Cortés había olvidado la breve conversación con Aping acerca de su mutuo entusiasmo por la pintura, pero Aping no lo había hecho. La mañana posterior a la boda en la celda de Atanasio, el sargento fue a buscar a Cortés y lo escoltó hasta una habitación que había convertido en un estudio, al otro lado del edificio. Disponía de numerosas ventanas, por lo que la luz era toda la que aquella región podía proporcionar; además, a lo largo de los meses que llevaba en aquel puesto, había recopilado una envidiable colección de lienzos. No obstante, los productos de aquel lugar de trabajo eran los propios del diletante menos inspirado. Diseñados sin habilidades para la composición y pintados sin sentido del color alguno, el único elemento digno de mención era su persistencia. Allí se reunían, le comunicó con orgullo Aping a Cortés, ciento cincuenta y tres cuadros con un único tema invariable: su hija, Hurra, cuya mera mención había causado al cuidadoso retratista un gran nerviosismo. En esos momentos, en la intimidad de su lugar de inspiración, le explicó los motivos. Su hija era pequeña, le dijo, y su madre había muerto; se había visto obligado a llevarla a aquel lugar cuando recibió órdenes de Iahmandhas de trasladarse a la Cuna.
—Podría haberla dejado en L’Himby —le confesó a Cortés—. Pero quién sabe la clase de peligros que le esperaban si lo hubiera hecho. Es solo una niña.
—Así que está en la isla.
—Sí, pero no abandona su habitación durante el día. Tiene miedo de contraer la locura, o eso es lo que dice. La quiero muchísimo. Como puede ver, es muy hermosa —dijo, señalando los cuadros.
Cortés no tuvo más remedio que confiar en la palabra del hombre.
—¿Dónde está ahora? —le preguntó.
—Donde siempre —le contestó—. En su habitación. Tiene unos sueños muy extraños.
—Sé lo que siente —replicó Cortés.
—¿De verdad? —inquirió Aping, y en su voz se adivinó cierta pasión que sugería que el arte no era, después de todo, el asunto que el hombre tenía en mente cuando convocó a Cortés—. Así que usted también sueña.
—Todo el mundo lo hace.
—Eso solía decirme mi esposa. —Bajó el tono de voz—. Tenía sueños proféticos. Sabía cuándo iba a morir, incluso la hora exacta. Pero yo no tengo sueños. Por eso no puedo compartir lo que siente Hurra.
—¿Está sugiriendo que tal vez yo sí pueda?
—Se trata de un asunto muy delicado —dijo Aping—. La ley de Yzordderrex prohíbe cualquier tipo de propiedad.
—No lo sabía.
—Sobre todo mujeres, por supuesto —continuó Aping—. Esa es la verdadera razón por la que la mantengo oculta. Es verdad que ella teme a la locura, pero yo temo todavía más a lo que hay dentro de mi hija.
—¿Por qué?
—Temo que se le pueda escapar algo si se relaciona con alguien que no sea yo, y N’ashap se dará cuenta de que tiene visiones como su madre.
—Y eso sería…
—¡Un desastre! Mi carrera se iría al traste. Nunca debí traerla. —Levantó la vista hacia Cortés—. Le digo esto únicamente porque ambos somos artistas, y los artistas deben confiar entre ellos como si fueran hermanos, ¿no estoy en lo cierto?
—Sí, claro que sí —confirmó Cortés, quien vio que las grandes manos de Aping temblaban. El hombre parecía estar al borde del colapso—. ¿Quiere que hable con su hija? —le preguntó.
—Más que eso…
—Dígame.
—Quiero que se la lleve con usted cuando se vaya con el místico. Llévela a Yzordderrex.
—¿Qué le hace pensar que vamos hacia allí? O hacia cualquier otro sitio, ya que estamos.
—Tengo mis espías, al igual que N’ashap. Sus planes son más conocidos de lo que le gustaría. Llévesela con usted, señor Zacharias. Sus abuelos paternos todavía viven. Cuidarán de ella.
—Hacerse cargo de una niña durante un viaje tan largo es una enorme responsabilidad.
Aping frunció los labios.
—Por supuesto, podría facilitar su marcha de la isla si aceptara mi propuesta.
—Supongamos que la niña no quiera venir —le preguntó Cortés.
—Tendrá que convencerla —le dijo sin rodeos, como si supiera que Cortés tenía una larga experiencia en convencer a las jovencitas para que estas hicieran lo que él quería.
La Naturaleza le había jugado a Hurra tres malas pasadas. La primera: le había otorgado poderes expresamente prohibidos en el régimen del Autarca; la segunda: le había concedido un padre que, a pesar de sus muestras de sentimentalismo, se preocupaba más por su carrera militar que por ella; y la tercera: la había dotado con un rostro que solo un padre podría describir como hermoso. Era una criatura delgada de nueve o diez años, con el cabello negro cortado de un modo bastante cómico y una boca diminuta y apretada. Cuando, después de muchos halagos, aquellos labios se dignaron hablar, su voz sonó desvalida y sin esperanza. Solo cuando Aping le contó que su visitante era el hombre que había caído al mar y que estuvo a punto de morir se despertó su interés.
—¿Te caíste a la Cuna? —le preguntó.
—Sí —contestó Cortés, que se acercó a la cama donde la niña estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas.
—¿Viste a la Dama de la Cuna? —inquirió.
—¿A quién? —Aping intentó hacerla callar, pero Cortés le hizo un gesto con la mano para impedírselo—. ¿Si vi a quién? —volvió a preguntar.
—Vive en el mar —respondió Hurra—. Sueño con ella, y también la oigo a veces, pero todavía no la he visto. Quiero verla.
—¿Sabes cómo se llama? —inquirió Cortés.
—Tishalullé —replicó Hurra, que pronunció las sílabas sin vacilación—. Es el sonido que hicieron las olas cuando nació —explicó—. Tishalullé.
—Es un nombre muy bonito.
—Yo también lo creo —dijo la niña con seriedad—. Más bonito que Hurra.
—Hurra también es muy bonito —replicó Cortés—. De donde yo procedo, «Hurra» es el sonido que hace la gente cuando es feliz.
La niña lo miró como si la idea de la felicidad le fuera totalmente extraña, algo que no sorprendió a Cortés en modo alguno. Ahora que veía a Aping en presencia de su hija, comprendía mejor la reacción paradójica que provocaba en el hombre. Tenía miedo de ella. Le preocupaban los efectos que pudieran tener los poderes ilegales de la niña sobre su reputación, eso estaba claro, pero además le recordaban que había un poder sobre el que él no tenía dominio alguno. Tal vez el hombre pintara una y otra vez el frágil rostro de Hurra como un perverso acto de devoción, aunque también como un exorcismo. Aquel don tampoco le hacía ningún favor a la pequeña. Sus sueños la condenaban a permanecer en aquella celda y la llenaban de oscuros anhelos. En lugar de verse ensalzada por ellos, no era más que su víctima.
Cortés hizo cuanto pudo por sonsacarle más información acerca de esa mujer, Tishalullé, pero o bien sabía muy poco o no estaba preparada para ofrecer más detalles en presencia de su padre. Cortés se inclinaba por lo segundo. No obstante, mientras salía de la habitación, la pequeña le preguntó en voz baja si volvería a visitarla, a lo que él respondió que sí.
Encontró a Pai en la celda que compartían, con un guardia en la puerta. El místico no tenía muy buen aspecto.
—La venganza de N’ashap —le dijo al tiempo que señalaba al guardia con la cabeza—. Creo que hemos extralimitado la duración de nuestra estancia.
Cortés le contó la conversación que había mantenido con Aping y el encuentro con Hurra.
»Así que la ley prohíbe la propiedad, ¿no? Ese es un fragmento de legislación que no había escuchado nunca.
—La forma en que hablaba acerca de la Dama de la Cuna…
—Posiblemente sea su madre.
—¿Por qué dices eso?
—Está asustada y quiere a su madre. ¿Quién puede culparla? ¿Y qué es una Dama de la Cuna sino una madre?
—No lo había visto desde esa perspectiva —comentó Cortés—. Había supuesto que sus palabras encerraban cierta verdad.
—Lo dudo mucho.
—¿Vamos a llevarla con nosotros o no?
—Tú decides, por supuesto, pero yo me opongo.
—Aping dijo que nos ayudaría si nos la llevamos.
—¿Y de qué nos serviría su ayuda si nos vemos retrasados por una niña? Recuerda, no vamos solos. También tenemos que llevarnos a Scopique, y se encuentra encerrado en una celda al igual que nosotros. N’ashap ha decretado un confinamiento general.
—Debe de estar languideciendo por ti.
La expresión de Pai se agrió.
—Estoy seguro de que nuestras descripciones van de camino a su cuartel general. Y cuando consiga una respuesta, va a ser un oethac muy feliz al saber que tiene a una pareja de forajidos bajo llave. En cuanto sepa quiénes somos, nos resultará imposible salir de aquí.
—En ese caso tendremos que escapar antes de que lo sepa. Agradezco a Dios que el teléfono no se haya impuesto en este Dominio.
—Quizá el Autarca lo prohibiera. Cuanto menos hable la gente, menos podrá conspirar. Se me ha ocurrido que tal vez pueda intentar un acercamiento a N’ashap. Estoy seguro de que podría convencerlo para que nos diera algo más de margen si consiguiera hablar con él un par de minutos.
—No le interesa la conversación, Pai —le dijo Cortés—. Lo que quiere es mantener tu boca ocupada con otros menesteres.
—¿Así que propones que nos abramos paso a la fuerza? —replicó Pai—. ¿Utilizar un pneuma contra los hombres de N’ashap?
Cortés se detuvo para considerar aquella opción a fondo.
—No creo que eso sea muy sensato —dijo al fin—. No mientras yo siga tan débil. Tal vez pudiéramos enfrentarnos a ellos en un par de días, pero todavía no.
—No tenemos tanto tiempo.
—Ya lo sé.
—Incluso si lo tuviéramos, nos convendría evitar un enfrentamiento cara a cara. Puede que las tropas de N’ashap sean más bien apáticas, pero son bastante numerosas.
—En ese caso, tal vez sí debieras entrevistarte con él e intentar ablandarlo un poco. Yo hablaré con Aping y alabaré sus cuadros de nuevo.
—¿Es bueno?
—Digámoslo de esta forma: en su faceta de artista ha conseguido ser un padre de lo más fantástico. Pero el tipo confía en mí, por eso de ser colegas artistas y todo ese rollo.
El místico se levantó y llamó al guardia, al que le pidió una entrevista personal con el capitán N’ashap. El hombre murmuró una obscenidad y dejó su puesto después de golpear los cerrojos de la puerta con la culata del rifle para asegurarse de que estaban en su sitio. El sonido hizo que Cortés se dirigiera hacia la ventana para contemplar el cielo abierto. El brillo del manto de nubes sugería que el sol se abriría camino entre ellas. El místico se unió a él y le rodeó el cuello con los brazos.
—¿En qué piensas? —le preguntó.
—¿Te acuerdas de la madre de Efrit, en Beatrix?
—Por supuesto.
—Me contó que había soñado que yo me sentaba a su mesa, aunque no estaba segura de si era un hombre o una mujer.
—Naturalmente, aquello te ofendió sobremanera.
—En otro tiempo lo hubiera hecho —le contestó—. Pero cuando ella lo dijo ya no era una cuestión tan importante. Tras pasar unas cuantas semanas contigo, me importa una mierda cuál sea mi sexo. ¿Te das cuenta de cómo me has corrompido?
—Ha sido un placer. ¿Tiene moraleja esta historia o solo se trataba de eso?
—No, hay más. La mujer comenzó a hablarme acerca de las Diosas, de eso me acuerdo. De cómo se habían tenido que esconder…
—¿Y crees que Hurra encontró a una?
—Vimos a sus adoradoras en las montañas, ¿no es cierto? ¿Por qué no una deidad? Tal vez Hurra empezara a soñar para buscar a su madre…
—… pero encontró a una Diosa en su lugar.
—Sí. Tishalullé, ahí fuera en la Cuna, a la espera de alzarse.
—Te gusta la idea, ¿verdad?
—¿De diosas ocultas? Sí, claro. Tal vez se trate solo del cazador de mujeres que hay en mí. O quizá es que soy como Hurra y estoy la espera de alguien que no puedo recordar, deseando ver algún rostro que venga a por mí y me lleve lejos.
—Yo estoy aquí —dijo Pai, que besó la nuca de Cortés—. Puedo ser cualquier rostro que desees.
—¿Incluso el de una diosa?
—… bueno…
El sonido de los cerrojos al descorrerse los acalló. El guardia había regresado y les comunicó que el capitán N’ashap había consentido en recibir al místico.
—Si ves a Aping —le dijo Cortés cuando se iba—, ¿le dirás que me encantaría sentarme con él para hablar de pintura?
—Lo haré.
Cuando se fueron, Cortés regresó junto a la ventana. Las nubes habían redoblado sus defensas contra los soles y la Cuna yacía una vez más en calma y vacía bajo su manto. Volvió a pronunciar el nombre que Hurra había compartido con él, la palabra que había sido formada a partir del sonido de una ola rompiente.
—Tishalullé.
El mar permaneció en calma. Las Diosas no acudían cuando las invocaban. Al menos, no cuando lo hacía él.
Estaba intentando calcular el tiempo que Pai llevaba fuera (y decidiendo si había pasado una hora o más), cuando Aping apareció en la puerta de la celda y despidió al guardia mientras hablaban.
—¿Desde cuándo están bajo arresto? —le preguntó a Cortés.
—Desde esta mañana.
—¿Pero por qué? Según entendí al capitán, tanto usted como el místico eran invitados, en cierto sentido.
—Y lo éramos.
Las facciones de Aping se crisparon por la ansiedad.
—Si son prisioneros —dijo con rigidez—, eso lo cambia todo.
—¿Se refiere a que ya no podremos charlar sobre pintura?
—Me refiero a que no se irán.
—¿Y qué pasa con su hija?
—Ahora eso es irrelevante.
—La dejará languidecer, ¿no es así? ¿La dejará morir?
—No morirá.
—Pues yo creo que sí.
Aping le dio la espalda al culpable de la tentación que sentía.
—La ley es la ley —declaró.
—Entiendo —replicó Cortés en voz baja—. Supongo que incluso los artistas tenemos que inclinarnos ante ese amo.
—Sé lo que intenta hacer —le dijo Aping—. No crea que no me doy cuenta.
—Es una niña, Aping.
—Sí, lo sé. Pero tendré que encargarme de ella lo mejor que pueda.
—¿Por qué no le pregunta si ha visto su propia muerte?
—¡Dios mío! —gimió Aping, angustiado. Comenzó a sacudir la cabeza—. ¿Por qué me tiene que suceder esto a mí?
—No tiene por qué. Puede salvarla.
—No es tan sencillo —replicó Aping, que le dirigió a Cortés una mirada hostil—. Tengo un deber que cumplir.
Se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones para frotarse la boca de uno a otro lado, como si le quedara algún resquicio de culpabilidad en ella y tuviera miedo de que se le escapara.
—Tengo que pensar —le dijo al tiempo que retrocedía hasta la puerta—. Parecía tan sencillo… Pero ahora… Tengo que pensar.
El guardia volvía a estar en su puesto cuando la puerta se abrió, por lo que Cortés se vio obligado a dejar marchar al sargento sin haber tenido la oportunidad de abordar el tema de Scopique.
No obstante, la frustración aumentó con el regreso de Pai. N’ashap había hecho esperar al místico durante dos horas y al final decidió no concederle la entrevista prometida.
—Lo oí, aunque no tuve oportunidad de verlo —explicó Pai—. Parecía tener una buena borrachera.
—Así que ninguno de los dos tuvo suerte. No creo que Aping vaya a ayudarnos. Si tiene que elegir entre su hija y su deber, elegirá lo último.
—Así que estamos atrapados aquí. —Hasta que se nos ocurra otro plan.
—Mierda.
La noche cayó sin que los soles volvieran a aparecer; el único sonido que se escuchaba en el edificio era el de los guardias que recorrían los pasillos en su tarea de llevar la comida a las celdas, tras lo cual cerraban de un golpe las puertas y echaban la llave hasta el amanecer. No se alzó ni una sola voz para protestar por el hecho de que los privilegios de la tarde (las tabas, los recitales de versos de Quexos y el Numbubo de Malbaker, obras que muchos conocían de memoria) hubieran sido cancelados. Hubo una tendencia generalizada a mantenerse fuera de la vista, como si cada hombre en su celda se preparara para renunciar a cualquier consuelo, incluso al de rezar en voz alta, con el fin de evitar ser detectado.
—N’ashap debe de ser peligroso cuando está borracho —dijo Pai como posible explicación al crispado silencio.
—Tal vez tenga predilección por las ejecuciones a medianoche.
—Me atrevería a apostar sobre quién es el primero de su lista.
—Ojalá estuviera más fuerte. Si vienen a por nosotros, pelearemos, ¿de acuerdo?
—Por supuesto —contestó Pai—. Pero hasta ese momento, ¿por qué no duermes un poco?
—Debes de estar bromeando.
—Al menos deja de pasearte de un lado a otro.
—Nunca antes me habían encerrado. Me provoca claustrofobia.
—Con un pneuma ya estarías fuera de aquí —le recordó Pai.
—Quizá sea eso lo que debamos hacer.
—Si nos presionan. Pero todavía no lo han hecho. Por el amor de Dios, túmbate.
Cortés lo obedeció a regañadientes y, pese a que las inseguridades se tumbaron junto a él para susurrarle al oído, su cuerpo estaba más interesado en descansar que en prestarles atención, por lo que se durmió con rapidez.
Pai lo despertó con un murmullo:
—Tienes una visita.
Cortés se sentó. La luz de la celda estaba apagada y, de no haber sido por el olor de la pintura al óleo, no hubiera reconocido la identidad del hombre que estaba en la puerta.
—Zacharias. Necesito su ayuda.
—¿Qué sucede?
—Hurra está… Creo que se está volviendo loca. Tiene que venir. —Hablaba en susurros y le temblaba la voz, al igual que la mano que colocó sobre el brazo de Cortés—. Creo que se está muriendo —le dijo.
—Si yo voy, Pai viene conmigo.
—No, no puedo asumir ese riesgo.
—Y yo no puedo asumir el riesgo de dejar a mi amigo aquí —replicó Cortés.
—Y yo no puedo asumir el riesgo de que me descubran. Si no hay nadie en la celda cuando el guardia haga la ronda…
—Tiene razón —asintió Pai—. Ve y ayuda a la pequeña.
—¿Te parece inteligente?
—La compasión siempre lo es.
—De acuerdo, pero mantente despierto. Aún no hemos rezado nuestras oraciones. Y necesitamos de nuestros alientos para hacerlo.
—Entendido.
Cortés se deslizó al pasillo junto a Aping, que dio un respingo con cada uno de los sonidos que provocó la llave al cerrar la puerta. Al igual que Cortés. La mera idea de dejar a Pai solo en la celda lo ponía enfermo. Pero, al parecer, no tenían otra opción.
—Tal vez necesitemos la ayuda de un doctor —le dijo Cortés mientras avanzaban por los pasillos en penumbra—. Le sugiero que saque a Scopique de su celda.
—¿Es un doctor?
—Desde luego que sí.
—Pero ella pregunta por usted —replicó Aping—. No sé por qué. Se despertó sollozando y pidiéndome que fuera a buscarlo. ¡Está tan fría!
Con la ayuda de Aping, que sabía a qué hora se patrullaba por cada planta y pasillo, alcanzaron la celda de Hurra sin toparse con ningún guardia. La niña no yacía en su cama, como había esperado Cortés, sino que estaba acurrucada en el suelo, con la cabeza y las manos apoyadas contra una de las paredes. Una vela ardía en un cuenco en el centro de la celda, pero la calidez de la luz no alcanzaba su rostro. A pesar de que alzó la mirada cuando los vio entrar, no se apartó de la pared, por lo que Cortés se acercó adonde la niña se agazapaba y se colocó junto a ella. Su cuerpo se estremecía con continuos temblores, si bien tenía el flequillo pegado a la frente por el sudor.
—¿Qué oyes? —le preguntó Cortés.
—Ya no está en mis sueños, señor Zacharias —le respondió, pronunciando su nombre con total precisión, como si nombrar correctamente a las fuerzas que tenía a su alrededor le confiriera cierto poder sobre ellas.
—¿Dónde está? —inquirió Cortés.
—Está fuera. Puedo oírla. Escuche.
Él acercó la cabeza a la pared. En efecto, se escuchaba un murmullo a través de la piedra, aunque supuso que su origen se encontraba en el generador del asilo o en el horno, y no en la Dama de la Cuna.
»¿La oye?
—Sí, la oigo.
—Quiere entrar —dijo Hurra—. Intentaba entrar a través de mis sueños pero, como no ha podido, ahora viene a través de la pared.
—Entonces… tal vez debamos apartarnos —propuso Cortés, que alargó la mano hasta ponerla sobre el hombro de la niña. Estaba helada—. Vamos, déjame que te lleve otra vez a la cama. Estás helada.
—Estaba en el mar —le confesó a Cortés, tras permitirle que la rodeara con los brazos y la pusiera en pie.
Cortés miró a Aping y murmuró la palabra «Scopique». Al ver la fragilidad de su hija, el sargento salió por la puerta con la misma obediencia que un buen perro y dejó que Hurra se aferrara a Cortés. Este la depositó en la cama y la arropó con una manta.
»La Dama de la Cuna sabe que estás aquí —le dijo la niña, dejando a un lado las formalidades.
—¿De veras?
—Me dijo que estuvo a punto de ahogarte, pero que no se lo permitiste.
—¿Por qué querría hacer eso?
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo cuando venga.
—¿Le tienes miedo?
—Claro que no. ¿Y tú?
—Bueno, si trató de ahogarme…
—No volverá a hacerlo si te quedas conmigo. A ella le gusto, y si sabe que tú me gustas, no te hará daño.
—Me alegro de saberlo —le dijo Cortés—. ¿Y qué pensaría si tuviéramos que irnos de aquí esta noche?
—No podemos hacer eso.
—¿Por qué no?
—No quiero subir —le respondió—. No me gusta.
—Todos están durmiendo —le explicó Cortés—. Podríamos huir a hurtadillas. Tú, yo y mis amigos. No sería tan malo, ¿verdad? —La niña no parecía muy convencida—. Creo que a tu papá le gustaría que fuéramos a Yzordderrex. ¿Has estado alguna vez allí?
—Cuando era muy pequeña.
—Podríamos ir de nuevo.
Hurra negó con la cabeza.
—La Dama de la Cuna no nos dejará —respondió.
—Lo haría si supiera que eso es lo que tú quieres. ¿Por qué no subimos y echamos un vistazo?
Hurra miró de soslayo la pared, como si esperara que la marea de Tishalullé la derribara en aquel preciso instante. Al ver que no sucedía nada, dijo:
—Yzordderrex está muy lejos de aquí, ¿verdad?
—Sí, es un viaje muy largo.
—Lo leí en mis libros.
—¿Por qué no te pones otra ropa más abrigada? —le pidió Cortés.
Las dudas de la niña se desvanecieron gracias a la aprobación tácita de la Diosa, así que Hurra se levantó para escoger algunas prendas de su exiguo vestuario, que colgaba de unas perchas situadas en la pared opuesta. Cortés aprovechó la ocasión para echarle un vistazo a la pequeña colección de libros que había a los pies de la cama. Varios eran cuentos para niños, tal vez recuerdos de tiempos más felices; otro era una voluminosa enciclopedia escrita por una tal Maybellome, que habría podido resultar una lectura educativa en otras circunstancias, pero cuya escritura resultaba demasiado densa como para hojearla, y que pesaba demasiado como para llevársela. Había un tomo de poesía con rimas sin sentido, además de lo que tenía el aspecto de ser una novela con una hoja de papel que marcaba el punto de lectura de Hurra. Se la metió en el bolsillo mientras ella le daba la espalda, tanto por el bien de la niña como por el suyo propio, y después se acercó a la puerta con la esperanza de que Aping y Scopique estuvieran a la vista. No había ni rastro de ellos y, entretanto, Hurra ya había terminado de vestirse.
—Estoy lista —anunció—. ¿Nos vamos? Papá nos encontrará.
—Eso espero —replicó Cortés.
Con toda seguridad, quedarse en la celda les haría perder un tiempo precioso. Hurra le preguntó a Cortés si podía cogerle la mano, a lo que él respondió que por supuesto que sí; y así, juntos, comenzaron su recorrido por unos pasillos que en la penumbra resultaban asombrosamente parecidos. Se detuvieron en varias ocasiones, cada vez que el sonido de las botas contra el suelo anunciaba la cercanía de los guardias, pero Hurra estaba tan alerta ante el peligro como Cortés y los salvó de ser descubiertos en dos ocasiones.
En un momento dado, mientras subían el último tramo de escaleras que los llevaría a cielo abierto, se produjo un estrépito no lejos de ellos. Ambos se quedaron paralizados y retrocedieron hacia las sombras, pero no habían sido ellos los causantes de la conmoción. Era la voz de N’ashap la que reverberaba por el corredor, acompañada por un martilleo espeluznante. El primer pensamiento de Cortés fue para Pai y, antes de que el sentido común se impusiera, ya había abandonado su escondite y se dirigía hacia la fuente del sonido; miró hacia atrás para indicarle a Hurra que debía quedarse donde estaba, pero la niña ya estaba pegada a sus talones. Cortés reconoció el pasillo que tenía delante. La puerta que se encontraba abierta a unos veinte metros de distancia era la de la celda en la que había dejado a Pai. Y de allí provenía el sonido de la voz de N’ashap, un confuso torrente de insultos y acusaciones que había atraído a los guardias de inmediato. Cortés inspiró con fuerza, preparándose para la violencia que ya era inevitable.
—No sigas —le dijo a Hurra para luego correr hacia la puerta abierta.
Tres guardias, dos de ellos oethaques, se acercaban desde el lado contrario, pero solo uno de ellos miraba a Cortés. El hombre le gritó una orden que Cortés no pudo entender debido a la cacofonía de ruidos de N’ashap, aunque, de todas formas, levantó los brazos con las manos abiertas por temor a que fuera de los que apretaban el gatillo con facilidad; al mismo tiempo, dejó de correr y continuó caminando. Estaba a unos diez pasos de la puerta, pero los guardias llegaron antes que él. Se produjo una breve conversación con N’ashap, durante la cual Cortés tuvo tiempo de reducir la distancia que lo separaba de la puerta; sin embargo, una segunda orden, en esta ocasión una orden muy explícita de que se quedara quieto, respaldada por el arma del guardia que apuntaba directamente a su corazón, lo detuvo en el acto.
Tan pronto como se quedó inmóvil, N’ashap salió de la celda arrastrando del pelo a Pai con una mano, mientras que con la otra empuñaba su espada, una brillante extensión de acero, contra el abdomen del místico. Las cicatrices de la enorme cabeza de N’ashap estaban inflamadas por el alcohol que había ingerido; el resto de su piel tenía una palidez cadavérica, como si estuviera hecho de cera. Al llegar al umbral de la puerta se tambaleó, algo mucho más peligroso debido a su incapacidad para mantener el equilibrio. El místico ya había demostrado en Nueva York que podía sobrevivir a traumatismos que hubieran causado la muerte instantánea a cualquier humano. No obstante, la espada de N’ashap estaba preparada para ensartarlo como a un pescado, y no había forma de que sobreviviera a eso. Los ojillos del comandante estaban clavados en Cortés, si bien le costaba trabajo mantener la mirada fija.
—Tu místico se ha vuelto muy fiel de repente —le dijo entre jadeos—. ¿A qué se debe? Primero viene a buscarme y después no deja que me acerque. Tal vez necesite tu permiso, ¿se trata de eso? Pues dáselo. —Apretó la hoja contra el abdomen de Pai—. Vamos. Ordénale que sea amable, o dalo por muerto.
Cortés bajó las manos un poco, muy despacio, como si tratara de atraer la atención de Pai.
—No creo que tengamos otra opción —le dijo.
Su mirada vagó del rostro inexpresivo del místico hasta la espada que apuntaba a su vientre, mientras calculaba las probabilidades que tendría de volarle la cabeza a N’ashap con un pneuma antes de que este pudiera utilizar su espada.
Claro que N’ashap no era el único factor a tener en cuenta. Había tres guardias más, todos armados, y sin duda habría más refuerzos en camino.
—Será mejor que hagas lo que quiere —le indicó Cortés, que inspiró con fuerza cuando terminó de hablar.
N’ashap vio cómo cogía aire y se dio cuenta de que también se llevaba la mano a la boca. Incluso borracho, presintió el peligro y dejó escapar un grito para alertar a los hombres que permanecían tras él en el pasillo, al tiempo que se apartaba de su línea de fuego y de la de Cortés.
Al verse privado de un objetivo, Cortés dirigió su aliento contra los que restaban. El pneuma voló hacia los guardias cuando los dedos de estos se disponían a apretar el gatillo, y golpeó al más cercano con tanta fuerza que reventó su pecho. El tremendo impacto arrojó el cuerpo contra los otros dos guardias. Uno cayó en el acto y el arma se le escapó de entre las manos. El otro se vio cegado un momento por la sangre y los restos de órganos, pero se recuperó con prontitud y le hubiera volado la cabeza a Cortés si este no se hubiera movido para abalanzarse sobre el cadáver. El guardia disparó una vez de modo indiscriminado, pero antes de que pudiera volver a hacerlo de nuevo, Cortés cogió el arma que habían dejado caer y abrió fuego. El guardia poseía la suficiente sangre de oethac como para ser inmune a las balas que le llovían, hasta que una de ellas lo alcanzó en el ojo, que aún tenía la visión borrosa, y se lo destrozó. El oethac dejó escapar un alarido y retrocedió, soltando el arma para así poder llevarse las manos a la herida.
Sin hacer caso del tercer hombre, que aún gemía en el suelo, Cortés se dirigió a la puerta de la celda. Dentro, el capitán N’ashap permanecía cara a cara con Pai’oh’pah. La mano del místico agarraba la espada y la sangre se deslizaba por su palma, pero el comandante no parecía pretender causarle más daño. Miraba fijamente el rostro de Pai y tenía una expresión de perplejidad.
Cortés se detuvo, a sabiendas de que cualquier acción por su parte provocaría que N’ashap despertara de su estado de estupor. Fuera quien fuese la persona que veía en lugar de Pai (¿tal vez la puta que se parecía a su madre? ¿Otra reminiscencia de Tishalullé en aquel sitio lleno de madres perdidas?), era más que suficiente para evitar que la espada cercenase los dedos del místico.
Los ojos de N’ashap se llenaron de lágrimas. El místico no se movió, de la misma forma que su mirada no abandonó nunca el rostro del capitán. Parecía estar ganando la batalla entre el deseo de N’ashap y sus intenciones asesinas. Los dedos del oethac se relajaron alrededor de la espada. El místico soltó la hoja, que cayó por su propio peso desde la mano del capitán al suelo. No obstante, el ruido que provocó al chocar contra el suelo no pasó desapercibido para N’ashap a pesar del trance en el que se encontraba; el oethac sacudió la cabeza con violencia y su vista pasó rápidamente del rostro de Pai al arma que había caído entre ambos.
El místico se movió con rapidez y alcanzó la puerta en dos zancadas. Cortés cogió aire, pero cuando se disponía a llevarse la mano a la boca escuchó gritar a Hurra. Desvió la vista por el pasillo hacia la niña, que huía de dos guardias oethaques; uno de ellos intentaba atraparla al vuelo, mientras que el otro tenía la vista clavada en Cortés. Pai estiró el brazo y lo apartó del vano de la puerta, ya que N’ashap, que se había incorporado mientras avanzaba, corría hacia ellos espada en mano. La oportunidad de deshacerse de él con un pneuma había pasado. Cortés solo tuvo tiempo de agarrar el pomo de la puerta y cerrarla de un portazo. La llave se encontraba en la cerradura. La giró al tiempo que el enorme cuerpo de N’ashap se estrellaba contra la hoja desde el otro lado.
En ese momento, Hurra corría con su perseguidor pegado a los talones, justo por delante del segundo guardia. Cortés le lanzó el arma a Pai y se adelantó para coger a Hurra antes de que el oethac la atrapara. La pequeña se lanzó a sus brazos sin pensarlo y Cortés se echó a un lado para proporcionar a Pai un campo de tiro limpio. El oethac que la perseguía se dio cuenta del peligro e hizo ademán de coger su arma. Cortés echó la vista atrás, en dirección a Pai.
—¡Mata a esos cabrones! —le gritó, pero el místico miraba el arma que sostenía como si no supiera qué hacía allí—. ¡Pai! ¡Por el amor de Dios! ¡Mátalos!
El místico ya había levantado el arma, pero todavía no parecía capaz de apretar el gatillo.
»¡Hazlo de una vez! —aulló Cortés.
Sin embargo, Pai negó con la cabeza, y hubiera dejado que los mataran a todos si dos disparos limpios no hubieran atravesado la nuca de los guardias y los hubieran derribado.
—¡Papá! —gritó Hurra.
Era el sargento, desde luego, seguido por Scopique, quien apareció a través del humo. No miró a su hija, a la que acababa de salvar la vida, sino a los soldados a los que había matado. Parecía traumatizado por el suceso. Incluso cuando Hurra se acercó a él, sollozando por el alivio y el miedo, el sargento apenas si se percató. No fue hasta que Cortés lo hizo emerger de la neblina de culpabilidad que lo envolvía, al comentar que deberían salir de allí mientras tuvieran una mínima posibilidad de escapar, que el sargento habló:
—Eran mis hombres —dijo.
—Y esta es su hija —replicó Cortés—. Tomó la decisión correcta.
N’ashap aporreaba la puerta de la celda y gritaba pidiendo ayuda. No pasaría mucho tiempo antes de que esta llegara.
—¿Cuál es el camino más rápido para salir de aquí? —le preguntó Cortés a Scopique.
—Antes de eso, me gustaría sacar a los demás —respondió Scopique—. Al padre Atanasio, Izaak, Squalling…
—No tenemos tiempo —le dijo Cortés—. ¡Díselo, Pai! O nos vamos ahora o nunca lo haremos. ¿Pai? ¿Estás con nosotros?
—Sí…
—Pues deja de soñar y pongámonos en marcha.
Scopique condujo al quinteto por un camino lateral hacia el aire de la noche, aunque no dejaba de protestar acerca de dejar a los demás bajo arresto. Cuando salieron a la superficie, no lo hicieron en el parapeto, sino en plena roca.
—Y ahora, ¿en qué dirección? —preguntó Cortés.
Más abajo se escuchaba una serie de gritos. Sin duda, N’ashap ya habría sido liberado y estaría ordenando un estado de alerta máxima.
—Tenemos que dirigirnos al puerto más cercano.
—Entonces, a la península —respondió Scopique, e hizo un gesto para que Cortés mirara hacia un brazo de tierra, apenas visible en la oscuridad de la noche, que se extendía más allá de la Cuna.
En ese momento, la propia oscuridad era su mejor aliado. Si se movían con la suficiente rapidez, los envolvería antes de que sus perseguidores supieran siquiera la dirección que habían tomado. Había un sendero serpenteante que bajaba por uno de los acantilados de la isla hasta la orilla, y Cortés abrió la marcha, consciente de que las cuatro personas que lo seguían eran de poca ayuda: Hurra era una niña; su padre seguía desolado por la culpa; Scopique no dejaba de lanzar miradas hacia atrás; y Pai estaba conmocionado por el baño de sangre. Esto último resultaba muy extraño en una criatura a la que había conocido en el papel de asesino, pero aquel viaje los había cambiado a ambos.
Cuando llegaron a la orilla, Scopique dijo:
—Lo siento, no puedo continuar. Seguid vosotros. Voy a tratar de entrar de nuevo para liberar a los demás.
Cortés no intentó disuadirlo.
—Si es lo que quieres, buena suerte —le contestó—. Nosotros tenemos que irnos.
—Por supuesto que debéis hacerlo. Pai, amigo mío, lo siento mucho, pero si les doy la espalda a los demás los remordimientos acabarían conmigo. Hemos sufrido juntos demasiado tiempo. —Apretó la mano del místico—. Antes de que lo digas tú, lo haré yo: seguiré con vida. Sé cuál es mi deber, así que estaré preparado para cuando llegue el momento.
—Sé que lo estarás —replicó el místico, que cambió el apretón de manos por un abrazo.
—Será pronto —le dijo Scopique.
—Antes de lo que me gustaría —replicó Pai; después, una vez hubo dejado que Scopique se encaminara de nuevo hacia el acantilado, el místico se unió a Cortés, Hurra y Aping, que ya se hallaban a diez metros de la orilla.
La conversación entre Pai y Scopique, con la insinuación de ciertos planes conjuntos que mantenían en secreto, no pasó desapercibida para Cortés que, por supuesto, decidió interrogar al místico al respecto. Pero aquel no era el momento apropiado. Tenían por delante al menos unos veinte kilómetros hasta la península; además, el ruido a sus espaldas aumentaba, señal de que los perseguían. Los haces de luz de las linternas iluminaron la orilla cuando las primeras tropas de N’ashap aparecieron para comenzar la caza. Del interior del asilo emergieron los rugidos de los prisioneros, que por fin expresaban su rabia. Aquello, al igual que la oscuridad, confundiría a los perseguidores, pero no por mucho tiempo.
Las linternas habían encontrado a Scopique y los haces de luz rastreaban en aquel instante la orilla desde la que había ascendido, y cada barrido era más amplio que el anterior. Aping llevaba en brazos a Hurra, lo que les daba algo más de velocidad; Cortés había comenzado a creer que tendrían una posibilidad de sobrevivir cuando una de las linternas dio con ellos. A esa distancia, la luz era un poco débil, pero tenía la intensidad suficiente para revelar su ubicación. Empezaron a disparar de inmediato. No obstante, no eran objetivos claros, por lo que las balas se perdieron.
—Nos atraparán —jadeó Aping—. Deberíamos rendirnos. —Dejó a su hija en el suelo y arrojó su arma; después se giró para escupirle a Cortés sus acusaciones a la cara—. ¿Por qué tuve que escucharle? Ha sido una locura.
—Si nos detenemos aquí nos matarán de un disparo —replicó Cortés—. A Hurra también. ¿Eso es lo que quiere?
—No nos dispararán —le dijo al tiempo que agarraba a Hurra con una mano, mientras alzaba la otra hacia los haces de luz—. ¡No disparen! —gritó—. ¡No disparen! ¿Capitán? ¡Capitán! ¡Señor! ¡Nos rendimos!
—A la mierda —gruñó Cortés, que se adelantó para apartar a Hurra de su padre.
La niña acudió presta a los brazos de Cortés, pero Aping no estaba dispuesto a soltarla con tanta facilidad. Se giró para agarrarla por la espalda, pero al hacerlo una bala se incrustó en el hielo, a sus pies. El sargento dejó ir a su hija y se dio la vuelta para volver a suplicar. Dos disparos lo atravesaron al punto: el primero le dio en la pierna; el segundo, en el pecho. Hurra dejó escapar un gritó y se zafó del abrazo de Cortés para arrodillarse junto a la cabeza de su padre.
Los segundos que habían perdido entre la rendición de Aping y su muerte supusieron la diferencia entre la más somera esperanza de huida y la imposibilidad de intentarlo siquiera. Cualquiera de los más de veinte soldados que avanzaban hacia ellos podría dispararles a esa distancia. Incluso N’ashap, que encabezaba el grupo, sería incapaz de fallar a pesar de la inestabilidad de su paso.
—¿Y ahora qué? —preguntó Pai.
—Tenemos que defender nuestra posición —replicó Cortés—. No nos queda otro remedio.
Sin embargo, aquella posición era tan insegura como los pasos de N’ashap. A pesar de que los soles de ese Dominio se encontraban en otro hemisferio y de que solo era medianoche entre un horizonte y otro, un temblor se abría paso por el mar congelado que tanto Pai como Cortés reconocieron debido a la experiencia, casi mortal, que sufrieran. Hurra también lo sintió. La niña alzó la cabeza y sus sollozos se acallaron de repente.
—La Dama —murmuró.
—¿Qué pasa con ella? —le preguntó Cortés.
—Está cerca.
Cortés extendió la mano y la niña se la tomó. Mientras se levantaba, escudriñó el suelo. Cortés también lo hizo. Su corazón comenzó a latir desbocado a medida que los recuerdos de la licuación de la Cuna regresaban.
—¿Puedes detenerla? —le murmuró a Hurra.
—No viene a por nosotros —respondió la niña. Su mirada se desvió desde el suelo, todavía sólido bajo sus pies, hasta el grupo que N’ashap seguía comandando hacia ellos.
—Oh, por todas las Diosas… —gimió Cortés.
Un grito de alarma comenzó a brotar del interior del grupo que se acercaba. Una de las linternas comenzó a moverse de modo frenético, seguida de otra y de otra más conforme los soldados, uno a uno, se iban percatando del peligro en el que se encontraban. N’ashap gritó también y exigió a sus soldados que mantuvieran el orden, si bien todos lo desobedecieron. Aunque era difícil saber lo que sucedía, Cortés podía imaginárselo a la perfección. El suelo se hacía cada vez más blando y las aguas plateadas de la Cuna comenzaban a burbujear alrededor de sus pies. Uno de los hombres disparó al aire cuando la superficie endurecida del mar se abrió bajó él; otros dos o tres comenzaron a retroceder hacia la isla, solo para descubrir que su pánico aceleraba la disolución. Se sumergieron como si un tiburón los hubiera atrapado, y allí donde habían estado se alzaron unos cuantos chorros de espuma plateada. N’ashap aún intentaba mantener cierto grado de control, pero todo era en vano. Al darse cuenta comenzó a disparar contra el trío, pero con el temblor del suelo bajo sus pies y sin los haces de las linternas que iluminaran sus objetivos, estaba disparando prácticamente a ciegas.
—Tenemos que salir de aquí —urgió Cortés, pero Hurra ofreció un consejo mejor.
—No nos hará daño si no le tenemos miedo —explicó.
Cortés estuvo tentado de decirle que él sí que tenía miedo, pero mantuvo la boca cerrada y los pies firmes, a pesar de que lo que presenciaban sus ojos le decía que la Diosa no poseía la paciencia necesaria para diferenciar a los malvados de los descarriados, o a los impenitentes de los devotos. Todos sus perseguidores salvo cuatro, entre los que se encontraba N’ashap, ya habían sido reclamados por el mar; a algunos ya se los había tragado la marea, mientras que otros todavía intentaban alcanzar algún lugar firme. Cortés vio que uno de los hombres conseguía gatear fuera del agua, pero el pedazo de suelo al que había llegado se licuó con tanta rapidez que la Cuna se había vuelto a cerrar sobre él sin que le diera tiempo de gritar. Otro se hundió gritándole al agua que burbujeaba a su alrededor, y lo último que se vio de él fue su arma, bien en alto y todavía disparando.
Ya habían caído todos los que portaban las linternas, por lo que la única luz procedía de la cima del acantilado, donde los soldados que habían tenido la fortuna de quedarse atrás barrían la escena de la masacre con sus haces; enfocaron las figuras de N’ashap y los otros tres supervivientes, uno de los cuales intentó correr hacia el suelo firme en el que se encontraban Cortés, Pai y Hurra. El miedo fue su perdición. Apenas había dado cinco pasos cuando una ola de espuma plateada surgió delante de él. Se giró para retroceder, pero el camino ya se había convertido en plata en ebullición. En su desesperación, arrojó el arma e intentó saltar hacia un lugar seguro, pero el impulso fue insuficiente y desapareció de inmediato.
Uno de los supervivientes del trío, un oethac, se había arrodillado y rezaba; lo único que consiguió fue que su asesino se acercara todavía más y que lo hundiera en mitad de una angustiosa maldición; solo le dio tiempo a aferrarse a la pierna de su compañero y arrastrarlo con él. El lugar por el que habían desaparecido no dejó de bullir; al contrarío, su furia pareció incrementarse. N’ashap, el último superviviente, se volvió para enfrentar la ola y, al hacerlo, el mar se alzó como una fuente hasta que alcanzó casi el doble de su estatura.
—La Dama —murmuró Hurra.
Allí estaba. Tallada en el agua, con el cuerpo erguido, poseía un rostro que cambiaba entre destellos y brillos: la diosa, o su imagen, recreada en su materia de origen. No obstante, desapareció en el mismo instante en que la ola se desintegró y cayó sobre N’ashap. El oethac desapareció tan rápido, y la Cuna dejó de temblar con tal presteza, que fue como si su madre nunca lo hubiera engendrado.
Hurra se volvió hacia Cortés muy despacio. A pesar de que su padre yacía muerto a sus pies, esbozaba una sonrisa de oreja a oreja; la primera sonrisa verdadera que Cortés le había visto.
—La Dama de la Cuna ha venido —dijo la niña.
Esperaron un poco, pero no se produjo ninguna otra visita. Lo que la Diosa había hecho (ya fuera para salvar a la pequeña, como siempre creería Hurra, o porque el destino había puesto a su alcance a las fuerzas que habían mancillado su Cuna con su crueldad) lo había llevado a cabo con tal economía de movimientos que estaba claro que no tenía la intención de desperdiciar su tiempo en regodeos ni sentimentalismos. La diosa había cerrado el mar con la misma eficiencia que demostrara para abrirlo, y abandonó aquel lugar como si nada hubiera sucedido.
No se produjeron más intentos de persecución por parte de los guardias que quedaban en el acantilado, a pesar de que seguían en sus puestos y las linternas perforaban la oscuridad.
—Nos queda un buen trecho de mar por cruzar antes de que amanezca —dijo Pai.
—Y no queremos que los soles salgan antes de que alcancemos la península.
Hurra cogió la mano de Cortés.
—¿Te dijo papá adónde teníamos que ir cuando llegáramos a Yzordderrex?
—No —le respondió—, pero encontraremos la casa.
La pequeña no miró el cuerpo de su padre, sino que fijó la vista en la mole grisácea que el continente formaba en la distancia. Prosiguió la marcha sin quejarse y, de tanto en tanto, sonreía para sí al recordar que la noche le había brindado la visión de un padre que jamás volvería a defraudarla.