tras escuchar a Pai un momento, murmuró algo al individuo que estaba a su derecha, a lo que este respondió con un escueto movimiento de cabeza. La patrulla siguió acercándose a Pai con paso decidido mientras el místico hablaba. Pero, en cuanto escucharon de labios del propio Pai las sílabas «Pai’oh’pah», la mujer dio orden de que se detuvieran. Otros dos individuos dejaron caer el manto; en esa ocasión eran dos hombres que compartían las elegantes facciones de su líder. Uno de ellos llevaba un pequeño bigote, pero, al igual que sucedía con Pai, las semillas de la ambigüedad sexual también florecían allí. Sin necesidad de que la mujer que estaba al mando diera orden alguna, su acompañante reveló una segunda ambigüedad, bastante menos atractiva: una de sus manos abandonó el báculo plateado que llevaba y, en cuanto el viento lo rozó, el bastón se vio sacudido por un estremecimiento de un extremo a otro, como si estuviese hecho de seda en lugar de acero. El hombre se lo llevó a la boca y lo enrolló alrededor de su lengua, desde donde cayó para extenderse en forma de tirabuzón más allá de sus labios y sus dedos, emitiendo destellos como si de una hoja de acero de tratase, aun cuando podía doblarse y revolotear.

Cortés no pudo decidir si el gesto era una amenaza o no, pero en respuesta el místico cayó de rodillas e indicó con un gesto de la mano que tanto él como Hurra debían imitarlo. La niña lanzó una mirada lastimera a Cortés en busca de confirmación. Él se encogió de hombros y asintió con la cabeza, tras lo cual los dos se arrodillaron; no obstante, en opinión de Cortés, era la peor posición que podían adoptar frente a una patrulla de ejecución.

—Prepárate para echar a correr —le susurró a Hurra, a lo que esta respondió con un breve movimiento de cabeza.

Entretanto, el hombre del bigote había comenzado a hablar con Pai empleando la misma lengua que el místico había utilizado poco antes. Ni sus gestos ni su voz resultaban especialmente amenazadores, aunque ninguna de las dos cosas podía tomarse como prueba infalible de que no fueran a hacerles daño, al menos según Cortés. Sin embargo, el hecho de que estuviesen dialogando era de algún modo tranquilizador y, en un momento dado, el cuarto individuo dejó caer el manto de su rostro. Otra mujer, más joven que la primera y mucho menos amigable, se hizo cargo de la conversación con un tono de voz bastante más estridente, sin dejar de agitar su peligrosa cinta a unos cuantos centímetros por encima de la cabeza inclinada de Pai. La capacidad letal de semejante arma era evidente: silbaba al cortar el viento y zumbaba al ascender, pero sus movimientos parecían estar controlados al milímetro a pesar de sus ondulaciones. Cuando la mujer hubo acabado de hablar, la líder los instó, al menos en apariencia, a que se pusieran en pie. Pai así lo hizo, antes de mirar hacia atrás e indicar a Cortés y a Hurra que debían hacer lo mismo.

—¿Van a matarnos? —preguntó la niña en un murmullo.

Cortés le dio la mano.

—No —le contestó—. Y si lo intentan, tengo un par de trucos en mis pulmones.

—Por favor, Cortés —dijo Pai—. Ni se te ocurra…

Una palabra de la mujer que lideraba la patrulla puso fin a la conversación, y el místico contestó la siguiente pregunta dirigida a él diciendo el nombre de sus compañeros: Hurra Aping y John Furia Zacharias. Tras esto, siguió un breve diálogo entre los cuatro individuos que Pai aprovechó para explicarles lo que estaba sucediendo.

—Estamos en una situación muy delicada —les dijo.

—Creo que hasta ahí llego.

—La mayoría de mi gente ha abandonado el kesparate.

—¿Adónde han ido?

—Algunos han sido torturados hasta la muerte. Otros son ahora esclavos.

—Pero el hijo pródigo ha regresado, ¿por qué no se alegran de verte?

—Creen posible que sea un espía o que esté loco. En cualquier caso, soy un peligro. Van a retenerme para interrogarme. La otra opción era una ejecución sumaria.

—Menudo regreso a casa…

—Al menos, unos cuantos han logrado sobrevivir. Al llegar creí que…

—Sé lo que pensaste. Lo mismo que yo. ¿Hablan inglés?

—Por supuesto. Pero no lo hacen por una cuestión de orgullo.

—Pero, ¿pueden entenderme?

—No lo hagas, Cortés.

—Quiero que sepan que no somos sus enemigos —explicó Cortés antes de dirigirse hacia la patrulla—. Ya conocen mi nombre —les dijo—. Estoy aquí con Pai’oh’pah porque creímos que podríamos encontrar amigos. No somos espías. No somos asesinos.

—Déjalo, Cortés —le pidió Pai.

—Pai y yo hemos recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Todo el camino desde el Quinto Dominio. Y, desde el principio, Pai ha soñado con volver a ver a su gente. ¿No lo entienden? Son el sueño por el que Pai ha hecho este largo viaje.

—No les importa, Cortés —le dijo el místico.

—Tiene que importarles.

—Estamos en su kesparate —le recordó Pai—. Dejémosles que lo hagan a su manera.

Cortés meditó un instante la respuesta de Pai.

—Pai tiene razón —dijo—. Es su kesparate y nosotros no somos más que visitantes, pero quiero que comprendan una cosa. —Miró directamente a la mujer cuya cinta había oscilado cerca de la coronilla del místico—. Pai es mi amigo —le informó—. Protegeré a mi amigo con mi vida.

—Estás empeorando las cosas —le dijo el místico—. Por favor, cállate.

—Pensé que iban a recibirte con los brazos abiertos —siguió Cortés mientras observaba los inconmovibles rostros de los cuatro individuos—. ¿Qué les pasa?

—Están protegiendo lo poco que les queda —contestó Pai—. El Autarca ha enviado a sus espías en otras ocasiones. Ha habido purificaciones y secuestros. Se han llevado a los niños. Y solo han devuelto sus cabezas.

—¡Dios mío! —exclamó Cortés, que hizo un pequeño encogimiento de hombros a modo de disculpa—. Lo siento —les dijo, dirigiéndose no solo al místico sino a todos en general—. Solo quería decir lo que pensaba.

—Pues ya lo has hecho. ¿Vas a dejar que sea yo el que hable ahora? Dame un par de horas y los convenceré de que digo la verdad.

—Claro, si va a ser tan rápido no hay problema. Hurra y yo esperaremos por aquí mientras tú les explicas.

—Aquí no —le dijo Pai—. No creo que sea muy sensato.

—¿Por qué no?

—Porque no —replicó Pai sin querer presionar demasiado.

—Temes que quieran matarnos a todos, ¿no es cierto?

—Hay… probabilidades de que eso suceda, sí.

—En ese caso, nos vamos los tres.

—Eso no es posible. Yo me quedo y vosotros os vais. Eso es lo que nos están ofreciendo. No hay negociación posible.

—Ya veo.

—No me pasará nada, Cortés —lo tranquilizó Pai—. ¿Por qué no regresáis a la cafetería donde desayunamos? ¿Seréis capaces de encontrarla otra vez?

—Yo sí —afirmó Hurra.

No había alzado la mirada desde que comenzara la conversación entre Cortés y Pai. Ahora que los miraba, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Espérame allí, ángel —le dijo Pai, llamándola por primera vez con el mismo apodo que utilizaba Cortés—. Mis dos ángeles.

—Si no te reúnes con nosotros antes del crepúsculo, volveremos a por ti —le dijo Cortés antes de contemplar a la patrulla con una sonrisa en los labios y una mirada amenazadora.

Pie extendió la mano para despedirse. Cortés la tomó y lo atrajo hacia él.

—Esto es muy formal —le dijo.

—No sería muy sensato despedirse de un modo más afectuoso —informó el místico—. Confía en mí.

—Siempre lo he hecho. Y siempre lo haré.

—Somos muy afortunados, Cortés —dijo Pai.

—¿Por qué?

—Por haber disfrutado del tiempo que hemos pasado juntos.

Cortés miró al místico a los ojos y se dio cuenta de que, tras toda esa formalidad, se escondía una despedida que no estaba preparado para escuchar. A pesar de sus alegres palabras, Pai tenía la certeza de que no volverían a verse.

—Nos veremos en un par de horas, Pai —le dijo Cortés—. Cuento con eso. ¿Lo entiendes? Hemos hecho una promesa.

El místico asintió con la cabeza y apartó su mano de la de Cortés. Los dedos de Hurra, pequeños y cálidos, estaban allí, preparados para reemplazar los del místico.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, ángel —dijo Cortés, y la precedió de camino a la puerta, dejando a Pai bajo la custodia de la patrulla.

La niña miró dos veces hacia atrás según se alejaban, pero Cortés resistió la tentación. A Pai no le ayudaría mucho que se pusiera sentimental en esos momentos. Era mejor seguir pensando que volverían a reunirse en cuestión de horas y que compartirían un café en Oke T’Noon. Sin embargo, al llegar a las puertas no pudo evitar echar un vistazo a la calle flanqueada por los árboles en flor, en busca de una última imagen de la criatura a la que amaba. No obstante, la patrulla ya había desaparecido en el interior del chianculi, llevándose al hijo pródigo con ellos.