Capítulo 30

1

Cuando Dowd llevó a Judith de vuelta a casa de Godolphin tras el asesinato de Clara Leash, no lo hizo en calidad de persona libre, sino como prisionera. Fue confinada en el dormitorio que ocupó en un principio y allí esperó el regreso de Oscar. Cuando este llegó, antes de acudir a verla mantuvo una charla de media hora con Dowd (Judith escuchó el murmullo, pero no pudo entender su contenido); lo primero que le dijo en cuanto la vio fue que no deseaba discutir con ella lo que había sucedido. Judith había obrado en contra de los intereses de él, lo que era en resumidas cuentas como obrar en contra de sus propios intereses, ¿acaso no se había dado cuenta todavía? También le dijo que necesitaría cierto tiempo para evaluar las consecuencias que eso acarrearía para ambos.

—Confié en ti más de lo que nunca he confiado en una mujer —le dijo—. Me traicionaste, tal y como Dowd predijo que harías. Me siento estúpido y dolido.

—Deja que te lo explique —le pidió.

El hombre levantó las manos para hacerla callar.

—No quiero escucharlo —le respondió—. Puede que hablemos en un par de días, pero no en este momento.

El sentimiento de pérdida que le había causado su distanciamiento estuvo a punto de verse abrumado por la furia que sintió ante el rechazo. ¿Acaso creía que sus sentimientos por él eran tan nimios que no le preocupaban las consecuencias que sus propias acciones habían tenido sobre ambos? O peor: ¿lo habría convencido Dowd de que había planeado traicionarlo desde el principio y de que lo había orquestado todo (la seducción, las confesiones de devoción) con el fin de debilitarlo? Esta última posibilidad era la más probable, pero seguía sin eximir a Oscar, puesto que se había negado a darle la oportunidad de justificarse.

Estuvo tres días sin verlo. Era Dowd quien le llevaba la comida a la habitación, y allí tuvo que esperar Jude mientras escuchaba las idas y venidas de Oscar y, a veces, retazos de alguna conversación en las escaleras; lo suficiente para llegar a la conclusión de que la purificación de la Tabula Rasa estaba a punto de alcanzar su punto crítico. En más de una ocasión barajó la posibilidad de que lo que había tramado en su momento con Clara Leash la había convertido en una víctima en potencia, y de que, día a día, Dowd estaba debilitando la renuencia de Oscar a deshacerse de ella. Paranoia, quizá; pero, si sentía un mínimo de afecto por ella, ¿por qué no iba a verla? ¿Acaso no languidecía como ella? ¿No deseaba tenerla en su cama, aunque solo fuera por sentir el consuelo carnal? En varias ocasiones había pedido a Dowd que le dijera a Oscar que necesitaba hablar con él; Dowd, que fingía sentir el desapego de un carcelero que tuviese a su cargo cientos de prisioneros más a los que atender día a día, le dijo que haría todo lo posible, pero que dudaba de que el señor Godolphin quisiera tener cualquier tipo de relación con ella. Tanto si se entregó el mensaje como si no, Oscar la dejó en su solitario confinamiento; Judith se dio cuenta de que, si no tomaba medidas más drásticas, jamás volvería a ver la luz del sol.

Su plan de fuga fue sencillo. Forzó la cerradura de su habitación con un cuchillo que había ocultado tras una de sus comidas (la cerradura no era lo que la mantenía encerrada, sino la advertencia de Dowd de que los insectos que habían matado a Clara estaban más que dispuestos a reclamarla a ella si intentaba marcharse), y se escabulló hacia el descansillo de las escaleras. Había esperado de forma deliberada a que Oscar estuviera en casa para intentarlo, creyendo, si bien tal vez fuese una suposición inocente, que a pesar de que le hubiera retirado su afecto, la protegería de Dowd en caso de que su vida se viera amenazada. Se sentía muy tentada de ir a buscarlo en aquel momento. No obstante, quizá fuera más fácil tratar con él una vez que se encontrara lejos de la casa y se sintiera más dueña de su propio destino. Si, cuando estuviera a salvo lejos de la casa, Oscar optaba por no tener más contacto con ella, el temor de que Dowd hubiera minado los sentimientos que tenía hacia ella se vería confirmado para siempre y tendría que buscar otra forma de llegar a Yzordderrex.

Bajó por las escaleras con la mayor de las cautelas y, al escuchar voces provenientes de la parte delantera de la casa, decidió salir por la cocina. Como de costumbre, estaban todas las luces encendidas. La cocina estaba desierta. Se acercó sin demora a la puerta, que tenía los cerrojos echados tanto en la parte superior como en la inferior, y se agachó para descorrer el de abajo.

Cuando se levantaba, Dowd dijo:

—No saldrás por ahí.

Judith se giró y descubrió que se encontraba junto a la mesa de la cocina, con una bandeja de platos de la cena. Al ver que estaba cargado, Judith se abalanzó hacia el pasillo con la esperanza de poder dejarlo atrás. Sin embargo, Dowd era más ágil de lo que pensaba, ya que dejó la bandeja y se movió para cortarle el paso con tanta rapidez que se vio obligada a retroceder de nuevo y, en el proceso, golpeó uno de los vasos que había en la mesa. El cristal se hizo añicos contra el suelo con un estruendo.

—Mira la que has armado —le dijo él con un tono que parecía verdaderamente angustiado. Se acercó a los trozos de cristal y se inclinó para recogerlos—. Ese vaso ha estado con esta familia durante generaciones. Creí que le tendrías cierto cariño.

Judith le contestó, a pesar de que no se encontraba de humor para hablar acerca de vasos rotos, porque sabía que su única oportunidad radicaba en conseguir que Godolphin se percatara de su presencia.

—¿Por qué tendría que importarme un vaso? —le preguntó.

Dowd levantó un trozo y lo sostuvo contra la luz.

—Tenéis mucho en común, pichoncito —le contestó—. Los dos os regodeáis en la ignorancia. Hermosos y frágiles a un tiempo. —Se puso en pie—. Tú siempre fuiste hermosa. Las modas van y vienen, pero Judith siempre será hermosa.

—No sabes una mierda sobre mí —replicó ella.

Dejó los trozos de cristal en la mesa junto al resto de los platos sucios y la cubertería.

—Te equivocas —fue su respuesta—. Nos parecemos más de lo que crees.

Volvió a coger un fragmento brillante y, mientras hablaba, se lo llevó a la muñeca. Judith apenas tuvo tiempo de averiguar lo que iba a hacer antes de ver cómo se cortaba. Apartó la mirada, pero al oír que el trozo de cristal caía sobre el montón volvió a mirar. La herida estaba abierta, pero no sangraba, solo exudaba un líquido parecido al agua sucia. De la misma forma que la expresión de Dowd no demostraba dolor. No era más que una simulación.

—Tú posees un solo recuerdo del pasado —le contó—, yo tengo demasiados. Tú tienes calor, yo no. Tú estás enamorada, yo nunca he comprendido ese concepto. Pero, Judith, la cuestión es que somos iguales: los dos somos esclavos.

Ella contempló alternativamente el rostro de Dowd y la herida y, con cada movimiento de sus ojos, el pánico de Judith se acrecentaba. No quería escuchar ni una sola palabra más que proviniera de él. Lo despreciaba. Cerró los ojos y lo visualizó en la pira del anulador, y también a la sombra de la torre, mientras los bichos le recorrían el rostro; no obstante, por muchos horrores que interpusiera entre ellos, las palabras de Dowd conseguían atravesarlos. Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar resolver el rompecabezas que era en sí misma; y, sin embargo, allí estaba él, arrojándole piezas que se veía obligada a recoger.

—¿Quién eres? —le preguntó Judith.

—La pregunta sería: ¿quién eres tú?

—No somos iguales —replicó—. Ni en lo más mínimo. Yo sangro. Tú no. Yo soy humana. Tú no.

—¿Pero se trata de tu sangre? —le preguntó a su vez—. Medita ese punto.

—Brota de mis venas. Por supuesto que es mía.

—Entonces ¿quién eres? —repitió.

La pregunta se formuló sin malicia evidente, pero Judith no dudó de su propósito destructivo. De alguna manera, Dowd sabía que ella no recordaba su pasado y la presionaba para que confesara.

—Sé lo que no soy —contestó, con el fin de conseguir tiempo para inventar una respuesta—: No soy un vaso; tampoco soy frágil ni ignorante; y tampoco soy…

¿Qué otra cualidad mencionó además de belleza y fragilidad? Había dejado de recoger los trozos de cristal roto y la había descrito de alguna manera.

—¿No eres qué? —inquirió él mientras la observaba debatirse contra su propia renuencia a aferrarse al recuerdo.

Judith repasó la escena en su mente y volvió a verlo cruzando la cocina. «Mira la que has armado», había dicho. Acto seguido, se había agachado (en su cabeza, lo vio hacerlo) y había empezado a hablar mientras recogía los pedazos. Entonces, Judith lo recordó.

«Ese vaso ha estado con esta familia durante generaciones», había dicho. «Creí que le tendrías cierto cariño».

—No —dijo Judith en voz alta, al tiempo que sacudía la cabeza para no perder la sensación de que todo empezaba a cobrar sentido. Sin embargo, el movimiento solo consiguió traer a su memoria otros recuerdos: el de su viaje a la propiedad Godolphin con Charlie, cuando aquel placentero sentimiento de pertenencia la desbordó y unas voces la llamaran con un dulce apodo sacado del pasado; el de la reunión con Oscar en el umbral del Retiro y la instantánea certeza de que su lugar estaba al lado de ese hombre, sin ningún tipo de duda y sin interés alguno por cuestionarse las que pudiera sentir; el del retrato que había sobre la cama de Oscar, que la contemplaba con tanta posesividad que este había apagado las luces antes de hacer el amor.

A medida que los pensamientos fluían, comenzó a mover la cabeza como si estuviese sufriendo un ataque de histeria. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Extendió las manos en busca de ayuda, aun cuando su garganta era incapaz de solicitarla. De forma borrosa captó la figura de Dowd, que la miraba impasible de pie junto a la mesa, con la mano encima de la muñeca herida. Le dio la espalda, aterrada por la posibilidad de ahogarse con su propia lengua o de romperse la cabeza si se caía, ya que tenía plena conciencia de que él ni siquiera trataría de ayudarla. Quiso gritar para llamar a Oscar, pero lo único que brotó de sus labios fue un gemido entrecortado. Se tambaleó hacia delante, con la cabeza todavía a punto de estallar, y, al hacerlo, vio a Oscar que atravesaba el pasillo para ir a su encuentro. Extendió los brazos hacia él y sintió sus manos tratando de impedir que cayera. No lo consiguió.

2

Estaba a su lado cuando se despertó. Judith no se encontraba en la estrecha cama que le habían asignado las pasadas noches, sino en el enorme lecho de cuatro postes de la habitación de Oscar; una cama que ella había llegado a considerar también como suya. No lo era, por supuesto. Su verdadero dueño era el hombre cuyo retrato al óleo había recordado en medio de su ataque de histeria: lord Godolphin, el Loco, que colgaba por encima de las almohadas sobre las que Judith descansaba y que se hallaba sentado a su lado, en una versión posterior, acariciando su mano y diciéndole cuánto la amaba. Tan pronto como recuperó la consciencia y sintió su tacto, se alejó de él.

—No soy… un cachorro —se esforzó por decir—. No puedes limitarte a… acariciarme… cuando te conviene.

Oscar pareció horrorizarse por sus palabras.

—Te ofrezco mis más sinceras disculpas —le dijo con la mayor formalidad—. No tengo excusa. Permití que los asuntos de la Sociedad se impusieran a la necesidad de comprenderte y cuidarte. Fue un error imperdonable. También ha sido culpa de Dowd, por supuesto, que no dejaba de susurrarme todo tipo de cosas… ¿Ha sido muy cruel?

—El cruel has sido tú.

—No hice nada de forma intencionada. Por favor, al menos créeme en ese punto.

—Me mentiste una y otra vez —le contestó mientras intentaba sentarse en la cama—. Sabes cosas sobre mí que yo desconozco. ¿Por qué no las compartiste conmigo? No soy una niña.

—Acabas de sufrir un ataque de histeria —le dijo Oscar—. ¿Te había pasado alguna vez?

—No.

—Como ves, es mejor dejar ciertas cosas en paz.

—Demasiado tarde —replicó—. He sufrido un ataque y he sobrevivido. Estoy más que preparada para conocer el secreto, sea cual sea. —Levantó la vista hacia Joshua—. Tiene que ver con él, ¿verdad? Tiene algún tipo de poder sobre ti.

—No sobre mí…

—¡Embustero! ¡Eres un embustero! —le gritó al tiempo que apartaba las sábanas y se ponía de rodillas para poder mirar a la cara a aquel mentiroso—. ¿Cómo puedes decir que me amas y luego mentirme? ¿Por qué no confías en mí?

—Te he contado más de lo que jamás le he dicho a nadie y, sin embargo, luego descubro que has tramado algo contra la Sociedad.

—He hecho algo más que tramar —dijo al recordar el viaje al sótano de la torre.

Una vez más, se planteó la posibilidad de contarle lo que había visto, pero la advertencia de Clara evitó que fuera más allá. «No puedes salvar a Celestine y disfrutar del amor de Godolphin al mismo tiempo», le había dicho, «vas a escarbar en los cimientos de su familia y su fe». Tenía razón. En aquel instante, lo comprendió con mayor claridad que nunca. Si le contaba lo que sabía, por más placentera que fuera la confesión, ¿podría tener la certeza de que, a la postre, Oscar no se pondría de parte de sus antepasados y utilizaría ese conocimiento contra ella? ¿Acaso la muerte de Clara y el sufrimiento de Celestine tendrían entonces algún valor? Ella era el único ser que las representaba en el mundo de los vivos, y no tenía derecho a jugar con sus sacrificios.

—¿Qué has hecho además de tramar? —inquirió Oscar—. ¿Qué has hecho?

—No has sido sincero conmigo —replicó—. ¿Por qué debería decírtelo?

—Porque todavía puedo llevarte a Yzordderrex —le respondió.

—¿Ahora recurres al soborno?

—¿Es que ya no quieres ir?

—Tengo más deseos de conocer la verdad sobre mí misma.

Aquello pareció entristecerlo mucho.

—Ya veo —suspiró—. He mentido durante tanto tiempo que ya no estoy seguro de poder reconocer la verdad aunque me la topara de frente. Salvo…

—¿Sí?

—Lo que sentimos el uno por el otro —murmuró—, al menos lo que yo siento por ti… Eso era de verdad, ¿no es así?

—Ya no estoy tan segura —replicó Jude—. Me encerraste. Me dejaste en manos de Dowd.

—Ya te he explicado…

—Sí, que distrajeron tu atención. Que tenías que atender otros asuntos. Así que me olvidaste.

—No —protestó—. Nunca me olvidé de ti. Nunca, te lo juro.

—¿Qué pasó entonces?

—Tenía miedo.

—¿De mí?

—De todo. De ti, de Dowd, de la Sociedad. Empecé a ver intrigas por todas partes. De repente, la idea de tenerte en mi cama me pareció un riesgo demasiado elevado. Temía que me asfixiaras o que…

—Eso es ridículo.

—¿Tú crees? ¿Cómo puedo saber con certeza a quién perteneces?

—Me pertenezco a mí misma.

Oscar sacudió la cabeza y desvió la vista desde el rostro de Judith al retrato de Joshua Godolphin que colgaba sobre la cama.

—¿Cómo puedes saberlo? —le preguntó—. ¿Cómo puedes saber a ciencia cierta que lo que sientes por mí proviene de tu corazón?

—¿Qué importancia tiene su procedencia? Está aquí. Mírame.

El hombre se negó a complacerla y siguió con la vista clavada en el lord Loco.

—Está muerto —le dijo Judith.

—Pero su legado…

—¡A la mierda su legado! —gritó ella, poniéndose de repente en pie para agarrar el retrato por el pesado marco dorado y arrancarlo de la pared.

Oscar se levantó para oponerse, pero la vehemencia de Judith ganó la partida. El retrato se desprendió del gancho con un leve tirón y Judith lo arrojó sin ceremonias al otro lado de la estancia. Después, se dejó caer de nuevo en la cama, delante de Oscar.

—Ya está muerto y enterrado —le dijo—. No puede juzgarnos. No puede controlarnos. Sea lo que sea lo que sintamos el uno por el otro, y no pretendo saber qué es, es solo asunto nuestro. —Le rodeó la cara con las manos; los dedos se enredaron en su barba—. Dejemos atrás los miedos —le pidió—. Aférrate a mí en su lugar.

Oscar la rodeo con los brazos.

»Vas a llevarme a Yzordderrex, Oscar. No dentro de una semana, ni dentro de unos días: mañana. Quiero ir mañana. En caso contrario —sus manos le soltaron el rostro— déjame ir ahora. Deja que me vaya de aquí. Que salga de tu vida. No seré tu prisionera, Oscar. Tal vez las amantes de ese hombre consintieran eso, pero yo no. Me suicidaría antes de dejar que volvieras a encerrarme.

Dijo todo aquello sin derramar una sola lágrima. A sentimientos sencillos, actos sencillos. Oscar le tomó las manos y volvió a llevárselas a las mejillas, como si la invitara a poseerlo. El rostro del hombre estaba plagado de pequeñas arrugas que no había visto antes, arrugas humedecidas por las lágrimas.

—Nos iremos —le dijo.

3

Cuando dejaron Londres al día siguiente, caía una apacible llovizna; sin embargo, para cuando llegaron a la propiedad el sol ya se había abierto camino entre las nubes, y el parque resplandecía a su alrededor cuando lo cruzaron. No se acercaron a la casa, sino que se dirigieron directamente hacia el bosquecillo que ocultaba el Retiro. Una ligera brisa se filtraba entre las ramas, agitando sus livianas hojas. Se podía oler la vida por todas partes, un aroma que hacía latir su sangre ante el inminente viaje.

Oscar le había aconsejado que se vistiera pensando en la comodidad y el calor. La ciudad, le dijo, se veía afectada por súbitos cambios de temperatura, según la dirección en que soplara el viento. Si provenía del desierto, el calor de las calles era capaz de hornear la carne como si se tratara de un pan ácimo. En cambio, si viraba de repente y soplaba del océano, traía nieblas frías y densas, acompañadas de súbitas heladas. Por supuesto, nada de aquello la desanimó. Nunca había deseado nada en toda su vida como embarcarse en aquella aventura.

—Sé que he repetido una y otra vez los peligros que puede entrañar la ciudad —le dijo Oscar mientras se agachaban para pasar bajo unas ramas bajas—, y sé que estás cansada de oírme, pero no es una ciudad civilizada, Judith. Creo que el único hombre en el que confío allí es Pecador. Si nos separáramos por cualquier motivo, o si algo me ocurriera, puedes acudir a él en busca de ayuda.

—Entendido.

Oscar se detuvo para admirar el hermoso paisaje que tenía por delante, con la luz del sol moteando las pálidas paredes y la cúpula del Retiro.

—¿Sabes? Antes venía aquí solo de noche —le comentó—. Creía que era una hora sagrada, cuando la magia tenía más poder. Pero no es verdad. La Misa del Gallo y la luz de la luna están bien, pero los milagros también se producen a plena luz; exactamente igual de intensos y de misteriosos.

Alzó la mirada hacia las copas de los árboles.

»En ocasiones, se debe huir del mundo para poder verlo —explicó—. Hace unos años, fui a Yzordderrex y me quedé allí… no sé, dos meses o dos meses y medio; cuando regresé al Quinto Dominio, lo vi como si fuera un niño. Lo juro, igual que un niño. Este viaje no solo te mostrará el resto de los Dominios. Si volvemos sanos y salvos…

—Lo haremos.

—Menuda fe… Como te decía, si volvemos, este mundo también será diferente. Todo será distinto porque tú habrás cambiado.

—Pues que así sea —replicó.

Judith le cogió la mano, y así se encaminaron hacia el Retiro. Sin embargo, algo la ponía nerviosa. No eran las palabras de Oscar, su charla acerca del cambio no había hecho sino acrecentar su excitación, sino, tal vez, el silencio que se había instalado entre ellos y que le resultaba, de pronto, demasiado profundo.

—¿Algo va mal? —le preguntó al sentir que su mano lo aferraba con más fuerza.

—El silencio…

—En este lugar siempre hay una atmósfera extraña. Ya lo he sentido con anterioridad. Claro que muchas almas buenas perecieron aquí.

—¿Durante la Reconciliación?

—Así que lo sabes, ¿no es cierto?

—Gracias a Clara. Hará doscientos años este verano, o eso dijo ella. Quizá los espíritus hayan regresado para comprobar si alguien vuelve a intentarlo.

El hombre se detuvo y tiró de su brazo.

—No digas eso, ni siquiera en broma. Por favor. No habrá Reconciliación, ni este verano ni ningún otro. Los maestros están muertos. Todo este asunto…

—De acuerdo —le aseguró—. Tranquilízate, no volveré a mencionarlo.

—Una vez que pase el verano no tendrá importancia —dijo él con fingida ligereza—, al menos durante otro par de siglos. Estaré bien muerto y enterrado antes de que todo este barullo empiece de nuevo. Tengo mi propio hogar, ¿sabes? Lo elegí con Pecador. Está en los límites del desierto, con una maravillosa vista de Yzordderrex.

Su cháchara nerviosa ocupó el silencio hasta que llegaron a la puerta, momento en que guardó silencio. Judith se alegró de que lo hiciera. Aquel lugar merecía cierto respeto. Allí, junto a la entrada, no resultaba difícil creer que los fantasmas se reunían en aquel lugar; los muertos de los siglos pasados se mezclaban con aquellos que Jude había visto con vida en aquel mismo lugar: Charlie el primero, por supuesto, quien la obligó a entrar mientras le decía con una sonrisa que aquel sitio no tenía nada de especial, que se trataba tan solo de unas cuantas piedras; y también los anuladores, uno quemado, otro con la cara destrozada, ambos rondando el umbral.

—A menos que se te ocurra algún impedimento —dijo Oscar—, me parece que deberíamos hacerlo ya.

La condujo al interior, al centro del mosaico.

—Cuando llegue el momento —le indicó— tenemos que aferramos el uno al otro. Aunque creas que no hay nada a lo que agarrarse, lo hay; solo que ha cambiado durante un instante. No quiero perderte entre este lugar y aquel. El In Ovo no es un buen sitio para darse un paseo.

—No me perderás —le aseguró.

Se puso en cuclillas y escarbó en el mosaico, extrayendo del diseño una docena de piezas de piedra con forma piramidal del tamaño de dos puños, que habían sido diseñadas de tal forma que resultaban casi invisibles cuando estaban en su lugar.

—No comprendo del todo el mecanismo que nos trasladará al otro lado —comentó mientras trabajaba—. No estoy seguro de que alguien lo entienda. Pero, según Pecador, hay una especie de lenguaje común al que todos podemos ser traducidos. Y todos los procesos mágicos están relacionados con esta traducción.

Estaba colocando las piedras alrededor de la circunferencia mientras hablaba. La disposición parecía arbitraria.

»Una vez que la materia y el espíritu se hallan en el mismo idioma, pueden influir el uno sobre el otro de incontables maneras. La carne y los huesos pueden ser transformados, trascendidos…

—¿O transportados?

—Eso es.

Jude recordaba el aspecto que presentaba un viajero cuando pasaba de este mundo a otro: la carne plegada sobre sí misma, el cuerpo distorsionado más allá de cualquier reconocimiento posible.

—¿Duele? —preguntó.

—Al principio sí, pero no demasiado.

—¿Cuándo comenzará? —inquirió. Oscar se puso en pie.

—Ya lo ha hecho —contestó.

Mientras él hablaba, Judith lo sintió: cierta presión en sus entrañas y en la vejiga, la opresión en el pecho que le hizo contener el aliento.

—Respira despacio —le aconsejó él, colocándole la palma de la mano contra el esternón—. No luches contra ello. Deja que suceda. No te va a pasar nada malo.

Judith paseó la mirada desde la mano de él hasta el círculo que los encerraba y más allá, a través de la puerta del Retiro, hacia la hierba iluminada por el sol que se extendía a pocos pasos de donde ella se hallaba. Por muy cerca que se encontrara, no podía volver allí. El tren al que se había subido estaba cogiendo velocidad. Era demasiado tarde para tener dudas o querer echarse atrás. Estaba atrapada.

—Todo va bien —oyó que decía Oscar, pero ella no estaba de acuerdo en absoluto.

El dolor de su estómago era tan agudo que parecía que la hubieran envenenado; también le dolía la cabeza; y la picazón de su piel era tan profunda que no habría podido aliviarla rascándose. Miró a Oscar. ¿Sentiría los mismos dolores? Si era así, los sobrellevaba con una fortaleza encomiable, ya que le dedicaba una sonrisa digna de un anestesista.

»Pronto habrá pasado —seguía diciendo—. Aguanta un poco…, pronto habrá pasado.

La acercó más a él, y, al hacerlo, Judith sintió que un hormigueo recorría su cuerpo, como si una tormenta estallara en su interior y se llevara el dolor.

»¿Mejor? —preguntó él, y la palabra era más una forma que un sonido.

—Sí —respondió y, con una sonrisa, alzó los labios hacia los de él y cerró los ojos con placer cuando sus lenguas se tocaron.

La oscuridad tras sus párpados se vio iluminada de repente por brillantes líneas que caían como meteoritos en su mente. Abrió los ojos, pero el espectáculo salió de su cabeza y cubrió el rostro de Oscar con franjas de luz. Una docena de vividos colores rellenaron las arrugas y grietas de su piel; otra docena, los huesos que yacían bajo la superficie cutánea; y una tercera, la distribución de nervios, venas y tendones con todos y cada uno de sus detalles. Después, como si la mente hubiera interpretado que su cuerpo ya había terminado con la traducción literal y podía empezar a convertirse en poesía, los mapas estratificados que se habían trazado en su carne se simplificaron. Las redundancias y repeticiones se eliminaron; las formas que emergieron en su lugar eran tan sencillas y puras que hacían que la materia que representaban pareciera vana en comparación, obligándola a retroceder ante ellas. Al contemplar semejante espectáculo, Judith recordó el pictograma que había imaginado la primera vez que hizo el amor con Oscar: la espiral y la curva de su placer que yacían sobre el terciopelo que había tras sus propios ojos. Y en aquel momento se repetía el mismo proceso de nuevo, solo que la mente que lo imaginaba era la del círculo, cuyo poder procedía de las piedras y de los viajeros que pedían paso.

Un movimiento en la puerta hizo que desviara la vista un momento. El aire que los rodeaba estaba a punto de dejar caer todas sus falsas visiones, y lo que había más allá del círculo estaba borroso. Sin embargo, aún quedaba el suficiente color en el traje del hombre que estaba en el umbral como para reconocerlo, aunque no pudiera verle la cara. ¿Quién sino Dowd llevaría un tono melocotón tan ridículo? Judith pronunció su nombre y, a pesar de que de su garganta no salió sonido alguno, Oscar entendió su alarma y se giró hacia la puerta.

Dowd se acercaba al círculo a toda prisa con una intención muy clara: conseguir un viaje al Segundo Dominio. Judith ya había comprobado, en aquel preciso lugar, las horribles consecuencias que conllevaba semejante interferencia, y se abrazó a Oscar con el fin de prepararse para el golpe. No obstante, en lugar de dejar que el círculo se encargara de aquella amenaza, Oscar se alejó de ella y se dispuso a atacar a Dowd. El flujo del círculo multiplicó su violencia por diez, y el grabado de su cuerpo se convirtió en un galimatías sin sentido; sus colores se desdibujaron al instante. El dolor que creía desterrado regresó a ella. La sangre comenzó a manar desde su nariz hasta su boca, que permanecía abierta. Le picaba tanto la piel que también se habría hecho sangre al rascarse, de no ser porque el dolor de las articulaciones le impedía moverse.

No pudo identificar el borrón que tenía delante hasta que su mirada se clavó en el rostro de Oscar, salpicado de manchas y en carne viva, que le gritaba mientras salía del círculo. A pesar del terrible dolor que le provocaban los movimientos, Judith extendió las manos para atraparlo y lo aferró del brazo, decidida a compartir el destino que los esperaba, ya fuera Yzordderrex o la muerte. El hombre se agarró a ella, sujetándose a las manos que extendía e impulsándose de nuevo hacia el Expreso. En cuanto su rostro emergió del borrón que lo ocultaba todo más allá de su sonrisa, Judith comprendió su error: era a Dowd a quien había subido a bordo.

Lo soltó de golpe, movida más por el asco que por la rabia. Su rostro estaba desfigurado en extremo, le sangraban los ojos, los oídos y la nariz. Sin embargo, la mente del traslado ya trabajaba de nuevo en el texto de aquella carne y se preparaba para traducirla y transportarla. Judith no tenía forma de frenar el proceso, y abandonar el círculo en aquel momento sería un suicidio. Más allá, la escena se desfiguraba y oscurecía, pero pudo vislumbrar cómo Oscar se levantaba del suelo, y agradeció a cualquier deidad que protegiera esos círculos que al menos siguiera con vida. Oscar se acercaba de nuevo al círculo, pero pareció darse cuenta de que el tren se movía ya demasiado deprisa, porque retrocedió cubriéndose el rostro con los brazos. Segundos más tarde, todo aquello desapareció; la luz del sol que se filtraba por el umbral brilló por un instante con más intensidad que todo lo demás, pero después también se perdió en la oscuridad.

Lo único que podía ver en esos momentos era el entramado de líneas con las que el traductor había representado a su compañero de viaje; como no tenía otro punto de referencia, mantuvo la vista clavada en él, a pesar de que lo aborrecía hasta lo indecible. Cualquier sensación corporal había desaparecido. No tenía ni idea de si flotaba, caía o respiraba siquiera, si bien sospechaba que nada de eso estaba sucediendo. Se había convertido en una señal que se transmitía entre los Dominios, codificada en la mente del traslado. La escena que tenía delante (el brillante pictograma de Dowd) no era captada por el sentido de la vista, sino por el pensamiento, que resultaba ser la única moneda de curso legal en aquel viaje. Y, en ese instante, cuando su poder adquisitivo comenzaba a aumentar gracias a la familiaridad, el vacío que la rodeaba empezó a llenarse de detalles. El In Ovo, así había llamado Oscar a aquel lugar. Su oscuridad se inflaba en un millar de lugares cuya superficie se estiraba al máximo y estallaba para dar lugar a una serie de formas viscosas que, a su vez, brillaban y volvían a dividirse, como frutos cuyas semillas se plantaran unas dentro de otras y se alimentaran de la corrupción nacida de los desechos de sus predecesoras. A pesar de lo repulsivo que resultaba todo aquello, no podía compararse con lo que vino a continuación: unas entidades nuevas que no eran más que los despojos de la mesa de un caníbal, descarnadas y carentes de sangre; parecían ridículos bosquejos de vida que no pudieran llevar a cabo la traducción a materia sólida alguna. Por muy primitivos que fueran, sintieron la presencia de formas de vida evolucionadas en sus dominios y se alzaron hacia los viajeros como los condenados al paso de los ángeles. Sin embargo, no se movieron con la suficiente rapidez. Los visitantes siguieron su camino y se alejaron; la oscuridad se cerró sobre sus inquilinos y retrocedió.

Jude podía ver el cuerpo de Dowd en medio de su pictograma, aún sin sustancia pero con un brillo que aumentaba por momentos. Junto con aquella visión regresó la agonía del traslado, pero no con tanta fuerza como al comienzo del viaje. Se alegraba de sentir el dolor si eso significaba que sus nervios volvían a pertenecerle; porque, con toda seguridad, eso indicaba que el viaje estaba a punto de finalizar. Los horrores del In Ovo casi habían desaparecido por completo cuando volvió a sentir un ligero calor en el rostro. Sin embargo, el aroma que aquel calor llevó a sus fosas nasales fue una prueba más evidente de que la ciudad estaba cerca: una mezcla de olores dulces y amargos que había olido por primera vez en el aire que había brotado del Retiro, meses atrás.

Vio que una sonrisa aparecía en el rostro de Dowd: una sonrisa que cuarteó la sangre que ya se le había secado; una sonrisa que se convirtió en carcajada en cuestión de segundos, y que reverberó contra las paredes del sótano del mercader Pecador a medida que la estancia se materializaba a su alrededor. Judith no quería sentir lo mismo que él, no después de los daños que Dowd había provocado, pero no pudo evitarlo. La sensación de alivio que experimentó al saber que el viaje no la había matado, y la pura euforia de estar por fin en aquel lugar después de tanto tiempo, hicieron que la risa aflorara a su rostro y que el aire del Segundo Dominio entrara en sus pulmones con cada aliento.