Capítulo 19

1

Aquellas aguas que desafiaban a las leyes de la naturaleza fueron compasivas. Aunque llevaron a Jude por todo el palacio a una velocidad considerable y vagaron por pasillos cuyo paso ya había despojado de tapices y muebles, trataron a su carga con cuidado. No la lanzaron contra los muros ni las columnas, sino que la transportaron en un barco de espuma que ni vacilaba ni se hundía sino que se apresuraba, tripulado a distancia, hacia su destino. Un lugar que apenas se podía poner en duda. El misterio que se ocultaba en el corazón del laberinto del Autarca había sido siempre la Torre del Eje y, aunque ella había sido testigo del comienzo de la perdición de la torre, era ese, con toda seguridad, su lugar de desembarco. Plegarias y peticiones habían acudido allí durante toda una era, atraídas por la autoridad del Eje. Fuera cual fuera la fuerza que lo había sustituido, la que llamaba a estas aguas había colocado su trono sobre los escombros del señor caído.

Y ahora tenía pruebas de ello, cuando las aguas la sacaron de los vacíos corredores y la metieron en las inmediaciones aún más severas de la torre, allí se ralentizaron para depositarla en un estanque tan repleto de detritos que era casi sólido. De entre estos restos se alzaba una escalera, Jude se levantó de los escombros y se echó sobre los escalones más bajos, mareada pero también entusiasmada. Las aguas continuaban apiñándose alrededor de la escalera, como una ardiente marea viva, y ese claro deseo de subir aquel tramo era contagioso. La joven se puso en pie después de unos minutos y comenzó a ascender.

Aunque no había luces ardiendo en la cima, había iluminación suficiente derramándose escaleras abajo para recibirla y, al igual que la luz de las fuentes, era prismática, lo que sugería que había más aguas delante de ella, aguas que habían llegado al palacio por otras rutas. Antes de que hubiera subido siquiera media escalera aparecieron dos mujeres y se la quedaron mirando. Las dos iban vestidas con sencillas combinaciones de color hueso y la más gorda de las dos, una mujer de proporciones colosales, se la desabrochó para desnudar sus pechos para el bebé que estaba amamantando. Tenía un aspecto casi tan infantil como el del pequeño que tenía a su cargo, el cabello ralo, el rostro, como los senos, pesado y de un color rosa, como de almendra de azúcar. La mujer que estaba a su lado era mayor y más delgada, con la piel notablemente más oscura que la de su compañera, el cabello gris trenzado y caído sobre los hombros como una cogulla. Llevaba guantes, y gafas, y contempló a Jude con una indiferencia casi magistral.

—Otra alma salvada de la inundación —dijo.

Jude había dejado de subir. Aunque ninguna de las dos mujeres había hecho señal de prohibirle la entrada, quería entrar en este lugar milagroso como invitada, no como intrusa.

—¿Soy bienvenida?

—Por supuesto —dijo la madre—. ¿Has venido a ver a las Diosas?

—Sí.

—¿Vienes entonces del Bastión?

Antes de que Jude pudiera contestar, su compañera le proporcionó la respuesta.

—¡Pues claro que no! ¡Mírala!

—Pero la trajeron las aguas.

—Las aguas traen a cualquier mujer que se atreva. Nos trajeron a nosotras, ¿no?

—¿Hay muchas otras? —preguntó Jude.

—Cientos —fue la respuesta—. Quizá miles a estas alturas.

Jude no se sorprendió. Si alguien como ella, una extraña en los Dominios, había terminado por sospechar que las Diosas seguían existiendo, cuánta más esperanza debían de haber tenido las mujeres que vivían aquí; ellas habían vivido con las leyendas de Tishalullé y Jokalaylau.

Cuando Jude llegó a lo alto de las escaleras, la mujer de las gafas se presentó.

—Soy Lotti Yap.

—Yo soy Judith.

—Es un placer verte, Judith —dijo la otra mujer—. Yo soy Paramarola. Y este chavalín —bajó los ojos para mirar al bebé— es Billo.

—¿Tuyo? —preguntó Jude.

—¿Y dónde habría encontrado yo un hombre que me diera una cosita como esta? —dijo Paramarola.

—Llevamos nueve años en el Anexo —explicó Lotti Yap—. Somos huéspedes del Autarca.

—Que se le pudra el espino y se le marchiten las moras —añadió Paramarola.

—¿Y de dónde has venido tú? —preguntó Lotti.

—Del Quinto —dijo Jude.

Que en este momento, sin embargo, no prestaba toda su atención a las mujeres. Había reclamado su interés una ventana que se encontraba al otro lado del pasillo salpicado de charcos que tenían tras ellas, o más bien, el paisaje que se contemplaba desde allí. Jude se acercó al alféizar, perpleja y asombrada, y se asomó a un espectáculo extraordinario. El torrente había despejado un círculo de un kilómetro de anchura o más en el centro del palacio, había barrido muros, columnas y tejados y había ahogado los escombros. Todo lo que quedaba, elevándose de las aguas, eran islas de roca allí donde antes estaban las torres más altas, y de vez en cuando una esquina de uno de los inmensos anfiteatros del palacio, conservado como si pretendiera burlarse de las altivas pretensiones de su arquitecto. Pero ni siquiera estos fragmentos permanecerían allí mucho tiempo más, sospechaba Jude, Las aguas rodeaban esta inmensa cuenca sin violencia, pero sólo con su peso pronto harían derrumbarse estos últimos restos de la obra maestra de Sartori.

En el centro de este pequeño mar había una isla más grande que el resto, las orillas inferiores formadas por los aposentos medio derruidos que se apiñaban alrededor de la Torre del Eje, sus rocas eran los escombros de la mitad superior de la torre mezcladas con trozos inmensos de su inquilino y las alturas eran los restos de la torre en sí, una pirámide de cascotes irregular pero reluciente en la que parecía arder un fuego blanco. Al mirar la transformación que habían forjado estas aguas, que habían erosionado en cuestión de días, de horas quizá, lo que al Autarca le había llevado décadas diseñar y construir, Jude se maravilló de haber llegado a este lugar intacta. El poder que se había encontrado en un principio en forma de inocente aunque voluntarioso arroyo, se revelaba aquí como una abrumadora fuerza de cambio.

—¿Estabais aquí cuando ocurrió esto? —le preguntó a Lotti Yap.

—Sólo vimos el final —respondió la otra—. Pero déjame decirte que fue toda una visión. Ver caerse las torres…

—Temimos por nuestras vidas —dijo Paramarola.

—Habla por ti —respondió Lotti—. Las aguas no nos liberaron sólo para ahogarnos. Éramos prisioneras en el Anexo, sabes. Entonces el suelo se agrietó y las aguas se limitaron a subir burbujeando y arrastraron las paredes.

—Sabíamos que vendrían las Diosas, ¿a que sí? —dijo Paramarola—. Siempre tuvimos fe en ello.

—¿Así que nunca creísteis que estuvieran muertas?

—Pues claro que no. Enterradas vivas, quizá. Dormidas. Incluso locas. Pero nunca muertas.

—Lo que dice es cierto —comentó Lotti—. Sabíamos que llegaría este día.

—Por desgracia, quizá sea una victoria corta —dijo Jude.

—¿Por qué dices eso? —respondió Lotti—. El Autarca se ha ido.

—Sí, pero su Padre no.

—¿Su Padre? —dijo Paramarola—. Pensé que era bastardo.

—¿Y quién es su padre, entonces? —dijo Lotti.

—Hapexamendios.

Paramarola se echó a reír al oír eso pero Lotti Yap le dio un codazo en las bien protegidas costillas.

—No es un chiste, Rola.

—Tiene que serlo —protestó la otra.

—¿Ves reírse a esta mujer? —Luego se dirigió a Jude—: ¿Tienes alguna prueba de eso?

—No, no la tengo.

—¿Entonces de dónde has sacado semejante idea?

Jude había supuesto que sería difícil convencer a la gente de los orígenes de Sartori pero había sido optimista y había presumido que cuando llegara el momento la poseería una repentina lucidez. En lugar de eso sintió una oleada de frustración. Si se veía obligada a desentrañar toda la lamentable historia de su implicación con el autarca Sartori ante cada alma que se interponía entre ella y las

Diosas, lo peor les caería encima antes de que hubiera llegado a la mitad del camino. Y entonces, la inspiración.

—El Eje es la prueba —dijo.

—¿Y cómo es eso? —dijo Lotti, que ahora estudiaba con una intensidad nueva a esta mujer que había traído el torrente.

—Jamás habría podido trasladar el Eje sin la colaboración de su Padre.

—Pero el Eje no pertenece al Invisible —dijo Paramarola—. Nunca fue de Él.

Jude las miró confundida.

—Lo que dice Rola es cierto —le dijo Lotti—. Es posible que lo haya utilizado para controlar a unos cuantos hombres débiles, pero el Eje no fue nunca Suyo.

—¿De quién entonces?

—Urna Umagammagi estaba dentro.

—¿Y esa quién es?

—La hermana de Tishalullé y Jokalaylau. Media hermana de las hijas del Delta.

—¿Había una Diosa en el Eje?

—Sí.

—¿Y el Autarca no lo sabía?

—Eso es. La Diosa se escondió allí para huir de Hapexamendios cuando Este pasó por Imajica. Jokalaylau fue a la nieve y se perdió allí. Tishalullé…

—… a la Cuna de Chzercemit —dijo Jude.

—Así fue —dijo Lotti, claramente impresionada.

—Y Urna Umagammagi se ocultó en roca sólida —continuó Paramarola, que contaba el cuento como si se dirigiese a un niño—, pensando que el Dios pasaría por aquel lugar sin verla. Pero el Dios eligió al Eje como centro de Imajica y colocó su poder sobre él, encerrándola a Ella en el interior.

Esa tenía que ser la ironía definitiva, pensó Jude. El arquitecto de Yzordderrex había construido su fortaleza, su imperio entero en realidad, alrededor de una Diosa encarcelada. Y tampoco le pasó desapercibido el paralelismo con Celestine. Al parecer Roxborough había estado siguiendo sin saberlo una lúgubre tradición cuando había encerrado a Celestine bajo su casa.

—¿Dónde están ahora las Diosas? —le preguntó Jude a Lotti.

—En la isla. A todas se nos permitirá acudir a su presencia en su momento, y a todas nos bendecirán. Pero llevará días.

—Yo no tengo días —dijo Jude—. ¿Cómo llego a la isla?

—Se te llamará cuando te llegue la hora.

—Pues tendrá que ser ahora —dijo Jude— o no será nunca. —Miró a derecha e izquierda del pasillo—. Gracias por la información —dijo—. Quizá os vuelva a ver.

Tras escoger el camino de la derecha, Jude hizo amago de irse pero Lotti la cogió por la manga.

—No lo entiendes, Judith —dijo—. Las Diosas han venido para ponernos a salvo. Aquí nada puede hacernos daño. Ni siquiera el Invisible.

—Espero que eso sea verdad —dijo Jude—. Desde el fondo de mi corazón, espero que sea verdad. Pero tengo que advertirlas, por si no lo es.

—Entonces será mejor que vayamos contigo —dijo Lotti—. De otro modo jamás las encontrarás.

—Espera —dijo Paramarola—. ¿Deberíamos hacerlo? Esta mujer podría ser peligrosa.

—¿Y no lo somos todas? —respondió Lotti—. Precisamente por eso nos encerraron, ¿te acuerdas?

2

Si el ambiente de las calles en el exterior del palacio había sugerido una especie de carnaval post-apocalíptico (las aguas que bailaban, los niños que jugaban, el aire de pavana), esa sensación era cien veces más fuerte en los pasillos que rodeaban el borde de la cuenca que había limpiado el torrente. Aquí también había niños y su risa era más musical que nunca. Ninguno tenía más de cinco años, pero había tantos niños como niñas entre la muchedumbre. Convertían los pasillos en patios de juegos y su estrépito rebotaba en paredes que no habían oído tanta alegría desde que las habían levantado. También había agua, por supuesto. Cada centímetro de suelo estaba bendecido por un charco, un riachuelo o un arroyo, cada arco tenía una cortina líquida que caía como una cascada de su dovela, cada aposento lo refrescaban burbujeantes manantiales y fuentes que rozaban el techo. Y en cada tintineante hilo de agua, había la misma presencia que Jude había sentido en la marea que la había traído hasta aquí arriba: el agua como vida, repleta hasta la última gota del propósito de las Diosas. Por encima de su cabeza, el cometa subía hasta lo más alto y atravesaba con sus rayos blancos y rectos cualquier ranura que pudiera encontrar, convertía el charco más humilde en un estanque de oráculos y trenzaba su luz con el chorro de cada surtidor.

En estos deslumbrantes pasillos había mujeres de todo tipo de formas y tamaños. Muchas, explicó Lotti, eran como ellas, antiguas prisioneras del Bastión o de su temido Anexo; otras se habían limitado a encontrar el camino colina arriba siguiendo sus instintos o los arroyos, tras dejar a sus maridos, vivos o muertos, abajo.

—¿Aquí no hay ningún hombre?

—Sólo los más pequeños —dijo Lotti.

—Todos son pequeños —comentó Paramarola.

—Había un capitán en el Anexo que era una mala bestia —dijo Lotti—, y cuando llegaron las aguas debía de estar vaciando la vejiga porque su cuerpo pasó flotando al lado de nuestra celda con los pantalones desabrochados.

—Y sabes, todavía se estaba sujetando la hombría —dijo Paramarola—. Tuvo que elegir entre eso y nadar…

—… y en lugar de soltarse, se ahogó —dijo Lotti.

Cosa que divirtió muchísimo a Paramarola, que se echó a reír con tantas ganas que desbancó la boca del bebé de su pecho. Saltó un borbotón de leche sobre el rostro del niño, lo que provocó una nueva oleada de alegría. Jude no preguntó cómo era que Paramarola era tan nutritiva cuando no era la madre del niño ni estaba, era de suponer, embarazada. Era sólo uno de los muchos enigmas que le mostraba este viaje: como el estanque que se aferraba a una de las paredes, rebosante de peces luminosos; o las aguas que imitaban al fuego y con las cuales algunas mujeres habían hecho coronas; o aquella anguila inmensamente larga que vio pasar a su lado, la cabeza con la boca abierta en el hombro de un niño, el cuerpo serpenteando entre media docena de mujeres, de un lado a otro de sus hombros diez veces o más. Si hubiera pedido una explicación para cualquiera de aquellas visiones, se habría visto obligada a preguntar por todas y jamás habrían recorrido más de unos cuantos metros de pasillo.

El viaje las llevó, por fin, a un lugar en el que las aguas habían tallado un estanque poco profundo al borde de la cuenca principal, servido por varios riachuelos que trepaban por los escombros y lo llenaban hasta que rebosaba y ese exceso se derrumbaba sobre la cuenca en sí. Dentro y alrededor del estanque había unas treinta mujeres y niños; algunos jugaban, algunas hablaban pero la mayor parte, despojadas de sus ropas, esperaban en silencio en el estanque y contemplaban lo que las aguardaba al otro lado de las turbulentas aguas de la cuenca, la isla de Urna Umagammagi. En el mismo instante en que Jude y sus guías se acercaron al lugar, una ola rompió contra el borde del estanque y dos mujeres, que se encontraban allí de pie cogidas de la mano, la acompañaron en su retirada para que las transportara hasta la isla. En aquella escena había un cierto erotismo que en otras circunstancias Jude desde luego habría negado sentir. Pero aquí, tal gazmoñería parecía superflua, incluso absurda. Permitió que su imaginación se preguntase cómo sería hundirse en medio de esta desnudez, donde el único rastro de masculinidad se encontraba entre las piernas de un lactante; rozar sus pechos contra los de otras, dejar que le besaran los dedos y le acariciaran el cuello y besar y acariciar ella a su vez.

—El agua de la cuenca es muy profunda —dijo Lotti a su lado—. Llega hasta el fondo de la montaña.

¿Qué les había pasado a los muertos, cuya compañía Dowd había encontrado tan educativa, se preguntó Jude? ¿Los habían arrastrado las aguas, junto con las invocaciones y las súplicas que habían caído en esa misma oscuridad desde debajo de la Torre del Eje? ¿O se habían disuelto en una única sopa, perdonado el sexo de los hombres muertos, curado el dolor de las mujeres muertas y (todo mezclado con las plegarias) se habían convertido en parte de este torrente infatigable? Eso esperaba. Si los poderes que había aquí querían tener autoridad para enfrentarse al Invisible, iban a tener que reclamar hasta la última fuerza abandonada que pudieran encontrar. Los muros que separaban los kesparates ya se habían derribado, y los arroyos chapoteaban y convertían la ciudad y el palacio en un continuo. Pero el pasado también debía recuperarse y conservarse los milagros que había ostentado, fueran cuales fueran y desde luego tenía que haber existido alguno, incluso aquí. Y eso era algo más que un deseo abstracto por parte de Jude. Ella era, después de todo, uno de esos milagros, hecha a imagen y semejanza de la mujer que había regido aquel lugar con tanta ferocidad como su marido.

—¿Es esta la única forma de llegar a la isla? —le preguntó a Lotti.

—No hay ningún ferry si a eso te refieres.

—Entonces será mejor que empiece a nadar —dijo Jude.

La ropa era un estorbo pero todavía no se sentía tan cómoda consigo misma como para poder despojarse de ella en las rocas y entrar en las aguas desnuda, así que tras un breve agradecimiento a Lotti y Paramarola, Jude empezó a bajar por la caída de rocas que rodeaba el estanque.

—Espero que te equivoques —le gritó Lotti.

—Yo también —respondió Jude—. Créeme, yo también.

Tanto este intercambio como su desgarbado descenso atrajeron la perpleja mirada de varias de las bañistas, pero ninguna puso ninguna objeción a su aparición entre ellas. Cuanto más se acercaba a las aguas de la cuenca, sin embargo, más nerviosa la ponía la idea de cruzarlas. Habían pasado varios años desde la última vez que había nadado una distancia significativa y dudaba que tuviera la fuerza necesaria para resistirse a las corrientes y remolinos si estos decidían evitar que llegara a su destino. Pero no la ahogarían, seguro. La habían traído hasta aquí arriba, después de todo, la habían transportado por todo el palacio sin causarle ningún daño. La única diferencia entre este viaje y aquel (aunque era una diferencia muy profunda, desde luego) era la hondura del agua.

Se acercaba otra ola al borde del estanque y había una mujer con una criatura flotando hacia ella para cogerla. Pero antes de que pudieran hacerlo, Jude cogió impulso y saltó desde la piedra a la que se había encaramado, pasó por encima de las cabezas de las bañistas casi rozándolas y se hundió en la marea. Más que bucear, cayó a plomo y el impulso la llevó a las profundidades. Agitó los brazos con fiereza para incorporarse y abrió los ojos pero fue incapaz de decidir hacia dónde estaba la superficie. Las aguas lo sabían. La izaron de las profundidades como si fuera un corcho y la arrojaron hacia la espuma. Ya se había alejado veinte metros o más de las rocas y la ola se la llevaba a cierta velocidad. Tuvo tiempo para vislumbrar a Lotti, que la buscaba entre la espuma, luego los remolinos la giraron y la volvieron a girar hasta que ya no supo en qué dirección se encontraba el estanque. En lugar de eso, clavó los ojos en la isla y comenzó a nadar lo mejor que pudo hacia ella. Las aguas parecían conformarse con complementar sus esfuerzos con energías propias, aunque estaban describiendo una espiral alrededor de la isla y al tiempo que la acercaban a su costa, también la hacían rodearla en un movimiento contrario a las agujas del reloj.

La luz del cometa caía en las olas que la envolvían y su fulgor ocultaba las profundidades, cosa de la que Jude se alegraba. Sabía que flotaba pero no quería que nada le recordara el pozo que había bajo sus pies. Invirtió toda su voluntad en la tarea de nadar, ni siquiera se permitió disfrutar de la agitación de las aguas contra su cuerpo. Tal lujo, como las preguntas que había querido hacer mientras caminaba con Lotti y Paramarola, quedaba para otro día.

La costa estaba a menos de cincuenta metros pero sus brazadas se fueron haciendo cada vez más irrelevantes a medida que se acercaba a la isla. Al tiempo que la espiral se tensaba, la marea iba adquiriendo más autoridad, así que Jude terminó por renunciar a cualquier intento de propulsarse por sí misma y se rindió por completo al abrazo de las aguas. Estas la llevaron alrededor de la isla dos veces antes de que ella sintiera que raspaba con los pies las empinadas rocas que había bajo el oleaje y se presentara ante ella una magnífica, aunque vertiginosa, vista del templo de Urna Umagammagi. Como era de esperar, las aguas habían estado aquí más inspiradas que en cualquier otro punto que ella hubiera visto. Habían trabajado los bloques con los que se había construido la torre, monumentales como eran, y habían erosionado la argamasa que los unía, luego se habían ido comiendo la parte superior e inferior y habían sustituido su severidad por unas matemáticas de ondulación. Losas de piedra del tamaño de los mamposteros que los habían tallado ya no estaban unidas sino que mantenían el equilibrio como acróbatas, una esquina apoyada en otra, mientras el agua radiante atravesaba las cavidades y continuaba la tarea de convertir lo que en otro tiempo había sido una torre inexpugnable en una columna desposada de agua, piedra y luz. Las motas erosionadas habían bajado por los arroyuelos y se habían depositado en la orilla convertidas en una arena fina y suave en la que yació Jude cuando salió de la cuenca, y allí le ofrecieron una gozosa bienvenida un cuarteto de niños que jugaba cerca.

Jude se permitió sólo un momento para recuperar el aliento, luego se levantó y empezó a subir por la playa hacia el templo. La entrada estaba desgastada con la misma elaboración que los bloques, un velo de agua brillante ocultaba el interior de las personas que aguardaban cerca. Había quizá una docena de mujeres en el umbral. Una de ellas, una chiquilla que apenas había pasado la pubescencia, caminaba sobre las manos; otra parecía estar cantando pero la música estaba tan cerca de la corriente de agua que Jude fue incapaz de decidir si fluía una voz o algún arroyo aspiraba a convertirse en melodía. Como ya había ocurrido en el estanque, nadie puso objeciones a su súbita aparición, ni comentó el hecho de que ella a la abrumaban unas ropas empapadas mientras que las demás se encontraban en varios estadios de desnudez. Una benigna languidez las bañaba a todas y si no hubiera sido por su fuerza de voluntad, Jude quizá hubiera dejado que a ella también la envolviera. No dudó, sin embargo, sino que atravesó la puerta de agua sin dirigirle ni siquiera un murmullo a las que esperaban ante el umbral.

Dentro no la recibió ninguna visión sólida sino que el aire estaba lleno de formas de luz que se plegaban y desplegaban como si unas manos invisibles estuvieran realizando un lúcido trabajo de papiroflexia. No se afanaban en conseguir un simple parecido, transformaban aquel radiante material una y otra vez y cada nueva forma aspiraba ya a convertirse en otra aun antes de que quedara fijada la primera. Jude se miró los brazos. Todavía eran visibles pero no como algo de carne y hueso. Ya habían aprendido el truco de la luz y estaban floreciendo, convertidos en una multiplicidad de formas que querían sumarse al juego. Estiró el brazo para tocar a una de sus compañeras con aquellos prósperos dedos y, al rozarla, pudo ver un destello de la mujer desde la que se había originado este origami. Apareció de la misma forma que lo haría un cuerpo si una sábana mojada ondeara contra ella y por un momento se aferrara a la forma de su cadera, su mejilla y su pecho y luego volviera a ondear y se llevara ese destello. Pero allí se había esbozado una sonrisa, de eso Jude estaba segura.

Tranquilizada porque no estaba sola ni su presencia resultaba desagradable, Jude comenzó a adentrarse en el templo. La promesa erótica que había sentido por vez primera al asomarse al estanque se hacía realidad ahora. Sintió las formas de su propio cuerpo extendiéndose como gotas de leche que cayeran en el aire fluido y rozaran los cuerpos de aquellas entre las que pasaba. Meditaciones, la mayor parte a medio formar, se mezclaban con esa sensación. Quizá se disolviera aquí y saliera fluyendo por las paredes para unirse a las aguas que rodeaban las islas; o quizá ya estuviera en ese mar y la carne y la sangre que creía poseer no fueran más que un producto de esas aguas, conjuradas para consolar la soledad de la tierra. O quizá… quizá… quizá. Las especulaciones no estaban divorciadas del roce de las formas, formaban parte del placer, sus nervios daban esos frutos, que, a su vez, la hacían más sensible a las caricias de sus compañeras.

Se dio cuenta de que estas se iban desprendiendo a medida que ella avanzaba. Su progreso la iba llevando a lo más alto del templo. Si había existido un suelo sólido bajo sus pies, Jude había dejado de percibirlo al cruzar el umbral y elevarse sin esfuerzo, su materia poseída del mismo genio que desafiaba a la naturaleza que las aguas que había dejado abajo. Hubo otro movimiento más adelante, sobre ella, más sinuoso que las formas que había encontrado en la puerta y se alzó hacia él como si la invocara, rezando para que cuando llegara el momento, ella tuviera palabras y labios con los que dar forma a los pensamientos que embargaban su cabeza. El movimiento era cada vez más claro y si había albergado alguna duda en cuanto a si imaginaba o veía estas escenas, esa dicotomía quedaba ahora eliminada por completo.

Estaba viendo con su imaginación y al mismo tiempo imaginando que veía el glifo que pendía del aire delante de ella: una banda de Mobius de agua acosada por la luz, un ritmo firme que pasaba a través del lazo constante y arrojaba ondas de resplandecientes colores que a su vez derramaban lluvias brillantes a su alrededor. Aquí estaba la que levantaba manantiales; aquí estaba la que convocaba a los ríos; aquí estaba la presencia sublime cuya fuerza había convertido el palacio en escombros y había construido un hogar para océanos y niños allí donde antes sólo había existido el terror. Aquí estaba Urna Umagammagi.

Aunque estudió el glifo de la Diosa, Jude no vio ningún indicio de nada que respirase, sudase o corrompiese en su interior. Pero había tal irradiación de ternura de aquella forma que, aun careciendo de rostro como carecía la Diosa, Jude tenía la sensación de que podía sentir su sonrisa, su beso, su amorosa mirada. Y era amor. Aunque este poder no la conocía en absoluto, Jude se sentía abrazada y consolada como sólo el amor sabía abrazar y consolar. Jamás había habido un momento en su vida, hasta ahora, en el que alguna parte de ella no hubiese tenido miedo. Era la condición de estar vivo que hasta el éxtasis iba acompañado por la inminencia de su fallecimiento. Pero aquí tales terrores parecían absurdos. Este rostro la amaba de una forma incondicional y seguiría haciéndolo para siempre.

—Dulce Judith —oyó que decía la Diosa, la voz tan cargada, tan llena de resonancias que estas pocas sílabas eran un aria—. Dulce Judith, ¿qué es tan urgente para que arriesgues tu vida para venir aquí?

Al tiempo que Urna Umagammagi hablaba, Jude vio aparecer su propio rostro en las ondas, se iluminó y luego fue saliendo convertido en un hilo de luz que se mezclaba con el glifo de la Diosa. Me está leyendo, pensó Jude. Está intentando entender por qué estoy aquí y cuando lo haga, se llevará la responsabilidad. Podré quedarme con Ella en este glorioso lugar, para siempre.

—Bueno —dijo la Diosa después de un rato—. Es un asunto muy sombrío. Te corresponde a ti elegir entre detener esta Reconciliación o permitir que continúe y arriesgarte a que Hapexamendios haga algún daño.

—Sí —respondió Jude, agradecía que la hubieran dispensado de la necesidad de explicarse—. No sé lo que está planeando el Invisible. Quizá nada…

—… y quizá el fin de Imajica.

—¿Podría hacerlo?

—Es muy posible —dijo Urna Umagammagi—. Ha hecho daño a Nuestros templos y a Nuestras hermanas muchas, muchas veces, tanto en Persona como a través de Sus agentes. Es un alma errada y letal.

—¿Pero sería capaz de destruir un Dominio entero?

—No puedo predecir su comportamiento más que tú —dijo Umagammagi—. Pero lamentaré que se pierda la oportunidad de completar el círculo.

—¿El círculo? —dijo Jude—. ¿Qué círculo?

—El círculo de Imajica —respondió la Diosa—. Por favor, has de entender, hermana, que nunca se pretendió que los Dominios estuvieran divididos de esta forma. Eso fue obra de los primeros espíritus humanos cuando heredaron la vida terrestre. Y con eso tampoco hacían ningún daño, al principio. Fue su forma de aprender a vivir en un estado que los intimidaba. Cuando levantaban los ojos, veían estrellas. Cuando los bajaban, veían la Tierra. No podían dejar su marca en lo que tenían sobre sus cabezas pero lo que había abajo se podía dividir, poseer y luchar por ello. De esa división surgieron todas las demás. Se perdieron en territorios y naciones, todas formadas por el otro sexo, claro está; todas bautizadas por ellos. Incluso se enterraron en la Tierra para poseerla de una forma más completa, preferían los gusanos a la compañía de la luz. Fueron incapaces de ver Imajica y el círculo se rompió, y Hapexamendios, fabricado por la voluntad de estos hombres, adquirió la fuerza suficiente para renegar de Sus artífices y así pasó del Quinto Dominio al Primero…

—… asesinando diosas por el camino.

—Hizo daño, sí, pero podría haber hecho un daño aún mayor si hubiera sabido cuál es la forma de Imajica. Podría haber descubierto qué misterio rodeaba y haberse dirigido allí en su lugar.

—¿Qué misterio es ese?

—Vas a volver a un lugar peligroso, mi dulce Judith y cuanto menos sepas, más segura estarás. Cuando llegue el momento, desentrañaremos estos misterios juntas, como hermanas. Hasta entonces, consuélate pensando que el error del Hijo es también el error del Padre y con el tiempo todos los errores deben deshacerse y desaparecer.

—Entonces, si se van a resolver solos —dijo Jude—, ¿por qué tengo que volver al Quinto?

Antes de que Urna Umagammagi pudiera continuar hablando, se interpuso otra voz. Unas partículas se elevaron entre Jude y la Diosa cuando habló esta otra mujer, partículas que aguijoneaban a Jude allí donde la tocaban y le recordaban un estado que sabía de hielo y de fuego.

—¿Por qué confías en esta mujer? —dijo la extraña.

—Porque vino a nosotras sin esconderse, Jokalaylau —respondió la Diosa.

—¿De veras puede ser sincera una mujer que pisa sin derramar una lágrima el lugar donde murió su hermana? —dijo Jokalaylau—. ¿De veras puede ser franca una mujer que acude a Nuestra presencia sin vergüenza cuando lleva al hijo del autarca Sartori en su vientre?

—Aquí no hay lugar para la vergüenza —dijo Umagammagi.

—Tú quizá no tengas lugar —dijo Jokalaylau al tiempo que se dejaba ver—. Yo tengo de sobra.

Al igual que su hermana, Jokalaylau lucía aquí su apariencia esencial: una forma más compleja que la de Uma Umagammagi y menos agradable a la vista porque los movimientos que se mezclaban en ella eran más caóticos. No era una apariencia tan ondulada como hirviente y al hacerlo soltaba sus dardos punzantes.

—La vergüenza es lo más apropiado para una mujer que ha yacido con uno de Nuestros enemigos —dijo la Diosa.

A pesar de lo mucho que la intimidaba la Diosa, Jude alzó la voz para defenderse.

—No es tan sencillo —dijo, alimentaba su valor la frustración que sentía al ver que esta intrusa estropeaba su conversación con Uma Umagammagi—. No sabía que era el Autarca.

—¿Quién te imaginaste que era? ¿O es que no te importaba?

El intercambio podría haberse intensificado pero Uma Umagammagi volvió a hablar y su tono fue tan sereno como siempre.

—Mi dulce Judith —dijo—, déjame hablar con mi hermana. Ha sufrido a manos del Invisible más que Tishalullé o yo y no perdonará con facilidad a la piel que hay a tocado Él o Sus hijos. Por favor, has de entender su dolor, como yo espero hacerle entender a Ella el tuyo.

Hablaba con tal delicadeza que Jude sintió ahora la vergüenza que Jokalaylau la había acusado de no tener, no por el niño, sino por su ataque de ira.

—Lo siento —dijo—. Ha sido muy poco… apropiado.

—Si tienes la amabilidad de esperar en la costa —dijo Uma Umagammagi—, volveremos a hablar dentro de un rato.

Desde el instante en que la Diosa había hablado del regreso de Jude al Quinto, la joven había sabido que llegaría el momento de partir. Pero no se había preparado para abandonar el abrazo de la Diosa tan pronto y ahora que sentía que la gravedad volvía a reclamarla, se sumió en la agonía. Pero no había forma de evitarlo. Si Uma Umagammagi sabía lo que sufría (¿y cómo podía no saberlo?), no hizo nada por aliviar ese dolor, sino que plegó su glifo de nuevo en la matriz y dejó que Jude cayera como el pétalo de un árbol en flor, con ligereza pero también con una sensación de pérdida peor que cualquier magulladura. Las formas de las mujeres a través de las que había pasado seguían desplegándose y plegándose allí abajo, tan exquisitas como siempre y la música acuática de la puerta era tranquilizadora pero no podía aliviar el dolor del adiós. La melodía que tan alegre había sonado cuando había entrado era ahora elegiaca, como un himno que se entona en la fiesta de la cosecha, agradecida por los dones conferidos pero con un toque de miedo ante la estación fría que llega.

Era la espera al otro lado de la cortina esa estación. Aunque los niños todavía reían en la orilla y la cuenca seguía siendo un espectáculo glorioso de luz y movimiento, Jude se había alejado de la presencia de un espíritu cariñoso y no podía evitar lamentarlo. Sus lágrimas asombraron a las mujeres del umbral y varias se levantaron para consolarla pero ella sacudió la cabeza cuando se acercaron y las mujeres se separaron en silencio y le permitieron seguir su camino sola, hasta el agua. Allí se sentó, sin atreverse a volver los ojos atrás, hacia el templo donde se estaba decidiendo su destino; en su lugar los dirigió hacia la cuenca.

¿Y ahora qué? se preguntó. Si las Diosas volvían a reclamar su presencia para decirle que no era la persona adecuada para tomar una decisión sobre la Reconciliación, sería feliz con la sentencia. Dejaría el problema en manos más seguras que las suyas y volvería a los pasillos que rodeaban la cuenca, donde con el tiempo quizá pudiera reinventarse y volver a este templo como novicia, lista para aprender a plegar la luz. Si, por otro lado, se limitaban a rechazarla, como era obvio que quería hacer Jokalaylau, si la expulsaban de este milagroso lugar y debía volver a la jungla exterior, ¿qué haría? Sin nadie que la guiara, ¿qué conocimientos poseía que la ayudaran a elegir entre los caminos que se le ofrecían? Ninguno. Se secaron sus lágrimas después de un momento pero lo que vino a sustituirlas fue peor: una sensación de desolación que sólo podía ser el propio infierno, o una provincia vecina, separada de la principal por carceleros diabólicos, construido para castigar a las mujeres que habían amado de forma inmoderada y que habían perdido la perfección por falta de un poco de vergüenza.