Inglaterra disfrutó de una primavera temprana ese año; los últimos días de febrero fueron inusualmente templados y, para mediados de marzo, el clima era tan cálido que bien podría haber engatusado a las plantas que florecen en abril y mayo para que lo hicieran de inmediato. Los expertos aseguraban que si las heladas no regresaban para acabar tanto con los capullos como con los pajarillos que crecían en los nidos, se produciría una nueva explosión de vida en mayo, cuando los padres permitieran a sus retoños volar y así poder encargarse de una nueva puesta cuyos frutos llegarían en junio. Las almas más pesimistas predecían una sequía, si bien sus dotes adivinatorias se fueron al traste cuando, a comienzos de marzo, los cielos se abrieron sobre la isla.
Cuando, en ese primer día de lluvia, Jude miró hacia atrás para analizar las semanas que habían pasado desde que había dejado la propiedad de los Godolphin junto a Oscar y Dowd, le pareció que había aprovechado bien los días; no obstante, los detalles en los que había ocupado su tiempo eran, a lo sumo, imprecisos. Se había sentido bien recibida en la casa de Oscar desde el primer día y se le había permitido salir y entrar a su antojo, aun cuando no lo hubiera hecho con frecuencia. La sensación de pertenencia que la inundó la primera vez que posara los ojos en Oscar no se había desvanecido, aunque todavía no había descubierto la fuente de tales sentimientos. Era un anfitrión generoso, no cabía duda, pero no era la primera vez que un hombre la trataba bien, y no por ello había sentido con anterioridad la devoción que la embargaba en esos momentos. Sin embargo, esa devoción no era correspondida, al menos no de forma evidente, lo cual representaba una experiencia nueva para ella. Había cierta reserva en los modales de Oscar (la causante de la formalidad que regía las conversaciones entre ambos) que provocaba que sus sentimientos hacia él se intensificaran. Cada vez que estaban solos, Jude se imaginaba que era una amante que acababa de regresar de forma milagrosa con su amado después de un largo tiempo de separación, si bien se conocían tan íntimamente que las expresiones explícitas de afecto les resultaban algo superfluo; cuando estaban en compañía de otras personas (en el teatro o en una cena con los amigos de él), solía pasar la mayor parte del tiempo en silencio y disfrutaba haciéndolo. Cosa que resultaba demasiado extraña en ella. Estaba acostumbrada a la volubilidad, a expresar sus opiniones acerca de cualquier tema que se estuviera discutiendo, ya fueran respuestas de cortesía o porque creyera firmemente en sus palabras. En cambio, junto a Oscar, no le importaba guardar silencio en esas situaciones. Se limitaba a escuchar los chismes y la conversación (sobre política, economía o cotilleos de sociedad) como si fuesen los diálogos de una obra de teatro. Pero no era su obra. Ella no tenía obra alguna, tan solo la felicidad de encontrarse justo donde quería estar. Y con la satisfacción que le proporcionaba el simple hecho de observar, no veía razón alguna para exigir nada más.
Godolphin era un hombre ocupado, y si bien pasaban parte del día juntos, Jude estaba sola casi siempre. En esos momentos de soledad la invadía una placentera languidez que contrastaba drásticamente con la confusión que sintiera en la época precedente a su estancia en casa de Oscar. De hecho, intentaba por todos los medios olvidar esos días y, solo cuando regresaba a su piso en busca de alguna de sus pertenencias, o de las facturas que había que pagar (de lo que se encargaba Dowd, cumpliendo las órdenes de Oscar), recordaba a esos amigos cuya compañía no se sentía muy dispuesta a buscar. Había mensajes en el contestador, por supuesto; de Klein, de Clem y de otra media docena de amigos más. Poco después, incluso encontró cartas (algunas de ellas interesándose por su salud) y notas, que habían introducido por debajo de la puerta, pidiéndole que se pusiera en contacto con ellos. Así lo hizo en el caso de Clem, movida por los remordimientos de no haber hablado con él desde el funeral. Almorzaron juntos cerca de la oficina de Clem, en Marylebone, y Jude le contó que había conocido a un hombre con el que se había ido a vivir de modo temporal. Como no podía ser de otro modo, Clem se mostró muy interesado. ¿Quién era el afortunado? ¿Lo conocía él? ¿Qué tal el sexo, sublime o simplemente maravilloso? ¿Lo amaba? Y volvió a hacer hincapié, ¿lo amaba? Ella contestó lo mejor que pudo: le dijo su nombre y lo describió; le explicó que todavía no habían tenido relaciones sexuales, aunque la idea se le había pasado por la cabeza en varias ocasiones; y, con respecto al amor, era muy pronto para saberlo. Conocía a Clem demasiado bien, por lo que estaba segura de que la información sería de conocimiento público en menos de veinticuatro horas, cosa que no le importaba en absoluto. Al menos, de ese modo, aquellos amigos que estaban preocupados por su salud se tranquilizarían.
—Bueno, ¿y cuándo vamos a conocer a este dechado de virtudes? —le preguntó Clem en el momento de la despedida.
—Dentro de poco —contestó ella.
—Te ha dado fuerte, ¿verdad?
—¿Tú crees?
—Tienes un aspecto… no sé cómo decirlo exactamente, ¿relajado, tal vez? Nunca te había visto así.
—No estoy segura de haber sentido antes lo que siento ahora.
—Bueno, pues asegúrate de que no perdemos a la Jude que todos conocemos y queremos, ¿vale? —le advirtió Clem—. Demasiada tranquilidad no es buena para la circulación. Todo el mundo necesita un ataque de ira de vez en cuando.
El significado real de aquella conversación no caló en Jude hasta esa misma noche, cuando se dio cuenta, mientras esperaba a Oscar en la planta baja y disfrutaba, entretanto, de la tranquilidad de la casa, del ser tan pasivo en el que se había convertido. Era como si la mujer que había sido, esa Jude repleta de arrebatos de furia y opiniones, hubiera mudado la piel y hubiese aparecido una nueva Jude, mucho más sensible, que se encontraba en periodo de espera. Las instrucciones no tardarían en llegar, suponía ella; no podía pasarse el resto de la vida en ese estado de serenidad. Y tenía muy claro a quién tenía que pedir las instrucciones; al hombre que acababa de entrar en el recibidor y cuya voz le aceleraba el corazón y hacía que comenzara a darle vueltas la cabeza: Oscar Godolphin.
Sin embargo, si Oscar era la buena noticia que esas semanas habían traído consigo, Kuttner Dowd era la mala. Era lo bastante astuto como para haberse percatado, en muy poco tiempo, de que Jude apenas tenía conocimiento alguno sobre los Dominios, a pesar de que la conversación que habían mantenido en el Retiro sugiriera lo contrario; y, en lugar de convertirse en la fuente de información que ella había esperado que fuera, se había transformado en un ser taciturno, receloso y brusco en ocasiones, si bien se cuidaba mucho de comportarse de ese modo en presencia de Oscar. De hecho, cuando los tres estaban juntos la colmaba de atenciones, ironía que Oscar no captaba, puesto que estaba tan acostumbrado a los agasajos de Dowd que apenas le prestaba atención.
Jude no tardó mucho en responder a las sospechas con sospechas, y estuvo a punto de discutir el tema de Dowd con Oscar en un par de ocasiones. Que no lo hubiera hecho se debía a lo que había contemplado en el Retiro. Dowd se había ocupado con una enorme frialdad de los cadáveres, y su eficiencia era prueba más que suficiente de que no era la primera vez que asistía a su señor en semejantes circunstancias. Como tampoco había buscado alabanza alguna por su trabajo, al menos no en presencia de ella. Cuando la relación entre señor y empleado estaba tan arraigada como para que un acto criminal, la desaparición de dos cadáveres, no fuera más que una simple tarea sin importancia, lo mejor era no inmiscuirse entre ellos, en opinión de Jude. Ella era la intrusa, la niña que soñaba con haber pertenecido al señor desde el principio de los tiempos. No podía competir con Dowd a la hora de ganar la atención de Oscar; además, cualquier intento de sembrar la discordia entre ellos podría acabar redundando en su contra con suma facilidad. Por tanto, guardó silencio y dejó que las cosas siguieran funcionando con suavidad, sin sobresaltos. Hasta ese primer día de lluvia.
Habían planeado asistir a la ópera el 2 de marzo, de modo que Jude había pasado la mayor parte de la tarde preparándose tranquilamente para la velada; se demoró algo más de tiempo en la elección del vestido y los zapatos, pero le gustaba recrearse en la indecisión. Dowd había salido a la hora del almuerzo, ocupado con un asunto urgente de Oscar sobre el cual ella no tenía intención alguna de preguntar. Se le había advertido nada más llegar a la casa que no sería bienvenida ninguna pregunta acerca de los negocios de Oscar, y no había incumplido ese decreto hasta el momento; no entraba dentro de las funciones de una amante. Sin embargo, ese día, tras haber visto a Dowd inusualmente nervioso en el momento de su partida, Jude se descubrió preguntándose acerca de la naturaleza de los negocios de Godolphin mientras se bañaba y se vestía. ¿Estaría en Yzordderrex? Estaba segura de que Cortés pisaba en aquel momento las calles de esa ciudad, junto a su compañero del alma, el asesino. Tan solo dos meses atrás, mientras las campanas de Londres anunciaban la llegada del Año Nuevo, había jurado seguirlo a Yzordderrex. No obstante, el mismo hombre cuya compañía había buscado con el fin de que la guiara hasta esa ciudad había acabado por distraerla de su propósito. Si bien sus pensamientos volvían con frecuencia a esa misteriosa urbe, ya no despertaba en ella el mismo interés que antes. Le habría gustado saber si Cortés estaba sano y salvo en esas calles veraniegas, y podría haber disfrutado de una descripción de sus barrios más sórdidos, pero el hecho de que hubiese jurado contemplarla se le antojaba un tanto absurdo en ese momento. En casa de Oscar tenía todo lo que deseaba.
Y no solo era su curiosidad acerca del resto de los Dominios lo que había deslustrado su estado de felicidad; también se había enfriado la curiosidad por los sucesos que tenían lugar en su propio planeta. Aunque la televisión, con su soporífera presencia, murmuraba sin cesar en uno de los rincones de su habitación, apenas prestaba atención a los detalles, y habría hecho caso omiso del noticiario de media tarde de no ser porque un pequeño detalle hizo que se acordara de Charlie.
Habían encontrado tres cuerpos semienterrados en Hampstead Heath, y el estado mutilado de los cadáveres, continuaba la noticia, parecía indicar que se trataba de un asesinato ritual. Las investigaciones preliminares sugerían que los fallecidos se movían en los círculos del grupo de practicantes de magia negra y ocultismo que existía en la ciudad, algunos de los cuales creían que se estaba llevando a cabo algún tipo de vendetta contra ellos, a la luz de las restantes muertes y desapariciones que estaba sufriendo su grupo. Para redondear la noticia, se mostraba una grabación de los miembros de la policía rastreando entre los arbustos y la maleza de Hampstead Heath, bajo una lluvia incesante que dificultaba su tarea. La noticia la inquietó por dos razones, cada una de ellas relacionada con un hermano diferente: la primera, porque le trajo recuerdos de Charlie, sentado en el viciado cuartucho de la clínica, con la vista clavada en la estufa y rumiando la posibilidad del suicidio; la segunda, porque tal vez esa vendetta pudiera poner en peligro a Oscar, dado que estaba más implicado en la práctica del ocultismo que cualquier otra persona.
Pasó el resto de la tarde preocupada por esas cuestiones, situación que se agravó cuando Oscar no regresó a casa a las seis. Dejó de arreglarse para la noche en la ópera y se dispuso a esperarlo abajo, con la puerta principal abierta para observar cómo la lluvia golpeaba los arbustos que se alineaban junto a los escalones. Regresó a las siete menos veinte junto a Dowd, que apenas había puesto un pie en el recibidor cuando anunció que no habría ópera esa noche. Godolphin lo contradijo de inmediato, para disgusto de su empleado, y ordenó a Jude que subiera a arreglarse, ya que se marcharían en veinte minutos.
A medida que subía por las escaleras, Jude escuchó a Dowd decir:
—¿Sabe que McGann quiere verlo?
—Podemos ocuparnos de los dos asuntos a la vez —contestó Oscar—. ¿Has sacado el traje negro? ¿No? ¿Qué has estado haciendo todo el día? No, no me lo digas. Al menos, no con el estómago vacío.
A Oscar le sentaba bien el negro y así se lo hizo saber Jude cuando, veinticinco minutos después, se reunió con ella en la planta baja. En respuesta al cumplido, él sonrió y le dedicó una pequeña reverencia.
—Y tú jamás has estado más encantadora —le contestó—. ¿Sabes que no tengo ni una sola fotografía tuya? Me gustaría tener una para llevarla en la cartera. Le diré a Dowd que se encargue de ese detalle.
Para entonces, la ausencia de Dowd resultaba más que notable. La mayoría de las noches ejercía de chófer, pero esa noche tenía otras cosas de las que ocuparse, según parecía.
—Nos perderemos el primer acto —informó Oscar, una vez en el coche—. Tengo que hacer un pequeño recado en Highgate, si no te importa esperarme.
—En absoluto —contestó ella.
Él le dio unas palmaditas en la mano.
—No me llevará mucho tiempo —le dijo.
Tal vez por el hecho de que no conducía a menudo, Oscar se concentró en la tarea y Jude resistió la tentación de distraerlo con una conversación, si bien la cuestión de las noticias que había escuchado seguía preocupándola. No tardaron mucho en llegar, ya que condujeron por calles secundarias con el fin de evitar los atascos que la lluvia habría causado en las vías principales, pero, cuando lo hicieron, los aguardaba todo un chaparrón.
—Ya hemos llegado —informó Oscar, aunque la lluvia torrencial caía con tanta fuerza que Jude apenas distinguía lo que había a diez metros por delante de ellos—. Quédate aquí dentro, estarás calentita. No tardaré.
Oscar la dejó en el coche y atravesó con presteza el jardín en dirección a un edificio de aspecto corriente. Nadie lo recibió en la puerta principal; esta se abrió de forma automática y se cerró una vez que él estuvo dentro. No fue hasta que Oscar hubo desaparecido en el interior del edificio y el clamoroso tamborileo de la lluvia sobre el techo del coche se hubo apaciguado un tanto, que ella se inclinó hacia delante para observar el edificio a través del agua que se deslizaba sobre el parabrisas. A pesar de la lluvia, reconoció de inmediato el lugar: la torre del sueño del ojo azul. Con la respiración acelerada y de modo inconsciente, su mano se dirigió a la puerta y la abrió al tiempo que expresaba su negativa.
—¡No! ¡No…!
Salió del coche y alzó el rostro hacia la fría lluvia para recibir un recuerdo aún más helado. Había dejado que aquel lugar (como también el viaje que la había llevado hasta allí, un viaje en el que su mente se había aventurado por las calles, rozando el sufrimiento de una mujer anónima aquí y la ira de otra más allá) se deslizara hacia el incierto territorio que separaba los recuerdos del mundo real de aquellos pertenecientes a los sueños. En principio, se había negado a creer que hubiera sucedido. Sin embargo, ahí estaba el lugar, hasta la última ventana y el último ladrillo. Y si el exterior era exactamente igual que en su sueño, ¿por qué debería dudar acerca del interior?
Había un sótano de pasadizos laberínticos, según recordada, cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros y manuscritos. También recordaba un muro (y una pareja echando un polvo contra él) y, detrás, oculta a la vista de todos salvo a la suya, una celda en la que una mujer atada había yacido sumida en total oscuridad durante una dolorosa eternidad. En ese momento, volvió a recrear en su mente el grito de la prisionera: ese aullido que dejaba entrever su locura y que la había sacado del subsuelo para llevarla de vuelta a través de las calles oscuras, hasta la seguridad de su casa y su propia cabeza. Se preguntó si aquella mujer seguiría gritando o si habría caído en ese estado comatoso del que había sido despertada de un modo tan cruel. La idea del sufrimiento que debía de estar soportando le llenó los ojos de lágrimas, que se mezclaron con la lluvia.
—¿Qué estás haciendo?
Oscar había salido de la torre y corría sobre la gravilla de vuelta al coche, con la chaqueta alzada sobre la cabeza para protegerse de la lluvia.
»Cariño, vas a coger una pulmonía. Entra en el coche. Por favor, por favor… Métete en el coche.
Jude hizo lo que le pedía, mientras la lluvia se deslizaba por su cuello.
—Lo siento —se disculpó—. Yo… me preguntaba dónde habrías ido, nada más. Y, después…, no lo sé. Ese lugar me pareció familiar.
—No es un sitio relevante —le dijo él—. Estás temblando. ¿Te gustaría que dejáramos lo de la ópera?
—¿No te importa?
—Ni lo más mínimo. El placer no debería ser una molestia. Estás empapada, tienes frío y no podemos permitir que pilles un resfriado. Con un enfermo tenemos más que de sobra…
Jude no pidió explicaciones acerca del último comentario, ya tenía demasiado; al menos, en la cabeza. Sentía ganas de llorar, si bien no sabía si de alegría o de tristeza. El sueño que había descartado como una simple fantasía estaba enraizado en un hecho sólido, y a ese hecho sólido que se encontraba a su lado, Godolphin, le preocupaba algo crucial. Ella se había dejado engatusar por su estudiada moderación a la hora de referirse a las cosas: el modo en que hablaba de viajar a los Dominios, como si no fuese más que coger un tren; o la descripción de sus expediciones a Yzordderrex, como si fueran simples excursiones turísticas que todavía no estaban disponibles para la gran mayoría de los mortales. No obstante, su modo de simplificar las cosas solo era una fachada, ya fuera consciente o inconsciente, una táctica que empleaba para ocultar la verdadera importancia de sus negocios. La ignorancia dé Oscar, o su arrogancia, podrían arrastrarlo a la muerte; o eso era lo que Jude comenzaba a sospechar y, de ahí, el motivo de su tristeza. ¿Y la alegría? Esta provenía de la posibilidad de salvarlo y de que él, gracias a la sensación de gratitud, aprendiera a amarla.
Una vez en casa, ambos se quitaron el atuendo formal. Cuando Jude salió de su habitación en la planta alta, descubrió que Oscar la esperaba en las escaleras.
—Me preguntaba si no deberíamos tener una charla.
Bajaron las escaleras y se dirigieron al meticuloso desorden que presentaba el salón. La lluvia golpeaba la ventana. Oscar corrió las cortinas y sirvió dos copas de brandy para entrar en calor. Una vez le dio la copa, se sentó frente a Jude.
—Tú y yo tenemos un problema.
—¿En serio?
—Hay muchas cosas que debemos decirnos el uno al otro. Al menos… creo que es mutuo; pero por mi parte, es cierto que…, es cierto que hay muchas cosas que quiero decirte, aunque no sé por dónde narices empezar. Soy consciente de que te debo unas cuantas explicaciones: sobre lo que viste en la propiedad Godolphin; sobre Dowd y los anuladores; y sobre lo que sucedió con Charlie. Y eso es solo el principio. Y lo he intentado, de verdad; he intentado encontrar el modo de explicártelo todo. Pero, para serte sincero, yo tampoco estoy muy seguro de cuál es la verdad. La memoria suele jugar malas pasadas… —Jude dejó escapar un murmullo de aprobación ante ese comentario—, especialmente cuando estás tratando con personas y lugares que parecen pertenecer en parte a tus sueños. O a tus pesadillas. —Apuró el brandy de un trago y cogió la botella que había dejado en la mesita situada junto a él.
—No me gusta Dowd —confesó ella, de súbito—. Y tampoco me fío de él.
Oscar levantó la mirada de la copa que estaba llenando.
—Una percepción muy aguda —dijo él—. ¿Quieres un poco más de brandy? —Jude le acercó la copa y él vertió una generosa cantidad—. Estoy de acuerdo contigo —declaró—. Es una criatura peligrosa, por innumerables razones.
—¿No puedes deshacerte de él?
—Me temo que sabe demasiado. Sería mucho más peligroso si no trabajara para mí.
—¿Tiene algo que ver con esos asesinatos? Hoy, en las noticias…
Oscar hizo un gesto con la mano para descartar su pregunta.
—No necesitas saber nada de eso, cariño —le dijo.
—Pero si te encuentras en peligro…
—No, no. Al menos puedes estar tranquila a ese respecto.
—¿Así que estás enterado de todo?
—Sí —dijo con cansancio—. Sé algo. De la misma manera que Dowd. De hecho, él sabe más de toda esta situación que tú y yo juntos.
Jude meditó acerca de todo aquello. ¿Sabía Dowd, por ejemplo, de la existencia de la prisionera encerrada tras la pared, o era un secreto que solo ella había descubierto? Si ese fuera el caso, tal vez sería mucho más sensato que siguiera manteniéndolo como tal. Con tantos jugadores en posesión de información de la que ella carecía, compartir lo más mínimo, aun cuando fuera con Oscar, podría debilitar su posición; o, tal vez, amenazar su vida. Parte de su naturaleza, la que no se dejaba ablandar por las lisonjas ni por la necesidad de ser amada, estaba enterrada tras ese muro con la mujer a la que había despertado. La dejaría allí, segura en la oscuridad. El resto, todo lo que sabía, podía compartirlo.
—No eres el único que viaja a los Dominios —dijo—. También fue un amigo mío.
—¿En serio? —preguntó él—. ¿Quién?
—Se llama Cortés. En realidad su nombre es Zacharias, John Furia Zacharias. Era un conocido de Charlie.
—Charlie… —dijo Oscar, meneando la cabeza—, pobre Charlie. —Y añadió—: Háblame de Cortés.
—Es complicado —comenzó ella—. Cuando dejé a Charlie, se convirtió en una persona muy vengativa. Contrató a una persona para matarme…
Y continuó contándole a Oscar acerca del intento de asesinato que tuvo lugar en Nueva York, así como la posterior intervención de Cortés; y después pasó a narrarle los acontecimientos de Año Nuevo. A medida que su explicación avanzaba, Jude tuvo la impresión de que Oscar ya sabía parte de lo sucedido; sospecha que vio confirmada cuando acabó de describirle el modo en que Cortés había abandonado el Dominio en que se encontraban.
—¿El místico lo llevó al otro lado? —preguntó él—. ¡Por Dios, menudo riesgo!
—¿Qué es un místico? —inquirió ella.
—Una criatura de lo más inusual. Pertenecen a la tribu Euthermec, y solo nace uno de ellos en cada generación. Se los considera amantes extraordinarios. Según tengo entendido, no poseen identidad sexual alguna, salvo aquella que desee su compañero.
—Eso sería el paraíso para Cortés.
—En tanto en cuanto se sepa lo que se quiere —explicó Oscar—. Si no es así, me atrevo a decir que la cosa puede ser un tanto complicada.
Ella soltó una carcajada.
—Créeme, él tiene muy claro lo que quiere.
—¿Lo dices por experiencia?
—Por una amarga experiencia.
—Tal vez el místico sea un bocado demasiado grande para él, por decirlo de algún modo. Mi amigo de Yzordderrex, Pecador, tuvo una amante por un tiempo que había regentado un burdel con anterioridad. El establecimiento había sido de los más lujosos de Patashoqua, y ella y yo congeniamos estupendamente. No dejaba de decirme que debería convertirme en un tratante de blancas; yo le llevaría chicas procedentes del Quinto y ella montaría un nuevo negocio en Yzordderrex. Estaba segura de que haríamos una fortuna. Nunca lo hicimos, por supuesto. Pero los dos disfrutábamos hablando sobre temas «venéreos». Es una pena que la palabra esté tan estigmatizada, ¿no te parece? Dices «venéreo» y al instante la gente piensa en una enfermedad en lugar de pensar en Venus… —Hizo una pausa, al parecer perdido en sus pensamientos, tras la cual prosiguió—: De todos modos, en una ocasión me contó que había dado trabajo en su burdel a un místico durante un tiempo, y lo único que consiguió fue un sinfín de problemas. Estuvo a punto de verse obligada a cerrar el negocio a causa de la mala reputación que trajo consigo. Lo normal sería pensar que una criatura semejante sería la puta perfecta, ¿no es cierto? Sin embargo, al parecer había muchos clientes que no querían ver sus deseos hechos realidad. —Mientras hablaba, observó a Jude con una sonrisa juguetona en los labios—. No entiendo por qué.
—Tal vez los asustara verse tal y como eran en realidad.
—Y presumo que eso a ti te parece una idiotez.
—Sí, por supuesto. Cada uno es lo que es y punto.
—Una dura filosofía con la que convivir.
—Pero no es peor que practicar la huida.
—Bueno, no estoy tan seguro. Últimamente he pensado mucho en la posibilidad de huir. En desaparecer para siempre.
—¿De verdad? —preguntó ella, que intentaba suprimir cualquier indicio de inquietud—. ¿Por qué?
—A todo cerdo le llega su San Martín.
—Pero no te vas, ¿verdad?
—Aún no me he decidido. Inglaterra es muy agradable en primavera. Y, además, me perdería la temporada de criquet en verano.
—¿Pero el criquet no se juega en todas partes?
—En Yzordderrex no.
—¿Te irías allí para siempre?
—¿Y por qué no? Nadie me encontraría, puesto que nadie podría imaginarse dónde estoy.
—Pero yo lo sabría.
—En ese caso, tal vez debiera llevarte conmigo —le dijo con voz indecisa; tenía la misma actitud insegura que adoptaría en caso de estar haciendo la proposición con total seriedad y temer una respuesta negativa—. ¿Podrías soportarlo? —le preguntó—. Me refiero a abandonar el Quinto.
—Sí.
Oscar hizo una pausa. Al momento, añadió:
—Creo que es hora de enseñarte algunos de mis tesoros —le dijo, al tiempo que se ponía en pie—. Ven.
Gracias a los retorcidos comentarios de Dowd, Jude había averiguado que la habitación de la segunda planta que permanecía cerrada con llave contenía una colección de objetos de algún tipo, si bien su naturaleza consiguió sorprenderla por completo cuando por fin Oscar abrió la puerta y la dejó entrar.
»Todos estos objetos proceden de los Dominios —le explicó Oscar— y han sido traídos desde allí en persona.
La guió alrededor de la estancia, al tiempo que le hacía un breve resumen de la naturaleza de los objetos más extraños y le señalaba los más minúsculos, escondidos entre el resto de tal modo que, de no haber sido por él, los hubiera pasado por alto. En la primera categoría, entre muchos otros, estaban el cuenco de Boston y la Enciclopedia de los Indicios Celestiales de Gaud Maybellome; a la segunda pertenecía un brazalete hecho con escarabajos que habían sido sacados del frasco en plena cópula, para la cual se disponían en cadena; catorce generaciones, explicó Oscar, en cadena. El macho penetraba a la hembra que tenía delante y esta, a su vez, devoraba al macho que estaba delante de ella. El círculo lo unían la hembra más joven y el macho más viejo, quienes, mediante las acrobacias suicidas de este último, acababan cara a cara.
Jude tenía muchas preguntas que formular, por supuesto, y a Oscar le encantó asumir el papel de profesor. No obstante, hubo varios interrogantes para los que no tenía respuesta. Al igual que el imperio de saqueadores del que descendía, él había reunido su colección ateniéndose por partes iguales a la dedicación, al placer estético y a la ignorancia. Aun así, cuando hablaba de los artilugios, entre los que se incluían aquellos cuya finalidad ignoraba, había una especie de reverencia en su voz que procedía del hecho de conocer hasta el más minúsculo detalle de la pieza más diminuta.
—Le regalabas algunos objetos a Charlie, ¿verdad? —le preguntó.
—De vez en cuando. ¿Te los enseñó?
—Sí, por supuesto —contestó ella, con el efecto del licor instándola a confesar el sueño del ojo azul mientras su cerebro se resistía a hacerlo.
—Si las cosas hubieran sido diferentes —prosiguió Oscar—, Charlie podría haber sido quien viajara por los Dominios. Sentía que debía mostrarle parte de ellos de algún modo; se lo debía.
—«Un trocito del milagro» —citó ella textualmente.
—Exacto. Pero estoy seguro de que tenía sentimientos contradictorios hacia ellos.
—Así era Charlie.
—Cierto, cierto. Era demasiado inglés para su propio bien. Jamás tuvo la valentía de ceder a sus sentimientos, salvo en lo referente a ti. ¿Y quién podría culparlo?
Jude alzó la mirada de la baratija que estaba observando y descubrió que también ella estaba siendo objeto de estudio; la expresión de Oscar era de lo más elocuente.
»Es un problema de familia —confesó—, en lo tocante a… los asuntos del corazón.
Una vez hecha la confesión, su rostro mostró cierto desconcierto y se llevó la mano a las costillas.
»Dejaré que eches un vistazo a todo esto, si te apetece —le dijo—. No hay nada que sea volátil en realidad.
—Gracias.
—Cierra cuando salgas, ¿de acuerdo?
—Claro.
Jude observó a Oscar mientras este se alejaba, incapaz de pensar en algo que pudiera detenerlo, y sintiéndose abandonada en cuanto desapareció. Lo escuchó entrar en su habitación, situada pasillo abajo en el mismo piso, y cerrar la puerta tras él. Tras eso, volvió a prestar atención a los tesoros dispuestos en las estanterías. Sin embargo, no consiguieron distraerla lo suficiente. Quería tocar y ser tocada por algo mucho más cálido que todas esas reliquias. Después de un instante de vacilación, los dejó en la oscuridad y cerró la puerta al salir. Le devolvería la llave a Oscar, decidió. Si sus palabras de admiración no eran simples y huecas lisonjas, en caso de que tuviera en mente llevársela a la cama, lo sabría muy pronto. Y, si la rechazaba, al menos pondría punto y final al tormento de la duda.
Dio unos golpecitos en la puerta de la habitación de Oscar. No obtuvo respuesta. De todas formas se veía luz por debajo de la puerta, de modo que llamó de nuevo antes de girar el picaporte y, después de llamarlo en voz baja, entró al dormitorio. Había una lamparita encendida al lado de la cama que iluminaba el retrato ancestral que colgaba sobre ella. A través de su marco dorado, un hombre de aspecto severo y piel cetrina contemplaba las sábanas vacías. Al escuchar el ruido del agua que corría en el baño adyacente, Jude recorrió la habitación mientras absorbía decenas de detalles del lugar más privado de Oscar: las almohadas mullidas y las sábanas de lino; la botella de licor y el vaso que había en la mesita de noche; los cigarrillos y el cenicero ubicados encima de un montón de libros de edición rústica, bastante manoseados. Sin delatar su presencia, Jude abrió la puerta del baño. Oscar estaba sentado en el borde de la bañera, vestido tan solo con los calzoncillos, y se limpiaba, con la ayuda de una toalla, la herida del costado que aún no había cicatrizado del todo. Un hilillo de agua ensangrentada caía por la curva de su barriga, que estaba cubierta de vello. Al escucharla, alzó la cabeza. Su rostro reflejaba el dolor que sentía.
Jude ni siquiera intentó ofrecer una excusa que explicase su presencia allí y él tampoco exigió que lo hiciera. Se limitó a decirle:
—Charlie me hirió.
—Deberías ir al médico.
—No confío en los médicos. Además, ya está mejor. —Arrojó la toalla al lavabo—. ¿Tienes por costumbre entrar en los cuartos de baño sin llamar? —le preguntó—. Podrías haber entrado en un momento bastante menos…
—¿Venéreo? —sugirió.
—No te burles de mí —contestó él—. Ya sé que soy un desastre como seductor. Es la consecuencia de haber estado años pagando para conseguir compañía.
—¿Te sentirías más cómodo si me pagaras? —le dijo ella.
—¡Dios mío! —exclamó, horrorizado—. ¿Por quién me tomas?
—Por un amante —le contestó sin más—. ¿Mi amante, quizá?
—Me pregunto si eres consciente de lo que estás diciendo.
—Aprenderé todo aquello que todavía no sepa —contestó—. He estado escondiéndome de mí misma. Lo he sacado todo de mi cabeza con la esperanza de no sentir nada. Pero siento muchas cosas. Y quiero que lo sepas.
—Lo sé —contestó él—. Lo sé, más de lo que te imaginas. Y me da miedo, Judith.
—No hay nada de lo que asustarse —lo tranquilizó, perpleja al darse cuenta de que era ella la que pronunciaba esas palabras de aliento sin dejar que lo hiciera él, que por el mero hecho de ser mayor debería ser también el más fuerte y sabio de los dos.
Jude se inclinó hacia delante y colocó una mano sobre su enorme torso. Él se agachó para besarla; no había separado los labios y, al encontrarse con los de Jude, descubrió que ella sí lo había hecho. Le colocó una mano en la espalda y la otra sobre un pecho, a lo que ella respondió con un murmullo placentero que se escapó de entre sus bocas unidas. Las caricias de Oscar descendieron y una mano pasó sobre el abdomen de Jude, obviando su entrepierna, para alzarle la falda y volver hacia arriba. Sus dedos descubrieron que estaba empapada (lo había estado desde el mismo momento en que entró en la sala de los tesoros); deslizó la mano bajo la humedecida tela de su ropa interior para presionar la palma contra la parte superior de su sexo, al tiempo que exploraba el ano con el dedo corazón, acariciando con la uña los diminutos pliegues de la entrada.
—En la cama —dijo ella.
Él no la dejó escapar. Salieron del cuarto de baño con torpeza; él la guiaba mientras ella caminaba de espaldas, hasta que sintió el borde de la cama contra los muslos. Allí se sentó y, al instante, sus manos se cerraron sobre la cinturilla de los calzoncillos manchados de sangre de Oscar, para bajárselos al tiempo que dejaba un reguero de besos sobre su barriga. Cediendo a un súbito ataque de pudor, él se inclinó para detenerla, pero Jude siguió bajando la prenda hasta que su pene quedó a la vista. Tenía una forma curiosa. Apenas estaba erecto y había sido privado del prepucio, lo que hacía que su morado glande, inusualmente grande, pareciera más inflamado que la herida que su dueño tenía en el costado. La base del pene era bastante más delgada y pálida, y podían verse las venas que lo recorrían para llevar la sangre hacia su corona. Si el motivo de su azoramiento era semejante desproporción, no tenía de qué preocuparse; y, para demostrar la satisfacción que sentía, ella acercó los labios al glande. La mano que momentos antes expresara su protesta desapareció. Jude lo escuchó emitir un gemido y alzó la mirada para descubrir que él la contemplaba con una expresión que rayaba en el asombro. Deslizó los dedos por debajo de los testículos, alzó el falo y se introdujo el curioso objeto en la boca; acto seguido se llevó ambas manos a la camisa y comenzó a desabrocharse los botones. Sin embargo, tan pronto como el pene de Oscar comenzó a endurecerse en su boca, él murmuró una negativa, se alejó de ella y comenzó a subirse los calzoncillos.
—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó.
—Porque me gusta.
Su agitación era sincera, según pudo comprobar Jude; meneó la cabeza y se cubrió la erección con los calzoncillos en un nuevo ataque de pudor.
—¿No lo estarás haciendo por mí? —insistió él—. No es necesario que lo hagas, ¿sabes?
—Lo sé.
—Me sorprende —dijo él, con el asombro reflejado en la voz—. No quiero utilizarte.
—Ni yo te lo permitiría.
—Pero tal vez no te dieras cuenta.
El comentario la irritó. La ira bulló en su interior como hacía tiempo que no le sucedía. Se puso en pie.
—Sé lo que quiero —le dijo—, pero no estoy dispuesta a suplicar para conseguirlo.
—Eso no es lo que te estoy diciendo.
—Entonces, ¿qué es lo que me estás diciendo?
—Que yo también te deseo.
—Pues haz algo al respecto —lo instó ella.
Oscar pareció encontrar estimulante su arrebato, puesto que se acercó de nuevo a ella, murmurando su nombre con voz cargada de deseo.
—Me gustaría desnudarte —le dijo—. ¿Me dejas?
—Sí.
—No quiero que hagas nada…
—En ese caso, no lo haré.
—… salvo tumbarte en la cama.
Jude lo obedeció. Oscar fue a apagar la luz del baño antes de regresar junto a la cama y contemplarla. Su erección destacaba mucho más con la luz de la lamparita, que proyectaba su sombra en el techo. La gordura nunca le había parecido una cualidad atrayente en sí misma; sin embargo, en el caso de Oscar le resultaba más que apetecible, ya que era la señal de los excesos y apetitos del hombre. Tenía enfrente a un hombre que no se veía constreñido ni por los límites del mundo ni por un puñado de vivencias y que a pesar de ello se arrodillaba delante de ella como un esclavo y lucía una expresión que encajaría mejor en un obseso.
Comenzó a desnudarla haciendo gala de una ternura exquisita. Jude había conocido a algún que otro fetichista; tipos para los que ella no había sido un ser humano, sino una percha en la que colgar un objeto con el fin de adorarlo. Si en la cabeza de ese hombre que contemplaba había algo parecido al fetichismo, el objeto de su deseo sería, sin lugar a dudas, el cuerpo que había comenzado a desvestir con tal meticulosidad que tan solo su enfebrecido adorador podría encontrar lógica. En primer lugar, le quitó las bragas; después, acabó de desabotonarle la camisa pero no se la quitó. Acto seguido, apartó el sujetador de sus pechos de modo que estuvieran disponibles para sus caricias, pero, en lugar de detenerse ahí, deslizó su atención hacia los zapatos y, tras quitárselos, los dejó junto a la cama antes de alzarle la falda con el fin de poder ver su sexo. La mirada de Oscar se detuvo en ese lugar y sus dedos ascendieron por el muslo hasta llegar a la ingle, antes de retirarse de inmediato. No la miró a los ojos en ningún momento. No obstante, ella sí lo hacía y disfrutaba del fervor y la adoración que veía en ellos. A la postre, Oscar se premió con unos cuantos besos. Para comenzar, la besó en la parte inferior de las piernas y, después, ascendió hasta las rodillas; desde allí se dirigió al vientre y a los pechos, antes de regresar a los muslos y trepar hacia el lugar que les había estado vetado a ambos hasta ese momento. Jude estaba preparada para el placer y él se lo dio, acariciándole un pecho con su enorme mano mientras pasaba la lengua por su entrepierna. Ella cerró los ojos en el instante en que él separaba sus labios, atento a cada gota de flujo que hubiera en su vulva o que hubiese resbalado por sus muslos. Cuando por fin alzó la cabeza para acabar de desvestirla (en primer lugar, la falda; después la camisa y, por último, el sujetador), el rostro de Jude estaba enrojecido y tenía la respiración agitada. Oscar arrojó la ropa al suelo y volvió a ponerse en pie. Alzó las piernas de Jude, que estaban dobladas por las rodillas, y las echó hacia atrás de modo que quedara totalmente expuesta para su deleite.
—Acaríciate tú misma —le dijo, sin soltarla.
Ella introdujo las manos entre las piernas y se tocó para él. Oscar la había acariciado bien con la lengua, pero sus dedos penetraban mucho más y la preparaban mucho mejor para su curioso objeto. Mientras tanto, Oscar la miraba con avidez, alzando los ojos hacia su rostro de vez en cuando para regresar sin pérdida de tiempo al espectáculo que se desarrollaba más abajo. Todo rastro de la duda que mostrara con anterioridad había desaparecido. La animó con su adoración y con un sinfín de apelativos cariñosos; el abultamiento de sus calzoncillos era prueba suficiente de su excitación, si es que Jude necesitaba alguna. Ella comenzó a alzar las caderas al ritmo de sus dedos y Oscar la sujetó con más fuerza, separándole las piernas antes de llevarse la mano derecha a los labios y humedecerse el dedo corazón para acercarlo después a los pliegues de su otra entrada y acariciarla con cuidado.
—¿Me la chuparás ahora? —le preguntó—. ¿Un poquito?
—Enséñamela —contestó ella.
Oscar se separó un poco para quitarse los calzoncillos. El objeto curioso había adoptado un color morado y estaba erecto en esa ocasión. Jude se sentó en la cama y volvió a metérselo en la boca, sujetándolo por la palpitante base con una mano, al tiempo que la otra seguía el flirteo con su propio sexo. Nunca había sido buena a la hora de predecir el momento exacto en el que la leche hervía, de modo que apartó sus labios para que Oscar se enfriara un poco sin dejar de mirarlo a los ojos. Ya fuese por la extracción o por el hecho de mirarlo, él pasó del punto sin retorno.
—¡Joder! —exclamó—. ¡Joder! —Y se alejó de ella mientras se agarraba con fuerza el objeto curioso con la mano.
Por un momento, pareció que había tenido éxito, ya que solo se deslizaron un par de gotas por el glande. Sin embargo, al instante, sus testículos liberaron la carga que portaban, y esta surgió con una extraordinaria abundancia, acompañada de un gemido que no solo era de placer sino también de amonestación hacia sí mismo, en opinión de Jude; una opinión que se vio confirmada en cuanto acabó de vaciar sus testículos en el suelo.
—Lo siento… —le dijo—. Lo siento.
—No tienes por qué disculparte —lo tranquilizó ella, que abandonó la cama y se inclinó para besarlo en los labios.
No obstante, él continuó murmurando sus disculpas.
—Hacía mucho que no me sucedía algo así —le dijo—. Es una reacción tan inmadura…
Jude guardó silencio, consciente de que cualquier cosa que dijera conseguiría tan solo provocar otra nueva tanda de autorreproches. Oscar entró al baño en busca de una toalla. Cuando regresó, Jude estaba recogiendo su ropa.
—¿Te vas? —le preguntó.
—A mi habitación.
—¿Es necesario? —dijo él—. Ya sé que no ha sido una actuación muy sobresaliente que digamos, pero… la cama es lo bastante grande para los dos. Y no ronco.
—La cama es enorme.
—Entonces… ¿te quedas? —insistió él.
—Me encantaría.
Él respondió con una sonrisa seductora.
—Me siento honrado —confesó—. ¿Me perdonas un momento?
Regresó al baño y encendió la luz antes de entrar y cerrar la puerta. Jude permaneció tendida en la cama, asombrada por el giro que habían tomado los acontecimientos. Lo extraño de la situación parecía apropiado. Después de todo, el viaje había comenzado con un acto de amor desubicado: un amor que se convirtió en asesinato. En esos momentos, acababa de producirse una nueva perturbación. Allí estaba ella, acostada en la cama de un hombre con un cuerpo que distaba mucho de ser hermoso y cuyo peso anhelaba sentir sobre ella; cuyas manos eran capaces de cometer un fratricidio, si bien la excitaban como jamás lo habían hecho otras. Un hombre que había recorrido más mundos que un poeta adicto al opio, pero que era incapaz de hablar de amor sin tartamudear; un hombre que era un titán, pero que cedía al miedo. Jude se acurrucó entre los almohadones de plumas y allí esperó a que le contara una historia de amor.
Él se tomó su tiempo y, cuando por fin volvió, se deslizó entre las sábanas junto a ella. Tal y como Jude esperaba, le dijo a la postre que la amaba, pero solo cuando la luz estuvo apagada y la oscuridad le impidió mirarlo a los ojos.
Cuando se durmió, lo hizo profundamente y, cuando volvió a despertarse, fue como seguir durmiendo: igual de oscuro y placentero; oscuro porque las cortinas aún estaban corridas y porque, a través del hueco que quedaba entre ellas, pudo ver que el cielo aún seguía sumido en la oscuridad; placen tero porque Oscar la penetraba por detrás. Una de sus manos le acariciaba un pecho y la otra le alzaba la pierna para facilitar el movimiento de sus caderas. La había penetrado con habilidad y tacto, según pudo darse cuenta Jude. No solo no la había despertado hasta estar dentro de ella, sino que había elegido el pasaje virginal que, de haber estado despierta, habría intentado hacerle olvidar por temor a una posible incomodidad. Sin embargo, no sentía incomodidad alguna, a pesar de que la sensación no se parecía a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Oscar depositó unos cuantos besos ligeros como plumas en su cuello y en su hombro, como si se hubiera percatado de que estaba despierta. Ella lo hizo patente con un suspiro. Sus envites se ralentizaron hasta detenerse, pero ella echó las nalgas hacia atrás, instándolo a seguir con el movimiento a la par que lo ayudaba a satisfacer su curiosidad acerca de la profundidad a la que la podría penetrar, y descubrió que podría hacerlo hasta donde le resultara físicamente posible. Jude se sentía feliz de aceptarlo en toda su longitud y le indicó con un apretón en la mano que le acariciaba el pecho que intensificara sus caricias, mientras la otra mano bajaba hacia el lugar donde estaban unidos. Demostrando que era un hombre previsor, Oscar se había puesto un condón antes de penetrarla, lo que decía a las claras (sumado al hecho de que ya se había corrido una vez esa noche) que rayaba en la definición del amante perfecto: pausado y seguro.
Jude no utilizó la oscuridad para dar una nueva forma al cuerpo de Oscar. El hombre que presionaba la cara sobre su pelo y que le mordía el hombro no era, al contrario del místico que poco antes describiera, la representación de un ideal imaginado. Se trataba de Oscar Godolphin, con su barriga, su objeto curioso y todo lo demás. Sin embargo, sí dio una nueva forma a su propio cuerpo, de modo que en su mente se convirtió en un pictograma[9] de sensaciones: del mismo lugar donde su cuerpo estaba siendo penetrado surgía una línea que ascendía a través de su abdomen y, tras pasar por encima de sus pezones, le rodeaba la nuca; allí se encontraba con la línea que dividía la espalda en dos, y la intersección de ambas formaba una espiral bajo los huesos de su cráneo. Su imaginación añadió una nueva modificación: alrededor de esa espiral, que ardía como una visión en la oscuridad reinante tras sus labios, apareció un círculo. El éxtasis que alcanzó fue perfecto: era un ser abstracto en brazos de Oscar, pero, al mismo tiempo, experimentaba el placer de la carne. No podía existir nada mejor.
Él le preguntó si podían cambiar de posición, con un escueto «la herida» a modo de explicación.
Jude se incorporó hasta quedar apoyada sobre los codos y las rodillas y, entretanto, Oscar abandonó su cuerpo durante un angustioso instante, antes de volver a poner a trabajar al objeto curioso. El ritmo de sus embestidas no tardó en incrementarse, al tiempo que sus dedos penetraban el sexo de Jude y su voz se introducía en su cerebro, ambos expresando el placer que sentía. El pictograma brillaba en la mente de Jude, su resplandor era deslumbrante de un extremo a otro. Ella comenzó a gritar, en un principio un simple «sí, sí», para después expresar sus demandas de modo conciso, con lo que consiguió que Oscar se excitara todavía más y su inventiva alcanzara nuevas cotas. El pictograma adquirió un brillo cegador y arrasó todo pensamiento consciente acerca del lugar donde se encontraba o del tipo de ser que era; todos los recuerdos de las uniones pasadas quedaron incorporados a esa perpetuidad.
Jude no fue consciente de que Oscar había acabado hasta que lo sintió apartarse de ella; alargó el brazo para indicarle que no lo hiciera y lo retuvo, tras ella y en su interior, un poco más. Él la complació. Jude disfrutó de la sensación de tenerlo dentro mientras su erección menguaba e, incluso, del momento en el que la abandonó, cuando el delicado músculo que lo mantenía prisionero lo dejó marchar con cierta renuencia. Oscar se tumbó en la cama y rodó de costado para encender la luz. El resplandor era suave, pero aun así les resultó brillante en exceso y Jude estaba a punto de protestar cuando vio que él se llevaba la mano al costado. Su encuentro había abierto la herida. La sangre manaba en dos direcciones: hacia abajo, camino del objeto curioso que todavía seguía enfundado en el condón, y hacia el lado, sobre las sábanas.
—No pasa nada —dijo él en cuanto se dio cuenta de que Jude hacía ademán de levantarse—. No es tan grave como parece.
—De todos modos necesitas contener la hemorragia —protestó ella.
—No es más que buena sangre de los Godolphin —contestó, poniendo una mueca de dolor al tiempo que sonreía. Sus ojos abandonaron el rostro de Jude para posarse en el retrato colgado sobre la cama—. Siempre ha manado con libertad —prosiguió.
—No tiene aspecto de aprobar nuestra unión —dijo Jude.
—Al contrario —contestó Oscar—. Sé de buena tinta que te adoraría. Joshua sabía lo que era la devoción.
Jude volvió a fijarse en la herida. La sangre se escapaba entre los dedos de Oscar.
—¿Por qué no me dejas que la cubra? —le preguntó—. Me estoy mareando.
—Haría cualquier cosa por ti.
—¿Tienes vendas?
—Es posible que Dowd tenga algunas, pero no quiero que se entere de lo nuestro. Al menos, no tan pronto. Dejemos que sea nuestro secreto.
—Tuyo, mío y de Joshua —replicó ella.
—Ni siquiera Joshua sabe lo que hemos estado haciendo —contestó sin rastro alguno de ironía en la voz—. ¿Por qué crees que apagué la luz?
Jude fue al baño en busca de una toalla que utilizar a modo de venda. Entretanto, Oscar le hablaba desde la cama.
—Por cierto, lo que te he dicho es verdad —le dijo.
—¿A qué te refieres?
—A que haría cualquier cosa por ti. Al menos, todo lo que esté en mi mano. Te daría cualquier cosa. Quiero que te quedes conmigo, Judith. Sé que no soy ningún Adonis. Pero he aprendido mucho de Joshua… con respecto a la devoción, quiero decir. —Ella salió del baño con la toalla y, de nuevo, recibió la misma oferta—. Lo que quieras.
—Muy generoso por tu parte.
—El placer es mío —le dijo él.
—Creo que ya sabes lo que más deseo.
Oscar negó con la cabeza.
—No se me dan muy bien las adivinanzas. Lo mío es el criquet. Dímelo.
Ella se sentó en el borde de la cama y le apartó la mano de la herida con mucho cuidado, para proceder a limpiarle la sangre que le manchaba los dedos.
»Dilo —insistió.
—Muy bien —accedió Jude—. Quiero que me saques de este Dominio, quiero que me enseñes Yzordderrex.