A pesar de que Jude había hecho una promesa con toda seriedad, la de seguir a Cortés allí donde fuera, sus planes de persecución se vieron obstaculizados por una serie de demandas que requerían su atención, y la mayor parte de ellas procedía de Clem. Este necesitaba de sus consejos, su consuelo y su habilidad para la organización en esos días aciagos y lluviosos que siguieron al Año Nuevo y, a pesar de lo apretado de su agenda, no podía volverle la espalda. El funeral de Taylor tuvo lugar el 9 de enero, con una misa que a Clem le costó un enorme esfuerzo perfeccionar. Fue un éxito melancólico: un momento para que los amigos y los parientes de Taylor se relacionaran y expresaran su afecto por el hombre fallecido. Jude se encontró con personas a quienes no había visto desde hacía años y muy pocos, si es que alguno lo hizo, pasaron por alto una ausencia obvia: Cortés. Ella le dijo a todo el mundo lo que le había dicho a Clem: que Cortés estaba pasando por un mal momento y que las últimas noticias que tenía de él eran que estaba planeando salir de vacaciones. Clem, por supuesto, no se dejó embaucar por una excusa tan vaga. Cortés se había ido sabiendo que Taylor estaba muerto, y Clem consideraba su partida como algo parecido a la cobardía. Jude no trató de defender al vagabundo. Se limitó a nombrar a Cortés lo menos posible en presencia de Clem.
Sin embargo, el tema siguió surgiendo de una forma u otra. Al ordenar las pertenencias de Taylor después del funeral, Clem se encontró con tres acuarelas pintadas por Cortés al estilo de Samuel Palmer, pero firmadas con su propio nombre y dedicadas a Taylor. Eran pinturas sobre paisajes idealizados, y lo único que lograron fue que Clem volviera a pensar en el amor no correspondido que sentía Taylor por el hombre desaparecido, así como que Jude se preguntara dónde se encontraba. Estaban entre las pocas cosas que Clem, tal vez como represalia, quería destruir; pero Jude le convenció de que no lo hiciera. Al final, el hombre se quedaría una en recuerdo de Taylor; le daría otra a Klein y la tercera a Jude.
Su deber para con Clem no solo le llevó bastante tiempo, sino también gran parte de su concentración. Cuando, a mitad de mes, Clem anunció de pronto que salía al día siguiente hacia Tenerife, donde se broncearía para olvidar sus problemas durante quince días, Jude se alegró de verse liberada de sus obligaciones diarias como amiga y consoladora, pero descubrió que era incapaz de reavivar el ardor de la ambición que había sentido a principios de mes. No obstante, tenía un punto de referencia que antes no había considerado: el perro. Lo único que tenía que hacer era mirar al chucho y recordaba, como si hubiese sucedido una hora antes, haber estado de pie ante la puerta del apartamento de Cortés, viendo cómo los dos hombres se disolvían ante sus atónitos ojos. Y, al hilo de semejantes recuerdos, llegaban otras ideas acerca de las noticias que llevaba a Cortés esa lejana noche: el viaje onírico inducido por la piedra que ahora estaba envuelta y escondida en su armario. No era una gran amante de los perros, pero se había llevado al chucho a casa aquella noche a sabiendas de que moriría si no lo hacía. Se había convertido rápidamente en un adulador: movía la cola con frenesí para darle la bienvenida cuando regresaba a casa cada noche después de visitar a Clem; se colaba en su dormitorio muy temprano y se acurrucaba entre su ropa sucia. Lo había llamado Piel porque tenía muy poco pelo y, a pesar de que no le tenía el mismo cariño que el animal a ella, le agradaba su compañía. Más de una vez se había sorprendido hablándole durante mucho rato mientras él se lamía las patas o las pelotas, y esos monólogos la ayudaban a reenfocar sus ideas sin preocuparse por estar perdiendo la cabeza. Tres días después de la partida de Clem hacia climas más cálidos, mientras discutía con Piel cuál sería la mejor opción, salió a relucir el nombre de Estabrook.
—No conoces a Estabrook —le dijo a Piel—, pero te garantizo que no te gustaría. Trató de matarme, ¿sabes?
El perro dejó de acicalarse por un momento y levantó la mirada.
—Sí, yo también me quedé asombrada —siguió Jude—. Me refiero a que eso es ser algo mucho peor que un animal, ¿verdad? No te lo tomes a mal, pero es así. Yo era su esposa. Soy su esposa, a decir verdad, y aun así trató de matarme. ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar? Sí, lo sé, debería ir a verlo. Tenía el ojo azul en su caja fuerte. ¡Y ese libro! Recuérdame que te hable de ese libro alguna vez. No, tal vez no debería hacerlo. Podría darte malas ideas.
Piel apoyó la cabeza sobre sus patas cruzadas, lanzó un pequeño suspiro de alegría y se dispuso a echar un sueñecito.
—Eres una gran ayuda —dijo Jude—. Necesitaba un consejo a ese respecto. ¿Qué le dirías a un hombre que ha contratado a alguien para que te mate?
Los ojos de Piel estaban cerrados, de modo que se vio obligada a proporcionarse su propia respuesta:
—Yo le diría: «Hola, Charlie, ¿por qué no me cuentas la historia de tu vida?».
Llamó a Lewis Leader al día siguiente para saber si Estabrook seguía hospitalizado. El abogado le dijo que sí, pero que lo habían trasladado a una clínica privada de Hampstead. Leader le proporcionó los detalles de su paradero y Jude telefoneó para interesarse por el estado de Estabrook y por el horario de visitas. Le informaron de que todavía estaba en observación, pero que parecía tener mejor ánimo que antes, y la instaron a visitarlo siempre que quisiera. No tenía sentido retrasar el encuentro. Condujo hasta Hampstead esa misma noche a través de otra tumultuosa tormenta y fue recibida por el enfermero de Psiquiatría encargado de cuidar a Estabrook, un joven parlanchín llamado Maurice cuyo labio superior desaparecía al sonreír, cosa que sucedía a menudo, y que habló con un entusiasmo que resultaba casi indiscreto sobre el estado mental de su paciente.
—Tiene días buenos —dijo Maurice de forma jovial. Y, después, casi con la misma jovialidad—: Pero no muchos. Está muy deprimido. Trató de suicidarse antes de que nos lo trajeran, pero se ha tranquilizado mucho desde entonces.
—¿Está sedado?
—Lo ayudamos a mantener la ansiedad a un nivel tolerable, pero no está completamente sedado. No podríamos ayudarlo a llegar a la raíz del problema si lo estuviera.
—¿Les ha dicho cuál es? —preguntó Jude, que casi esperaba que el hombre se pusiera a lanzarle acusaciones.
—Resulta bastante confuso —señaló Maurice—. Habla de usted con mucho cariño, y estoy seguro de que su visita le vendrá muy bien. Pero está claro que el problema viene de sus parientes. Lo he incitado a hablar un poco sobre su padre y su hermano, pero es muy escueto. Su padre está muerto, claro está, pero puede que usted logre averiguar algo sobre su hermano.
—Jamás lo he conocido.
—Una lástima. Es obvio que Charlie siente una enorme furia hacia su hermano, pero no he conseguido averiguar la razón. Lo haré, es solo cuestión de tiempo. Se le da muy bien guardar secretos, ¿verdad? Pero seguro que usted ya sabía eso. ¿Quiere que la acompañe a verlo? Le dije que había telefoneado, así que supongo que la está esperando.
A Jude no le hizo ninguna gracia que la hubiesen despojado del elemento sorpresa, que Estabrook hubiera tenido tiempo para preparar excusas y patrañas. Pero lo hecho, hecho estaba, y en lugar de reprender al alegre Maurice por su indiscreción, se guardó el enfado. Podría necesitar la sonriente ayuda del hombre en algún momento.
La habitación de Estabrook era bastante agradable. Espaciosa y confortable, sus paredes estaban adornadas con reproducciones de Monet y Renoir, por lo que resultaba una estancia relajante. Incluso el concierto de piano que sonaba de suave música de fondo parecía ayudar a relajar una mente atormentada. Estabrook no estaba en la cama, sino sentado junto a la ventana, con una de las cortinas descorrida para poder contemplar la lluvia. Iba vestido con un pijama y su mejor bata, y estaba fumando. Tal y como había dicho Maurice, era obvio que aguardaba una visita. No hubo la menor señal de sorpresa en su rostro cuando ella apareció en la puerta. Y, como había previsto, ya tenía su bienvenida preparada:
—Al fin, un rostro familiar.
No abrió los brazos para abrazarla, pero Jude se acercó a él y le dio un breve beso en ambas mejillas.
—Una de las enfermeras te traerá algo para beber, si quieres —dijo Charlie.
—Sí, me gustaría tomar un poco de café. Hace mucho frío ahí fuera.
—Puede que Maurice te lo consiga si prometo descargar mi alma.
—¿Lo harías? —preguntó Maurice.
—Lo haré, te lo prometo. Mañana a estas horas sabrás hasta el modo en que uso el orinal.
—¿Leche y azúcar? —preguntó Maurice.
—Solo leche —le informó Charlie—, a menos que sus gustos hayan cambiado.
—No.
—Por supuesto que no. Judith no cambia. Judith es eterna.
Maurice se retiró para que hablaran. No se produjo ningún silencio embarazoso. Él ya tenía su discurso preparado y, mientras lo desarrollaba (una perorata acerca de lo contento que estaba de que hubiese ido y las muchas esperanzas que albergaba de que eso significara que había empezado a perdonarlo), ella estudió los cambios que había sufrido su rostro. Había perdido peso y no llevaba su bisoñé, cosa que revelaba características de su fisonomía que jamás había visto con anterioridad. Su larga nariz y su boca fruncida hacia abajo, con un prominente labio superior, le daban el aspecto de un aristócrata que hubiera caído en la desgracia. Dudaba mucho de que consiguiera amarlo de nuevo alguna vez, si bien era cierto que consiguió sentir una pizca de lástima al verlo tan apocado.
—Supongo que quieres el divorcio —dijo Charlie.
—Podemos hablar de eso en otra ocasión.
—¿Necesitas dinero?
—De momento, no.
—Si así fuera…
—Yo haré las preguntas.
Un enfermero trajo el café para Jude, chocolate caliente para Estabrook y bizcochos. Una vez que se hubo marchado, ella se lanzó de lleno a la confesión. Una confesión que, según suponía, acabaría por arrancarle otra a él.
—He ido a casa a recuperar mis joyas —le dijo.
—Y no pudiste abrir la caja fuerte.
—Oh, sí, claro que pude.
Estabrook no la miró, pero sorbió ruidosamente su chocolate.
»Y encontré algunas cosas de lo más extrañas, Charlie. Me gustaría hablar sobre ellas.
—No sé a qué te refieres.
—Algunos recuerdos. Un trozo de estatua. Un libro.
—No —replicó, y siguió sin mirarla—. Esas cosas no son mías. No sé lo que son. Oscar me las dio para que las guardara.
Allí había una conexión misteriosa.
—¿Dónde las consiguió Oscar? —preguntó.
—No se lo pregunté —respondió Estabrook con tono indiferente—. Viaja mucho, ya sabes.
—Me gustaría conocerlo.
—No, no te gustaría —se apresuró a decir—. No te caería bien en absoluto.
—Los trotamundos siempre resultan interesantes —añadió Jude, y trató de preservar la ligereza de su tono.
—Ya le he dicho que no te caería bien —fue la respuesta.
—¿Ha venido a verle?
—No, y no se lo permitiría si lo hiciera. ¿Por qué me haces estas preguntas? Jamás te habías interesado por Oscar.
—Es tu hermano —respondió—. Tiene algún tipo de responsabilidad filial.
—¿Oscar? No le importa nadie que no sea él mismo. Solo me dio esos regalos como soborno.
—De modo que sí que eran regalos. Creí que habías dicho que solo te encargabas de guardarlos.
—¿Acaso tiene importancia? —dijo alzando un poco la voz—. Limítate a no tocarlos, son peligrosos. Los dejaste donde estaban, ¿verdad?
Le mintió y le dijo que así lo había hecho, al darse cuenta de que seguir discutiendo sobre el tema solo conseguiría enfurecerlo más.
—¿Hay buenas vistas al otro lado de la ventana? —le preguntó.
—Se ve el brezal —dijo él—. Es muy hermoso durante los días soleados, al parecer. Encontraron un cadáver allí el lunes. Una mujer que había sido estrangulada. Vi cómo registraban los arbustos durante todo el día de ayer y también hoy; supongo que en busca de pruebas. Con este clima… Es espantoso estar fuera con este clima, rebuscando por los alrededores en busca de ropa interior sucia o algo así. ¿Te lo imaginas? Lo único que se me ocurre es lo afortunado que soy de estar aquí dentro, cómodo y calentito.
Si hubo alguna indicación del cambio en sus procesos mentales fue aquella extraña divagación. El Estabrook de antes no habría tenido paciencia para cualquier tipo de conversación que no tuviera un propósito claro. Los rumores y la gente que los proveía se habían ganado su desprecio como pocas cosas, sobre todo cuando sabía que él era el tema de los chismes. Eso de mirar por la ventana y preguntarse cómo trajinaban los demás por ahí con aquel frío habría sido literalmente impensable dos meses atrás. A Jude le agradaba el cambio, de la misma forma que le agradaba la recién descubierta nobleza de su perfil. Ver al hombre que estaba oculto en su interior le devolvió la fe en su propio juicio. Tal vez aquel era el Estabrook que había amado desde un principio.
Hablaron durante un rato más, sin regresar a ningún tema personal, y se separaron en términos amistosos, con un abrazo que fue genuinamente cálido.
—¿Vendrás otra vez? —preguntó Charlie.
—Dentro de un par de días —respondió Jude.
—Estaré esperando.
De modo que las cosas que había encontrado en la caja fuerte eran regalos de Oscar Godolphin. Oscar el misterioso, el que había conservado el apellido de su familia cuando su hermano Charles lo rechazó; Oscar el enigmático; Oscar el trotamundos. Jude se preguntó hasta dónde habría viajado para regresar con semejantes trofeos. A algún lugar fuera de ese mundo, tal vez al mismo lugar remoto al que había visto dirigirse a Cortés y a Pai’oh’pah. Empezó a sospechar que había algún tipo de conspiración en el aire. Si dos hombres que no se conocían entre sí, como Oscar Godolphin y John Zacharias, tenían conocimiento de ese otro mundo, ¿cuántos más de su círculo sabían de su existencia? ¿Acaso la información solo estaba disponible para los hombres? ¿Te la proporcionaban junto con el pene y una fijación con la maternidad, como parte del equipamiento masculino? ¿Lo había sabido Taylor? ¿Lo sabía Clem? ¿O era algún tipo de secreto familiar y la parte del rompecabezas que no conocía era el enlace entre Godolphin y Zacharias?
Fuera cual fuese la explicación, lo que estaba claro era que no conseguiría respuestas por parte de Cortés, lo que significaba que tendría que buscar al hermano Oscar. Primero lo intentó de la forma más directa: la guía telefónica. No aparecía. Después trató de localizarlo por medio de Lewis Leader, pero el abogado afirmó no saber nada del paradero ni de la suerte del hombre, y le dijo que los asuntos de los dos hermanos estaban bastante separados y que jamás lo habían llamado para que se encargara de resolver cualquier cuestión que tuviese que ver con Oscar Godolphin.
—Por lo que sé —dijo—, el hombre podría estar muerto.
Ya que no había conseguido nada por los caminos directos, se lanzó de lleno a los indirectos. Regresó a la casa de Estabrook y la revisó de arriba abajo en busca de la dirección de Oscar o de su número de teléfono. No encontró ninguna de las dos cosas, pero descubrió un álbum de fotos que Charlie jamás le había enseñado; en las imágenes aparecían los que ella suponía que eran los dos hermanos. No era muy difícil distinguir al uno del otro. Incluso en esas fotografías a tan corta edad, Charlie tenía el aspecto preocupado que la cámara siempre sacaba a relucir, mientras que Oscar, que era unos años más joven, era sin duda el más seguro de sí mismo de la pareja: tenía un poco de sobrepeso, pero lo sobrellevaba sin problemas y esbozaba una sonrisa radiante mientras colocaba el brazo sobre los hombros de su hermano. Quitó las fotografías más recientes del álbum, que reflejaban a un Charlie que rondaba la adolescencia, y las guardó. La repetición, según pudo observar, hacía que el hecho de robar fuera más fácil. Sin embargo, aquella fue la única información sobre Oscar que consiguió llevarse. Si quería encontrar al viajero y descubrir en qué mundo había comprado aquellos recuerdos, tendría que preguntarle a Estabrook sobre ello. Le llevaría tiempo, y su impaciencia crecía más y más con cada corto y lluvioso día. A pesar de que podía comprar un billete a cualquier parte del planeta, le había entrado una especie de claustrofobia. Había otro mundo al que quería tener acceso. Hasta que lo obtuviera, la Tierra no sería más que una prisión.
Leader llamó a Oscar la mañana del 17 de enero para contarle que la esposa separada de su hermano estaba pidiendo información sobre su paradero.
—¿Ha dicho por qué?
—No, no exactamente. Pero está claro que anda tras la pista de algo. Al parecer, ha visitado a Estabrook tres veces en la última semana.
—Gracias, Lewis. Te agradezco que me hayas llamado.
—Agradécemelo en efectivo, Oscar —replicó Leader—. Mis Navidades han sido muy caras.
—¿Cuándo te has quedado con las manos vacías? —dijo Oscar—. Mantenme informado.
El abogado prometió hacerlo, pero Oscar dudaba mucho de que le proporcionara más información útil. Solo las almas verdaderamente desesperadas confiaban en los abogados, y le extrañaba que Judith fuese de ese tipo de alma. Nunca la había conocido (Charlie se había encargado de eso), pero si había salido ilesa después de pasar tanto tiempo en compañía de su hermano, debía de tener una voluntad de acero. Y eso le llevaba a otra cuestión: ¿por qué una mujer que sabía (o eso era lo más probable) que su marido había conspirado para asesinarla buscaba su compañía a menos que tuviese un propósito ulterior? ¿Acaso sería posible que dicho propósito fuera el de encontrar al bueno del hermano Oscar? En caso afirmativo, había que cortar de raíz semejante curiosidad. Ya había suficientes variables en juego con la purificación de la Sociedad en marcha y la inevitable investigación policial que le seguía los pasos, por no mencionar a su nuevo mayordomo Augustine (né Dowd), que se estaba comportando de una forma bastante engreída. Y, por supuesto, sentada en su asilo frente a la chimenea estaba la más inestable de todas aquellas variables: el propio Charlie, al borde de la locura y ciertamente impredecible, con toda clase de chismes en su cabeza que podrían hacerle mucho daño a Oscar. Tal vez fuera solo cuestión de tiempo el que comenzara a soltársele la lengua y, cuando lo hiciera, ¿quién mejor para escuchar sus confidencias que su indagadora esposa?
Esa tarde envió a Dowd (no era capaz de acostumbrarse al gazmoño Augustine) a la clínica con una cesta de fruta para su hermano.
—Búscate un amigo allí, si puedes —le dijo a Dowd—. Necesito saber sobre qué balbucea Charlie durante el baño.
—¿Por qué no se lo pregunta directamente?
—Porque me odia, por eso. Cree que le robé su parte del pastel cuando papá me introdujo en la Tabula Rasa en su lugar.
—¿Por qué hizo eso su padre?
—Porque sabía que Charlie era inestable y que le haría a la Sociedad más mal que bien. Lo he mantenido bajo control hasta ahora. Tiene sus pequeños regalos de los Dominios. Te ha tenido a sus pies cuando ha necesitado algo fuera de lo normal, como su asesino. ¡Todo esto empezó con ese puto asesino! ¿Por qué no mataste a la mujer tú mismo?
—¿Por quién me toma? —dijo Dowd con repugnancia—. No puedo poner las manos sobre una mujer. Sobre todo si es una belleza.
—¿Cómo sabes que es una belleza?
—He oído hablar sobre ella.
—Bueno, no me importa el aspecto que tenga. No quiero que se entrometa en mis asuntos. Descubre qué está tramando y después discutiremos qué hay que hacer.
Dowd regresó unas cuantas horas después con noticias alarmantes.
—Al parecer, lo ha convencido de que la lleve a la propiedad.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —Oscar se levantó de la silla de un salto. Los loros alzaron el vuelo y chillaron como muestra de solidaridad—. Sabe mucho más de lo que debería. ¡Mierda! Todo aquel espectáculo para quitarnos a la Sociedad de encima y ahora viene esta zorra y nos causa más problemas que nunca.
—Todavía no ha ocurrido nada.
—Pero ocurrirá, ¡ocurrirá! Se lo meterá en el bolsillo y él le contará todo.
—¿Qué quiere hacer al respecto?
Oscar trató de acallar a los loros.
—¿Lo ideal? —preguntó mientras les acariciaba las plumas encrespadas—. Lo ideal sería hacer desaparecer a Charlie de la faz de la tierra.
—Eso mismo pretendía hacer él con ella —observó Dowd.
—¿Y eso qué significa?
—Solo que ambos son capaces de matar.
Oscar soltó un gruñido de desprecio.
—Charlie solo jugaba con la idea de hacerlo —dijo—. ¡No tiene cojones! ¡No tiene un objetivo! —Regresó a su silla de respaldo alto con expresión malhumorada—. No voy a poder arreglarlo, ¡maldita sea! —añadió—. Me da en la nariz. Hasta ahora hemos mantenido las cosas limpias y ordenadas, pero no seguirán así. Charlie tiene que ser eliminado de la ecuación.
—Es su hermano.
—Es una carga.
—Lo que quiero decir es que, como es su hermano, deberá ser usted quien se encargue de eliminarlo.
Oscar abrió los ojos de par en par.
—Por Dios Santo… —exclamó.
—Piense en lo que dirían en Yzordderrex si lo contara.
—¿Qué? ¿Que he matado a mi propio hermano? No creo que sea algo fascinante.
—Pero hará lo que tenga que hacer para guardar el secreto, por desagradable que sea. —Dowd hizo una pausa para dejar que la idea floreciera—. Eso me parece heroico. Y creo que lo mismo pensarán ellos.
—Estoy pensando.
—Es su reputación en Yzordderrex lo que le preocupa tanto, ¿verdad?, y no lo que ocurra en el Quinto. Ya ha dicho en otras ocasiones que este mundo se hace cada día más aburrido.
Oscar meditó aquello durante un rato.
—Tal vez debería desaparecer. Matarlos a ambos para asegurarme de que nadie sepa nunca a dónde voy…
—A dónde nos vamos los dos.
—… y después desaparecer y entrar a formar parte de las leyendas. Oscar Godolphin, que dejó a su hermano muerto junto a su mujer y desapareció. Sí, eso es. Será un titular estupendo en Patashoqua. —Meditó unos momentos más—. ¿Cuál es el arma típica de asesinato entre parientes? —preguntó por fin.
—La quijada de un burro.
—Qué ridiculez.
—Tendrá que pensar en algo mejor usted mismo.
—Lo haré. Prepárame una copa, Dowdy. Y sírvete otra para ti. Beberemos para olvidar.
—¿No lo hace todo el mundo? —replicó Dowd, pero Godolphin se perdió el comentario, ensimismado ya en sus tramas de asesinato.