Fueran cuales fueran los debates y riñas que se estuvieran produciendo en el templo de Urna Umagammagi mientras Jude esperaba en la orilla, detuvieron por completo el desfile de postulantes. La marea no llevó más mujeres y niños a la orilla y después de un rato, las aguas se sometieron y por fin se encalmaron, como si las fuerzas que las inspiraban estuvieran tan preocupadas que el resto de los asuntos dejaban de tener importancia. Sin reloj, Jude sólo podía suponer cuánto tiempo había pasado esperando, pero las ocasionales miradas que le lanzaba al cometa le indicaban que tendría que medirse en horas más que en minutos. ¿Comprendían bien las Diosas lo urgente que era este asunto, se preguntó, o las eras que habían pasado en cautividad y en el exilio habían ralentizado su sensibilidad de tal forma que era posible que su debate durara días y no se dieran cuenta de todo el tiempo que había pasado?
Se culpó a sí misma por no haber dejado más clara la urgencia de este asunto. El día seguiría avanzando en el Quinto e incluso si habían conseguido convencer a Cortés para que pospusiera los preparativos durante un tiempo, su amigo no lo haría de forma indefinida. Y tampoco podía culparlo. Todo lo que tenía era un mensaje (traído por un mensajero no demasiado fiable) que decía que aquello no era seguro. Eso no sería suficiente para hacerlo poner en peligro la Reconciliación. Él no había visto los horrores que había visto ella en el Cuenco de Boston, así que en realidad no comprendía lo que estaba en juego. Cortés se estaba ocupando, como ella misma había dicho, de los asuntos de su Padre, y la posibilidad de que tales asuntos pudieran marcar el fin de Imajica era, sin lugar a dudas, lo último que tenía en mente.
Dos veces la distrajeron de estos melancólicos pensamientos: la primera vez cuando una joven bajó a la orilla para ofrecerle algo de comer y de beber, alimentos que ella aceptó agradecida; la segunda cuando sintió la llamada de la naturaleza y se vio obligada a buscar por la isla un lugar protegido en el que agacharse y vaciar la vejiga. Tal timidez a la hora de hacer aguas menores en este lugar era, por supuesto, absurda y Jude lo sabía, pero seguía siendo una mujer del Quinto, por muchos milagros que hubiera visto. Quizá al final aprendiera a tomarse esos actos con más ligereza pero llevaría su tiempo.
Cuando volvió del lugar que había encontrado entre las rocas con la vejiga más ligera, la canción de la puerta del templo, que se había ido acallando hasta convertirse en un murmullo y luego desaparecer mucho tiempo atrás, comenzó de nuevo. Fin lugar de volver al lugar donde había velado, Jude dio la vuelta al templo y se dirigió a la puerta; le daban elasticidad a su paso las aguas de la cuenca, que se habían despojado de su inercia y una vez más rompían contra la orilla. Al parecer, las Diosas habían tomado una decisión. Jude quería oír la noticia tan pronto como fuese posible, por supuesto, pero no podía evitar sentirse un poco como la acusada que debía volver a la sala de justicia.
Había un cierto ambiente de expectación entre las que esperaban en la puerta. Algunas de las mujeres sonreían, otras parecían tristes. Si sabían algo de la sentencia, la interpretaban de formas radicalmente diferentes.
—¿Debería entrar? —le preguntó Jude a la mujer que le había traído comida.
La otra asintió con vigor, aunque Jude sospechaba que sólo quería acelerar un proceso que las había retrasado a todas. Volvió a atravesar la cortina de agua para entrar en el templo. Este había cambiado. Aunque la sensación de que su percepción interior y exterior estaban aquí unidas era tan fuerte como siempre, lo que percibían era bastante menos tranquilizador que antes. No había señal de la luz papirofléxica, ni de los cuerpos de donde se habían derivado esas formas. Ella era, al parecer, la única representante de los seres de carne y hueso y la escudriñaba una incandescencia mucho menos tierna que la mirada de Urna Umagammagi. Entrecerró los ojos para defenderse pero los párpados y las pestañas no podían hacer mucho para suavizar una luz que ardía en su cabeza más que en sus córneas. Aquel resplandor la intimidaba y quiso alejarse, pero no lo hizo al pensar que el consuelo de Urna Umagammagi la esperaba en algún lugar de su interior.
—¿Diosa? —aventuró.
—Estamos aquí juntas —fue la respuesta—. Jokalaylau, Tishalullé y Yo.
Mientras la Diosa pasaba lista, Jude comenzó a distinguir formas dentro de la luminosidad. No eran los glifos inagotables que había visto en este lugar. Lo que veía sugería no abstracciones, sino sinuosas formas humanas que flotaban en el aire sobre ella. Aquel era un cambio de rumbo radical y extraño, pensó. ¿Por qué, cuando en el pasado había podido compartir las naturalezas esenciales de Jokalaylau y Urna Umagammagi, le presentaban ahora rostros más humildes? Aquello no auguraba nada bueno para la conversación que tenía por delante. ¿Habían decidido ataviarse con materia más trivial porque habían decidido que no era digna de posar sus ojos sobre la verdad que eran Ellas? Jude se concentró con fuerza para captar los detalles de la apariencia de las Diosas pero o bien su vista no era lo bastante sofisticada o las Diosas presentaban resistencia. En cualquier caso, sólo pudo retener en su mente algunas impresiones: estaban desnudas, tenían los ojos incandescentes y por Sus cuerpos corría el agua.
—¿Nos ves? —Jude oyó preguntar a una voz que no reconoció, la de Tishalullé, supuso.
—Sí, por supuesto —dijo—. Pero no… no del todo.
—¿No lo había dicho? —dijo Urna Umagammagi.
—¿Decir qué? —quiso saber Jude, luego se dio cuenta de que el comentario no iba dirigido a ella, sino a las otras Diosas.
—Es extraordinario —dijo Tishalullé.
La docilidad de su voz era seductora y cuando Jude le prestó atención, la nebulosa forma de aquella Diosa se concretó un poco más, las sílabas trajeron consigo la visión. El rostro tenía rasgos orientales pero sin rastro de color en las mejillas, los labios o las pestañas. Y sin embargo, lo que debería haber sido insulso, era en realidad de una exquisita sutileza, su simetría y sus curvas delineadas por la luz que destellaban Sus ojos. Bajo aquella calma, su cuerpo era otra cosa muy diferente. Estaba cubierto en toda su longitud por lo que Jude en un principio tomó por tatuajes de algún tipo, tatuajes que seguían el movimiento de su anatomía. Pero cuanto más estudiaba a la Diosa (y lo hizo sin vergüenza) más movimiento vio en esas marcas. No estaban sobre Ella sino en Ella, miles de lengüetas diminutas que se abrían y se cerraban al mismo ritmo. Vio que había varios bancos y a cada uno lo barrían olas de movimiento independientes. Una le subía desde la ingle, donde la inspiración de todos ellos tenía su lugar; otras le bajaban por los miembros hasta las puntas de los dedos de las manos y de los pies, y el movimiento de cada banco convergía cada diez o quince segundos y en ese momento una segunda sustancia parecía brotar de esas ranuras y formar de nuevo a la Diosa delante de los asombrados ojos de Jude.
—Creo que deberías saber que he conocido a tu Cortés —dijo Tishalullé—. Lo abracé en la Cuna.
—Ya no es mío —respondió Jude.
—¿Te importa, Judith?
—Por supuesto que no le importa —se oyó la respuesta de Jokalaylau—. Tiene a su hermano para calentarle la cama. El Autarca. El carnicero de Yzordderrex.
Jude volvió los ojos hacia la Diosa de las Nieves Perpetuas. Los detalles de su forma eran más esquivos que los de Tishalullé pero Jude estaba decidida a saber qué aspecto tenía y clavó los ojos en la espiral de llamas frías que ardían en el centro de aquel organismo divino y la contempló hasta que escupió arcos resplandecientes contra los límites del cuerpo de Jokalaylau. La luz de la colisión fue breve pero bajo ella Jude consiguió vislumbrar lo que quería. Allí flotaba una Negra imperiosa, los ojos ardientes de párpados pesados, las manos cruzadas por las muñecas que luego se volvieron sobre sí mismas para entrelazar los dedos. No era, después de todo, una visión tan aterradora. Pero la Diosa presintió que habían descubierto su rostro y respondió con una repentina transformación. Sus lozanos rasgos quedaron momificados en un instante, los ojos se hundieron, los labios se marchitaron y retrajeron. Los gusanos devoraron la lengua que se asomaba entre los dientes.
Jude dejó escapar un grito de repugnancia y los ojos volvieron a encenderse en las cuencas de Jokalaylau, la boca repleta de gusanos se abrió aún más cuando una carcajada se elevó de su garganta y despertó los ecos del templo.
—No es tan extraordinaria, hermana —dijo Jokalaylau—. Mira cómo tiembla.
—Déjala en paz —respondió Urna Umagammagi—. ¿Por qué has de estar siempre poniendo a prueba a la gente?
—Hemos resistido porque nos hemos enfrentado a lo peor y hemos sobrevivido —le contestó Jokalaylau—. Esta habría muerto en la nieve.
—Lo dudo —dijo Umagammagi—. Dulce Judith…
Todavía temblando, Jude se tomó un momento para contestar.
—No le tengo miedo a la muerte —le dijo a Jokalaylau—. Ni a los trucos baratos.
Una vez más habló Umagammagi.
—Judith —dijo—. Mírame.
—Sólo quiero que entienda…
—Dulce Judith…
—… que a mí nadie me intimida.
—… mírame.
Y ahora Jude lo hizo y esta vez no hubo necesidad de salvar ambigüedades. La Diosa apareció ante Jude sin desafíos ni esfuerzos y la visión era paradójica. Urna Umagammagi era una anciana, su cuerpo tan marchito que casi carecía de sexo, el cráneo sin cabello y alargado de una forma sutil, los ojos diminutos tan enterrados entre las arrugas que apenas eran algo más que destellos. Pero la belleza de su glifo estaba ahí, en esta carne: sus ondulaciones, sus parpadeos, su movimiento natural e incesante.
—¿Lo ves ahora? —dijo Urna Umagammagi.
—Sí, lo veo.
—No hemos olvidado el cuerpo que teníamos —le dijo a Jude—. Hemos conocido las flaquezas de tu condición. Recordamos sus dolores e incomodidades. Sabemos lo que significa que te hieran: en el corazón, en la cabeza y en el vientre.
—Lo veo —dijo Jude.
—Y tampoco te habríamos confiado Nuestra fragilidad a menos que creyéramos que algún día podrías estar entre Nosotras.
—Entre Vosotras.
—Algunas divinidades surgen de la voluntad colectiva de los pueblos; algunas se hacen al calor de las estrellas; algunas son abstracciones. Pero algunas (¿nos atreveremos a decir las mejores, las más cariñosas?) son las mentes superiores de almas vivas. Nosotras somos de ese tipo de divinidades, hermana, y los recuerdos que tenemos de las vidas que vivimos y las muertes que morimos todavía están muy marcados. Te entendemos, dulce Judith, y no te acusamos.
—¿Ni siquiera Jokalaylau? —dijo Jude.
La Diosa de las Nieves Perpetuas se dejó ver en toda su extensión y le mostró a Jude toda su forma de un sólo vistazo. Había cierta palidez moviéndose bajo su piel y Sus ojos, que habían sido tan luminosos, se habían oscurecido. Pero los había clavado en Jude, que sintió la mirada como si fuera una puñalada.
—Quiero que veas —le dijo— lo que el Padre del padre del hijo que llevas en tu interior le hizo a Mis devotas.
Jude reconoció entonces la palidez. Era una tormenta de nieve, que, empujada a través de la forma de la Diosa por el dolor le punzaba cada parte del cuerpo. Sus ventisqueros eran montañosos pero, a petición de Jokalaylau, se movieron y descubrieron el lugar de una atrocidad. Los cuerpos de varias mujeres yacían congelados donde habían caído, los ojos arrancados, los pechos cortados. Algunas yacían cerca de cuerpos más pequeños: niños violados, bebés desmembrados.
—Esto no es más que una pequeña parte de una pequeña parte de lo que hizo —dijo Jokalaylau.
A pesar de lo pavorosa que era aquella visión, Jude ni siquiera se estremeció esta vez, sino que se quedó mirando el horror hasta que Jokalaylau lo cubrió con un frío sudario.
—¿Qué me estás pidiendo que haga? —dijo Jude—. ¿Me estás diciendo que debería añadir otro cuerpo a este montón? ¿Otro niño? —Se llevó la mano al vientre—. ¿Este niño?
Hasta ahora no se había dado cuenta de la necesidad que sentía de conservar el alma que estaba alimentando allí.
—Pertenece al carnicero —dijo Jokalaylau.
—No —respondió Jude en voz baja—. Me pertenece a mí.
—¿Serás tú la responsable de sus obras?
—Por supuesto —dijo, sentía una extraña alegría al hacer aquella promesa—. El mal puede surgir del bien, Diosa; cosas enteras de las rotas.
Se preguntó mientras hablaba si Ellas sabían dónde se habían originado esos sentimientos; si comprendían que estaba dándole la vuelta a la filosofía del Reconciliador para alcanzar sus maternales objetivos. Si lo entendían, no parecían tenerla en peor consideración por ello.
—Entonces que nuestros espíritus vayan contigo, hermana —dijo Tishalullé.
—¿Me volvéis a pedir que me vaya? —preguntó Jude.
—Viniste aquí buscando una respuesta y podemos proporcionártela.
—Comprendemos la urgencia de este asunto —dijo Urna Umagammagi—. Y no te hemos retenido aquí sin una buena causa. He cruzado los Dominios mientras tú esperabas, en busca de alguna pista para solucionar este misterio. Hay maestros aguardando en cada Dominio para llevar a cabo la Reconciliación…
—¿Entonces Cortés no ha comenzado?
—No. Está esperando tus noticias.
—¿Y qué debería decirle?
—He entrado en sus corazones y he buscado alguna conjura…
—¿Y has encontrado alguna?
—No. No son puros, por supuesto. ¿Quién lo es? Pero todos ellos quieren que Imajica esté completa. Todos ellos creen que el oficio que están listos para realizar puede salir bien.
—¿Y tú también lo crees?
—Sí, lo creemos —dijo Tishalullé—. Por supuesto, no se dan cuenta que están completando el círculo. Si lo entendieran, quizá se lo pensasen un poco más.
—¿Por qué?
—Porque el círculo le pertenece a Nuestro sexo, no al suyo —interpuso Jokalaylau.
—No es cierto —dijo Umagammagi—. Le pertenece a cualquier mente que se preocupe por concebirlo.
—Los hombres son incapaces de concebir, hermana —respondió Jokalaylau—. ¿O no te habías enterado?
Umagammagi sonrió.
—Incluso eso podría cambiar, si podemos sacarlos de sus errores.
Sus palabras planteaban muchas preguntas y la Diosa lo sabía. Con los ojos clavados en Jude dijo:
—Tendremos tiempo para esos oficios cuando regreses. Pero ahora sabemos que debes volver rauda.
—Dile a Cortés que sea el Reconciliador —dijo Tishalullé—. Pero no compartas con él nada de lo que hemos dicho.
—¿Debo ser yo la que se lo diga? —le dijo Jude a Umagammagi—. Si ya has estado allí una vez, ¿no puedes volver y darle tú la noticia? Yo quiero quedarme aquí.
—Lo entendemos. Pero Cortés no está de humor para confiar en Nosotras, créeme. El mensaje debe oírlo de tus labios, en carne y hueso.
—Ya veo —dijo Jude.
No había lugar para la persuasión, al parecer. Había venido aquí con la esperanza de encontrar una respuesta clara y ya la tenía. Ahora debía volver al Quinto con ella, por muy desagradable que le resultase el viaje.
—¿Me permitís haceros una pregunta antes de irme? —dijo Jude.
—Hazla.
—¿Por qué os mostrasteis ante mí de esta manera?
Fue Tishalullé la que respondió.
—Para que Nos conozcas cuando vengamos a sentarnos a tu mesa o caminemos a tu lado por la calle —dijo.
—¿Vendréis al Quinto?
—Quizá, con el tiempo. Tendremos mucho trabajo aquí, cuando se logre la Reconciliación.
Jude imaginó forjadas en Londres las transformaciones que había visto fuera: la Madre Támesis trepaba por sus orillas y depositaba la suciedad con la que la habían asfixiado en Whitehall y el Mall, luego barría toda la ciudad, convertía sus plazas en piscinas y sus catedrales en patios de juegos. Aquel pensamiento alivió su angustia.
—Os estaré esperando —dijo, y tras darles las gracias, partió.
Cuando salió las aguas ya la esperaban, la espuma opulenta como una almohada. No se retrasó ni un momento, sino que bajó directamente a la playa y se arrojó en sus brazos. Esta vez no hubo necesidad de nadar, la marea sabía lo que hacía. La levantó y la transportó al otro lado de la cuenca como si fuera un carro de espuma, luego la depositó en las rocas desde las que se había lanzado en un principio. Lotti Yap y Paramarola se habían ido pero encontrar el camino de salida del palacio sería más fácil que cuando había llegado. Las aguas habían estado trabajando en muchos de los pasillos y aposentos que rodeaban la cuenca y en los patios que había más allá, habían abierto ventanas a estanques relucientes y fuentes que se extendían hasta los escombros de las verjas del palacio. El aire también estaba más limpio que antes y Jude pudo ver los kesparates que se extendían a sus pies. Pudo ver incluso el puerto, y el mar ante sus muros, y su marea ansiando sin duda compartir este hechizo.
Se abrió camino hasta la escalera y se encontró con que las aguas que la habían traído hasta aquí se habían retirado y habían dejado a su paso un gran montón de restos. Revolviendo entre ellos, como una raquera a la que le hubieran concedido el paraíso, estaba Lotti Yap y sentada en los escalones inferiores, charlando con Paramarola, vio a Hoi-Polloi Pecador.
Después de saludarse, Hoi-Polloi le explicó todos los rodeos que había dado antes de confiarse al río que la había separado de Jude. Pero una vez que saltó, la había llevado sana y salva por todo el palacio y la había dejado en ese punto. Minutos después, lo habían reclamado otras obligaciones y había desaparecido.
—Ya casi te dábamos por perdida —dijo Lotti Yap. Estaba muy ocupada sacando las peticiones y las plegarias de la basura, las desdoblaba, las examinaba y luego se las guardaba.
—¿Conseguiste ver a las Diosas?
—Sí, lo conseguí.
—¿Son hermosas? —preguntó Paramarola.
—En cierta forma.
—Cuéntanos todos los detalles.
—No tengo tiempo. Tengo que volver al Quinto.
—Ya tienes entonces tu respuesta —dijo Lotti.
—Así es. Y no tenemos nada que temer.
—¿No te lo había dicho? —respondió la otra—. Todo está bien en el mundo.
Cuando Jude empezó a abrirse camino entre los escombros, Hoi-Polloi dijo:
—¿Podemos ir dos?
—Creí que ibas a esperar con nosotras —dijo Paramarola.
—Volveré para ver a las Diosas —replicó Hoi-Polloi—. Me gustaría ver el Quinto antes de que todo cambie. Va a cambiar, ¿no es cierto?
—Sí, así es —dijo Jude.
—¿Queréis algo para leer en vuestros viajes? —les preguntó Lotti mientras les ofrecía un puñado de peticiones—. Es asombroso lo que escribe la gente.
—Todo eso debería ir a la isla —dijo Jude—. Llévalas contigo. Déjalas a la puerta del templo.
—Pero las diosas no pueden responder a cada plegaria —dijo Lotti—. Amantes perdidos, hijos tullidos…
—No estés tan segura —le dijo Jude—. Va a nacer un nuevo día.
Luego, con Hoi-Polloi a su lado, hizo la segunda ronda de despedidas de la hora y se alejó rumbo a la verja.
—¿De verdad crees lo que le has dicho a Lotti? —le preguntó Hoi-Polloi una vez que dejaron atrás la escalera—. ¿Mañana va a ser tan diferente de hoy?
—De un modo u otro —dijo Jude.
La respuesta era más ambigua de lo que había pretendido pero quizá su lengua fuese más sabia de lo que creía. Aunque abandonaba este lugar sagrado con la palabra de poderes mucho más expertos que ella, las palabras de consuelo de la Diosa no podían borrar del todo el recuerdo del cuenco de la habitación de los tesoros de Oscar y la profecía de polvo que le había mostrado.
Se riñó en silencio por su falta de fe. ¿De dónde procedía esa veta de arrogancia que le permitía dudar de la sabiduría de la propia Urna Umagammagi? De ahora en adelante apartaría de sí tal ambivalencia. Quizá mañana, o algún bendito día después, se encontraría con las Diosas en las calles del Quinto y Les diría que, incluso después de sus palabras de consuelo, ella todavía había alimentado una ridícula sombra de duda. Pero hoy se inclinaría ante Sus sabias voces y volvería con el Reconciliador convertida en portadora de buenas nuevas.