Capítulo 22

1

Cortés no era el único ocupante de la casa de la calle Gamut que había olido el In Ovo en la brisa de aquellas últimas horas de la tarde; también lo había hecho alguien que en otro tiempo había estado prisionero en ese infierno entre Dominios: Descansito. Cuando Cortés volvió a la sala de meditación, tras encomendarle a Lunes la tarea de subir las piedras al piso de arriba y decirle a Clem que diera una vuelta por la casa para asegurarse de que estuviera bien cerrada, se encontró a su antiguo torturador subido a la ventana. Tenía lágrimas en las mejillas y los dientes le castañeteaban de una forma incontrolable.

—Se está acercando, ¿verdad? —dijo la criatura—. ¿Lo habéis visto, Liberatore?

—Sí, ya viene y no, no lo he visto —dijo Cortés—. No pongas esa cara de pánico, Descan. No voy a permitir que te ponga un dedo encima.

La criatura lució su lamentable sonrisa pero con los dientes moviéndose de aquella manera, el efecto fue grotesco.

—Os parecéis a mi madre —dijo el ente—. Cada noche me decía: nada va a hacerte daño, nada va a hacerte daño.

—¿Te recuerdo a tu madre?

—Teta arriba, teta abajo —respondió Descansito—. No era ninguna belleza, todo hay que decirlo. Pero todos mis padres la amaron.

Se escuchó un gran estrépito abajo y la criatura dio un salto.

—No pasa nada —dijo Cortés—. Es sólo Clem, que está cerrando las contraventanas.

—Quiero ser de alguna utilidad. ¿Qué puedo hacer?

—Puedes hacer lo que estás haciendo. Vigilar la calle. Si ves algo ahí fuera…

—Ya lo sé. Chillo como un poseso.

Con las ventanas bien cerradas abajo, la casa cayó en un repentino atardecer en el que Clem, Lunes y Cortés trabajaron sin decir palabra ni hacer pausas. Para cuando llevaron todas las piedras arriba, el día también había ido cayendo fuera y se había convertido en crepúsculo. Cortés se encontró a Descansito apoyado en la ventana arrancando puñados de hojas del árbol de fuera y lanzándolas a la habitación. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, la criatura le explicó que, ahora que había caído la tarde, la calle era invisible a través del follaje, así que estaba despejando la vista.

—Cuando comience con la Reconciliación, quizá deberías vigilar desde el piso de arriba —sugirió Cortés.

—Lo que vos sugiráis, Liberatore —dijo Descansito. Se deslizó del alféizar y levantó la cabeza para mirar a Cortés—. Pero antes de que me vaya, si no os importa, tengo una pequeña solicitud —dijo.

—¿Sí?

—Es algo delicado.

—No tengas miedo. Pregúntame.

—Sé que estáis a punto de comenzar el oficio y creo que esta podría ser la última vez que tengo el honor de disfrutar de vuestra compañía. Cuando se lleve a cabo la Reconciliación, seréis un gran hombre. No quiero decir que no lo seáis ya —se apresuró a añadir el ente—. Lo sois, por supuesto. Pero después de esta noche todo el mundo sabrá que sois el Reconciliador y que habéis hecho lo que no pudo hacer el propio Cristo. Os harán Papa y escribiréis vuestras memorias —Cortés se echó a reír—, y yo nunca os volveré a ver. Y así es como debería ser. Es lo más correcto y adecuado. Pero antes de que os convirtáis en alguien tan famoso y celebrado, me preguntaba si vos… ¿querríais bendecirme?

—¿Bendecirte?

Descansito levantó aquellas manos de dedos tan largos para conjurar la negativa que le parecía que estaba a punto de escuchar.

—¡Lo entiendo! ¡Lo entiendo! —dijo—. Ya habéis sido muy amable conmigo, más allá de toda medida…

—No es eso —dijo Cortés mientras se ponía en cuclillas delante de la criatura, del mismo modo que se había puesto cuando el ente tenía la cabeza metida debajo del tacón de Jude—. Lo haría si pudiese. Pero Descan, no sé cómo. No soy ningún Mesías. Jamás he tenido un ministerio. Jamás he predicado el evangelio ni resucitado a los muertos.

—Tenéis vuestros discípulos —dijo Descansito.

—No. He tenido algunos amigos que me han soportado y algunas amantes que me han seguido la corriente. Pero jamás he tenido el poder de inspirar. Lo malgasté en seducciones. No tengo derecho a bendecir a nadie.

—Lo siento —dijo la criatura—. No lo volveré a mencionar.

Y luego hizo otra vez lo que había hecho cuando Cortés lo había liberado: le cogió la mano y posó la frente en su palma.

—Estoy listo para morir por vos, Liberatore.

—Espero que eso no sea necesario.

Descansito levantó la cabeza.

—¿Entre nosotros? —dijo—. Yo también.

Hecho el juramento, la criatura volvió a reunir las hojas que había depositado en el suelo y se metió tapones de ellas por la nariz para detener el hedor. Pero Cortés le dijo que dejara las demás donde estaban. El aroma de la sabia era más dulce que el olor que impregnaría la casa si, o más bien cuando Sartori llegase. Al oír mencionar al enemigo, Descansito volvió a subirse al alféizar.

—¿Alguna señal? —le preguntó Cortés.

—No que yo vea.

—¿Pero qué sientes?

—Ah —dijo la criatura mientras miraba al cielo a través de la cubierta de hojas—. Hace una noche tan hermosa, Liberatore. Pero va a intentar estropearla.

—Creo que tienes razón. Quédate aquí un poco más, ¿quieres? Quiero dar una vuelta por la casa con Clem. Si ves algo…

—Me oirán en L’Himby —prometió Descan.

La bestia cumplió su palabra. Cortés todavía no había llegado al final de las escaleras cuando armó tal jaleo que hizo caer el polvo de las vigas. Cortés les gritó a Lunes y Clem que se aseguraran de que todas las puertas estaban cerradas con llave y corrió de nuevo escaleras arriba, llegó a la cima a tiempo de ver la puerta de la sala de meditación abierta de par en par y Descansito saliendo a toda velocidad de espaldas sin dejar de chillar. Fuera cual fuera la advertencia que la criatura estaba intentando lanzar, era incomprensible. Cortés no intentó interpretarla, se limitó a lanzarse hacia la habitación mientras cogía aliento y se preparaba para sacar de allí a los invasores de Sartori. La ventana estaba vacía cuando entró, pero el círculo no. Dentro del círculo de piedras empezaban a desenvolverse dos formas. Jamás había visto el fenómeno de ese paso desde esta perspectiva y se quedó tan horrorizado como maravillado. Había demasiadas superficies crudas en aquel proceso para que fuese una visión cómoda pero él estudió las formas con emoción creciente, seguro mucho antes de que terminaran de constituirse que una de las viajeras era Jude. La otra, cuando apareció, era una chica bizca de unos diecisiete años que cayó de rodillas sollozando de terror y alivio en el mismo momento en que recuperó el control de sus músculos. Incluso Jude, que a estas alturas ya había hecho el viaje cuatro veces, temblaba con violencia y habría caído al suelo al salir del círculo si no la hubiera sujetado Cortés.

—El In Ovo… —jadeó Jude—, casi nos coge…

Le habían abierto la pierna desde la rodilla al tobillo.

—… sentí dientes…

—Estás bien —le dijo Cortés—. Todavía tienes dos piernas. ¡Clem! ¡Clem!

El ángel ya estaba en la puerta con Lunes tras él.

—¿Tenemos algo para vendar esto?

—¡Por supuesto! Voy a…

—No —dijo Jude—. Llévame abajo. Este no es un suelo en el que se pueda sangrar.

Lunes se quedó consolando a Hoi-Polloi mientras Clem y Cortés llevaban a Jude a la puerta.

—Jamás había visto al In Ovo así —dijo Judith—. Es una locura…

—Sartori ha estado por allí —dijo Cortés—, buscándose un ejército.

—Desde luego los provocó bastante.

—Estábamos a punto de darte por perdida —dijo Clem.

Jude levantó la cabeza. Tenía la piel del color de la cera a causa del susto y su sonrisa era demasiado vacilante para ser alegre. Pero al menos sonreía.

—Jamás des por perdida a la mensajera —dijo—. Sobre todo si trae buenas noticias.

Faltaban tres horas y cuatro minutos para la medianoche y no había tiempo para largos intercambios pero Cortés quería alguna explicación (por breve que fuese) de lo que había llevado a Jude a Yzordderrex. Así que la pusieron cómoda en el salón, que los viajes en busca de tesoros de Lunes habían amueblado con almohadas, alimentos e incluso revistas y allí, mientras Clem le vendaba la pierna y el pie, Jude hizo lo que pudo por resumir todo lo que le había pasado desde que había dejado el Retiro.

No era un relato sencillo y hubo un par de ocasiones en las que intentó detallar escenas de Yzordderrex pero tuvo que rendirse y decir que no tenía palabras para describir lo que había presenciado y sentido. Cortés escuchó sin interrumpirla ni una sola vez, aunque su expresión se oscureció cuando Jude contó cómo había atravesado Urna Umagammagi los Dominios en busca del Sínodo para asegurarse de que sus motivos eran puros.

Cuando su amiga terminó, Cortés dijo:

—Yo también he estado en Yzordderrex. Ha cambiado bastante.

—Para mejor —dijo Jude.

—No me gustan las ruinas, por pintorescas que sean —respondió Cortés.

Jude lo miró con una expresión de extrañeza en los ojos pero no dijo nada.

—¿Estamos a salvo aquí? —dijo Hoi-Polloi sin dirigirse a nadie en concreto—. Está tan oscuro.

—Pues claro que estamos a salvo —dijo Lunes mientras rodeaba con un brazo los hombros de la muchacha—. Tenemos todo el puto sitio sellado. No va a entrar, ¿a que no, jefe?

—¿Quién? —preguntó Jude.

—Sartori —dijo Lunes.

—¿Está en las inmediaciones?

El silencio de Cortés fue respuesta suficiente.

—¿Y tú crees que unas cuantas cerraduras van a impedir que entre?

—¿Y no es así? —dijo Hoi-Polloi.

—No si quiere entrar —dijo Jude.

—No querrá —respondió Cortés—. Cuando empiece la Reconciliación, un flujo de poder va a atravesar esta casa… el poder de mi Padre.

La idea le pareció tan desagradable a Jude como Cortés supuso que le parecería a Sartori, pero la respuesta de la mujer fue más sutil que el asco.

—Es tu hermano —le recordó a Cortés—. No estés tan seguro de que no vaya a querer saborear lo que hay aquí dentro. Y si es así, entrará y lo cogerá.

Cortés la miró detenidamente.

—¿Y ahora hablamos del poder, o de ti?

Jude se tomó un momento antes de responder. Luego dijo.

—Las dos cosas.

Cortés se encogió de hombros.

—Si eso ocurre, tomarás una decisión —dijo—. No es la primera vez que lo haces y ya te has equivocado antes. Quizá sea hora de que tengas un poco de fe, Jude. —Cortés se puso en pie—. Comparte lo que el resto de nosotros ya sabemos —dijo.

—¿Y qué es?

—Que dentro de unas horas nos encontraremos en un lugar legendario.

Lunes dijo en voz baja.

—Eso.

Y Cortés sonrió.

—Cuidaos aquí abajo, todos —dijo y se dirigió a la puerta.

Jude estiró el brazo para coger a Clem y con su ayuda se puso en pie de un tirón. Para cuando llegó a la puerta, Cortés ya estaba en las escaleras.

Ella no lo llamó. Él se limitó a detenerse durante un momento y, sin volverse, dijo:

—No quiero saberlo.

Luego continuó su ascenso y por la inclinación de sus hombros y el peso de su pasos, Jude supo que a pesar de toda su profética charla, existía un pequeño gusano de duda en él, como lo había en ella y aquel hombre temía que si se daba la vuelta y la veía, el gusano engordaría con esa mirada y terminaría por asfixiarlo.

El aroma de la sabia lo esperaba en el umbral, y, como había esperado, enmascaraba el olor más acre que subía de las calles oscurecidas. A parte de eso, su habitación, en la que había pasado el rato, reído y debatido los enigmas del cosmos, no le ofrecía ningún consuelo. Le pareció de repente un lugar demasiado anquilosado, demasiado repleto de lances y ecos para su propio bien: el último lugar de la tierra para llevar a cabo este oficio. ¿Pero no había sido él el que había regañado a Jude, hace sólo unos momentos, por no tener suficiente fe? No había demasiado poder en la geografía. Todo estaba enraizado en la fe que tenía el maestro en lo milagroso y en la voluntad que surgía de esa fe.

Para prepararse para la tarea que tenía por delante, se desvistió. Una vez desnudo, cruzó el espacio que lo separaba de la repisa de la chimenea con la intención de recoger las velas y colocarlas alrededor del círculo. Pero la visión de aquellas llamas que parpadeaban en buen orden lo hizo pensar en mostrar su devoción y cayó de rodillas delante de la chimenea vacía para rezar. El Padrenuestro acudió a sus labios sin esfuerzo y lo recitó en voz alta. Lo que sentía jamás había sido tan adecuado para aquel momento, por supuesto. Pero después de esta noche, sería una pieza de museo, una reliquia de un tiempo en el que el Reino del Señor no había venido y no se había hecho su voluntad así en la Tierra como en el Cielo.

Algo le tocó la nuca y detuvo de golpe el rezo. Cortés abrió los ojos, levantó la cabeza y se volvió. La habitación estaba vacía pero la nuca todavía le cosquilleaba allí donde lo habían tocado. No era un recuerdo, lo sabía. Era algo más delicado que eso, un recordatorio del otro premio que esperaba al final del trabajo de esta noche. No la gloria ni la gratitud de los Dominios sino Pai’oh’pah. Levantó los ojos hacia la pared manchada que había sobre la repisa de la chimenea y por un momento creyó ver allí el rostro del místico, que cambiaba con cada parpadeo de la luz de las velas. Atanasio había dicho que el amor que sentía por el místico era profano. Entonces no lo había creído y ahora tampoco. La resolución que había en él como Reconciliador y el deseo que sentía de reencontrarlo, todo formaba parte del mismo plan.

La plegaria había huido de su lengua. No importa, pensó; ahora soy su ejecutor. Se levantó, cogió una de las velas de la repisa y, con una sonrisa, entró en los perímetros del círculo, no como simple viajero sino como maestro, listo para utilizar su motor con un fin milagroso.

2

Echada en los cojines del salón de abajo, Jude sintió que comenzaban a fluir las energías. Le dolían en el pecho y en el vientre, como una leve dispepsia. Se frotó el estómago con la esperanza de aliviar la incomodidad pero no le sirvió de mucho así que se puso en pie y salió cojeando, dejando que Lunes entretuviera a Hoi-Polloi con su parloteo y su destreza. Le había dado por dibujar en las paredes con el humo de una de las velas y luego resaltaba las marcas con las tizas. Hoi-Polloi estaba muy impresionada y sus carcajadas, las primeras que Jude le había oído jamás a la muchacha, la siguieron hasta el vestíbulo, donde encontró a Clem haciendo guardia al lado de la puerta principal, cerrada con llave.

Se miraron fijamente a la luz de las velas durante varios segundos antes de que ella dijera:

—¿Tú también lo sientes?

—Pues sí. No muy agradable, ¿verdad?

—Creí que era sólo yo —dijo Jude.

—¿Por qué sólo tú?

—No sé, una especie de castigo…

—Todavía crees que tiene algún plan secreto, ¿no es así?

—No —dijo Jude alzando los ojos hacia las escaleras—. Creo que está haciendo lo que cree que es mejor. De hecho, lo sé. Urna Umagammagi se metió en su cabeza…

—Dios, no le gustó nada.

—La Diosa hizo un buen informe, le gustara a él o no.

—¿Entonces?

—Entonces sigue habiendo una conspiración en alguna parte.

—¿Sartori?

—No. Es algo que tiene que ver con su Padre y esta puñetera Reconciliación. —Hizo una mueca cuando la incomodidad que sentía en el vientre se hizo más aguda—. No le tengo miedo a Sartori. Es lo que está pasando en esta casa… —Jude rechinó los dientes cuando otra oleada de dolor le atravesó el sistema— lo que no me inspira ninguna confianza.

Volvió la vista para mirar a Clem y supo que, como siempre, aquel hombre escucharía como un amigo cariñoso pero que no podía esperar que la apoyase. Él y Tay eran los ángeles de la Reconciliación y si los presionaba para que decidieran entre su bienestar y el del oficio de aquella noche, la que perdería sería ella.

El sonido de la risa de Hoi-Polloi se escuchó otra vez, no tan ligera como antes, sino con un trasfondo travieso que Jude sabía que era sexual. Le dio la espalda al sonido y a Clem y su mirada descansó en la puerta de la única habitación de esta casa en la que nunca había entrado. Estaba un poco entreabierta y vio que había velas ardiendo dentro. De toda la compañía que podía buscar ahora que necesitaba consuelo, la de Celestine era la menos prometedora, pero se le habían cerrado el resto de las vías. Se acercó a la puerta y la empujó para abrirla. El colchón estaba vacío y la vela que había al lado estaba casi consumida. La habitación era demasiado grande para que pudiera iluminarla una llama tan irregular, tuvo que estudiar la oscuridad hasta encontrar a su ocupante. Celestine se encontraba de pie, apoyada en la pared contraria.

—Me sorprende que hayas vuelto —le dijo.

Jude había escuchado a muchos oradores exquisitos desde la última vez que había oído a Celestine pero seguía habiendo algo extraordinario en la forma que aquella mujer tenía de mezclar las voces: una corría bajo la otra, como si la parte de ella que había tocado la divinidad no hubiera terminado nunca de casarse con un yo más vil.

—¿Por qué te sorprende?

—Porque pensé que te quedarías con las Diosas.

—Estuve tentada —respondió Jude.

—Pero al final tuviste que volver. Por él.

—Era una simple mensajera, eso es todo. Ahora no tengo ningún derecho sobre Cortés.

—No me refería a Cortés.

—Ya veo.

—Me refería…

—Sé a quién te referías.

—¿Es que no soportas que se pronuncie su nombre?

Celestine había estado contemplando la llama de la vela pero ahora levantó los ojos y miró a Jude.

—¿Qué vas a hacer cuando esté muerto? —le preguntó—. Va a morir, ¿te das cuenta de eso? Tiene que hacerlo. Cortés querrá ser magnánimo, como se supone que deben ser los vencedores; querrá perdonar todos los pecados de su hermano. Pero serán demasiados los que exijan su cabeza.

Hasta ahora Jude no había contemplado la posibilidad de la desaparición de Sartori. Ni siquiera en la torre, sabiendo como sabía que Cortés había ido en busca de su hermano con la intención de detener el mal que hacía, ni siquiera entonces creyó que moriría. Pero lo que Celestine decía era cierto, sin lugar a dudas. Eran incontables los que reclamaban su cabeza, tanto en el mundo secular como en el divino. Incluso aunque Cortés estuviese dispuesto a perdonar, Jokalaylau no lo estaría, y tampoco el Invisible.

—Sois muy parecidos, sabes, él y tú —dijo Celestine—. Ambos copias de un original más hermoso.

—Jamás conociste a Quaisoir —respondió Jude—. No sabes si era más hermosa o no.

—Las copias son siempre más bastas. Es su naturaleza. Pero al menos tienes instinto. Él y tú os pertenecéis. Por eso suspiras, ¿no es cierto? ¿Por qué no lo admites?

—¿Por qué tendría que desahogarme contigo?

—¿No es eso lo que has venido a hacer? Aquí no vas a encontrar comprensión.

—¿Y ahora escuchamos tras la puerta?

—He oído todo lo que ha pasado en esta casa desde que me trajeron aquí. Y lo que no he oído, lo he sentido. Y lo que no he sentido, lo he predicho.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, para empezar, ese niño, Lunes, va a terminar copulando con esa virgencita que te trajiste de Yzordderrex.

—Para predecir eso no hace falta un oráculo precisamente.

—Y al oviáceo no le queda mucho de vida.

—¿El oviáceo?

—Se hace llamar Descansito. La bestia que tuviste bajo el tacón. Le pidió al maestro que lo bendijera hace un rato. Se asesinará antes de que rompa el día.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Sabe que cuando Sartori fallezca él también estará perdido, por mucha lealtad que le haya jurado al lado ganador. Es sensato. Quiere elegir su momento.

—¿Y se supone que yo tengo que aprender algo de eso?

—No creo que seas capaz de suicidarte —dijo Celestine.

—Tienes razón. Tengo demasiado por lo que vivir.

—¿La maternidad?

—Y el futuro. Se va a producir un cambio en esta ciudad. Ya lo he visto en Yzordderrex. Las aguas se elevarán…

—… y la gran hermandad femenina repartirá amor desde las alturas.

—¿Por qué no? Clem me ha contado lo que ocurrió cuando vino la Diosa. Estabas en éxtasis así que no intentes negarlo.

—Quizá lo estaba. ¿Pero te crees que eso nos va a convertir en hermanas a ti y a mí? ¿Qué tenemos en común, además de nuestro sexo?

La pregunta estaba hecha para herir pero su franqueza hizo que Jude contemplara a su interpelante con ojos nuevos. ¿Por qué estaba Celestine tan impaciente por negar cualquier lazo entre ellas salvo el de la feminidad? Porque existía algún otro lazo y estaba en el corazón mismo de su enemistad. Y ahora que el desprecio de Celestine había liberado a Jude de la veneración que había sentido por ella, tampoco era tan difícil ver dónde se cruzaban sus historias. Desde el principio Celestine había distinguido a Jude como una mujer que hedía a coito. ¿Por qué? Porque ella también hedía a coito. Y ese asunto con el niño que surgía una y otra vez: la raíz era la misma. Celestine también había parido un bebé para esta dinastía de Dioses y semidioses. A ella también la habían utilizado y nunca había terminado de asimilarlo. Cuando se ponía furiosa con Jude, la mujer manchada que no quería admitir el error que suponía tener una vida sexual, ser fecunda, Celestine se estaba poniendo furiosa con algún fallo que veía en sí misma.

¿Y la naturaleza de ese fallo? No era tan difícil adivinarlo, ni expresarlo en voz alta. Celestine había hecho una pregunta muy franca. Ahora le tocaba a Jude.

—¿Fue de verdad una violación? —dijo.

Celestine levantó los ojos, su mirada era viperina. La negación consiguiente, sin embargo, fue más medida.

—Me temo que no sé a qué te refieres —dijo.

—Bueno —respondió Jude—, ¿de qué otra forma puedo decirlo? —Hizo una pausa y dijo—: ¿El Padre de Sartori te tomó contra tu voluntad?

La otra mujer fingió comprender lo que le decían en ese instante para luego simular escandalizarse.

—Pues claro que sí —dijo—. ¿Cómo has podido preguntar algo así?

—Pero sabías a dónde ibas, ¿no es cierto? Me doy cuenta que Dowd te drogó al principio pero no estuviste en coma durante todo el viaje por los Dominios. Sabías que algo extraordinario estaba aguardando al final del viaje.

—No…

—¿Te acuerdas? Sí, claro que sí. Recuerdas cada kilómetro de aquel viaje. Y no creo que Dowd mantuviera la boca cerrada durante todas aquellas semanas. Era el chulo de Dios y estaba orgulloso de ello. ¿No es cierto?

Celestine no replicó. Se limitó a mirar fijamente a Jude, a retarla a continuar, cosa que Jude estaba encantada de hacer.

—Así que te dijo lo que había más adelante, ¿verdad? Dijo que ibas a la Ciudad Sagrada y que ibas a ver al mismísimo Invisible. Y no sólo ibas a verlo, te iba a amar. Y te sentiste halagada.

—No fue así.

—¿Cómo fue entonces? ¿Hizo que Sus ángeles te sujetaran mientras él realizaba su hazaña? No, me parece que no. Te echaste allí y dejaste que hiciera lo que le saliera de los cojones porque te iba a convertir en la esposa de Dios y la madre de Cristo…

—¡Calla!

—Si me equivoco, cuéntame cómo fue. Dime que chillaste, luchaste e intentaste arrancarle los ojos.

Celestine siguió mirándola pero no dijo nada.

—Por eso me desprecias, ¿verdad? —continuó Jude—. Por eso soy la mujer que hiede a coito. Porque yací con un trozo del mismo Dios que tú y no te gusta que te recuerden eso.

—¡A mí no me juzgues, mujer! —gritó de repente Celestine.

—¡Entonces no me juzgues tú a mí! Mujer. Hice lo que quise con el hombre que quise y llevo en mi interior las consecuencias. Tú hiciste lo mismo. Yo no me avergüenzo. Tú sí. Por eso no somos hermanas, Celestine.

Había dicho lo que tenía que decir y no le interesaba mucho someterse a una nueva andanada de insultos y negativas, así que le dio la espalda a la otra mujer y ya tenía la mano en la puerta cuando habló Celestine. No negó nada. Habló en voz baja, casi perdida en los recuerdos.

—Era una ciudad de iniquidades —dijo—. ¿Pero cómo iba a saber yo eso? Creí que era una mujer bendita entre las mujeres, la elegida por Dios para ser…

—¿Su desposada? —dijo Jude mientras se apartaba de la puerta.

—Esa es una bonita palabra —dijo Celestine—. Sí. Su esposa. —Dio un profundo suspiro—. Ni siquiera llegué a ver jamás a mi esposo.

—¿Qué viste?

—A nadie. La ciudad estaba llena, sé que estaba llena, vi sombras en las ventanas, los vi cerrar las puertas cuando yo pasé pero nadie me mostró su rostro.

—¿Tenías miedo?

—No. Era demasiado bonito. Las piedras estaban llenas de luz y las casas eran tan altas que casi no podías ver el cielo. No se parecía a nada de lo que hubiera visto jamás. Y caminé y caminé y no dejaba de pensar, pronto enviará un ángel a por mí y me llevarán hasta su palacio. Pero no hubo ángeles. Sólo la ciudad, que seguía y seguía en todas direcciones y después de un rato me cansé. Me senté, sólo para descansar unos minutos, y me dormí.

—¿Te dormiste?

—Sí. ¡Imagínatelo! Estaba en la Ciudad de Dios y me dormía. Y soñé que había vuelto a Tyburn, donde me había encontrado Dowd y que estaba viendo cómo colgaban a un hombre, me metí entre la multitud hasta que me coloqué bajo la horca. —Celestine levantó la cabeza—. Recuerdo que miraba hacia arriba y lo veía pataleando en un extremo de la soga. Tenía los calzones desabrochados y le asomaba la vara.

La expresión de su rostro era puro asco pero se obligó a terminar la historia.

—Y yo me eché debajo de él, me acosté en el suelo delante de todas aquellas personas, mientras él pataleaba y su vara se ponía cada vez más roja. Y cuando murió, derramó su semilla. Yo quería levantarme antes de que me tocara pero tenía las piernas abiertas y ya era demasiado tarde. Cayó sobre mí. No mucho. Sólo unos cuantos chorros. Pero yo sentí cada gota en mi interior como si fuese una pequeña hoguera y quise gritar. Pero no lo hice porque fue entonces cuando oí la voz.

—¿Qué voz?

—Estaba en el suelo, debajo de mí. Y susurraba.

—¿Qué decía?

—Lo mismo una y otra vez: «Nisi Nirvana. Nisi Nirvana. Nisi… Nirvana».

En el momento de repetir las palabras las lágrimas empezaron a fluir en abundancia. Celestine no intentó restañarlas pero la repetición vaciló.

—¿Era Hapexamendios el que te hablaba? —preguntó Jude.

Celestine negó con la cabeza.

—¿Por qué iba a hablarme? Ya tenía lo que necesitaba. Yo me había echado y había soñado mientras Él dejaba caer su semilla. Ya se había ido, había vuelto con sus ángeles.

—¿Entonces quién era?

—No lo sé. Lo he pensado una y otra vez. Incluso hice un cuento para contárselo al niño, para que cuando yo me hubiera ido, él se pudiera quedar con el misterio. Pero creo que jamás quise saberlo en realidad. Temía que mi corazón explotase si llegaba a saber la respuesta. Temía que el corazón del mundo explotase.

Levantó los ojos y miró a Jude.

—Así que ya conoces mi vergüenza —dijo.

—Conozco tu historia —dijo Jude—. Pero no veo ninguna razón para avergonzarse.

Sus lágrimas, que llevaba conteniendo desde que Celestine había comenzado a compartir ese horror con ella, se derramaron ahora, fluían un poco por el dolor que sentía y un poco por la duda que todavía se agitaba en su interior, pero sobre todo por la sonrisa que apareció en el rostro de Celestine cuando oyó la respuesta de Jude y vio que la otra mujer abría los brazos y cruzaba la habitación para abrazarla como a un ser querido al que hubiera perdido y vuelto a encontrar antes de algún fuego final.