Los días que siguieron a la segunda partida de Pai y Cortés de Beatrix parecieron acortarse a medida que ascendían, lo que apoyaba la sospecha de que las noches en la cordillera del Jokalaylau eran más largas que en las llanuras. Era imposible comprobar esa teoría, ya que sus dos medidores temporales (la barba de Cortés y las tripas de Pai) se hacían menos fiables a medida que subían. La primera porque Cortés dejó de afeitarse; la segunda, porque el hambre de los viajeros, y por tanto su necesidad de defecar, decrecía a medida que iban ascendiendo. En lugar de contribuir a aumentar el apetito, el aire enrarecido se convirtió en sustento, y así viajaron hora tras hora sin acordarse ni una sola vez de sus necesidades físicas. Claro que contaban con la compañía del otro para evitar olvidarse por completo de sus cuerpos y de su objetivo, si bien los lanudos lomos de las bestias que montaban eran mucho más efectivos en ese sentido. Cada vez que los doekis tenían hambre, los animales se paraban sin más y les resultaba imposible azuzarlos u obligarlos a que se movieran del arbusto o la maleza que estuvieran comiendo, hasta que se saciaban. Al principio, esto supuso una molestia; los jinetes lanzaban maldiciones al tiempo que desmontaban, ya que sabían que tenían una hora por delante hasta que las bestias terminaran de pastar. Sin embargo, conforme pasaron los días y el aire se hizo menos respirable, llegaron a depender del ritmo del tracto intestinal de los doekis y tomaron por costumbre aprovechar sus paradas para alimentarse ellos también.
Pronto se hizo evidente que los cálculos de Pai acerca de la duración de su viaje habían sido más que optimistas. La única parte de las predicciones del místico que había confirmado la experiencia era la referente a la dureza del camino. Incluso antes de alcanzar la cota de nieve, tanto los jinetes como sus monturas mostraban ya síntomas de cansancio; además, el sendero se hacía cada vez menos visible a medida que la tierra blanda se congelaba poco a poco, y quedaban así ocultas las huellas de aquellos que los precedieran. Ante la perspectiva de campos nevados y glaciares que se extendía delante de ellos, permitieron que los doekis descansaran un día entero y animaron a las bestias para que se cebaran con lo que podrían ser las últimas briznas de pasto disponibles hasta que alcanzaran el otro extremo de la cordillera.
Cortés llamó Chester a su montura, en honor al querido Klein, con quien compartía cierto encanto meditabundo. No obstante, Pai se negó a ponerle nombre a la otra bestia, ya que alegó que traía mala suerte comerse cualquier cosa que tuviese nombre, y las circunstancias bien podrían obligarlos a comerse a un doeki antes de llegar a la frontera del Tercer Dominio. Aparte de ese pequeño desacuerdo, mantuvieron una conversación sin sobresaltos una vez que reemprendieron la marcha, y se guardaron de discutir los sucesos acaecidos en Beatrix o su importancia. El frío pronto se hizo persistente; los abrigos que les habían dado apenas resultaban una defensa adecuada contra el azote del viento, que les arrojaba paredes de nieve en polvo tan densa que, en ocasiones, se desviaban del camino. Cuando eso sucedía, Pai sacaba la brújula (que parecía más una carta astrológica a los ojos inexpertos de Cortés) y corregía su rumbo en consecuencia. Solo en una ocasión expresó Cortés su esperanza de que el místico supiera lo que hacía, comentario que le valió una mirada tan desdeñosa por sus quejas que no volvió a pronunciar una palabra al respecto a partir de ese momento.
A pesar de que el tiempo empeoraba día a día, cosa que hacía que Cortés añorara un mes de enero en Inglaterra, la buena suerte no los abandonó del todo. Llevaban cinco días viajando por las cumbres nevadas cuando, en un momento de calma entre dos ráfagas de viento, Cortés oyó un repicar de campanas; al seguir el sonido, descubrieron a media docena de montañeses que cuidaban de un rebaño de unas cien primas de las cabras terrestres, aunque estas eran mucho más peludas y moradas como los crocos. Ninguno de los montañeses hablaba inglés y solo uno de ellos, un hombre llamado Kuthuss, que lucía una barba tan desgreñada y morada como sus bestias (lo que llevó a Cortés a preguntarse qué tipo de matrimonios de conveniencia se realizaban en aquellas solitarias montañas), poseía unas pocas palabras en su vocabulario que Pai pudiera entender. Y lo que le dijo no era bueno. Los pastores bajaban sus rebaños del Paso Alto antes de tiempo porque la nieve había cubierto los pastos de los que las bestias podrían haberse alimentado durante otros veinte días si el clima hubiera sido normal. Según repitió en varias ocasiones, aquella no era una estación como las demás. Nunca antes la nieve había llegado tan pronto ni había caído de forma tan copiosa; él nunca había vivido vientos tan fuertes. En resumen, les advertía que no intentaran seguir por esa ruta. Sería un suicidio si lo hacían. Pai y Cortés debatieron esa advertencia. El viaje ya duraba más de lo previsto. Si retrocedían para viajar por debajo de la cota de nieve, por muy tentados que se sintieran ante la posibilidad de una temperatura relativamente cálida y comida fresca, perderían más tiempo todavía. Días que podrían conllevar una miríada de horrores: cien aldeas destruidas, como Beatrix, e innumerables vidas perdidas.
—¿Recuerdas lo que dije cuando dejamos Beatrix? —preguntó Cortés.
—Para serte sincero, no, no me acuerdo.
—Dije que no moriríamos y lo dije en serio. Encontraremos la forma de cruzar.
—No creo que me guste esa convicción mesiánica —respondió Pai—. La gente con buenas intenciones también muere, Cortés. Si lo piensas bien, te darás cuenta de que suelen ser los primeros en hacerlo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no vas a venir conmigo?
—Ya te dije que donde tú fueras, allí iría yo. Pero las buenas intenciones no tienen nada que hacer contra el frío.
—¿Cuánto dinero tenemos?
—No mucho.
—¿Lo suficiente para comprarles a esta gente algunas pieles de cabra? ¿Tal vez algo de carne?
A continuación, se produjo una compleja conversación en tres idiomas: Pai traducía las palabras de Cortés a la lengua que Kuthuss entendía, y este, a su vez, traducía para sus compañeros pastores. Pronto se alcanzó un acuerdo. Los pastores parecieron contentos con la idea de conseguir dinero en efectivo. No obstante, en vez de darles sus propios abrigos, dos de ellos se dedicaron a matar y despellejar a cuatros de sus animales. Acto seguido, cocinaron la carne y la compartieron con el grupo. Tenía demasiada grasa y estaba casi cruda, pero ni Cortés ni Pai la rechazaron; bajaron la carne con un brebaje que preparaban a partir de nieve hervida, hojas secas y unas gotas de licor que, según entendió Pai, Kuthuss había llamado «meado de cabra». A pesar de todo, lo bebieron. Era fuerte y, tras un sorbo —bajaba como el vodka—, Cortés señaló que si tomar aquel brebaje lo convertía en bebedor de meado, que así fuera.
Al día siguiente, tras recibir las pieles, la carne y varias botellas del brebaje de los pastores, además de una sartén y un par de vasos, pronunciaron sus despedidas incomprensibles y se marcharon. El tiempo empeoró poco después y, de nuevo, se vieron perdidos en mitad de una región agreste cubierta de nieve. Sin embargo, sus ánimos se habían reforzado con el encuentro, por lo que consiguieron avanzar a buen paso durante los siguientes dos días y medio; hasta que, con las primeras luces del atardecer del tercer día, el animal que montaba Cortés comenzó a mostrar indicios de agotamiento: era incapaz de mantener la cabeza en alto y sus pezuñas apenas podían librarse de la nieve que atravesaban.
—Creo que será mejor que lo dejemos descansar —dijo Cortés.
Encontraron una abertura entre dos peñascos tan grandes que casi se podían considerar colinas, y allí encendieron un fuego para calentar un poco del licor de los pastores. Había sido este, más que la carne, lo que los había ayudado a continuar durante las jornadas más agotadoras del viaje hasta ese momento; no obstante, a pesar de que intentaban racionarlo, ya casi habían agotado sus escasas reservas. Mientras bebían, hablaron de lo que los esperaba. Las predicciones de Kuthuss se estaban revelando como verdaderas. El tiempo empeoraba por momentos, y las probabilidades de encontrarse con otro ser vivo allí arriba, en caso de encontrarse en problemas, eran inexistentes. Pai se tomó un segundo para recordarle a Cortés su creencia de que no iban a morir; ya lloviera, tronara o la voz del mismísimo Hapexamendios bajara por la montaña.
—Lo dije en serio —replicó Cortés—. Pero puedo seguir preocupándome, ¿no? —Acercó las manos al fuego—. ¿Queda más meado en la botella?
—Me temo que no.
—Ya verás, cuando volvamos por aquí… —Pai compuso una expresión irónica—, lo haremos. Cuando volvamos por este camino conseguiremos la receta. Así podremos prepararlo allá en la Tierra.
Habían dejado a los doekis un poco apartados y, en ese momento, oyeron un sonido apagado.
—¡Chester! —gritó Cortés antes de dirigirse hacia las bestias.
El animal estaba tendido de costado, con el flanco hinchado. Manaba sangre de su hocico; sangre que derretía la nieve sobre la que caía.
—Joder, Chester, no te mueras —suplicó Cortés.
Sin embargo, tan pronto como colocó lo que esperaba que fuera una mano consoladora sobre el flanco del doeki, este desvió sus brillantes ojos castaños hacia él, exhaló un último gemido y dejó de respirar.
—Acabamos de perder el cincuenta por ciento de nuestro medio de transporte —le dijo a Pai.
—Míralo por el lado positivo: acabamos de conseguir carne para una semana.
Cortés volvió a mirar al animal y deseó haber seguido el consejo de Pai de no ponerle nombre a la bestia. Ahora, cada vez que chupara sus huesos pensaría en Klein.
—¿Te encargas tú o debería hacerlo yo? —le preguntó—. Supongo que debo hacerlo yo. Ya que le puse un nombre, también debo despellejarlo.
El místico no discutió, solo sugirió que debería alejar al otro animal para que no viera el espectáculo, por si acaso perdía la voluntad de vivir al ver que su camarada era destripado. Cortés estuvo de acuerdo, y mantuvo la vista fija en ellos mientras Pai alejaba a la nerviosa criatura. Empuñando el cuchillo que les habían dado al partir de Beatrix, comenzó su carnicería particular. Al momento, descubrió que ni el cuchillo ni él mismo estaban a la altura de su cometido. El pellejo del doeki era grueso; su grasa, elástica; y su carne, dura. Tras una hora de cortes y desgarros, solo había conseguido retirar la piel de la parte superior de los cuartos traseros y de un pequeño trozo de su flanco. Estaba cubierto de la sangre del animal y sudaba debajo de su abrigo de piel.
—¿Quieres que siga yo? —le propuso Pai.
—No —respondió Cortés, malhumorado—, puedo hacerlo yo. —Y continuó el trabajo con la misma ineptitud; si bien la hoja ya temblaba y los músculos que la blandían estaban cada vez más cansados.
Esperó un tiempo decente antes de levantarse y regresar al fuego donde se sentaba Pai, que tenía la vista fija en las llamas. Contrariado por su derrota, arrojó el cuchillo en la nieve que se derretía junto al fuego.
—Me rindo —le dijo—. Es todo tuyo.
Un poco reticente, Pai recogió el cuchillo, lo afiló contra las rocas y comenzó con la tarea. Cortés no miró. Asqueado a causa de la sangre que le había caído encima, decidió enfrentarse al frío y lavarse. Encontró un lugar un poco alejado del fuego, donde la superficie del terreno era regular, se quitó el abrigo y la camisa y se arrodilló para lavarse con nieve. Su piel se erizó por el frío, pero satisfizo cierta tendencia a la automortificación al poner a prueba tanto su determinación como su cuerpo; cuando terminó de lavarse las manos y la cara, se restregó la nieve por el pecho y el estómago, a pesar de que las secreciones del doeki no se habían adherido a esos lugares. El viento había cesado de soplar hacía poco y el cielo que se veía entre las rocas era más dorado que verde. Sintió la necesidad perentoria de verse libre bajo su luz, por lo que, sin volver a ponerse el abrigo, trepó por las rocas para hacer precisamente eso. Las manos se le quedaron insensibles y la subida fue más difícil de lo que había previsto, pero el paisaje que se abría por encima y por debajo de él cuando llegó a la cumbre bien había valido el esfuerzo. No era de extrañar que Hapexamendios hubiera parado en aquel lugar en su camino hacia su lugar de descanso. Incluso los dioses debían de verse inspirados por semejante esplendor. Los picos de la cordillera del Jokalaylau se perdían, al parecer en una procesión infinita, más allá del horizonte; sus blancas cimas nevadas estaban teñidas por una delgada capa de oro debido al cielo contra el que se recortaban. El silencio no podía ser más extremo.
Aquel punto estratégico servía tanto a fines prácticos como para disfrutar de unas buenas vistas. El Paso Alto se veía a la perfección. Además, a lo lejos hacia la derecha, se divisaba una escena lo bastante sorprendente como para que Cortés obligara al místico a dejar su trabajo y a subir también. A unos dos kilómetros de la roca yacía un glaciar de brillante superficie. Sin embargo, no fue el espectáculo de su congelada magnitud lo que atrajo la atención de Cortés, sino la presencia de varias formas más oscuras dentro del hielo.
—¿Quieres que nos acerquemos para descubrir lo que son? —le preguntó el místico, al tiempo que se limpiaba la sangre de las manos en la nieve.
—Creo que deberíamos hacerlo —respondió Cortés—. Si estamos siguiendo los pasos del Invisible, deberíamos preocuparnos por ver lo que Él vio.
—O lo que Él provocó —apostilló Pai.
Descendieron y Cortés se volvió a poner la camisa y el abrigo. Las ropas estaban calientes, puesto que las había dejado junto al fuego, y agradeció esa comodidad; sin embargo, también apestaban a su propio sudor y al de los animales de cuyos lomos habían sido arrancados; casi deseó poder ir desnudo en lugar de sentir el peso de otra piel.
—¿Terminaste de despellejarlo? —le preguntó Cortés a Pai mientras continuaban la marcha a pie, ya que preferían eso a malgastar las energías del medio de transporte que les quedaba.
—He hecho lo que he podido —replicó Pai—, pero de modo tosco. No soy un carnicero.
—¿Y eres cocinero? —le preguntó Cortés.
—En realidad, no. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que he estado pensado mucho en la comida, nada más. ¿Sabes?, creo que después de este viaje no volveré a probar la carne. ¡Esa grasa! ¡Y los tendones! Se me revuelve el estómago solo de pensarlo.
—Tienes un paladar sensible.
—No me digas… Mataría por un plato de profiteroles bañados con crema de chocolate. —Se rió—. ¿Pero tú me oyes? La gloria de la cordillera del Jokalaylau se extiende ante nosotros y yo no puedo dejar de pensar en profiteroles. —Después, con total seriedad, preguntó—: ¿Tienen chocolate en Yzordderrex?
—A estas alturas, estoy seguro de que sí. Pero mi gente come cosas sencillas, así que nunca desarrollé una adicción al azúcar. Al pescado, en cambio…
—¿Pescado? —preguntó Cortés—. No me gusta.
—Ya cambiarás de opinión cuando lleguemos a Yzordderrex. Hay restaurantes a lo largo de todo el puerto… —La charla de místico se convirtió en una sonrisa—. Ahora me parezco a ti. Creo que los dos estamos hartos de la carne de doeki.
—Sigue —lo instó Cortés—, quiero ver cómo babeas.
—Hay restaurantes a lo largo de todo el puerto en los que el pescado es tan fresco que todavía salta cuando lo meten en la cocina.
—¿Y eso es una recomendación?
—No hay nada comparable al pescado fresco —replicó Pai—. Si las capturas son buenas, puedes elegir entre cuarenta o cincuenta platos distintos. Desde jepas diminutas hasta squeffah de mi tamaño, o más grandes incluso.
—¿Hay algo que yo pudiera reconocer?
—Unas cuantas especies. Así que, ¿para qué recorrer esta distancia para comerte un filete de merluza cuando podrías conseguir un squeffah? O mejor aún, me acabo de acordar de otro plato que debes probar. Es otro tipo de pescado, ugichee, casi tan pequeño como un jepa, pero que vive dentro del estómago de otro pez.
—Eso parece suicida.
—Calla, que hay más. Este segundo pescado suele acabar siendo tragado de una pieza por un arenque llamado «coliácico». Son muy feos, pero su carne se derrite como la mantequilla, así que, si tienes suerte, te preparan a la parrilla los tres pescados juntos, tal y como fueron capturados…
—¿Uno dentro de otro?
—Cabeza y cola, todo el paquete.
—Eso es asqueroso.
—Y si tienes mucha suerte…
—Pai…
—… y el ugichee resulta ser una hembra, cuando atravieses las tres capas de pescado te encontrarás…
—… con que su estómago está lleno de caviar.
—Lo has adivinado. ¿No te suena tentador?
—Creo que me quedaré con mi mousse de chocolate y mi helado.
—¿Cómo es que no estás gordo?
—Vanessa solía decirme que tenía el paladar de un niño, la libido de un adolescente y la… bueno, puedes imaginarte lo que sigue. Lo elimino todo haciendo el amor. O al menos, antes lo hacía.
Ya estaban cerca del extremo del glaciar, por lo que su charla acerca de pescados y chocolate cesó y fue reemplazada por un silencio sombrío cuando la identidad de las figuras encerradas en el hielo se hizo patente. Eran cuerpos humanos, al menos una docena. A su alrededor, atrapados en el hielo, se encontraba una serie de despojos: fragmentos de piedra azul, unos cuencos enormes de metal batido y restos de vestimentas en las que aún brillaba la sangre. Cortés se encaramó al glaciar y caminó por él hasta que estuvo justo encima de los cuerpos. Algunos estaban enterrados demasiado profundamente como para verlos bien, pero aquellos que su encontraban más cerca de la superficie, con los rostros alzados y las extremidades en petrificadas poses de desesperación, eran casi demasiado visibles. Todos eran mujeres: la más joven apenas si había salido de la niñez, mientras que la mayor era una vieja bruja desnuda de enormes pechos que había muerto con los ojos abiertos, por lo que su mirada quedaría conservada durante un milenio. Allí había tenido lugar algún tipo de masacre, o tal vez en la cumbre de la montaña, tras lo cual habían arrojado las pruebas a aquel río cuando todavía fluía. Según parecía, no había tardado mucho en congelarse alrededor de las víctimas y sus pertenencias.
—¿Quiénes son? —preguntó Cortés—. ¿Tienes alguna idea?
Aunque estaban muertas, no le parecía apropiado utilizar el pasado para referirse a unos cuerpos tan bien conservados.
—Cuando el Invisible atravesó los Dominios, derrocó a los demás cultos que se antojaron indignos a sus ojos. La mayoría de ellos estaban consagrados a las Diosas. Sus oráculos y adeptos eran mujeres.
—¿Crees que Hapexamendios hizo esto?
—Si no Él, sí sus enviados, sus justicieros[8]. Aunque, pensándolo bien, se supone que llegó aquí solo, así que es posible que esto sea obra suya.
—En ese caso, quien quiera que sea —dijo Cortés con la mirada fija en la niña del hielo—, es un asesino. No es mejor que tú o que yo.
—Yo que tú no lo diría muy alto —le advirtió Pai.
—¿Por qué no? No está aquí.
—Si esto es obra suya, bien puede haber dejado a seres para que lo vigilen.
Cortés miró a su alrededor. El aire no podía ser más diáfano. No había señales de movimiento en las cimas ni en los campos nevados que brillaban por debajo de estas.
—Pues si están aquí, yo no los veo.
—Esos son los peores, los que no puedes ver —replicó Pai—. ¿Regresamos a la hoguera?
Con el ánimo por los suelos después de lo que habían visto, el viaje de regreso les llevó más que el de ida. Para cuando llegaron a la seguridad de la gruta entre las rocas y escucharon los gruñidos de bienvenida del doeki que había sobrevivido, el cielo ya perdía su brillo dorado y se acercaba el anochecer. Discutieron la posibilidad de reemprender la marcha de noche, pero decidieron no hacerlo. A pesar de que el viento había amainado por el momento, sabían por experiencia que las condiciones meteorológicas a esa altura eran impredecibles. Si intentaban viajar de noche y bajaba una tormenta desde la cumbre, se verían cegados por partida doble y correrían el riesgo de desviarse de su camino. Con la proximidad del Paso Alto y la esperanza de que el viaje fuese mucho más fácil una vez lo atravesaran, no merecía la pena correr el riesgo.
Dado que habían gastado las provisiones de leña que recogieran antes de llegar a la zona cubierta de nieve, se vieron forzados a alimentar el fuego con la silla y el arnés del doeki muerto, que ardió con una llama vacilante y un humo espeso, si bien era mejor que nada. Cocinaron un poco de la carne fresca y, mientras masticaba, Cortés se dio cuenta de que comer algo a lo que había puesto nombre no le resultaba tan difícil como creyera en un principio. Preparó una pequeña cantidad del brebaje de meado de los pastores y, entre sorbo y sobro, hizo que la conversación volviera a las mujeres congeladas.
—¿Por qué un dios tan poderoso como Hapexamendios masacraría a unas mujeres indefensas?
—¿Quién dijo que estuvieran indefensas? —replicó Pai—. En realidad, creo que es muy posible que fuesen extremadamente poderosas. Sus oráculos debieron de presentir lo que se avecinaba, por lo que alistarían a sus ejércitos…
—¿Ejércitos de mujeres?
—Sin duda. Cientos de miles de guerreras. Hay lugares al norte de la Vía Crucis en los que la tierra solía temblar cada cincuenta años y descubrir una de sus tumbas de guerra.
—¿Todas fueron masacradas? Los ejércitos, los oráculos…
—O se escondieron tan a conciencia que olvidaron quiénes eran pasadas unas pocas generaciones. No te sorprendas tanto. Sucede a veces.
—¿Un solo dios puede derrotar a tantas diosas? Diez, veinte…
—Incontables.
—¿Cómo?
—Era único, y estaba solo. Ellas eran muchas y diferentes.
—La singularidad es fuerza…
—Al menos, a corto plazo. ¿Quién te lo dijo?
—Intento recordarlo. Alguien que no me gustaba mucho, tal vez Klein.
—Quien quiera que fuese, tenía razón. Hapexamendios llegó a los Dominios con una idea muy atractiva: fueras donde fueses, sin importar la naturaleza de los infortunios que te hubieran sucedido, solo necesitabas pronunciar un nombre, rezar una plegaria, arrodillarte ante un altar, y estarías bajo su cuidado. Y así trajo consigo a una especie para mantener el orden una vez que lo hubo establecido: la tuya.
—Esas mujeres me parecían bastante humanas.
—También lo parezco yo —le recordó Pai—, pero no lo soy.
—No…, tú eres muy heterogéneo, ¿no es así?
—Una vez lo fui…
—Eso te pone de lado de las Diosas, ¿no? —susurró Cortés.
El místico lo acalló con un dedo en los labios.
Cortés musitó una palabra en respuesta:
»Hereje.
La noche había caído por completo y ambos se dedicaron a observar el fuego, cuya intensidad disminuía a medida que se iba consumiendo la silla de Chester.
—Tal vez debamos quemar un poco de piel —sugirió Cortés.
—No —respondió Pai—. Dejemos que se consuma, pero sigue mirando.
—¿A qué?
—A cualquier cosa.
—Solo puedo mirarte a ti.
—Entonces mírame.
Así lo hizo. Las privaciones de los últimos días no parecían haber hecho mella en el místico. Carecía de vello facial que desfigurara la simetría de sus facciones; además, la dieta espartana no había hundido sus mejillas ni había creado bolsas bajo sus ojos. Estudiar sus facciones era como volver a contemplar el cuadro preferido que colgara en un museo. De eso se trataba: algo que hablaba de tranquilidad y belleza. No obstante, a diferencia de un cuadro, el rostro que había ante él, que en apariencia era tan sólido, tenía una capacidad infinita para cambiar. Habían pasado meses desde la noche en que presenciara por primera vez aquel fenómeno. Sin embargo, en ese momento, mientras el fuego se consumía y las sombras se espesaban a su alrededor, se dio cuenta de que el mismo milagro estaba a punto de producirse. El parpadeo de la llama que se apagaba hizo que la simetría cambiara; la carne que estaba delante de él pareció perder su fijeza mientras la miraba con atención, y el místico comenzaba a excitarse.
—Quiero mirar —murmuró.
—Pues mira.
—Pero el fuego se está apagando…
—No necesitamos luz para vernos —susurró el místico—. Aférrate a la visión.
Cortés se concentró y estudió el rostro que tenía enfrente. Los ojos comenzaron a dolerle cuando intentó clavar la mirada en él, pero no podían competir con la creciente oscuridad.
—Deja de mirar —le indicó Pai con un tono de voz que parecía proceder del corazón de las ascuas—. Deja de mirar para así poder ver.
Cortés luchó por comprender el significado de sus palabras, pero estas eran tan poco proclives a ser analizadas como la oscuridad que se abría ante él. Le fallaban dos sentidos, el físico y el lingüístico, dos formas de abrazar ese mundo que se le escapaba en el mismo instante. Era como morir un poco, y el pánico comenzó a apoderarse de él, un miedo muy similar al que sentía algunas noches, cuando se despertaba en su cama y en su cuerpo sin reconocer ninguna de las dos cosas: sus huesos eran una celda; su sangre, espesa; la única certeza era su disolución. En esos momentos, solía encender todas las luces tan solo por el consuelo que le proporcionaban. Pero no había luces allí, solo cuerpos que se enfriaban cada vez más a medida que el fuego moría.
—Ayúdame —le pidió.
El místico no respondió.
—¿Estás ahí, Pai? Tengo miedo. Tócame. ¿Lo harás? ¿Pai?
El místico no se movió. Cortés comenzó a buscar en la oscuridad y recordó la imagen de Taylor recostado contra una almohada de la que ambos sabían que no se iba a volver a levantar, mientras le pedía a Cortés que le sostuviera la mano. Con ese recuerdo, el pánico se transformó en pesar: por Taylor, por Clem, por cada una de las almas unidas a sus seres queridos por unos sentidos destinados a fallar, y también por él mismo. Cortés deseaba lo mismo que un niño: la certeza de que había otro ser cerca y que el tacto lo pudiera confirmar. A pesar de todo, sabía que no había una solución real. Podría encontrar al místico en la oscuridad, pero no podría aferrarse a su cuerpo para siempre, de la misma manera que no podría aferrarse a los sentidos que ya había perdido. Con los nervios destrozados, al final sus dedos rozaron otros dedos.
A sabiendas de que aquel pequeño solaz albergaba tan poca esperanza como cualquier otro, retiró la mano y dijo:
—Te quiero.
¿O se limitó a pensarlo? Quizá fue solo un pensamiento, porque fue la idea, más que las sílabas, lo que se formó delante de él; la iridiscencia que recordaba de la transformación de Pai brillaba en la oscuridad que no era, si bien no acababa de comprenderlo, la oscuridad propia de una noche sin estrellas, sino la oscuridad de su mente; de la misma forma que aquella súbita visión no era producto de sus ojos, sino de un interludio con la criatura a la que amaba y que, a su vez, lo amaba a él.
Dejó que sus sentimientos se encaminaran hasta Pai, si es que había un camino, cosa que dudaba. El espacio, al igual que el tiempo, pertenecía a otro mundo: a la tragedia de la separación que habían dejado atrás. Despojado de sus sentidos y de las necesidades de ambos, como si hubiera vuelto al momento antes de nacer, conoció el consuelo del místico tan bien como el propio, como también fue consciente de que la disolución que lo había despertado lleno de pavor tantas veces se revelaba como el comienzo del éxtasis.
Una ráfaga de aire que sopló entre las rocas rozó las ascuas y consiguió que su brillo se convirtiera en llama durante un momento. La luz iluminó el rostro que tenía ante él y la visión lo hizo abandonar su estado nonato. No le costó trabajo volver. El lugar que habían encontrado juntos estaba fuera del tiempo y no podía corromperse; además, la cara que tenía ante él, a pesar de su fragilidad (o, tal vez, gracias a ella), era una belleza digna de contemplarse. Pai le sonrió, pero no dijo nada.
—Deberíamos dormir —dijo Cortés—. Mañana nos espera un largo camino por delante.
Sopló otra ráfaga de aire, acompañada por unos copos de nieve que golpearon el rostro de Cortés. Se echó la capucha del abrigo por encima de la cabeza y fue a comprobar si el doeki se encontraba bien. El animal estaba semienterrado en la nieve, pero estaba dormido. Cuando regresó junto al fuego, que había encontrado un poco de combustible y lo consumía con avidez, el místico también se había dormido, con la capucha del abrigo cubriéndole la cabeza. Mientras contemplaba la media luna visible del rostro de Pai, se le ocurrió algo muy simple: que a pesar de que el viento rugía contra las rocas dispuesto a enterrarlos, de que había un valle de muerte detrás de ellos y de que había una ciudad llena de atrocidades por delante, era feliz. Se acostó en la dura tierra junto al místico. Su último pensamiento antes de dormirse fue para Taylor, que yacía sobre una almohada que se convertía en un campo nevado mientras exhalaba su último aliento; su rostro se hizo cada vez más translúcido hasta que acabó desapareciendo; así que cuando Cortés se sumió en la inconsciencia no cayó en la oscuridad, sino en la blancura de ese lecho de muerte que se convirtió en nieve virgen.