La lección esencial de Pluthero Quexos, el más famoso dramaturgo del Segundo Dominio, afirmaba que en cualquier obra de ficción, sin importar lo ambicioso que fuera su propósito o la profundidad de su temática, solo había sitio para tres actores. Entre dos reyes que están en guerra, un pacificador; entre dos cónyuges que se adoran, un seductor o un niño. Entre gemelos, el espíritu de la matriz. Entre amantes, la Muerte. En el drama podrían aparecer muchos, por supuesto —miles, en realidad—, pero solo servirían como fantasmas, agentes o, en raras ocasiones, como reflejos de los tres seres reales y obstinados que constituían el centro de la trama. Y así sería incluso en el caso de que este trío básico no permaneciera intacto; o eso era lo que él enseñaba. El número podía menguar de forma continua a medida que se desarrollaba la historia: tres que se convierten en dos y dos que se convierten en uno, hasta que el escenario se quedaba vacío.
Ni que decir tiene que este dogma generaba bastante controversia. Los escritores de fábulas y comedias eran particularmente escandalosos a la hora de manifestar su desprecio y de recordarle al honorable Quexos que ellos siempre ponían fin a sus propias obras con una boda y un banquete. Él no se daba por aludido. Era impermeable a sus chanzas y les decía que estaban estafando a sus espectadores al quitarles lo que él llamaba «la última gran procesión», que tenía lugar cuando, después de que las canciones de boda hubieran sido entonadas y los bailes bailados, los personajes se adentraban en la oscuridad, llevándose con ellos su melancolía, y se encaminaban uno detrás de otro hacia el olvido.
Era una filosofía dura, pero afirmaba que era a la vez inmutable y universal, tan válida en el Quinto Dominio, llamado Tierra, como lo era en el Segundo.
Y, de forma más significativa, tan cierta en la vida como lo era en el arte.
Al ser un hombre de emociones contenidas, Charlie Estabrook tenía poca paciencia con el teatro. Era, en su franca y manifiesta opinión, un desperdicio de aliento: indulgencia, pamplinas y mentiras. Sin embargo, si algunos alumnos le hubieran recitado la Primera ley del drama según Quexos aquella fría noche de noviembre, hubiera asentido para luego decir: «las verdades dolorosas suelen ser las únicas verdaderas». Y esa era, precisamente, su experiencia. Tal y como afirmaba la ley de Quexos, su historia había comenzado con un trío: él mismo, John Furia Zacharias y, entre ellos, Judith. Aquella disposición no había durado mucho. Transcurridas pocas semanas desde la primera vez que viera a Judith, había conseguido sustituir a Zacharias en sus afectos y el tres se había convertido en un dichoso dos. Judith y él se habían casado y habían sido felices durante cinco años, hasta que, por razones que aún no comprendía, su felicidad se había venido abajo y el dos se había convertido en un uno.
Él era ese uno, por supuesto, y la noche lo había sorprendido sentado en la parte trasera de un coche en marcha que atravesaba las calles congeladas de Londres en busca de alguien que lo ayudara a terminar la historia. Tal vez no de la forma que a Quexos le hubiera gustado —el escenario no quedaría vacío del todo—, pero sí de una que aliviaría el dolor de Estabrook.
No estaba solo en su búsqueda. Esa noche tenía la compañía de un alma en la que no se podía confiar del todo: su conductor, guía y procurador, el ambiguo señor Chant. No obstante, a pesar de las muestras de empatía de Chant, este no era más que otro sirviente, satisfecho de servir a su patrón en tanto en cuanto recibiera puntualmente su paga. No comprendía la profundidad del dolor de Estabrook; era demasiado álgido, demasiado distante. Y Estabrook tampoco podía buscar ayuda en su linaje, a pesar de la longitud de su historia familiar. Si bien podía seguir la línea de sus ancestros hasta el reinado de Jacobo I, no había sido capaz de encontrar a un solo hombre en ese árbol de indecencias (ni siquiera en la más sangrienta de las raíces) que hubiera hecho, ya fuera por propia mano o por mediación de otros, lo que él, Estabrook, pensaba llevar a cabo esa noche: el asesinato de su esposa.
Cuando pensaba en ella (¿y cuándo no lo hacía?) se le secaba la boca y le sudaban las manos; suspiraba; se estremecía. Ahora ocupaba todos sus pensamientos, como un fugitivo procedente de un lugar más adecuado. Su piel no tenía imperfección alguna, siempre fría, siempre pálida; su cuerpo era largo, al igual que su cabello, como sus dedos, como su risa; y sus ojos… Dios, sus ojos tenían todas las tonalidades de las hojas a lo largo de las estaciones: los verdes gemelos de la primavera y mitad del verano; los dorados del otoño; y, cuando se enfurecía, el negro de la descomposición del pleno invierno.
Él era, por el contrario, un hombre corriente: no mal parecido, pero corriente. Había conseguido su fortuna con la venta de bañeras, bidés e inodoros, lo que había dejado poco espacio para la mística. De este modo, cuando posó por primera vez los ojos en Judith —ella estaba sentada tras un escritorio en la oficina de su contable, y su belleza resultaba realzada por el deprimente entorno—, su primer pensamiento fue: quiero a esta mujer; y el segundo: ella no me querrá. Sin embargo, Judith le hacía sentir un impulso básico que no había sentido con ninguna otra mujer. La cosa era bastante simple: sentía que ella le pertenecía; y si ponía todo su empeño en conseguirlo, podría ganársela. Su cortejo comenzó el día que se conocieron, con la primera de muchas muestras de cariño entregadas sobre su escritorio. No obstante, pronto comprendió que semejantes chucherías y halagos no lo ayudarían en su propósito. Ella se lo agradeció con educación, pero le dijo que no podía aceptarlos. Obediente, dejó de mandarle obsequios y, en cambio, comenzó a realizar una investigación sistemática sobre sus circunstancias. Había muy poco que saber. Vivía de forma sencilla, y su pequeño círculo de amistades era algo bohemio. Sin embargo, entre ese círculo descubrió a un hombre cuyo reclamo sobre la mujer precedía al suyo propio; alguien a quien ella, al parecer, adoraba. Ese hombre era John Furia Zacharias, conocido por todos como «Cortés», y tenía una reputación como amante que habría hecho que Estabrook se retirara de la lucha de no haber sido por esa extraña premonición que lo invadía. Decidió ser paciente y aguardar su oportunidad. Ya llegaría.
Entretanto, contemplaba a su amada desde la distancia y se las arreglaba para encontrarse con ella accidentalmente de vez en cuando, al tiempo que investigaba el pasado de su antagonista. De nuevo, había poco que saber. Zacharias era un pintor de poca monta, cuando no estaba viviendo de alguna de sus amantes, y un afamado disoluto. Estabrook tuvo una prueba irrefutable sobre este particular cuando, por casualidad, conoció al tipo. Cortés era tan guapo como sugerían los rumores, pero parecía, en opinión de Charlie, un hombre que se acabara de levantar de la cama tras una enfermedad. Había algo tosco en él —su cuerpo exudaba su esencia, su rostro delataba una especie de hambre tras su simetría— que le daba un aspecto atormentado.
Tres o cuatro días después de ese primer encuentro, Charlie se enteró de que su amada se había separado de ese hombre en medio de un enorme dolor y de que necesitaba tiernos cuidados. Él se mostró presto a proporcionárselos; y ella recibió el consuelo de su devoción con una facilidad que sugería que los sueños de posesión de Estabrook estaban bien fundados.
Por supuesto, los recuerdos de ese triunfo se habían venido abajo cuando ella se marchó, y ahora era él quien tenía esa expresión hambrienta y anhelante que viera por primera vez en el rostro de la Furia. A él no le sentaba tan bien como a Zacharias. El suyo no era un rostro hecho para hechizar. A los cincuenta y seis años aparentaba sesenta o más, y sus rasgos eran tan sólidos como parcos eran los de Cortés, tan pragmáticos como enjutos los del otro hombre. Su única concesión a la vanidad era el elegante bigote rizado que crecía bajo su nariz patricia, para ocultar un labio superior que él siempre había considerado escasamente atractivo en su juventud y resaltar, en cambio, el labio inferior en detrimento de la barbilla.
En aquel momento, mientras atravesaba las oscuras calles, echó un vistazo a ese rostro que se reflejaba en la ventana y lo estudió con aflicción. ¡Menudo farsante había resultado ser! Se ruborizó al pensar con cuánto descaro se había paseado cuando llevaba a Judith del brazo; cómo había bromeado acerca de que ella lo amaba por su pulcritud y por su gusto a la hora de elegir bidés. Las mismas personas que habían escuchado esas bromas se reían ahora con todas sus ganas, lo consideraban un hombre ridículo. Eso le resultaba insoportable. La única forma que conocía de aliviar el sufrimiento de su humillación era castigarla por el crimen que había cometido al dejarlo.
Frotó la palma de la mano contra el cristal de la ventanilla y echó un vistazo fuera.
—¿Dónde estamos? —le preguntó a Chant.
—Al sur del río, señor.
—Sí, ¿pero dónde?
—En Streatham.
A pesar de que había conducido por esa zona en muchas ocasiones (tenía un almacén en ese barrio), no reconocía nada. La ciudad jamás le había parecido más extraña y menos acogedora.
—¿Qué sexo crees tú que tiene la ciudad de Londres? —musitó.
—Nunca me he parado a pensarlo —respondió Chant.
—Una vez fue una mujer —continuó Estabrook—. Uno llama a una ciudad «ella», ¿verdad? Pero ya no parece muy femenina.
—Volverá a ser una dama en primavera —replicó Chant.
—No creo que la aparición de unos cuantos crocos en Hyde Park vaya a suponer mucha diferencia —dijo Estabrook—. El encanto ha desaparecido. —Suspiró—. ¿Cuánto queda?
—Puede que otro kilómetro y medio.
—¿Estás seguro de que tu hombre estará allí?
—Por supuesto.
—Has hecho esto muchas veces, ¿no es cierto? Lo de ser intermediario, quiero decir. Cómo lo llamaste… ¿suministrador?
—Sí, desde luego —dijo Chant—. Lo llevo en la sangre.
Esa sangre no era del todo inglesa. La piel y la sintaxis de Chant portaban las huellas de la inmigración. Pero Estabrook había llegado a confiar un poco en él, a pesar de todo.
—¿No sientes curiosidad sobre todo este asunto? —le preguntó al hombre.
—No es asunto mío, señor. Usted paga por el servicio y yo se lo proporciono. Si usted desea contarme sus motivos…
—Tal y como están las cosas, no.
—Lo comprendo. Entonces sería inútil que sintiera curiosidad, ¿no le parece?
Eso era bastante cierto, pensó Estabrook. No desear lo que no se podía obtener sin duda simplificaba mucho las cosas. Tal vez debiera aprender el truco para hacer eso antes de cumplir más años; antes de que deseara un tiempo del que ya no podría disponer. Y no es que exigiera mucho en lo que se refería a las satisfacciones, la verdad. No se había mostrado sexualmente insistente con Judith, por ejemplo. De hecho, había obtenido un enorme placer con el mero hecho de mirarla mientras la poseía cuando hacían el amor. Esa visión lo había atravesado, había conseguido que fuera ella quien lo penetrara sin darse cuenta siquiera, convirtiéndolo a él en el penetrado. Quizá sí lo sabía, ahora que lo pensaba. Quizás había huido de su pasividad, de la facilidad con la que se desenvolvía bajo el aguijón de su belleza. Si era así, Estabrook lograría hacer que desapareciera su repugnancia con el asunto de esa noche. De ese modo, al contratar a un asesino le demostraría su valía. Y al morir, ella comprendería su error. Esa idea lo reconfortó. Se permitió esbozar una pequeña sonrisa que se desvaneció en cuanto sintió que el coche aminoraba la marcha y vislumbró, a través de la empañada ventana, el lugar al que lo había llevado el suministrador.
Una pared de láminas onduladas de hierro se alzaba ante él, cubierta en toda su longitud con pintadas. Más allá, visible a través de los huecos allí donde el hierro había sido atravesado y empujado, dejando unas rebabas irregulares, había un depósito de chatarra en el que estaban aparcadas algunas caravanas. Al parecer, aquel era su destino.
—¿Es que te has vuelto loco? —dijo al tiempo que se inclinaba hacia delante para agarrar el hombro de Chant—. Aquí no estamos seguros.
—Le prometí al mejor asesino de Inglaterra, señor Estabrook, y está aquí. Confíe en mí, está aquí.
Estabrook soltó un gruñido de furia y frustración. Había esperado un encuentro clandestino (ventanas con cortinas y puertas cerradas), no un campamento gitano. Aquello era demasiado público y demasiado peligroso a la vez. ¿No sería la ironía perfecta que lo asesinaran en mitad de una reunión con un asesino?
Se recostó sobre el crujiente cuero de su asiento y dijo:
—Me has decepcionado.
—Le prometo que este hombre es un individuo de lo más extraordinario —dijo Chant—. No hay nadie en toda Europa que pueda comparársele ni remotamente. Ya he trabajado antes con él.
—¿Te importaría nombrar a las víctimas?
Chant se giró para mirar a su patrón y, con un leve tono de reprimenda, le dijo:
—Yo no he hecho averiguaciones que pongan en peligro su intimidad, señor Estabrook. Por favor, no las haga usted conmigo.
Estabrook soltó un gruñido de reproche.
»¿Preferiría que regresáramos a Chelsea? —continuó Chant—. Puedo encontrarle a otra persona. No tan bueno, quizá, pero el ambiente sería más agradable.
A Estabrook no le pasó desapercibido el sarcasmo de Chant, ni pudo evitar darse cuenta de que no debería haber entrado en aquel juego si tenía la esperanza de permanecer tan inocente como un recién nacido.
—No, no —dijo—. Ya que estamos aquí, tendremos que verlo. ¿Cómo se llama?
—Solo lo conozco como Pai.
—¿Pai? ¿Pai qué más?
—Solo Pai.
Chant salió del coche y abrió la puerta de Estabrook. Una ráfaga de aire gélido penetró en el interior, llevando algunos copos de aguanieve. El invierno se presentaba muy crudo ese año. Subiéndose el cuello del abrigo para cubrirse la nuca e introduciendo las manos en las acogedoras profundidades de sus bolsillos, Estabrook siguió a su guía a través de un hueco en la pared de láminas onduladas. El viento traía el penetrante olor de la madera que ardía en una fogata casi consumida que había entre las caravanas; por no mencionar el olor de la grasa rancia.
—Manténgase cerca de mí —le advirtió Chant—, camine con rapidez y no demuestre mucho interés. Estas personas son muy reservadas.
—¿Qué está haciendo tu hombre aquí? —quiso saber Estabrook—. ¿Acaso lo busca la policía?
—Usted dijo que quería a alguien que no pudiese ser rastreado. «Invisible» fue la palabra que utilizó. Pai es ese hombre. No consta en ningún tipo de archivo. Ni en el de la policía ni en el de la Seguridad Social. Ni siquiera tiene partida de nacimiento.
—Eso lo encuentro bastante improbable.
—Estoy especializado en lo improbable —replicó Chant.
Hasta ese intercambio de palabras, la violencia contenida de la mirada de Chant nunca había incomodado a Estabrook, pero lo hizo en ese momento, motivo por el cual decidió no mirar al hombre directamente a los ojos. ¿Cómo era posible, en los tiempos que corrían, que alguien llegara a la edad adulta sin aparecer en un archivo en alguna parte? De todas formas, le intrigaba la idea de encontrarse con un hombre que creía que no constaba en ningún sitio. Asintió para que Chant continuara la marcha y juntos avanzaron sobre el suelo mugriento y mal iluminado.
Había basura por todas partes: armazones esqueléticos de coches oxidados; montones de desperdicios podridos cuyo hedor no disminuía ni siquiera con el frío e innumerables restos de hogueras apagadas. La presencia de intrusos había despertado cierta atención. Un perro con más razas en su sangre que pelos en el lomo echaba espuma por la boca mientras les ladraba desde el extremo de su cuerda; las cortinas de muchas de las caravanas fueron retiradas por espectadores ocultos entre las sombras; dos niñas recién entradas en la adolescencia, ambas con el pelo tan largo y rubio que parecía que hubieran sido bautizadas con oro (una belleza improbable en semejante lugar), se levantaron de su lugar junto al fuego: una para correr a alertar a los guardias y la otra para observar a los recién llegados con una sonrisa a medio camino entre lo angelical y lo estúpido.
—No los mire —lo reprendió Chant mientras caminaba con rapidez, pero Estabrook no podía evitarlo.
Un albino con rastas blancas había salido de uno de los camiones con la chica rubia a la zaga. Al ver a los extraños, soltó un grito y se encaminó hacia ellos.
En aquel momento, se abrieron dos puertas más y otras personas salieron de las caravanas, pero Estabrook no tuvo oportunidad de ver quiénes eran ni si estaban armados, ya que Chant dijo de nuevo:
—Limítese a caminar, no mire. Nos dirigimos a la caravana que tiene un sol pintado. ¿La ve?
—La veo.
Faltaban unos veinte metros para llegar. El de las rastas estaba dando órdenes a diestro y siniestro, la mayoría de ellas incoherentes, pero que con seguridad pretendían conseguir que se detuvieran al momento. Estabrook le echó un vistazo a Chant, que caminaba con la vista fija en su destino y los dientes apretados. El sonido de los pasos se hizo más evidente tras ellos. No tardarían en recibir un golpe en la cabeza o un navajazo en las costillas.
—No vamos a conseguirlo —dijo Estabrook.
A unos diez metros de la caravana, con el albino casi encima, se abrió la puerta delantera y se asomó una mujer vestida con una bata y con un niño en brazos. Ira pequeña y parecía tan frágil que uno se preguntaba cómo podía soportar el peso del niño, que había empezado a berrear en cuanto sintió el frío. El dolor que reflejaban sus quejas hizo que sus perseguidores entraran en acción. Rastas agarró el hombro de Estabrook y lo frenó en seco. Chant, como el desgraciado cobarde que era, no aminoró el paso ni un ápice, sino que se dirigió a grandes zancadas hacia la caravana mientras Estabrook se veía obligado a girar para enfrentarse al albino. Esa era la peor de sus pesadillas: tener que enfrentarse con unos tipos tiñosos y llenos de marcas de viruela como aquellos, que no tenían nada que perder si lo destripaban allí mismo. Mientras Rastas lo sujetaba con fuerza, otro hombre con brillantes incisivos de oro dio un paso adelante y abrió el abrigo de Estabrook para después vaciar sus bolsillos con la rapidez de un ilusionista. Aquello no era una simple cuestión de profesionalidad. Querían terminar sus asuntos antes de que los detuvieran.
Mientras la mano del carterista sacaba el billetero de su víctima, una voz llegó desde la caravana que había a las espaldas de Estabrook:
—Deja en paz al señor. Es real.
Fuera lo que fuese lo que significaba aquello último, la orden se obedeció de inmediato, pero el ladrón ya se había metido la cartera de Estabrook a toda prisa en el bolsillo y se había apartado con las manos en alto para demostrar que estaban vacías. Tampoco parecía muy acertado tratar de recuperar el billetero, a pesar de que quien había hablado (Pai, presumiblemente) acababa de extender su protección a su invitado. Estabrook se apartó de los ladrones, con los pies y el bolsillo más ligeros, pero contento de poder hacerlo.
Al girarse, vio a Chant junto a la puerta de la caravana, que estaba abierta. La mujer, el niño y el hombre que había hablado ya habían entrado.
—No le han hecho daño, ¿verdad? —preguntó Chant.
Estabrook echó un vistazo sobre el hombro para mirar a los gamberros, que se habían retirado hacia la fogata con la más que probable intención de repartir el botín a la luz del fuego.
—No —dijo—. Pero será mejor que vayas a vigilar el coche o no dejarán más que la carrocería.
—Primero me gustaría presentarle…
—Limítate a vigilar el coche —lo interrumpió Estabrook, y sintió cierta satisfacción al mandar a Chant de vuelta a la tierra de nadie que había entre aquel lugar y el perímetro de la zona—. Puedo presentarme yo mismo.
—Como quiera.
Chant se marchó y Estabrook subió los escalones de la caravana. Lo saludaron un aroma y un sonido, ambos dulces. Habían estado pelando naranjas y la fragancia se dispersaba en el ambiente del mismo modo que la nana que alguien tocaba con una guitarra. El músico, un hombre negro, estaba sentado en el extremo más alejado, en un lugar en penumbra junto a un niño que dormía. El bebé yacía al otro lado, sin dejar de emitir suaves gorgoteos en una sencilla cuna, con sus brazos regordetes levantados como si quisiera atrapar la música que flotaba en el aire con sus diminutas manos. La mujer estaba sentada a la mesa que había al otro extremo del vehículo, recogiendo las cascaras de naranja. Todo el interior estaba marcado por la misma pulcritud con la que ella realizaba su tarea, todas y cada una de las superficies estaban limpias y relucientes.
—Usted debe de ser Pai —dijo Estabrook.
—Por favor, cierre la puerta —dijo el hombre que tocaba la guitarra. Estabrook así lo hizo—. Y siéntese. ¿Theresa? ¿Hay algo para el caballero? Debe de tener frío.
La taza de porcelana con brandy que colocaron frente a él le pareció ambrosía. Se la bebió de dos tragos, y Theresa volvió a llenarla de inmediato. Bebió de nuevo con la misma rapidez, solo para que volvieran a llenarle la taza. Para cuando Pai hubo terminado de dormir a los niños con su música y se levantó para unirse a su invitado en la mesa, el licor había provocado un agradable zumbido en la cabeza de Estabrook.
En toda su vida, Estabrook solo había conocido a otros dos hombres negros. Uno era el gerente de una empresa de baldosas de Swindon; el otro, un compañero de su hermano. A ninguno de ellos había querido conocerlo mejor. Pertenecía a una época y a una clase social que, incluso a las dos de la madrugada, se alimentaba de los restos del colonialismo, y el hecho de que aquel hombre tuviese sangre negra (y suponía que otras muchas más) era otro punto en contra a tener en cuenta en lo referente al buen juicio de Chant. Y aun así, quizá por el brandy, encontraba al tipo que tenía enfrente bastante intrigante. Pai no tenía el rostro de un asesino. No poseía unos rasgos desapasionados, sino inquietantemente vulnerables; incluso (aunque Estabrook jamás habría expresado esta idea en voz alta) hermosos. Pómulos altos, labios carnosos, ojos rasgados. Su cabello, una mezcla de negro y rubio, caía al estilo italiano sobre sus hombros en anudadas y abundantes trenzas. Parecía mayor de lo que Estabrook habría esperado, dada la edad de los niños. Quizá solo tuviera treinta, pero su expresión cargaba con algún que otro exceso y el color sepia de su piel apenas ocultaba una enfermiza iridiscencia, como si hubiera un tinte mercurial en sus células. Aquello hacía que fuera difícil fijar la mirada en él, sobre todo para unos ojos ahogados en brandy, y el más mínimo movimiento de su cabeza producía sutiles olas sobre sus huesos; olas cuya espuma aportaba a su piel unos colores que Estabrook no había visto en persona alguna en toda su vida.
Theresa los dejó con el fin de que trataran sus asuntos, y se retiró para sentarse a un lado de la cuna. En parte como muestra de deferencia hacia los durmientes, y en parte debido a su reparo a decir en alto lo que tenía en mente, Estabrook comenzó a hablar entre susurros.
—¿Le ha dicho Chant por qué estoy aquí?
—Por supuesto —dijo Pai—. Quiere que alguien muera. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo delantero de su camisa vaquera y le ofreció uno a Estabrook, que declinó la oferta con un gesto de la cabeza—. Esa es la razón por la que está aquí, ¿no?
—Sí —replicó Estabrook—. Pero…
Me mira y piensa que no soy el adecuado para hacerlo —lo interrumpió Pai. Se llevó el cigarrillo a los labios—. Sea honesto.
—No es usted exactamente como me lo imaginaba —contestó Estabrook.
—Bien, eso es bueno —dijo Pai mientras encendía el cigarrillo—. Si hubiera sido lo que usted imaginaba, parecería un asesino y usted diría que resultaba demasiado obvio.
—Tal vez.
—Si no quiere contratarme, no pasa nada. Estoy seguro de que Chant puede encontrarle a otra persona. Si quiere contratarme, entonces será mejor que me diga qué es lo que necesita.
Estabrook observó cómo el humo se elevaba hasta los ojos grises del asesino y, antes de que pudiera evitarlo, estaba contándole su historia; las reglas que había trazado para aquel encuentro quedaron olvidadas. En lugar de interrogar al hombre con todo detalle, de ocultar su propia biografía para que el otro tuviese los menos datos posibles sobre su persona, vomitó su tragedia con todos y cada uno de los poco halagüeños detalles. En varias ocasiones estuvo a punto de detenerse, pero se sentía tan bien librándose de esa carga que dejó que su lengua desafiara su buen juicio. El otro hombre no interrumpió su letanía ni una vez, y Estabrook recordó que había alguien más vivo en el mundo esa noche, aparte de él mismo y su confesor, solo cuando unos golpes en la puerta, que anunciaban el regreso de Chant, detuvieron el flujo de sus palabras. Y, para entonces, el cuento había terminado.
Pai abrió la puerta, pero no dejó entrar a Chant.
—Caminaremos hasta el coche cuando hayamos terminado —le dijo al conductor—. No tardaremos mucho. —A continuación, cerró la puerta y regresó a la mesa—. ¿Quiere otro trago? —preguntó.
Estabrook declinó la oferta, pero aceptó un cigarrillo y continuaron con la charla; Pai le hizo preguntas detalladas sobre el paradero y los movimientos de Judith, y Estabrook le proporcionó las respuestas en tono monocorde. A la postre, el tema del pago. Diez mil libras, a pagar en dos veces: la primera mitad, al aceptar el encargo; la segunda, después de haberlo llevado a cabo.
—Chant tiene el dinero —dijo Estabrook.
—¿Nos ponemos en marcha, entonces?
Antes de salir de la caravana, Estabrook echó un vistazo a la cuna.
—Tiene unos hijos preciosos —dijo mientras salían al frío de la noche.
—No son míos —replicó Pai—. Su padre murió hará un año estas Navidades.
—Una tragedia —dijo Estabrook.
—Fue rápido —añadió Pai, que miró de reojo a Estabrook y confirmó con la mirada la sospecha de que él era quien había convertido a los niños en huérfanos—. ¿Está seguro de que quiere que la mujer acabe muerta? —dijo Pai—. Las dudas son malas en negocios como este. Si existe la más mínima duda en su interior…
—No hay ninguna —señaló Estabrook—. Vine aquí para encontrar a un hombre que matara a mi esposa. Usted es ese hombre.
—Aún la ama, ¿verdad? —preguntó Pai una vez que estuvieron fuera y de camino al coche.
—Por supuesto que la amo —confirmó Estabrook—. Por eso la quiero muerta.
—No existe la resurrección, señor Estabrook. Al menos, no para usted.
—No soy yo quien va a morir —respondió Charlie.
—Yo creo que sí —fue la respuesta. Estaban junto a la fogata, ahora desocupada—. Un hombre que mata aquello que ama muere también un poco. De eso no hay duda, ¿verdad?
—Si muero, pues muero —contestó Estabrook—. Siempre que ella lo haga primero. Me gustaría que fuera lo más rápido posible.
—Ha dicho que ella está en Nueva York. ¿Quiere que la siga hasta allí?
—¿Conoce la ciudad?
—Sí.
—Entonces hágalo allí y que sea rápido. Me encargaré de que Chant le proporcione dinero extra para pagar el vuelo. Y eso es todo. No volveremos a vernos de nuevo.
Chant aguardaba en el perímetro del campamento y sacó el sobre que contenía el dinero del bolsillo interior de su chaqueta. Pai lo aceptó sin preguntar ni dar las gracias, le dio la mano a Estabrook y dejó que los intrusos regresaran a la seguridad de su vehículo. Mientras se sentaba en el cómodo asiento de cuero, Estabrook se dio cuenta de que la mano que había estrechado la de Pai estaba temblando. Entrelazó los dedos con los de la otra mano con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos, y así los dejó durante el resto del viaje de vuelta a casa.