Capítulo 27

1

Si se estrujaba la cabeza, Jude podría ser capaz de nombrar a una docena de hombres (amantes, pretendientes y esclavos) que le habrían ofrecido cualquier cosa que hubiera exigido a cambio de que ella les concediera su amor. Había aceptado la generosidad de unos cuantos. Sin embargo, sus demandas, aunque extravagantes en ocasiones, no eran nada en comparación con lo que le había pedido a Oscar Godolphin. «Enséñame Yzordderrex», le había dicho; tras lo cual observó cómo el miedo inundaba el rostro del hombre. Él no había rechazado de plano la petición. De haberlo hecho, habría aplastado el creciente afecto que los unía y Oscar jamás se habría perdonado esa pérdida. Escuchó su ruego y no volvió a mencionar el tema, con la esperanza de que ella lo olvidara. Sin embargo, no lo hizo. La relación física que había florecido entre ellos la había curado de la extraña apatía que había sentido la primera vez que lo vio. En esos momentos conocía la vulnerabilidad de Godolphin. Lo había visto herido. Lo había visto avergonzado por su falta de autocontrol. Lo había visto inmerso en el acto físico del amor, tierno y deliciosamente depravado a la vez. Aunque los sentimientos que albergaba hacia él seguían siendo igual de intensos, esta nueva perspectiva apartaba el velo de aceptación irreflexiva que había cubierto sus ojos. Cuando veía el deseo que despertaba en él (y había mostrado ese deseo en varias ocasiones a lo largo de los días que siguieron a la primera consumación) volvía a ser la vieja Judith, autosuficiente e intrépida; la misma Judith que observaba el mundo tras una sonrisa; que observaba y aguardaba, a sabiendas de que la devoción que Oscar le profesaba acrecentaba su poder sobre él día tras día. La tensión que había existido entre esas dos mitades (los restos de la amante dócil que su presencia había conjurado en cuanto se conocieron y la mujer voluntariosa y decidida que una vez fuera, y que volvía a ser de nuevo) agitó los últimos posos de ese estado de ensueño que se había apoderado de su organismo, y su apetito por saltar a los Dominios regresó con renovada intensidad. Así pues, según pasaban los días no dejó de recordarle a Oscar la promesa que le había hecho; sin embargo, en las dos primeras ocasiones él se valió de cualquier falso pretexto con el fin de no seguir hablando del tema.

En la tercera ocasión, su insistencia le valió un suspiro y una mirada de resignación.

—¿Por qué es tan importante para ti? —le preguntó él—. Yzordderrex es una sentina superpoblada. No conozco a un solo hombre o mujer decente de allí que no prefiera vivir aquí, en Inglaterra.

—Hace una semana hablabas de marcharte allí para siempre. Pero dijiste que no lo hacías porque echarías de menos el criquet.

—Tienes buena memoria.

—Escucho con atención cada una de tus palabras —contestó ella, no sin cierto resentimiento.

—Bueno, pues la situación ha cambiado. Parece ser que hay una revolución en ciernes. Si nos marchamos ahora, es más que probable que seamos ejecutados de inmediato.

—En el pasado, ibas y venías con frecuencia —le recordó—. Exactamente igual que muchos otros, ¿no es cierto? No eres el único. Para eso sirve la magia: para viajar entre los Dominios.

Oscar no contestó.

»Quiero ver Yzordderrex, Oscar —dijo—, y si tú no me llevas, buscaré a un mago que lo haga.

—No te atrevas a bromear con esto.

—Lo digo en serio —le contestó con ferocidad—. No creo que seas el único que conoce el camino.

—No, pero casi.

—Habrá otros. Los encontraré si es necesario.

—Todos están locos —dijo él—. O muertos.

—¿Los han asesinado? —quiso saber, antes de comprender por completo las implicaciones de su pregunta.

La expresión del rostro de Oscar (o más bien la falta de esta) fue suficiente para confirmar las sospechas de Jude. Había visto en el noticiario cómo retiraban los cadáveres del escenario de sus macabros juegos; pero esos cuerpos no pertenecían ni a un grupo de hippies incinerados ni a unos adoradores del diablo enloquecidos por el sexo. En realidad, eran los poseedores de un poder verdadero, hombres y mujeres que quizá hubieran caminado hacia donde ella anhelaba ir: Imajica.

—¿Quién está detrás, Oscar? Es alguien que tú conoces, ¿verdad?

Él se puso en pie y cruzó la estancia hasta llegar a su lado. Sus movimientos fueron tan rápidos que Judith pensó por un instante que tenía intención de golpearla. Pero, en lugar de hacer eso, cayó de rodillas frente a ella, le sostuvo las manos con fuerza y la miró a los ojos con una intensidad casi hipnótica.

—Escúchame bien —le pidió—. Tengo ciertas obligaciones familiares de las cuales desearía que Dios me librara. Ellos me exigen ciertas cosas que yo me negaría a hacer de buena gana si pudiera…

—Todo esto está relacionado con la torre, ¿verdad?

—Preferiría no hablar del tema.

—Pero es que ya lo estamos haciendo, Oscar.

—Es un asunto privado y muy espinoso. Trato con individuos que carecen de moralidad alguna. Si supieran que estoy hablando contigo de esto, tanto tu vida como la mía correrían peligro. Te lo ruego, no vuelvas a hablar de este tema con nadie. No debería haberte llevado a la torre.

Si de verdad sus ocupantes eran la mitad de peligrosos de lo que Oscar aseguraba, ¿qué harían si supieran la cantidad de secretos que había contemplado cuando estuvo en la torre?

»Prométeme que no hablarás de esto con nadie —insistió él.

—Quiero ver Yzordderrex, Oscar.

—Prométemelo. No más conversaciones sobre la torre, ni en esta casa ni fuera de ella. Prométemelo, Judith.

—Muy bien. No hablaré sobre la torre.

—En esta casa…

—… ni fuera de ella. Pero, Oscar…

—¿Qué, cariño?

—Todavía quiero ver Yzordderrex.

2

La mañana posterior a esa conversación, Judith se acercó a Highgate. Era otro día lluvioso y, como resultaba imposible encontrar un taxi libre, se decidió por coger el metro. Fue un error. Nunca le había gustado viajar en el suburbano ni en el mejor de los casos (sacaba a la luz su latente claustrofobia); además, mientras estaba allí recordó que dos de los asesinatos ocurridos en la última oleada de crímenes habían tenido lugar en esos túneles: una persona había sido arrojada a la vía al paso de un tren cargado de pasajeros en la estación de Piccadilly, y a la otra la habían apuñalado hasta morir en algún lugar de Jubilee Line, a medianoche. Aquel no era el método de transporte más seguro para alguien que había contemplado indicios de los prodigios ocultos a los ojos del mundo; y ella era una de esas escasas personas. Por tanto, cuando salió al aire libre en la estación de Archway sintió algo más que alivio. El cielo se había despejado y decidió ir a Highgate Hill a pie. No le resultó difícil dar con la torre, si bien su aspecto corriente, sumado al escudo de árboles cargados de hojas que crecían delante del edificio, conseguía que muy pocos ojos repararan en ella.

A pesar de las claras advertencias de Oscar, era difícil sentirse amenazada por el lugar: brillaba un cálido sol primaveral que la obligó a quitarse la chaqueta, y el césped estaba cubierto de gorriones que se esforzaban por atrapar las lombrices que habían salido con la lluvia. Judith inspeccionó las ventanas en busca de algún indicio que le mostrara que el lugar estaba ocupado, pero no vio nada. Evitó la puerta principal, con la cámara colocada en el escalón de entrada, y se dirigió hacia uno de los laterales del edificio sin que nada la detuviese, ni muros ni alambradas. Estaba claro que los dueños habían decidido que la mejor defensa de la torre radicaba en su capacidad de pasar desapercibida y que, cuantas menos medidas tomaran para evitar la entrada de intrusos, menos atención despertaría el lugar. Desde la parte de atrás no se veía nada en absoluto que resultara interesante. La mayoría de las ventanas tenía las persianas bajadas, y las pocas que estaban sin cubrir pertenecían a habitaciones vacías. Dio una vuelta completa a la torre en busca de otra vía de entrada, pero no localizó ninguna.

De camino a la fachada principal intentó imaginarse los pasadizos enterrados bajo sus pies, los libros apilados en la penumbra y el alma que yacía aprisionada en una oscuridad aún más absoluta, con la esperanza de que su mente fuera capaz de ir allí donde su cuerpo no podía. Sin embargo, el ejercicio resultó ser tan infructuoso como la inspección de las ventanas. El mundo real era implacable: no movería ni una sola partícula de tierra para dejarla pasar. Desalentada, rodeó el edificio por última vez antes de desistir en el empeño. Tal vez debiera regresar por la noche, pensó, cuando el asalto de la realidad no fuese tan brutal. O, tal vez, debiera decidirse por hacer otro viaje inducido por el ojo azul, por mucho que esa opción la pusiera un poco nerviosa. A decir verdad, no tenía control sobre el mecanismo gracias al cual el ojo provocaba semejante vuelo, y temía que la piedra adquiriera poder sobre ella. Ya tenía suficiente con Oscar en ese sentido.

Volvió a ponerse la chaqueta y comenzó a alejarse de la torre. A juzgar por la ausencia de vehículos en Hornsey Lane, la colina, que había estado congestionada a causa del tráfico, todavía debía de estar bloqueada, lo que evitaba que los conductores pasaran por el lugar. De todos modos, el silencio provocado por la ausencia de los coches no estaba vacío. El sonido de unos pasos que se acercaban la alertó de que había alguien tras ella antes de que escuchara la voz.

—¿Quién eres?

Judith se dio la vuelta, no muy convencida de que la pregunta estuviera dirigida a ella, pero descubrió que la mujer que había hablado (de unos sesenta años y aspecto andrajoso y enfermizo) y ella misma eran las únicas personas a la vista. Además, la desconocida la observaba con una expresión casi demente. Volvió a hacerle la misma pregunta de nuevo y, al fijarse en sus labios, Jude descubrió que sufrían de una cierta asimetría y que estaban cubiertos de saliva, lo que indicaba que la desconocida había sufrido una apoplejía en el pasado.

—¿Quién eres?

Aún irritada por su fracaso en la torre, Judith no estaba de humor para aguantar a la que, sin duda alguna, era la esquizofrénica del vecindario; estaba a punto de darse la vuelta para seguir caminando cuando la mujer habló de nuevo.

—¿No sabes que te harán daño?

—¿Quiénes? —le preguntó ella.

—La gente de la torre. La Tabula Rasa. ¿Qué estabas buscando?

—Nada.

—Pues parecías observar todo con demasiado interés para no estar buscando algo.

—¿Usted espía para ellos?

La desconocida dejó escapar un horrible sonido que Judith interpretó como una carcajada.

—Ni siquiera saben que estoy viva —contestó. Y, entonces, por tercera vez volvió a preguntar—; ¿Quién eres?

—Me llamo Judith.

—Yo soy Clara Leash —dijo la señora, al tiempo que echaba un vistazo a la torre por encima del hombro—. Sigue andando —le ordenó—. Hay una iglesia de camino a la colina. Nos encontraremos allí.

—¿De qué va todo esto?

—Aquí no, en la iglesia.

Y dicho esto, la mujer le dio la espalda y se alejó visiblemente agitada, lo que la disuadió de seguirla. Dos de las palabras de la breve conversación que se había producido entre ellas la convencieron de que debía esperarla en la iglesia y descubrir qué tenía que decir Clara Leash. Las palabras eran «Tabula Rasa». No había vuelto a escucharlas desde que hablara con Charlie en la casa de los Godolphin, cuando este le contó que lo habían pasado por alto en favor de Oscar. Él no le había dado mucha importancia y ella no recordaba los detalles de la conversación, dado que la violencia y las revelaciones que siguieron habían ocupado su mente. En ese momento se afanó por extraer de la memoria lo que Charlie le había contado sobre la organización. Había comentado algo acerca de la contaminación del suelo de Inglaterra y ella le había preguntado a qué contaminación se refería; pero Charlie había contestado medio en broma. No obstante, ya sabía qué era la «contaminación»: la magia. En esa insulsa torre, la vida de los hombres y mujeres cuyos cuerpos se habían hallado semienterrados o aplastados en las vías del metro de Piccadilly Line habían sido juzgadas y tachadas de corruptas. No era de extrañar que Oscar estuviera perdiendo peso y que llorara en sueños. Formaba parte de una Sociedad fundada con el firme propósito de erradicar una segunda sociedad, cada vez más exigua, de la que también era miembro. A pesar de todo su carácter, no era más que el sirviente de dos amos: la magia y sus detractores. Sobre ella recaía la responsabilidad de ayudarlo, fuera como fuese. Era su amante y, sin su ayuda, Oscar acabaría aplastado entre esas dos voluntades enfrentadas. Y, a cambio, él sería su billete a Yzordderrex, sin el cual jamás podría contemplarlas maravillas de Imajica. Se necesitaban el uno al otro, sanos y salvos.

Aguardó a las puertas de la iglesia durante media hora, antes de que Clara Leash apareciera con aspecto nervioso.

—Aquí fuera no —le dijo—. Dentro.

Se adentraron en el sombrío interior del edificio y tomaron asiento cerca del altar, con el fin de no ser escuchadas por las personas que rezaban sus oraciones de mediodía en la parte de atrás. No era el lugar más apropiado para mantener una conversación entre susurros; el eco de la nave transportaba el sonido de sus palabras, aunque no su significado, y las paredes desnudas las traían de vuelta. Y tampoco es que hubiera demasiada confianza entre ellas, para empezar. Con el fin de evitar la mirada fría de Clara, Judith le dio la espalda parcialmente al inicio de su conversación, y solo la miró cara a cara cuando hubieron acabado con los rodeos preliminares y se sintió lo bastante segura como para formular la pregunta que rondaba su mente.

—¿Qué sabe sobre la Tabula Rasa?

—Todo lo que hay que saber —respondió Clara—. Fui miembro de la Sociedad durante muchos años.

—¿Y creen que está muerta?

—No están muy desencaminados. Solo me quedan un par de meses de vida, y esa es la razón de que sea tan importante que deje constancia de lo que sé.

—¿A mí?

—Depende —contestó—. Antes tengo que saber lo que estabas haciendo en la torre.

—Estaba buscando el modo de entrar.

—¿Alguna vez has estado dentro?

—Sí y no.

—¿Y eso qué significa?

—Mi mente ha estado dentro, aunque no mi cuerpo —le explicó Judith, a la espera de volver a escuchar la extraña risa de la mujer en respuesta.

En lugar de reírse, le contestó:

—La noche del 31 de diciembre.

—¿Cómo coño lo sabe?

Clara acarició con sus manos la cara de Judith. La mujer tenía los dedos helados.

—Antes de nada, deberías saber cómo abandoné la Tabula Rasa.

Aunque le relató la historia sin florituras, le llevó bastante tiempo, puesto que muchas de las cosas que contaba requerían ciertas explicaciones para que Judith las comprendiera a fondo. Clara, al igual que Oscar, era la descendiente de uno de los miembros fundadores de la Sociedad y había sido educada para creer en sus principios básicos: Inglaterra, que en una ocasión había sido corrompida por la magia casi hasta el borde de la destrucción, necesitaba ser protegida de cualquier culto o individuo cuyo fin fuera el de educar a las futuras generaciones en la práctica de sus enseñanzas depravadas. Cuando Judith preguntó qué había sucedido para que el país quedara al borde de la destrucción, obtuvo una respuesta que era la historia en sí misma. El próximo solsticio de verano se cumplirían doscientos años de la puesta en práctica de un ritual que había acabado siendo un trágico desastre, explicó la mujer. Su fin había sido el de reconciliar la realidad de la Tierra con la de las restantes cuatro dimensiones.

—Los Dominios —dedujo Judith, bajando la voz que ya era apenas un murmullo.

—Dilo en voz alta —la reprendió Clara—. ¡Dominios! ¡Dominios! —No alzó el volumen en exceso pero, como llevaban un buen rato hablando en susurros, ambas quedaron sorprendidas por la exclamación—. Ha permanecido en secreto demasiado tiempo —dijo—. Y eso le da poder al enemigo.

—¿Quién es el enemigo?

—Hay muchos —explicó—. En este Dominio, son la Tabula Rasa y sus sirvientes. Y tienen muchos, créeme, y con cargos de la mayor importancia.

—¿Cómo es posible?

—No es difícil cuando los miembros de tu sociedad son los descendientes de aquellos que proclamaban a los reyes de antaño. Y, si la influencia falla, siempre puedes abrirte camino en la democracia con dinero. Sucede muy a menudo.

—¿Y en el resto de los Dominios?

—Cada vez resulta más difícil obtener información, sobre todo ahora. Conozco a dos mujeres que viajaban cada cierto tiempo a los Dominios reconciliados. Una de ellas fue encontrada muerta hace una semana. La otra ha desaparecido. Es posible que también la hayan asesinado…

—… por orden de la Tabula Rasa.

—Sabes muchas cosas, ¿no es cierto? ¿Quién es tu fuente?

Judith sabía desde un principio que Clara acabaría formulando esa pregunta, y llevaba un buen rato tratando de decidir el modo de contestarla. Su confianza en la integridad de Clara Leash crecía a pasos agigantados, pero ¿no sería de algún modo precipitado compartir con una mujer a la que había tomado por una mendiga tan solo un par de horas antes, un secreto que podría condenar a Oscar a muerte si llegara a oídos de la Tabula Rasa?

—No puedo decírselo —contestó—. Esta persona ya corre un grave peligro.

—Y no confías en mí —dijo, y alzó las manos para acallar cualquier posible protesta—. ¡No me vengas con zalamerías! —exclamó—. No confías en mí, ¿por qué iba a culparte? Pero déjame que te diga algo: ¿se trata de un hombre?

—Sí. ¿Por qué?

—Antes me preguntaste quién era el enemigo y te contesté que era la Tabula Rasa. Pero tenemos un enemigo aún más obvio: el sexo opuesto.

—¿Cómo?

—¡Los hombres, Judith! Los destructores.

—Ah, no, espere un momento…

—Hace mucho tiempo había diosas en los Dominios; poderes que aseguraban que nuestro sexo formara parte del drama cósmico. Están todas muertas. Y no murieron precisamente a causa de su avanzada edad. Fueron erradicadas de forma sistemática por el enemigo.

—Los hombres normales y corrientes no exterminan diosas.

—Los hombres normales y corrientes sirven a hombres que se salen de lo común. Esos hombres obtienen sus visiones de los dioses. Y los dioses matan a las diosas.

—Eso es demasiado simplista. Parece una lección escolar.

—En ese caso, memorízala. Y si puedes, refútala. Me encantaría que lo hicieras. Me encantaría descubrir que todas las diosas están escondidas en algún lugar…

—¿Como la mujer que había bajo la torre?

Por primera vez desde que comenzara su conversación, Clara se quedó sin palabras. Se limitó a mirar a Judith fijamente y dejó que fuese ella la que cubriera el silencio provocado por su asombro.

»Cuando le dije que había entrado en la torre con la mente, no estaba siendo del todo sincera —confesó Jude—. Solo he estado debajo de la torre. Allí hay un sótano, una especie de laberinto. Todo lleno de libros. Y tras uno de esos muros, hay una mujer. Al principio pensé que estaba muerta, pero no es así. Aunque sigue aferrándose a la vida, no le queda mucho.

Resultaba obvio que la mujer estaba conmocionada por su relato.

—Creía que yo era la única que sabía de su existencia —le dijo.

—Explíquese, ¿sabe quién es?

—Tengo una idea bastante aproximada —confesó Clara, que volvió a retomar la historia que había interrumpido antes: su abandono de la Tabula Rasa.

La biblioteca que había bajo la torre, explicó, era la colección más completa de manuscritos relacionados con las ciencias ocultas, más concretamente con los mitos y leyendas de Imajica, que había en el mundo. Había sido reunida por los hombres que fundaron la Sociedad, dirigidos por Roxborough y Godolphin, de modo que las mentes y las manos de los inocentes ingleses jamás resultaran contaminadas con todo lo relacionado con Imajica; sin embargo, en lugar de catalogar la colección, en lugar de hacer un índice de todos esos libros prohibidos, las diferentes generaciones de la Tabula Rasa se habían limitado a dejarlos que se pudrieran.

»Decidí comenzar con la tarea de catalogar los libros. Lo creas o no, en una ocasión fui una mujer muy ordenada; lo heredé de mi padre, que era militar. En un principio me vigilaban otros dos miembros de la Sociedad. Esa es la ley: ningún miembro de la Sociedad tiene permiso para permanecer a solas en la biblioteca y, si cualquiera de las tres personas descubriera que alguno de ellos, incluyendo a los dos vigilantes, desarrolla un cierto interés o se ve influido de alguna manera por los tomos, dicha persona acabaría siendo juzgada por la Sociedad y, finalmente, ejecutada. No creo que eso haya sucedido jamás. La mitad de los libros está en latín, ¿quién lee latín? La otra mitad… bueno, ya has visto en persona que tienen los lomos podridos, igual que nos sucede a todos. No obstante, a mí me encantaba el orden, igual que a mi padre. Todo debía estar limpio y ordenado. Mis compañeros no tardaron en cansarse de mis obsesiones y me dejaron sola con la tarea. Y, en mitad de la noche, sentí algo… o a alguien… que tiraba de mis pensamientos y los arrancaba de mi cabeza uno a uno, como si se tratara de mis cabellos. Como no podía ser de otro modo, en un principio lo achaqué a los libros. Pensé que las palabras habían conseguido ejercer algún tipo de poder sobre mí. Intenté marcharme, pero, si te soy sincera, en el fondo no quería hacerlo. Durante cincuenta años no había sido más que la hija reprimida de mi padre y estaba a punto de venirme abajo. Celestine[13] también lo sabía…

—¿Celestine es la mujer de la pared?

—Creo que sí.

—Pero, ¿usted no la conoce?

—Ahora te lo explico —siguió Clara—. La casa de Roxborough se alzaba en el mismo lugar donde ahora se encuentra la torre. El sótano de la torre actual es el sótano de aquella mansión. Celestine era, de hecho, lo sigue siendo, la prisionera de Roxborough. La emparedó porque no se atrevía a matarla. La mujer había visto el rostro de Hapexamendios, el Dios Supremo. Estaba loca, pero había sido iluminada por la divinidad y Roxborough no se atrevía a ponerle un dedo encima.

—¿Cómo se enteró de todo esto?

—Roxborough redactó una confesión pocos días antes de morir. Sabía que la mujer que había encerrado tras la pared sobreviviría varios cientos de años después de que él muriera, de la misma manera que tenía claro que tarde o temprano alguien la encontraría. Por lo tanto, la confesión era también una advertencia para cualquier pobre desgraciado que pasara por allí, al que aconsejaba que no se le ocurriera tocarla. «Entiérrala de nuevo», recuerdo que decía con exactitud, «entiérrala de nuevo en las profundidades del abismo que conjure tu mente».

—¿Dónde encontró esa confesión?

—En la pared. La noche que me dejaron sola. Creo que fue Celestine la que me guió hasta ella, arrancándome los pensamientos para introducir otros nuevos. Sin embargo, tiró con demasiada fuerza y mi mente se rindió. Sufrí una apoplejía allí mismo. Tardaron tres días en encontrarme.

—Eso es horrible…

—Mi sufrimiento no es nada comparado con el de ella. Roxborough descubrió a esa mujer en Londres, o sus espías lo hicieron por él, y supo que era una criatura de inmenso poder. Probablemente entendió su poder mejor que ella, ya que, de hecho, en su confesión dice que la mujer era una extraña para sí misma. Pero había contemplado cosas que el resto de los humanos jamás había visto. La habían sacado por la fuerza del Quinto Dominio y la habían escoltado a través de toda Imajica hasta la presencia de Hapexamendios.

—¿Por qué?

—Es extraño. Cuando Roxborough la interrogó, ella le dijo que había vuelto embarazada al Quinto Dominio.

—¿Iba a dar a luz al hijo de Dios?

—Eso es lo que ella le contó a Roxborough.

—Pero pudo haberlo inventado todo para evitar que le hiciera daño.

—No creo que él hubiera hecho eso. Es más, creo que estaba medio enamorado de ella. En su confesión dice que se siente igual que su amigo Godolphin: «Me ha derrocado la mirada de una mujer», citándolo textualmente.

Una frase extraña, pensó Jude al recordar la piedra, al recordar su autoridad y su mirada penetrante.

—Bueno, Godolphin murió obsesionado con una amante a la que había amado y perdido, afirmando que ella lo había destruido. Los hombres siempre son las víctimas, ya sabes. Las víctimas de las confabulaciones que urdimos las mujeres. Me atrevo a decir que Roxborough se convenció a sí mismo de que emparedar a Celestine era una demostración de amor. De ese modo, la tendría bajo control para toda la eternidad.

—¿Y qué pasó con el niño? —preguntó Judith.

—Tal vez ella pueda decírnoslo —contestó Clara.

—En ese caso, tendremos que sacarla de allí.

—Exacto.

—¿Tiene alguna idea de cómo hacerlo?

—Todavía no —replicó Clara—. Estaba a punto de ceder a la desesperación cuando apareciste. Pero, entre las dos, se nos ocurrirá el modo de salvarla.

Se estaba haciendo tarde y a Jude comenzaba a inquietarle la posibilidad de que descubrieran su ausencia, así que los planes que trazaron no fueron más que simples esbozos. Estaba claro que era necesario examinar la torre más a fondo, pero Clara propuso que esa vez lo hicieran al abrigo de la oscuridad.

—Esta noche —sugirió la mujer.

—No, es demasiado precipitado. Deme un día para buscar una excusa que justifique mi ausencia durante la noche.

—¿Quién es el perro guardián? —inquirió la mujer.

—Un hombre.

—¿Celoso?

—En ocasiones.

—Bien, Celestine lleva esperando mucho tiempo a que alguien la libere. No creo que le importe esperar veinticuatro horas más. Pero, por favor, no lo dilatemos más. No gozo de buena salud.

Jude colocó la mano sobre la de Clara, el primer contacto físico entre ellas desde que la mujer le tocara la mejilla con sus helados dedos.

—No va a morir —le dijo.

—Por supuesto que sí. La situación no es extrema, pero quiero ver el rostro de Celestine antes de macharme.

—Y así se hará —afirmó Judith—. Si no es mañana por la noche, será pronto.

3

Jude no creía que lo que Clara había dicho acerca de los hombres se pudiera aplicar a Oscar. Él no era ningún destructor de diosas, ni bajo las órdenes de otro ni por su propia voluntad. Dowd, en cambio, era harina de otro costal. A pesar de su aspecto civilizado, en ocasiones incluso remilgado, jamás podría olvidar la facilidad con la que se había encargado de los cadáveres de los anuladores y la actitud tan indiferente con la que se había calentado las manos en la pira, como si fueran ramas y no huesos lo que chisporroteaba en el fuego. No obstante tuvo mala suerte, y cuando llegó a casa era Dowd quien estaba allí y no Oscar, de modo que tuvo que responder las preguntas del hombre para no levantar sospechas con su silencio. Cuando Dowd le preguntó dónde había pasado el día, le dijo que había ido a dar un largo paseo por el Embankment. Tras eso, quiso saber si el metro había estado muy concurrido, si bien ella no había hecho mención del medio de transporte que había utilizado. Le contestó afirmativamente.

—La próxima vez debería coger un taxi —le había aconsejado—. O, mejor aún, yo mismo la llevaré a donde quiera. Estoy seguro de que el señor Godolphin preferiría que viajara de ese modo —concluyó.

Ella le dio las gracias por su amabilidad.

»¿Tiene pensado volver a salir en breve? —preguntó él.

Ya tenía preparada la excusa que cubriría su ausencia la noche siguiente, pero la actitud de Dowd siempre lograba desconcertarla, y llegó a la conclusión de que cualquier mentira que le contara en esos momentos sería descubierta de inmediato. Por tanto, resolvió decirle que todavía no había hecho ningún plan, tras lo cual Dowd decidió cambiar de tema.

Oscar no llegó hasta la medianoche, momento en que se deslizó entre las sábanas a su lado con todo el sigilo que su volumen le permitía. Ella fingió despertarse en ese instante. El murmuró unas cuantas palabras de disculpa por haberla molestado y, acto seguido, unas cuantas de amor. Fingiendo un tono de voz somnoliento, Jude le dijo que tenía pensado hacer una visita a su amigo Clem la noche siguiente y le preguntó si le importaba. Él le contestó que podía hacer lo que le viniera en gana, siempre y cuando reservara ese hermoso cuerpo para su uso personal. Después, Oscar la besó en el hombro y en el cuello, antes de quedarse dormido.

Había quedado con Clara al día siguiente a las ocho de la tarde en la puerta de la iglesia, pero salió hacia el punto de encuentro con dos horas de antelación con el fin de pasar antes por su antiguo piso. No sabía qué lugar ocupaba el ojo azul en el esquema general, pero la noche anterior había llegado a la conclusión de que debía tenerlo consigo cuando trataran de liberar a Celestine.

Hacía frío en el apartamento y el lugar tenía un aspecto desatendido; solo se entretuvo allí un par de minutos, lo justo para sacar el ojo del armario y, acto seguido, echar una ojeada al correo (la mayoría basura) que se había acumulado desde la última vez que estuvo allí. Una vez llevó a cabo su cometido, se marchó rumbo a Highgate en taxi, siguiendo la advertencia de Dowd. Llegó a la iglesia veinticinco minutos antes de la hora prevista y descubrió que Clara ya estaba allí.

—¿Has comido, niña? —quiso saber Clara. Jude le contestó afirmativamente—. Bien —respondió la mujer—. Esta noche vamos a necesitar de todas nuestras fuerzas.

—Antes de marcharnos, quiero enseñarle una cosa —dijo Jude—. No sé si nos servirá de algo, pero creo que debería verlo. —Sacó de su bolso el bulto envuelto en un trozo de tela—. ¿Recuerda lo que dijo acerca de que Celestine le arrancó los pensamientos?

—Claro.

—Esta cosa hizo lo mismo conmigo.

Comenzó a desenvolver el ojo con un ligero temblor en los dedos. Habían pasado poco más de cuatro meses desde que lo escondiera con una especie de veneración supersticiosa, pero el recuerdo de los efectos que el ojo provocara en ella seguía siendo igual de vivido. En ese momento, casi esperaba que volviera a ejercer algún tipo de poder; sin embargo, no ocurrió nada. El ojo permaneció en los pliegues de la tela con un aspecto tan anodino que sintió una pequeña punzada de vergüenza al recordar el modo tan teatral con el que lo había desenvuelto. Clara, no obstante, lo contempló con una sonrisa en los labios.

—¿De dónde lo has sacado? —le preguntó.

—Preferiría no decírselo.

—No es momento de guardar secretos —la reprendió Clara—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Se lo regalaron a mi marido. Bueno, a mi ex marido.

—¿Quién?

—Su hermano.

—¿Y quién es su hermano?

Jude tomó una honda bocanada de aire, sin saber muy bien si cuando lo soltara sería para decir la verdad o una mentira.

—Se llama Oscar Godolphin —contestó.

Clara retrocedió al escuchar la respuesta, como si la simple mención de ese nombre atrajera alguna enfermedad.

—¿Conoces a Oscar Godolphin? —volvió a preguntarle, con voz aterrada.

—Sí.

—¿Es él el perro guardián? —quiso saber.

—Sí.

—Tápalo —le dijo, evitando mirar al ojo—. Tápalo y guárdalo. —Le dio la espalda a Judith mientras se pasaba las manos nudosas por el cabello—. ¿Tú y Godolphin? —preguntó, si bien parecía estar hablando sola—. ¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?

—Nada —contestó Jude—. Lo que siento por él y lo que estamos haciendo son dos cosas distintas por completo.

—No seas tan ingenua —replicó Clara, mirando a Jude de soslayo—. Godolphin es miembro de la Tabula Rasa, además de ser un hombre. Celestine y tú sois mujeres; las dos sois sus prisioneras…

—Yo no soy su prisionera —protestó Jude, indignada por el aire de condescendencia de Clara—. Hago lo que quiero y cuando quiero.

—Hasta que desafíes a la historia —dijo Clara—. Entonces te darás cuenta de lo convencido que está de ser tu dueño. —Se acercó de nuevo a Judith y bajó la voz, hasta que no se escuchó más que un susurro apenado—. Ten una cosa muy clara —prosiguió—: no puedes salvar a Celestine y disfrutar del amor de Godolphin al mismo tiempo. Vas a excavar en los cimientos, literalmente hablando, de su familia y de su fe, y cuando por fin lo descubra, y lo hará en cuanto la Tabula Rasa comience a desmoronarse, cualquier cosa que exista entre vosotros dejará de importarle. No somos solo otro sexo, Judith, somos dos especies distintas. Lo que sucede en nuestros cuerpos y en nuestras mentes no se parece ni por asomo a lo que sucede en los suyos. Nuestros infiernos son distintos, al igual que nuestros paraísos. Somos «enemigos», y no puedes estar en ambos bandos durante una guerra.

—Esto no es una guerra —contradijo Jude—. Si lo fuera me sentiría inquieta, y nunca me he sentido tan tranquila.

—Ya veremos lo calmada que estás cuando te des cuenta de cómo son en realidad las cosas.

Jude volvió a respirar hondo.

—Tal vez deberíamos acabar la discusión y ponernos manos a la obra —dijo. Clara la miró con cierto resentimiento—. Creo que el apelativo que está buscando es «zorra testaruda» —puntualizó Jude.

—Nunca he confiado en la gente pasiva —contestó Clara, que no consiguió ocultar cierto grado de admiración—. No lo olvidaré.

La Torre estaba sumida en la oscuridad y las copas de los árboles obstruían la luz de las farolas, lo que dejaba el jardín delantero en penumbra y privaba de luz el camino que rodeaba el edificio. No había duda de que Clara había deambulado por el lugar en numerosas ocasiones durante la noche, dada la seguridad con la que se movía; Jude avanzaba tras la mujer, tropezando con las zarzas y pinchándose con las ortigas que tan sencillas de evitar resultaran a la luz de día. Cuando llegaron a la parte posterior de la torre, sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y descubrió que Clara estaba a unos veinte metros del edificio, mirando al suelo.

—¿Qué está haciendo aquí atrás? —le preguntó Jude—. Ya sabemos que solo hay una entrada.

—Cerrada a cal y canto —contestó—. Es posible que haya otra entrada, aquí en el jardín, que lleve directamente al sótano, aunque solo se trate de una rejilla de ventilación. Lo primero que deberíamos hacer es localizar la celda donde se encuentra Celestine.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Con el ojo que llevas encima —respondió Clara—. Venga, vamos, sácalo.

—Creía que era demasiado impuro para tocarlo siquiera.

—En absoluto.

—Pero el modo en que usted lo miró…

—Es producto del saqueo, niña. Eso es lo que me da asco. Es un trozo de la historia de las mujeres que han intercambiado dos hombres.

—Estoy segura de que Oscar no sabía lo que era —dijo; no obstante, a pesar de que lo había defendido, creía que era bastante probable que eso no fuera cierto.

—Perteneció a un gran templo…

—Sin lugar a dudas, él no se dedica a saquear templos —contestó Jude, antes de sacar el polémico objeto del bolsillo.

—No estoy diciendo que lo haga —replicó Clara—. Los templos fueron destruidos mucho antes de que se fundara siquiera la familia Godolphin. Bueno, ¿vas a dejármelo o no?

Jude desenvolvió el ojo y se descubrió extrañamente reacia a compartirlo, cosa con la que no había contado. Ya no era un objeto de aspecto normal y corriente. En esos momentos lo rodeaba una pálida luminiscencia, un halo azul gracias al cual ella y Clara podían verse, aunque de modo impreciso.

Sus miradas se encontraron y el resplandor del ojo brilló entre ellas como si fuera la mirada de una tercera conspiradora, de una mujer mas sabia que cualquiera de ellas, cuya mera presencia engrandecía el momento a pesar del monótono ruido del tráfico y de los aviones que sobrevolaban las nubes. Jude se descubrió preguntándose cuántas mujeres se habrían congregado alguna vez alrededor de esa luz, o de otra semejante, a lo largo de los siglos. Reunidas para rezar o para hacer algún sacrificio, o en busca de un refugio en el que esconderse de los destructores. Innumerables mujeres, no cabía duda; todas muertas y olvidadas. Sin embargo, en ese breve lapso de tiempo que las aislaba de la corriente de la historia habían abandonado el anonimato. No se pronunciaron sus nombres, pero su existencia fue reconocida por dos nuevas creyentes. Apartó la mirada de Clara y se concentró en el ojo. El mundo que la rodeaba, con su presencia sólida, le pareció de súbito irrelevante: se convirtió, en el mejor de los casos, en un juego de disfraces, y en el peor en una trampa en la que forcejeaba el espíritu que, con su lucha, daba credibilidad a la farsa. No había necesidad alguna de sentirse atada por sus reglas. Podía volar más allá de sus límites con solo proponérselo. Volvió a alzar la vista para asegurarse de que Clara también estaba preparada para el siguiente movimiento, pero descubrió que su compañera miraba más allá del círculo de luz, hacia una de las esquinas de la torre.

—¿Qué pasa? —preguntó Jude, antes de seguir la dirección de la mirada de Clara. Alguien se acercaba a ellas, sorteando la oscuridad. Sus movimientos traslucían una indiferencia con nombre propio—: Dowd.

—¿Lo conoces? —dijo Clara.

—Un poco —contestó Dowd, con la misma indolencia en la voz que desprendían sus pasos—. Pero, en realidad, le queda mucho por conocer.

La mano de Clara se apartó de la de Jude y así rompió la ilusión del trío.

—No se acerque más —le dijo Clara.

Dowd se detuvo en seco a unos cuantos metros de ellas, para sorpresa de Jude. La luz procedente del ojo bastaba para distinguir el rostro del hombre. Había algo que parecía moverse alrededor de sus labios, como si acabara de comerse un puñado de hormigas y unas cuantas hubieran escapado de su boca.

—Me encantaría poder mataros a las dos —confesó y, al hablar, unos cuantos insectos más escaparon entre sus labios y comenzaron a corretear por su rostro y su barbilla—. Pero ya llegará tu hora, Judith. Muy pronto. De momento, le toca a Clara… Es Clara, ¿verdad?

—¡Vete a la mierda, Dowd! —exclamó Jude.

—Aléjate de la anciana —contestó Dowd.

La respuesta de Jude consistió en aferrarse al brazo de Clara.

—No vas a hacerle daño a nadie, hijo de puta —le dijo.

En su interior sentía que la furia se alzaba como no lo había hecho durante meses. El ojo comenzaba a resultarle pesado en la mano; estaba decidida a abrirle la cabeza con él a ese cabrón si daba un solo paso más hacia ellas.

—¿Es que no me has entendido, zorra? —preguntó, acercándose a ella—. ¡Te he dicho que te apartes!

Presa de la furia, se acercó a él al tiempo que alzaba la mano que sostenía el ojo pero, en el mismo instante en que soltó el brazo de Clara, Dowd se hizo a un lado y ella lo perdió de vista. Al darse cuenta de que había hecho exactamente lo que él quería, se giró como pudo con la intención de regresar junto a Clara. Sin embargo, Dowd había sido más rápido. Escuchó el grito de terror de Clara mientras se alejaba de su asaltante. Los insectos habían invadido el rostro de la mujer y le impedían ver. Jude se apresuró a sostenerla antes de que cayera al suelo, pero en esa ocasión Dowd se acercó en lugar de alejarse y le arrebató la piedra de la mano de un solo golpe. Ella ni siquiera se giró para reclamar el ojo, estaba decidida a ayudar a Clara. Los gemidos de la mujer eran horribles, al igual que los temblores que sacudían su cuerpo.

—¿Qué le has hecho? —le gritó a Dowd.

—Di mejor deshecho, pichoncito. Deshecho. Déjala. Ya no puedes ayudarla.

El cuerpo de Clara apenas pesaba; no obstante, cuando sus rodillas se doblaron, arrastró a Jude con ella hasta el suelo. Sus gemidos se habían convertido en aullidos; en aquel momento se llevó las manos a la cara, como si quisiera arrancarse los ojos, lugar donde los insectos ejecutaban alguna labor de resultados agónicos. Desesperada, Jude intentó apartar a las criaturas, si bien la oscuridad le impedía verlas; pero o bien eran demasiado rápidas para sus manos, o bien se habían escondido allí donde sus dedos no podían seguirlas. Lo único que le restaba por hacer era rezar para que dejara de sufrir.

—Haz que se detengan —le pidió a Dowd—. Haré lo que me pidas, haz que se detengan, por favor.

—Son unos cabroncetes de lo más voraces, ¿verdad? —le dijo.

Dowd estaba agachado delante del ojo y la luz azulada le iluminaba el rostro, cubierto por una máscara de gélida serenidad. Mientras ella lo observaba, el hombre cogió unos cuantos insectos de los que aún correteaban alrededor de su boca y los dejó caer al suelo.

—Me temo que carecen de oídos, así que no puedo hacer que regresen —le contestó—. Lo único que saben hacer es «deshacer». Y lo deshacen todo excepto a su creador que, en este caso, soy yo. Por tanto, yo me apartaría de ella si estuviera en tu lugar. No hacen distinción alguna.

Jude volvió a mirar a la mujer que sostenía entre sus brazos. Clara había dejado de arañarse la cara y los temblores disminuían con rapidez.

—Hábleme —le dijo Jude.

Acercó la mano a la cara de la mujer, un poco avergonzada de sí misma por la actitud indecisa que había provocado la advertencia de Dowd.

No hubo respuestas por parte de Clara, a menos que esos gemidos agónicos ocultaran alguna palabra. Jude escuchó atentamente con la esperanza de encontrar algo que tuviera sentido, pero le resultó imposible. Sintió que un estremecimiento recorría la espalda de la mujer, como si la espina dorsal se hubiera partido, y al instante su cuerpo quedó inmóvil. Lo más probable era que no hubieran pasado más de noventa segundos desde el momento en que Dowd hiciera su aparición. En ese corto lapso de tiempo, todo rastro de esperanza que pudiera haberse congregado en el lugar había desaparecido. Se preguntaba si Celestine habría escuchado el desarrollo de semejante tragedia, y si ese sufrimiento se sumaría a los que ya soportaba.

—Ha muerto, pichoncito —le dijo Dowd.

Jude dejó que el cuerpo de Clara resbalara de sus brazos y cayera al suelo.

»Deberíamos marcharnos —continuó el hombre con el mismo tono de voz que habría utilizado si, en lugar de estar abandonando un cadáver, estuviera anunciando el fin de un picnic—. No te preocupes por Clara. Ya recogeré lo que quede de ella más tarde.

Jude se puso en pie en cuanto escuchó el sonido de los pasos a sus espaldas, decidida a no permitir que la tocara. Sobre sus cabezas, otro avión surcaba el cielo. Miró hacia el ojo, pero este también había acabado deshecho.

—Destructor —dijo.