Capítulo 17

Hacia la medianoche, el ruido del tráfico que llegaba hasta el estudio de Cortés había quedado reducido prácticamente al silencio. Cualquiera que tuviese planeado asistir a una fiesta esa noche ya habría llegado al lugar de la celebración. Todos estarían muy ocupados bebiendo, discutiendo o entregados al arte de la seducción, decididos, mientras celebraban, a obtener en el año venidero lo que el anterior les había negado. Feliz en su soledad, Cortés estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas; tenía una botella de bourbon entre ellas y estaba rodeado por los lienzos que se apoyaban sobre los muebles. La mayoría de ellos estaba en blanco, pero eso lo ayudaba a meditar, ya que el futuro también se presentaba así.

Llevaba sentado allí unas dos horas, rodeado por el vacío y sin dejar de beber de la botella, de modo que necesitaba vaciar la vejiga. Se levantó y fue al cuarto de baño, usando la luz del salón para no tener que enfrentarse a su propio reflejo. Mientras sacudía las últimas gotas en el inodoro, la luz se apagó. Se subió la cremallera y volvió al estudio. La lluvia azotaba los cristales, pero las farolas de la calle proporcionaban luz suficiente para ver que la puerta del descansillo de las escaleras estaba ligeramente abierta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

El silencio se adueñó de la habitación por un momento e, instantes después, distinguió una forma recortada contra la ventana y el olor de algo quemado y frío asaltó su nariz. ¡El hombre del silbido! ¡Dios mío, me ha encontrado!

El miedo lo hizo moverse con rapidez. Salió de su estado de estupor y corrió hacia la puerta. Habría conseguido atravesarla y bajar los escalones si no hubiera estado a punto de atropellar al perro que esperaba obedientemente al otro lado. Al verlo, el animal movió el rabo con alegría y así detuvo su huida. El tipo del silbido no era un amante de los perros. Entonces, ¿quién estaba en su salón? Se dio la vuelta y alargó el brazo para encender la luz, pero escuchó la inconfundible voz de Pai’oh’pah segundos antes de encontrar el interruptor.

—Por favor, no lo hagas. Prefiero la oscuridad.

El dedo de Cortés se alejó del interruptor y su corazón se aceleró, pero en esa ocasión por un motivo muy diferente al miedo.

—¿Pai? ¿Eres tú?

—Sí, soy yo —fue la respuesta—. He oído que querías verme, me lo ha dicho un amigo tuyo.

—Creía que estabas muerto.

—Estaba con los muertos. Con Theresa y los niños.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—Tú también perdiste a alguien —dijo Pai’oh’pah.

Parecía razonable que un interludio semejante tuviera lugar en la oscuridad: era preferible mantener entre sombras una conversación sobre la tumba y sobre los corderos que esta había reclamado.

»Estuve con los espíritus de mis hijos durante un tiempo. Tu amigo me encontró en ese lugar de lamentación, me habló y me dijo que querías volver a verme. Eso me sorprendió, Cortés.

—Tanto como a mí me sorprende que hablaras con Taylor —contestó Cortés, si bien no debía sorprenderle después de la charla que habían tenido—. ¿Es feliz? —le preguntó, consciente de que la pregunta podría parecer una frivolidad, pero necesitaba saberlo.

—Ningún espíritu es feliz —respondió Pai—. No hay liberación para ellos, ni en este Dominio ni en ningún otro. Frecuentan los portales con la esperanza de poder atravesarlos, pero no hay lugar alguno al que puedan marcharse.

—¿Por qué?

—Esa pregunta ha sido formulada durante generaciones, Cortés. Y se ha quedado sin respuesta. Cuando era niño me enseñaron que, antes de que el Invisible penetrara en el Primer Dominio, había un lugar allí donde recibían a todos los espíritus. En aquella época, mi gente vivía en ese Dominio y vigilaba ese lugar, pero el Invisible expulsó tanto a mi pueblo como a los espíritus.

—¿Y los espíritus no tienen ahora un lugar adonde ir?

—Exacto. Su número aumenta, a la par que su sufrimiento.

Pensó en Taylor, tumbado en su lecho de muerte, soñando con la liberación del último vuelo hacia lo Absoluto. Y, en lugar de eso, si creía lo que le contaba Pai, su espíritu había acabado en un lugar lleno de almas perdidas a las que se les negaba tanto la carne como la revelación. ¿Qué precio tenía la comprensión en esos momentos, cuando el final de todo era el limbo?

—¿Quién es ese Invisible? —preguntó Cortés.

—Hapexamendios, el Dios de Imajica.

—¿También es un dios de este mundo?

—Lo fue en una ocasión. Pero abandonó el Quinto Dominio, atravesó los otros mundos y arrojó a la basura a sus divinidades hasta que alcanzó la Esfera de los Espíritus. Una vez allí, cubrió ese Dominio con un velo…

—Y se convirtió en el Invisible.

—Eso fue lo que me enseñaron.

La formalidad y la simpleza del relato de Pai’oh’pah conferían veracidad a la historia; pero, a pesar de toda su elegancia, no dejaba de ser un cuento sobre dioses y otros mundos que quedaba muy lejos de esa habitación oscura y de la fría lluvia que se deslizaba por los cristales.

—¿Cómo puedo saber si todo esto es cierto? —preguntó Cortés.

—No lo sabrás, a menos que lo veas con tus propios ojos —contestó Pai’oh’pah. Su voz había adquirido un tono sensual. Hablaba del mismo modo en que lo haría un seductor.

—¿Y cómo lo hago?

—Hazme preguntas directas y yo intentaré responderlas. No puedo contestar preguntas tan ambiguas.

—De acuerdo, contéstame a esto: ¿puedes llevarme a los Dominios?

—Puedo hacerlo.

—Quiero seguir los pasos de Hapexamendios. ¿Puedo?

—Podemos intentarlo.

—Quiero ver al Invisible, Pai’oh’pah. Quiero saber por qué Taylor y tus hijos están en el Purgatorio. Quiero entender por qué están sufriendo.

En esa última ocasión, no se formuló pregunta alguna, por lo que no obtuvo más respuesta que la respiración agitada de Pai.

»¿Puedes hacerlo ahora? —preguntó Cortés.

—Si eso es lo que deseas…

—Es lo que deseo, Pai. Demuéstrame que lo que has dicho es cierto, o déjame de una vez y para siempre.

Faltaban dieciocho minutos para las doce de la noche cuando Jude se metió en su coche, dispuesta a ir a casa de Cortés. El trayecto no entrañó dificultad alguna ya que apenas había tráfico, y en varias ocasiones estuvo tentada de saltarse algún que otro semáforo; pero la policía estaba especialmente atenta en noches como esa y cualquier infracción los habría sacado de su escondite. Aunque no había ni gota de alcohol en su organismo, no estaba muy segura de estar libre de otras influencias extrañas. Por tanto, condujo con tanto cuidado como si fuera pleno día y tardó quince minutos en llegar al estudio. Cuando lo hizo, se encontró con que las luces estaban apagadas. ¿Habría decidido Cortés olvidar las penas entregándose a una noche alocada?, se preguntó. ¿O estaría ya dormido? Si se trataba de esto último, las noticias que traía bien se merecían que lo despertara.

—Hay ciertas cosas que debes entender antes de que nos marchemos —le advirtió Pai al tiempo que unía las muñecas de ambos, la derecha de uno con la izquierda del otro, con la ayuda de un cinturón—. No es un viaje agradable, Cortés. Este Dominio, el Quinto, no está reconciliado, lo que significa que entrar al Cuarto supone un riesgo. No es como cruzar un puente. Atravesarlo requiere un poder considerable. Y si algo sale mal, las consecuencias serán inmediatas.

—¿Qué es lo peor que puede suceder?

—Entre los Dominios reconciliados y el Quinto hay un lugar llamado el In Ovo. Es un lugar etéreo en el que son retenidos los seres que se han aventurado a dejar sus mundos. Algunos de ellos son inocentes y están allí por accidente. Sin embargo, otros fueron enviados allí en cumplimiento de una sentencia y son letales. Espero que podamos pasar a través del In Ovo antes de que alguno de ellos perciba siquiera nuestra presencia. Pero si nos separásemos…

—Ya me hago una idea. Será mejor que aprietes ese nudo. Podría aflojarse.

Pai se afanó en la tarea mientras Cortés intentaba ayudarlo en la oscuridad.

»Supongamos que conseguimos atravesar el In Ovo —dijo Cortés—, ¿qué hay al otro lado?

—El Cuarto Dominio —respondió Pai—. Si no me desvío de la ruta, llegaremos cerca de la ciudad de Patashoqua.

—¿Y si te desvías?

—¿Quién sabe? Al mar. A una ciénaga…

—Mierda.

—No te preocupes. Tengo un buen sentido de la orientación. Y entre los dos ostentamos mucho poder. No podría hacer esto solo, pero juntos…

—¿Este es el único modo de cruzar?

—Desde luego que no. Aquí en el Quinto hay un buen número de plataformas desde las que partir: círculos de piedra que están bien ocultos. El problema es que la mayoría de ellos fue creada para llevar a los viajeros a lugares concretos. Nosotros queremos pasar como entes libres. Invisibles. Sin levantar sospechas.

—¿Y por qué has elegido Patashoqua?

—Tiene… ciertas asociaciones sentimentales —respondió Pai—. Muy pronto lo entenderás por ti mismo. —El místico hizo una pausa—. ¿Todavía quieres ir?

—Por supuesto.

—No puedo apretar más el cinturón sin cortar la circulación.

—¿Y a qué estamos esperando?

Los dedos de Pai acariciaron el rostro de Cortés.

—Cierra los ojos.

Cortés obedeció. Los dedos de Pai encontraron su mano libre y la alzaron hasta que quedó entre sus cuerpos.

»Tienes que ayudarme —dijo el místico.

—Dime qué debo hacer.

—Cierra la mano. No con mucha fuerza. Deja espacio suficiente para que pase el aliento. Bien, eso es. Toda la magia procede del aliento. Recuérdalo.

Y lo hizo, de alguna manera.

»Ahora —continuó Pai— acércate la mano a la cara y apoya el pulgar sobre la barbilla. Hay muy pocos encantamientos que podamos realizar. No hay palabras bonitas. Solo exhala el aliento, el pneuma, y la voluntad que lo empuja.

—Ya tengo la voluntad, si es a eso a lo que te refieres —dijo Cortés.

—En ese caso, solo necesitamos que soples con fuerza. Expulsa el aire hasta que te resulte doloroso. Yo me encargaré del resto.

—¿Podré tomar otra bocanada de aire cuando acabe?

—No en este Dominio.

Con esa respuesta, Cortés comprendió de golpe la enormidad de lo que iban a realizar. Estaban dejando la Tierra. Iban a traspasar las fronteras de la única realidad que había conocido hasta entonces para internarse en otro lugar totalmente diferente. Sonrió en la oscuridad y entrelazó los dedos de la mano que estaba unida a Pai con los de su libertador.

—¿Nos vamos? —preguntó.

El brillo blanco de los dientes de Pai apareció en las tinieblas que se extendían frente a él cuando este correspondió a su sonrisa.

—¿Por qué no?

Cortés aspiró.

En algún lugar de la casa, escuchó que una puerta se cerraba y que alguien subía la escalera que llevaba al estudio. Pero era demasiado tarde para cualquier interrupción. Exhaló el aire a través de su puño; un soplo constante que Pai’oh’pah pareció aspirar al otro lado de su mano. Algo ardió en el puño que el místico acababa de levantar, con un brillo tan intenso que atravesó sus dedos.

Desde la puerta, Jude vio la misma imagen del cuadro de Cortés convertida en realidad: dos figuras, casi nariz con nariz, con los rostros iluminados por una luz sobrenatural que se extendía con una especie de lenta combustión hasta rodearlos. Tuvo tiempo de reconocer a ambas figuras, de ver las sonrisas en sus rostros, las miradas entrelazadas, y entonces, para su horror, fue como si el interior de sus cuerpos comenzara a quedar expuesto, como si se dieran la vuelta como un calcetín. Observó unas superficies húmedas y rojizas que se plegaron sobre sí mismas, no una vez sino en tres ocasiones que se sucedieron con gran rapidez; cada doblez consiguió que sus cuerpos menguaran hasta que no fueron más que un par de trocitos de materia que seguían plegándose una y otra vez hasta que, al final, acabaron por desaparecer.

Jude se apoyó contra el marco de la puerta con los nervios destrozados a causa de la conmoción. El perro que había encontrado esperando en el rellano de la escalera se acercó sin temor alguno al lugar donde habían estado las figuras. No quedaba magia alguna que pudiera llevarlo tras ellos. El lugar estaba muerto. Los cabrones se habían largado adondequiera que acabara la ruta que habían tomado.

La compresión hizo que dejara escapar un grito de rabia lo bastante potente como para que el perro buscase refugio. Esperaba que Cortés pudiera escucharla, allí donde estuviera. ¿No había venido para compartir con él sus revelaciones de modo que ambos pudiesen investigar juntos lo desconocido? Y, mientras tanto, él había preparado su partida sin contar con ella. ¡Sin ella!

—¿Cómo te atreves? —le gritó al vacío.

El perro gimoteó de miedo y, al verlo así, Jude se calmó un poco. Se puso en cuclillas.

—Lo siento —se disculpó con el animal—. Ven aquí. No estoy enfadada contigo, sino con ese cabrón de Cortés.

En un primer momento el perro no parecía muy dispuesto a acercarse, pero acabó por obedecer; se arrimó a ella meneando el rabo a un lado y a otro a medida que se convencía de que no estaba loca. Judith le acarició la cabeza y el contacto de su mano lo tranquilizó. No todo estaba perdido. Si Cortés lo había hecho, también podría hacerlo ella. El no tenía la exclusiva de las aventuras. Ya encontraría el modo de ir allí donde él estuviera, aunque para ello tuviera que comerse aquel ojo azul trozo a trozo.

Las campanas de las iglesias comenzaron a sonar, anunciando con sus desiguales repiqueteos la llegada de la medianoche mientras ella rumiaba sus pensamientos. El clamor de las campanas se vio acompañado de inmediato por el sonido de las bocinas de los coches en la calle y por los alegres gritos de los asistentes a una fiesta que se celebraba en la casa contigua.

—¡Fiesta! —exclamó en voz baja, con la misma expresión distraída en su rostro que había obsesionado a muchos miembros del sexo opuesto a lo largo de su vida.

Había olvidado a la mayoría de ellos. A los que habían luchado por conseguirla; a los que habían perdido a sus esposas por conquistarla; incluso a aquellos que habían perdido la razón al intentar encontrar a alguien como ella. Los había olvidado a todos. Nunca había estado interesada en la historia. Era el futuro lo que refulgía en su mente y en ese momento más que nunca.

El pasado había sido escrito por los hombres. Pero el futuro, preñado de posibilidades, el futuro tenía nombre de mujer.