Capítulo 24

1

El espíritu de Cortés salió de la casa pensando no en el Padre que le aguardaba en el Primer Dominio sino en la madre que dejaba atrás. En las horas transcurridas desde su regreso de la torre de la Tabula Rasa habían compartido un tiempo demasiado breve. Se había arrodillado al lado de su cama unos minutos mientras ella le contaba la historia de Nisi Nirvana. Se había abrazado a ella bajo la lluvia de las Diosas, avergonzado por el deseo que sentía pero incapaz de negarlo. Y por fin, unos momentos atrás, había yacido en sus brazos desangrándose. Hijo; amante; cadáver. Allí estaba todo el arco de una breve vida y tendrían que conformarse con eso.

No comprendía del todo qué propósito perseguía su madre al enviarlo lejos de ella pero se sentía demasiado confuso para hacer otra cosa que no fuera obedecer. Celestine tenía sus razones y él tenía que confiar en ellas ahora que el oficio por cuyo logro tanto había trabajado se había empañado. Y eso tampoco conseguía comprenderlo del todo. Había ocurrido demasiado rápido. En un momento determinado se encontraba tan lejos de su cuerpo que ya casi estaba listo para olvidarlo y al siguiente había vuelto a la sala de meditación, los dedos de Jude le arrancaban gritos, su hermano subía las escaleras tras ella y los cuchillos relucían. Había sabido entonces, al ver la muerte en la cara de su hermano, por qué se había destrozado el místico para obligarlo a buscar a Sartori. El Padre de ambos estaba allí, en ese rostro, en aquella certeza desesperada y sin duda lo había estado todo el tiempo. Pero él nunca lo había visto. Todo lo que había visto siempre había sido su propia belleza, retorcida y tergiversada, y se había dicho lo maravilloso que era ser el Cielo del Infierno de su otro yo. ¡Valiente burla! Había sido la marioneta de su Padre (Su agente, su bufón) y quizá jamás se hubiera dado cuenta si Jude no lo hubiera sacado a rastras del Ana y le hubiera mostrado los terribles detalles del destructor que esperaba en el espejo.

Pero la admisión había llegado demasiado tarde y él estaba muy mal equipado para deshacer el daño que había hecho. Sólo podía esperar que su madre entendiera mejor que él dónde se encontraba la poca esperanza que les quedaba. En su busca, ahora sería el agente de ella y entraría en el Primero para hacer todo lo que pudiera a petición de su madre.

Fue por el camino más largo, como ella le había pedido y el camino lo volvió a llevar sobre los territorios por los que había viajado cuando buscaba al Sínodo y aunque anhelaba descender en picado y pasar aquel nuevo día con los otros, sabía que no podía rezagarse.

Los vislumbró al pasar, sin embargo y vio que habían sobrevivido a los últimos caóticos minutos del Ana y habían vuelto a sus Dominios, radiantes por el triunfo conseguido. En el Monte de Ola Bayak, Ácaro Bronco aullaba a los cielos como un lunático, despertando a todo el que durmiera en Vanaeph e inquietando a los guardias de las torres de vigilancia de Patashoqua. En el Kwem, Scopique trepaba por la ladera del pozo del Eje, donde se había sentado para hacer su parte, tenía lágrimas de alegría en los ojos cuando los alzó hacia el cielo. En Yzordderrex, Atanasio estaba de rodillas en la calle, fuera del kesparate eurhetemec, lavándose las manos en un manantial que le saltaba a la cara como un perro que quisiera lamerlo bien. Y en las fronteras del Primero, donde el espíritu de Cortés ralentizó su marcha, Chicka Jackeen contemplaba la Mácula y esperaba que el muro se disolviera y le ofreciera un destello del Dominio de Hapexamendios.

Su mirada dejó aquel paisaje, sin embargo, cuando sintió la presencia de Cortés.

—¿Maestro? —dijo.

Más que con cualquiera de los otros, Cortés quería compartir algo de lo que se estaba tramando con Jackeen pero no se atrevió. Cualquier intercambio tan cerca de la Mácula podría estar siendo monitorizado por el Dios que esperaba detrás y sabía que no sería capaz de conversar con este hombre, que le había demostrado tal devoción, sin ofrecerle alguna palabra de advertencia, así que no cayó en la tentación. En lugar de eso, le ordenó a su espíritu que continuara mientras oía a Jackeen llamándolo otra vez. Pero antes de que la súplica pudiera oírse una tercera vez, Cortés atravesó la Mácula y entró en el Dominio que había detrás. En aquellos momentos ciegos antes de la aparición del Primero, la voz de su madre resonó en su cabeza.

Entró en una ciudad de iniquidades —la oyó decir— donde ningún fantasma era sagrado y no había cuerpo completo.

Y entonces la Mácula quedó detrás y él planeaba sobre el perímetro de la Ciudad de Dios.

Pensó que no era extraño que su hermano hubiera sido arquitecto. Aquí había inspiración suficiente para toda una nación de prodigios, una labor de siglos, levantada por un poder para el que un siglo era la medida de un aliento. Su majestad se extendía en cada dirección salvo la que dejaba atrás, las calles más amplias que la autopista de Patashoqua y tan rectas que sólo desaparecían en el punto en que se desvanecían, los edificios tan monumentales que el cielo apenas se veía entre sus aleros. Pero fueran cuales fueran los soles o satélites que pendieran en los cielos de este Dominio, la ciudad no necesitaba su luz. Cordones radiantes recorrían las losas del suelo y atravesaban los ladrillos y planchas de las magníficas casas, su ubicuidad aseguraba que todas salvo las sombras más frías quedaban desterradas de las calles y las plazas.

Al principio se movía con lentitud, esperaba encontrar pronto a uno de los habitantes de la ciudad pero después de pasar por más de media docena de cruces sin encontrar ni una sola alma en las calles, Cortés empezó a apresurar el paso y a frenar sólo cuando vislumbraba alguna señal de vida tras las fachadas. No fue lo bastante hábil para captar un rostro ni tan presuntuoso como para entrar sin que lo invitaran pero vio varias veces cortinas que se movían, como si algún ciudadano tímido pero curioso se retirara del alféizar antes de que él pudiera devolverle el escrutinio. Y no era esa la única señal de tales presencias. Algunas de las alfombras que quedaban colgando sobre las balaustradas todavía se agitaban, como si los que las batían se acabaran de retirar de sus patios; las parras dejaban caer sus hojas cuando los recolectores abandonaban la fruta y huían a la seguridad de sus habitaciones.

Parecía que por muy rápido que viajara (y se movía más rápido que cualquier vehículo), era incapaz de adelantar al rumor que impulsaba a la población a ocultarse. No dejaban nada atrás: ni animales, ni niños, ni restos de basura ni pinceladas de graffiti. Todos y cada uno eran ciudadanos modélicos y mantenían su vida fuera de la vista, tras colgaduras y puertas cerradas.

Tal vacío en una metrópolis construida de una forma tan clara para estar atestada podría haber dado sensación de melancolía si no hubiera sido por las estructuras en sí, que estaban construidas con materiales tan diversos en textura y color y a los que les prestaba tal vitalidad la luz que los recorría que, si bien estaban desiertos, las calles y las plazas tenían vida propia. Los constructores habían desterrado el gris y el marrón de su paleta y en su lugar habían encontrado tejas, piedras, pavimentos y azulejos de todos los tonos y matices concebibles, luego habían mezclado sus colores con una audacia a la que no se habría atrevido ningún arquitecto del Quinto. Calle tras calle iba presentando un fastuoso espectáculo de color: fachadas de color lila y ámbar, galerías pintadas en brillantes violetas, plazas diseñadas en ocre y azul. Y por todas partes, en medio de aquel derroche de tonalidades, un escarlata de una intensidad que hería los ojos; y un blanco igual de perfecto; y en algunos sitios, utilizado con más parquedad todavía, latigazos y motas de negro: un azulejo, un ladrillo, la veta de una losa.

Pero incluso semejante belleza podía llegar a aburrir y después de ver deslizarse a su lado mil calles iguales (todas igual de heroicamente construidas, todas con los mismos colores exuberantes), el simple exceso se convirtió en algo enfermizo y Cortés se alegró al ver surgir un rayo de una de las calles cercanas, su luminosidad suficiente para hacer palidecer el color de las fachadas durante apenas un instante. En busca de su fuente cambió de dirección y entró en una plaza en cuyo centro se encontraba una única figura, un nullianac, que con la cabeza echada hacia atrás arrojaba sus silenciosos rayos hacia un cielo apenas vislumbrado. Su poder era muchísimo mayor, por muchos órdenes de magnitud, que cualquier otra cosa que Cortés hubiera presenciado entre los de su especie. Esta criatura, y era de suponer que también sus hermanos, tenía un trozo del poder de Dios entre las palmas de su rostro y su capacidad de destrucción era ahora extraordinaria.

Al presentir que se aproximaba el viajero, la criatura abandonó sus ensayos y dejó flotando la plaza para ir en busca del intruso. Cortés no sabía qué daño podía hacerle en su condición actual. Si los nullianacs eran ahora la élite de Hapexamendios, ¿quién sabía qué autoridad les habían prestado? Pero nada podía obtenerse retirándose. Si no encontraba un guía, podría vagar por aquí para siempre sin llegar a encontrar jamás a su Padre.

El nullianac estaba desnudo pero no había sensualidad ni vulnerabilidad en ese estado. Su piel era casi tan brillante como su fuego, su forma carecía de medios visibles de procreación o evacuación: sin cabello, sin pezones, sin ombligo. Giraba, giraba y volvía a girar, buscaba la entidad cuya cercanía presentía pero quizá la nueva escala de sus poderes destructivos lo había hecho insensible porque no consiguió encontrar a Cortés hasta que su espíritu flotó a pocos metros de distancia.

—¿Me estás buscando? —le dijo Cortés.

El nullianac lo encontró entonces. Unos arcos de energía juguetearon entre las palmas de su cabeza y de sus crujidos surgió la voz muy poco melodiosa de la criatura.

—Maestro —dijo.

—¿Sabes quién soy?

—Por supuesto —dijo el otro—. Por supuesto.

Su cabeza zigzagueaba como la de una serpiente hipnotizada al acercarse a Cortés.

—¿Por qué estás aquí? —dijo.

—Para ver a mi Padre.

—Ah.

—Vine aquí para honrarle.

—Como lo honramos todos.

—Estoy seguro. ¿Puedes llevarme hasta Él?

—Está en todas partes —dijo el nullianac—. Esta es su ciudad y Él está en cada una de sus motas.

—Entonces si hablo al suelo, hablo con Él, ¿no es cierto?

El nullianac lo meditó unos momentos.

—No al suelo —dijo—. No le hables al suelo.

—¿Entonces a qué? ¿A los muros? ¿Al cielo? ¿A ti? ¿Está mi Padre en ti?

Los arcos de la cabeza del nullianac se pusieron más nerviosos todavía.

—No —dijo la criatura—. Yo jamás supondría…

—¿Entonces quieres llevarme a donde pueda ofrecerle mi devoción? No tengo mucho tiempo.

Fue este comentario más que cualquier otro lo que obtuvo la sumisión del nullianac, que inclinó la cabeza cargada de muerte.

—Te llevaré —dijo, se elevó un poco más y mientras hablaba le dio la espalda a Cortés—. Pero como bien has dicho, debemos apresurarnos. Sus asuntos no pueden esperar mucho.

2

Aunque Jude detestaba la idea de dejar que Celestine subiera las escaleras, sabiendo como sabía lo que aguardaba arriba, también sabía que su presencia sólo podría estropear las pocas posibilidades que tuviera aquella mujer de acceder a la sala de meditación, así que se quedó abajo de mala gana y escuchó con toda atención (como hacían todos) alguna indicación de lo que estaba sucediendo entre las sombras del rellano.

El primer sonido que oyeron fueron los gruñidos de advertencia de los gek-a-gek, seguidos por la voz de Sartori, que les decía a los intrusos que perderían la vida si intentaban entrar. Celestine le respondió, pero en voz tan baja que el sentido de lo que decía se perdió antes de alcanzar el final del tramo y a medida que pasaban los minutos (¿fueron minutos? quizá sólo espantosos segundos, a la espera de otro estallido de violencia), Jude ya no pudo seguir resistiendo la tentación y, tras apagar las velas que tenía más cerca, comenzó un lento ascenso. Esperaba que los ángeles hicieran algún movimiento para detenerla, pero estaban demasiado ocupados atendiendo el cuerpo de Cortés, así que Jude subió sin que nada la estorbara salvo su propia cautela. Celestine todavía no había cruzado la puerta, vio Jude, pero los oviáceos ya no le impedían el paso. A una orden del hombre que había dentro, las bestias habían retrocedido y esperaban, con los vientres en el suelo, la indicación que les permitiera hacer daño. Jude ya casi estaba a medio camino del rellano superior y podía captar fragmentos del intercambio que se estaba produciendo entre madre e hijo. Fue la voz de Sartori lo que primero oyó, un susurro consumido.

—Se acabó, mamá…

—Lo sé, hijo —dijo Celestine. Había conciliación en su tono, no reproches.

—Va a matarlo todo…

—Sí. Eso también lo sé.

—Tenía que conservar el círculo para Él… es lo que Él quería.

—Y tú tenías que hacer lo que Él quería. Lo entiendo, hijo. Créeme, es cierto. Yo también Le serví, ¿recuerdas? No es un delito tan grande.

Al oír aquellas palabras de perdón, se oyó un chasquido en la puerta de la sala de meditación, que se abrió de par en par. Jude estaba demasiado lejos para ver algo aparte de las vigas, iluminadas por una vela o por la aureola de tejido oviáceo que había asistido a Sartori en la calle. Con la puerta abierta, su voz se oyó con mucha más claridad.

—¿Podrías entrar? —le preguntó a Celestine.

—¿Quieres que entre?

—Sí, mamá. Por favor. Me gustaría que estuviéramos juntos cuando llegue el final.

Un sentimiento conocido, pensó Jude. Al parecer le daba igual sobre qué pecho sollozaba y posaba la cabeza, siempre que no lo dejaran morir sólo. Celestine dejó de mostrar ambivalencia, aceptó la invitación de su hijo y entró. La puerta no se cerró ni tampoco volvieron los gek-a-gek a ocupar su lugar para bloquearla, pero Celestine desapareció de inmediato en el interior y Jude sintió grandes tentaciones de seguir subiendo para contemplar lo que allí se desarrollaba; tuvo miedo, sin embargo, de que cualquier otro avance fuera percibido por los oviáceos, así que se sentó sigilosa en las escaleras, entre el maestro que se encontraba en el piso de arriba y el cuerpo del piso de abajo. Allí esperó, escuchando el silencio de la casa; de la calle; del mundo. Mentalmente, le dio forma a una plegaria.

Diosa, pensó, soy tu hermana, Judith. Se acerca un gran fuego, Diosa. Ya se encuentra casi sobre mí y tengo miedo.

Arriba oyó hablar a Sartori, su voz ahora tan baja que Jude no pudo captar ninguna de sus palabras, ni siquiera con la puerta abierta. Pero sí oyó las lágrimas en las que se convirtieron y aquel sonido quebró su concentración. Perdió el hilo de la plegaria. No importaba. Ya había dicho suficiente para resumir sus sentimientos.

El fuego ya casi se encuentra sobre mí. Tengo miedo.

¿Qué quedaba por decir?

3

La velocidad a la que Cortés y el nullianac viajaban no hizo disminuir la escala de la ciudad que atravesaban, más bien al contrario. A medida que transcurrían los minutos y las calles continuaban pasando a su lado apenas sospechadas, miles y miles, los edificios levantados con la misma chillona piedra de colores, todos construidos para oscurecer el cielo, todos tendidos hasta el horizonte, la magnitud de aquella labor empezó a parecer no épica, sino descabellada. Por muy atractivos que fuesen sus colores, por muy satisfactoria que fuese su geometría y exquisitos sus detalles, la ciudad era la obra de una locura colectiva: una visión compulsiva que se había negado a dejarse aplacar hasta no haber cubierto cada milímetro del Dominio con monumentos dedicados a su propio descontento. Y tampoco había ninguna señal de vida en ninguna calle, lo que llevó a Cortés a sospechar algo que terminó por expresar en voz alta, no en forma de afirmación sino de pregunta.

—¿Quién vive aquí? —dijo.

—Hapexamendios.

—¿Y quién más?

—Es su ciudad —dijo el nullianac.

—¿No hay ciudadanos?

—Es su ciudad.

La respuesta era muy clara: aquel lugar estaba desierto. La agitación de las parras y las cortinas que había visto al llegar la había provocado o bien su propio acercamiento o, lo que era más probable, una ilusión que habían diseñado los edificios vacíos para pasar los siglos.

Pero por fin, después de viajar a través de innumerables calles indistinguibles unas de otras, comenzaban a percibirse sutiles señales de cambio en las estructuras que tenían delante. Sus llamativos colores se iban acentuando, la piedra tan empapada que con toda seguridad debía rezumar y chorrear. Y había una elaboración nueva en las fachadas y una perfección en sus proporciones que hizo pensar a Cortés que él y el nullianac se estaban acercando a la Primera Causa, de cuyo distrito las calles por las que habían pasado no habían sido más que una imitación, diluida por la repetición.

Para confirmar su sospecha de que aquel viaje estaba llegando a su fin, habló el guía de Cortés.

—Sabía que vendrías —le dijo—. Envió a algunos de mis hermanos al perímetro para recogerte.

—¿Hay muchos como tú?

—Muchos —dijo el nullianac—. Menos uno. —Entonces miró hacia Cortés—. Pero eso ya lo sabes, por supuesto. Tú lo mataste.

—Me habría matado él a mí si no lo hubiera hecho.

—¿Y no habría sido un preciado alarde para nuestra tribu —dijo— haber matado al Hijo de Dios?

La criatura sacó una carcajada de sus rayos, aunque había más humor en el estertor de un moribundo.

—¿No tienes miedo? —le preguntó Cortés.

—¿Por qué debería tener miedo?

—¿Hablar de ese modo cuando mi Padre podría oírte?

—El necesita de mis servicios —fue la respuesta—. Y yo no necesito vivir. —Hizo una pausa, luego dijo—. Aunque echaría de menos quemar los Dominios.

Ahora le tocó a Cortés preguntar por qué.

—Porque es para lo que nací. He vivido demasiado tiempo esperando esto.

—¿Cuánto tiempo?

—Muchos miles de años, maestro. Muchos, muchos miles de años.

Acalló a Cortés pensar que estaba viajando al lado de una entidad cuya esperanza de vida era mucho más inmensa que la suya y para el que esta destrucción era la recompensa de toda una vida. ¿Estaba muy lejos ese premio? se preguntó. Su sentido del tiempo quedaba empobrecido sin la ayuda del tictac de la respiración y los latidos del corazón y no sabía si había dejado su cuerpo en la calle Gamut dos minutos antes, o cinco o diez. Lo cierto es que era una duda sin demasiada importancia. Con los Dominios reconciliados, Hapexamendios podía elegir su momento y el único consuelo de Cortés era la presencia continuada de su guía, que, sospechaba, desaparecería de su lado con la primera llamada a las armas.

A medida que la calle que tenían por delante se hacía más densa, la velocidad y la altura del nullianac iba cayendo hasta que se encontraron flotando a unos centímetros del suelo, los edificios que los rodeaban eran de una elaboración grotesca, cada fracción de ladrillo y cantería grabado, tallado y cubierto de filigranas. No había belleza en esta complejidad, sólo obsesión. Su exceso era más morboso que alegre, como el movimiento incesante y absurdo de los gusanos. Y la misma decadencia se había adueñado de los colores, cuya delicadeza y profusión tanto había admirado Cortés en los alrededores. Los matices habían desaparecido. Cada color competía ahora con el escarlata. Y tampoco había luz aquí en la misma abundancia que en las afueras de la ciudad. Aunque todavía parpadeaban vetas de luminosidad en la piedra, la elaboración que los rodeaba devoraba su fulgor y deprimía estas profundidades.

—Ya no puedo llegar más lejos, Reconciliador —dijo el nullianac—. A partir de aquí, debes ir sólo.

—¿Le digo a mi Padre quién me encontró? —dijo Cortés con la esperanza de que el ofrecimiento le sacara unos cuantos bocaditos de información más a la criatura antes de encontrarse en presencia de Hapexamendios.

—No tengo nombre —respondió el nullianac—. Yo soy mi hermano y mi hermano soy yo.

—Ya veo. Es una pena.

—Pero me has ofrecido un gesto amable, Reconciliador. Permíteme ofrecerte uno a ti.

—¿Sí?

—Di el nombre de un lugar que quieres que destruya en tu nombre y me encargaré personalmente de hacerlo: una ciudad, un país, lo que sea.

—¿Y por qué iba a querer hacer eso? —dijo Cortés.

—Porque eres hijo de tu Padre —fue la respuesta—. Y lo que tu Padre quiere, tú también lo querrás.

A pesar de toda su cautela, Cortés no pudo evitar lanzarle al destructor una mirada avinagrada.

—¿No?

—No.

—Entonces los dos carecemos de dones que ofrecer —dijo la criatura y, tras darle la espalda, se elevó y se alejó de Cortés sin decir nada más.

No lo llamó para pedirle indicaciones. Sólo había un camino que seguir y era hacia delante, hacia el corazón de la metrópolis, por asfixiado que estuviese por los colores chillones y la recargada arquitectura. Tenía el poder de ir a la velocidad del pensamiento, por supuesto, pero no deseaba hacer nada que pudiese alarmar al Invisible así que introdujo su espíritu en aquella estridente penumbra como un peatón y se paseó entre edificios tan barrocos que no podía faltarles mucho para derrumbarse.

Al igual que los esplendores de las afueras habían dado paso a la decadencia, también la decadencia había dado paso, a su vez, a la patología, un estado que empujaba su sensibilidad más allá de la aversión o la antipatía, hasta las fronteras del pánico. Que el simple exceso pudiera imbuirle de tal angustia ya era toda una revelación en sí. ¿Cuándo se había enrarecido de ese modo? Él, el craso copista. Él, el sibarita que jamás había dicho «suficiente» y mucho menos «demasiado». ¿En qué se había convertido? En un fantasma esteta al que le inspiraba terror la visión de la ciudad de su Padre.

Del Arquitecto en Sí no había señal alguna y en lugar de seguir adentrándose en la más completa oscuridad, Cortés prefirió detenerse y decir con sencillez:

—¿Padre?

Aunque su voz tenía aquí muy poca autoridad, se oyó con fuerza en medio de un silencio tan absoluto y con toda seguridad debía de haber llegado a cada umbral en un radio de una docena de calles. Pero si Hapexamendios se encontraba detrás de cualquiera de esas puertas, no respondió.

Cortés lo intentó de nuevo.

—Padre. Quiero verte.

Y al hablar se asomó a las sombras de la calle que tenía delante en busca de alguna señal, por rudimentaria que fuera, del paradero del Invisible. No había murmullos, ni movimiento. Pero vio recompensado su detallado estudio; comprendió muy poco a poco que su Padre, a pesar de su aparente ausencia, estaba de hecho aquí, delante de él; y a su derecha, y a su izquierda, y sobre su cabeza y bajo sus pies. ¿Qué eran esos relucientes pliegues de las ventanas si no eran piel? ¿Qué eran esos arcos, si no eran huesos? ¿Qué era este pavimento de color escarlata y esta piedra encendida, si no era carne? Aquí estaba el núcleo y la médula de los huesos. Aquí estaban los dientes, las pestañas y las uñas. El nullianac no estaba hablando del espíritu cuando decía que Hapexamendios estaba en todas partes en esta metrópolis. Esta era la Ciudad de Dios y Dios era la ciudad.

Dos veces en su vida había presentido esta revelación. La primera vez cuando había entrado en Yzordderrex, a la que con frecuencia habían llamado también ciudad-dios y que había sido, ahora lo entendía, el intento involuntario de su hermano de recrear la obra maestra de su Padre. La segunda cuando había emprendido el asunto de las similitudes y se había dado cuenta, cuando la red de su ambición abarcó a Londres, que no había ni una sola parte de ella, desde las alcantarillas a las cúpulas, que no tuviera algún análogo en su anatomía.

Y aquí se demostraba la teoría. Pero saber aquello no le dio fuerzas sino que alimentó el miedo que sentía al pensar en la inmensidad de su Padre. Había cruzado un continente y más para llegar aquí y no existía ninguna parte que no estuviera hecha como estaban hechas estas calles, la sustancia de su Padre reproducida con toda exactitud en cantidades inimaginables y convertida en la materia prima de los canteros, carpinteros y recaderos de su voluntad. Y sin embargo, a pesar de toda su magnitud, ¿qué era su ciudad? Una trampa corpórea y su arquitecto su prisionero.

—Oh, Padre —dijo Cortés y quizá porque la formalidad había desaparecido de su voz y había dolor en ella, por fin le concedieron una respuesta.

Lo has hecho bien en mi nombre —dijo la voz.

Cortés recordaba bien su monotonía. Aquí estaba la misma modulación apenas perceptible que había oído por primera vez cuando se encontraba bajo la sombra del Eje.

Has triunfado allí donde fracasaron todos los demás —dijo Hapexamendios—. Se extraviaron o permitieron que los crucificaran. Pero tú, Reconciliador, tú mantuviste el rumbo.

—Por ti, Padre.

Y con ese servicio te has ganado un lugar aquí —dijo el Dios—. En mi ciudad. En mi corazón.

—Gracias —respondió Cortés, que temía que ese regalo fuera a poner fin a la conversación.

Y si así era, habría fracasado como agente de su madre. Dile que quieres ver su rostro, le había dicho ella. Distráelo. Halágalo. ¡Ah, sí, halagos!

—Ahora quiero aprender de ti, Padre —le dijo—. Quiero poder llevar tu sabiduría de vuelta al Quinto conmigo.

Has hecho todo lo que tenías que hacer, Reconciliador —dijo Hapexamendios—. No es necesario que vuelvas al Quinto, ni por ti ni por mí. Te quedarás conmigo y contemplarás mi obra.

—¿Y qué obra es esa?

Sabes qué obra es —fue la respuesta del Dios—. Te he oído hablar con el nullianac. ¿Por qué finges ignorarlo?

La inflexión de su voz era demasiado sutil para que pudiera interpretarlo. ¿Había un interrogante sincero en aquella pregunta o sólo furia ante la falsedad de su hijo?

—No deseaba presumir nada, Padre —dijo Cortés al tiempo que se maldecía por semejante metedura de pata—. Pensé que querrías decírmelo Tú mismo.

¿Por qué querría decirte lo que ya sabes? —dijo el Dios, que no estaba muy dispuesto a dejar que le arrebataran ese argumento hasta que dispusiera de una respuesta convincente—. Ya tienes todo lo que necesitas saber

—No todo —dijo Cortés al ver cómo podría desviar la corriente.

¿Qué te falta? —dijo Hapexamendios—. Te lo contaré todo.

—Tu rostro, Padre.

¿Mi rostro? ¿Qué pasa con mi rostro?

—Eso es lo que me falta. Ver tu rostro.

Has visto mi ciudad —respondió el Invisible—. Ése es mi rostro.

—¿No hay ningún otro? ¿De verdad, Padre? ¿Ninguno?

¿No te conformas con eso? —dijo Hapexamendios—. ¿No es lo bastante perfecta? ¿Acaso no brilla?

—Demasiado, Padre. Es demasiado gloriosa.

¿Cómo puede ser algo demasiado glorioso?

—Parte de mí es humana, Padre, y esa parte es débil. Miro esta ciudad y me asombro. Es una obra maestra.

Sí, lo es.

—Puro genio.

Sí, lo es.

—Pero, Padre, concédeme una visión más sencilla. Muéstrame un destello del rostro que hizo mi rostro, para que pueda conocer qué parte de mí eres Tú.

Cortés oyó algo muy parecido a un suspiro en el aire que le rodeaba.

—A ti quizá te parezca ridículo —le dijo Cortés—, pero he seguido este rumbo porque quería ver una cara. Un rostro lleno de amor. —Había verdad suficiente en aquella afirmación para inundar sus palabras de una pasión auténtica. Era cierto que había un rostro que esperaba encontrar al final de su viaje—. ¿Es eso demasiado pedir? —dijo.

Hubo un revoloteo de movimiento en la deslustrada superficie que tenía delante, Cortés se quedó mirando las tinieblas, a la espera de que se abriese alguna puerta gigantesca. Pero en lugar de eso, Hapexamendios dijo:

Vuélvete, Reconciliador.

—¿Quieres que me vaya?

No. Sólo que apartes la mirada.

Bonita paradoja: que le dijeran que mirara hacia otro lado cuando lo que pedía era ver. Pero se estaba produciendo algo más que un simple descubrimiento. Por primera vez desde que había entrado en el Dominio, Cortés oyó sonidos que no eran los de una voz: un delicado chasquido, un tamborileo callado, crujidos y zumbidos que se filtraban por sus oídos. Y a su alrededor, movimientos diminutos en la calle sólida a medida que los monolitos se ablandaban y se inclinaban hacia el misterio al que él le había dado la espalda. Un escalón se abría y rezumaba médula ósea. Un muro se abría allí donde la piedra se encontraba con la piedra y el color escarlata más profundo que había visto jamás, un color escarlata convertido casi en negro, manaba en riachuelos cuando las losas rendían su geometría y se prestaban a los propósitos del Invisible. Bajaron dientes de un sobrio balcón que tenía por encima de su cabeza y bucles de intestinos se desenvolvieron de los alféizares y arrastraron cortinas de tejido a su paso.

Y a medida que la deconstrucción se intensificaba, Cortés se atrevió a echar el vistazo que le habían prohibido; volvió la vista atrás y vio la calle entera sumida en pequeños o flagrantes movimientos: las formas se fracturaban, las formas se congelaban, las formas se encorvaban y se elevaban. No había nada reconocible en aquel torbellino y Cortés estuvo a punto de darse la vuelta cuando uno de aquellos dóciles muros se desplomó en medio del flujo y durante lo que dura un latido, no más, vislumbró una figura detrás. Aquel momento fue suficiente para conocer el rostro que vio y conservarlo en la imaginación cuando apartó los ojos. No había rostro que se le igualara en toda Imajica. A pesar de todo el dolor que contenía, a pesar de todas sus heridas, era exquisito.

Pai estaba vivo y le esperaba allí, en medio de su Padre, prisionero de un prisionero. Cortés tuvo que hacer un gran esfuerzo para no volverse allí mismo, arrojar su espíritu al tumulto y exigirle a su Padre que le entregara al místico. Era su maestro, le diría, su renovador, su amigo perfecto. Pero luchó contra el deseo, sabía que un intento así sólo podía terminar en desastre así que en su lugar volvió a darle la espalda pensando con adoración en el destello que había podido disfrutar mientras la calle continuaba convulsionándose tras él. Aunque el cuerpo del místico estaba marcado por las heridas que había sufrido, estaba más entero de lo que Cortés se había atrevido a esperar. Quizá había sacado fuerzas de la tierra sobre la que estaba construida la ciudad de Hapexamendios, el Dominio en el que su pueblo había obrado sus lances antes de que hubiera venido Dios a levantar esta metrópolis.

¿Pero cómo iba a convencer a su Padre para que renunciara al místico? ¿Con ruegos? ¿Con más halagos? Mientras le daba vueltas a ese problema, empezó a apagarse el jaleo que lo rodeaba y oyó hablar a Hapexamendios a sus espaldas.

¿Reconciliador?

—¿Sí, Padre?

Querías ver mi rostro.

—¿Sí, Padre?

Vuélvete y mira.

Así lo hizo. La calle que tenía delante no había perdido toda semblanza de vía pública. Los edificios todavía estaban en pie, las puertas y ventanas visibles. Pero su arquitecto había recuperado de su sustancia suficientes partes del cuerpo que en otro tiempo había poseído para ilustrar a Cortés. El Padre era humano, por supuesto, y es posible que no hubiera sido más grande que su hijo en su primera encarnación. Pero se había vuelto a hacer y ahora era tres veces más grande que Cortés y más, un gigante que se tambaleaba y al que tenía que sujetar la calle que había saqueado en busca de materia, tanto lo sujetaba como materia le había entregado.

Pero pese a toda su magnitud, su forma era torpe, como si se hubiera olvidado de lo que significaba ser un ente completo. La cabeza era enorme, había reclamado de los edificios los fragmentos de mil cráneos para construirla, pero tan mal emparejados que la mente que debía proteger era visible entre los trozos, latiendo y vibrando. Uno de los brazos era inmenso y sin embargo terminaba en una mano apenas más grande que la de Cortés mientras que la otra estaba marchita pero terminaba con dedos que tenían tres docenas de articulaciones. El torso era otra masa de malos casamientos. Las entrañas hacían cabriolas en una caja torácica compuesta por medio millar de costillas. Su gigantesco corazón latía contra un esternón demasiado débil para contenerlo y ya fracturado. Y más abajo, en la ingle, la deformación más extraña: un sexo que el Dios no había conseguido convertir en un sólo órgano sino que colgaba hecho pedazos, en carne viva e inútil.

Bueno —dijo el Dios—. ¿Lo ves?

La impasibilidad había desaparecido de su voz, la monotonía sustituida por una concurrencia de voces y el mismo número de laringes, ninguna de ellas entera, se esforzaba por producir cada palabra.

—¿Ves —dijo de nuevo— el parecido?

Cortés se quedó mirando la abominación que tenía delante y, a pesar de tanto retazo y desunión, sabía que la veía. El parecido no estaba en los miembros, ni en el torso o el sexo. Pero estaba allí. Cuando la inmensa cabeza se levantó, vio su rostro en la ruina que se aferraba al cráneo de su Padre. El reflejo de un reflejo de un reflejo, quizá y todos en espejos rotos. Pero, ¡ah! allí estaba. La visión lo angustió de una forma inconmensurable, no porque viera el parentesco sino porque de repente parecían haberse cambiado las tornas. A pesar de su tamaño, era un niño lo que veía, la cabeza de un feto, los miembros sin formar. Tenía eones de antigüedad pero era incapaz de desprenderse del hecho de la carne, mientras que él, a pesar de toda su ingenuidad, había hecho las paces con esa disposición.

¿Ya has visto suficiente, Reconciliador? —dijo Hapexamendios.

—No del todo.

¿Entonces qué?

Cortés sabía que tenía que hablar ahora, antes de que el parecido volviera a deshacerse y los muros se sellaran de nuevo.

—Quiero lo que hay en ti, Padre.

¿En mí?

—Tu prisionero, Padre. Quiero a tu prisionero.

No tengo ningún prisionero.

—Soy tu hijo —dijo Cortés—. Carne de tu carne. ¿Por qué me mientes?

La rígida cabeza se estremeció. El corazón latió con fuerza contra el hueso roto.

—¿Hay algo que no quieres que sepa? —dijo Cortés mientras echaba a andar hacia aquel espantoso cuerpo—. Me dijiste que podía saberlo todo.

Las manos, grandes y pequeñas, se retorcieron y tiritaron.

—Todo, dijiste, porque te he servido de forma perfecta. Pero hay algo que Tú no quieres que sepa.

No hay nada.

—Entonces permíteme ver al místico. Permíteme ver a Pai’oh’pah.

Y al oír eso, el cuerpo del Dios se estremeció y también los muros que lo rodeaban. Hubo estallidos de luz bajo el defectuoso mosaico de su cráneo: pequeños pensamientos enfurecidos que incineraban el aire entre los pliegues de su cerebro. Aquella visión le recordó a Cortés que, por muy frágil que pareciera aquella figura, sólo era una parte diminuta de la verdadera magnitud de Hapexamendios. Era una ciudad del tamaño de un mundo y si al poder que había levantado esa ciudad y sostenía la sangre brillante de sus piedras alguna vez se le permitía dar comienzo a la destrucción, dejaría a los nullianacs en mantillas.

El avance de Cortés, que hasta entonces había sido firme, se detuvo en seco. Aunque aquí era un espíritu y había creído que no podía levantarse contra él ninguna barrera, ahora tenía delante una barrera que espesaba el aire. Pero a pesar de eso, y del terror que le inspiraba el poder de su Padre, no se retiró. Sabía que si lo hacía, la conversación habría terminado y Hapexamendios se ocuparía de su último asunto sin liberar a su prisionero.

¿Dónde está el hijo puro y obediente que tenía? —dijo el Dios.

—Aquí todavía —respondió Cortés—. Todavía quiero servirte si me tratas de forma honrada.

Una serie de estallidos más furibundos explotaron en el cráneo distendido. Esta vez, sin embargo, se escaparon de su cúpula y se elevaron en el aire oscuro que rodeaba la cabeza del Dios. Había imágenes en esas energías, fragmentos de los pensamientos de Hapexamendios a los que el fuego había dado forma. Una de ellas era Pai.

No tienes ningún derecho a ver al místico —dijo Hapexamendios—. Me pertenece.

—No, Padre.

A mí.

—Me casé con esa criatura, Padre.

Los relámpagos remitieron por un instante y los ojos pulposos del Dios se estrecharon.

—Me hizo recordar mi propósito —dijo Cortés—. Me hizo recordar que era un Reconciliador. No estaría aquí, no te habría servido, si no hubiera sido por Pai’oh’pah.

Quizá te amó en otro tiempo —respondieron todas aquellas gargantas—. Pero ahora quiero que lo olvides. Sácatelo de la cabeza para siempre.

—¿Por qué?

A modo de contestación oyó la eterna respuesta que recibe un niño que hace demasiadas preguntas.

Porque te lo digo yo —dijo el Dios.

Pero no iban a callar a Cortés con tanta facilidad. Él siguió presionando.

—¿Qué sabe Pai, Padre?

Nada.

—¿Sabe de dónde viene Nisi Nirvana? ¿Es eso lo que sabe?

El fuego del cráneo del Invisible hirvió al oír eso.

¿Quién te dijo eso? —contestó enfurecido.

No venía al caso mentir, pensó Cortés.

—Mi madre —dijo.

Cesó todo movimiento en el cuerpo abotargado del Dios, incluso el de aquel corazón que magullaba la caja torácica. Sólo continuaban los rayos y la siguiente palabra provino no de las gargantas mezcladas sino del fuego en sí. Tres sílabas, pronunciadas con una voz letal.

Ce. Les. Tine.

—Sí, Padre.

Está muerta —dijo el rayo.

—No, Padre. Estuve en sus brazos hace apenas unos minutos. —Cortés levantó la mano, traslúcida como era—. Sujetó estos dedos. Los besó. Y me dijo…

¡No quiero oírlo!

—… que te recordara…

¿Dónde está?

—… Nisi Nirvana.

¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?

Se había quedado inmóvil pero ahora la furia lo hizo levantarse, elevar los desgraciados miembros por encima de la cabeza como si quisiera bañarlos en Sus propios rayos.

¿Dónde está? —chilló, gargantas y fuego exigían juntos lo mismo—. ¡Quiero verla! ¡Quiero verla!

4

En las escaleras, debajo de la sala de meditación, Jude se levantó. Los gek-a-gek habían empezado a emitir una queja gutural que, a su manera, era más acuciante que cualquier otro sonido que les hubiera oído emitir. Tenían miedo. Los vio escabullirse de los lugares que ocupaban al lado de la puerta, como perros que temiesen una paliza, los lomos bajos, las cabezas planas.

Jude bajó los ojos y contempló la escena del piso inferior: los ángeles todavía arrodillados al lado de su maestro herido; Lunes y Hoi-Polloi habían dejado su vigilia a los pies de la escalera y vuelto a entrar en la zona iluminada por las velas, como si aquel pequeño círculo pudiera protegerlos del poder que estaba sacudiendo el aire.

—Oh, mamá —oyó que murmuraba Sartori.

—¿Sí, hijo?

—Nos busca, mamá.

—Lo sé.

—¿Lo sientes?

—Sí, pequeño, lo siento.

—¿Me abrazas, mamá? ¿Me abrazas?

¿Dónde? ¿Dónde? —aullaba el Dios y en los arcos que había por encima de su cráneo aparecieron fragmentos de lo que veía su mente.

Había un río que serpenteaba; y una ciudad, más apagada que su metrópolis pero por ello más magnífica; y cierta calle; y cierta casa. Cortés vio el ojo que Lunes había esbozado en la puerta de la calle, la pupila apagada por el ataque del oviáceo.

Vio su propio cuerpo, con Clem a su lado; y las escaleras; y Jude en las escaleras, subiendo.

Y luego, la habitación de arriba, y el círculo de la habitación, con su hermano sentado dentro y su madre, arrodillada en el perímetro.

—Ce. Les. Tine —dijo el Dios—. ¡Ce. Les. Tine!

No era la voz de Sartori la que pronunciaba esas sílabas pero eran sus labios los que se movían para darles forma. Jude ya había llegado a lo alto de las escaleras y veía el rostro de su amante con claridad. Todavía estaba mojado por las lágrimas pero no había expresión alguna en su mirada. Jude jamás había visto rasgos tan desprovistos de sentimientos. Era una vasija que se estaba llenando de otra alma.

—¿Hijo? —dijo Celestine.

—Apártate de él —murmuró Jude.

Celestine comenzó a levantarse.

—Pareces enfermo, pequeño —dijo.

Se oyó de nuevo la voz, esta vez una protesta furibunda.

No. Soy. Ningún. Niño.

—Querías que te consolara —dijo Celestine—. Déjame hacerlo.

Aléjate —dijo el Dios.

—Quiero abrazarte —dijo Celestine y en lugar de apartarse salvó el límite del círculo.

En el rellano, los gek-a-gek estaban pávidos, su furtiva retirada se había convertido en una danza aterrada. Se golpeaban la cabeza contra la pared como si quisieran sacarse el cerebro a porrazos antes que oír la voz que salía de Sartori; esa voz monstruosa y desesperada que decía una y otra vez: «aléjate. Aléjate».

Pero Celestine no se dejaba rechazar. Volvió a arrodillarse delante de Sartori. Pero cuando habló, no se dirigió al hijo, sino al Padre, al Dios que la había llevado a su ciudad de iniquidades.

—Déjame tocarte, amor —dijo—. Déjame acariciarte como Tú me acariciaste a mí.

¡No! —aulló Hapexamendios pero los miembros de su hijo se negaron a alzarse y protegerse del abrazo.

Una y otra vez se oyó la negativa pero Celestine hizo caso omiso de ella, sus brazos los rodearon a ambos, carne y espíritu que la habitaba, en un sólo abrazo.

Esta vez, cuando el Dios desató su rechazo, ya no fue una palabra sino un sonido tan lastimoso como aterrador.

En el Primero, Cortés vio que los rayos que había sobre la cabeza de su Padre se congelaban en una única llama cegadora que salía disparada de él como un meteoro.

En el Segundo, Chicka Jackeen vio una llamarada que iluminaba la Mácula y cayó de rodillas sobre el duro suelo de piedra. Venía una señal de fuego, pensó, para anunciar el momento de la victoria.

En Yzordderrex, las Diosas sabían la verdad. Cuando brotó el fuego de la Mácula e irrumpió en el Segundo Dominio, las aguas que rodeaban el templo se acallaron para no atraer la muerte sobre ellas. Enmudecieron a todos los niños, se aquietó cada estanque y cada riachuelo. Pero la malicia del fuego no era para ellos y el meteoro pasó por encima de la ciudad y la dejó intacta aunque cegó el fulgor del cometa a su paso.

Cuando desapareció el fuego tras el horizonte, Cortés se volvió hacia su Padre.

—¿Qué has hecho? —quiso saber.

La atención del Dios se detuvo en el Quinto durante un momento pero cuando se volvió al oír la pregunta de Cortés, el Dios dejó de pensar en su objetivo y Sus ojos recuperaron la vivacidad.

He enviado una llama a por la puta —dijo. Ya no era el rayo el que hablaba sino Sus muchas gargantas.

—¿Por qué?

Porque te mancilló… Hizo que desearas amor.

—¿Tan malo es eso?

No puedes construir ciudades con amor —dijo el Dios—. No puedes hacer grandes obras. Es una debilidad.

—¿Y qué pasa con Nisi Nirvana? —dijo Cortés—. ¿Eso también es una debilidad?

Cortés cayó de rodillas y posó la palma fantasmal de su mano en el suelo. Aquí no tenía ningún poder, o hubiera comenzado a excavar. Y su espíritu tampoco podía penetrar en el suelo. La misma barrera que lo aislaba del vientre de su Padre le impedía mirar en el inframundo de su Dominio. Pero podía hacer las preguntas.

—¿Quién pronunció las palabras, Padre? —preguntó—. ¿Quién dijo «Nisi Nirvana»?

Olvida que has oído esas palabras —respondió Hapexamendios—. La puta está muerta. Se acabó.

Frustrado, Cortés apretó los puños y golpeó el sólido suelo.

Ahí no hay nada salvo Yo —continuaron las muchas gargantas—. Mi carne está en todas partes. Mi carne es el mundo y el mundo es mi carne.

En el Monte de Ola Bayak, cuando el fuego apareció en el Cuarto, Ácaro Bronco había abandonado su jiga triunfal y se había sentado al borde de su círculo a la espera de que los curiosos salieran de sus casas y subieran a preguntarle. Al igual que Chicka Jackeen, supuso que era una estrella de la anunciación, enviada para celebrar la victoria, así que se levantó otra vez para aclamarla. No fue el único. Había varias personas abajo que habían observado la llamarada encima de las Jokalaylau y estaban aplaudiendo el espectáculo a medida que se acercaba. Cuando pasó sobre sus cabezas, trajo un breve mediodía a Vanaeph antes de seguir su camino. Iluminó Patashoqua con la misma intensidad y luego salió del Dominio a través de una niebla que acababa de aparecer al otro lado de la ciudad para señalar el primer lugar de paso entre el Dominio de los cielos verdes y dorados y el de los cielos azules.

Dos nieblas parecidas se habían formado en Clerkenwell, una al sudeste de la calle Gamut y la otra al noroeste y ambas indicaban la presencia de entradas al Dominio recién reconciliado. Fue la última la que se hizo cegadora cuando el fuego proveniente del Cuarto la atravesó a toda velocidad. La visión no careció de testigos. Había varios aparecidos en las inmediaciones y, aunque no tenían ni idea de lo que significaba, presintieron alguna calamidad y se apartaron del resplandor, luego volvieron a la casa para dar la alarma. Pero tardaron demasiado. Antes de que llegaran a medio camino de la calle Gamut, se separó la niebla y el fuego del Invisible apareció en las inexpertas calles de Clerkenwell.

Lunes fue el primero en verlo cuando abandonó el pequeño consuelo de la luz de las velas y volvió a la entrada. Los restos de las hordas de Sartori estaban provocando una auténtica cacofonía en la oscuridad exterior, pero cuando el muchacho cruzó el umbral para espantarlos, la oscuridad se convirtió en luz.

Desde su lugar en el último escalón, Jude vio que Celestine posaba sus labios en los de su hijo y luego, con una fuerza asombrosa, levantaba el peso muerto y lo arrojaba fuera del círculo. El impacto o el fuego inminente lo despertaron y empezó a levantarse al tiempo que se volvía de nuevo hacia su madre. Pero llegó demasiado tarde a reclamar su lugar. El fuego ya había llegado.

La ventana estalló como una nube reluciente y la llamarada llenó la habitación. El impacto tiró a Jude al suelo pero se aferró a la barandilla el tiempo suficiente para ver que Sartori se cubría el rostro contra el holocausto cuando la mujer del círculo abrió los brazos para aceptarlo. Celestine quedó consumida al instante pero el fuego no parecía satisfecho y se habría extendido para quemar la casa hasta los cimientos si su impulso no hubiera sido tan inmenso. Cruzó la habitación a toda velocidad derrumbando el muro a su paso. Y siguió, siguió hacia la segunda niebla que lucía Clerkenwell esta noche.

—¿Qué cojones ha sido eso? —dijo Lunes en el vestíbulo, abajo.

—Dios —respondió Jude—. Que vino y se fue.

En el Primero, Hapexamendios levantó la descabellada cabeza. Si bien no necesitaba el montaje de vista que resplandecía en su cráneo para ver lo que estaba ocurriendo en su Dominio (tenía ojos en todas partes), algún recuerdo del cuerpo que en otro tiempo había sido su única residencia Lo hizo volverse ahora lo mejor que pudo y mirar a su espalda.

¿Qué es esto? —dijo.

Cortés todavía no veía el fuego pero podía sentir los susurros de su acercamiento.

¿Qué es esto? —dijo otra vez Hapexamendios.

Sin esperar respuesta, comenzó a destejer febrilmente su apariencia, cosa que Cortés había temido tanto como ansiado. Temido, porque el cuerpo del que había surgido el fuego sería sin duda su destino y si se deshacía con demasiada rapidez, el fuego no tendría objetivo. Y ansiado porque sólo cuando se deshiciera tendría él la oportunidad de localizar a Pai. La barrera que rodeaba la forma de su Padre se ablandó cuando a Dios lo distrajo la complejidad de su desmantelamiento y aunque Cortés todavía tenía que vislumbrar a Pai por segunda vez, dirigió sus pensamientos a entrar en aquel cuerpo; pero a pesar de toda la perplejidad que pudiera sentir el Dios, en Hapexamendios no se iba a irrumpir con tanta facilidad. Cuando Cortés se acercó, lo sujetó una voluntad demasiado poderosa para poder resistirse a ella.

¿Qué es esto? —exigió saber el Dios por tercera vez.

Con la esperanza de poder conseguir todavía unos segundos de alivio, Cortés respondió con la verdad.

—Imajica es un círculo —dijo.

¿Un círculo?

—Es tu fuego, Padre. Es tu fuego, que ha dado toda la vuelta.

Hapexamendios no respondió con palabras. Comprendió al instante la importancia de lo que le habían dicho y volvió a soltar a Cortés para poder dedicar toda su voluntad a la tarea de destejerse.

El desgarbado cuerpo comenzó a desenredarse y en medio, Cortés vislumbró una vez más a Pai. Esta vez el místico también lo vio a él. Sus frágiles miembros se agitaron para despejar un camino en medio de la confusión que los separaba pero antes de que Cortés pudiera deshacerse por fin de la custodia de su Padre, el suelo perdió solidez bajo Pai’oh’pah. El místico levantó los brazos para buscar algo a lo que sujetarse en el cuerpo que tenía por encima pero éste se estaba desmoronando demasiado rápido. La tierra se abrió como una tumba y con una última mirada desesperada hacia Cortés, el místico se hundió y desapareció.

Cortés levantó la cabeza con un aullido pero el sonido que emitió quedó ahogado por el de su Padre que (como si quisiera imitar a su hijo) también había echado hacia atrás la cabeza. Pero el Suyo era el estruendo de la furia más que del dolor a medida que se retorcía y agitaba en Sus intentos de acelerar el desenmascaramiento.

Y tras Él, ahora, el fuego. Al llegar, Cortés creyó ver el rostro de su madre en la llamarada, formado por las cenizas, los ojos y la boca muy abiertos al volver a encontrarse con el Dios que la había violado, rechazado y al final asesinado. Un destello, nada más y luego el fuego estaba sobre su hacedor, su sentencia definitiva.

El espíritu de Cortés desapareció de la conflagración con un sólo pensamiento pero su Padre (el mundo su carne, la carne su mundo) no pudo huir de ella. Se rompió su cabeza de feto y el fuego consumió los fragmentos que volaron, la llamarada incineró el corazón y las entrañas, se extendió por los miembros mal emparejados y los consumió hasta la última punta de los dedos de los pies y las manos.

En su ciudad las consecuencias se percibieron al instante y fueron desastrosas. Todas y cada una de las calles de un extremo del Dominio al otro temblaron cuando se fue corriendo la voz del hundimiento desde el lugar donde había caído su Primera Causa. Cortés no tenía nada que temer de esta disolución, pero la visión lo horrorizó de todos modos. Era su Padre y no le producía placer ni satisfacción ver el cuerpo que lo había engendrado tambalearse y sangrar. Las altaneras torres empezaron a venirse abajo, sus adornos se caían como una lluvia rococó. Las calles palpitaron y se convirtieron en carne; las casas arrojaron al suelo los tejados de hueso. A pesar de la destrucción que lo rodeaba, Cortés permaneció cerca del lugar donde se había consumido su Padre con la esperanza de encontrar todavía a Pai’oh’pah en medio del torbellino. Pero al parecer el último acto voluntario de Hapexamendios había sido negarles a los amantes su reencuentro. Había abierto el suelo y había enterrado al místico en el pozo de su decadencia, luego lo había sellado con su voluntad para impedirle a Cortés volver a encontrar a Pai.

Al Reconciliador no le quedaba nada más que hacer salvo dejar la ciudad con su muerte, cosa que hizo a su debido tiempo aunque no tomó la ruta que cruzaba los Dominios sino que volvió por donde había venido el fuego. Mientras volaba, comenzó a ver con claridad la enormidad de lo que estaba ocurriendo. Si hubieran cogido cada cuerpo vivo que hubiera vivido su vida en la Tierra y hubieran dejado que se pudriera aquí, en el Primero, la suma de toda su carne no se acercaría siquiera a la de esta ciudad. Esta carroña tampoco se pudriría en el suelo ni su descomposición alimentaría a una nueva generación de vida. Era el suelo y era la vida. Con su fallecimiento, aquí sólo habría podredumbre: putrefacción sobre putrefacción sobre putrefacción. Un Dominio de suciedad, contaminado hasta el final de los tiempos.

Un poco más adelante, la niebla que separaba las afueras de la ciudad del Quinto. Cortés la atravesó y volvió agradecido a las modestas calles de Clerkenwell. Eran monótonas, por supuesto, después de la luminosidad de la metrópolis que acababa de abandonar. Pero sabía que el aire tenía la dulzura de las hojas estivales, aunque él no pudiera olería y se podía oír el grato sonido de un motor en Holborn o en Gray’s Inn Road, algún tipo veloz que, sabiendo que lo peor había pasado, se dedicaba a solucionar sus asuntos. Nada legal a estas horas, seguro, pero Cortés le deseó al conductor todo lo mejor, incluso aunque fuera un delito. El Dominio se había salvado para los ladrones además de para los santos.

No se entretuvo en el lugar de paso sino que volvió todo lo rápido que sus cansados pensamientos lo llevaron al número 28 y al cuerpo herido que todavía se aferraba a su continuación al pie de las escaleras.

En el piso de arriba, Jude no había esperado a que se despejara el humo antes de aventurarse en el interior de la sala de meditación. A pesar del grito de advertencia de Clem, la joven se había internado en las tinieblas para encontrar a Sartori con la esperanza de que hubiera sobrevivido. Sus criaturas no lo habían hecho. Sus cuerpos se retorcían cerca del umbral, no golpeados por la explosión, pensó Jude, sino destruidos por el declive de su invocador, al que encontró con bastante facilidad. Yacía cerca del lugar donde lo había arrojado Celestine, el cuerpo detenido en el acto de volverse hacia el círculo.

Eso había sido su perdición. El fuego que se había llevado a su madre al olvido había quemado cada parte de su cuerpo. Las cenizas de la ropa se habían fundido con la espalda llena de ampollas, el cabello había ardido y desaparecido, el rostro abrasado hasta la insensibilidad. Pero al igual que su hermano, que yacía hecho pedazos abajo, Sartori se negaba a renunciar a la vida. Se aferraba con los dedos a las tablas del suelo; todavía le funcionaban los labios y descubrían unos dientes tan brillantes como la sonrisa de la muerte. Incluso había poder en sus músculos. Cuando aquellos ojos inyectados en sangre vieron a Jude, consiguió de algún modo incorporarse hasta que se dio la vuelta y cayó sobre la espina dorsal carbonizada, luego utilizó la agonía para alimentar la mano que se aferró a la joven y tiró de ella hasta colocarla a su lado.

—Mi madre…

—Se ha ido.

Había perplejidad en el rostro quemado.

—¿Por qué? —dijo, los estremecimientos lo convulsionaban mientras hablaba—. Parecía… quererlo. ¿Por qué?

—Para poder estar allí cuando el fuego se llevase a Hapexamendios —respondió Jude.

—¿Cómo… podría… ser? —murmuró él.

—Imajica es un círculo —dijo la joven. Sartori estudió su rostro, intentaba resolver el enigma—. El fuego volvió a aquel que lo envió.

Y por fin Sartori comprendió lo que le estaba diciendo su amante. Incluso en medio de su agonía, aquel dolor era mayor.

—¿Él se ha ido? —dijo.

Jude quiso decir, eso espero, pero se guardó ese sentimiento y se limitó a asentir.

—¿Y mi madre también? —continuó Sartori. Los temblores se fueron apagando, y también su voz, que ya era frágil—. Estoy sólo —dijo.

La angustia de aquellas últimas palabras no tenía fin y Jude deseó poder consolarlo de algún modo. Tenía miedo de tocarlo, temía causarle una incomodidad mayor pero quizá le doliera más que no lo hiciera. Con la mayor delicadeza, Jude posó su mano sobre la de él.

—No estás sólo —le dijo—. Estoy aquí.

El hombre no le agradeció el consuelo, quizá ni siquiera lo oyó. Sus pensamientos estaban en otra parte.

—No debería haberlo tocado jamás —dijo en voz baja Sartori—. Un hombre no debería ponerle las manos encima a su propio hermano.

Cuando consiguió sacarse esas palabras de la garganta, se oyó un gemido al pie de las escaleras seguido por un gañido de pura alegría de Clem y luego el alarido extático de Lunes.

—¡Jefe, oh, jefe, oh, jefe!

—¿Oyes eso? —le dijo Jude a Sartori.

—Sí…

—No creo que lo hayas matado después de todo.

Un extraño tic apareció alrededor de la boca masculina y después de un momento Jude se dio cuenta de que eran los restos de una sonrisa. Supuso que era de placer al ver que Cortés había sobrevivido pero su fuente era más amarga.

—A mí eso no me va a salvar ahora —dijo Sartori.

La mano, que tenía posada en el estómago, comenzó a masajear los músculos de esa parte, los agarraba con tal violencia que el cuerpo comenzó a sufrir espasmos. Un poco de sangre le burbujeó entre los labios y Sartori se llevó la mano a la boca como si quisiera ocultarla. Una vez allí, dio la sensación de que escupía sangre en la palma de la mano. Luego quitó la mano y le ofreció su horripilante contenido a su amante.

—Cógelo —dijo al tiempo que abría el puño.

Jude sintió que algo le caía en la mano pero no miró el regalo sino que mantuvo los ojos clavados en el rostro de su amante mientras éste apartaba la mirada de ella y los volvía hacia el círculo. La joven se dio cuenta, incluso antes de que la mirada masculina encontrara su lugar de reposo, que estaba apartando los ojos de ella por última vez y comenzó a llamarlo. Pronunció su nombre, lo llamó amor, dijo que jamás había querido abandonarlo y que nunca lo haría si se quedaba. Pero sus palabras cayeron en terreno baldío. Cuando los ojos de él encontraron el círculo, la vida desapareció de ellos y su último suspiro no fue para ella sino para el lugar donde lo habían hecho.

En la palma de Jude, ensangrentado después de pasar por el vientre y la garganta de su amante, yacía el huevo azul.

Después de un rato, la joven se levantó y salió al rellano. Abajo, el lugar que había ocupado el cuerpo de Cortés al pie de las escaleras estaba vacío. Clem se encontraba bajo la luz de las velas con lágrimas en los ojos y una amplia sonrisa en el rostro. Levantó la vista y miró a Jude cuando esta empezó a bajar las escaleras.

—¿Sartori? —le dijo.

—Está muerto.

—¿Y Celestine?

—Se ha ido —respondió ella.

—Pero se ha terminado, ¿no es cierto? —dijo Hoi-Polloi—. Vamos a vivir.

—¿Tú crees?

—Sí, vamos a vivir —dijo Clem—. Cortés vio la destrucción de Hapexamendios.

—¿Dónde está Cortés?

—Salió —dijo Clem—. Le queda vida suficiente…

—¿Para otra vida?

—Para otras veinte, cabrón con suerte —fue la respuesta de Tay.

Al llegar al final de las escaleras, Jude rodeó con los brazos a los protectores de Cortés y luego salió a la entrada. Cortés estaba de pie en medio de la calle, envuelto en una de las sábanas de Celestine. Lunes estaba a su lado y él se apoyaba en el muchacho mientras contemplaba el árbol que crecía fuera del número 28. El fuego de Hapexamendios había carbonizado buena parte de su follaje y había dejado las ramas desnudas y ennegrecidas. Pero había una brisa que agitaba las hojas que habían sobrevivido y después de tanto tiempo de inmovilidad, hasta estos pequeños jirones de viento se agradecían: prueba sencilla y definitiva de que Imajica había sobrevivido a todos sus peligros y una vez más podía respirar.

Jude dudó, no sabía si reunirse con él, pensaba que quizá preferiría disfrutar de estos momentos de meditación sin interrupciones. Pero la mirada masculina se posó sobre ella después de medio minuto más o menos y aunque sólo tenía la luz de las estrellas y las últimas llamas del calado de arriba para verlo, la sonrisa era tan luminosa como siempre e igual de acogedora. Jude dejó el escalón de entrada pero, al acercarse, vio que la sonrisa de Cortés era muy fina y las heridas que había sufrido algo más que simples cortes.

—He fracasado —le dijo él.

—Imajica está entera —respondió Jude—. Eso no es un fracaso.

Cortés desvió la mirada y recorrió la calle con los ojos. La oscuridad estaba llena de inquietud.

—Los fantasmas siguen aquí —dijo—. Les juré que encontraría una salida y fracasé. Por eso me fui con Pai aquella noche, para encontrarle a Taylor una salida…

—Quizá no la haya —dijo una tercera voz.

Clem había aparecido en la puerta pero era Tay el que hablaba.

—Te prometí una respuesta —dijo Cortés.

—Y la encontraste. Imajica es un círculo y no hay forma de salir de él. Sólo damos vueltas y más vueltas. Bueno, no está tan mal, Cortés. Tenemos lo que tenemos.

Cortés quitó la mano del hombro de Lunes y le dio la espalda al árbol, a Jude y a los ángeles de la entrada. Mientras cojeaba hacia el centro de la calle con la cabeza inclinada, le murmuró una respuesta a Tay, tan baja que nadie salvo el ángel pudo oírla.

—No es suficiente —dijo.