Cortés llamó a Klein desde el aeropuerto pocos minutos antes de coger el vuelo. Le contó a Chester una versión muy resumida de la verdad, sin mencionar el complot de Estabrook para llevar a cabo el asesinato, pero explicándole que Jude estaba enferma y que había requerido su presencia. Klein no le había soltado la diatriba que se esperaba. Se limitó a decir, si bien con voz cansada, que si la palabra de Cortés valía tan poco después de todo el esfuerzo que había invertido en encontrar trabajo para él, quizá fuera mejor que dejaran de hacer negocios juntos en aquel mismo momento. Cortés le suplicó que fuera un poco más clemente, a lo que Klein contestó que llamaría a su estudio pasados dos días, y que si no recibía respuesta asumiría que ya no había trato.
—Tu polla será tu muerte —comentó antes de colgar.
El vuelo le dio tiempo a Cortés para pensar tanto en ese comentario como en la conversación que había tenido lugar en la colina de las cometas, cuyo recuerdo aún lo avergonzaba. Durante esa charla, había pasado de la sospecha a la incredulidad y de esta a la aversión, para acabar aceptando la proposición de Estabrook. Sin embargo, a pesar del hecho de que el hombre había cumplido su palabra y le había proporcionado fondos más que suficientes para hacer el viaje, cuantas más vueltas le daba Cortés a la conversación, más se despertaba su primera reacción: la sospecha. Sus dudas giraban en torno a dos elementos de la historia de Estabrook: el propio asesino (ese tal Pai al que había contratado como caído del cielo) y, sobre todo, en torno al hombre que había presentado a ese asesino a sueldo a Estabrook, Chant, cuya muerte había sido la comidilla de la prensa durante los últimos días.
La carta del muerto era virtualmente incomprensible, tal y como Estabrook le había advertido, a camino entre la retórica del púlpito y la improvisación opiácea. El hecho de que Chant, a sabiendas de que iban a asesinarlo (hasta ahí sí resultaba convincente), hubiera elegido escribir semejantes tonterías como si constituyeran una información vital, era la prueba de un trastorno mental importante. ¿Cuánto más trastornado estaría entonces un hombre que, como Estabrook, hacía negocios con aquel loco? Y, de la misma manera, ¿no estaría Cortés más loco todavía al aceptar un empleo por parte de un lunático?
Sin embargo, en medio de todas aquellas fantasías y ambages, se encontraban dos factores indiscutibles: la muerte y Judith. La primera le había llegado a Chant en una casa abandonada de Clerkenwell; sobre eso no había duda alguna. La última, inconsciente de la maldad de su marido, era, con toda probabilidad, el próximo objetivo. La tarea de Cortés era simple: interponerse entre las dos.
Se registró en su hotel habitual en el cruce de la 52 con Madison un poco después de las cinco de la tarde, según la hora de Nueva York. Desde su ventana en la decimocuarta planta se divisaba el centro de la ciudad, pero la escena estaba lejos de resultar acogedora. Había comenzado a caer una masa de agua que amenazaba con espesarse hasta convertirse en nieve mientras viajaba desde el aeropuerto Kennedy, y las previsiones del tiempo aseguraban frío y más frío. En cualquier caso, aquello le convenía. La oscuridad grisácea, sumada al claxon de los coches y a los chirridos de los frenos que llegaban desde el cruce de abajo, encajaba con la sensación de discontinuidad que sentía. Al igual que ocurría con Londres, Nueva York era una ciudad en la que había tenido amigos en una época, pero los había perdido. El único rostro que buscaría allí sería el de Judith.
No tenía sentido demorar esa búsqueda. Pidió un café al servicio de habitaciones; se duchó; bebió; se puso su suéter más abrigado, una chaqueta de cuero, unos pantalones de pana, unas botas fuertes y salió a la calle. Era difícil coger un taxi, y tras diez minutos de espera en la cola que aguardaba bajo el toldo del hotel, decidió caminar unas cuantas manzanas y coger cualquier taxi que pasara, si es que tenía suerte. Si no, el frío le despejaría la cabeza. Cuando alcanzó la calle 70, el aguanieve se había convertido en llovizna y formaba un reguero a sus pies. A diez manzanas de allí, Judith estaría a punto de enzarzarse en cualquier ocupación de media tarde: darse un baño, quizá; o vestirse para pasar la noche en la ciudad. Diez manzanas, a minuto por manzana. Diez minutos para llegar al lugar en el que ella se encontraba.
Marlin se había estado comportando desde el ataque de forma tan solícita como un marido que hubiera cometido un error; la llamaba desde la oficina casi cada hora y le sugería en repetidas ocasiones que quizá debiera hablar con un psicoanalista o, al menos, con uno de los muchos amigos suyos que habían sufrido una agresión o a los que habían atracado en las calles de Manhattan. Ella rechazó la oferta. Físicamente se encontraba bastante bien; y psicológicamente, también. Aunque había oído que las víctimas de un ataque a menudo sufrían repercusiones tardías (depresiones e insomnio, entre ellas), Jude todavía no padecía ninguna. Era la intriga en sí de lo ocurrido lo que la mantenía despierta por las noches. ¿Quién era él? ¿Quién era ese hombre que conocía su nombre, que se había levantado después de una colisión que debería haberlo matado en el acto y que, aun así, había conseguido correr más deprisa que un hombre sano? ¿Y por qué había proyectado sobre su rostro un parecido semejante con John Zacharias? Dos veces había comenzado a contarle a Marlin el encuentro que había tenido lugar dentro y fuera de Bloomingdale’s; dos veces había reconducido la conversación en el último momento, incapaz de encarar su bienintencionada condescendencia. Ese enigma tenía que aclararlo ella sola, y si lo contaba demasiado pronto, incluso pudiera ser que si lo contaba sin más, tal vez le resultara imposible resolverlo.
Mientras tanto, el apartamento de Marlin parecía bastante seguro. Había dos porteros: Sergio de día y Freddy por las noches. Marlin les había dado a los dos una descripción detallada del asaltante, así como instrucciones de que no dejaran pasar a nadie a la segunda planta sin el permiso de la señora Odell y de que, incluso entonces, acompañaran a los visitantes hasta la puerta del apartamento y los escoltaran a la salida en caso de que su invitada no deseara verlos. Nada podría hacerle daño en tanto en cuanto se quedara tras esas puertas cerradas. Esa noche, como Marlin trabajaba hasta las nueve y tenía planes para una cena tardía, había decidido pasar las primeras horas de la noche asignando y envolviendo los regalos que había acumulado en sus salidas a la Quinta Avenida, al tiempo que endulzaba esos quehaceres con vino y música. La colección de discos de Marlin constaba sobre todo de baladas de su adolescencia durante los sesenta, lo que le venía muy bien. Puso soul romántico y dio un sorbo al Sauvignon frío mientras hacía esto y lo otro, más que contenta con su propia compañía. De tanto en tanto, se levantaba del caos de lazos y papeles y se acercaba a la ventana para observar el frío. El cristal estaba empañado. No lo limpió. Que el mundo siguiera borroso. No tenía ganas de verlo aquella noche.
Había una mujer de pie frente a una de las ventanas de la segunda planta cuando Cortés llegó al cruce. Se limitaba a contemplar la calle. Él la observó durante algunos segundos antes de que el movimiento casual de una mano que se alzaba hasta la nuca y recorría su largo pelo identificara la figura como la de Judith. No volvió la vista atrás para señalar la presencia de alguien más en la habitación. Se limitó a dar un sorbo de su copa y a frotarse el cuero cabelludo mientras contemplaba la lóbrega noche. Había creído que sería fácil acercarse a ella; pero en ese momento, mientras la observaba desde la distancia, supo que no sería así.
La primera vez que la vio, tantos años atrás, había sentido algo parecido al pánico. Todo su organismo se había estremecido hasta la náusea mientras él perdía las fuerzas al contemplarla. La seducción que llevó a cabo a continuación había sido a la vez un homenaje y una venganza: un intento por controlar a alguien que ejercía sobre él una autoridad que desafiaba cualquier tipo de análisis. Y, a pesar de todo el tiempo transcurrido desde entonces, aún no acababa de comprender esa autoridad. Ciertamente, era una mujer fascinante; si bien había conocido a otras igual de fascinantes y no había sucumbido al pánico. ¿Qué tenía Judith que lo dejaba tan confuso, tanto en ese instante como en el pasado? La observó hasta que se apartó de la ventana y, después, siguió mirando hacia la ventana que acababa de quedar vacía; pero al final se cansó de eso y del frío que sentía en los pies. Necesitaba refuerzos: contra el frío y contra la mujer. Abandonó la esquina y pasó de largo frente a varios edificios hasta que encontró un bar, donde se tragó dos vasos de bourbon y deseó con toda su alma que el alcohol, y no el sexo opuesto, hubiera sido su adicción.
Al escuchar la voz del desconocido, Freddy, el portero de noche, se levantó de su silla, situada en el recodo que había junto al ascensor, sin dejar de mascullar algo entre dientes. Se adivinaba una figura oscura a través de la filigrana de hierro forjado y el cristal a prueba de balas de la puerta principal. No podía distinguir bien el rostro, pero estaba seguro de que no conocía al visitante, cosa bastante rara. Llevaba trabajando en ese edificio cinco años y conocía los nombres de la mayoría de los visitantes que recibían los inquilinos. Refunfuñando, cruzó el vestíbulo lleno de espejos y encogió la tripa al verse reflejado en uno de ellos. Acto seguido, con los dedos helados, quitó el cerrojo a la puerta. Solo al abrirla se dio cuenta de su error. A pesar de que una ráfaga de viento hizo que le lloraran los ojos y que los rasgos del visitante se volvieran borrosos, los conocía bastante bien. ¿Cómo no iba a reconocer a su propio hermano? Había estado a punto de llamarlo para ver qué tal le iba en Brooklyn cuando escuchó la voz y el golpeteo en la puerta.
—¿Qué estás haciendo aquí, Fly?
Fly sonrió con esa boca sin dientes.
—Pensé que podía pasarme por aquí —dijo.
—¿Tienes algún problema?
—No, todo va bien —respondió Fly.
A despecho de todas las evidencias que le proporcionaban sus sentidos, Freddy no se sentía tranquilo. La sombra en la escalera, el viento en los ojos, el mismo hecho de que Fly estuviera allí cuando nunca iba a la ciudad entre semana: todo se sumaba para dar un resultado que no alcanzaba a comprender del todo.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó—. No deberías estar aquí.
—Pues aquí estoy, ya ves —replicó Fly al tiempo que pasaba junto a Freddy para entrar en el vestíbulo—. Creí que te alegrarías de verme.
Freddy permitió que la puerta se cerrara, aún luchando contra sus pensamientos. Pero le llegaban de igual modo que en los sueños. No podía engarzar la presencia de Fly y sus dudas el tiempo suficiente para saber qué hacer con el uno y con las otras.
—Creo que echaré un vistazo por aquí —dijo Fly mientras se dirigía hacia el ascensor.
—¡Espera! No puedes hacer eso.
—¿Y qué es lo que voy a hacer? ¿Prender fuego al edificio?
—¡He dicho que no! —gritó Freddy y, sin hacer caso de su visión borrosa, fue tras Fly y se colocó delante de él para interponerse entre su hermano y el ascensor. El movimiento hizo desaparecer las lágrimas de sus ojos y, en cuanto se detuvo, pudo ver al visitante de forma clara.
—¡Tú no eres Fly! —exclamó.
Retrocedió hacia el recodo que había junto al ascensor, donde guardaba su arma, pero el extraño fue demasiado rápido. Estiró un brazo para sujetar a Freddy y, con lo que no pareció más que un golpecito en la muñeca, lo envió al otro lado del vestíbulo. Freddy soltó un alarido, pero ¿quién iba a acudir en su ayuda? No había nadie que guardara al guardia. Era hombre muerto.
Al otro lado de la calle, protegiéndose lo mejor que podía de las ráfagas de viento que bajaban por Park Avenue, Cortés (que había regresado a su base apenas un minuto antes) pudo ver cómo forcejeaba el portero en el suelo del vestíbulo. Cruzó la calle sorteando el tráfico y alcanzó la puerta justo a tiempo para ver cómo una figura se metía en el ascensor. Le pegó un puñetazo a la puerta y gritó para tratar de sacar al portero de su estupor.
—¡Déjeme entrar! Por el amor de Dios, ¡déjeme entrar!
Dos plantas más arriba, Jude escuchó lo que pensó que era una pelea doméstica y, como no quería que la refriega matrimonial de nadie le estropeara el buen humor, se disponía a cruzar la habitación para subir el volumen de la música cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
Los golpes volvieron a sonar, pero no llegaron acompañados de respuesta alguna. Bajó el volumen en lugar de subirlo y se acercó a la puerta que, de forma obediente, había cerrado con llave después de echar la cadena. No obstante, el vino que había en su organismo la había vuelto incauta; forcejeó para quitar la cadena y, en el momento de abrir la puerta, se vio asaltada por las dudas. Demasiado tarde. El hombre que había al otro lado se aprovechó de inmediato. La puerta se abrió de par en par y el desconocido llegó hasta ella a la velocidad del vehículo que debería haberlo matado dos noches antes. Solo había señales casi imperceptibles de las heridas que le habían cubierto la cara de sangre, y en sus movimientos no se percibía el menor rastro de daño corporal. Se había curado milagrosamente. Solo su expresión reflejaba un eco de aquella noche. Estaba tan dolorida y perdida (incluso ahora, que había venido a matarla) como lo estaba cuando se enfrentaron el uno al otro en la calle. Sus manos se acercaron a ella, silenciando un grito tras las palmas.
—Por favor… —dijo él.
Si lo que le pedía era que muriera en silencio, lo llevaba claro.
Levantó la copa para rompérsela en la cara, pero el hombre interceptó el movimiento y se la quitó de la mano.
—¡Judith! —gritó.
Ella dejó de forcejear al escuchar su nombre, y él retiró la mano de su cara.
—¿Cómo cojones sabes quién soy?
—No quiero hacerte daño —dijo.
Tenía una voz suave y le olía el aliento a naranjas. Un deseo de lo más perverso le vino a la mente, pero lo desterró al instante. Aquel hombre había tratado de matarla, y esa charla no era más que un intento de acallarla hasta que lo intentara de nuevo.
—Apártate de mí.
—Tengo que contarte…
No se apartó, pero tampoco terminó la frase. Jude atisbo un movimiento detrás del hombre y él se percató de su expresión, con lo que giró la cabeza justo a tiempo para detener el golpe. Se tambaleó pero no cayó, y, convirtiendo su movimiento en un ataque con la elegancia propia de un bailarín, se abalanzó sobre el otro hombre con una fuerza tremenda. No era Freddy, según pudo comprobar Jude. Era Cortés, nada menos. El golpe del asesino lo mandó contra la pared y lo sacudió con tanta fuerza que hizo que los libros se cayeran de las estanterías; pero, antes de que los dedos del asesino se cerraran sobre su garganta, Cortés le dio un puñetazo en el vientre que debió de tocar un punto sensible, porque detuvo el ataque del desconocido e hizo que este lo soltara, con los ojos clavados por primera vez en el rostro de Cortés.
La expresión de dolor de su rostro se convirtió en otra cosa completamente distinta: en parte horror, en parte asombro, pero en su mayoría un sentimiento para el que ella no tenía nombre. Jadeando para recuperar el aliento, Cortés registró pocas o ninguna de esas emociones y se apartó de la pared con el fin de retomar su ataque. De todas formas, el asesino era rápido: estaba junto a la puerta y la había atravesado antes de que Cortés pudiera ponerle las manos encima. Cortés se tomó un momento para preguntar si Judith se encontraba bien (como así era) y corrió en su persecución.
Había comenzado a nevar de nuevo, y el velo de nieve se interponía entre Cortés y Pai. El asesino era rápido a pesar del daño que le habían causado, pero Cortés estaba decidido a no permitir que el cabrón se escapara. Siguió a Pai a lo largo de Park Avenue y al oeste por la 80; sus talones resbalaban sobre el suelo cubierto de aguanieve. En dos ocasiones su antagonista volvió la vista atrás, y la segunda vez pareció aminorar la velocidad, como si tuviera intenciones de detenerse y declarar una tregua; sin embargo, al parecer se lo pensó mejor y siguió corriendo todavía más deprisa. Lo llevó por Madison hacia Central Park. Cortés estaba seguro de que, si alcanzaba su refugio, desaparecería. Poniendo todas las fuerzas que le quedaban en la carrera, se colocó a una distancia mínima. Sin embargo, cuando extendió el brazo para atrapar al hombre se tropezó y cayó de bruces, agitando los brazos; se golpeó contra el suelo con fuerza suficiente como para perder la consciencia durante unos segundos. Cuando abrió los ojos, con el regusto de la sangre en la boca, esperaba ver cómo el asesino desaparecía entre las sombras del parque, pero el extraño señor Pai estaba de pie en el bordillo de la acera, mirándolo fijamente. No dejó de observarlo mientras Cortés se ponía en pie, y su rostro reflejaba una triste simpatía por sus magulladuras. Antes de que la persecución pudiese comenzar de nuevo habló, y su voz fue tan suave y fluida como el aguanieve.
—No me sigas —dijo.
—Déjala… en paz… de una puta… vez —jadeó Cortés e, incluso mientras pronunciaba las palabras, sabía que no tenía forma alguna de obligarle a cumplir esa orden en el estado en que se encontraba.
No obstante, la respuesta del hombre fue afirmativa.
—Lo haré —dijo—. Pero por favor, te lo ruego…, olvida que me has visto.
Mientras hablaba, comenzó a caminar de espaldas y, por un instante, el aturdido cerebro de Cortés casi creyó posible que el hombre desapareciera sin más, que probara ser un espíritu y no materia sólida.
—¿Quién eres? —se descubrió preguntando.
—Pai’oh’pah —respondió el hombre; su voz encajaba a la perfección con las suaves exhalaciones de esas sílabas.
—¿Pero quién eres?
—Nadie y nada —respondió una segunda vez, y acompañó sus palabras con otro paso atrás.
Dio otro y otro más, y cada paso añadía más capas de nieve entre ellos. Cortés comenzó a seguirlo, pero la caída había conseguido que le dolieran todas las articulaciones del cuerpo, por lo que sabía que la persecución estaría perdida antes de que hubiera recorrido tres metros. Se obligó a seguir adelante de todas formas, y llegó a una acera de la Quinta Avenida mientras que Pai’oh’pah alcanzaba la opuesta. La calle entre ellos estaba vacía, pero el asesino habló desde el otro extremo como si los separara un rugiente río.
—Vuelve —dijo—. O si vienes, prepárate…
Por absurdo que pareciera, Cortés respondió como si hubiese rápidos entre ellos.
—¿Que me prepare para qué? —gritó.
El hombre sacudió la cabeza e, incluso desde el otro lado de la calle, con la nieve entre ellos, Cortés se dio cuenta de la desesperanza y la confusión que reflejaba su rostro. No estaba seguro de por qué esa expresión le provocó un nudo en el estómago, pero así fue. Empezó a cruzar la calle, hundiendo un pie en el imaginario río. La expresión del rostro del asesino cambió: la desesperanza dio paso a la incredulidad, y la incredulidad a una especie de terror, como si el hecho de que Cortés vadeara la corriente resultara algo increíble, insoportable. Cuando estuvo a medio camino, el coraje del hombre se desvaneció. Los movimientos de negación de su cabeza se convirtieron en violentas sacudidas, y, echando la cabeza hacia atrás, dejó escapar un extraño sollozo. Entonces retrocedió, al igual que había hecho antes, y se alejó del protagonista de sus miedos —Cortés— como si temiera perder su consistencia. Si existía una magia semejante en el mundo (y aquella noche Cortés estaba dispuesto a creerlo), el asesino no era un experto. No obstante, sus pies pudieron hacer lo que la magia no había logrado. Cuando Cortés alcanzó la otra orilla del río, Pai’oh’pah se giró y huyó, trepando sobre la pared del parque sin que al parecer le importara lo que hubiera al otro lado: cualquier cosa con tal de desaparecer de la vista de Cortés.
Ya no tenía sentido seguirlo. El frío había empezado a conseguir que los magullados huesos le dolieran enormemente y, en semejantes condiciones, las dos manzanas que lo separaban del apartamento de Jude serían un camino largo y doloroso. Para cuando lo hubo recorrido, la nieve le había empapado todas las capas de ropa que llevaba. Le castañeaban los dientes, le sangraba la boca y tenía el cabello pegado al cráneo, de modo que no podría haber presentado un aspecto menos atractivo cuando se plantó ante la puerta principal. Jude lo estaba esperando en el vestíbulo, junto al avergonzado portero. Acudió en ayuda de Cortés tan pronto como este apareció, y el intercambio de palabras que mantuvieron fue corto y práctico: ¿estaba muy malherido? No. ¿El hombre había conseguido escapar? Sí.
—Ven arriba —le dijo—. Necesitas atención médica.
Ya se había producido demasiado dramatismo en el encuentro de Jude y Cortés esa noche para que ellos añadieran un poco más, de modo que no hubo arrebatos emocionales por parte de ninguno de los dos. Jude atendió a Cortés con su pragmatismo habitual. Él declinó una ducha, pero se enjuagó la cara y las extremidades heridas, y se lavó con cuidado las manos para quitarse la arena. A continuación, se puso una selección de ropa seca que ella había encontrado en el armario de Marlin, a pesar de que Cortés era más alto y más delgado que el ausente prestamista. Mientras lo hacía, Jude le preguntó si quería que llamara a un médico para que lo examinara. Se lo agradeció pero le dijo que no, que estaría bien. Y lo estuvo, una vez seco y limpio: dolorido, pero bien.
—¿Llamaste a la policía? —le preguntó desde la puerta de la cocina mientras observaba cómo Judith preparaba un té darjeeling.
—No merece la pena —le respondió—. Ya conocen al tipo ese de la última vez. Tal vez le diga a Marlin que llame más tarde.
—¿Es la segunda vez que lo intenta? —Ella asintió—. Bueno, si te sirve de consuelo, no creo que vuelva a hacerlo de nuevo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Parecía dispuesto a lanzarse bajo un coche.
—No creo que eso le hiciera mucho daño —respondió Jude, que pasó a contarle el incidente del Village para terminar con la milagrosa recuperación del asesino—. Debería estar muerto —añadió—. Tenía la cara destrozada… Es increíble que pudiera ponerse en pie siquiera. ¿Quieres leche o azúcar?
—Mejor un chorrito de whisky. ¿Marlin bebe?
—No es un experto como tú.
Cortés se echó a reír.
—¿Así es como me describes? ¿Cortés, el alcohólico?
—No. A decir verdad, no te describo en absoluto —contestó, un poco avergonzada—. Lo que quiero decir es que estoy segura de haberle mencionado tu nombre a Marlin de pasada, pero tú eres… No sé… Eres un oscuro secreto.
Esa reminiscencia de la colina de las cometas le trajo a la memoria al hombre para quien trabajaba.
—¿Has hablado con Estabrook?
—¿Por qué debería hacerlo?
—Ha tratado de ponerse en contacto contigo.
—No quiero hablar con él.
Dejó su té sobre la mesa del salón, buscó el whisky escocés y lo colocó junto a la taza.
—Sírvete tú mismo —le dijo.
—¿Tú no vas a tomarte una copita?
—Té, pero whisky no. Mi cerebro ya está bastante confuso en estos momentos. —Se dirigió de nuevo a la ventana con la taza de té en las manos—. Hay demasiadas cosas que no comprendo sobre todo esto —dijo—. Para empezar, ¿por qué estás aquí?
—Odio sonar melodramático, pero de verdad creo que deberías sentarte antes de empezar esta discusión.
—Limítate a decirme lo que está ocurriendo —añadió; su voz estaba cargada de acusaciones——. ¿Desde cuándo me vigilas?
—Desde hace unas horas.
—Creí verte siguiéndome hace un par de días.
—No era yo. He estado en Londres hasta esta mañana.
Jude pareció confusa al escuchar aquello.
—Entonces, ¿qué sabes de ese hombre que está tratando de matarme?
—Dijo que se llamaba Pai’oh’pah.
—Me importa una puta mierda cómo se llame —dijo Jude, y su fachada de desapego cayó por fin—. ¿Quién es? ¿Por qué quiere hacerme daño?
—Porque lo contrataron.
—¿Cómo dices?
—Lo contrataron. Estabrook.
El té se derramó de la taza cuando un estremecimiento atravesó su cuerpo.
—¿Para matarme? —preguntó—. ¿Contrató a alguien para matarme? No te creo. Esto es una locura.
—Está obsesionado contigo, Jude. Es su manera de asegurarse de que no perteneces a nadie más.
Judith alzó la taza hasta su rostro, aferrándola con ambas manos; tenía los nudillos tan blancos que resultaba un milagro que la porcelana no se cascara como un huevo. Dio un sorbo con expresión sombría. En ese momento soltó la misma negativa, si bien de forma más tajante:
—No te creo.
—Ha tratado de hablar contigo para avisarte. Contrató a ese hombre y después cambió de idea.
—¿Cómo sabes todo eso? —Ahí estaba de nuevo la acusación.
—Me envió para detenerlo.
—¿También te contrató a ti?
No resultaba agradable escucharlo de sus labios, pero sí, no era más que otro al que había contratado. Era como si Estabrook hubiese contratado a dos perros para que siguieran el rastro de Judith (uno que le diera muerte y otro que asegurara su vida) y dejara que el destino decidiera quién la atrapaba primero.
»Tal vez me tome un buen trago —dijo y se dirigió hacia la mesa para coger la botella.
Cortés se levantó para servírselo, pero el movimiento fue suficiente para que ella se detuviera en seco, y él se dio cuenta de que le tenía miedo. Le tendió la botella desde lejos. Ella no la cogió.
—Creo que deberías marcharte —dijo—. Marlin volverá pronto. No quiero que estés aquí cuando…
Él comprendía su nerviosismo, pero se sintió un poco dolido por ese cambio de actitud. Mientras había renqueado sobre la nieve de regreso al apartamento, una diminuta parte de él había tenido la esperanza de que la gratitud de Jude incluyera un abrazo o, al menos, unas cuantas palabras que le permitieran saber si sentía algo por él. Sin embargo, estaba manchado por la culpa de Estabrook. No estaba allí como su campeón, sino como el agente de su enemigo.
—Si eso es lo que quieres… —dijo.
—Es lo que quiero.
—Solo una petición: si le cuentas a la policía lo de Estabrook, ¿te importaría dejarme fuera del asunto?
—¿Por qué? ¿Has vuelto a tus antiguos negocios con Klein?
—Dejemos las razones a un lado. Limítate a fingir que ni siquiera me has visto.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que podría hacerlo.
—Gracias —replicó—. ¿Dónde has puesto mi ropa?
—No estarán secas. ¿Por qué no te dejas puesto lo que llevas?
—Será mejor que no —respondió, incapaz de reprimir un pequeño aguijonazo—. Quién sabe lo que podría pensar Marlin.
Ella no mordió el anzuelo; al contrario, dejó que fuera a cambiarse. Había colgado la ropa en la barra del calentador de toallas del cuarto de baño y gracias a eso se había secado un poco; no obstante, cuando empezó a ponérsela, la humedad casi fue suficiente para que se retractara de lo dicho y se quedara con la ropa del amante ausente. Casi, pero no lo bastante. Una vez que se hubo cambiado, volvió al salón y se la encontró de nuevo frente a la ventana, como si esperara el regreso del asesino.
—¿Cómo has dicho que se llamaba? —preguntó.
—Algo así como Pai’oh’pah.
—¿Qué idioma es ese? ¿Árabe?
—No lo sé.
—Bien, ¿le dijiste que Estabrook ha cambiado de opinión? ¿Le dijiste que me dejara en paz?
—No tuve oportunidad —dijo en voz baja.
—¿Así que puede volver e intentarlo de nuevo?
—Como te he dicho, no creo que lo haga.
—Lo ha intentado dos veces. Tal vez esté ahí fuera pensando: «a la tercera va la vencida». Hay algo… sobrenatural en él, Cortés. ¿Cómo coño ha podido curarse tan rápido?
—Tal vez no estuviera tan malherido como parecía.
Ella no estaba muy convencida.
—Un nombre como ese… no puede ser difícil de rastrear.
—No lo sé, creo que los hombres como él… son casi invisibles.
—Marlin sabrá qué hacer.
—Cuánto me alegro por él.
Jude inspiró profundamente.
—Supongo que debería agradecértelo —le dijo; su tono no reflejaba la más mínima gratitud.
—No te molestes —replicó—. Solo soy un asalariado. Solo lo hice por el dinero.
Desde las sombras de un portal en la calle 79, Pai’oh’pah contempló cómo John Furia Zacharias salía del edificio de apartamentos, se subía el cuello de la chaqueta alrededor de la nuca y examinaba la calle de arriba abajo en busca de un taxi. Habían pasado muchos años desde que los ojos del asesino disfrutaran del placer que obtenían en aquel momento, al verlo. Durante ese intervalo de tiempo, el mundo había cambiado en muchos sentidos. Pero aquel hombre parecía intacto. Era una constante, libre de alteraciones debido a su propia falta de memoria; siempre nuevo para sí mismo y, por tanto, intemporal. Pai lo envidiaba. Para Cortés, el tiempo era un gas que disolvía las heridas y la conciencia de sí mismo. Para Pai, era un saco en el que cada día, cada hora, se colocaba otra piedra, un saco que iba doblando su espalda hasta romperla. Y, hasta esa misma noche, no se había atrevido a albergar ninguna esperanza de que su peso fuera a disminuir. Pero allí, caminando calle abajo por Park Avenue, había un hombre en cuyo poder yacía la fuerza para recomponer todas las cosas rotas, incluso el espíritu de Pai. Especialmente, el espíritu de Pai. Estaba claro que su encuentro tenía algún tipo de significado, ya fuese producto de la casualidad o de los inescrutables designios del Invisible.
Minutos antes, aterrado por las implicaciones de lo que estaba ocurriendo, Pai había tratado de conseguir que Cortés se alejara y, debido a su fracaso, había huido. Ahora, ese miedo le parecía estúpido. ¿Qué era lo que tenía que temer? ¿Los cambios? Esos serían bienvenidos. ¿La revelación? Lo mismo podría decirse. ¿La muerte? ¿Qué le importaba la muerte a un asesino? Si llegaba, llegaba; no había razón para dar la espalda a semejante oportunidad. Sintió un estremecimiento. Hacía frío allí en el portal; y también en ese siglo. Sobre todo para un alma como la suya, que adoraba la primavera, cuando la subida de la savia y el sol hacían que todas las cosas parecieran posibles. Hasta ese momento, había renunciado a la esperanza de que semejante época de florecimiento pudiera regresar alguna vez. Se había visto obligado a cometer demasiados crímenes en ese mundo sin alegría. Había roto demasiados corazones. Ambos lo habían hecho, al parecer. Pero, ¿qué ocurriría si se vieran obligados a buscar esa elusiva primavera por el bien de aquellos a los que habían dejado huérfanos y angustiados? ¿Qué ocurriría si su deber consistiera en tener esperanza? En ese caso, su negativa a esa reunión, su huida, era otro crimen que añadir a su carga. ¿Acaso todos esos años en soledad lo habían convertido en un cobarde? Nunca.
Se enjugó las lágrimas, abandonó el umbral y siguió a la figura desaparecida; mientras caminaba, no podía dejar de albergar la osada esperanza de que hubiese otra primavera, seguida por un verano de reconciliaciones.