Capítulo 18

1

Hasta la creación de Yzordderrex, planificada por el Autarca más por razones políticas que geográficas, la ciudad de Patashoqua (que se encontraba junto a la frontera del Cuarto Dominio, cerca de donde el In Ovo marcaba el perímetro de los mundos reconciliados) había afirmado ser la ciudad más importante de los Dominios. Sus orgullosos habitantes la llamaban «casje aucasje», que no era otra cosa que «colmena de colmenas», un lugar de intenso y fructífero trabajo. Su proximidad con el Quinto Dominio la hacía particularmente propensa a las influencias de ese mundo e, incluso después de que Yzordderrex se convirtiera en el centro de poder de los Dominios, era Patashoqua el lugar al que aquellos que estaban a la última en lo referente al estilo y las invenciones acudían en busca de las últimas tendencias. Patashoqua tuvo en sus calles una variación de los vehículos a motor mucho antes que Yzordderrex. Tuvo rock and roll en sus clubes mucho antes que Yzordderrex. Tuvo hamburguesas, cines, pantalones vaqueros y otras incontables pruebas de modernidad mucho antes que la gran ciudad del Segundo. Y no eran solo trivialidades en lo tocante a la moda lo que Patashoqua reinventaba a partir de los modelos del Quinto Dominio. También lo hacía con las filosofías y las distintas creencias. De hecho, se decía en Patashoqua que uno podía reconocer a un nativo de Yzordderrex porque tenía el mismo aspecto y creía lo mismo que un individuo de Patashoqua el día anterior. Sin embargo, al igual que sucedía con la mayoría de las ciudades enamoradas de la modernidad, Patashoqua tenía unas raíces profundamente conservadoras. Mientras que Yzordderrex era la ciudad del pecado, notoria por los excesos que se sucedían en sus oscuros kesparates, las calles de Patashoqua quedaban en silencio cuando caía la noche y sus ciudadanos se encontraban en la cama con sus respectivas esposas, ideando nuevas modas. Esa mezcla de innovación y conservadurismo tenía su máximo exponente en la arquitectura. Emplazada como estaba en una región templada, tan distinta a la semitropical de Yzordderrex, no era necesario que los edificios se diseñaran atendiendo a los extremos climáticos. O bien poseían una elegancia clásica que permanecería en pie hasta el Día del Juicio o bien se erigían en función de la última moda y daban la apariencia de poder derrumbarse a la semana siguiente.

No obstante, era en los límites de la ciudad donde se encontraban las vistas más extraordinarias, ya que era allí donde se había creado una segunda ciudad parásita, habitada por ciudadanos de los Cuatro Dominios que habían huido de las persecuciones y que habían visto en Patashoqua un lugar donde la libertad de obra y de pensamiento todavía eran posibles. Cuánto tiempo más duraría aquello era una discusión que salía a la luz en todas las reuniones sociales que se llevaban a cabo en la ciudad. El Autarca había tomado represalias contra otros pueblos, ciudades y estados que sus consejeros y él habían considerado semilleros para el pensamiento revolucionario. Algunas de esas ciudades habían sido asoladas; otras habían caído bajo el dominio del edicto de Yzordderrex, y cualquier rastro de ideas independientes había sido aplastado. La ciudad universitaria de Hezoir, por ejemplo, había quedado reducida a escombros y los cerebros de sus estudiantes arrancados literalmente de sus cabezas y esparcidos por las calles. En Azzimulto, los habitantes de toda una provincia habían sido diezmados, o eso aseguraban los rumores, gracias a una enfermedad introducida en la región por los representantes del Autarca. Se escuchaban narraciones acerca de atrocidades de tan diversa naturaleza que la gente casi se mostraba indiferente ante los nuevos horrores hasta que, por supuesto, alguien se preguntaba cuánto tardaría el Autarca en volver sus implacables ojos hacia la colmena de colmenas. Momento en el cual sus rostros se quedaban pálidos y la gente comenzaba a hablar en susurros acerca de cómo pensaban escapar o defenderse si alguna vez llegaba ese día, antes de girarse para contemplar la magnífica ciudad que se erguía a su alrededor, construida para durar hasta el Día del Juicio mientras se preguntaban cuan cerca estaría ese día.

2

A pesar de que Pai’oh’pah había descrito brevemente las fuerzas que rondaban el In Ovo, Cortés no percibió más que una vaga impresión del oscuro estado proteico que había entre los Dominios, ocupado como estaba en contemplar un espectáculo mucho más cercano a su corazón: el del cambio que tenía lugar en ambos viajeros mientras sus cuerpos eran trasladados hacia la circulación habitual del pasaje.

Mareado por la falta de oxígeno, no estaba seguro de si aquello se trataba de un fenómeno real o no. ¿De verdad podían los cuerpos abrirse como si fueran flores y esparcir el polen de su esencia vital tal y como su mente le decía que estaba ocurriendo? ¿Y podían esos mismos cuerpos recomponerse al final del viaje y llegar enteros a pesar del trauma que habían sufrido? Al parecer, sí. El mundo que Pai había llamado «el Quinto» se replegaba ante los ojos de los viajeros, que se trasladaban como si fueran sueños hacia otro lugar completamente distinto. Tan pronto como vio la luz, Cortés sintió sus rodillas apoyadas sobre la dura roca y aspiró el aire de ese Dominio con gratitud.

—No ha estado nada mal —escuchó decir a Pai—. Lo conseguimos, Cortés. Por un momento creí que no lo lograríamos, ¡pero lo hemos hecho!

Cortés levantó la cabeza mientras Pai tiraba de la correa que los unía para levantarlo.

—¡Arriba, venga! —dijo el místico—. No está bien empezar un viaje de rodillas.

Allí hacía un día espléndido, notó Cortés; no había ni una nube en el cielo y este resplandecía como la pluma dorada de la cola de un pavo real. No había ni sol ni luna, pero el mismo aire parecía luminoso, y gracias a eso Cortés tuvo la primera visión verdadera de Pai desde que se encontraran en el incendio. Quizá en memoria de los seres a quienes había perdido, el místico todavía llevaba la misma ropa que luciera aquella noche, ennegrecida y ensangrentada como estaba. Pero se había lavado la suciedad de la cara y su piel resplandecía bajo la claridad de la luz.

—Me alegro de verte —dijo Cortés.

—Y yo de verte a ti.

Pai comenzó a desatar el cinturón que los unía mientras Cortés volvía la mirada hacia el Dominio. Estaban cerca de la cima de una colina, a unos cuatrocientos metros de los límites de un suburbio desde el que se elevaban los sonidos propios del ajetreo de sus moradores. Se extendía más allá de los pies de la colina, casi hasta la mitad de una llanura de tierra ocre sin árboles, atravesada por una atestada autopista que condujo la mirada de Cortés hasta las cúpulas y chapiteles de una ciudad fulgurante.

—¿Patashoqua?

—¿Qué otro sitio podría ser?

—Fuiste bastante preciso, entonces.

—Más de lo que me atrevía a esperar. Se supone que la colina sobre la que nos encontramos es el lugar en el que Hapexamendios descansó por primera vez cuando llegó del Quinto. Se llama «Monte de Ola Bayak». No me preguntes poiqué.

—¿La ciudad está sitiada? —preguntó Cortés.

—No lo creo. Parece que las puertas están abiertas.

Cortés examinó los distantes muros y, de hecho, las puertas estaban abiertas de par en par.

—En ese caso, ¿quién es toda esa gente? ¿Refugiados?

—Lo preguntaremos dentro de un momento —dijo Pai.

El nudo ya se había deshecho. Cortés se frotó la muñeca, que estaba marcada por la correa, mientras echaba un vistazo colina abajo. Al moverse entre los habitáculos improvisados atisbó seres que no se parecían mucho a los humanos. Y, mezclándose a voluntad entre ellos, muchos que sí lo hacían. Al menos, no sería muy difícil hacerse pasar por un lugareño.

—Tendrás que enseñarme, Pai —dijo—. Necesito saber quién es quién y qué es qué. ¿Aquí hablan inglés?

—Antes era una lengua bastante común —replicó Pai—. No creo que se haya pasado de moda. Pero, antes de que vayamos más lejos, creo que deberías saber con qué estás viajando. La forma en que la gente responde ante mi presencia podría confundirte si no lo supieras.

—Dímelo mientras bajamos —dijo Cortés, ansioso por contemplar a los desconocidos de abajo más de cerca.

—Como quieras. —Comenzaron el descenso—. Soy un místico; mi nombre es Pai’oh’pah. Eso ya lo sabes. Pero no conoces mi género.

—Puedo hacerme una idea —señaló Cortés.

—¿Ah, sí? —dijo Pai con una sonrisa—. ¿Y qué es lo que crees?

—Eres andrógino. ¿Me equivoco?

—En parte es cierto.

—Pero tienes talento para el ilusionismo. Pude comprobarlo en Nueva York.

—No me gusta la palabra «ilusionismo». Me hace parecer un farsante, y no lo soy.

—¿Entonces qué?

—En Nueva York tú deseabas a Judith, y eso fue lo que viste. Fue tu invención, no la mía.

—Pero tú me seguiste el juego.

—Porque quería estar contigo.

—¿Y ahora estás haciendo lo mismo?

—No te estoy engañando, si es a eso a lo que te refieres. Lo que ves es lo que soy para ti.

—¿Y para las demás personas?

—Puede que sea algo diferente. Un hombre, en algunas ocasiones. Una mujer en otras.

—¿Podrías ser blanco?

—Puedo conseguirlo durante un breve instante, poco más. Pero si hubiera tratado de meterme en tu cama a la luz del día, te habrías dado cuenta de que no era Judith. O si hubieses estado enamorado de una niña, o de un perro…, no podría haber adoptado esa forma, salvo si… —la criatura miró alrededor de Cortés— me encontrara en circunstancias muy particulares.

Cortés luchó contra esa idea; las cuestiones biológicas, filosóficas y libidinosas le llenaban la cabeza. Se detuvo un momento y se giró hacia Pai.

—Déjame decirte lo que veo —dijo—. Solo para que lo sepas.

—Está bien.

—Si pasara a tu lado por la calle creo que pensaría que eres una mujer… —Ladeó la cabeza—, aunque puede que no. Supongo que dependería de la luz y de lo deprisa que caminaras. —Se echó a reír—. Vaya, mierda —dijo—. Cuanto más te miro, más cosas veo; y cuantas más cosas veo…

—… menos comprendes.

—Exacto. No eres un hombre, eso está bastante claro. Pero… —Sacudió la cabeza—. ¿Te estoy viendo tal y como eres en realidad? Me refiero a si esta es la versión original.

—Por supuesto que no. Hay distintas y extrañas versiones en nuestro interior. Ya lo sabes.

—No, hasta ahora no lo sabía.

—No podemos ir demasiado desnudos por el mundo; desilusionaríamos a los demás.

—Pero tú eres así…

—Por el momento.

—Por si te sirve de algo, me gusta —dijo Cortés—. No sé qué te diría si te viera por la calle, pero giraría la cabeza. ¿Qué te parece?

—¿Qué más podría pedir?

—¿Me encontraré a otros como tú?

—A algunos, quizá —respondió Pai—. Pero los místicos no son comunes. El nacimiento de uno es motivo de grandes celebraciones por parte de mi gente.

—¿Quién es tu gente?

—Los eurhetemec.

—¿Estarán ahí? —preguntó Cortés mientras señalaba el campamento de abajo.

—Lo dudo. Pero seguro que hay alguno en Yzordderrex. Tienen un kesparate allí.

—¿Qué es un kesparate?

—Un distrito. Mi gente tiene una ciudad dentro de la ciudad. O, al menos, así era en otro tiempo. Han pasado doscientos veintiún años desde la última vez que estuve allí.

—¡Dios mío! Pero, ¿cuántos años tienes?

—Unos ciento diez más. Sé que suena un poco raro, pero el tiempo obra muy despacio en la carne tocada por los lances.

—¿Los lances?

—Los hechizos mágicos. Lances, lacras, ecos. Obran sus milagros incluso en una puta como yo.

—¡Venga ya! —exclamó Cortés.

—Claro que sí. Eso es otra cosa que deberías saber sobre mí. Me dijeron, hace mucho tiempo, que debía pasar mi vida como puta o como asesino, y eso es lo que he hecho.

—Puede que hasta ahora sí. Pero ya se acabó.

—¿Y qué seré a partir de ahora?

—Mi amigo —dijo Cortés sin vacilar.

El místico sonrió.

—Gracias por eso.

La ronda de preguntas terminó ahí, y juntos descendieron colina abajo.

—No muestres demasiado interés por nada —le advirtió Pai cuando se aproximaron al borde de aquella conurbación improvisada—. Finge que ves este tipo de cosas todos los días.

—Eso va a resultar un poco difícil —predijo Cortés.

Como así fue. Caminar a través de los estrechos espacios que separaban las chabolas era como atravesar una zona en la que el propio aire tenía cometidos evolutivos y respirar significaba, por tanto, cambiar. Un centenar de ojos diferentes los observaban a través de puertas y ventanas; un centenar de extremidades de formas distintas trajinaba con las tareas del día (cocinar, acunar, trasplantar, confabular, encender hogueras, pactar tratos y hacer el amor), y todas se vislumbraban durante un instante tan breve que, después de un rato, Cortés se obligó a apartar la mirada y a contemplar el sendero embarrado sobre el que caminaban con el fin de evitar sobrecargar su mente con tal profusión cíe imágenes. También había olores: fragantes, empalagosos, amargos y dulces; y sonidos que lograron que le estallara la cabeza y se le revolvieran las tripas.

No había experimentado nada en toda su existencia hasta la fecha, ni dormido ni despierto, que lo hubiera preparado para aquello. Había estudiado las obras cumbre de los grandes pintores (había pintado un Goya pasable en una ocasión y, en otra, había vendido un Ensor por una pequeña fortuna), pero la diferencia entre la pintura y la realidad era muy grande, un abismo cuya medida no había podido, por definición, conocer hasta ese momento, cuando lo rodeaba la otra mitad de la ecuación. Aquel no era un lugar inventado, y sus habitantes no eran criaturas resultantes de algún experimento. Era completamente independiente de cualquier tipo de referencia: un lugar en y por él mismo.

Cuando levantó la vista de nuevo, desafiando el asalto de lo desconocido, agradeció que Pai y él estuviesen en ese momento en un barrio ocupado por seres de apariencia más humana, aunque también allí había sorpresas. Lo que había parecido un niño de tres piernas se colocó de un salto en mitad de su camino solo para mirar hacia atrás con un rostro tan reseco como un cadáver en el desierto; su tercera pierna era un rabo. Una mujer sentada en un portal, cuyo compañero le trenzaba el cabello, se colocó mejor la ropa cuando Cortés miró en su dirección, pero no con la suficiente rapidez como para ocultar el hecho de que un segundo consorte, con la piel de un arenque y un ojo que ocupaba toda la superficie de su cráneo, estaba arrodillado frente a ella mientras escribía jeroglíficos en su vientre con la afilada palma de su mano. Cortés escuchó un montón de idiomas diferentes, aunque el inglés parecía ser la lengua más utilizada, si bien con un acento muy marcado o degenerado por la anatomía labial del hablante. Algunos parecían cantar su entonación; otros, vomitarla.

Sin embargo, la voz que los llamó desde una de las transitadas callejuelas que había a su derecha podría haberse escuchado en cualquier calle de Londres: un vociferador de acento cerrado y pomposo que les exigió que se detuvieran donde estaban. Los dos giraron la cabeza hacia él. La multitud se había dividido para permitir que quien había hablado y su comitiva de tres seguidores pudieran pasar sin dificultad.

—Hazte el tonto —murmuró Pai mientras el tipo de acento fuerte, una gárgola con sobrepeso, calvo salvo por un ridículo mechón de caracolillos grasientos, se aproximaba.

Vestía con elegancia, con unas brillantes botas negras hasta la rodilla y una chaqueta amarillo canario profusamente bordada, según lo que Cortés imaginaba que sería la moda del momento en Patashoqua. Lo seguía un hombre vestido de un modo mucho menos llamativo; este llevaba un ojo cubierto con un parche hecho de plumas de la cola de un pájaro escarlata, como si quisiera rememorar con ese color el momento de su mutilación. Sobre los hombros llevaba a una mujer vestida de negro, cuya piel estaba formada por escamas plateadas y que portaba un bastón en sus diminutas manos, con el que daba golpecitos en la cabeza de su montura para instarle a que acelerara el paso. Un poco más atrás, se encontraba el más extraño de los cuatro.

—Un nullianac[7] —escuchó murmurar a Pai.

No necesitaba preguntar si eran buenas o malas noticias. La criatura en sí misma era su mejor estandarte y anunciaba peligro. Su cabeza se asemejaba a unas manos en actitud orante, con los pulgares hacia el frente y coronados con unos ojos de langosta; el hueco entre las palmas era lo bastante ancho como para que se viese el cielo a través de él, pero de forma intermitente, ya que unos arcos de energía saltaban de un lado a otro a intervalos. Era, sin duda, la criatura más espantosa que Cortés hubiera visto jamás. Si Pai no le hubiera sugerido que obedeciesen la orden y se detuvieran, Cortés habría echado correr en aquel mismo instante, antes de que el nullianac se acercara un paso más a ellos.

El hombre de acento marcado se había detenido y en aquel momento se dirigió de nuevo a ellos:

—¿Qué es lo que os trae a Vanaeph? —quiso saber.

—Solo estamos de paso —respondió Pai; a Cortes le pareció que semejante respuesta no era muy imaginativa.

—¿Quiénes sois? —exigió saber el hombre.

—¿Quiénes sois vosotros? —contraatacó Cortés.

La montura del parche en el ojo resopló y consiguió que le dieran un golpe en la cabeza por su comportamiento.

—Loitus Hammeryock —replicó el tipo.

—Me llamo Zacharias —dijo Cortés—, y este es…

—Casanova —intervino Pai, cuyo comentario mereció una mirada interrogante de Cortés.

—¡Bestial! —dijo la mujer—. ¿Hablas glosa?

—Por supuesto que hablo glosa —contestó Cortés.

—Ten cuidado —susurró Pai a su lado.

—¡Bien! ¡Bien! —continuó la mujer, y procedió a decirles (en una lengua que era dos cuartas partes inglés, o una variante al menos, una cuarta parte latín y la parte restante algún dialecto del Cuarto Dominio que consistía en chasqueos de la lengua y castañeteos de los dientes) que todos los extranjeros de aquella ciudad, Neo Vanaeph, tenían que registrar sus orígenes e intenciones antes de que se les concediera la entrada e, incluso, el permiso para partir. A pesar de su ruinosa apariencia, Vanaeph no era una pocilga sin leyes, al parecer, sino un municipio con un estricto control policial, y aquella mujer (que se presentó a sí misma como la pontífice Farrow entre aquel frenesí de términos) era una de las autoridades principales del lugar.

Una vez que hubo acabado, Cortés dirigió una mirada confundida a Pai. Aquello se complicaba por momentos. Del discurso de la pontífice se deducía, sin lugar a dudas, una amenaza de ejecución inminente si no respondían a sus preguntas a su plena satisfacción. El verdugo de aquella comitiva no era difícil de localizar: el de la cabeza orante, el nullianac, que esperaba en la retaguardia a la espera de órdenes.

—Así pues —dijo Hammeryock—, necesitamos algún tipo de identificación.

—No tengo ninguna —informó Cortés.

—¿Y tú? —le preguntó al místico, que también negó con la cabeza.

—Espías —siseó la pontífice.

—No, solo somos… turistas —dijo Cortés.

—¿Turistas? —repitió Hammeryock.

—Hemos venido a ver los monumentos de Patashoqua. —Se giró hacia Pai en busca de apoyo—. Sean cuales sean.

—Las tumbas del Vehemente Loki Lobb… —dijo Pai, que sin duda recitaba las glorias que Patashoqua tenía para ofrecer—, y Merrow Ti’ Ti’.

Aquello sonó como música en los oídos de Cortés. Fingió una radiante sonrisa de entusiasmo.

—¡Merrow Ti’ Ti’! —exclamó—. ¡Desde luego! No me perdería Merrow Ti’ Ti’ ni por todo el té de China.

—¿China? —preguntó Hammeryock.

—¿He dicho China?

—Eso has hecho.

—Quinto Dominio —murmuró la pontífice—. Espías del Quinto Dominio.

—Debo oponerme enérgicamente a semejante acusación —dijo Pai’oh’pah.

—Y lo mismo —dijo una voz a las espaldas del acusado— debo hacer yo.

Tanto Pai como Cortés se giraron para ver a un individuo escabroso y con barba, vestido con lo que podría describirse (siendo magnánimo) como poco menos que harapos y que guardaba el equilibrio sobre una pierna mientras se quitaba la mierda incrustada en el talón de su otro zapato con un palo.

»Es la hipocresía lo que me revuelve el estómago, Hammeryock —dijo, con una expresión que traslucía su naturaleza engañosa—. Vosotros dos pontificáis —continuó, sin dejar de observar a los dos objetivos de sus juegos de palabras mientras hablaba— acerca de mantener las calles libres de los indeseables, ¡pero no hacéis nada con las cagadas de perro!

—Esto no es asunto tuyo, Acaro Bronco —dijo Hammeryock.

—Vaya, claro que lo es. Estos son amigos míos y los insultáis con vuestras calumnias e insinuaciones.

—¿Amigos has dicho? —murmuró la pontífice.

—Sí, señora. Amigos. Algunos de nosotros todavía conocemos la diferencia entre una conversación y una diatriba. Tengo amigos con los que charlo e intercambio ideas. ¿Recuerda lo que son las ideas? Es lo que hace que la vida merezca la pena.

Hammeryock no podía ocultar su incomodidad al escuchar cómo se dirigían a su señora, pero quienquiera que fuera el tal Acaro Bronco, ostentaba la suficiente autoridad para silenciar cualquier objeción ulterior.

—Queridos míos —les dijo a Cortés y a Pai—, ¿partimos ya para mi casa?

Como gesto de despedida, lanzó el palo en dirección a Hammeryock; el objeto aterrizó en el barro que había entre las piernas del hombre.

—Limpia esto, Loitus —dijo Acaro Bronco—. No queremos que el Autarca se resbale en la mierda, ¿verdad?

A continuación, las dos comitivas siguieron caminos diferentes; Acaro condujo a Pai y a Cortés fuera del laberinto.

—Querríamos agradecerle lo que ha hecho por nosotros —dijo Cortés.

—¿El qué? —le preguntó el hombre mientras apartaba de una patada a una cabra que se había colocado en su camino.

—Que nos haya sacado de ese lío —replicó Cortés—. Ahora podemos seguir con nuestro camino.

—Pero tenéis que venir conmigo —dijo Acaro Bronco.

—No hay ninguna necesidad.

—¿Necesidad? ¡Es lo más necesario del mundo! ¿Acaso no tengo razón? —le preguntó a Pai—. ¿Es o no es necesario?

—A decir verdad, nos beneficiaríamos bastante de tus instintos —dijo Pai—. Aquí somos extranjeros. Los dos. —El místico hablaba con un curioso estilo artificioso, como si quisiera decir algo más pero no pudiera—. Necesitamos que nos reeduquen —dijo.

—Vaya —dijo el hombre—. ¿De verdad?

—¿Quién es ese Autarca? —preguntó Cortés.

—El que rige en los Dominios reconciliados desde Yzordderrex. Ostenta el poder supremo en Imajica.

—¿Y viene hacia aquí?

—Eso se rumorea. Ha perdido el control sobre el Cuarto y lo sabe. Así que ha decidido hacer una aparición personal. Oficialmente será una visita a Patashoqua, pero es en esa misma ciudad donde se están gestando los problemas.

—¿Crees que al final vendrá? —quiso saber Pai.

—Si no lo hace, toda Imajica descubrirá que tiene miedo de dar la cara. Por supuesto, eso siempre ha formado parte de su misterio, ¿verdad? Ha gobernado en los Dominios todos estos años sin que nadie sepa realmente qué aspecto tiene. Pero ese glamour ha desaparecido. Si quiere evitar la revolución, va a tener que demostrar que es un hombre con carisma.

—¿Va a causarte algún problema haberle dicho a Hammeryock que éramos tus amigos? —preguntó Cortés.

—Es probable, pero ya me han acusado de cosas peores. Además, es más o menos cierto. Aquí, cualquier extranjero es mi amigo. —Echó un vistazo a Pai—. Incluso un místico —dijo—. La gente de este montón de estiércol no es muy poética, la verdad. Sé que debería ser más compasivo con ellos; casi todos son refugiados. Han perdido sus tierras, sus hogares, sus tribus. Sin embargo, están tan preocupados con sus diminutas penurias personales que no son capaces de ver la composición al completo.

—¿Y cuál es esa composición? —preguntó Cortés.

—Creo que será mejor que discutamos eso a puertas cerradas —dijo Acaro Bronco, y no pronunció una palabra más sobre el tema hasta que estuvieron a salvo en su choza.

El lugar no hubiera podido ser más espartano: sábanas sobre un tablón que oficiaba de cama; otro tablón como mesa; y algunos cojines apolillados para sentarse.

—A esto es a lo que me he visto reducido —le dijo Acaro Bronco a Pai, como si el místico comprendiera e incluso compartiera su sensación de humillación—. Si hubiera continuado avanzando, tal vez hubiera sido distinto. Pero no podía, por supuesto.

—¿Por qué no? —inquirió Cortés.

Acaro Bronco le dirigió una mirada interrogante; echó un vistazo a Pai y volvió a mirar a Cortés.

—Creía que era obvio —dijo—. Tenía que mantener mi posición. Estaré aquí hasta que amanezca un día mejor.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó Cortés.

—Dímelo tú —replicó Acaro con cierto tono de amargura en la voz—. Mañana no estaría mal. Esta no es vida para un creador de ecos. No tienes más que mirar a tu alrededor. —Recorrió la estancia con la mirada—. Y déjame que te diga algo: esto es el colmo del lujo comparado con algunas de las chabolas que podría enseñaros. La gente vive entre sus propios excrementos, rebuscando a la caza de comida. Y a las puertas de una de las ciudades más ricas de los Dominios. Es repugnante. Al menos, yo tengo con qué llenarme la barriga. Y me he ganado algo de respeto, como podrás observar. Nadie se interpone en mi camino. Saben que soy un evocador y mantienen las distancias. Incluso Hammeryock. Me odia con toda su alma, pero no se atreve a enviar al nullianac a matarme por miedo a que falle y yo vaya tras él. Cosa que haría. Vaya, desde luego que sí. Gustosamente. Menudo cabrón pomposo.

—Deberías marcharte sin más —dijo Cortés—. Vete a vivir a Patashoqua.

—Por favor… —respondió Acaro Bronco con un tono ligeramente dolido—. ¿Es que vamos a andar con jueguecitos? ¿No os he dado pruebas de mi integridad? Os he salvado la vida.

—Y te estamos agradecidos —replicó Cortés.

—No quiero gratitud —añadió Acaro Bronco.

—Entonces, ¿qué quieres? ¿Dinero?

En este punto, Acaro Bronco abandonó la discusión y se levantó de su cojín con el rostro enrojecido, no por el rubor, sino por la furia.

—No me merezco esto.

—¿No te mereces qué? —quiso saber Cortés.

—He vivido entre la mierda —dijo Acaro Bronco—, ¡pero que me condenen si voy a comérmela! De acuerdo, sé que no soy un gran maestro. ¡Ojalá lo fuera! Ojalá Uter Musgoso estuviera vivo y fuera él quien hubiese esperado todos estos años aquí en mi lugar. Pero ya no está, ¡y yo soy todo lo que queda! ¡Lo tomas o lo dejas!

Aquel estallido dejó a Cortés completamente desconcertado. Miró a Pai en busca de alguna ayuda, pero el místico tenía la cabeza gacha.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Cortés.

—¡Sí! ¿Por qué no lo hacéis? —aulló Acaro Bronco—. ¡Largaos a tomar por culo de aquí! Puede que encontréis la tumba de Musgoso y lo resucitéis. Está ahí fuera, en el monte. ¡Lo enterré con estas dos manos! —En aquel momento, su voz estuvo a punto de quebrarse. Estaba cargada de dolor, además de furia—. ¡Podéis desenterrarlo de la misma forma!

Cortés comenzó a ponerse en pie, a sabiendas de que pronunciar una palabra más sería colocar a Acaro Bronco más cerca de un estallido o de un colapso nervioso, y no quería contemplar ninguna de las dos cosas. Pero el místico levantó una mano y lo agarró del brazo.

—Espera —dijo Pai.

—Este hombre quiere que nos vayamos —replicó Cortés.

—Déjame hablar con Acaro unos momentos —dijo Pai.

El evocador dirigió al místico una mirada iracunda.

—No estoy de humor para seducciones —le advirtió.

El místico sacudió la cabeza y miró a Cortés.

—Yo tampoco.

—¿Quieres que me vaya de aquí? —preguntó Cortés.

—No tardaré mucho.

Cortés se encogió de hombros, a pesar de que no se sentía tan cómodo con la idea de dejar a Pai en compañía del evocador como sugerían sus gestos. Había algo en la forma en que esos dos se miraban y se estudiaban que le hacía pensar que allí ocurría algo. Si así era, lo más probable es que fuese de índole sexual, a pesar de sus negativas.

—Estaré fuera —dijo Cortés y, acto seguido los dejó para que trataran sus asuntos.

No había terminado de cerrar la puerta cuando los escuchó comenzar a hablar en el interior. Se escuchaba mucho jaleo en la choza de enfrente (un bebé que berreaba, una madre que trataba de acallarlo con una nana desafinada), pero aun así pudo captar fragmentos de la conversación. Acaro Bronco todavía estaba furioso.

—¿Esto es alguna especie de castigo? —preguntó una vez; y, después, unos momentos más tarde—: ¿Paciente? ¿Cuánta paciencia más tengo que tener, joder?

La nana eclipsó buena parte del intercambio que siguió a continuación y, cuando se acalló de nuevo, la conversación que tenía lugar en el interior de la choza de Acaro había tomado un giro muy diferente.

—Tenemos un largo camino por delante… —escuchó decir a Pai— y mucho que aprender…

Acaro Bronco efectuó una réplica inaudible, a lo que Pai respondió:

—El es un extranjero aquí.

De nuevo, el evocador murmuró algo.

—No puedo hacer eso —contestó Pai—. Él es mi responsabilidad.

En aquel momento, las persuasiones de Acaro Bronco aumentaron de volumen lo suficiente para que Cortés las escuchara.

—Estás perdiendo el tiempo —dijo el evocador—. Quédate aquí conmigo. Echo de menos un cuerpo cálido por las noches.

Ante eso, la voz de Pai se convirtió en un susurro. Cortés dio medio paso hacia atrás para acercarse a la puerta y consiguió captar algunas de las palabras del místico. Dijo «corazón roto», estaba seguro; y luego algo sobre «fe». Pero el resto fue un murmullo demasiado suave como para que lo entendiera. Decidió que ya les había dado tiempo suficiente a solas y anunció que iba a entrar de nuevo. Ambos alzaron la mirada hacia él con algo parecido a la culpa, en su opinión.

—Quiero largarme de aquí —anunció.

La mano de Acaro Bronco estaba en el cuello de Pai y allí se quedó, como si fuera algún tipo de reclamo.

—Si te vas —le dijo Acaro al místico— no podré garantizar tu seguridad. Hammeryock querrá tu sangre.

—Podemos defendernos nosotros mismos —dijo Cortés, sorprendido de algún modo ante su propia certeza.

—Tal vez no deberíamos mostrarnos tan apresurados —señaló Pai.

—Nos espera todo un viaje por delante —replicó Cortés.

—Deja que piense lo que quiera —sugirió el evocador—. Ella no es de tu propiedad.

Ante semejante comentario, una curiosa expresión atravesó el rostro de Pai’oh’pah. En aquella ocasión, no fue una expresión culpable, sino preocupada y de resignación. La mano del místico se alzó hasta su cuello para apartar la de Acaro Bronco.

—Tiene razón —le dijo al evocador—. Tenemos un viaje por delante.

El hombre frunció los labios, como si estuviese considerando la posibilidad de insistir más en aquel asunto o no. Al final, dijo:

—Está bien, pues. Será mejor que os vayáis.

Le dirigió a Cortés una mirada mordaz.

—Que todo sea lo que parece, extranjero.

—Gracias —replicó Cortés, y escoltó a Pai fuera de la choza hacia el barro y el ajetreo de Vanaeph.

—Eso que ha dicho es muy raro —observó Cortés mientras se alejaban con dificultad de la chabola de Acaro—. «Que todo sea lo que parece».

—Es la maldición más poderosa que conoce un creador de ecos —le dijo Pai.

—Ya entiendo.

—Todo lo contrario —señaló Pai—. No creo que entiendas mucho.

Había un tono de acusación en las palabras de Pai que enfadó a Cortés.

—Desde luego sí entiendo lo que pensabas hacer —dijo—. Estabas a punto de quedarte con él. Agitabas las pestañas como una… —Se detuvo en ese momento.

—Continúa —lo instó Pai—. Dilo. Como una puta.

—No era eso lo que quería decir.

—No, por favor —añadió Pai con amargura—. Puedes seguir con los insultos. ¿Por qué no? Puede ser muy excitante.

Cortés le dirigió una mirada de asco.

»Dijiste que querías aprender, Cortés. Bueno, vamos a empezar con “que todo sea lo que parece”. Es una maldición porque, si ese fuera el caso, todos viviríamos únicamente para morir, y el barro sería el rey de los Dominios.

—Lo he pillado —dijo Cortés—. Y tú no serías más que una puta.

—Y tú solo serías un falsificador que trabaja para…

Antes de que la frase saliera de sus labios, una manada de animales se lanzó a la carrera entre dos de las chozas; gruñían como cerdos, aunque se parecían más a diminutas llamas andinas. Cortés giró la cabeza hacia la dirección de la que habían aparecido y vio, avanzando entre las barracas, una visión que le dio escalofríos.

—¡El nullianac!

—¡Ya lo he visto! —gritó Pai.

A medida que el ejecutor se acercaba, las manos orantes de su cabeza se abrían y se cerraban, como si estuviesen reuniendo energía entre sus palmas para un ataque letal. Hubo gritos de alarma en las casas colindantes. Las puertas se cerraron de golpe. Se echaron los cerrojos. Retiraron a toda prisa de las escaleras a un niño que no dejaba de chillar. Cortés tuvo tiempo de ver cómo el ejecutor sacaba dos armas cuyas hojas reflejaron la luz lívida de los arcos eléctricos; a continuación, obedeció la orden de Pai de huir y siguió al místico a la carrera.

La calle en la que habían estado no era más que un estrecho canal de desagüe, pero parecía una autopista bien iluminada en comparación con la angosta callejuela en la que se habían introducido. Pai tenía los pies ligeros; Cortés no. En dos ocasiones, el místico hizo un giro que Cortés no pudo seguir. La segunda vez lo perdió de vista por completo entre la oscuridad y la porquería, y estaba a punto de desandar sus pasos cuando escuchó la hoja del ejecutor deslizarse sobre algo a sus espaldas; echó un vistazo atrás para ver cómo una de las frágiles casas se desplomaba entre una nube de polvo y gritos. La silueta del demoledor, con la cabeza rodeada de relámpagos, surgió de súbito entre todo ese caos y fijó su mirada en Cortés. Una vez hubo localizado a su objetivo, comenzó a avanzar a toda velocidad, por lo que Cortés se escurrió por la primera esquina en busca de refugio, una ruta que lo condujo hacia un cenagal de aguas residuales que a duras penas logró atravesar sin caerse, y después hasta unos pasadizos incluso más estrechos.

Sabía que solo era cuestión de tiempo que eligiese un camino sin salida. Cuando lo hiciera, el juego se habría acabado. Sintió un hormigueo en la nuca, como si las cuchillas ya estuviesen allí. ¡Aquello no era justo! Apenas había salido del Quinto hacía una hora y ya le restaban escasos segundos para la muerte. Volvió la vista atrás. El nullianac había reducido la distancia entre ellos. Cortés aceleró el paso y giró en una esquina para introducirse en un túnel de chapa ondulada que no tenía salida al otro lado.

—¡Mierda! —exclamó, adoptando la queja favorita de Acaro Bronco—. Furia, ¡acabas de sentenciarte a muerte!

Las paredes de aquel callejón sin salida estaban resbaladizas a causa de la porquería, y además eran bastante altas. A sabiendas de que jamás conseguiría escalarlas, corrió hacia el extremo opuesto y se lanzó contra la pared con la esperanza de que se resquebrajara. Pero los constructores (¡malditos fueran!) habían sido mejores artesanos que los de la mayoría de la vecindad. La pared se sacudió y algunos trozos de su fétido cemento cayeron sobre él, pero todo lo que consiguieron sus esfuerzos fue atraer al nullianac directamente hacia donde se encontraba, alertado por el ruido de sus embestidas.

Al ver cómo se aproximaba su ejecutor, lanzó de nuevo su cuerpo contra la pared con la esperanza de conseguir un indulto de última hora. Lo único que obtuvo fueron magulladuras. En aquel momento el hormigueo de la nuca se convirtió en dolor, pero a través de esa nube de dolor se le ocurrió la desagradable idea de que aquella sería, con toda probabilidad, la más ignominiosa de las muertes: ser descuartizado entre aguas residuales. ¿Qué había hecho para merecer aquello? Repitió la pregunta en voz alta.

—¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué coño he hecho?

La pregunta no obtuvo respuesta…, ¿o sí? En cuanto cesaron sus gritos, se encontró llevándose la mano a la cara, sin saber muy bien mientras lo hacía por qué. Sentía la necesidad de abrir la palma y escupir sobre ella. La saliva parecía fría, o tal vez su mano estaba caliente. Ni a un metro de distancia, el nullianac levantó las cuchillas por encima de su cabeza. Cortés formó un puño en ese instante y se lo llevó a los labios. Cuando las cuchillas trazaron la parte más alta del arco, soltó el aire.

Sintió cómo el aliento resplandecía sobre su palma y, un segundo antes de que las cuchillas alcanzaran su cabeza, el pneuma salió de su puño como una bala. Golpeó al nullianac en el cuello con tal fuerza que lo lanzó hacia atrás; un chorro de cárdena energía se desprendió del hueco de la cabeza de la criatura y se elevó hacia lo alto, como un relámpago nacido en la tierra que se alzara hacia el cielo. El nullianac cayó sobre la porquería y sus manos soltaron las cuchillas para dirigirse hacia la herida. Jamás alcanzaron ese lugar. La vida lo abandonó con un espasmo y su cabeza orante fue silenciada de forma permanente.

Casi tan desconcertado por la muerte del otro como por lo cerca que había estado de la suya propia, Cortés se puso en pie y paseó la mirada desde el cuerpo que yacía sobre el barro hasta su puño. Abrió la mano. La saliva había desaparecido para transformarse en un dardo letal. Una línea de decoloración trazaba una senda desde la base del pulgar hasta el otro lado de la mano. Esa era la única señal del paso del pneuma.

—La madre que me parió —dijo.

Una pequeña multitud se había reunido al final del callejón sin salida, a lo que se sumaron unas cuantas cabezas que aparecieron sobre la pared por detrás de él. Desde todos lados se escuchaba un agitado murmullo que no tardaría, o eso creía él, en llegar hasta Hammeryock y la pontífice Farrow. Sería una ingenuidad suponer que gobernaban Vanaeph con un único ejecutor entre sus tropas. Habría otros, y pronto estarían allí. Pasó por encima del cadáver sin pararse a estudiar de cerca el daño que le había causado; le había bastado un simple vistazo para darse cuenta de que era bastante considerable.

La muchedumbre, al ver que el vencedor se aproximaba, se apartó. Algunos hicieron una reverencia, otros huyeron. Uno dijo «¡bravo!» y trató de besarle la mano. Apartó a su admirador y examinó las callejuelas en todas las direcciones con la esperanza de dar con alguna señal de Pai’oh’pah. Al no encontrar ninguna, meditó sus opciones. ¿Adónde habría ido Pai? A la cima de la montaña no. A pesar de que aquel era un punto de encuentro evidente, sus enemigos podrían localizarlos en la cima. ¿Dónde si no? ¿Tal vez a las puertas de Patashoqua que el místico había señalado en cuanto llegaron? Era un lugar tan bueno como cualquier otro, así que se encaminó hacia allí y siguió el laberinto de Vanaeph hacia la gloriosa ciudad.

Sus peores expectativas (que las noticias de su crimen hubiera alcanzado los oídos de la pontífice y su séquito) se vieron confirmadas muy pronto. Se encontraba casi a las afueras del municipio, justo delante del campo abierto que se extendía entre sus límites y las murallas de Patashoqua, cuando la algarabía de las calles que había dejado atrás le anunció la presencia de una partida de caza. Con su atuendo del Quinto Dominio, vaqueros y camisa, sería fácilmente reconocible si empezaba a correr hacia las puertas; pero si trataba de permanecer en los confines de Vanaeph, solo sería cuestión de tiempo el que lo atraparan. Mejor arriesgarse a salir a la carrera en ese momento, decidió, mientras todavía tenía cierta distancia de ventaja. Aun cuando no consiguiera llegar hasta las puertas antes de que lo atrapasen, lo más probable es que no lo mataran a la vista de las resplandecientes murallas de Patashoqua.

Echó a correr a toda velocidad y consiguió salir del municipio en menos de un minuto, mientras el griterío de la muchedumbre a sus espaldas aumentaba de volumen. A pesar de que era difícil determinar la distancia que lo separaba de las puertas bajo una luz que le confería semejante iridiscencia al suelo, estaba seguro de que al menos había kilómetro y medio; quizá el doble. No había llegado muy lejos cuando el primero de sus perseguidores emergió de los aledaños de Vanaeph; era alguien que llevaba menos tiempo corriendo que él, que lo hacía más rápido y que, por lo tanto, redujo rápidamente la distancia entre ellos. Había muchos viajeros que iban de un lado para otro en el camino que conducía a las puertas: algunos peatones, la mayoría en grupo y vestidos como peregrinos; otras figuras, más elegantes, iban montadas sobre caballos que tenían la cabeza y los flancos pintados con llamativos diseños; otros montaban en peludos sucedáneos de las mulas. De cualquier forma, los más envidiados y menos abundantes eran aquellos que se desplazaban en vehículos a motor que, aunque básicamente se parecían a sus equivalentes del Quinto (un chasis que se desplazaba sobre ruedas), en todo lo demás eran artilugios totalmente innovadores. Algunos eran tan recargados como retablos barrocos, y cada centímetro de carrocería estaba tallado y adornado con filigranas. Otros, cuyas frágiles ruedas tenían una altura dos veces superior a la de sus capotas, poseían la descabellada delicadeza de los insectos tropicales. Además, había otros que, encaramados sobre una docena de ruedas más pequeñas y con tubos de escape que soltaban un humo denso y amargo, parecían escombros móviles: unos asimétricos fárragos de cristal y herraje carentes de toda elegancia. Arriesgándose a una muerte entre cascos y ruedas, Cortés se unió al tráfico y dio un nuevo acelerón mientras se escurría entre los vehículos. Los líderes de la jauría que lo perseguía también llegaron a la carretera. Estaban armados, según pudo comprobar, y no mostraron el menor reparo a la hora de enseñar sus armas. La idea de que no lo matarían en presencia de tantos testigos le pareció de pronto una estupidez. Quizá la ley de Vanaeph también era válida a las puertas de Patashoqua. En ese caso, era hombre muerto. Lo alcanzarían mucho antes de que llegara a un lugar seguro.

Sin embargo, en aquel momento, escuchó otro sonido sobre el estrépito de la vía y se atrevió a echar una mirada a su izquierda, para ver un pequeño y sencillo vehículo con el motor mal afinado que se dirigía hacia él. No tenía capota, de modo que su conductor era bien visible: Pai’oh’pah (¡bendito fuera!), que conducía como un hombre —o un místico— poseído. Cortés cambió de dirección al instante; salió de la carretera y pasó entre un grupo de peregrinos para lanzarse a la carrera hacia el ruidoso carruaje de Pai.

Un coro de alaridos a su espalda le avisó de que sus perseguidores también habían cambiado de dirección, pero ver a Pai había dado alas a sus piernas. Su cambio de aceleración fue un desperdicio, no obstante. En lugar de aminorar la velocidad para permitir que Cortés se subiera, Pai pasó de largo y se dirigió hacia los cazadores. Los líderes se dispersaron cuando el vehículo se lanzó contra ellos, pero el verdadero objetivo del místico era una figura subida en una silla de manos que Cortés no había visto hasta entonces. Hammeryock, sentado en lo alto para ver la ejecución, se convirtió a su vez en la víctima. Gritó a sus portadores que se retiraran, pero con el pánico los hombres no se pusieron de acuerdo sobre la dirección hacia la que girar. Dos tiraron hacia la izquierda, mientras que los otros dos lo hicieron hacia la derecha. Uno de los brazos de la silla se rompió, con lo que Hammeryock salió despedido y golpeó con fuerza el suelo. No se levantó. La silla de manos quedó inutilizada y sus portadores huyeron, dejando que Pai girara para dirigirse hacia Cortés. Una vez que su líder hubo caído, los dispersos perseguidores (la mayoría de los cuales, para empezar, se habían visto obligados a alistarse para servir a la pontífice), abandonaron su propósito. No se sentían lo bastante motivados como para arriesgarse a sufrir el destino de Hammeryock, de modo que mantuvieron las distancias mientras Pai giraba y recogía a su jadeante pasajero.

—Pensé que habías vuelto con Acaro Bronco —dijo Cortés una vez que hubo subido.

—No me habría aceptado —replicó Pai—. Estoy relacionado con un asesino.

—¿Quién?

—¡Tú, amigo mío! ¡Tú! Ahora ambos somos asesinos.

—Supongo que es cierto.

—Y me temo que no seremos muy bien recibidos en esta región.

—¿Dónde encontraste el vehículo?

—Hay unos cuantos aparcados en las afueras. Dentro de poco los habrán cogido y estarán pisándonos los talones.

—En ese caso, cuanto antes lleguemos a la ciudad, mejor.

—No creo que estemos a salvo allí por mucho tiempo —replicó el místico.

Había maniobrado con el vehículo de forma que el morro agudo apuntaba hacia la carretera. La elección se presentaba ante ellos. A la izquierda, las puertas de Patashoqua; a la derecha, seguirían carretera abajo por el camino que se abría paso a través del Monte de Ola Bayak en dirección a un horizonte que se elevaba, por lo menos hasta donde alcanzaba la vista, hacia una cordillera de montañas.

—Tú decides —dijo Pai.

Cortés miró con anhelo hacia la ciudad, tentado por sus chapiteles. Pero sabía que había algo de razón en la advertencia de Pai.

—Volveremos algún día, ¿verdad? —preguntó.

—Desde luego, si eso es lo que quieres.

—Entonces vayamos por el otro camino.

El místico giró el vehículo sobre la carretera en sentido contrario a la mayor parte del tráfico y, con la ciudad a sus espaldas, empezaron a ganar velocidad.

—Adiós a mis ilusiones de ver Patashoqua —dijo Cortés cuando las murallas se convirtieron en un espejismo.

—No te has perdido mucho —señaló Pai.

—Pero yo quería ver Merrow Ti’ Ti’… —dijo Cortés.

—No hubiera sido posible —replicó Pai.

—¿Por qué?

—Porque no era más que una invención —le explicó Pai—. Como todas mis cosas favoritas, incluyéndome a mí. ¡Pura invención!