Para los ocupantes vivos de la calle Gamut, los días que siguieron a los acontecimientos de aquel solsticio de verano fueron, a su modo, tan extraños como todo lo que había ocurrido antes. El mundo que volvía a la vida a su alrededor parecía ignorar por completo que su existencia había pendido de un hilo y si ahora presentía el menor cambio en su condición, ocultaba muy bien sus sospechas. Los monzones y las olas de calor que habían precedido a la Reconciliación quedaron sustituidos a la mañana siguiente por las lloviznas y el sol tibio de cualquier verano inglés, y esa moderación fue el modelo que siguió el comportamiento público durante las semanas siguientes. Los estallidos de irracionalidad que habían convertido cada cruce y cada esquina en un pequeño campo de batalla cesaron de forma sumaria; los paseantes nocturnos que Lunes y Jude habían visto esperando una revelación ya no se perdían por las calles mirando las estrellas con gesto perplejo.
En cualquier otra ciudad que no fuera Londres, quizá los misterios que había ahora presentes en sus calles se habrían descubierto y celebrado. Si las nieblas que persistían en Clerkenwell hubieran aparecido en su lugar en Roma, el Vaticano se hubiera pronunciado sobre ellas antes de una semana. Si hubiera aparecido en Ciudad de Méjico, los pobres las habrían atravesado en menos tiempo todavía, desesperados por hallar una vida mejor en el mundo que había detrás. Pero Inglaterra, ¡ah, Inglaterra! Nunca había sentido una gran inclinación por lo místico, y con todos salvo los más débiles evocadores y conjuradores de lances asesinados por la Tabula Rasa, no quedaba nadie que pudiese dar comienzo a la labor de liberar las mentes encerradas en dogmas y provechos.
Pero no todos hicieron caso omiso de las nieblas. La vida animal de la ciudad sabía que algo se estaba tramando y se acercó a Clerkenwell a olisquearlo. Los perros abandonados que se habían reunido en las inmediaciones de la calle Gamut cuando llegaron los aparecidos y sólo para que los espantara la horda de Sartori, volvieron ahora, retorciendo el hocico al percibir algún olor fuerte que otro. También vinieron gatos, aullando en los árboles al atardecer, curiosos pero informales. Hubo asimismo visitas de abejas y pájaros que por dos veces en tres días después del solsticio de verano se reunieron en la misma pasmosa cantidad que Lunes y Jude habían presenciado en el Retiro. En todos estos casos, las jaurías, los enjambres y las bandadas desaparecían después de un tiempo, cuando descubrían la fuente de los perfumes y los polos que los habían llevado hasta el distrito y entraban en el Cuarto en busca de una vida bajo cielos diferentes.
Pero si bien no hubo tráfico de dos patas hacia al Cuarto, sí que hubo algo en dirección contraria. Poco más de una semana después de la Reconciliación, Ácaro Bronco apareció en la puerta del número 28 y tras presentarse a Clem y Lunes, dijo que quería ver al maestro. Entró en una casa que era bastante más cómoda que su alojamiento de Vanaeph, amueblada como estaba gracias a una decena de recientes allanamientos de morada realizados por Lunes y Clem. Pero el ambiente de domesticidad era sólo aparente. Aunque se habían llevado y enterrado los cuerpos de los gek-a-gek, junto con el de su invocador, bajo la larga hierba de Shiverick Square; aunque se había arreglado la puerta de la calle y se habían lavado las manchas de sangre; aunque se había fregado la sala de meditación y las piedras del círculo se habían envuelto en paños individuales y luego se habían guardado bajo llave, la casa seguía cargada por todo lo que allí había ocurrido: las muertes, las escenas de amor, los reencuentros y las revelaciones.
—Vives en medio de una lección de historia —dijo Ácaro Bronco cuando se sentó al lado de la cama en la que yacía Cortés.
El Reconciliador se estaba curando, pero incluso con sus extraordinarios poderes de recuperación, la convalecencia sería larga. Dormía veinte horas o más de cada veinticuatro y apenas se aventuraba a salir de su colchón cuando estaba despierto.
—Tienes todo el aspecto de haber pasado por más de una guerra, amigo mío —dijo Ácaro Bronco.
—Más de las que me gustaría —respondió Cortés con tono cansado.
—Huelo a oviáceo.
—Gek-a-gek —dijo Cortés—. No te preocupes, ya no están.
—¿Se abrieron camino durante la ceremonia?
—No. Es más complicado que eso. Pregúntale a Clem. Él te contará toda la historia.
—No es mi intención ofender a tus amigos —dijo Ácaro Bronco mientras se sacaba un tarro de pepinillos del bolsillo—, pero preferiría oírlo de tus labios.
—Ya he pensado demasiado en ello tal y como están las cosas —respondió Cortés—. No quiero que me lo recuerden más.
—Pero triunfamos —dijo Ácaro Bronco—. ¿No se merece eso una pequeña celebración?
—Celébralo con Clem, Ácaro. Yo necesito dormir.
—Como quieras, como quieras —dijo Ácaro Bronco retirándose hacia la puerta—. Oye, ¿me preguntaba? ¿Te importa si me quedo aquí unos días? Hay ciertos grupos de Vanaeph que quieren hacer el gran tour del Quinto y me he ofrecido voluntario para enseñarles todo esto. Pero como yo tampoco lo conozco todavía…
—Por supuesto —dijo Cortés—. Y perdona que no rebose afabilidad.
—No hace falta que te disculpes —dijo Ácaro Bronco—. Te dejo para que duermas.
Esa tarde Ácaro hizo lo que Cortés le había sugerido y acosó tanto a Clem como a Lunes con preguntas hasta que oyó toda la historia.
—Bueno, ¿y cuándo voy a conocer a la fascinante Judith? —preguntó cuando terminaron de contarle toda la historia.
—No sé si llegarás a conocerla algún día —dijo Clem—. No volvió a la casa una vez que enterramos a Sartori.
—¿Dónde está?
—Esté donde esté —dijo Lunes con tono afligido—, Hoi-Polloi está con ella. Menuda puta suerte la mía.
—Bueno, mira, escucha —dijo Ácaro Bronco—. A mí siempre se me han dado bien las damas. Voy a hacer un trato contigo. Si tú me enseñas esta ciudad, de arriba abajo, yo te mostraré unas cuantas señoritas del mismo modo.
La palma de la mano de Lunes salió del bolsillo donde había estado acariciando la consecuencia de la ausencia de Hoi-Polloi y agarró la mano de Ácaro Bronco antes incluso de que pudiera extenderla.
—Es usted tremendo, caballero —dijo Lunes—. Te has ganado una gira por la ciudad, tío.
—¿Y qué pasa con Cortés? —le dijo Ácaro Bronco a Clem—. ¿Languidece por falta de compañía femenina?
—No, sólo está cansado. Se pondrá bien.
—¿Tú crees? —respondió Ácaro Bronco—. Yo no estoy tan seguro. Tiene todo el aspecto de un hombre que sería más feliz muerto que vivo.
—No digas eso.
—Muy bien. No lo he dicho. Pero lo tiene, Clement. Y todos lo sabemos.
El vigor y el ruido que Ácaro Bronco trajo a la casa sólo sirvieron para subrayar lo cierta que era aquella observación. A medida que pasaban los días y se convertían en semanas, no se observaba apenas mejora en el humor de Cortés. Estaba, como había dicho Ácaro Bronco, languideciendo y Clem empezó a sentirse igual que lo había hecho durante el declive final de Tay. Un ser amado se estaba escabullendo entre sus dedos y él no podía hacer nada para impedirlo. Ni siquiera había esos momentos de frivolidad que había tenido con Tay, cuando se recordaban los buenos tiempos y se desbancaba el dolor. Cortés no quería falsos consuelos, ni risas ni comprensión. Sólo quería quedarse en la cama e ir poco a poco convirtiéndose en algo tan tenue como las sábanas en las que yacía. A veces, mientras dormía, los ángeles le oían hablar en otras lenguas, como ya lo había oído hablar Tay. Pero eran sinsentidos lo que murmuraba: noticias de una mente que divagaba sin mapa ni destino.
Ácaro Bronco se quedó en la casa un mes, se iba con Lunes al amanecer y volvía tarde, tras otro día haciendo turismo y adquiriendo los gustos de este nuevo Dominio. Su capacidad de asombro no tenía límites y era pródiga su búsqueda de placeres. Descubrió que le gustaba la empanada de anguila y Elgar, Speaker’s Corner los domingos al mediodía y las guaridas del Destripador a medianoche; las carreras de galgos, el jazz, los chalecos hechos en Saville Row y las mujeres que se contratan detrás de la estación de King’s Cross. En cuanto a Lunes, estaba claro por la expresión que traía siempre que volvía que le estaban quitando a besos el dolor que le había causado la deserción de Hoi-Polloi. Cuando Ácaro Bronco anunció por fin que ya era hora de volver al Cuarto, el muchacho quedó destrozado.
—No te preocupes —le dijo Ácaro—. Volveré. Y no lo haré sólo.
Antes de partir, Ácaro se presentó ante el lecho de Cortés con una propuesta.
—Ven al Cuarto conmigo —dijo—. Ya es hora de que veas Patashoqua.
Cortés negó con la cabeza.
—Pero no has visto el Merrow Ti’ Ti’ —protestó Ácaro.
—Sé lo que estás intentando hacer, Ácaro —dijo Cortés—. Y te lo agradezco, de veras, pero no quiero volver a ver el Cuarto.
—Bueno, ¿entonces qué quieres ver?
La respuesta fue sencilla:
—Nada.
—Eh, venga ya, Cortés —dijo Ácaro Bronco—. No seas aburrido, maldita sea. Te estás comportando como si lo hubiéramos perdido todo. Y no lo hemos perdido.
—Yo sí.
—Volverá. Ya lo verás.
—¿Quién?
—Judith.
Cortés estuvo a punto de reírse al oír eso.
—No es a Judith a quien he perdido —dijo.
Ácaro Bronco se dio cuenta entonces de su error y se quedó mudo, o tanto como le era posible. Todo lo que consiguió decir fue:
—Ah…
Por primera vez desde que había aparecido Ácaro Bronco al lado de su cama un mes antes, Cortés miró de verdad a su invitado.
—Ácaro —le dijo—. Voy a contarte algo que no le he contado a nadie más.
—¿Qué es?
—Cuando estuve en la ciudad de mi Padre… —Se detuvo, como si ya hubiera perdido la voluntad de contarlo. Luego empezó otra vez—. Cuando estuve en la ciudad de mi Padre, vi a Pai’oh’pah.
—¿Vivo?
—Durante un momento.
—Oh, Jesús. ¿Cómo murió?
—El suelo se abrió bajo sus pies.
—Eso es terrible. Terrible.
—¿Entiendes ahora por qué no me parece una victoria?
—Sí, ya veo. Pero Cortés…
—No intentes convencerme más, Ácaro.
—… hay tales cambios en el aire. Quizá haya milagros en el Primero, igual que los hay en Yzordderrex. No es imposible.
Cortés estudió a su torturador con los ojos entrecerrados.
—Los eurhetemecs estaban en el Primero mucho antes de que llegara Hapexamendios, acuérdate —continuó Ácaro—. Y allí hicieron maravillas. Es posible que hayan vuelto esos tiempos. La tierra no olvida. Los hombres olvidan; los maestros olvidan. ¿Pero la tierra? Nunca.
Bronco se levantó.
—Ven conmigo a un lugar de paso —le dijo—. Vamos a comprobarlo. ¿Qué daño se puede hacer? Te llevaré a la espalda si no te funcionan las piernas.
—No será necesario —dijo Cortés y tras apartar las sábanas de golpe, salió de la cama.
Aunque el mes de agosto todavía no había entrado, los primeros meses de verano habían estado marcados por tales excesos que la estación se había quemado de forma prematura y cuando Cortés, acompañado por Ácaro y Clem, pisó la calle Camut, se encontró con los primeros fríos del otoño en la entrada. Clem había encontrado la niebla que llevaba al Primer Dominio menos de cuarenta y ocho horas después de la Reconciliación, pero no había entrado en ella. Después de todo lo que había oído sobre el estado de la ciudad del Invisible, no sentía ningún deseo de ver sus horrores. Pero llevó a los maestros al lugar de buena gana. Estaba a apenas un kilómetro de la casa, oculta en un claustro tras un edificio de oficinas vacío: un banco de niebla gris poco más alta que dos hombres juntos que rodaba sobre sí misma en la esquina oscurecida del patio vacío.
—Déjame entrar primero —le dijo Clem a Cortés—. Seguimos siendo tus guardianes.
—Ya habéis hecho más que suficiente —dijo Cortés—. Quédate aquí. Esto no llevará mucho tiempo.
Clem no contradijo la orden sino que se hizo a un lado para dejar que los maestros entraran en la niebla. Cortés ya había pasado entre Dominios muchas veces y estaba acostumbrado a la breve desorientación que acompañaba siempre esa transición. Pero nada, ni siquiera las pesadillas del matadero que lo habían perseguido tras la Reconciliación podrían haberlo preparado para lo que aguardaba al otro lado. Ácaro Bronco, que siempre había sido un hombre de respuestas instantáneas, vomitó cuando el hedor de la putrefacción vino a recibirlos a través de la niebla y, aunque avanzó tras Cortés entre tropiezos, decidido a no dejar que su amigo se enfrentara sólo al Primero, se cubrió los ojos tras una única mirada.
El Dominio se descomponía de un horizonte a otro. Por todas partes podredumbre y más podredumbre: lagos que la supuraban y colinas infectas. Por encima de sus cabezas, en los cielos que Cortés apenas había visto al atravesar la ciudad de su Padre, nubes del color de antiguos cardenales medio escondían dos lunas amarillentas cuya luz caía sobre una suciedad tan atroz que hasta el milano más hambriento del Kwem habría preferido morirse de hambre antes que alimentarse aquí.
—Ésta era la Ciudad de Dios, Ácaro —dijo Cortés—. Esto era mi Padre. Esto era el Invisible.
Furioso de repente, Cortés tiró con fuerza de las manos de Ácaro, que se habían aferrado al rostro de su dueño.
—¡Mira, maldito seas, mira! ¡Quiero oír cómo me hablas de las maravillas, Ácaro! ¡Vamos! ¡Cuéntame! ¡Cuéntame!
Ácaro no volvió a la casa cuando Cortés y él salieron del lugar de paso sino que con un murmullo de disculpa se alejó para internarse en el atardecer, decía que necesitaba estar en territorio conocido un tiempo y que volvería cuando hubiera recuperado la compostura. Y, en efecto, tres días más tarde reapareció en el número 28, todavía un poco revuelto, todavía un poco avergonzado y se encontró con que Cortés no había vuelto a la cama sino que ya se había repuesto. El humor del Reconciliador estaba lleno de brío más que de alegría. Su cama, le explicó a Ácaro, ya no era el refugio que había sido. En cuanto cerraba los ojos, veía el matadero del Primero con todos sus atroces detalles y ahora ya sólo podía dormir cuando se había agotado de tal modo que entre el momento de posar la cabeza en la almohada y el olvido no quedara tiempo para que su mente le diera más vueltas a lo que había presenciado.
Por suerte, Ácaro había traído distracciones en forma de un grupo de ocho turistas (él prefería el término «excursionistas») de Vanaeph que confiaban en que él los guiara por los ritos y rarezas del Quinto Dominio. Pero antes de comenzar el recorrido, estaban impacientes por presentarle sus respetos al gran Reconciliador, y eso hicieron, con una sucesión de discursos dolorosamente elaborados que leyeron en voz alta antes de entregarle a Cortés los regalos que habían traído: carnes ahumadas, perfumes, un pequeño cuadro de Patashoqua realizado en alas de zarzi, un panfleto de poemas eróticos escritos por la hermana de Pluthero Quexos.
Aquel grupo fue el primero de los muchos que Ácaro trajo durante las siguientes semanas; admitía con total libertad ante Cortés que estaba sacando un beneficio notable de su nuevo papel. «Disfrute de un Día Sagrado en la Ciudad de Sartori» era su discurso de venta y cuantos más clientes satisfechos volvían a Vanaeph con historias de empanadas de anguila y Jack el Destripador, más eran los que se apuntaban a la excursión. Ácaro sabía que los buenos tiempos no durarían mucho, por supuesto. En muy poco tiempo, los agentes de viaje profesionales de Patashoqua entrarían en el negocio y él no podría competir con sus impecables paquetes de viaje, salvo en un aspecto concreto. Sólo él podía garantizar una audiencia, por breve que fuera, con el mismísimo maestro Sartori.
Cortés se dio cuenta de que estaba llegando el momento de que el Quinto se enfrentara al hecho de que estaba Reconciliado, le gustase o no. Quizá pudieran hacer caso omiso de los primeros visitantes de Vanaeph y Patashoqua pero cuando viniesen sus familias y las familias de sus familias (criaturas con formas, tamaños y concurrencia que exigía atención), la gente de este Dominio ya no podría seguir haciendo la vista gorda. No pasaría mucho tiempo antes de que la calle Gamut se convirtiera en una autopista sagrada, con viajeros recorriéndola no en uno sino en ambos sentidos. Y cuando eso ocurriera, vivir en la casa sería insostenible. Él, Clem y Lunes tendrían que abandonar el número 28 y dejar que se convirtiera en un santuario.
Cuando llegara ese día (y llegaría pronto) él se vería obligado a tomar una decisión importante. ¿Debería buscar santuario aquí, en Gran Bretaña, o quizá abandonar la isla por un país al que no lo hubiera llevado ninguna de sus vidas? De una cosa estaba seguro, no volvería al Cuarto, ni a ningún otro Dominio más allá. Aunque era cierto que jamás había visto Patashoqua, sólo había un alma con quien él quisiera verla y esa alma se había ido.
Aquellos tiempos no fueron menos extraños ni menos arduos para Jude. Había decidido abandonar la compañía de la calle Gamut sin casi pensarlo aunque esperaba volver en algún momento. Pero cuanto más tiempo pasaba lejos de allí, más difícil se le hacía volver. No se había dado cuenta, hasta que Sartori desapareció, de cuánto lo lloraría. Fuera cual fuera la fuente de sus sentimientos, Jude no se arrepentía de nada. Todo lo que sentía era la pérdida. Noche tras noche se despertaba en el pequeño piso que ella y Hoi-Polloi habían alquilado juntas (el otro piso estaba demasiado lleno de recuerdos) bañada en lágrimas por culpa del mismo y terrible sueño. Ella trepaba por aquellas malditas escaleras de la calle Gamut, intentaba llegar hasta Sartori, que ardía en el piso de arriba, pero a pesar de todo su esfuerzo no conseguía avanzar ni un sólo paso. Y siempre con las mismas palabras en los labios cuando Hoi-Polloi la despertaba.
—Quédate conmigo. Quédate conmigo.
Aunque su amante se había ido para siempre y ella tendría que terminar por acostumbrarse a esa idea, le había dejado un recuerdo vivo y a medida que llegaban los meses de otoño, comenzó a hacer sentir su presencia con bastante claridad, sus patadas la mantenían despierta cuando no lo hacían las pesadillas. A Jude no le gustaba el aspecto que tenía en el espejo, el estómago convertido en una cúpula lustrosa, los pechos hinchados y sensibles, pero allí estaba Hoi-Polloi para darle consuelo y compañía siempre que la necesitaba. La muchacha era todo lo que Jude hubiera podido pedir durante aquellos meses: leal, práctica e impaciente por aprender. Aunque al principio las costumbres del Quinto eran un misterio para ella, pronto se familiarizó con sus excentricidades y hasta les cogió cariño. Pero esa no era una situación que pudiera continuar de forma indefinida. Si se quedaban en el Quinto y Jude tenía el niño allí, ¿qué podía prometerle? Que se criara y educara en un Dominio que quizá algún día lejano llegara a apreciar los milagros que acogía en su seno pero que mientras tanto haría caso omiso o rechazaría todas las extraordinarias cualidades con las se bendijera a su pequeño.
A mediados de octubre había tornado una decisión. Abandonaría el Quinto, con o sin Hoi-Polloi y encontraría algún país en Imajica donde a su hijo, ya fuera un ser profético, melancólico o sólo aquejado de priapismo, le permitieran crecer y prosperar. Pero para hacer ese viaje, por supuesto, tendría que volver a la calle Gamut o a sus inmediaciones y, si bien aquella no era una perspectiva especialmente atractiva, era mejor hacerlo pronto, antes de que muchas más noches sin dormir se cobraran su precio y ella se sintiera demasiado débil. Compartió sus planes con Hoi-Polloi, que se declaró encantada de ir allí donde Jude quisiera llevarla. Hicieron los preparativos de inmediato y cuatro días más tarde abandonaron el piso por última vez con una pequeña colección de objetos valiosos que podrían empeñar cuando llegaran al Cuarto.
La tarde era fría y la luna, cuando se alzó, tenía una aureola de bruma. Bajo su luz, las vías públicas que rodeaban la calle Gamut habían adquirido un tono irisado con los primeros grabados de una helada. A petición de Jude, fueron primero a Shiverick Square para que pudiera presentarle sus respetos por última vez a Sartori. Tanto su tumba como las de los oviáceos habían quedado bien disimuladas gracias a los esfuerzos de Lunes y Clem y le costó un buen rato encontrar el lugar donde lo habían enterrado. Pero lo halló y pasó allí veinte minutos mientras Hoi-Polloi esperaba junto al enrejado. Aunque había aparecidos en las calles cercanas, Jude sabía que su amante jamás se uniría a sus filas. Él no había nacido, lo habían hecho y le habían robado lo que le había dado vida. La única existencia que tenía tras su fallecimiento era en su memoria y en el niño. Pero Jude no lloró por eso, ni siquiera por su ausencia. Había hecho todo lo que había podido, había llorado y le había rogado que se quedara. Sin embargo, sí que le dijo a la tierra que amaba aquello sobre lo que la habían amontonado y le encargó que le diera a Sartori consuelo en su sueño sin quimeras.
Luego abandonó la tumba y juntas, Hoi-Polloi y ella, fueron a buscar el lugar de paso que las llevaría al Cuarto. Allí sería de día, un día lleno de luz y ella se haría llamar por otro nombre.
Había mucho ruido en el número 28 aquella noche, la causa una celebración en honor del irlandés, al que habían soltado aquella tarde de la cárcel después de cumplir una condena de tres meses por hurto y que había llegado a la puerta (con Carol, Benedict y varias cajas de güisqui robado) para brindar por su puesta en libertad. A estas alturas, la casa ya era como la cueva del tesoro (repleta de regalos que le habían hecho al maestro los excursionistas de Ácaro Bronco) y no parecían tener final las bromas ebrias que estos artefactos, muchos de ellos absolutos enigmas, inspiraban. Cortés se sentía tan ocurrente como el irlandés, si no más. Después de tantas semanas de abstinencia, la notable cantidad de güisqui que había absorbido hacía que le diera vueltas la cabeza y se había resistido a los intentos de Clem de involucrarlo en una conversación seria, a pesar de la insistencia de este último que el asunto era urgente. Sólo después de mucho suplicarle, accedió a seguir a Clem a un lugar más tranquilo de la casa, donde sus ángeles le dijeron que Judith se encontraba en las inmediaciones. La noticia lo despejó un poco.
—¿Va a venir aquí? —preguntó.
—No creo —dijo Clem mientras se pasaba la lengua por los labios como si sintiera en ellos el sabor de la mujer—. Pero está cerca.
A Cortés no le hizo falta que le dijeran nada más. Con Lunes a remolque, salió a la calle. No había ni una sola criatura viva a la vista. Sólo los aparecidos, tan apáticos como siempre, su falta de alegría mucho más aparente a causa del ruido de jarana que salía de la casa.
—No la veo —le dijo Cortés a Clem, que los había seguido hasta la entrada—. ¿Estás seguro de que está aquí?
Fue Tay el que respondió.
—¿Crees que no sabría cuándo está Judy cerca? Pues claro que estoy seguro.
—¿En qué dirección? —quiso saber Lunes.
Y Clem otra vez, advirtiéndole:
—Quizá no quiera vernos.
—Bueno, pues yo sí que la quiero ver a ella —respondió Cortés—. Una copa al menos, por los viejos tiempos. ¿En qué dirección, Tay?
Los ángeles señalaron y Cortés se alejó calle abajo, con Lunes, botella en mano, pisándole los talones.
La niebla que llevaba al Cuarto parecía tentadora: una ola lenta de bruma pálida que giraba y giraba sobre sí misma pero nunca se rompía. Antes de entrar con Hoi-Polloi, Jude se tomó unos momentos para levantar los ojos. Allí arriba estaba la Osa Mayor. No la volvería a ver. Luego dijo:
—Se acabaron las despedidas.
Y juntas, las dos chicas dieron un paso y entraron en la bruma.
En ese mismo momento Jude oyó el sonido de pasos que corrían por el callejón que tenían detrás y a Cortés, que la llamaba. Había sido consciente de la posibilidad de que detectaran su presencia y había instruido a su compañera y a sí misma en la mejor forma de responder. No se volvió ninguna de las dos. Se limitaron a apresurar el paso y continuaron atravesando la bruma. Esta se espesó mientras andaban pero después de una docena de pasos, la luz del sol empezó a filtrarse desde el otro lado y el frío húmedo de la niebla dio lugar a un aire más cálido. Cortés la llamó una vez más pero había cierta conmoción delante y esta casi ahogó su llamada.
De vuelta en el Quinto, Cortés se detuvo de golpe al borde de la niebla. Se había jurado que jamás volvería a abandonar el Dominio pero el alcohol que corría por su sistema había debilitado su resolución. Le picaban los pies por entrar en la niebla e ir a buscarla.
—Bueno, jefe —dijo Lunes—. ¿Vamos a entrar o no?
—¿Te importa mucho, en cualquier caso?
—Pues sí, resulta que sí.
—Todavía te gustaría ponerle las manos encima a Hoi-Polloi, ¿eh?
—Sueño con ella, jefe. Chicas bizcas, cada noche.
—Ah, bueno —dijo Cortés—. Si vamos a perseguir sueños, entonces creo que esa es una buena razón para entrar.
—¿Sí?
—De hecho, es la única razón.
Agarró la botella de Lunes y le dio un buen trago.
—Allá vamos —dijo, y juntos se hundieron en la niebla, corrieron por un suelo que se ablandaba e iluminaba a su paso, las losas se convertían en arena y la noche en día.
Vieron a las mujeres por un breve instante, allí delante, siluetas grises contra el cielo azul pavo real, luego las perdieron de nuevo cuando intentaron darles caza. El fulgor del día creció, sin embargo, y también el sonido de las voces, que se elevó hasta convertirse en el estrépito de una multitud alborotada cuando salieron del lugar de paso. Había compradores, vendedores y rateros por todos lados, y, desapareciendo entre la muchedumbre, las mujeres. Las siguieron con renovado fervor pero la marea de gente conspiraba para alejarlos de sus presas y después de media hora de vana persecución, que por fin los devolvió a la niebla y la algarabía comercial que la rodeaba, tuvieron que admitir que los habían vencido.
Cortés empezaba a irritarse; la cabeza ya no le zumbaba, le dolía.
—Se han ido —dijo—. Será mejor dejarlo.
—Mierda.
—Las personas vienen y se van. No puedes permitirte el lujo de encariñarte con nadie.
—Demasiado tarde —dijo Lunes muy afligido—. Ya lo estoy.
Cortés entrecerró los ojos y miró la niebla con los labios fruncidos. Al otro lado los esperaba un frío mes de octubre.
—Mira —dijo después de un momento—. Vamos a pasarnos por Vanaeph, a ver si encontramos a Ácaro Bronco. Quizá pueda ayudarnos.
Lunes le lanzó una sonrisa radiante.
—Eres un héroe, jefe. Tú primero.
Cortés se puso de puntillas e intentó orientarse.
—El problema es que no tengo ni puñetera idea de dónde está Vanaeph —dijo.
Abordó al transeúnte más cercano que encontró y le preguntó cómo llegar al Monte. El tipo se lo señaló por encima de las cabezas de la multitud y luego dejó que el jefe y su muchacho se abrieran camino como pudieran hasta el borde del mercado, desde donde pudieron ver no Vanaeph sino la ciudad amurallada que se interponía entre ellos y el Monte de Ola Bayak. Reapareció la sonrisa en el rostro de Lunes, más amplia que nunca y en sus labios el nombre que con tanta frecuencia había pronunciado como un encantamiento.
—¿Patashoqua?
—Sí.
—La pintamos en el muro juntos, ¿te acuerdas?
—Me acuerdo.
—¿Cómo es por dentro?
Cortés contemplaba la botella que tenía en la mano y se preguntaba si ese regocijo tan peculiar que sentía iba a pasar con el dolor de cabeza que lo acompañaba.
—¿Jefe?
—¿Qué?
—He dicho que cómo es por dentro.
—No lo sé. Nunca he estado allí.
—Bueno, ¿y no deberíamos ir?
Cortés le largo la botella a Lunes y suspiró, un suspiro fácil y perezoso que terminó en sonrisa.
—Sí, amigo mío —dijo—. Creo que quizá debiéramos ir.
Y así empezó la última peregrinación del maestro Sartori (también llamado John Furia Zacharias, o Cortés, el Reconciliador de los Dominios) por toda Imajica.
Su intención no había sido en absoluto que fuera un peregrinaje pero tras haberle prometido a Lunes que encontrarían a la mujer de sus sueños, no tenía valor para abandonar al muchacho y volver al Quinto. Comenzaron su búsqueda, como es lógico, en Patashoqua, que, en estos tiempos era más próspera que nunca ya que su proximidad al Dominio recién reconciliado creaba oportunidades de negocio todos los días. Después de casi un año preguntándose cómo sería la ciudad, fue inevitable que Cortés se sintiera un tanto decepcionado una vez que se encontró dentro de sus murallas, pero el entusiasmo de Lunes era todo un espectáculo en sí y un conmovedor recordatorio de su propio asombro el día que Pai y él habían llegado al Cuarto.
Incapaces de localizar a las mujeres en la ciudad, continuaron hasta Vanaeph con la esperanza de encontrar a Ácaro Bronco, que estaba de viaje, les dijeron, pero un individuo muy perspicaz afirmó que había visto a dos mujeres que encajaban con la descripción de Jude y Hoi-Polloi haciendo dedo al borde de la autopista. Una hora después, Cortés y Lunes hacían lo mismo y así daba comienzo de verdad la persecución que iba a llevarlos por todos los Dominios.
Para el maestro aquel viaje fue muy diferente de todos los que lo habían precedido. La primera vez que había hecho esta expedición, había viajado sin saber quién era y sin llegar a comprender la importancia de las personas que conocía y los lugares que veía. La segunda vez había sido un fantasma que volaba a la velocidad del pensamiento entre los miembros del Sínodo, el asunto que lo ocupaba era demasiado urgente para permitirle apreciar la miríada de maravillas que atravesaba. Pero ahora, por fin, tenía tanto el tiempo como el entendimiento necesario para encontrarle sentido a esta peregrinación y, si bien había comenzado el viaje de mala gana, pronto empezó a disfrutarlo tanto como su compañero.
Se había corrido la voz de los cambios ocurridos en Yzordderrex incluso por las aldeas más pequeñas y la desaparición del Imperio del Autarca era en todas partes causa de júbilo. También se habían extendido los rumores sobre la curación de Imajica y cuando Lunes le contaba a la gente de dónde venían él y su callado compañero (cosa que tenía por costumbre hacer a la menor oportunidad), comenzaban a ofrecerles bebidas y a interrogarlos para tener noticias del paradisiaco Quinto. Muchos de los que les preguntaban, que sabían que la puerta que llevaba a aquel misterio por fin se encontraba abierta, estaban planeando visitar el Quinto y querían saber qué regalos debían llevar consigo a un Dominio que ya estaba lleno de maravillas. Cuando alguien hacía esta pregunta, Cortés, que solía dejar hablar a Lunes durante estas entrevistas, tomaba siempre la palabra:
—Llevad la historia de vuestra familia —decía—. Llevad vuestros poemas. Llevad vuestros chistes. Llevad vuestras canciones de cuna. Que entiendan en el Quinto las glorias que hay aquí.
La gente tendía a mirarlo con recelo cuando respondía de este modo y le decían que sus chistes y las historias de su familia no les parecían especialmente gloriosos pero Cortés se limitaba a decir.
—Todo eso sois vosotros. Y vosotros sois el mejor regalo que se le podría hacer al Quinto.
—Sabes, podríamos haber ganado una fortuna si nos hubiéramos traído unos cuantos mapas de Inglaterra con nosotros —comentó Lunes un día.
—¿Nos importan mucho las fortunas? —dijo Cortés.
—A ti quizá no, jefe —respondió Lunes—. Personalmente, me interesan bastante.
Tenía razón, pensó Cortés. Podrían haber vendido ya mil mapas, y sólo acababan de entrar en el Tercero: mapas que se habrían copiado y las copias copiadas a su vez y cada transcriptor habría añadido de forma inevitable sus propios aciertos al diseño. La idea de tal proliferación llevó a Cortés de nuevo a sus propias manos, que pocas veces habían trabajado salvo en beneficio propio y que a pesar de todos sus esfuerzos jamás habían producido nada de auténtico valor. Pero al contrario que los cuadros que había falsificado, los mapas no estaban malditos con la noción de un original autorizado. Crecían al copiarlos, cuando se corregían sus inexactitudes, se llenaban los espacios vacíos, se volvían a elaborar las leyendas. E incluso cuando ya se habían hecho todas las correcciones, hasta el mínimo detalle, ni siquiera entonces sufrían la maldición de la palabra «terminado», porque su objeto continuaba cambiando. Los ríos se ensanchaban o se formaban meandros, o bien se secaban por completo; aparecían islas que se volvían a hundir; incluso las montañas se movían. Por su misma naturaleza, los mapas eran siempre obras en constante evolución y Cortés (su resolución reforzada al pensar en ellos de ese modo) decidió después de muchos meses de retraso dedicarse a hacer uno.
Muy de vez en cuando se encontraban por el camino con un individuo que, al ignorar quién era su público, alardeaba de tener alguna relación con el hijo más celebrado del Quinto, el maestro Sartori, y procedía a contarles a Cortés y Lunes cosas del gran hombre. Los relatos variaban, sobre todo cuando llegaba el momento de hablar de su acompañante. Algunos decían que había tenido a una hermosa mujer a su lado; algunos a su hermano, llamado Pai; y otros aun (los menos numerosos) hablaban de un místico. Al principio, a Lunes le costaba no contar la verdad de buenas a primeras pero Cortés había insistido desde el principio en que quería viajar de incógnito y, tras haber jurado que guardaría el secreto, el muchacho mantuvo su palabra. Se quedaba callado mientras se contaban locas historias de lo acontecido al maestro: bodas celebradas en el techo; bosquecillos que aparecían de la noche a la mañana donde él había dormido; mujeres que se quedaban embarazadas al beber de su copa. Se había convertido en un producto de la imaginación popular y eso, al principio, divertía a Cortés, pero después de un tiempo empezó a pesarle. Se sentía como un fantasma entre aquellas versiones vivas de sí mismo, invisible entre los oyentes que se reunían para oír los relatos de sus hazañas, cuyos detalles se adornaban y embellecían con cada narración.
Encontraba algún consuelo en el hecho de no ser el único personaje alrededor del que se creaban ese tipo de parábolas. Vivían otras fábulas en el aire, entre los oídos y las lenguas del populacho, fábulas que les solían contar a los peregrinos cuando preguntaban por Jude y Hoi-Polloi: relatos de mujeres milagrosas. En los Dominios había aparecido toda una tribu nómada nueva tras la caída de Yzordderrex. Mujeres poderosas que se habían lanzado a los caminos y se habían puesto a la altura de su liberación; los ritos que sólo habían practicado ante el hogar y la cuna se realizaban ahora al aire libre para que todos los vieran. Pero al contrario que las historias del maestro Sartori, la mayor parte de las cuales eran pura ficción, Cortés y Lunes vieron pruebas abundantes de que las historias que se referían a estas mujeres tenían sus raíces en la verdad. En la provincia de Mai-ké, por ejemplo, que había sido un desierto erosionado por el viento durante el primer peregrinaje de Cortés, encontraron campos en los que empezaba a brotar la primera cosecha en seis estaciones, cortesía de una mujer que había olido el curso de un río subterráneo y lo había convencido para que saliera a la superficie con ecos y súplicas. En los templos de L’Himby una sibila había tallado en una losa sólida (utilizando sólo un dedo y saliva) una representación de la ciudad tal y como sería un año después, según profetizaba y esa profecía había sido tan hipnótica que el público había salido del templo en ese mismo instante y había arrancado la basura que había desfigurado su ciudad. En el Kwem (a donde Cortés llevó a Lunes con la esperanza de encontrar a Scopique) se encontraron con que lo que antes era el pozo poco profundo donde se había levantado el Eje era ahora un lago de aguas cristalinas pero con el fondo oculto por la congregación de vida que se estaba formando en él: aves, sobre todo, que se elevaban de repente en alborotadas bandadas, con todo el plumaje y listas para surcar los cielos.
Aquí tuvieron la oportunidad de conocer a la artífice del milagro, ya que la mujer que había hecho estas aguas (de forma literal, dijeron sus acólitos: era la meada de una sola noche) se había instalado en la concha ennegrecida del Palacio del Kwem. Con la esperanza de averiguar alguna pista sobre el paradero de Jude y Hoi-Polloi, Cortés se aventuró entre las sombras y buscó a la que había hecho el lago, y, si bien esta se negó a mostrarse, respondió a su pregunta. No, no había visto a un par de viajeras como las que él describía pero sí, podía decirle dónde habían ido. En estos tiempos, las mujeres errantes sólo tomaban dos caminos, explicó: el que salía de Yzordderrex y el que entraba en ella.
Cortés le agradeció la información y le preguntó si había algo que él pudiera hacer por ella a cambio. La mujer le dijo que no había nada que quisiera de él pero que le agradaría disfrutar de la compañía de su muchacho durante una hora o dos. Un tanto mortificado, Cortés salió y le preguntó a Lunes si estaba dispuesto a arriesgarse y dejarse abrazar por la mujer durante un rato. El joven dijo que sí y dejó que el maestro se buscase un sitio donde sentarse al lado de aquel criadero de aves con forma de lago mientras él se aventuraba en el tocador de su autora. Era la primera vez en la vida de Cortés que una mujer en busca de atenciones sexuales lo dejaba a él de lado y escogía a otro. Si alguna vez había necesitado pruebas de que sus días habían pasado, allí las tenía.
Cuando, dos horas después, reapareció Lunes (con el rostro ruborizado y un zumbido en los oídos) fue para encontrar a Cortés sentado a la orilla del lago; ya hacía rato que se había cansado de trabajar en su mapa y se había rodeado de varios cúmulos de guijarros.
—¿Qué son? —dijo el muchacho.
—He estado contando mis romances —respondió Cortés—. Cada uno representa a cien mujeres.
Había siete cúmulos.
—¿Y ahí están todas? —dijo Lunes.
—Están todas las que recuerdo.
Lunes se agachó al lado de las piedras.
—Apuesto a que te gustaría volver a amarlas a todas otra vez —dijo.
Cortés lo pensó unos minutos y al final dijo:
—No. Creo que no. Yo ya no podría hacerlo mejor. Ya es hora de que se lo deje a hombres más jóvenes.
Luego arrojó la piedra que tenía en la mano al centro de aquel lago atestado de vida.
—Antes de que preguntes —dijo—. Esa era Jude.
No hubo más desvíos tras eso, ni necesidad de perseguir rumores acá y acullá. Sabían adónde habían ido Jude y Hoi-Polloi. Tras abandonar el lago, llegaron a la Vía Crucis en cuestión de horas. Al contrario que tantas otras cosas, la Vía no había cambiado. Tan amplia y atestada como siempre: una flecha que se dirigía en línea recta hacia el cálido corazón de Yzordderrex.