Veintidós días después de haber pasado de los gélidos páramos del Jokalaylau a los climas más cálidos del Tercer Dominio (días que habían sido testigos del espectacular aumento de la fortuna de Pai y Cortés a medida que atravesaban los distintos territorios del Tercero), los viajeros se encontraban en el andén de la estación situada a las afueras de la diminuta ciudad de Mai-Ké, esperando el tren que pasaba por allí una vez a la semana procedente de la ciudad de Iahmandhas, en el nordeste, y con destino a L’Himby, a medio día de camino hacia el sur.
Estaban ansiosos por marcharse. De todos los pueblos y ciudades que habían visitado en las últimas tres semanas, Mai-Ké había sido la menos acogedora. Y tenía sus razones. Era una comunidad bajo el asedio de los dos soles del Dominio y llevaba sufriendo seis años la ausencia de las lluvias que hacían crecer las cosechas de la región. Las terrazas y los campos de cultivo deberían haber lucido un verde brillante y estar cubiertos de brotes, pero en la realidad no eran más que extensiones de polvo. Las reservas que se habían almacenado para subsistir en caso de que se produjera una situación semejante se encontraban prácticamente reducidas a la nada. La hambruna era inminente y el pueblo no estaba de humor para entretener a los forasteros. La noche anterior, todos los vecinos se habían echado a las deslustradas calles para rezar en voz alta, dirigidos en semejantes imprecaciones por sus líderes espirituales, a quienes les rodeaba el aura de aquellos hombres cuya capacidad de improvisación está a punto de agotarse. El ruido, tan poco armónico que según Cortés conseguiría irritar hasta a la más comprensiva de las deidades, había continuado hasta la llegada de las primeras luces del alba, lo que impidió que pudieran conciliar el sueño. Como consecuencia, las conversaciones entre Pai y Cortés esa mañana fueron un tanto tensas.
No eran los únicos viajeros que esperaban el tren. Un granjero de Mai-Ké había llegado al andén acompañado de un rebaño de ovejas, algunas de las cuales estaban tan escuálidas que era un milagro que pudieran mantenerse en pie; el rebaño había traído consigo unas cuantas nubes del incordio local: un insecto llamado «zarzi»[10], con la misma envergadura de una libélula y el cuerpo tan gordo y peludo como el de un abejorro. Se alimentaba de las garrapatas de las ovejas, a menos que pudiese encontrar algo más apetecible. La sangre de Cortés entraba dentro de esta última categoría, por lo que el perezoso zumbido de los insectos no se alejó de él en ningún momento mientras esperaba bajo el bochornoso calor del mediodía. Su única fuente de información en Mai-Ké, una mujer llamada Piedrapelambre Diminuta, había predicho que el tren llegaría con puntualidad, pero ya llevaba bastante retraso, lo cual no arrojaba una luz muy favorecedora sobre el resto de la información que les había proporcionado la mujer la noche anterior.
Alejando a manotazos a los zarzis, Cortés salió de la sombra del andén para echar un vistazo a la vía. Esta se extendía hasta el horizonte sin una sola curva o inclinación, y estaba totalmente desierta. A unos metros de donde él se encontraba, unas cuantas ratas (de una variedad de aspecto repulsivo llamada «gravillera») correteaban de aquí para allá en busca de hierba seca con la que construir sus nidos entre los raíles y la gravilla en la que estos se asentaban. Su diligencia aumentó aún más la irritabilidad de Cortés.
—Vamos a quedarnos aquí toda la eternidad —le dijo a Pai, que estaba acuclillado en el andén haciendo marcas en el suelo con un guijarro afilado—. Esta es la venganza de Piedrapelambre sobre un par de hoopreos.
Había escuchado cómo les aplicaban ese apelativo entre susurros incontables veces. Su significado abarcaba un amplia gama de posibilidades, desde «extraño exótico» a «leproso repugnante», dependiendo de la expresión facial de la persona que lo murmurara. Los habitantes de Mai-Ké eran personas expresivas y, cuando usaban la palabra en presencia de Cortés, no cabía duda del calificativo que en sus mentes daban a su persona.
—Ya vendrá —dijo Pai—. No somos los únicos que estamos esperando.
En los últimos minutos, habían llegado dos nuevos grupos de viajeros al andén; una familia de maikeanos (con miembros que pertenecían a tres generaciones diferentes) que había arrastrado consigo todas sus posesiones hasta la estación; además de tres mujeres ataviadas con unas voluminosas túnicas, con las cabezas rapadas y untadas con una especie de lodo blanco: monjas del Goetic Kicaranki, una orden que gozaba en Mai-Ké del mismo odio que cualquier hoopreo bien alimentado. Cortés se sintió algo aliviado con la llegada de esos viajeros, pero la vía seguía desierta y las gravilleras, que con toda probabilidad serían las primeras en percibir cualquier perturbación en los raíles, continuaban en su afán de construir sus nidos sin que, al parecer, nada las inmutara. La contemplación de los animales no tardó mucho en aburrirlo, y desvió su atención hacia los garabatos de Pai.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy intentado averiguar cuánto tiempo llevamos aquí.
—Dos días en Mai-Ké, día y medio en el camino desde Hagan Juego…
—No, no —contestó el místico—. Estoy intentado contabilizarlo en días terrestres. Desde el momento en que llegamos a los Dominios.
—Ya lo intentamos en las montañas y no conseguimos nada.
—Porque nuestros cerebros seguían congelados.
—¿Y ya lo has averiguado?
—Dame un poco más de tiempo.
—Tenemos todo el del mundo —replicó Cortés, que devolvió la mirada a las cabriolas de las gravilleras—. Esas asquerosas tendrán nietos para cuando haya llegado el puto tren.
El místico siguió enfrascado en sus cálculos y dejó que Cortés regresara a la relativa comodidad del vestíbulo de la estación que, a juzgar por los excrementos de oveja que había en el suelo, había hecho las veces de redil en un pasado no muy remoto. Los zarzis lo siguieron, zumbando alrededor de su frente. Del bolsillo de su chaqueta (que le sentaba fatal y había comprado con el dinero que él y Pai habían ganado apostando en Hagan Juego) sacó una copia de Fanny Hill con las esquinas de las páginas dobladas, el único volumen que había conseguido comprar en inglés además de El progreso del peregrino, y que utilizó para espantar a los insectos, aunque no tardó en desistir. O bien los bichos se cansarían de él en un momento dado, o bien él se haría inmune a sus ataques. Lo que sucediera primero, le importaba un comino.
Se apoyó contra la pared cubierta de pintadas y bostezó. Estaba aburrido. ¡Aburrido! Parecía imposible. Si, cuando llegaron a Vanaeph, Pai hubiera pronosticado que unas cuantas semanas más tarde sus viajes por los Dominios reconciliados le resultarían tediosos, se habría reído ante semejante idea por considerarla una idiotez. Con ese cielo verde-dorado sobre su cabeza y los chapiteles de Patashoqua resplandecientes en la distancia, la extensión de sus aventuras le había parecido infinita. Sin embargo, para cuando llegaron a Beatrix (los buenos recuerdos pasados allí no habían perecido del todo bajo la memoria de sus ruinas) viajaba exactamente igual que cualquier hombre que atravesara tierras extrañas: preparado para afrontar descubrimientos ocasionales, pero convencido de que la naturaleza de esos seres bípedos, conscientes y curiosos, era la misma bajo cualquier cielo. Habían visto muchas cosas en los últimos días, por supuesto, pero nada que no hubiera podido imaginar de haberse quedado en casa y haber cogido una buena borrachera.
Sí, había presenciado verdaderas maravillas. Pero también había pasado momentos plagados de incomodidad, aburrimiento y normalidad. De camino a Mai-Ké, por ejemplo, los habían convencido para que se quedaran en una aldea dejada de la mano de Dios con el fin de asistir a los festejos de la comunidad: el ahogamiento anual de un burro. Los orígenes de semejante ritual, según les contaron, estaban envueltos en las brumas del misterio. Declinaron la invitación y Cortés comentó que, sin duda, aquel era el punto más deprimente de su recorrido. Siguieron el viaje en la parte de atrás de una carreta cuyo conductor les informó de que su familia llevaba seis generaciones utilizando el vehículo para el transporte de estiércol. Acto seguido, el hombre procedió a explicar con todo detalle la vida del antiquísimo enemigo de su familia: el pensanu o gallo defecador, un animal que con una sola cagada podía conseguir que todo un cargamento de estiércol resultara incomestible. Ni Pai ni él presionaron al hombre con el fin de que les comunicara la parte de la región en la que cenaban semejante manjar, pero ambos prestaron mucha atención a sus platos durante los días que siguieron al encuentro.
Allí sentado, mientras se dedicaba a girar con los talones los duros excrementos de las ovejas, Cortés dirigió sus pensamientos al punto álgido de su viaje por el Tercer Dominio: su estancia en la ciudad de Effatoi, que él mismo había rebautizado como Hagan Juego. No era un lugar muy grande, tal vez igualara a Ámsterdam en tamaño y en encanto, pero sí era el paraíso de los jugadores y atraía a las almas de todos aquellos residentes en los distintos Dominios que estaban dispuestos a tentar a la suerte. Allí se podía jugar a cualquier juego que existiera en Imajica. Si no te admitían en los casinos o en las peleas de gallos, siempre se podía buscar a un hombre desesperado que quisiera apostar por el color de la siguiente meada, si ese era el único juego disponible en ese momento. Gracias al trabajo de equipo, en lo que posiblemente podría calificarse como «eficiencia telepática», Cortés y el místico se habían hecho con una pequeña fortuna en la ciudad (nada más y nada menos que en ocho monedas distintas) con la que podían comprar ropa, comida y billetes de tren para llegar a Yzordderrex. No obstante, cuando Cortés estuvo a punto de ceder a la tentación de buscarse un domicilio en la ciudad, no fue pensando en los posibles beneficios económicos. En realidad, se debió a la existencia de una exquisitez local: una tarta rellena con una suave mezcla de melocotón, granada y miel que solía comerse antes de apostar como método para aumentar la vitalidad; entre apuesta y apuesta, para calmar los nervios; y, finalmente, para celebrar la victoria. No fue hasta que Pai le aseguró que podría encontrarla en cualquier sitio (y si no fuera así, tenían los fondos suficientes para disponer de su propio repostero) que Cortés se decidió a abandonar el lugar. L’Himby los llamaba.
—Tenemos que continuar —le había dicho el místico—. Scopique nos espera.
—Lo dices como si supiera que vamos a llegar.
—Hace mucho que me esperan —contestó Pai.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste en L’Himby?
—Pues… unos doscientos treinta años.
—En ese caso, estará muerto.
—Imposible —replicó Pai—. Es muy importante que lo veas, Cortés. Sobre todo en este momento, cuando se respiran tantos cambios en el aire.
—Si eso es lo que quieres, así lo haremos —había dicho Cortés—. ¿Queda muy lejos L’Himby?
—A un día de camino, si viajamos en tren.
Esa había sido la primera vez que Cortés había oído hablar de la vía de hierro que unía las ciudades de Iahmandhas y L’Himby, es decir, la que unía la ciudad de los hornos y la de los templos.
—Te gustará L’Himby —le había dicho Pai—. Es un lugar de meditación.
Descansados y con bastantes fondos a su disposición, abandonaron Hagan Juego a la mañana siguiente y, durante todo un día viajaron a lo largo del río Fefer para llegar a la provincia Ched Lo Ched, a través de Happi y Omootajive; allí se detuvieron en el Enclave de las Flores (donde no quedaba flor alguna) y, al fin, llegaron a Mai-Ké, un lugar atrapado entre los igualmente nocivos extremos de la pobreza y el puritanismo.
Cortés oyó que Pai hablaba en el andén.
—Bien —dijo.
Se puso en pie, abandonando la comodidad que ofrecían las paredes, y salió de nuevo al sol.
—¿Es el tren? —le preguntó a Pai.
—No. Los cálculos. Los he acabado. —El místico estaba observando las marcas que había dejado a sus pies, en el andén—. No es más que una aproximación, por supuesto, pero creo que solo hay un margen de error de un par de días. Tres a lo sumo.
—Entonces, ¿qué día es hoy?
—Adivina.
—El diez de… marzo.
—Frío, frío —contestó Pai—. Según mis cálculos, y recuerda que no es más que una aproximación, estamos a diecisiete de mayo.
—Imposible.
—Es cierto.
—La primavera está a punto de llegar a su fin.
—¿Te gustaría estar allí? —le preguntó Pai.
Cortés meditó la respuesta un instante antes de contestar.
—No mucho, la verdad. Lo que me gustaría es que los putos trenes no se retrasaran.
Se acercó al borde del andén y volvió a otear el horizonte.
—Ni rastro —dijo Pai—. Habríamos llegado antes en doeki.
—Como sigas haciendo eso…
—¿El qué?
—Diciendo justo lo que tengo en la punta de la lengua. ¿Me estás leyendo la mente?
—No —contestó el místico mientras borraba sus cálculos con la suela del zapato.
—¿Y cómo es que ganamos todo ese dinero en Hagan Juego?
—No necesitas que te enseñen a hacerlo —contestó.
—No me digas que es un talento natural —replicó Cortés—. Me he pasado toda la vida sin ganar absolutamente nada y, de repente, cuando estás conmigo no fallo ni una sola vez. No creo que sea fruto de la coincidencia. Dime la verdad.
—Esa es la verdad: no necesitas aprender. Recordar, tal vez… —Pai le dedicó una ligera sonrisa.
—Esa es otra —replicó Cortés, al tiempo que intentaba atrapar un zarzi.
Para su sorpresa, lo atrapó. Abrió la mano. Lo había aplastado y el líquido azulado de sus entrañas le manchaba la palma, pero aún seguía con vida. Asqueado, giró la muñeca y dejó que el insecto cayera al andén, justo a sus pies. No examinó los restos, al contrario, cogió un puñado de la hierba de aspecto enfermizo que crecía entre las losas del andén y comenzó a limpiarse la mano.
—¿De qué estábamos hablando? —preguntó. Pai no contestó—. ¡Ah! Sí, de las cosas que he olvidado. —Echó un vistazo a su mano, ya limpia—. El pneuma —siguió—. ¿Por qué se me iba a olvidar que poseo un poder semejante como el pneuma?
—Porque ya no era importante para ti…
—Cosa que dudo.
—… o porque querías olvidar.
La voz del místico adquirió un tono extraño al responder la pregunta de Cortés y, a pesar de que a este no le gustó demasiado, volvió a insistir.
—¿Y por qué iba a querer olvidar? —le preguntó.
Pai volvió a observar la vía. La distancia se veía ensombrecida por unas nubes de polvo, pero a través de ellas se veían pedacitos de cielo.
—¿Y bien? —insistió Cortés.
—Tal vez porque los recuerdos te resultan muy dolorosos —le contestó sin desviar la mirada.
Para Cortés, esta respuesta resultó aún más desagradable que la anterior. Captó el sentido, pero no le resultó nada fácil.
—Deja de hacer eso —le dijo.
—¿El qué?
—Hablar de ese modo tan horrible. Me revuelve las tripas.
—No estoy haciendo nada —dijo el místico con la voz aún distorsionada, aunque en menor medida—. Confía en mí. No estoy haciendo nada.
—Entonces háblame del pneuma —lo instó Cortés—. Quiero saber cómo conseguí un poder semejante.
Pai comenzó a hablar, pero, en esa ocasión, su voz sonó tan distorsionada y horrible que a Cortés le pareció que le hundían un puño en el estómago y le removían las tripas.
—¡Dios! —exclamó, frotándose el abdomen, en un vano intento de aliviar el malestar—. Sea lo que sea a lo que estés jugando…
—No soy yo —protestó Pai—. Eres tú. No quieres escuchar lo que te voy a decir.
—Sí quiero, joder —afirmó Cortés, mientras se limpiaba las gotas de sudor helado que tenía alrededor de los labios—. Quiero respuestas. ¡Quiero respuestas sinceras!
Pai comenzó a hablar de nuevo de esa forma tan asquerosa y, de inmediato, las oleadas de náuseas azotaron el estómago de Cortés con renovada fiereza. El dolor bastaba para doblarlo en dos, pero que lo colgaran si permitía que el místico le escondiera algo. Ya se trataba de una cuestión de principios. Observó los labios de Pai con los ojos entrecerrados, pero, tras unas cuantas palabras más, el místico guardó de nuevo silencio.
»¡Dímelo! —exclamó Cortés, decidido a conseguir que Pai lo obedeciera, aun cuando no pudiera entender ni una sola palabra—. ¿Qué es lo que he hecho para desear tanto el olvido? ¡Dímelo!
El místico comenzó a mover los labios otra vez, si bien su renuencia era palpable. Sus palabras fueron tan ininteligibles que Cortés apenas pudo comprender una mínima parte de su significado. Algo acerca del poder. Acerca de la muerte.
Una vez convencido, hizo un ademán para que la fuente de todas sus molestias escatológicas guardara silencio y desvió la mirada en busca de una vista con la que calmar sus intestinos. Pero la escena que lo rodeaba era una convención de pequeños horrores: una gravillera que construía su miserable nido bajo los raíles; la vía que se perdía en el horizonte entre nubes de polvo; el zarzi muerto junto a sus pies, con la cavidad donde guardaba la próxima puesta de huevos abierta y todas sus crías nonatas esparcidas sobre la piedra. Esa última visión, a pesar de ser repugnante, le trajo a la cabeza la comida. El puerto donde se almacenaba la comida en Yzordderrex: peces dentro de otros peces que estaban, a su vez, dentro de otros peces y, los más pequeños de todos, rellenos de huevos. La imagen lo derrumbó. Se tambaleó hasta el extremo del andén y vomitó sobre los raíles mientras sus tripas se agitaban con violentos espasmos. No es que tuviese mucho en el estómago, pero las arcadas siguieron y siguieron hasta que el dolor fue tan fuerte que lo hizo llorar. Por fin, se alejó temblando del borde de la vía. Aún tenía el olor de su propio estómago en la nariz, pero, al menos, los espasmos estaban remitiendo. Por el rabillo del ojo, vio que Pai se acercaba.
—¡No te acerques a mí! —le ordenó—. ¡No quiero que me toques!
Le dio la espalda tanto al vómito como a aquel que lo había provocado y volvió a retirarse a la sombra del vestíbulo de la estación. Allí se sentó en un duro banco de madera, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. A medida que el dolor disminuía hasta remitir del todo, sus pensamientos regresaron a los motivos que encerraban el ataque de Pai. Había interrogado al místico acerca del problema del poder varias veces a lo largo de los últimos cuatro meses y medio: cómo se obtenía y, más específicamente, cómo lo había conseguido él, Cortés. Las respuestas que había obtenido fueron confusas al máximo, si bien no sintió la necesidad imperiosa de presionar a Pai para llegar al fondo del asunto. Tal vez, en su subconsciente, no quería saber la respuesta. Por norma general, ese tipo de don conllevaba consecuencias negativas, y estaba disfrutando demasiado con su papel de poseedor y portador de un poder semejante como para echarlo a perder por culpa de una conversación acerca de la arrogancia. Se había dado por satisfecho con que Pai lo embaucara con equívocos y verdades a medias, y así hubiera continuado de no haber sido por culpa de la irritación y el aburrimiento provocados tanto por el zarzi como por el retraso del tren a L’Himby, que habían preparado el terreno para comenzar una discusión. Pero eso solo era la mitad del problema. Había presionado al místico, cierto, pero apenas se había regodeado. El ataque parecía ser desproporcionado para la ofensa. Había formulado una pregunta inocente y como castigo lo habían vuelto del revés. Y todo eso después de la conversación de amor que tuvieran en las montañas…
—Cortés…
—Que te den por culo.
—El tren, Cortés…
—¿Qué pasa con el tren?
—Que ya viene.
Cortés abrió los ojos. El místico estaba de pie en la puerta de vestíbulo, con aspecto abatido.
»Siento mucho lo que ha ocurrido antes —le dijo.
—Yo no he tenido la culpa —respondió Cortés—. Has sido tú.
—No, de verdad que no.
—Entonces, ¿qué ha sido? ¿Me ha sentado mal la comida?
—No. Pero hay ciertas preguntas…
—Que me dan ganas de vomitar.
—… cuyas respuestas no quieres escuchar.
—¿Por quién me tomas? —preguntó Cortés, con la voz cargada de desdén—. Te hago una pregunta y, como respuesta, me llenas la cabeza con tal cantidad de mierda que acabo vomitando y, para colmo, la culpa es mía por haber hecho la pregunta. ¿Qué tipo de lógica retorcida es esa?
El místico alzó las manos en un gesto de fingida rendición.
—No voy a discutir —le dijo.
—De puta madre —contestó Cortés.
De todos modos, cualquier intento de profundizar en el tema habría resultado inútil con el sonido del tren cada vez más cerca, que se sumaba a los vítores y aplausos lanzados por la audiencia congregada en el andén. Aunque todavía no estaba del todo repuesto, Cortés se puso en pie y siguió a Pai para reunirse con la multitud.
Era más que probable que la mitad de los habitantes de Mai-Ké estuviese en esos momentos en la estación. Muchos de ellos, supuso, no eran más que curiosos sin intención alguna de viajar; el tren era una simple distracción con la que olvidar el hambre y la falta de respuesta a sus oraciones. No obstante, había familias que tenían pensado marcharse y que se afanaban por moverse entre la multitud con el equipaje en las manos. Las privaciones que habrían tenido que soportar para poder adquirir los billetes con los que escapar de Mai-Ké eran inimaginables. Hubo muchos sollozos mientras abrazaban a aquellos que dejaban atrás, la mayoría ancianos, y que, a juzgar por sus expresiones de sufrimiento, no esperaban volver a ver nunca más ni a sus hijos ni a sus nietos. El viaje a L’Himby, que para Pai y él no era más que un paseo, suponía para ellos un viaje hacia el olvido.
A pesar de lo anterior, era improbable que en toda Imajica hubiese una forma más espectacular de emprender un viaje que esa colosal locomotora que acababa de emerger de una nube de vapor. Fuera quien fuese el diseñador de esa ensordecedora y reluciente máquina, conocía sus equivalentes en la Tierra a la perfección: era el tipo de locomotora antigua que se utilizaba en el Oeste, pero que aún seguía en funcionamiento en China y en la India. Su imitación no carecía de originalidad, gracias a la decoración que expresaba a voz en grito la joie de vivre: la habían pintado con unos tonos tan brillantes que bien parecía el macho de la especie en busca de una compañera; sin embargo, bajo la capa de pintura había una máquina que podría haber echado vapor en King’s Cross o en Marylebone durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Tras ella, se alineaban seis vagones de pasajeros y otros tantos de carga; en dos de estos últimos estaban cargando el rebaño de ovejas.
Pai ya se había acercado a los vagones y, en esos momentos, volvía de nuevo junto a Cortés.
—El segundo. Los del otro extremo están más abarrotados.
Subieron al vagón. El interior habría sido suntuoso en otra época, pero el uso le había pasado factura. La mayoría de los asientos habían sido despojados tanto del relleno de espuma como de los reposa-cabezas, y algunos habían perdido por completo los respaldos. El suelo estaba cubierto de polvo y las paredes, que alguna vez estuvieron decoradas con el mismo brillo que la locomotora, necesitaban con urgencia una buena mano de pintura. Solo había otros dos ocupantes, dos hombres, ambos gordos hasta el punto de resultar grotescos, y ambos ataviados con unos hábitos de los que emergían unas tiras entrelazadas con unos nudos elaborados y que les conferían la apariencia de un par de clérigos recién escapados de un manicomio. Sus rasgos eran minúsculos y se encontraban apelotonados en el centro de sus rostros, como si se hubieran congregado allí por temor a perderse entre tanta grasa. Ambos estaban comiendo nueces; las partían con sus rechonchos puños y dejaban caer una lluvia de cáscaras desmenuzadas al suelo.
—Hermanos del Bulevar —informó Pai mientras Cortés tomaba asiento tan lejos de los cascanueces como le resultó posible.
Pai se sentó al otro lado del pasillo y, entre ellos, colocó la bolsa que contenía las pocas pertenencias que habían acumulado hasta la fecha. Se vieron obligados a soportar una larga espera antes de que el tren se pusiera de nuevo en marcha debido a que hubo que golpear a las ovejas, esos recalcitrantes animales, con el fin de persuadirlas de que subieran a los vagones de carga para emprender lo que ellas tal vez intuyeran como un viaje hacia el matadero, y también porque los pasajeros que aún estaban en el andén seguían atareados con las despedidas. A través de las ventanas no solo les llegaban las promesas y los sollozos, también lo hacían el olor de los animales y los ineludibles zarzis, si bien fueron los Hermanos y su comida los que atrajeron la atención de los insectos en esa ocasión, en lugar de la carne de Cortés.
Cansado por las horas de espera y reventado por las náuseas, Cortés se adormiló y, por último, cayó en un sueño tan profundo que la largamente retrasada partida del tren no lo molestó en absoluto; cuando se despertó, ya habían transcurrido dos horas desde que se pusieran en marcha. Al otro lado de la ventana, el paisaje había cambiado muy poco. En ese lugar se extendían las mismas llanuras de color marrón grisáceo que rodeaban Mai-Ké. Unos grupos de viviendas, construidas con barro en la época en la que había agua, se alzaban aquí y allá sin que apenas se las pudiera distinguir del suelo. De vez en cuando pasaban por una parcela de tierra en la que se apreciaba cierta vida, bien porque hubiera sido bendecida por la primavera, bien porque hubiera disfrutado de un riego mejor que el de los terrenos que la circundaban. Y, de modo aún más ocasional, aparecían algunos trabajadores con las espaldas dobladas mientras recogían los frutos de una productiva cosecha. No obstante, por regla general el paisaje era tal y como Piedrapelambre Diminuta había anunciado. Tendrían que contemplar extensiones de tierras yermas durante muchas horas, les había dicho; y después atravesarían las Estepas antes de cruzar los Tres Ríos y llegar a la provincia de Berna, de la que L’Himby era capital. Cortés había dudado de la competencia de la mujer mientras esta hablaba (estaba fumando una hierba de olor excesivamente fuerte para resultar placentera y, además, era la portadora de algo inédito en la ciudad: una sonrisa), pero la mujer sabía de geografía, ya fuese una yonqui o no.
A medida que viajaban, los pensamientos de Cortés volvieron de nuevo a los orígenes del poder que Pai había conseguido despertar en él. Si, tal y como sospechaba, el místico había tocado una parte de su mente que hasta ese momento había permanecido inerte y le había dado acceso a unas habilidades que permanecían latentes en el ser humano, ¿por qué coño se mostraba tan renuente a admitir su intervención? ¿No le había demostrado él en las montañas que estaba más que dispuesto a aceptar la idea de que una mente pudiera abrazar a otra? ¿O es que esa fusión se había convertido en un tema embarazoso para el místico, y el asalto del andén había sido el modo de volver a establecer las distancias entre ellos? Si esta posibilidad era cierta, había tenido éxito. Llevaban viajando medio día y no habían intercambiado ni una sola palabra.
Bajo el calor de media tarde, el tren se detuvo en una pequeña localidad y esperó hasta que el rebaño que había subido en Mai-Ké hubo descendido. No menos de cuatro vendedores de refrigerios subieron al tren durante ese intervalo; uno llevaba exclusivamente dulces y golosinas, entre las que Cortés encontró una variante de la tarta de miel y semillas de granada que había estado a punto de atarlo a Hagan Juego para siempre. Adquirió tres porciones y, más tarde, le compró dos tazas de café muy dulce a otro vendedor. La mezcla no tardó en revitalizar a su aletargado organismo. Por su parte, el místico compró pescado seco para comer, cuyo olor alejó aún más a Cortés de su lado.
Cuando escucharon el grito que anunciaba la inminente partida del tren, Pai se puso súbitamente en pie y corrió hacia la puerta. A Cortés se le pasó por la cabeza la idea de que el místico intentaba abandonarlo, pero descubrió que Pai había visto a un vendedor de periódicos en el andén y, tras hacer una apresurada compra, subió de nuevo al tren al tiempo que este se ponía en movimiento. Ya de vuelta, se sentó junto a los restos del pescado de la cena y, tan pronto como desdobló el periódico, dejó escapar un pequeño silbido.
—Cortés. Será mejor que le eches un vistazo a esto.
Dicho eso, pasó el periódico al otro lado del pasillo. El titular estaba escrito en un idioma que Cortés no comprendía y que ni siquiera pudo reconocer, pero poco importaba. Las fotografías que acompañaban a la noticia hablaban por sí solas: un patíbulo con seis cuerpos colgados e, intercaladas, las imágenes de los individuos ejecutados; entre ellas estaban las de Hammeryock y la pontífice Farrow, los legisladores de Vanaeph. Bajo la galería de granujas se encontraba un grabado muy fiel de Acaro Bronco, el evocador chiflado.
—Entonces —dijo Cortés— han recibido el castigo que merecían. Son las mejores noticias que he tenido en mucho tiempo.
—No, no lo son —contestó Pai.
—Intentaron matarnos, ¿recuerdas? —replicó Cortés con voz razonable, decidido a no permitir que la actitud hostil del místico lo enfureciera—. ¡Si los han colgado no pienso llorar por ellos! ¿Qué hicieron, robar Merrow Ti’ Ti’?
—Merrow Ti’ Ti’ no existe.
—Era una broma, Pai —contestó Cortés, con rostro impasible.
—No le veo la gracia, lo siento —se disculpó el místico con semblante serio—. Su delito… —Se quedó en silencio, cruzó el pasillo para sentarse enfrente de Cortés y le quitó el periódico de las manos antes de continuar—. Su crimen fue mucho más serio —prosiguió en voz más baja. Comenzó a leer en susurros, resumiendo el resto de la noticia—. Fueron ejecutados hace una semana, acusados del intento de del intento de asesinato del Autarca mientras este y su séquito se encontraban en misión de paz en Vanaeph…
—¿Estás bromeando?
—En absoluto. Eso es lo que dice.
—¿Y tuvieron éxito?
—Por supuesto que no. —El místico permaneció en silencio mientras ojeaba las columnas—. Dice que mataron a tres de sus consejeros con una bomba y que once soldados resultaron heridos. El artefacto era…, espera, mi omootajivaciano está un poco oxidado…, el artefacto fue introducido en las cercanías del séquito por la pontífice Farrow. Todos fueron capturados con vida, según dice aquí, aunque los colgaron una vez muertos; lo que significa que fueron torturados hasta morir, pero que el Autarca quiso hacer un espectáculo de la ejecución de todos modos.
—Joder, menuda barbarie.
—Es de lo más normal, sobre todo en los procesamientos políticos.
—¿Y qué pasa con Acaro Bronco? ¿Por qué está ahí su foto?
—Fue acusado como cómplice, pero, según parece, logró escapar. El muy imbécil…
—¿Por qué lo insultas?
—Por meterse en cuestiones políticas cuando hay muchas más cosas en peligro. No es la primera vez, por supuesto, y tampoco será la última…
—Me he perdido.
—La gente acaba frustrada por la espera y se rebaja a meterse en política. Eso denota su falta de visión de futuro. Muchacho imbécil.
—¿Lo conoces mucho?
—¿A quién? ¿A Acaro Bronco? —El relajado semblante del místico reflejó por un momento la confusión que sentía antes de contestar—. Tiene… cierta reputación, se podría decir. Lo encontrarán sin lugar a dudas. No habrá cloaca en Dominio alguno en la que pueda esconderse.
—¿Y a ti qué más te da?
—Baja la voz.
—Contéstame —replicó Cortés, que bajó la voz al hablar de todos modos.
—Era un maestro, Cortés. Él decía ser un evocador, pero para el caso es lo mismo: tenía poder.
—¿Y qué hacía viviendo en mitad de un basurero como Vanaeph?
—No todo el mundo valora las riquezas y las mujeres, Cortés. Algunas almas tienen ambiciones más elevadas.
—¿Como por ejemplo?
—El conocimiento. ¿Recuerdas el motivo inicial de nuestro viaje? Querías comprender las cosas. Esa es una buena ambición. —Pai miró a Cortés a los ojos por primera vez desde que tuviera lugar el episodio del andén—. Tu ambición, amigo mío. Acaro Bronco y tú tenéis mucho en común.
—¿Y él lo sabe?
—Desde luego que sí.
—¿Por eso se enfadó tanto cuando no me senté a hablar con él?
—Es posible.
—¡Mierda!
—Hammeryock y Farrow debieron de tomarnos por espías que trataban de descubrir posibles conjuras en contra del Autarca.
—Pero Acaro Bronco descubrió la verdad.
—Así es. Una vez fue un gran hombre, Cortés. Por lo menos… eso se rumoreaba. Ahora supongo que estará muerto o lo estarán torturando, y eso son malas noticias para nosotros.
—¿Crees que les dará nuestros nombres?
—¿Quién sabe? Los maestros conocen muchas formas de protegerse contra la tortura, pero hasta el hombre más fuerte puede venirse abajo bajo la presión adecuada.
—¿Me estás diciendo que tenemos al Autarca en los talones?
—Creo que si ese fuera el caso, ya lo sabríamos. Hemos recorrido un largo trecho desde Vanaeph. Nuestro rastro debe de haberse enfriado a estas alturas.
—Y tal vez no hayan arrestado a Acaro, ¿verdad? Tal vez haya escapado.
—Aun así, arrestaron a Hammeryock y a la pontífice. Creo que podemos afirmar que a estas alturas ya tienen una descripción detallada de nosotros dos.
Cortés apoyó la cabeza en el asiento.
—Mierda —dijo—. No estamos haciendo muchos amigos, ¿cierto?
—Razón de más para no perdernos el uno al otro —contestó el místico. La sombra de las cañas de bambú que pasaron junto a la ventanilla oscureció momentáneamente su rostro, pero él siguió mirando a Cortés sin parpadear—. Sea cual sea el daño que creas que te he inflingido, ahora o en el pasado, te pido perdón. Nunca te he deseado mal alguno, Cortés. Por favor, créeme. Ni el más mínimo.
—Lo sé —murmuró Cortés—. Yo también te pido perdón. De verdad.
—¿Estamos de acuerdo entonces en que debemos posponer nuestra discusión hasta que los únicos enemigos que tengamos en Imajica seamos nosotros mismos?
—Puede que tengamos que esperar mucho tiempo.
—Mejor que mejor.
Cortés soltó una carcajada.
—De acuerdo —accedió, al tiempo que se inclinaba hacia delante y cogía una de las manos del místico—. Juntos hemos visto cosas sorprendentes, ¿no es verdad?
—En efecto.
—Casi perdí la noción de lo maravilloso que es todo esto mientras estuvimos en Mai-Ké.
—Todavía nos quedan muchas maravillas que contemplar.
—Prométeme solo una cosa, ¿quieres?
—Dime.
—No vuelvas a comer pescado crudo en mi presencia. Es más de lo que un hombre puede soportar.
Dada la actitud anhelante con la que Piedrapelambre Diminuta había deseado L’Himby, Cortés había esperado encontrarse con una especie de Katmandú: una ciudad llena de templos, peregrinos y drogas gratis. Tal vez hubiera sido así en otra ocasión, durante la juventud (perdida largo tiempo atrás) de la mujer. Sin embargo, cuando Pai y él bajaron del tren poco después de que cayera la noche, no llegaron a una atmósfera de tranquilidad espiritual precisamente. Había soldados apostados en las puertas de la estación, la mayoría desocupados, fumando y conversando; sin embargo, había unos cuantos que inspeccionaban a los pasajeros que desembarcaban. Por suerte, otro tren acababa de llegar minutos antes a una vía contigua y las puertas estaban atestadas de personas, muchas de las cuales llevaban a cuestas las únicas pertenencias que aún les quedaban. Para Cortés y Pai no fue difícil abrirse camino hasta el centro de la multitud y atravesar las puertas por las barras rotatorias para salir de la estación sin llamar la atención.
Había muchos más soldados en las amplias calles iluminadas por la luz de las farolas. La actitud indiferente que reinaba entre ellos no menguaba la inquietud que provocaba su presencia. Los soldados rasos iban vestidos con uniformes de color gris parduzco, en contraste con los oficiales que vestían de blanco, color que parecía ser más que apropiado en el ambiente de la noche subtropical. Todos hacían alarde de sus armas. Cortés puso mucho cuidado en no observar más de la cuenta ni a los hombres ni a sus armas, por temor a que su curiosidad llamara la atención, pero bastó un breve vistazo para confirmar que, tanto el armamento como los vehículos aparcados en todos y cada uno de los callejones, llevaban el mismo emblema que había visto en las calles de Beatrix y cuya simple presencia ya resultaba intimidatoria. Los señores de la guerra de Yzordderrex eran maestros curtidos en las artes de la muerte, y su tecnología iba muy por delante de aquella que había creado la locomotora en la que los viajeros habían llegado hasta allí.
Sin embargo, a los ojos de Cortés lo más fascinante de todo no eran los tanques ni las ametralladoras, sino la presencia entre esas tropas de una subespecie desconocida para él hasta esos momentos: oethaques[11], como los había llamado Pai. No eran más altos que sus compañeros, pero sus cabezas suponían un tercio o más de esa altura, y sus encorvados cuerpos tenían una apariencia grotesca y ancha para poder sostener el peso de ese cargamento de huesos. Unos objetivos fáciles, señaló Cortés, pero Pai le había comentado entre susurros que sus cerebros eran pequeños, sus cráneos gruesos y su resistencia al dolor, heroica, Las evidencias de esta última quedaban patentes en la extraordinaria cantidad de cicatrices blanquecinas y deformidades que desfiguraban su piel, de un color tan blanco como el de los huesos que esta ocultaba.
Parecía que esa considerable presencia militar llevaba un tiempo en el lugar, dado que el populacho continuaba con sus quehaceres nocturnos como si esos hombres y sus máquinas de matar no fuesen en absoluto algo fuera de lo común. Apenas había signos de confraternización, pero tampoco se veían evidencias de hostilidad.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Cortés a Pai, una vez que se alejaron de la muchedumbre que rodeaba la estación.
—Scopique vive en la parte nordeste de la ciudad, cerca de los templos. Es doctor. Un hombre muy respetado.
—¿Crees que todavía ejercerá su profesión?
—No es médico, Cortés. Es doctor en teología. Le gustaba la ciudad porque parecía sumida en una especie de letargo.
—En ese caso, ha cambiado.
—Me temo que sí. Parece que también ha prosperado.
Las evidencias de la riqueza recién adquirida que experimentaba la ciudad de L’Himby se encontraban por doquier: los edificios relucientes, cuyas puertas aún parecían estar recién pintadas; la gran variedad de estilos en el vestir que los transeúntes habían adoptado; o el número de elegantes automóviles que circulaba por las calles. Sin embargo, aún quedaban ciertas reminiscencias de la cultura que se había desarrollado allí antes de que la riqueza prosperara: las bestias de carga que circulaban todavía entre el tráfico, sufriendo pitidos y maldiciones; y unos cuantos edificios antiguos cuyas fachadas habían sido preservadas e incorporadas (por regla general de un modo muy tosco) a las construcciones de estilo más reciente. Por no mencionar las fachadas vivas: los rostros de la gente con la que Cortés y Pai se mezclaban. Los oriundos del lugar compartían una peculiaridad única en la región: unos ramilletes de pequeños brotes cristalinos de color amarillo y morado que les crecían en la cabeza. Algunos los llevaban dispuestos como si fuesen una especie de corona o sombrerillo, pero no era nada extraño que otros los tuvieran en mitad de la frente o colocados de forma irregular cerca de la boca. Hasta donde Pai sabía, no tenía función alguna; no obstante, estaba claro que los más sofisticados lo consideraban una deformidad y muchos de ellos llegaban a extremos insospechados para ocultar su similitud con los aldeanos menos favorecidos. Algunos de estos estilistas llevaban sombreros, velos y capas de maquillaje con los que ocultaban las evidencias. Otros habían recurrido a la cirugía para hacer desaparecer el tejido y mostraban orgullosos sus cabezas sin necesidad de recurrir a tocado alguno, exhibiendo sus cicatrices como prueba de su elevado nivel económico.
—Es ridículo —comentó Pai cuando Cortés le señaló la tendencia—. Pero no es más que la perniciosa influencia de lo que vosotros llamáis «moda». Esta gente quiere parecerse a los modelos que ven en las revistas de Patashoqua, y los estilistas de esa ciudad siempre han buscado su inspiración en el Quinto. ¡Serán imbéciles! ¡Míralos! Te aseguro que si extendiéramos el rumor de que en París se ha puesto de moda cortarse el brazo derecho, andaríamos pisando miembros cercenados de aquí a casa de Scopique.
—¿Esto no pasaba cuando tú estabas aquí?
—En L’Himby no. Tal y como te he explicado, era un lugar de meditación. Sin embargo, en Patashoqua sí. Siempre ha sido así, dado que al estar tan cerca del Quinto Dominio la influencia que este ejerce sobre la ciudad es muy fuerte. Además, siempre ha habido unos cuantos maestros menores, ya sabes, que pasaban de un lado a otro y traían estilos y nuevas ideas. Unos cuantos acabaron haciendo negocio de ese modo y atravesaban el In Ovo cada cierto tiempo, con el fin de ponerse al día de las noticias del Quinto y vender las nuevas tendencias a las casas de moda, a los arquitectos y demás. Una puta decadencia. Me revuelve el estómago.
—Pero tú hiciste lo mismo, ¿no es así? Acabaste formando parte del Quinto Dominio.
—Nunca aquí —replicó el místico con el puño sobre el pecho—. Jamás en el corazón. Mi error fue perderme en el In Ovo y acudir ante aquel que me convocó en la Tierra. Durante mi estancia allí me sumergí en el juego de los humanos, pero solo cuando me resultó necesario.
A pesar de sus ropas holgadas, y en esos momentos bastante arrugadas, tanto Pai como Cortés llevaban la cabeza descubierta y sus cráneos carecían de protuberancia alguna, con lo cual atrajeron una gran cantidad de miradas envidiosas por parte de todos aquellos presumidos que se pavoneaban en la calle. Estaba muy lejos de ser una bienvenida, claro está. Si la teoría de Pai era correcta y Hammeryock o la pontífice Farrow habían dado sus descripciones a los torturadores del Autarca, sus retratos podrían haber salido a esas alturas en los periódicos de L’Himby. Si semejante posibilidad fuera cierta, cualquier petimetre envidioso podría hacer que los retiraran de la competición con unas cuantas palabras susurradas al oído de cualquier soldado. Cortés preguntó si no sería más sensato pedir un taxi y moverse de un modo un poco más discreto. El místico no parecía estar muy conforme con la idea, dado que no recordaba la dirección de Scopique y la única esperanza que tenían de llegar allí era ir a pie y confiar en su instinto. No obstante, estuvieron de acuerdo en evitar las zonas más ajetreadas de la calle, allí donde los clientes de las cafeterías se sentaban en las terrazas para disfrutar del aire de la tarde o se reunían los soldados, aunque esto último no se daba con mucha frecuencia. Si bien continuaron atrayendo el interés y la admiración de los transeúntes, nadie se enfrentó a ellos y, veinte minutos después, habían dejado atrás la calle principal. Los edificios bien cuidados dieron paso a unas estructuras mugrientas, y los mequetrefes de las terrazas a otras almas más sombrías.
—Esto parece más seguro —dijo Cortés, lo que no dejó de ser una paradoja, puesto que las calles por las que se movían se parecían a cualquiera de las que hubieran evitado de modo instintivo en el Quinto Dominio: callejones mal iluminados en los que la mayoría de las casas se encontraba en muy mal estado.
No obstante, la mayoría de las viviendas estaban iluminadas, incluso las más ruinosas, y los niños jugaban en la sombría calzada a pesar de lo tardío de la hora. Sus juegos eran los mismos que los de la Tierra, quizá con alguna que otra variación. No los habían copiado, habían sido inventados por las mentes jóvenes con los mismos elementos básicos: un bate y una pelota; un trozo de tiza y el hormigón del suelo; una cuerda y una cancioncilla. Cortés se sintió reconfortado mientras caminaba entre ellos y escuchaba sus risas, que no eran diferentes a las de los niños humanos.
Por fin, las casas habitadas dieron paso a una zona del todo abandonada y, pollos refunfuños de Pai, estuvo claro que el místico no tenía ni idea de dónde se encontraban. De repente, en cuanto se percató de la existencia de una estructura distante, emitió una risilla alegre.
—Ese es el templo —informó Pai, que señalaba con un dedo a un monolito situado a varios kilómetros del lugar donde se encontraban. No estaba iluminado y parecía abandonado; a su alrededor todo había sido demolido—. Desde la ventana del baño de Scopique se veía ese templo, si no recuerdo mal. En los días de sol, según afirmaba, tenía por costumbre abrir la ventana y contemplar el templo mientras cagaba.
El místico sonrió ante el recuerdo y dio la espalda al lejano edificio.
—El baño estaba justo frente al templo y no hay más calles entre la casa y el edificio sagrado. Eran terrenos comunales donde los peregrinos podían instalar sus tiendas.
—En ese caso vamos en la dirección correcta —dijo Cortés—. Solo tenemos que tomar la última calle que gire hacia la derecha.
—Eso parece lógico —afirmó Pai—. Estaba empezando a dudar de mi memoria.
No tuvieron que buscar mucho. Dos edificios más adelante, las calles cubiertas de escombros llegaron a un abrupto final.
—Aquí está.
No había triunfo alguno en la voz del místico, hecho nada sorprendente dada la devastación que se extendía ante ellos. Al contrario que en las calles que habían dejado atrás, en las que había sido el tiempo el que hiciera estragos, allí había tenido lugar un asalto mucho más sistemático. Varias casas habían sido incendiadas. Otras parecían haber sido utilizadas como blancos en las prácticas de tiro de una división de tanques.
—Alguien se nos ha adelantado —dijo Cortés.
—Eso parece —respondió Pai—. Debo decir que no me sorprende en absoluto.
—¿Y por qué coño nos has traído hasta aquí entonces?
—Tenía que verlo con mis propios ojos —contestó el místico—. No te preocupes, el rastro no acaba aquí. Habrá dejado un mensaje.
Cortés no señaló lo poco probable que se le antojaba aquella idea mientras seguía a Pai por la calle; el místico se detuvo delante de un edificio que, si bien no había sido reducido a un montón de piedras renegridas, parecía estar a punto de sucumbir al derrumbamiento. El fuego había salido por las ventanas y la que una vez fuese una elegante puerta había sido sustituida por unos trozos de madera parcialmente podridos; el lugar estaba iluminado por un puñado de estrellas, ya que la calle carecía de farolas.
—Será mejor que te quedes aquí fuera —le aconsejó Pai’oh’pah—. Scopique puede haber dejado alguna que otra defensa.
—¿Como qué?
—El Invisible no es el único que puede conjurar guardianes —fue la respuesta de Pai—. Por favor, Cortés… Preferiría hacer esto solo.
Cortés se encogió de hombros.
—Como quieras —le dijo, antes de añadir—: De todos modos, eso es lo que haces siempre.
Cortés observó cómo Pai ascendía por los escalones cubiertos de escombros, apartaba unos cuantos tablones de la entrada y se deslizaba en el interior hasta quedar fuera de su vista. En lugar de esperar allí, se alejó por la acera con el fin de echarle otro vistazo al templo mientras meditaba acerca de la posibilidad de que ese Dominio, al igual que sucediera con el Cuarto, no solo hubiera echado por tierra sus propias expectativas, sino también las de Pai. El refugio que se suponía iba a ser Vanaeph no había resultado más que un lugar donde habían estado a punto de ejecutarlos, mientras que los escombros letales de la montaña les habían otorgado la resurrección. Y ahora le tocaba el turno a L’Himby: una ciudad que una vez fuese centro de meditación y que había quedado reducida a ruinas y oropeles. ¿Qué sería lo siguiente?, se preguntaba. ¿Llegarían a Yzordderrex solo para descubrir que se había convertido en la Nueva Jerusalén, desdeñando su papel como la Babilonia de los Dominios?
Desde el lugar donde se encontraba, contempló el sombrío templo y dejó que su mente vagara hacia un tema que había meditado en varias ocasiones desde su llegada al Tercero: el mejor modo de trazar un mapa de los Dominios con el fin de poder explicar a sus amigos del Quinto el emplazamiento de los mismos cuando regresara; no obstante, la tarea representaba todo un desafío. Habían viajado por todo tipo de caminos, desde la autopista de Patashoqua, hasta las polvorientas sendas que unían Happi con Mai-Ké; habían seguido sinuosas rutas que atravesaban verdes valles y habían escalado hasta llegar a alturas donde ni siquiera el musgo más resistente podría sobrevivir; habían disfrutado del lujo de los carruajes y de la lealtad de los doeki; habían sudado y se habían congelado y habían vagado en sueños, al igual que lo hacen los poetas en el reino de la fantasía, dudando tanto de sus sentidos como de ellos mismos. Era necesario escribir todo aquello: las rutas, las ciudades, las cordilleras y los llanos debían plasmarse en dos dimensiones, debían ser analizados a conciencia. A su tiempo, pensó, volviendo a posponer el desafío una vez más. A su debido tiempo.
Volvió a contemplar la casa de Scopique. No había señal alguna de que Pai hubiese salido y comenzó a preguntarse si le habría sucedido algo al místico allí dentro. Regresó hasta los escalones de la entrada, los subió y, no sin sentirse un poco culpable, se deslizó por la abertura de los tablones hacia el interior. La luz de las estrellas tenía más dificultad para penetrar en el edificio de la que había tenido él, y la ceguera le provocó un escalofrío en cuanto recordó la absoluta oscuridad que reinaba en la catedral de hielo. En aquella ocasión el místico había estado tras él; en esos momentos, Pai se hallaba en algún lugar allí delante. Esperó unos segundos junto a la entrada para permitir que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Era una casa angosta, llena de estancias estrechas, pero escuchó una voz al fondo, apenas un susurro, y decidió seguirla mientras se abría paso a traspiés entre las tinieblas. Ya había dado unos cuantos pasos cuando se dio cuenta de que no era Pai el que hablaba, sino otra persona de voz ronca y asustada. ¿Se trataría de Scopique, que había hecho de las ruinas su refugio?
Un destello de luz, no más brillante que la más tenue de las estrellas, lo guió hasta una puerta a través de la cual pudo echarle un vistazo al extraño. Pai estaba de pie en mitad de la ennegrecida habitación, de espaldas a Cortés. Sobre el hombro del místico, Cortés vio de dónde procedía la luz: una forma que flotaba en el aire, una especie de tela tejida por una araña con aspiraciones de retratista, que se sostenía por la más ligera de las brisas. Sin embargo, su movimiento no era arbitrario. La telaraña abrió la boca y dio rienda suelta a su sabiduría entre susurros.
—… no hay mejor prueba que estos cataclismos. Debemos aferrarnos a esa idea, amigo mío. Aferrarnos y rezar… No, será mejor que no recemos… En estos momentos desconfío de todos los dioses y, sobre todo, del Primigenio. Si los hijos son la imagen del Padre, entonces Él no es amante de la justicia ni la bondad.
—¿Qué hijos? —preguntó Cortés.
El aliento en el que flotaron sus palabras pareció agitar los hilos de la telaraña. El rostro se hizo más alargado y la boca se desgarró.
El místico echó un vistazo por encima del hombro e indicó al intruso, con un movimiento de cabeza, que guardara silencio. Scopique, puesto que no había duda de que era un mensaje suyo, comenzaba a hablar de nuevo.
—Créeme cuando te digo que solo conozco la décima parte de la décima parte de las conspiraciones que hay detrás de todo esto. Mucho antes de la Reconciliación se pusieron en marcha fuerzas que intentaron impedirla; estoy seguro de eso. Y es razonable asumir que esas fuerzas no han desaparecido. Están trabajando en este Dominio, y en el Dominio del que has venido. Trazan planes con siglos de antelación, al igual que nos hemos visto obligados a hacer nosotros. Y sus agentes están muy bien soterrados. No confíes en nadie, Pai, ni siquiera en ti mismo. Sus confabulaciones comenzaron antes de que naciéramos. Cualquiera de nosotros pudo ser concebido con el fin de servirlos de algún modo retorcido y sin tener siquiera conocimiento de que lo está haciendo. No tardarán en venir a por mí, posiblemente con algunos anuladores. Si estoy muerto, lo sabrás. Si puedo convencerlos de que no soy más que un lunático inofensivo, me llevarán a la Cuna y me encerrarán en la maison de santé. Búscame allí, Pai’oh’pah. O, si tienes algo más urgente que hacer, olvídame; no te culparé. Pero sé consciente, amigo mío, de que vengas o no a rescatarme, pensaré en ti con una sonrisa, que no deja de ser el más excepcional de los consuelos en los tiempos que corren.
Aun antes de acabar de hablar, la telaraña perdió el poder de recrear el rostro de Scopique; las facciones se difuminaron y la forma se replegó sobre sí misma hasta que, cuando hubo pronunciado la última palabra de su mensaje y cumplido su misión, cayó al suelo.
El místico se puso en cuclillas y pasó los dedos sobre las hebras inertes.
—Scopique —musitó.
—¿De qué cuna estaba hablando?
—De la Cuna del Chzercemit[12]. Es un mar interior que se encuentra a dos o tres días de viaje de aquí.
—¿Has estado allí alguna vez?
—No. Es el lugar donde envían a los exiliados. En la Cuna hay una isla que solían usar como prisión. Allí se encerraba a los criminales que habían cometido las peores atrocidades, pero que resultaban demasiado peligrosos como para arriesgarse a ejecutarlos.
—No lo entiendo.
—Pregúntamelo en otra ocasión. La cuestión es que, al parecer, lo han transformado en un manicomio. —Pai se puso en pie—. Pobre Scopique. Siempre le ha dado pánico la locura…
—Sé lo que se siente —señaló Cortés.
—… y ahora lo han encerrado en un manicomio.
—En ese caso, debemos sacarlo de ahí —contestó Cortés sin más.
No pudo ver la expresión de Pai, pero se dio cuenta de que el místico se cubría el rostro y, acto seguido, escuchó un sollozo amortiguado por sus manos.
»Ya está —dijo Cortés en voz baja mientras lo abrazaba—. Lo encontraremos. Sé que no debería haberte espiado de ese modo, pero pensé que tal vez te había ocurrido algo.
—Al menos lo has oído por ti mismo. Así sabrás que no es una mentira.
—¿Y por qué iba a creer que era una mentira?
—Porque no confías en mí —respondió Pai.
—Creía que habíamos llegado a un acuerdo —dijo Cortés—. Nos tenemos el uno al otro y esa es nuestra única esperanza de mantenernos sanos y salvos. ¿No hemos quedado en eso?
—Sí.
—Pues vamos a cumplir nuestro pacto.
—Puede que no sea tan fácil. Si las suposiciones de Scopique son ciertas, cualquiera de nosotros podría estar trabajando para el enemigo sin ser siquiera consciente.
—¿Te refieres al Autarca cuando hablas del enemigo?
—Es uno de ellos, no hay duda. Pero creo que él no es más que el indicio de una corrupción mucho mayor. Imajica está enferma, Cortés, de cabo a rabo. Con solo ver cómo ha cambiado L’Himby me dan ganas de rendirme.
—¿Sabes una cosa? Deberías haberme obligado a tener esa charla con Acaro Bronco. Él podría habernos dado algunas pistas.
—No puedo obligarte a hacer nada, no es mi papel. Además, no estoy seguro de que hubiera tenido más datos que Scopique.
—Tal vez sepa más cosas la próxima vez que hablemos con él.
—Esperemos que sea así.
—Y, en esa ocasión, no me haré el resentido ni me marcharé a la carrera como un idiota.
—Si llegamos a la isla, no habrá lugar donde marcharse a la carrera.
—Cierto. Por tanto, necesitamos un medio de transporte.
—Algo que no llame la atención.
—Algo rápido.
—Algo fácil de robar.
—¿Sabes cómo llegar hasta la Cuna? —preguntó Cortés.
—No, pero puedo hacer unas cuantas preguntas mientras tú robas el coche.
—Bien. ¡Ah! Y Pai… De paso, compra algo para beber que tenga alcohol y unos cuantos cigarrillos, ¿vale?
—Todavía es posible que me conviertas en alguien decadente.
—Debo de estar confundido. Pensaba que era todo lo contrario.
Se marcharon de L’Himby justo antes del amanecer, en un coche que Cortés eligió por su color (gris) y su aspecto completamente anodino. Les vino de perilla. Durante dos días viajaron sin sufrir percance alguno a través de carreteras cada vez menos transitadas a medida que se alejaban de la ciudad, del templo y de sus diseminados suburbios. Se toparon con cierta presencia militar más allá del perímetro urbano, pero estaba compuesta por escasos efectivos y no hicieron ademán alguno de detenerlos. Tan solo vieron a un contingente completo en plena faena en una ocasión, a lo lejos, que maniobraba con los vehículos para disponer la artillería pesada tras las barricadas, con L’Himby en el punto de mira. El trabajo se llevaba a cabo a la vista de todos con el fin de hacer saber a los ciudadanos a quién debían agradecer que siguieran con vida.
Sin embargo, a mitad del tercer día de viaje, descubrieron que la carretera estaba desierta casi por completo y que las llanuras sobre las que se asentaba L’Himby habían dado paso a unas suaves colinas. Junto con este cambio de paisaje también llegó un cambio de clima. El cielo se llenó de nubes y, puesto que no había viento que las desplazara, estas se hicieron cada vez más espesas. Un paisaje que podría haber resultado asombroso bajo la luz del sol y la sombra de las nubes, se convirtió en un lugar deprimente e incluso nocivo. Toda señal de ocupación despareció. De vez en cuando, pasaban por alguna casa solariega que llevaba mucho tiempo en ruinas. Sin embargo, lo realmente raro era ver a una persona; las pocas que encontraron eran seres solitarios y de aspecto desaliñado, como si el territorio se hubiese dado por perdido.
Y, entonces, pudieron divisar la Cuna. Apareció de súbito una vez subieron el promontorio desde el cual era posible contemplar la extensión grisácea del mar plateado y sus costas. Cortés no había sido del todo consciente del intenso agobio que las colinas le provocaban hasta que vio el paisaje despejado. En cuanto posó los ojos en él, sintió que su ánimo mejoraba.
Había ciertas singularidades, no obstante; en especial los millares de pájaros silenciosos posados sobre la rocosa playa que se extendía a sus pies, como una extraña audiencia en espera de que el espectáculo que aguardaban comenzara en el escenario del mar, ni en el aire ni en el agua.
Pai y Cortés no descubrieron la razón de semejante reunión hasta que llegaron al borde de esta silenciosa multitud y salieron del coche. Los pájaros y el cielo no eran los únicos que permanecían inmóviles, también lo estaba la propia Cuna. Cortés se abrió camino entre las entremezcladas naciones de aves (predominaba una cierta especie relacionada con la gaviota, pero también había gansos, ostreros y unos cuantos loros) y llegó hasta el borde del lago para comprobar, primero con el pie y luego con los dedos, el estado del agua. No estaba congelada, sabía muy bien cuál era el tacto del hielo tras su amarga experiencia, sino simplemente solidificada. Aún era visible la última ola que rompiera contra la orilla; cada uno de sus remolinos y sus pequeñas crestas habían quedado paralizadas.
—Al menos no tendremos que nadar —dijo el místico.
Pai oteaba el horizonte en busca de la prisión de Scopique. La orilla opuesta no quedaba a la vista, pero la isla sí: una afilada roca gris que se alzaba desde el borde del agua a varios kilómetros del lugar donde ellos se encontraban. La maison de santé, tal y como Scopique la había llamado, no era más que un grupo de edificios que parecían columpiarse en la cima.
—¿Vamos ahora o esperamos a que se haga de noche? —preguntó Cortés.
—Jamás lo encontraríamos en la oscuridad —contestó Pai—. Debemos ir ahora.
Regresaron al coche y pasaron entre los pájaros, que no estaban más dispuestos a moverse ante la vista de las ruedas de lo que lo estuvieran al ver los pies. Unos cuantos se alzaron en el aire momentáneamente, pero no tardaron en volver a posarse en el suelo. La gran mayoría permaneció en la arena y murió a causa de su estoicismo.
El mar resultó ser la mejor carretera que habían tomado desde la autopista de Patashoqua; al parecer, debía de haber estado en calma cuando se solidificó. Pasaron junto a los cuerpos de varios pájaros que habían quedado atrapados en el proceso y que todavía tenían restos de carne y plumas sobre los huesos, lo que sugería que la solidificación se había producido recientemente.
—Había oído lo de caminar sobre el agua —comentó Cortés mientras se adentraban en el mar—. Pero «conducir» sobre el agua…, esto sí que es un milagro.
—¿Tienes alguna idea de lo que vamos a hacer cuando lleguemos a la isla? —preguntó Pai.
—Les decimos que queremos ver a Scopique y, cuando lo encontremos, nos marchamos con él. Si se niegan a que lo veamos, usaremos la fuerza. Así de simple.
—Puede que haya guardias armados.
—¿Ves estas manos? —le preguntó Cortés, al tiempo que apartaba las manos del volante para mostrárselas a Pai—. Estas manos son letales. —La expresión en el rostro del místico le arrancó una carcajada—. No te preocupes, las usaré con cuidado. —Volvió a aferrar el volante—. No obstante, me gusta tener poder. Me encanta. La idea de usarlo me excita de algún modo. Oye, mira eso. Los soles están saliendo.
Las nubes se separaron, permitiendo que unos cuantos rayos las atravesaran e iluminaran la isla, que en esos momentos se encontraba a algo más de un kilómetro de distancia. La llegada de los visitantes no había pasado desapercibida. Podían verse unos cuantos guardias en la cima del acantilado y sobre el parapeto de la prisión. Unas cuantas figuras se apresuraban a bajar los sinuosos escalones que descendían por la pared del acantilado, camino de las barcas amarradas en la base. En ese momento, escucharon el clamor de los pájaros de la orilla que quedaba a sus espaldas.
—Por fin se han despertado —dijo Cortés.
Pai echó un vistazo por encima del hombro. El sol iluminaba la playa y las alas de los pájaros mientras estos se alzaban en una estridente nube.
—Dios mío… —exclamó Pai.
—¿Qué pasa?
—El mar…
No fue necesario que Pai explicara nada más, ya que el mismo fenómeno que tenía lugar tras ellos se producía también por delante: sobre la superficie del lago se extendía lentamente una ola que cambiaba la naturaleza del agua a medida que pasaba. Cortés aumentó la velocidad y disminuyó la distancia que los separaba de tierra firme, pero el camino hacia la orilla ya se había licuado por completo cerca de la isla y el mensaje de su transformación se extendía a toda velocidad.
—¡Para el coche! —gritó Pai—. Si no salimos de aquí, acabaremos en el fondo.
Cortés detuvo el coche, que derrapó, y ambos salieron a toda carrera. El suelo bajo sus pies aún estaba lo bastante sólido como para correr, pero, según avanzaban, percibieron los primeros temblores que presagiaban la fusión.
—¿Sabes nadar? —gritó Cortés a Pai.
—Cuando es necesario —respondió, con los ojos fijos en la cada vez más cercana marea. El agua tenía el mismo aspecto que el mercurio y parecía estar atestada de peces en movimiento—. Pero no creo que queramos bañarnos aquí, Cortés.
—No creo que tengamos otra opción.
Al menos había alguna esperanza de rescate. Desde la orilla de la isla se acercaban unas cuantas embarcaciones; el sonido de los remos y los rítmicos gritos de los hombres que los movían se alzaban sobre el violento fragor del agua. Sin embargo, el místico no albergaba esperanza alguna por esa parte. Sus ojos habían encontrado un paso estrecho, una especie de camino helado a punto de derretirse, que llevaba desde el lugar donde se encontraban hasta tierra. Agarró a Cortés del brazo y señaló el camino.
—¡Ya lo veo! —contestó Cortés, antes de dirigirse a la zigzagueante ruta, sin dejar de comprobar el avance de las barcas mientras tanto.
Los remeros habían percibido su estrategia y cambiaron de dirección para interceptarlos. Aunque la marea se acercaba por ambos lados, la posibilidad de escapar seguía pareciendo totalmente real hasta que el sonido del coche al volcarse y hundirse sacó a Cortés de su concentración. Se giró y, al hacerlo, chocó con Pai. El místico siguió hacia delante y cayó de bruces al suelo. Cortés lo ayudó a ponerse en pie de nuevo, pero el místico se encontraba demasiado aturdido en ese momento para darse cuenta del peligro que corrían.
Desde las barcas les llegaban los gritos de alarma de los guardias y a sus espaldas se escuchaba el furor de las aguas. Cortés se echó a Pai sobre el hombro antes de proseguir con la carrera. De todos modos, habían perdido unos segundos preciosos. El bote que iba a la cabeza estaba a unos veinte metros de ellos, pero la marea se encontraba tan solo a diez a metros por detrás y a unos cinco por delante. Si se quedaba quieto, el agua los alcanzaría antes que el bote. Si trataba de echar a correr con el místico a cuestas, que aún seguía semiinconsciente, no llegaría a su cita con sus salvadores.
El desenlace de los acontecimientos no le dio elección. El agua solidificada comenzó a resquebrajarse bajo su peso combinado con el del místico, y las plateadas aguas del Chzercemit empezaron a burbujear bajo sus pies. Escuchó un grito de alarma procedente de la criatura que iba en el bote más cercano (un oethac de cabeza enorme, cubierto de cicatrices), y al instante su pierna derecha se hundió unos quince centímetros bajo la quebradiza masa de hielo. En aquel momento fue Pai quien trató de rescatarlo, pero el intento fue en vano: la capa solidificada no soportaría el peso de ninguno de los dos.
Desesperado, miró al agua en la que pronto tendría que nadar. Las criaturas que antes viera moviéndose no estaban «en» el agua, sino que «eran» el agua. Las pequeñas olas poseían espaldas y cuellos; el brillo de la espuma no era otra cosa que el centelleo de un sinfín de ojos diminutos. La barca seguía acercándose a ellos y, por un instante, pareció que podría cruzar la distancia con un golpe de remos.
—¡Vete! —le gritó a Pai, empujándolo mientras lo hacía.
Aunque el místico perdió el equilibrio, sus piernas aún tenían la suficiente fuerza como para saltar, en lugar de dejarse caer. Sus dedos atraparon el borde de la embarcación, pero la violencia del salto hizo que Cortés perdiera su precario punto de apoyo. Tuvo tiempo de ver cómo el místico era alzado al interior del bamboleante bote, y también de pensar en la posibilidad de haber alcanzado las manos tendidas en su dirección. Pero el mar no estaba dispuesto a dejar escapar a los dos bocados. A medida que se hundía en su plateada espuma y esta comenzaba a presionar a su alrededor como si fuese un ente con vida, alzó las manos sobre la cabeza con la esperanza de que el oethac lo ayudara. En vano. La consciencia lo abandonó y, una vez perdido el timón, se hundió.