Si llegar al instante de la Reconciliación había sido para Cortés una serie de momentos que había vivido para el recuerdo y que lo habían llevado de nuevo hacia sí mismo, el más grande de todos esos momentos, y aquel para el que menos preparado estaba, era la Reconciliación en sí.
Aunque no era la primera vez que realizaba el oficio, las circunstancias habían sido radicalmente diferentes. Para empezar, entonces había contado con todo el ceremonial de un gran acontecimiento. Había entrado en el círculo como un boxeador profesional alrededor de cuya cabeza pendía un ambiente de felicitaciones antes de que hubiera empezado a sudar siquiera, sus mecenas y admiradores una multitud que se deshacía en vítores a su alrededor. Esta vez estaba sólo. Y luego había tenido los ojos puestos en lo que el mundo derramaría sobre él una vez terminado el oficio: qué mujeres caerían a sus pies, qué riquezas y glorias alcanzaría. Esta vez, el premio que se ofrecía ante sus ojos era algo muy diferente y no podría contarse en sábanas manchadas y monedas. Era el instrumento de un poder superior y más sabio.
Eso fue lo que se llevó el miedo. Cuando abrió su mente al proceso, sintió que lo invadía una gran calma que sometía la inquietud que había sentido al subir las escaleras. Le había dicho a Jude y Clem que unas fuerzas recorrerían la casa, fuerzas que sus ladrillos jamás habían conocido, y era cierto. Sintió que eran ellas las que alimentaban su debilitada mente, las que sacaban de allí sus pensamientos para reunir el Dominio en el círculo.
Y comenzó a recogerlo empezando por el lugar en el que estaba sentado. Su mente se extendió hacia los cuatro puntos cardinales, hacia arriba y hacia abajo, para incorporar la habitación entera. Era un espacio fácil de aprehender. Generaciones de poetas carcelarios habían hecho por él las analogías y él las tomó prestadas de buen grado. Las paredes eran los límites de su cuerpo, la puerta la boca, las ventanas los ojos: similitudes comunes y corrientes que no ponían a prueba ni una pizca de su poder de comparación. Disolvió las tablas del suelo, el yeso, el cristal y los miles de pequeños detalles con la misma lírica del confinamiento y, tras haberlo convertido todo en parte de él, rompió los límites para ir más lejos.
Cuando su imaginación empezó a bajar las escaleras y a subir al tejado, comenzó a sentir que ganaba velocidad. Su intelecto, perseguido por la literatura, se rezagaba ya detrás de una sensibilidad más veleidosa que le devolvía similitudes para la casa entera antes de que sus facultades lógicas hubieran llegado siquiera al vestíbulo.
Una vez más, su cuerpo era la medida de todas las cosas: el sótano, los intestinos; el tejado, el cuero cabelludo; las escaleras, la espina dorsal. Una vez entregadas las pruebas, sus pensamientos salieron volando de la casa, se elevaron sobre las tejas y se extendieron por las calles. Consideró por un momento a Sartori al pasar, sabía que su otro yo estaba allí fuera, en algún lugar de la noche, acechando. Pero su mente era inconstante y le entusiasmaba demasiado la capacidad que tenía y su velocidad para ir a buscar entre las sombras a un enemigo ya derrotado.
Con la velocidad llegó la tranquilidad. No era más difícil reclamar las calles que la casa que ya había devorado. Su cuerpo tenía sus vías y sus intersecciones, tenía sus lugares para excretar y sus magníficas y engalanadas fachadas; tenía sus ríos, que surgían de un manantial, y su parlamento y su santa sede.
Comenzó a comprender que la ciudad entera se podía comparar a su carne, sus huesos y su sangre. ¿Y por qué habría de sorprenderle tanto? Cuando un arquitecto se ponía a construir una ciudad, ¿dónde buscaba la inspiración? En la piel en la que había vivido desde su nacimiento. Era el primer modelo para cualquier creador. Era escuela, comedor, matadero e iglesia; podía ser prisión, burdel y manicomio. No había ni un sólo edificio en ninguna calle de Londres al que no se hubiera dado comienzo en la ciudad privada de la anatomía de algún arquitecto y todo lo que Cortés tenía que hacer era abrir su mente a ese hecho y los distritos eran suyos, vendrían corriendo a sumarse a la asamblea reunida en su cabeza.
Voló hacia el norte, por Highbury y Finsbury Park, hasta Palmer’s Green y Cockfosters. Fue al este con el río, pasó por Greenwich, donde se encontraba el reloj que marcaba la llegada de la medianoche, y continuó hacia Tilbury. El oeste lo llevó por Marylebone y Hammersmith, al sur por Lambeth y Streatham, donde había conocido a Pai’oh’pah tanto tiempo atrás.
Pero los nombres pronto se convirtieron en algo irrelevante. Como el suelo visto desde un avión que alza el vuelo, los detalles de una calle o un distrito se convirtieron en parte de otro dibujo más apetitoso todavía para su ambicioso espíritu. Vio el Wash brillando al este y el Canal al sur, en calma esta húmeda noche. Aquí había un magnífico desafío, un desafío nuevo. ¿Era su cuerpo, que había demostrado equivaler a una ciudad, también la medida de esta geografía más inmensa? ¿Por qué no? El agua fluía según las mismas leyes en todas partes, ya fuera el conducto un surco en su frente o una grieta entre continentes. ¿Y no eran sus manos como dos países, colocados uno al lado del otro en su regazo, con las penínsulas casi tocándose y el paisaje marcado y repleto de estrías?
No había nada fuera de su organismo que no se reflejara en su interior: ni mar, ni ciudad, ni calle, ni tejado, ni habitación. Él estaba en el Quinto y el Quinto en él, reuniéndose para transportarse al Ana como prueba, mapa y poema, elogio escrito de que todas las cosas fuesen Una.
En los otros Dominios se producía la misma búsqueda de similitudes.
Desde su círculo en el Monte de Ola Bayak, Ácaro Bronco ya había metido en su red de disolución tanto la ciudad de Patashoqua como la autopista que salía de sus puertas rumbo a las montañas. En el Tercero, Scopique (despejados el temor de que la ausencia del Eje invalidara su oficio) estaba extendiendo su comprensión por el Kwem hacia los terrenos erosionados por el viento que rodeaban Mai-ké. En L’Himby, donde no tardaría en llegar, había celebrantes reuniéndose en los templos, les habían dado esperanzas los profetas que habían salido de sus escondites la noche antes para extender la noticia de que la Reconciliación era inminente.
No menos inspirado, Atanasio estaba en ese momento volviendo por la Vía Crucis hasta las fronteras con el Tercero y rozando el océano hasta las islas mientras un yo más sensible recorría las cambiadas calles de Yzordderrex. Encontró allí retos desconocidos para Scopique, Ácaro Bronco o incluso Cortés. Había maravillas resbaladizas sueltas en aquellas calles que desafiaban cualquier analogía fácil. Pero al invitar a Atanasio a unirse al Sínodo, Scopique había elegido mejor de lo que pensaba. La obsesión de aquel hombre por Cristo, el Dios sangrante, le proporcionaba una comprensión de lo que las Diosas habían forjado que un hombre menos preocupado por la muerte y la resurrección jamás habría reconocido. En las calles desfiguradas de Yzordderrex vio un reflejo de su propia desfiguración física. Y en la música de las iconoclastas aguas un eco de la sangre que brotaba de sus heridas transformada (gracias al amor de la Santa Madre que había venerado) en un licor sublime y curativo.
Sólo Chicka Jackeen, en la frontera del Primer Dominio, tenía que trabajar con las abstracciones, pues no había nada de naturaleza física de lo que pudiera sacar sus similitudes. Todo lo que tenía era el muro vacío de la Mácula y en eso debía concentrarse. Del Dominio que se hallaba detrás (y sobre él recaía la responsabilidad de resumirlo y llevarlo al Ana) no tenía ningún conocimiento.
Pero no había pasado tantos años estudiando el misterio sin encontrar algún medio de enfrentarse a él. Aunque su cuerpo no ofrecía ninguna analogía para el enigma que aguardaba al otro lado de la línea divisoria, había un lugar en su interior igual de oculto a la vista e igual de abierto a las investigaciones realizadas por exploradores soñadores como él. Dejó que la mente (el proceso nunca contemplado que daba poder a cada acción significativa, que construía la devoción que lo mantenía en este círculo) fuera su semejanza. El muro vacío de la Mácula era el hueso blanco de su cráneo, limpio de todo fragmento de carne y cabello. La fuerza interior, incapaz de estudiarse de forma imparcial, era tanto el Dios del Primero como los pensamientos de Chicka Jackeen, unidos por un escrutinio mutuo.
Después de esta noche, ambos quedarían libres de la maldición de la invisibilidad. La Mácula caería y la Divinidad volvería a aparecer para recorrer Imajica. Cuando eso ocurriera, cuando la misma Divinidad que había metido a los nullianacs en su horno y había quemado su maldad, ya no estuviera separada de Sus Dominios, se produciría una revelación como nunca antes había habido. Los muertos, atrapados en su condición y sin poder encontrar la puerta, tendrían una luz para guiarlos. Y los vivos, que ya no temerían decir lo que piensan, saldrían de sus casas como deidades y llevarían sus cielos privados sobre sus cabezas para que todos los vieran.
Sumido en su propio oficio, Cortés no comprendía muy bien lo que sus compañeros maestros estaban logrando pero lo tranquilizó la ausencia de alarma en los otros Dominios, todo iba bien. Tanto dolor y humillaciones como había soportado para llegar a este lugar habían quedado recompensadas en las pocas horas transcurridas desde que había entrado en el círculo. Lo inundó un éxtasis que sólo había conocido durante el instante que dura un latido y contradijo la convicción que siempre había tenido, que tales sensaciones sólo se percibían en pequeños destellos porque sentirlas durante más tiempo haría que le estallara el corazón. No era cierto. El éxtasis no cesaba y él sobrevivía: más que sobrevivir, florecía, su autoridad sobre el oficio más fuerte con cada ciudad y cada mar que recuperaba para el círculo en el que se encontraba.
El Quinto ya casi estaba allí con él, compartiendo el espacio, enseñándole con su venida dónde se encontraba el verdadero poder de un Reconciliador. No era una técnica con lances y ecos, ni era pneumas, ni resurrecciones, ni la expulsión de demonios. Era la fuerza para invocar la miríada de maravillas que alberga un Dominio entero con sólo los nombres de su cuerpo y que el símil no lo quebrara; admitir que estaba en el mundo hasta el punto más pequeño, y el mundo en él y que no lo volvieran loco las complejidades que contenía ni se enamorara tanto de los paisajes por los que se extendía que perdiera todo recuerdo del hombre que había sido.
Había tal placer en este proceso que la risa empezó a sacudirlo allí sentado, en el círculo. Su buen humor no lo distraía de su propósito sino que lo facilitaba aún más, sus pensamientos escuchaban su risa y salían corriendo del círculo hacia regiones tan brillantes como ignoradas y volvían con sus premios como los mensajeros enviados con poemas a una tierra prometida, volvían con ella a la espalda y esta florecía por el camino.
En la habitación de arriba, Descansito oyó las carcajadas y se puso a brincar a tono con el júbilo del Liberatore. ¿Qué otra cosa podía significar un sonido así salvo que la hazaña estaba a punto de lograrse? Incluso si él no veía las consecuencias de este triunfó, pensó la criatura, su última noche en el mundo de los vivos había quedado enormemente endulzada por todo aquello de lo que había formado parte. Y si acaso hubiese otra vida para criaturas como él (aunque de eso no estaba en absoluto seguro), entonces el relato de esta noche sería un magnífico cuento que contar cuando se encontrase en compañía de sus ancestros.
Preocupado pues no quería molestar al Reconciliador, la criatura renunció a su danza de celebración y estaba a punto de regresar a la ventana y a sus obligaciones de vigilante nocturno cuando oyó un sonido que sus sigilosas pisadas habían ocultado. Su mirada abandonó el alféizar para dirigirse al techo. Se había levantado algo de viento en los últimos minutos y cruzaba el tejado rozándolo apenas y sacudiendo la pizarra a su paso, o eso pensó Descan, hasta que se dio cuenta de que el árbol de fuera estaba tan quieto como el Kwem en el equinoccio.
Descansito no venía de una tribu de héroes, más bien lo contrario. Las leyendas de su pueblo se referían a famosos apologistas, seres modestos, desertores y cobardes. Su instinto, al oír aquel sonido por encima de su cabeza, le empujó a correr escaleras abajo tan rápido como sus estevadas piernas supieran. Pero luchó contra lo que la naturaleza le dictaba, por el Reconciliador, y se acercó con cautela a la ventana con la esperanza de vislumbrar por un instante lo que estaba pasando más arriba.
Se subió al alféizar y, boca arriba, se deslizó un poco para asomarse al alero. Una bruma ensuciaba la luz de las estrellas y el tejado estaba oscuro. La criatura se inclinó hacia el exterior un poco más, el alféizar duro bajo su espalda huesuda. Desde la ventana de abajo, el sonido de la risa del Reconciliador subió flotando y su música lo tranquilizó. Descansito tuvo tiempo de sonreír al oírla. Luego, algo tan oscuro como el tejado y tan sucio como la niebla que cubría las estrellas se estiró y le tapó la boca. El ataque fue tan repentino que Descansito se soltó del marco de la ventana y cayó hacia atrás pero su verdugo lo tenía agarrado con demasiada fuerza para dejarlo caer y lo subió a pulso al tejado. En cuanto vio a los allí reunidos, Descan supo al instante que había cometido varios errores. Uno, se había tapado la nariz y por tanto no había olido a los congregados. Dos, había confiado demasiado en la teología que enseñaba que el mal viene de abajo. En absoluto, para nada. Mientras vigilaba la calle por si venía Sartori y su legión, había descuidado la ruta de los tejados, que era igual de sólida para criaturas tan ágiles como estas.
No había más de seis, claro que tampoco hacían falta más. Los gek-a-gek[3] eran los más temidos entre los temidos; oviáceos que sólo los más arrogantes de los maestros habrían invocado en los Dominios. Tan inmensos como tigres, e igual de esplendorosos, tenían manos del tamaño de la cabeza de un hombre y cabezas tan planas como las manos de un hombre. Los flancos eran traslúcidos bajo cierta luz pero aquí habían hecho un pacto con la oscuridad y yacían (todos salvo el verdugo) en el vértice del tejado; ocultaban con sus siluetas al maestro hasta que este se levantó y murmuró que le trajeran al cautivo a sus pies.
—Bueno, Descansito —dijo, las palabras demasiado tenues para que las oyeran en las habitaciones inferiores pero lo bastante altas para hacer que la criatura evacuara de puro terror—. Quiero que derrames por mí un poco más de mierda.
A Sartori no le produjo ninguna satisfacción ver apagarse la vida de Descansito. La sensación de júbilo que había sentido al amanecer cuando, tras convocar a los gek-a-gek, había contemplado el enfrentamiento que lo aguardaba unas horas después, había desaparecido prácticamente del todo con el sudor provocado por el calor del día intermedio. Los gek-a-gek eran bestias poderosas y muy bien podrían haber sobrevivido al trayecto de Shiverick Square a la calle Gamut pero ningún oviáceo apreciaba demasiado la luz de cualquier cielo y en lugar de arriesgarse a que se debilitaran, Sartori había preferido quedarse bajo los árboles con su manada, descontando las horas. Sólo una vez se había aventurado a abandonar su compañía y había encontrado las calles desiertas. Esa visión debería haberlo alentado. Con la zona desierta, sus criaturas y él no tendrían testigos cuando se lanzaran sobre el enemigo. Pero sentado en el silencioso emparrado con su legión adormilada, sin que ni siquiera el sonido de una mosca lo distrajera, su mente fue presa de temores que había desechado hasta ahora, temores alentados por la visión de estas calles vacías.
¿Era posible que sus propósitos revisionistas estuvieran a punto de ser arrollados por una revisión más inmensa todavía? Se dio cuenta de que sus sueños de una Nueva Yzordderrex no tenían ningún valor. Se lo había dicho a su hermano en la torre. Pero incluso si no iba a construir ningún imperio, todavía tenía algo por lo que vivir. Estaba en la casa de la calle Gamut, añorándolo, esperaba, como él la añoraba a ella. Sartori quería continuar, aunque fuera siendo un infierno para el cielo de Cortés. Pero la deserción de la ciudad lo hizo preguntarse si hasta eso no era un sueño imposible.
A medida que avanzaba la tarde, había empezado a ansiar el momento de alcanzar a la calle Gamut, aunque sólo fuera por las señales de vida que le proporcionaría. Pero al llegar se había encontrado con muy poco consuelo. Los fantasmas que permanecían en el perímetro sólo le recordaron lo poco caritativa que era en realidad la muerte y los sonidos que salían de la casa en sí (la risita de una muchacha, en una de las habitaciones inferiores y más tarde unas fuertes carcajadas de su hermano, en la sala de meditación) sólo le parecieron señales de un optimismo idiota.
Ojalá pudiera arrancar esos pensamientos de su cabeza, pero no había forma de escapar de ellos salvo, quizá, en los brazos de su Judith. Esta estaba en la casa, eso lo sabía. Pero con las corrientes tan fuertes que se habían desatado dentro, no se atrevía a entrar. Lo que quería, y lo que por fin le sacó a Descansito, era información sobre su estado y paradero. Él había supuesto, y resultó que se había equivocado, que Judith estaba con el Reconciliador. La mujer se había largado a Yzordderrex, dijo Descansito y había vuelto con historias fabulosas. Pero al Reconciliador no le habían impresionado tanto. Se había producido una gresca y Cortés había comenzado su oficio sólo.
¿Y para empezar, por qué se había ido? inquirió, pero la criatura afirmaba que no lo sabía y no la pudo persuadir para que le diera una respuesta, aunque casi le habían arrancado los miembros y tenía la sesera abierta y a merced de la lengua del gek-a-gek. Había muerto declarando su inocencia con toda energía y Sartori había dejado que la manada jugueteara con el cadáver mientras él se paseaba por el tejado dándole vueltas a lo que le había dicho.
Ah, lo que daría por un taco de kreauchee para dominar su impaciencia o bien para envalentonarlo lo suficiente para llamar a la puerta y decirle que saliera y hacerle el amor entre los fantasmas. Pero estaba demasiado dolorido para enfrentarse a las corrientes. Llegaría el momento, muy pronto, en el que el Reconciliador, una vez completada la recolección, se retiraría al Ana. En ese punto, el círculo, cuyo poder ya no se necesitaría como conducto para devolver a los análogos a su depósito natural, desconectaría esas corrientes y pasaría a concentrarse en conseguir que el Reconciliador atravesara el In Ovo. Ahí, en esa ventana entre el traslado del Reconciliador al Ana y la conclusión del oficio, actuaría él. Entraría en la casa y dejaría que los gek-a-gek se encargaran de Cortés (y de cualquiera que acudiera a protegerlo) mientras él reclamaba a Judith.
Al pensar en ella, y en el kreauchee que anhelaba, Sartori se sacó el huevo azul del bolsillo y se lo llevó a los labios. Había besado su frescor mil veces en las últimas horas, lo había lamido y chupado. Pero lo quería en un lugar más profundo, encerrado en su vientre, como lo estaría ella cuando volvieran a copular. Se lo metió en la boca, echó la cabeza hacia atrás y lo tragó. Bajó con facilidad y le concedió unos minutos de tranquilidad mientras esperaba la hora de su liberación.
Si la cabeza de Clem no hubiera tenido dos inquilinos, es muy posible que hubiera abandonado su lugar en la puerta de la calle durante las horas que pasó el Reconciliador trabajando arriba. Las corrientes que ese proceso había desatado habían hecho que le doliera el vientre al principio pero, después de un rato, el efecto se suavizó e inundó su sistema de una serenidad tan persuasiva que le hubiera gustado encontrar un lugar para echarse y soñar. Pero Tay había vigilado tal negligencia de sus funciones con severidad y siempre que la atención de Clem se distraía, sentía la presencia de su amante (que estaba unida y entrelazada con sus pensamientos de una forma tan sutil que sólo se hacía patente cuando había un conflicto de intereses) que lo obligaba a renovar la vigilancia. Así que se mantuvo en su puesto, aunque a estas alturas, seguro que no era más que un ejercicio académico.
La vela que había colocado al lado de la puerta se estaba ahogando en su propia cera y acababa de inclinarse para quebrar los bordes y dejar que fluyera el exceso cuando oyó que algo chocaba contra el escalón de fuera, un sonido como el de un pez al que golpean contra una losa. Dejó la vela en paz y aplicó el oído a la puerta. No se oyó nada más. ¿Había caído una fruta del árbol que había al lado de la casa, se preguntó, o volvía a caer alguna extraña lluvia esta noche? Se apartó de la puerta y entró en la habitación donde Lunes había estado divirtiendo a Hoi-Polloi. Los jóvenes la habían abandonado para ir en busca de algún lugar más privado y se habían llevado dos de los cojines con ellos. Lo agradó la idea de que hubiera amantes en la casa esta noche y en silencio les deseó lo mejor mientras se acercaba a la ventana. Fuera estaba más oscuro de lo que esperaba y, aunque podía ver el escalón, no era capaz de distinguir entre los objetos que había allí tirados y los diseños que había dibujado Lunes.
Perplejo más que nervioso, volvió a la puerta de la calle y escuchó de nuevo. No se oyó ningún sonido más y a punto estuvo de dejar el asunto. Pero medio esperaba que hubiera empezado a caer de verdad alguna lluvia visionaria y era demasiado curioso para hacer caso omiso del misterio. Apartó la vela de la puerta y al hacerlo la cera apagó la llama. Daba igual. Había más velas ardiendo al pie de la escalera y tenía luz suficiente para encontrar los cerrojos y abrirlos.
En la habitación de Celestine, Jude se despertó y levantó la cabeza del colchón en el que la había recostado una hora antes. La conversación entre las mujeres había continuado durante un rato después de hacer las paces pero el agotamiento de Jude había terminado por alcanzarla y Celestine había sugerido que descansara un rato, cosa que, tranquilizada por la presencia de la madre de Cortés, había estado encantada de hacer. Se desperezaba ahora para encontrarse con que Celestine también había sucumbido, con la cabeza en el colchón y el cuerpo en el suelo. Roncaba bajito, sin dejarse perturbar por lo que había despertado a Jude.
La puerta estaba un poco entreabierta y por ella se colaba un perfume que provocó una leve náusea en el organismo de Jude. Esta se sentó y se frotó el cuello, tenía tortícolis, luego se levantó. Se había quitado los zapatos antes de echarse pero en lugar de buscarlos en la oscurecida habitación, salió al vestíbulo descalza. El olor era ahora mucho más fuerte. Venía de la calle, de fuera, la ruta era clara. La puerta de la calle estaba abierta y los ángeles que la protegían habían desaparecido.
Jude llamó a Clem mientras cruzaba el vestíbulo, iba ralentizando el paso a medida que se acercaba a la puerta abierta. Las velas de las escaleras brillaban lo suficiente para arrojar un poco de luz sobre el escalón. Allí había algo que relucía. Volvió a apurar el paso mientras les pedía a las Diosas por ella y por Clem. Que no sea él, murmuró, al ver que lo que relucía era tejido y había un charco de sangre a su alrededor; por favor, que no sea él.
No lo era. Ahora que ya casi estaba en el umbral, vio los restos de un rostro y lo reconoció: el agente de Sartori, Descansito. Le habían sacado los ojos y la boca, que había vomitado ruegos y halagos en tal abundancia, carecía de lengua. Pero no cabía duda de su identidad. Sólo una criatura del In Ovo podía seguir retorciéndose como hacía esta, negándose a renunciar a una apariencia de vida aun cuando su realidad había desaparecido.
Miró más allá del trofeo y se asomó a las tinieblas de la calle al tiempo que volvía a llamar a Clem. Al principio no hubo respuesta. Luego lo oyó, un grito medio ahogado.
—¡Vuelve dentro! ¡Por… el amor… de Dios, vuelve!
—¿Clem? —Jude salió de la casa, lo que provocó nuevos gritos de alarma en la oscuridad.
—¡No! ¡No!
—No voy a volver sin ti —dijo mientras esquivaba la cabeza del oviáceo.
Oyó que algo dejaba escapar un suave gemido en ese momento, como una criatura que gruñera con el buche lleno de abejas.
—¿Quién anda ahí? —dijo.
Al principio nadie respondió pero Jude sabía que alguien lo haría si esperaba y de quién sería la voz cuando la oyera. No anticipó la naturaleza de la respuesta, sin embargo, ni el tono tan bajo.
—No tenía que ocurrir de este modo —dijo Sartori.
—Si le has hecho daño a Clem…
—No tengo ningún deseo de hacerle daño a nadie.
Jude sabía que mentía. Pero también sabía que no le haría daño a Clem mientras necesitase un rehén.
—Suelta a Clem —le dijo.
—¿Vendrás a mí si lo hago?
La joven dejó pasar un periodo de tiempo decente antes de responder para no parecer demasiado ansiosa.
—Sí —dijo—. Iré.
—¡No, Judy! —dijo Clem—. No. No está sólo.
Ahora lo veía, a medida que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Unas bestias lustrosas y feas rondaban de un lado a otro. Una se había levantado sobre las patas traseras y se afilaba las garras en el árbol. Había otra en la alcantarilla, lo bastante cerca para que Jude le viera las entrañas a través de la piel traslúcida. Su fealdad no la angustió. En los linderos de cualquier drama siempre se acumulaban ese tipo de detritos: restos de personajes descartados, disfraces manchados, máscaras rotas. Eran irrelevantes y su compañero los había tomado como compañía porque sentía cierta afinidad con ellos. Jude los compadecía pero a él, que había llegado a lo más alto, lo compadecía aún más.
—Quiero ver a Clem aquí, en la puerta, antes de moverme —le dijo.
Hubo una pausa, luego Sartori dijo:
—Voy a confiar en ti.
Siguieron a sus palabras más sonidos procedentes de los oviáceos que se paseaban entre las tinieblas y Jude vio que dos de ellos descendían de entre las sombras con Clem entre ellos, con los brazos metidos en sus gargantas. Se acercaron lo suficiente a la acera para que Jude viera la espuma de gula que les subía a los labios, luego, literalmente escupieron a su prisionero. Clem cayó boca abajo en la carretera, con las manos y los brazos cubiertos por la suciedad de las bestias. Jude quiso acudir en su ayuda en ese mismo instante pero aunque los captores se habían retirado, el que rasgaba el árbol se había dado la vuelta y había bajado la cabeza de pala, sus ojos, negros como los de un tiburón, parpadeaban de un lado a otro en las cuencas bulbosas, ansioso por hacerse con la frágil carne que yacía en la carretera. Si ella se movía, temía que el ente saltara sobre Clem, así que se quedó en su sitio, en la puerta, mientras Clem se ponía en pie con esfuerzo. La saliva de los oviáceos le había llenado de ampollas los brazos pero salvo eso estaba ileso.
—Estoy bien, Judy —murmuró—. Vuelve dentro.
Pero ella se quedó en su sitio y esperó hasta que su amigo se hubo levantado y comenzó a cruzar la calle tambaleante antes de empezar a bajar los escalones.
—¡Vuelve! —le dijo él de nuevo.
Jude lo rodeó con los brazos y susurró:
—Clem, no quiero que discutas con esto. Entra en la casa y cierra la puerta con llave. Yo no voy contigo.
El ángel quiso decir algo pero ella lo silenció.
—Nada de discusiones, he dicho. Quiero verlo, Clem. Quiero… estar con él. Ahora, por favor, si me quieres, entra y cierra la puerta.
Jude sintió la renuencia en cada uno de los músculos de su amigo pero este sabía demasiado sobre los asuntos del amor, en especial el amor que desafiaba la ortodoxia, para intentar razonar con ella.
—Sólo recuerda lo que ha hecho —le dijo cuando la dejó marchar.
—Todo forma parte de lo mismo —le respondió ella y pasó sin ruido a su lado. Era fácil dejar atrás la luz. El dolor que las corrientes habían despertado en su médula disminuía con cada metro que ponía entre ella y la casa, y al pensar en el abrazo que la esperaba más adelante aceleraba el paso. Era lo que ella quería y lo que él quería también. Aunque las primeras causas de esta pasión habían desaparecido (una convertida en polvo, la otra envuelta en divinidad), el hombre que aguardaba en la oscuridad y ella eran su encarnación y no se podían negar el uno al otro.
Volvió la vista hacia la casa sólo una vez y vio que Clem se había rezagado ante la puerta. No perdió tiempo intentando convencerle para que entrara, se limitó a darse la vuelta y dirigirse hacia las sombras.
—¿Dónde estás? —dijo.
—Aquí —respondió su amante y salió de entre los pliegues de su legión.
Una única hebra de materia luminiscente lo acompañaba, lo bastante fina para haber sido tejida por arañas oviáceas, pero en algunos sitios interrumpida por cuentas como perlas que se hinchaban y caían de los filamentos, le bajaban por los brazos y la cara y moteaban el suelo que pisaba. La luz le sentaba bien, pero Jude ansiaba demasiado ver la verdad de su rostro para que eso la engañara y al penetrar en el encanto, encontró a su amante muy desmejorado. Había desaparecido el deslumbrante dandi que había conocido en el jardín de plástico de Klein. En sus ojos pesaba ahora la desesperación, tenía las comisuras de la boca caídas y el cabello desaliñado. Quizá siempre había tenido aquel aspecto y se había limitado a utilizar algún eco de poca monta para enmascararlo, pero Jude lo dudaba. Había cambiado por fuera porque algo había cambiado dentro.
Aunque se encontraba ante él indefensa, el hombre no intentó tocarla sino que permaneció en su sitio como un penitente que necesitara una invitación antes de acercarse al altar. A Jude le agradó esta nueva meticulosidad.
—No le he hecho daño a los ángeles —dijo él en voz baja.
—Ni siquiera deberías haberlos tocado.
—No tenía que ocurrir de este modo —dijo él de nuevo—. Fue una torpeza de los gek-a-gek. Se les cayó un trozo de carne del tejado.
—Lo he visto.
—Iba a esperar hasta que disminuyera el poder y luego iba a ir a buscarte por todo lo alto. —Sartori hizo una pausa y luego preguntó—. ¿Me habrías dejado llevarte?
—Sí.
—No estaba seguro. Tenía un poco de miedo de que me rechazaras y me convirtiera entonces en un ser cruel. Ahora eres mi cordura. No puedo seguir sin ti.
—Viviste todos esos años en Yzordderrex.
—Te tenía allí —dijo él—, sólo que con un nombre diferente.
—Y sin embargo eras cruel.
—Imagina cuánto más cruel habría sido —le dijo él, como si le asombrara esa posibilidad—, si no hubiera tenido tu rostro para apaciguarme.
—¿Es eso todo lo que soy para ti? ¿Un rostro?
—Sabes bien que no —dijo él y su voz descendió hasta convertirse en un susurro.
—Dímelo —le respondió ella pidiéndole un poco de cariño. Sartori miró por encima del hombro, hacia la legión. Si les habló, Jude no lo oyó. Las bestias se limitaron a retirarse, amedrentadas por su mirada. Cuando se fueron, su amante le rodeó el rostro con las manos, los dedos meñiques justo por debajo de la línea de la mandíbula, los pulgares posados con suavidad en las comisuras de sus labios. A pesar del calor que seguía elevándose del asfalto cocido, la piel del hombre estaba fresca.
—Por una razón u otra —le dijo—, no tenemos mucho tiempo así que lo diré de forma muy simple. Ya no hay futuro para nosotros. Quizá lo había ayer pero esta noche…
—Creí que ibas a construir una Nueva Yzordderrex.
—Así era. Y tengo el modelo perfecto para ella aquí. —Los pulgares masculinos se desplazaron de las comisuras de su boca al centro de los labios y los acariciaron—. Una ciudad hecha a tu imagen y semejanza, en lugar de estas calles miserables.
—¿Pero ahora?
—No tenemos tiempo, amor. Mi hermano está haciendo su trabajo ahí arriba y cuando termine… —Sartori suspiró y bajó todavía más la voz—, cuando termine…
—¿Qué? —dijo ella. Había algo que él quería compartir con ella pero era él mismo quien se lo prohibía.
—Tengo entendido que volviste a Yzordderrex —le dijo él.
Jude quería presionarlo para que terminase su explicación pero sabía que no debía espolearlo demasiado así que le respondió; sabía que las antiguas dudas de su amante podían surgir de nuevo si tenía paciencia. Sí, le dijo, era cierto que había estado en Yzordderrex y había encontrado el palacio muy cambiado. Eso despertó el interés de Sartori.
—¿Quién se ha apropiado de él? ¿No será Rosengarten? No. Los carestes. Ese puñetero cura, el tal Atanasio…
—Ninguno de esos.
—¿Entonces quién?
—Las Diosas.
La telaraña de luminiscencia aleteó alrededor de su cabeza, agitada por su angustia.
—Siempre estuvieron allí —le dijo Jude—. O al menos una de ellas, una Diosa llamada Urna Umagammagi. ¿Has oído hablar de Ella?
—Leyendas…
—Estaba en el Eje.
—Eso es imposible —dijo Sartori—. El Eje le pertenece al Invisible. Toda Imajica le pertenece al Invisible.
Jude jamás había oído de sus labios ni un aliento de sumisión, pero ahora lo oyó.
—¿También es nuestro Dueño? —le preguntó.
—Quizá podamos escapar de eso —le respondió él—. Pero será difícil, amor. Es el Padre de todos nosotros. Espera obediencia, incluso hasta el final. —De nuevo una dolorosa pausa pero esta vez la siguió una petición—. ¿Querrás abrazarme? —le preguntó.
Jude respondió con los brazos. Las manos masculinas abandonaron su rostro, le atravesaron el cabello y se unieron a su espalda.
—Antes pensaba que construir ciudades era algo divino —murmuró Sartori—. Y que si construía una lo bastante magnífica, permanecería para siempre y yo también. Pero todo desaparece antes o después, ¿no es cierto?
Jude oyó en sus palabras una desesperación que era todo lo contrario al celo visionario de Cortés, como si desde que los había conocido se hubieran intercambiado sus vidas. Cortés, el amante infiel, se había convertido en comerciante de cielos mientras que Sartori, el antiguo fabricante de infiernos, estaba aquí, ofreciendo amor como última salvación.
—¿Qué es la obra de Dios —le preguntó ella en voz baja—, si no la construcción de ciudades?
—No lo sé —dijo el hombre.
—Bueno… quizá no sea asunto nuestro —le respondió ella, quería fingir la indiferencia que siente un amante ante asuntos de importancia—. Nos olvidaremos del Invisible. Nos tenemos el uno al otro. Tenemos el niño. Podemos estar juntos todo el tiempo que queramos.
Había tanta verdad en esos sentimientos, Jude albergaba tanta esperanza de que esa visión pudiera hacerse realidad, que utilizarla para manipularlo la enfermaba. Pero tras haberle dado la espalda a la casa y todo lo que contenía, podía oír en los susurros de su amante ecos de las mismas dudas que la habían convertido a ella en una paria y si tenía que utilizar los sentimientos que había entre ellos para resolver por fin el enigma, que así fuera. Su eficacia no alivió las náuseas que le producía aquel engaño. Cuando Sartori dejó escapar un pequeño sollozo, como ocurrió ahora, Jude quiso confesarle sus motivos. Pero luchó contra ese deseo y lo dejó sufrir con la esperanza de que por fin su amante se desahogara y confesara todo lo que sabía, aunque sospechaba que aquel hombre jamás se había atrevido siquiera a dar forma a esos pensamientos y mucho menos a expresarlos.
—No habrá ningún niño —dijo—, ni estaremos juntos.
—¿Por qué no? —le respondió ella mientras luchaba por mantener un tono optimista—. Podemos irnos ahora, si quieres. Podemos ir a cualquier sitio y escondernos.
—Ya no quedan lugares en los que esconderse —le dijo él.
—Encontraremos uno.
—No. No hay ninguno.
Sartori se apartó de ella. Jude se alegró de que estuviera llorando. Sus lágrimas eran un velo entre la mirada de su amante y su propia duplicidad.
—Le dije al Reconciliador que yo era mi propio destructor —le dijo él—. Le dije que veía mis obras y conspiraba contra ellas. Pero entonces me pregunté: ¿De quién son los ojos con los que miro? ¿Y sabes cuál es la respuesta? Son los ojos de mi Padre, Judith. Los ojos de mi Padre…
De todas las voces que regresaron a la cabeza de Jude mientras él hablaba, fue la de Clara Leash la que ella oyó. El hombre destructor que deshace el mundo por propia voluntad. ¿Y existía alguna masculinidad más perfecta que el Dios del Primer Dominio?
—Si yo veo mis obras con estos ojos y quiero destruirlos —murmuró Sartori—, ¿qué ve Él? ¿Qué quiere Él?
—La Reconciliación —dijo ella.
—Sí. Pero ¿por qué? No es un comienzo, Judith. Es el final. Cuando Imajica esté completa, la convertirá en un yermo.
Jude se apartó de él.
—¿Cómo lo sabes?
—Creo que siempre lo he sabido.
—¿Y no has dicho nada? Todas esa palabrería sobre el futuro…
—No me atrevía a admitirlo ante mí mismo. No quería creer que fuese otra cosa salvo yo mismo. Tú lo entiendes. Te he visto luchar para ver con tus propios ojos. Yo hice lo mismo. No podía admitir que Él formara parte de mí, hasta ahora.
—¿Por qué ahora?
—Porque a ti te veo con mis propios ojos. Es con mi corazón con el que te quiero. Te quiero, Judith, y eso significa que me he librado de Él. Puedo admitir… lo… que… sé.
Sartori se disolvió en lágrimas pero seguía aferrado a ella mientras temblaba.
—No hay lugar en el que esconderse —le dijo él—. Sólo nos quedan unos minutos, juntos, tú y yo. Apenas unos dulces momentos. Luego se habrá acabado.
Jude oía todo lo que él le decía pero sus pensamientos se hallaban también en lo que estaba ocurriendo en la casa que tenía a sus espaldas. A pesar de todo lo que le había oído a Urna Umagammagi, a pesar del celo del maestro, a pesar de todas las calamidades que provocaría su interferencia, había que interrumpir la Reconciliación.
—Todavía podemos detener al Dios —le dijo a Sartori.
—Ya es demasiado tarde —respondió él—. Que disfrute de su victoria. Nosotros podemos desafiarlo de una forma mejor. De una forma más pura.
—¿Cómo?
—Podemos morir juntos.
—Eso no es desafiarlo. Es una derrota.
—No quiero vivir con su presencia en mí. Quiero acostarme a tu lado y morir. No dolerá, amor.
Sartori se abrió la chaqueta. Tenía dos hojas en el cinturón. Resplandecían bajo la luz de las hebras flotantes, pero los ojos del hombre resplandecían aun más, mucho más peligrosos. Sus lágrimas se habían secado y parecía casi feliz.
—Es el único modo —le dijo él.
—No puedo.
—Si me quieres, lo harás.
Jude se soltó el brazo.
—Quiero vivir —dijo mientras daba un paso atrás para apartarse de él.
—No me abandones —le respondió él. Había una advertencia en su voz y también un ruego—. No me dejes a merced de mi Padre. Por favor. ¡Si me quieres, no me dejes a merced de mi Padre, Judith!
Se sacó los cuchillos del cinturón y fue tras ella ofreciéndole al mismo tiempo el mango de uno, como un mercader que vendiera suicidios. Jude le dio un golpe a la hoja que le brindaba y el cuchillo se desprendió de la mano masculina. Cuando el filo voló por los aire, ella se dio la vuelta, quisiera la Diosa que Clem hubiera dejado la puerta abierta. La había dejado y había encendido todas las velas que pudo encontrar, a juzgar por el derroche de luz que se vertía por los escalones. Aceleró el paso y oyó la voz de Sartori tras ella mientras corría. Sólo dijo su nombre, pero la amenaza que se ocultaba en esas sílabas era inconfundible. Jude no contestó (su huida era respuesta suficiente) pero cuando llegó a la acera, giró la cabeza y lo miró. Su amante estaba recogiendo el cuchillo caído y ya se levantaba.
Una vez más dijo:
—Judith…
Pero esta vez era una advertencia de un orden distinto. A su izquierda, un movimiento atrajo la mirada de Jude. Uno de los gek-a-gek, el afilador, corría hacia ella, la cabeza plana ancha ahora como la boca de una alcantarilla y con dientes hasta las tripas.
Sartori chilló una orden pero la bestia iba por libre y la atacó sin que nada lo controlara. Jude corrió hacia la puerta y en ese momento escuchó un aullido en la entrada. Lunes estaba allí, desnudo salvo por un mugriento calzoncillo, en la mano una porra improvisada que balanceaba alrededor de la cabeza como un poseso. Jude pasó por debajo del barrido de la porra al llegar a la puerta. Clem estaba detrás del muchacho, listo para tirar de ella y meterla pero ella se volvió para gritarle a Lunes que se apartara a tiempo de ver que el gek-a-gek subía los escalones en su busca. El defensor de Jude no sólo no se apartó sino que bajó el arma con un silbido, dibujó un arco y golpeó al gek-a-gek en la cabeza abierta. La porra se rompió en mil pedazos pero golpe partió uno de los bulbosos ojos de la bestia. Esta, aunque herida, tenía masa suficiente para impulsarla hacia delante y una de las garras recién afiladas encontró la espalda de Lunes cuando éste se volvió para esquivarlo. El muchacho chilló y quizá hubiera caído bajo el ataque del oviáceo si Clem no lo hubiera agarrado por los brazos y prácticamente lo hubiera lanzado al interior de la casa.
La bestia, medio ciega, estaba a un metro de los pies de Jude, había lanzado hacia atrás la cabeza y bramaba de dolor. Pero no era el buche lo que ella vigilaba. Era a Sartori, que venía una vez más hacia la casa, un cuchillo en cada mano y dos gek-a-gek tras sus talones. Tenía los ojos clavados en ella y le brillaban de dolor.
—¡Dentro! —gritó Clem y Jude renunció tanto a la vista como a la puerta para traspasar de golpe el umbral.
El oviáceo tuerto fue tras ella en ese instante pero Clem fue más rápido. La pesada puerta se cerró en un momento y allí estaba Hoi-Polloi para echar los cerrojos a toda prisa y dejar a la bestia herida y a su dueño, aún más herido, fuera, en medio de la oscuridad.
En el piso de arriba, Cortés no oyó nada. Por fin había atravesado, merced a los buenos oficios del círculo, el In Ovo y había entrado en lo que Pai había llamado la Mansión del Nexo, el Ana, donde él y los otros maestros emprenderían la penúltima fase del oficio. La vida convencional de los sentidos sobraba en este lugar y para Cortés estar aquí era como un sueño en el que él todo lo sabía sin que nadie supiera nada de él, poderoso sin ser rígido. No lloró por el cuerpo que había dejado en la calle Gamut. Si nunca volvía a habitarlo no sería una gran pérdida, pensó. Su estado aquí era mucho más hermoso, como una cifra en una ecuación exquisita que no se podía eliminar ni reducir sino que era todo lo que tenía que ser (ni más, ni menos) para cambiar la suma de las cosas.
Sabía que los otros estaban con él y aunque no tenía ojos para verlos, su mente jamás había poseído una paleta tan inmensa como tenía ahora, ni su imaginación había sido tan sutil. Aquí no había necesidad de plagiar ni falsificar. Con su metempsicosis había conseguido acceso a una comprensión visionaria que jamás había soñado tener y su imaginación rebosaba correlativos para los que lo acompañaban.
Inventó a Ácaro Bronco ataviado con el traje de colores que le había visto lucir cuando lo conoció en Vanaeph, pero compuesto ahora por las maravillas del Cuarto. Un traje de montañas, espolvoreado por la nieve de las Jokalaylau; una camisa de Patashoqua, con el cinturón de sus murallas; una aureola reluciente, verde y dorada que arrojaba su luz sobre un rostro tan concurrido como la autopista. Scopique era una visión un poco menos estridente, el polvo gris del Kwem ondeaba a su alrededor como un abrigo hecho jirones, sus partículas grababan las glorias del Tercero en sus pliegues. Allí estaba la Cuna. Y también los templos de L’Himby así como la Vía Crucis. Había incluso un destello de la vía del tren, el humo de su locomotora se elevaba y añadía su oscuridad a la tormenta.
Luego Atanasio, ataviado con un sayo de tela sucia, transportaba en sus manos sangrantes una representación perfecta de Yzordderrex, desde la calzada al desierto, desde el puerto al Ipse. El océano brotaba de su flanco herido y la corona de espinas que llevaba florecía y arrojaba pétalos de luz irisada sobre todo lo que sostenía. Y por fin allí estaba Chicka Jackeen, iluminado por los rayos, igual que lo había visto doscientos años atrás, esa misma noche del solsticio de verano. Entonces lloraba y el miedo le había pintado la piel del color de la cera. Pero ahora la tormenta era su posesión, no su azote, y los arcos de fuego que saltaban entre sus dedos eran una geometría bella y austera que resolvía el misterio del Primero y, al desvelarlo, convertía en perfección el nuevo enigma.
Tras inventarlos de este modo, Cortés se preguntó si ellos, a su vez, lo estaban inventando a él o si acaso ese ansia que tenía el pintor de ver era para ellos irrelevante y lo que imaginaban, al saber que estaba allí, era un cuerpo más sutil que cualquier visión. Así sería mejor, supuso, y con el tiempo él también aprendería a desprenderse de sus literalismos, del mismo modo que se había despojado del yo que llevaba su nombre. Ya no le quedaba nada que lo uniera a este Cortés, ni a la historia que tenía detrás. Era una tragedia, ese yo; cualquier yo. Era un matrimonio que lo unía a la pérdida y si no hubiera querido ver por última vez a Pai’oh’pah, quizá hubiera rezado para que su recompensa por la Reconciliación fuese este estado de perpetuidad.
Pero sabía que eso no era plausible, por supuesto. El santuario del Ana existía sólo durante un tiempo muy breve y mientras lo hacía tenía asuntos más ecuménicos que resolver que alimentar a una única alma. Los maestros ya habían cumplido con su misión al traer los Dominios a este lugar sagrado y pronto sobrarían. Ellos volverían a sus círculos y dejarían que Dominio se fundiera con Dominio y al hacerlo harían retroceder el In Ovo como si fuera un mar maligno. Sobre lo que ocurriera entonces sólo se podía conjeturar. Cortés dudaba que se fuera a producir un instante de revelación, que todas las naciones del Quinto se despertaran en el mismo instante y vieran ese estado sin trabas. Lo más probable es que fuera algo lento, el trabajo de años. Rumores al principio, luego podrían encontrar puentes envueltos en nieblas lo que tuvieran la impaciencia suficiente para mirar. Después los rumores se convertirían en certezas y los puentes se transformarían en calzadas y las nieblas en grandes nubes hasta que, en una generación o dos, nacerían niños que sabrían sin que nadie se lo enseñara que la especie tenía cinco Dominios que explorar y que algún día descubriría su propia Divinidad en sus vagabundeos. Pero el tiempo que llevara alcanzar ese día bendito carecía de importancia. En el momento en el que el primer puente, por pequeño que fuera, se forjara, Imajica estaría completa; y en ese momento, cada alma del Dominio, desde la cuna al lecho de muerte, estaría curada en alguna parte diminuta de su ser, y por ello tomaría más ligera su próximo aliento.
Jude esperó en el vestíbulo sólo el tiempo de asegurarse que Lunes no estaba muerto, luego se dirigió a las escaleras. Las corrientes que habían producido tales incomodidades ya no circulaban por el sistema de la casa: señal segura de que arriba estaba en marcha una nueva fase del oficio (posiblemente la última). Clem se reunió con ella al pie de las escaleras, armado con otras dos de las porras caseras de Lunes.
—¿Cuántas de esas criaturas hay ahí fuera? —exigió saber.
—Una media docena.
—Entonces tendrás que vigilar la puerta de atrás —dijo mientras le tiraba a Jude una de las armas.
—Úsala tú —le respondió ella y siguió adelante—. No los dejes entrar, aguanta todo el tiempo que puedas.
—¿Adónde vas tú?
—A detener a Cortés.
—¿A detenerlo? Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Porque Dowd tenía razón. Si completa la Reconciliación, estamos muertos.
Clem dejó las porras a un lado y sujetó a la joven.
—No, Judy —le dijo—. Sabes que no puedo dejar que lo hagas.
No era sólo Clem el que hablaba sino Tay también: dos voces y una sola declaración. Era lo más angustioso que había oído o visto fuera, que esta orden la emitiera un rostro que ella amaba. Pero conservó la calma.
—Suéltame —dijo mientras estiraba la mano hacia la barandilla para impulsarse escaleras arriba.
—Te ha retorcido la mente, Judy —dijeron los ángeles—. No sabes lo que estás haciendo.
—Lo sé muy bien, maldita sea —dijo ella y luchó por liberarse.
Pero los brazos de Clem, a pesar de las ampollas, eran inflexibles. Jude miró a Lunes en busca de ayuda pero tanto él como Hoi-Polloi se habían apoyado en la puerta que los gek-a-gek estaban golpeando con sus inmensos miembros. Por muy sólidas que fueran las maderas, pronto se astillarían. Tenía que llegar a Cortés antes de que entraran las bestias o todo habría acabado.
Y luego, por encima del estrépito del asalto, se oyó una voz que Jude sólo había oído alzarse una vez.
—Suéltala.
Celestine había salido de su habitación envuelta en una sábana. La luz de las velas temblaba a su alrededor pero ella se mostraba firme, la mirada hipnótica. Los ángeles giraron la cabeza y la miraron, las manos de Clem todavía sujetaban a Jude con fuerza.
—Quiere…
—Sé lo que quiere hacer —dijo Celestine—. Si sois nuestros protectores, protegednos ahora. Soltadla.
Jude sintió que la duda aflojaba las manos que la inmovilizaban. No les dio a los ángeles tiempo de cambiar de opinión, terminó de liberarse y comenzó a subir de nuevo las escaleras. A medio camino, oyó un grito, miró abajo y vio que tanto Hoi-Polloi como Lunes se precipitaban hacia delante cuando el panel central de la puerta se rompía y un miembro prodigioso lo atravesaba para arañar el aire.
—¡Adelante! —le gritó Celestine y Jude volvió a su ascenso al tiempo que la mujer se colocaba al pie de las escaleras para guardar el paso.
Aunque había mucha menos luz arriba que abajo, los detalles del mundo físico se hicieron más insistentes a medida que Jude subía. El tramo que pisaba con los pies descalzos se convirtió de repente en un país de las maravillas de granos y agujeros cuya geografía era cautivadora. Y tampoco era sólo su visión la que rebosaba. La barandilla que tenía bajo su mano era más seductora que la seda, el aroma de la sabia y el sabor del polvo suplicaban que los oliera y los saboreara. Jude desafió todas aquellas distracciones y se concentró en la puerta que tenía delante, aguantó el aliento y quitó la mano de la barandilla para minimizar las fuentes de sensaciones. Aun así, todo la asaltaba. Los crujidos de las escaleras eran lo bastante exquisitos para que se pudieran orquestar. Las sombras que rodeaban la puerta tenían matices de los que alardear y que pedían su devoción. Pero ella tenía un látigo a sus espaldas: la conmoción que subía del piso de abajo. Cada vez se oía más cerca y ahora (abriéndose paso entre los gritos y los rugidos) se oía la voz de Sartori.
—¿Adónde vas, amor? —le preguntaba—. No puedes dejarme. No te lo permitiré. ¡Mira! ¿Amor mío? ¡Mira! He traído los cuchillos.
Jude no se dio la vuelta, cerró los ojos, se tapó los oídos con las manos y subió tambaleándose el resto de las escaleras, ciega y sorda a todo. Sólo cuando los dedos de los pies no encontraron más obstáculos y supo que había llegado arriba, sólo entonces se atrevió a mirar de nuevo. Las seducciones comenzaron otra vez, al instante. Cada muesca de cada clavo de la puerta decía: «detente y estudiante». El polvo que se elevaba a su alrededor era una constelación en la que se podría haber perdido para siempre. Lo atravesó sin pensar, con la mirada pegada a la manija de la puerta y la agarró con tal fuerza que el malestar canceló la fascinación el tiempo suficiente para que la girara y abriera la puerta de golpe. A su espalda la volvía a llamar Sartori, pero esta vez parecía arrastrar las palabras, como si la profusión lo distrajera.
Delante de ella estaba el reflejo de su amante, desnudo, en el centro de las piedras. Estaba sentado en la postura universal del que medita: piernas cruzadas, ojos cerrados, las manos en el regazo con las palmas hacia arriba para recoger las bendiciones que se confiriesen. Aunque eran muchas las cosas en aquella sala que le llamaban a Jude la atención (la repisa de la chimenea, la ventana, las tablas del suelo y las vigas del techo) la suma de tantos atractivos, inmensa como era, no podía competir con la gloria de la desnudez humana, de esta desnudez que ella había amado y al lado de la cual había yacido, más que cualquier otra cosa. Ni los halagos de las paredes (él yeso manchado era como un mapa de algún país desconocido) ni las técnicas de persuasión de las hojas aplastadas del alféizar podían distraerla ya. Tenía los sentidos clavados en el Reconciliador y cruzó la habitación hacia él en unas pocas zancadas al tiempo que lo llamaba por su nombre.
Pero este no se movió. Allá por donde su mente vagara, estaba demasiado lejos de este lugar (o más bien, este lugar era una parte demasiado pequeña de su palestra) para que lo reclamara cualquier voz de aquí, por desesperada que estuviese. Jude se detuvo al borde del círculo. Aunque no había nada que sugiriese que lo que se encontraba dentro estuviese fluyendo, ella había visto el daño que había sufrido tanto Dowd como su anulador cuando habían sido tan imprudentes como para violar los límites. Oyó que abajo Celestine daba un grito de advertencia. No había tiempo para equivocaciones. El círculo haría lo que tuviese que hacer y ella tendría que aceptar las consecuencias.
Jude cobró ánimos y entró en el perímetro. Al instante, la afligieron la miríada de incomodidades que acompañaban el paso (picores, punzadas y espasmos) y por un momento pensó que el círculo pretendía despacharla al otro lado del In Ovo. Pero el trabajo que estaba llevando a cabo anulaba tal función y los dolores se limitaron a ir aumentando cada vez más, obligándola a caer de rodillas delante de Cortés. Derramaron lágrimas sus párpados soldados y sus labios las más groseras maldiciones. El círculo no la había matado pero un minuto más de este acoso y podría hacerlo. Tenía que actuar con rapidez.
Se obligó a abrir los ojos llenos de agua y posó la mirada sobre Cortés. Los gritos no lo habían sacado de su letargo, ni tampoco las maldiciones así que Jude no desperdició aliento emitiendo más. En lugar de eso, lo cogió por los hombros y comenzó a sacudirlo. El hombre tenía los músculos relajados y se tambaleó entre sus manos, pero o bien porque lo había tocado o por el hecho de haber invadido el círculo encantado, el caso es que consiguió arrancarle una respuesta. Cortés jadeó como si lo hubieran desarraigado de algún profundo lugar sin aire.
Entonces Jude comenzó a hablar.
—¿Cortés? ¡Cortés! ¡Abre los ojos! Cortés. ¡He dicho que abras los putos ojos!
Le estaba haciendo daño, lo sabía. El ritmo y el volumen de los jadeos masculinos aumentaron y su rostro, que hasta entonces lucía una expresión beatífica y plácida, estaba deformado por ceños y muecas. A Jude le gustó lo que vio. Se había mostrado tan pagado de su modo mesiánico. Ahora tendría que ponerse fin a tanta complacencia y si le dolía un poco, era culpa suya, maldita sea, por ser tan hijo de su Padre.
—¿Me oyes? —le gritó Jude—. Tienes que detener el oficio. ¡Cortés! ¡Tienes que detenerlo!
Los ojos de Cortés comenzaron a parpadear y a abrirse.
—¡Bien! ¡Bien! —le dijo ella, le hablaba a la cara como una maestra de escuela intentando convencer a un alumno rebelde.
—¡Puedes hacerlo! Puedes abrir los ojos. ¡Vamos! ¡Hazlo! Si no lo haces tú, lo haré yo por ti, ¡te lo advierto!
Y Jude cumplió su palabra, levantó la mano derecha, le cogió el ojo izquierdo y le levantó el párpado con el pulgar. Cortés tenía el ojo en blanco. Donde quiera que estuviese, todavía estaba muy lejos y Jude no estaba muy segura de que su cuerpo tuviera la fuerza necesaria para soportar la angustia mientras lo convencía para que volviera a casa.
Y entonces, desde el rellano, detrás de ella, la voz de Sartori:
—Es demasiado tarde, amor —le dijo—. ¿Es que no lo sientes? Ya es demasiado tarde.
A Jude no le hizo falta volver la vista para mirarlo. Podía imaginárselo con bastante claridad, con los cuchillos en las manos y una elegía en el rostro. Tampoco respondió. Necesitaba hasta el último gramo de su voluntad y su ingenio para despertar al hombre que tenía delante.
¡Y entonces acudió la inspiración! La mano de Jude abandonó el rostro del hombre y se deslizó hasta su ingle, del párpado a los testículos. Seguro que todavía quedaba suficiente del viejo Cortés en el Reconciliador como para que valorara su masculinidad. La joven notó la piel del escroto suelta en aquella cálida habitación. Le pesaban los huevos de él en la mano, pesados y vulnerables. Los sostuvo con fuerza.
—Abre los ojos —le dijo—, o que Dios me ayude porque voy a hacerte daño.
Cortés permaneció impasible. Ella apretó la mano.
—Despierta —le dijo.
Nada todavía. Jude estrujó aún más fuerte y luego los retorció.
—¡Despierta!
A Cortés se le aceleró la respiración. Ella volvió a retorcer la mano y el Reconciliador abrió de repente los ojos, los jadeos se convirtieron en un chillido que no cesó hasta que ya no le quedó más aire en los pulmones que soltar. Cuando cogió aire, Cortés levantó los brazos para sujetar a Jude por el cuello y esta tuvo que soltarle los huevos, pero no importó. El maestro estaba despierto y furioso.
Comenzó a levantarse y, al hacerlo, sacó a la joven del círculo. Jude cayó con torpeza pero comenzó a hostigarlo incluso antes de levantar la cabeza.
—¡Tienes que detener el oficio!
—Estás… loca… mujer… —gruñó él.
—¡Hablo en serio! ¡Tienes que detener el oficio! ¡Es un complot! —Jude se puso en pie como pudo—. ¡Dowd tenía razón, Cortés! Hay que detenerlo.
—No vas a estropearlo ahora —le dijo él—. Llegas demasiado tarde.
—¡Encuentra algún modo! —le respondió Jude—. ¡Tiene que haber algún modo!
—Si vuelves a acercarte a mí, te mataré —le advirtió Cortés. Examinó el círculo para asegurarse de que estuviera todavía intacto. Lo estaba—. ¿Dónde está Clem? —chilló—. ¿Clem?
Sólo entonces miró más allá de Judith, a la puerta, y tras la puerta la tenebrosa figura que aguardaba en el rellano. El ceño se convirtió en un gesto de ira y repulsión y Jude supo que se había perdido cualquier esperanza de convencerlo. Cortés sólo veía allí una conspiración.
—Ahí lo tienes, amor —dijo Sartori—. ¿No te había dicho que ya era demasiado tarde?
Los dos gek-a-gek se relamían a sus pies. Los cuchillos relucían entre sus manos. Esta vez no le ofreció el mango de ninguno. Había venido a quitarle la vida si ella se negaba a quitársela sola.
—Querida mía —le dijo—, se acabó.
Sartori dio un paso adelante y cruzó el umbral.
—Podemos hacerlo aquí —dijo mirándola desde su altura—, donde nos hicieron a los dos. ¿Qué mejor lugar?
A Jude no le hizo falta volver la vista para saber que Cortés lo estaba oyendo todo.
¿Suponía eso que quedaba una astilla de esperanza? ¿Podría caer de los labios de Sartori una frase que conmoviera a Cortés allí donde las suyas habían fracasado?
—Voy a tener que hacerlo por los dos, amor —dijo Sartori—. Tú eres demasiado débil. No ves las cosas con claridad.
—Yo no… quiero… morir —le respondió ella.
—No tienes alternativa —le dijo su amante—. O lo hace el Padre o lo hace el Hijo. Eso es todo. Padre o Hijo.
Tras ella, Jude oyó que Cortés murmuraba tres sílabas.
—Oh, Pai.
Entonces Sartori dio un segundo paso, salió de las sombras y lo iluminó la luz de las velas. En ese momento, el obsesivo escrutinio de la habitación clavó en él cada miserable bocado. Tenía los ojos húmedos por la desesperación, los labios tan secos que estaban grisáceos. El cráneo le brillaba a través de la piel pálida y los dientes, por su formación, conformaban una sonrisa letal. Era la Muerte, en cada uno de sus detalles. Y si ella lo admitía así (ella, que lo amaba), seguro que Cortés también tenía que verlo.
Sartori dio un tercer paso hacia ella y alzó los cuchillos por encima de la cabeza. Jude no apartó la vista, levantó la cabeza hacia él y lo desafió a arruinar con las hojas de los cuchillos lo que había acariciado con los dedos sólo minutos antes.
—Yo habría muerto por ti —murmuró él. Las hojas estaban en el punto más alto del reluciente arco que habían dibujado, listas para caer—. ¿Por qué no morirías tú por mí?
No esperó la respuesta, aunque ella hubiera tenido alguna que darle, sino que dejó que los cuchillos descendieran. Al acercarse estos a sus ojos, Jude desvió la mirada pero antes de que le alcanzaran la mejilla y el cuello, el Reconciliador aulló tras ella y la habitación entera tembló. Algo tiró a Jude al suelo y las hojas de Sartori no la alcanzaron por milímetros. Las velas de la repisa de la chimenea se consumieron y se apagaron pero había otras luces para ocupar su lugar. Las piedras del círculo parpadeaban como hogueras diminutas aplastadas por un potente viento, motas de luminosidad salían disparadas de ellas y golpeaban las paredes. Al borde del círculo se encontraba Cortés. En la mano, la razón de toda aquella confusión. Había cogido una de las piedras, armándose y rompiendo el círculo en el mismo instante. Estaba claro que conocía la gravedad de su acto. Había una expresión de dolor en su rostro, un dolor tan profundo que parecía haberlo incapacitado. Tras levantar la piedra se había quedado inmóvil, como si la voluntad de deshacer el oficio hubiera perdido ya ímpetu.
Jude se puso en pie, aunque la habitación temblaba con más violencia que nunca. Sentía las tablas bastante sólidas bajo sus pies pero se habían oscurecido hasta hacerse casi invisibles; sólo veía los clavos que las mantenían en su sitio, el resto, a pesar de la luz que emitían las piedras, estaban oscuro como la boca de un lobo y cuando Jude echó a andar hacia el círculo, le parecía estar pisando un enorme vacío.
Un ruido acompañaba ahora a cada temblor: una mezcla de madera torturada y yeso agrietado, todo subrayado por un hervor gutural cuya fuente ella no comprendió hasta que alcanzó el borde del círculo. Desde luego que la oscuridad que había bajo ellos era un vacío (el In Ovo se había abierto al romper Cortés el círculo) y en su interior, ya despiertos gracias a los manejos de Sartori, los prisioneros que se confabulaban y supuraban allí comenzaban a subir al olor de la huida.
En la puerta, los gek-a-gek elevaron un clamor de anticipación al presentir la liberación de sus compañeros. Pero pese a todo su poder, de pocos restos disfrutarían en la consiguiente matanza. Comenzaban a surgir formas allí abajo que los hacían parecer simples gatitos: entidades de tal elaboración que ni los ojos de Jude ni su agudeza podían abarcar. Aquella visión la aterrorizó pero si esta era la única forma de detener la Reconciliación, que así fuera. La historia se repetiría y el maestro quedaría maldito por segunda vez.
Cortés había visto el ascenso de los oviáceos con tanta claridad como ella y la imagen lo dejó congelado. Resuelta a toda costa a evitar que él restableciera el estatus quo, Jude estiró el brazo para quitarle la piedra de la mano y tirarla por la ventana. Pero antes de que sus dedos pudieran cogerla, el maestro levantó la vista y la miró. La angustia había desaparecido de su rostro, sustituida por la cólera.
—¡Tira la piedra! —le gritó ella.
Pero los ojos de Cortés no estaban posados en ella. Miraban al que tenía al lado, ¡Sartori! Jude se apartó de golpe cuando bajaron los cuchillos, se aferró a la repisa de la chimenea y se dio la vuelta para ver a los dos hermanos cara a cara, uno armado con los cuchillos, el otro con la piedra.
La mirada de Sartori había acompañado a Jude cuando ésta saltó y antes de que pudiera volver los ojos hacia su enemigo, Cortés bajó la piedra con un golpe a dos manos que sacó chispas de uno de los filos cuando lo arrancó de los dedos de su hermano. Ahora que disponía de ventaja, Cortés fue a por el segundo cuchillo pero Sartori ya lo había alejado de su alcance antes de que la piedra pudiera golpearlo, así que Cortés le asestó el golpe a la mano vacía, el crujido de los huesos de su hermano se oyó por encima del estrépito de los oviáceos y las tablas y el crujido de las paredes.
Sartori lanzó un lastimero grito y levantó la mano fracturada delante de su hermano como si quisiera provocarle remordimientos por la herida. Pero cuando los ojos de Cortés se dirigieron a la mano rota de Sartori, la otra, entera y afilada, se precipitó sobre su flanco. Cortés vislumbró el filo y se giró un poco para evitarlo pero el cuchillo encontró su brazo y lo abrió hasta el hueso, desde la muñeca hasta el codo. El maestro dejó caer la piedra y una lluvia de sangre cayó detrás, y cuando levantó la palma para restañar la hemorragia, Sartori entró en el círculo asestando puñaladas a diestro y siniestro.
Indefenso, Cortés se retiró ante el filo y, al inclinarse hacia atrás para evitar los cortes, perdió pie y se desplomó bajo su atacante. Una cuchillada habría terminado con él en ese mismo instante. Pero Sartori quería intimidad. Se puso a horcajadas sobre el cuerpo de su hermano y se agachó sobre él sin dejar de tirar tajos a los brazos de Cortés, que intentaba evitar el golpe de gracia.
Jude registró las endebles tablas en busca del cuchillo caído, distraían su mirada las malignas formas que por todas partes volvían el rostro hacia la libertad. La hoja, si la encontraba, no le serviría de mucho contra ellas pero quizá todavía pudiera acabar con Sartori. Este había planeado quitarse la vida con uno de estos cuchillos y ella quizá aun pudiera darle ese uso si conseguía encontrarlo.
Pero antes de poder hacerlo, oyó un sollozo procedente del círculo y, al mirar atrás, vio a Cortés tirado bajo el peso de su hermano; sufría horribles heridas, el pecho abierto por varios sitios, profundos cortes en la mandíbula, las mejillas y las sienes, las manos y los brazos surcados de arañazos. Pero el sollozo no lo había emitido él, sino Sartori, que había levantado el cuchillo y estaba profiriendo un último grito antes de hundir la hoja en el corazón de su hermano.
Aquel dolor era prematuro. Al bajar el cuchillo, Cortés encontró las fuerzas necesarias para agitarse una última vez y en lugar de encontrar el corazón, la hoja entró por la parte superior del pecho, debajo de la clavícula. Manchado de sangre, el mango se deslizó entre los dedos de Sartori. Pero no tuvo necesidad de recobrarlo. La recuperación de Cortés había terminado tan repentinamente como comenzó. Su cuerpo se desenroscó, cesaron los espasmos y el maestro yació quieto.
Sartori se levantó del vientre de su hermano y contempló el cuerpo durante un momento, luego se volvió para examinar el espectáculo del vacío. Aunque los oviáceos ya estaban cerca de la superficie, Sartori no se apresuró a actuar ni tampoco a retirarse sino que examinó todo el panorama, en cuyo centro él se encontraba, y por fin posó los ojos sobre Jude.
—Oh, amor —dijo en voz baja—. Mira lo que has hecho. Me has entregado a mi Padre Celestial.
Luego se inclinó, sacó la mano del círculo para recoger la piedra que había quitado Cortés y, con la delicadeza de un pintor que da la última pincelada, la volvió a poner en su lugar.
El estatus quo no quedó restaurado al instante. Las formas del mundo inferior siguieron subiendo, hirviendo de furia al presentir que algo había sellado la ruta que los llevaría al Quinto. El fuego de la piedra empezó a apagarse pero antes de que se agotara del todo, Sartori les murmuró una orden a los gek-a-gek y estos se inclinaron para abandonar el lugar que ocupaban junto a la puerta, las cabezas planas rozando el suelo. Jude pensó al principio que venían a por ella pero era a Cortés al que les habían ordenado recoger. Las bestias se separaron, rodearon el círculo, extendieron las garras sobre el perímetro y cogieron el cuerpo casi con ternura para luego levantarlo y apartarlo del camino de su maestro.
—Al piso de abajo —les dijo éste y las criaturas se retiraron por la puerta con su carga tras dejar a Sartori como único dueño del círculo.
Había descendido una terrible calma sobre la habitación. Habían desaparecido los últimos destellos del In Ovo, la luz de las piedras ya casi había desaparecido. En medio de la creciente oscuridad, Jude vio que Sartori encontraba su lugar en el centro del círculo y se sentaba.
—No lo hagas —le murmuró.
Su amante levantó la cabeza y emitió un pequeño gruñido, como si le sorprendiera que la joven siguiera en la habitación.
—Ya está hecho —le respondió él—. Todo lo que tengo que hacer es conservar el círculo hasta la medianoche.
Jude escuchó un gemido abajo, era Clem, que había visto lo que los oviáceos habían traído a la cima de las escaleras. Luego se oyeron tres golpes secos cuando tiraron el cuerpo escaleras abajo. Sólo podían faltar unos segundos para que las bestias volvieran a por ella, unos segundos para convencerlo de que saliera del círculo. Jude sólo conocía una manera y si fracasaba, no habría apelación.
—Te quiero —le dijo al hombre.
Estaba demasiado oscuro para verlo, pero sintió los ojos de él.
—Lo sé —le dijo su amante sin ningún sentimiento en la voz—. Pero mi Padre Celestial me amará más. Ahora está en Sus manos.
Jude sintió a los oviáceos moviéndose detrás de ella, sus alientos fríos en la nuca.
—No quiero volver a verte jamás —le dijo Sartori.
—Por favor, llámalos —le rogó Jude al recordar el modo en que aquellas bestias habían sujetado a Clem y habían estado a punto de devorarle los brazos.
—Vete por voluntad propia y no te tocarán —le dijo él—. Yo me estoy ocupando de los asuntos de mi Padre…
—Él no te quiere…
—Vete.
—Es incapaz de…
—Vete.
Jude se puso en pie. No quedaba nada más que decir o hacer. Al darle la espalda al círculo, los oviáceos le apresaron las piernas entre sus fríos flancos y la mantuvieron atrapada entre los dos hasta que llegó al umbral, querían asegurarse de que no atentaba por última vez contra su invocador. Luego le permitieron llegar sin escolta al rellano. Clem había comenzado a subir las escaleras con la porra en la mano pero la joven le ordenó que se quedara donde estaba, temía que los gek-a-gek lo hicieran trizas si subía un escalón más.
La puerta de la sala de meditación se cerró de golpe tras ella y Jude volvió la vista para confirmar lo que ya había supuesto, que los oviáceos la habían seguido hasta el exterior y ahora montaban guardia ante el umbral. Todavía nerviosa por si le lanzaban un último golpe, Jude cruzó el espacio que la separaba del primer escalón como si estuviera pisando huevos y sólo apresuró el paso al llegar a las escaleras.
Abajo había luz, pero la escena que iluminaba era tan sombría como todo lo que dejaba arriba. Cortés yacía al pie de las escaleras con la cabeza apoyada en el regazo de Celestine. La sábana que llevaba la mujer se le había deslizado de los hombros y había dejado al descubierto sus senos, ensangrentados allí donde se había llevado el rostro de su hijo a la piel.
—¿Está muerto? —le murmuró Jude a Clem.
Este negó con la cabeza.
—Resiste.
La joven no tuvo que preguntar por qué. La puerta de la calle estaba abierta, colgaba de los goznes, medio demolida y a través de ella, Jude oyó en una torre lejana la primera campanada de la medianoche.
—El círculo está completo —dijo.
—¿Qué círculo? —le preguntó Clem.
Jude no respondió. ¿Qué importaba ya? Pero Celestine había dejado de meditar contemplando el rostro de Cortés y había levantado la cabeza, había la misma pregunta en sus ojos que en los labios de Clem así que Jude les respondió con tanta claridad como pudo.
—Imajica es un círculo —dijo.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Clem.
—Las Diosas me lo dijeron.
Ya casi había llegado al pie de la escalera y ahora que estaba más cerca de madre e hijo vio que Cortés estaba literalmente aferrándose a la vida, se agarraba al brazo de Celestine y tenía los ojos clavados en el rostro de su madre. Sólo cuando Jude se hundió en el último escalón la miraron los ojos de Cortés.
—No… lo sabía —le dijo.
—Lo sé —le respondió Jude pensando que él hablaba del complot de Hapexamendios—. Yo tampoco quería creerlo.
Cortés negó con la cabeza.
—Me refiero al círculo —dijo—. No sabía que era un círculo…
—Era el secreto de las Diosas —dijo Jude.
Entonces habló Celestine, su voz tan tenue como las llamas que le iluminaban los labios.
—¿Hapexamendios no lo sabe?
Judo sacudió la cabeza.
—Entonces sea cual fuere el fuego que envíe —murmuró Celestine—, se abrirá camino ardiendo alrededor del círculo.
Jude estudió el rostro de aquella mujer, sabía que se podía aprovechar de alguna forma aquel conocimiento pero estaba demasiado agotada para encontrarle sentido. Celestine bajó los ojos y miró el rostro de Cortés.
—¿Hijo? —dijo.
—Sí, mamá.
—Ve con Él —le respondió Celestine—. Lleva tu espíritu al Primero y encuentra a tu Padre.
El esfuerzo de respirar ya parecía casi demasiado para Cortés por no hablar de un viaje. Pero aquello de lo que su cuerpo era incapaz, quizá podría lograrlo su espíritu. Levantó los dedos hacia el rostro de su madre y esta los cogió entre los suyos.
—¿Qué vas a hacer? —dijo Cortés.
—Invocar su fuego —dijo Celestine.
Jude miró a Clem para ver si aquel intercambio tenía más sentido para él que para ella pero el ángel parecía igual de perplejo. ¿De qué servía buscar la muerte cuando esta iba a llegar de todos modos, y con demasiada rapidez?
—Retrásalo —le decía Celestine a Cortés—. Ve con Él como amante hijo y mantén su atención todo el tiempo que puedas. Halágalo. Dile cuánto deseas ver su rostro. ¿Puedes hacer eso por mí?
—Por supuesto, mamá.
—Bien.
Satisfecha al saber que su hijo iba a hacer lo que le había encargado, Celestine volvió a colocarle la mano en el pecho y con un movimiento delicado apartó las rodillas de debajo de su cabeza y la posó con suavidad en las tablas. Tenía una última indicación para él.
—Cuando entres en el Primero, ve por los Dominios. Él no debe saber que hay otro camino, ¿entiendes?
—Sí, mamá.
—Y cuando llegues allí, hijo, escucha la voz. Está en el suelo. La oirás, si escuchas con atención. Dice…
—Nisi Nirvana.
—Eso es.
—Lo recuerdo —dijo Cortés—. Nisi Nirvana.
Como si el nombre fuera una bendición y pudiera protegerlo al partir, Cortés cerró los ojos y se despidió.
Celestine no se permitió sumirse en sus sentimientos sino que se levantó y se envolvió en la sábana mientras cruzaba el espacio que la separaba de las escaleras.
—Ahora tengo que hablar con Sartori.
—Eso va a ser difícil —dijo Jude—. La puerta está cerrada con llave y vigilada.
—Es mi hijo —respondió Celestine mirando el tramo de escaleras—. A mí me abrirá.
Y diciendo eso emprendió el ascenso.