Capítulo 20

1

En la última carta que le había mandado a su hijo, escrita la noche antes de subir a bordo de un barco con rumbo a Francia (con la misión de extender el evangelio de la Tabula Rasa por toda Europa), Roxborough, azote de maestros, había plasmado la esencia de una pesadilla de la que acababa de despertar.

«Soñé que viajaba en mi carruaje por las detestables calles de Clerkenwell, escribió, no hace falta que nombre mi destino. Ya lo conoces y sabes también qué infamias se planearon allí. Como ocurre en los sueños, estaba falto de autonomía pues aunque llamé muchas veces al conductor y le rogué por mi alma que no me llevara de nuevo a esa casa, mis palabras no tenían el poder de persuadirlo. Sin embargo, cuando el carruaje giró en la esquina y quedó a la vista la casa del maestro Sartori, Bellamare se encabritó espantada y no quiso seguir. Siempre fue mi baya favorita y sentí que me inundaba tal agradecimiento hacia ella por negarse a llevarme a aquel impío portal que me bajé del carruaje para darle las gracias al oído.

Y he aquí que cuando mi pie tocó el suelo, las losas comenzaron a hablar como seres vivos, sus voces pétreas pero alzadas en espantosos lamentos y ante el sonido de su angustia, los propios ladrillos de las casas de esa calle, y los tejados, balcones y chimeneas, todos lanzaron un grito semejante, sus voces unidas en un afligido testamento lanzado al Cielo. Jamás oí un estrépito semejante pero no podía tapar mis oídos para no escucharlo, ¿pues no estaba su dolor en parte provocado por mí? Y los oí decir:

Señor, no somos más que seres sin bautizar y no tenemos esperanza de entrar en tu Reino, pero te suplicamos que hagas caer sobre nosotros alguna tormenta que nos muela y convierta en polvo con tu justo trueno, para que nos restriegue y destruya y no suframos la complicidad con los hechos perpetrados ante nosotros.

Hijo mío, me maravilló su clamor y también lloré y me avergoncé al oírlos elevar este ruego al Todopoderoso sabiendo que yo era mil veces más responsable que ellos. ¡Oh, cómo deseé entonces que los pies me llevaran a algún lugar menos odioso! Juro que en ese momento hubiera juzgado que el corazón de un horno abrasador era un lugar agradable y allí hubiera posado la cabeza dando hosannas en lugar de tener que estar donde se habían cometido tales acciones. Pero no podía retirarme. Al contrario, mis rebeldes miembros me llevaron hasta la mismísima puerta de aquella casa. Había sangre llena de espuma en el umbral, como si los mártires hubieran marcado esa noche el lugar para que el Ángel de la Destrucción lo encontrara e hiciera que la tierra se abriera en sus cercanías y lo enviara al Abismo. Y de dentro salía el sonido de charlas ociosas, los hombres que yo había conocido debatían sus profanas filosofías.

Caí de rodillas sobre la sangre y llamé a los que estaban dentro para que salieran y se unieran a mí en las súplicas que yo le dirigía al Todopoderoso pidiéndole perdón, pero me despreciaron con grandes carcajadas y me llamaron cobarde y tonto, y me dijeron que me fuera. Eso hice al momento con grandes prisas, huí de la calle mientras las losas me decían que debía emprender mi cruzada sin temor al justo castigo de Dios, pues le había vuelto la espalda al pecado de esa casa.

Ese fue mi sueño. Lo pongo por escrito sin esperar un instante y haré enviar esta carta por correo urgente para que estés advertido del mal que hay en ese lugar y no sientas tentaciones de acudir a Clerkenwell, ni siquiera de extraviarte al sur de Islington mientras yo estoy lejos de tu lado. Pues mi sueño me enseña que esa calle pagará, a su debido tiempo, por los crímenes que ha albergado y no desearía que ni uno de los cabellos de tu dulce cabeza sufriera ningún daño por los actos que en mi delirio cometí yo contra los decretos de Nuestro Señor. Aunque es cierto que el Todopoderoso ofreció a su Unigénito para que sufriera y muriera por nuestros pecados, sé que Él no me pediría a mí el mismo sacrificio pues sabe que soy su más humilde servidor y ruego sólo que me convierta en su instrumento hasta que abandone este valle y acuda al Juicio Final.

Que el Señor nuestro Dios te guarde y te cuide hasta que yo te vuelva a abrazar».

El barco a bordo del que se subió Roxborough unas cuantas horas después de terminar esta carta se hundió a una milla del puerto de Dover, en una tempestad que no molestó a ningún otro navío de los alrededores pero que volcó el barco del autor de las purgas y lo hundió en menos de un minuto. Se perdió toda la tripulación.

Un día después de llegar la carta, el destinatario, todavía con los ojos bañados en lágrimas por la noticia, fue a buscar consuelo en los establos de la baya de su padre, Bellamare. La yegua se había mostrado inquieta desde la partida de su amo y, aunque conocía bien al hijo de Roxborough, soltó una coz al aproximarse el joven y lo alcanzó en el abdomen. El golpe no fue letal al instante pero con el estómago y el bazo partido, el muchacho estaba muerto en menos de seis días. Así pues precedió a su padre, cuyo cuerpo no fue arrastrado a la orilla hasta una semana después, en la tumba familiar.

2

Pai’oh’pah le había relatado esta triste historia a Cortés mientras viajaban de L’Himby a la Cuna de Chzercemit, en busca de Scopique. Fue uno de los muchos cuentos que el místico había contado durante ese viaje y los narraba no como detalles biográficos, aunque por supuesto, muchos eran precisamente eso, sino como un entretenimiento, cómico, absurdo o melancólico que solía comenzar con: «Una vez oí hablar de un tipo que…».

A veces las historias se referían en unos minutos pero Pai se había detenido en esta, había repetido palabra por palabra el texto de la carta de Roxborough, aunque hasta la fecha Cortés no sabía cómo la había conseguido el místico. Sí entendió, sin embargo, por qué se había aprendido la profecía de memoria y por qué se había tomado tantas molestias para repetírsela a Cortés. Había creído en parte que el sueño de Roxborough significaba algo y, de la misma forma que había educado a Cortés sobre otros asuntos relacionados con su yo oculto, también le había contado este cuento para advertir al maestro de los peligros que podría traer el futuro.

Y el futuro era ahora. A medida que avanzaban las horas desde el regreso de Lunes y Jude seguía sin volver, Cortés se vio reducido a desmenuzar lo que recordaba de la carta de Roxborough en busca de alguna pista en las palabras del purificador que le indicara el peligro que podría acercarse a su puerta. Incluso se preguntó si el hombre que había escrito la carta se contaba entre los aparecidos que a media mañana ya se podían vislumbrar en medio de la calima. ¿Había vuelto Roxborough para contemplar la desaparición de la calle que él llamaba detestable? Si así era (si estaba escuchando ante la puerta como lo había hecho en su sueño), lo más probable es que se sintiera tan frustrado como sus ocupantes y que pensara que ojalá siguieran con el trabajo que esperaba que provocase el desastre.

Pero por muchas dudas que Cortés albergase con respecto a Jude, no podía creer que estuviese conspirando contra la gran obra. Si había dicho que no era segura, tendría sus razones para decirlo y, aunque cada músculo del cuerpo de Cortés protestaba por la inactividad, se negó a bajar al piso inferior para subir las piedras a la sala de meditación, temía que su sola presencia lo tentase y comenzase a calentar el círculo. En lugar de eso, esperó, esperó y esperó mientras el calor de fuera se elevaba y el aire de la sala de meditación se iba agriando a causa de su frustración. Como había dicho Scopique, un oficio de estas características requería meses de preparación, no horas, y ahora hasta esas horas se iban reduciendo poco a poco. ¿Hasta cuándo podía permitirse posponer la ceremonia antes de dar por perdida a Jude y empezar? ¿Hasta las seis? ¿Hasta el anochecer? Era un imponderable.

Había señales de inquietud tanto fuera de la casa como dentro. Apenas pasaba un minuto sin que una nueva sirena se añadiera al coro de alaridos y gemidos provenientes de cada punto cardinal. Varias veces a lo largo de la mañana comenzaron a tañer las campanas de varios chapiteles de las inmediaciones, y en sus repiques no había llamadas ni celebraciones, sino alarma. Incluso se oían de vez en cuando gritos: chillidos y aullidos que llegaban desde calles lejanas transmitidos hasta las ventanas abiertas por un aire lo bastante caliente ahora para hacer sudar a los muertos.

Y entonces, justo después de la una de la tarde, Clem subió las escaleras con los ojos muy abiertos. Fue Taylor el que habló y había una gran emoción en su voz.

—Ha entrado alguien en la casa, Cortés.

—¿Quién?

—Una especie de espíritu femenino, de los Dominios. Está abajo.

—¿Es Jude?

—No. Es un poder real. ¿Es que no la hueles? Sé que has renunciado a las mujeres pero la nariz todavía te funciona, ¿no?

Taylor llevó a Cortés al rellano. Abajo, la casa yacía en silencio. Cortés no percibió nada.

—¿Dónde está?

Clem lo miró confuso.

—Estaba aquí hace un momento, lo juro.

Cortés fue hasta lo alto de las escaleras pero Clem lo retuvo.

—Los ángeles primero —dijo, pero Cortés ya estaba empezando a bajar; era un alivio que hubiera terminado el sopor de las últimas horas y estaba impaciente por conocer a esta visitante. Quizá traía un mensaje de Jude.

La puerta principal se encontraba abierta. Había un charco de cerveza reluciente en el escalón pero ninguna señal de Lunes.

—¿Dónde está el muchacho? —preguntó Cortés.

—Está fuera, mirando al cielo. Dice que ha visto un platillo volante.

Cortés le lanzó a su compañero una mirada burlona. Clem no respondió, se limitó a poner la mano en el hombro de Cortés y a dirigir la mirada a la puerta del comedor. De su interior procedía el sonido apenas audible de un llanto.

—Mamá —dijo Cortés, que renunció a cualquier precaución y se apresuró a bajar el resto de las escaleras con Clem tras él.

Para cuando llegaron a la habitación de Celestine el sonido de sus sollozos ya había cesado. Cortés aspiró una bocanada defensiva, cogió la manija con firmeza y apoyó el hombro en la puerta. No estaba cerrada con llave, se abrió con suavidad y lo dejó en el interior. La habitación estaba mal iluminada, las cortinas, marchitas y mohosas, todavía eran lo bastante pesadas para reducir el sol a unos cuantos rayos polvorientos que caían sobre el colchón vacío que había en el medio del suelo. Su antigua ocupante, a quien Cortés no esperaba volver a ver en pie, estaba en el otro extremo de la habitación, sus lágrimas reducidas a gemidos. Se había llevado una de las sábanas de la cama con ella y al ver que entraba su hijo, se la llevó al pecho. Luego volvió de nuevo su atención hacia la pared que tenía al lado y la estudió. Había estallado una cañería en alguna parte, detrás de los ladrillos, supuso Cortés. Oía el agua que corría en libertad.

—Todo va bien, mamá —le dijo—. Nada va a hacerte daño.

Celestine no respondió. Se había llevado la mano derecha a la cara y se estaba mirando la palma, como si fuera un espejo.

—Sigue aquí —dijo Clem.

—¿Dónde? —le preguntó Cortés.

Señaló con la cabeza a Celestine, Cortés se separó de él de inmediato y abrió los brazos para ofrecerle al aire embrujado un nuevo objetivo.

—Vamos —dijo—. Donde quiera que estés. Vamos.

A medio camino entre la puerta y su madre sintió que le golpeaba el rostro una llovizna fría, tan fina que era invisible. El tacto no era desagradable. De hecho, era refrescante y Cortés dejó escapar un jadeo de admiración.

—Está lloviendo aquí dentro —dijo.

—Es la Diosa —respondió Celestine.

La mujer levantó los ojos y dejó de estudiarse la mano por la que Cortés vio que ahora corría el agua, como si le hubiera brotado un manantial en la palma.

—¿Qué Diosa? —le preguntó Cortés.

—Urna Umagammagi —respondió su madre.

—¿Por qué estabas llorando, mamá?

—Pensé que me estaba muriendo. Creí que había venido para llevarme.

—Pero no lo ha hecho.

—Todavía sigo aquí, hijo.

—¿Entonces qué quiere?

Celestine extendió el brazo hacia Cortés.

—Quiere que hagamos las paces —dijo—. Reúnete conmigo bajo las aguas, hijo.

Cortés cogió la mano de su madre y esta tiró de él al tiempo que levantaba el rostro hacia la lluvia. El agua arrastraba los últimos rastros de lágrimas y una expresión de éxtasis aparecía allí donde antes sólo había dolor. Cortés también lo sintió. Sus ojos querían cerrarse y su cuerpo desvanecerse. Pero se resistió a los halagos de la lluvia, tentadores como eran. Si tenía algún mensaje para él, necesitaba saberlo con rapidez y terminar con estos retrasos antes de que le costara caro a la Reconciliación.

—Dime —dijo al llegar al lado de su madre—, si estás aquí para quedarte; dime…

Pero la lluvia no le dio ninguna respuesta, al menos ninguna que él pudiera comprender. Quizá su madre escuchaba algo más que él, sin embargo, porque había una sonrisa en su reluciente rostro y la mano con la que asía a Cortés se había hecho más posesiva. Dejó caer la sábana que sujetaba contra los senos para que las gotas de agua pudieran acariciarle los pechos y el vientre y la mirada de Cortés se deslizó por toda su desnudez. Las heridas que había sufrido en sus peleas con Dowd y Sartori todavía marcaban aquel cuerpo pero sólo servían para demostrar su perfección, y aunque Cortés era consciente del crimen que cometía, no pudo atajar sus sentimientos.

Celestine se llevó la mano libre a la cara y con el pulgar y el índice vació los estanques pocos profundos de las cuencas de sus ojos, luego los volvió a abrir y encontraron a Cortés demasiado rápido para que él pudiera ocultarse. El hijo sufrió una conmoción cuando sus miradas se encontraron, no sólo porque ella leyó el deseo de él sino porque él encontró lo mismo en el rostro de su madre.

Cortés arrancó la mano de entre las que lo sujetaban y se apartó al tiempo que su lengua forcejeaba con las negativas. Su madre estaba mucho menos avergonzada que él. Mantenía los ojos clavados en su hijo y lo llamaba para que volviera a entrar en la lluvia con invitaciones tan suaves que apenas eran algo más que suspiros. Cuando él siguió apartándose, Celestine recurrió a exhortaciones más concretas.

—La Diosa quiere conocerte —dijo—. Necesita entender tus propósitos.

—Los… asuntos… de… mi Padre —respondió Cortés, las palabras servían tanto de defensa como de explicación y lo protegían de esta seducción con el peso de sus propósitos.

Pero de la Diosa, si eso es lo que era en realidad esta lluvia, no se iba a librar con tanta facilidad. Vio que una expresión de angustia cruzaba el rostro de su madre cuando la abandonaron los vapores para ir en busca de él. Atravesaron una lanza de sol al acercarse y arrojaron al aire un arco iris.

—No le tengas miedo —oyó Cortés que decía Clem tras él—. No tienes nada que ocultar.

Quizá fuera cierto pero seguía apartándose a pesar de todo, tanto de su madre como del vapor, hasta que sintió el consuelo de sus ángeles en la espalda.

—Protegedme —les dijo con la voz temblorosa.

Clem envolvió con sus brazos los hombros de Cortés.

—Es una mujer, maestro —murmuró—. ¿Desde cuándo les tienes miedo a las mujeres?

—Desde siempre —respondió Cortés—. Sujétame, por el amor de Cristo.

Y entonces la lluvia chocó contra sus rostros y Clem dejó escapar un suspiro de placer cuando su languidez los inundó. Cortés se aferró con fuerza a los brazos de su protector y hundió los dedos en ellos pero si la lluvia tenía el vigor suficiente para separarlo del abrazo de Clem, no intentó hacerlo. Se detuvo alrededor de sus cabezas no más de treinta segundos y luego siguió su camino por la puerta abierta.

En cuanto se hubo ido, Cortés se volvió hacia Clem.

—Nada que ocultar, ¿eh? —le dijo—. No creo que te haya creído.

—¿Estás herido?

—No. Sólo se metió dentro de mi cabeza. ¿Por qué cada puñetero ser que hay por ahí quiere meterse en mi cabeza?

—Deben de ser las vistas —comentó Tay esbozando una amplia sonrisa con los labios de su amante.

—Sólo quería saber si tus propósitos eran puros, hijo —dijo Celestine.

—¿Puros? —dijo Cortés mirando a su madre con expresión viperina—. ¿Qué derecho tiene Ella a juzgarme?

—Lo que tú llamas los asuntos de tu Padre son los asuntos de cada alma de Imajica.

Celestine todavía no había recuperado su modestia del suelo y cuando se acercó a su hijo, este apartó los ojos.

—Cúbrete, madre —le dijo—. Por el amor de Dios, cúbrete.

Luego se volvió y salió al vestíbulo llamando a la intrusa por el camino.

—Donde quiera que estés —le chilló—. ¡Quiero que salgas de esta casa! Clem, mira abajo, yo iré arriba.

Subió como un rayo las escaleras mientras iba aumentando su furia al pensar que este espíritu podía invadir la sala de meditación. La puerta permanecía abierta. Descansito se refugiaba en una esquina cuando entró.

—¿Dónde está? —exigió saber Cortés—. ¿Está aquí?

—¿Está quién aquí?

Cortés no respondió, se limitó a ir de una pared a otra como un prisionero, golpeándolas con las palmas abiertas. Pero no se oía correr el agua tras los ladrillos ni había llovizna alguna, por fina que fuera, en el aire. Una vez que se dio por satisfecho tras comprobar que aquella habitación estaba libre de la mancha de la visitante, regresó a la puerta.

—Si empieza a llover aquí dentro —le dijo a Descansito—, chilla como un poseso.

—Como lo que vos queráis, Liberatore.

Cortés cerró con un portazo y recorrió luego el rellano, registrando todas las habitaciones del mismo modo. Tras encontrarlas vacías, subió el último tramo y buscó en las habitaciones superiores. Allí el aire estaba seco como un hueso. Pero cuando empezaba a bajar las escaleras, escuchó carcajadas en la calle. Era Lunes, aunque el sonido que emitía era lo más ligero que Cortés había escuchado de sus labios. Sospechó de aquella música y comenzó a bajar más rápido; se encontró con Clem al pie de la escalera, este le dijo que las habitaciones de abajo estaban vacías y ambos cruzaron corriendo el vestíbulo hasta la puerta principal.

Lunes había estado muy ocupado con sus tizas desde la última vez que Cortés había cruzado el umbral. La acera al pie de los escalones estaba cubierta de diseños suyos: esta vez no eran copias de jóvenes encantadoras sino elaboradas abstracciones que se derramaban por el bordillo y ocupaban el asfalto reblandecido por el sol. El artista había abandonado su trabajo, sin embargo, y se encontraba ahora de pie en medio de la calle. Cortés reconoció el lenguaje de su cuerpo al instante. La cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, estaba disfrutando de un baño de aire.

—¡Lunes!

Pero el muchacho no le oía. Seguía disfrutando de esta unción, el agua le recorría el cabello recortado como si fueran dedos y habría seguido bañándose hasta ahogarse en esa lluvia si al acercarse, Cortés no hubiera espantado a la Diosa. La lluvia desapareció del aire en un instante y los ojos de Lunes se abrieron. Guiñó los ojos para defenderlos de la luz del cielo y dejó de reír.

—¿Dónde se fue la lluvia? —dijo.

—No había ninguna lluvia.

—¿Y cómo llamas a esto, jefe? —dijo Lunes mientras le alargaba los brazos de los que todavía chorreaban las últimas gotas de agua.

—Hazme caso, no era lluvia.

—Fuera lo que fuera, por mí estupendo —dijo Lunes. Se levantó hasta la cabeza la camiseta empapada y la utilizó de trapo para limpiarse la cara—. ¿Estás bien, jefe?

Cortés examinaba la calle para buscar alguna señal de la Diosa.

—Lo estaré —dijo—. Tú vuelve al trabajo, ¿vale? Todavía no has decorado la puerta.

—¿Qué quieres en ella?

—El artista eres tú —dijo Cortés, distraído de la conversación por el estado de la calle.

No se había dado cuenta hasta ahora de lo repleta de presencias que estaba en estos momentos, los aparecidos no sólo ocupaban las aceras sino que flotaban entre el follaje marchito como ahorcados o velaban en los aleros. Eran bastante benignos, pensó. Tenían buenas razones para desearle lo mejor en esta empresa. Medio año antes, la noche que Pai y él habían partido para dar comienzo a sus viajes, el místico le había dado a Cortés una lúgubre lección sobre el dolor que sufrían los espíritus de este y todos los demás Dominios.

—Ningún espíritu es feliz —le había dicho Pai—. Se aparecen en las puertas, aguardando para irse, pero no tienen ningún sitio al que ir.

¿Pero no se había sugerido entonces una esperanza, que al final del viaje que tenían por delante había una solución para la angustia de los muertos? Pai había sabido cuál era esa solución incluso entonces, y debió de ansiar llamar a Cortés Reconciliador, decirle que en algún lugar de su cabeza se encontraba el ingenio que abriría las puertas ante las que esperaban los muertos para permitirles entrar en los Cielos.

—Sed pacientes —murmuró Cortés, sabía que los aparecidos lo escuchaban—. Será pronto, lo juro. Será pronto.

El sol estaba secando la lluvia de la Diosa de su rostro y, contento de permanecer bajo el calor hasta secarse del todo, se alejó de la casa mientras Lunes reanudaba sus silbidos delante de la puerta. En menudo sitio se ha convertido esto, pensó Cortés: dejaba ángeles en la casa, lluvias lascivas en la calle, fantasmas en los árboles. Y él, el maestro, vagando entre ellos, listo para realizar el acto que cambiaría sus mundos para siempre. Jamás volvería a existir un día igual.

Pero su optimismo se oscureció cuando se acercó al final de la calle pues aparte del sonido de sus pasos y el ruido agudo del silbido de Lunes, el mundo estaba en el más absoluto de los silencios. Las alarmas que habían armado tal estrépito al principio del día habían callado. No sonaba ninguna campana, ninguna voz gritaba. Era como si toda la vida más allá de esta vía hubiera hecho voto de silencio. Aceleró el paso. O bien su inquietud era contagiosa o los aparecidos que se entretenían al final de la calle estaban más inquietos que los que permanecían más cerca de la casa. Daban vueltas y su número, o quizá su inquietud, era suficiente para agitar el polvo cocido de la alcantarilla. No intentaron impedir su progreso, se limitaron a apartarse como una cortina fría y le permitieron cruzar el límite invisible de la calle Gamut. Cortés miró en ambas direcciones. Los perros que se habían reunido aquí durante un tiempo se habían ido; los pájaros habían abandonado cada alero y cada poste de teléfonos. Contuvo el aliento y escuchó, buscó a través del quejido de su cabeza alguna señal de vida: un motor, una sirena, un grito. Pero no había nada. Su inquietud era ahora profunda y volvió la vista hacia la calle Gamut. Por mucho que le molestase abandonarla, supuso que estaría a salvo mientras los aparecidos permanecieran en su perímetro. Aunque eran demasiado insustanciales para proteger la calle de algún atacante, dudaba que alguien se atreviera a entrar mientras ellos rondaban y se revolvían en la esquina. Con ese pequeño consuelo Cortés se dirigió hacia Gray’s Inn Road y su paseo se convirtió en carrera por el camino. El calor ya no se agradecía tanto. Le pesaban las piernas y le ardían los pulmones pero no aflojó el paso hasta que llegó al cruce. Gray’s Inn Road y High Holborn eran dos de las vías principales de la ciudad. Si se hubiera encontrado en esta esquina la noche más fría de diciembre, habría visto algo de tráfico en una u otra. Pero ahora no había nada, y tampoco se oía ningún murmullo en ninguna calle, plaza, callejón o glorieta cercana. La esfera de influencia que había dejado sin trabas la calle Gamut durante dos siglos al parecer se había extendido y si los ciudadanos de Londres todavía seguían por allí, lo cierto es que no se acercaban a este torturado terreno.

Y sin embargo, a pesar del silencio, el aire no carecía de cargas. Había algo más en él, algo que evitó que Cortés diera la vuelta y volviera dando un paseo a la calle Gamut: un olor tan sutil que el acre del asfalto medio cocinado casi lo tapaba, pero tan inconfundible que Cortés no podía hacer caso omiso ni siquiera del rastro que llegaba hasta él. Se entretuvo en la esquina a la espera de otra ráfaga de viento, que llegó después de un rato y confirmó sus sospechas. Sólo una era la fuente de este enfermizo perfume y sólo había un hombre en esta ciudad (no, en este Dominio) que tenía acceso a esa fuente. El In Ovo se había vuelto a abrir y esta vez las bestias que se habían convocado no eran las tonterías que se había encontrado en la torre. Eran de otra magnitud muy diferente. Cortés sólo había visto y olido una vez algo así, doscientos años antes, y habían provocado un daño incalculable. Dado que la brisa era tan débil, su rastro no podía proceder de Highgate, demasiado lejos. Sartori y su legión estaban muchísimo más cerca, quizá a diez calles de distancia, quizá a dos, quizá a punto de doblar la esquina de Gray’s Inn Road y aparecer ante él.

No quedaba tiempo para evasivas. Fuera cual fuera el peligro que Jude había descubierto, o creído descubrir, era hipotético. Al contrario que este rastro y las entidades que lo rezumaban. Ya no se podía permitir retrasar los últimos preparativos más tiempo. Abandonó su lugar de vigilancia y se encaminó hacia la casa como si ya tuviera esas hordas tras los talones. Los aparecidos se dispersaron cuando dobló la esquina y bajó corriendo la calle. Lunes estaba trabajando en la puerta pero dejó caer los colores cuando oyó la llamada del maestro.

—¡Es la hora, muchacho! —chilló Cortés mientras subía todos los escalones de una sola tacada—. Empieza a llevar las piedras arriba.

—¿Empezamos?

—Empezamos.

Lunes esbozó una amplia sonrisa, soltó un alarido y se metió en la casa de un salto tras dejar a Cortés haciendo una pausa para admirar lo que ahora adornaba la puerta. Todavía era un simple esbozo pero la habilidad del muchacho como dibujante era suficiente para este propósito. Había dibujado un ojo enorme con rayos de luz emanando de él en todas direcciones. Cortés entró en la casa, contento al pensar que sería aquella mirada ardiente la que recibiría a todo aquel, amigo o enemigo, que llegase al umbral. Luego cerró la puerta y pasó el cerrojo. La próxima vez que salga, pensó, la obra de mi Padre estará hecha.