El manto de la noche caía sobre el Quinto Dominio y Cortés encontró a Ácaro Bronco cerca de la cima del Monte Ola Bayak, contemplando los últimos y oscuros colores del día que caían del cielo. Mientras lo hacía comía un tazón de salchichas y otro de encurtidos entre los pies y entre ambos había un gran tarro de mostaza en el que hundía carne y verduras por igual. Aunque Cortés había llegado aquí como proyección (su cuerpo se había quedado sentado con las piernas cruzadas en la sala de meditación de la calle Gamut), no le hacía falta nariz o paladar para apreciar el gusto fuerte de la comida de Bronco; con la imaginación bastaba.
Ácaro levantó los ojos cuando se acercó Cortés, sin inmutarse al ver que el fantasma lo contemplaba comer.
—Llegas temprano, ¿no? —comentó tras echarle un vistazo al reloj de bolsillo que le colgaba del abrigo por un trozo de cuerda—. Todavía nos quedan horas.
—Lo sé. Sólo he venido…
—… para ver cómo me iba —dijo Ácaro Bronco con el picor de los encurtidos en la voz—. Bueno, pues aquí estoy. ¿Estás listo en el Quinto?
—En ello estamos —dijo Cortés un poco revuelto.
Aunque había viajado de esta forma incontables veces cuando era el maestro Sartori (su mente, gracias al poder de los lances, había llevado su imagen y su voz por todos los Dominios) y se había vuelto a familiarizar con la técnica con bastante facilidad, la sensación era muy extraña, maldita sea.
—¿Qué aspecto tengo? —le preguntó a Ácaro Bronco y mientras hablaba recordó cómo había intentado describir al místico en estas mismas laderas.
—Insustancial —respondió Ácaro Bronco, que guiñó los ojos para mirarlo y luego volvió a su almuerzo—. Y por mí estupendo, porque no hay salchichas suficientes para dos.
—Todavía me estoy acostumbrando a todo lo que soy capaz de hacer.
—Bueno, pues que no te lleve mucho tiempo —dijo Ácaro Bronco—. Tenemos trabajo que hacer.
—Y yo debería haberme dado cuenta de que tú formabas parte de ese trabajo la primera vez que estuve aquí, pero no fue así y por ello te pido disculpas.
—Aceptadas —dijo Ácaro Bronco.
—Debiste pensar que estaba loco.
—Desde luego, ¿cómo diría?, desde luego que me confundiste. Me llevó varias días comprender por qué demonios te comportabas de una forma tan escandalosa. Pai habló conmigo, ya sabes, intentó que lo entendiese. Pero yo llevaba tanto tiempo esperando que viniese alguien del Quinto que sólo lo escuchaba a medias.
—Creo que Pai esperaba que al encontrarme contigo yo recordase quién diablos era.
—¿Cuánto tardaste?
—Meses.
—¿Fue el místico el que te ocultó de ti mismo en primer lugar?
—Sí, por supuesto.
—Bueno, pues lo hizo demasiado bien. Así aprenderá. ¿Y dónde estás en carne y hueso, por cierto?
—De vuelta en el Quinto.
—Sigue mi consejo y no lo dejes allí demasiado tiempo. Yo me encuentro con que los intestinos se amotinan y cuando vuelves, te encuentras sentado en medio de la mierda. Claro que eso podría ser una debilidad personal.
Eligió otra salchicha y se puso a masticarla mientras le preguntaba a Cortés por qué diablos le había pedido al místico que lo hiciera olvidar.
—Era un cobarde —respondió Cortés—. No podía enfrentarme a mi fracaso.
—Es duro —dijo Ácaro Bronco—. Yo he vivido todos estos años preguntándome si podría haber salvado a mi maestro, Uter Musgoso, si hubiera sido más perspicaz. Todavía lo echo de menos.
—Yo soy el responsable de lo que le pasó y no tengo ninguna excusa.
—Todos tenemos nuestras flaquezas, maestro: mis intestinos, tu cobardía. Nadie es perfecto. ¿Pero he de suponer que el que estés aquí significa que por fin vamos a intentarlo otra vez?
—Ésa es mi intención, sí.
Una vez más, Ácaro Bronco miró el reloj e hizo un cálculo rápido en silencio mientras seguía masticando.
—Veinte de tus horas del Quinto Dominio a partir de ahora, o algo así.
—Así es.
—Bueno, pues me encontrarás preparado —dijo al tiempo que engullía un pepinillo de considerable tamaño de un sólo bocado.
—¿Tienes a alguien que te ayude?
Con la boca llena, todo lo que Ácaro pudo decir fue:
—O o eheio. —Masticó un poco más y luego tragó—. Ni siquiera saben que estoy aquí —explicó—. Aún me busca la justicia, aunque tengo entendido que Yzordderrex está en ruinas.
—Es cierto.
—Y también tengo entendido que el Eje ha sufrido toda una transformación —dijo Ácaro Bronco—. ¿Es verdad?
—¿Transformado en qué?
—Nadie puede acercarse lo suficiente para averiguarlo —respondió el otro—. Pero sí tienes intención de ir a ver al Sínodo entero…
—Así es.
—Entonces quizá lo veas por ti mismo mientras estás en la ciudad. Había un eurhetemec que representaba al Segundo, si no recuerdo…
—Está muerto.
—¿Entonces quién está allí ahora?
—Espero que Scopique haya encontrado a alguien.
—Él está en el Tercero, ¿verdad? ¿En el pozo del Eje?
—Así es.
—¿Y quién está en la Mácula?
—Un hombre llamado Chicka Jackeen.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Ácaro Bronco—. Lo cual es extraño. Termino conociendo a la mayor parte de los maestros. ¿Estás seguro de que es un maestro?
—Desde luego.
Ácaro Bronco se encogió de hombros.
—Lo conoceré en el Ana entonces. Y no te preocupes por mí, Sartori. Estaré aquí.
—Me alegro de que hayamos hecho las paces.
—Yo me peleo por comida y mujeres pero nunca por cuestiones metafísicas —dijo Ácaro Bronco—. Además, estamos unidos en una gran misión. ¡Mañana a estas horas podrás volver a casa andando desde aquí!
El intercambio terminó con esa nota optimista y Cortés dejó a Ácaro con su vigilia para encaminarse con el pensamiento hacia el Kwem, donde esperaba encontrar a Scopique en el lugar que debía ocupar al lado del emplazamiento del Eje. Habría estado allí en el poco tiempo que le llevó pensar en sí mismo cruzando la frontera que separaba los Dominios pero permitió que el recuerdo desviara su viaje. Sus pensamientos se dirigieron a Beatrix cuando dejó el Monte de Ola Bayak, y fue allí en lugar de al Kwem a donde voló su espíritu, que llegó a las afueras de la aldea.
Aquí también era de noche, por supuesto. Los doeki mugían con suavidad en las oscuras laderas que lo rodeaban y tintineaban las campanas que llevaban al cuello. Beatrix guardaba silencio, sin embargo, las lámparas que habían parpadeado en las arboledas que rodeaban las casas habían desaparecido y también los niños que las atendían: todo se había extinguido. Angustiado por esta melancólica visión, Cortés estuvo a punto de huir de la aldea en ese mismo instante pero entonces alcanzó a ver una única luz a lo lejos y, tras avanzar un poco, vio cruzando la calle una figura que reconoció, con la lámpara en alto. Era Coaxial Tasko, el ermitaño de la colina que les había proporcionado a Pai y a Cortés los medios para desafiar las Jokalaylau. Tasko hizo una pausa en medio de la calle, levantó aún más la lámpara y escudriñó la oscuridad.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
Cortés quiso decir algo (hacer las paces con él como las había hecho con Ácaro Bronco, y hablar de lo que prometía el mañana) pero se lo impidió la expresión del rostro de Tasko. El ermitaño no le agradecería las disculpas, pensó Cortés, ni que le hablara de un nuevo día lleno de luz. No cuando había tantos que nunca lo verían. Si Tasko tuvo alguna vaga idea sobre quién era su visitante, también consideró que encontrarse con él no tenía sentido. Se limitó a estremecerse, bajar la lámpara y seguir adelante con sus asuntos.
Cortés no se entretuvo ni un minuto más, sino que volvió el rostro hacia las montañas y pensó en sí mismo lejos de allí, no sólo de Beatrix sino del Dominio. La aldea se desvaneció y la polvorienta luz del sol del Kwem apareció a su alrededor. De los cuatro lugares donde esperaba encontrar a los otros maestros (el Monte, el Kwem, el kesparate eurhetemec y la Mácula), este era el único que no había visitado en sus viajes con Pai y estaba preparado para tener cierta dificultad a la hora de ubicar el punto concreto. Pero la presencia de Scopique era un faro en aquel yermo. Aunque el viento levantaba nubes cegadoras de polvo, Cortés encontró a su hombre a los pocos minutos de llegar, agachado al resguardo de un primitivo refugio construido con unas cuantas mantas colgadas de unos postes clavados en la tierra gris.
Incómodo como era el refugio, Scopique había sufrido privaciones peores durante su vida como insurrecto (la menor de la cuales no fue su encarcelación en la maison de santé) y cuando se levantó para recibir a Cortés, lo hizo con el brío de un hombre sano y contento. Lucía un traje inmaculado de tres piezas y corbata de lazo y su rostro, a pesar de la peculiaridad de sus facciones (la nariz apenas era algo más que dos agujeros en la cabeza, los ojos saltones) estaba mucho menos demacrado de lo que lo había estado y el viento repleto de arena había puesto color en sus mejillas. Al igual que Ácaro Bronco, Scopique estaba esperando a su visitante.
—¡Entra! ¡Entra! —dijo—. Tampoco es que te moleste mucho el viento, ¿eh?
Si bien eso era cierto (el viento atravesaba a Cortés de la forma más curiosa e incluso hacía remolinos alrededor del ombligo), el maestro se sumó a Scopique al abrigo de las mantas y los dos se sentaron a charlar. Como siempre, Scopique tenía mucho que decir y vertió todos sus relatos y observaciones en un monólogo sin pausas. Estaba listo, dijo, para representar a este Dominio en el sagrado espacio del Ana, aunque se preguntaba cómo afectaría al equilibrio del oficio la ausencia del Eje. Lo habían colocado en el centro de los Cinco Dominios, le recordó a Cortés, para que fuera un conducto, y quizá un intérprete, de poder por toda Imajica. Ahora ya no estaba y sin duda el Tercero era más débil por culpa de ese traslado.
—Mira —dijo mientras se ponía en pie y llevaba a su fantasmal visitante a la punta del pozo—. ¡No me queda más remedio que invocar al lado de un agujero en el suelo!
—¿Y crees que eso afectará al oficio?
—¿Quién sabe? Todos somos aficionados que fingen ser expertos. Todo lo que puedo hacer es purificar el lugar, librarlo de su antiguo ocupante y esperar lo mejor.
Apartó la atención de Cortés del pozo y le señaló el esqueleto humeante de un edificio de tamaño notable que sólo en ocasiones era visible a través del polvo.
—¿Qué era eso? —preguntó Cortés.
—El palacio del hijo de puta.
—¿Y quién lo destruyó?
—Yo, por supuesto —dijo Scopique—. No quería que su trabajito se cerniera sobre nuestro oficio. Ya va a ser una operación bastante delicada tal y como están las cosas, no hace falta que su mugrienta influencia lo joda todo. ¡Parecía un burdel! —Scopique le dio la espalda y dijo—: Deberíamos haber tenido meses para preparar esto, no horas.
—Me doy cuenta de que…
—Y luego está el problema del Segundo. ¿Sabes que Pai me encargó la tarea de encontrar un sustituto? Me habría gustado discutir todo esto contigo, por supuesto, pero la última vez que nos encontramos, tú estabas en estado de fuga y Pai me prohibió que te informara de quién eras, aunque… ¿me permites que te hable con sinceridad?
—¿Podría evitarlo?
—No. Sentí profundas tentaciones de recordártelo de un bofetón. —Scopique miró a Cortés con fiereza, como si pudiera haberlo hecho ahora mismo si Cortés hubiera contado con materia suficiente—. Le hiciste tanto daño al místico, sabes —dijo—. Y como un auténtico imbécil, la criatura seguía amándote de todas formas.
—Tenía mis razones —dijo Cortés en voz baja—. Pero estabas hablando de su sustituto.
—Ah, sí. Atanasio.
—¿Atanasio?
—Ahora es nuestro hombre en Yzordderrex, representa al Segundo. No pongas esa cara de horror. Conoce la ceremonia y está dedicado por completo a ella.
—No hay ni un sólo hueso cuerdo en su cuerpo, Scopique. Pensó que yo era el agente de Hapexamendios.
—Bueno, por supuesto eso es una tontería…
—Intentó matarme con Vírgenes. ¡Está chiflado!
—Todos hemos tenido nuestros momentos, Sartori.
—No me llames así.
—Atanasio es uno de los hombres más santos que he conocido jamás.
—¿Cómo puede creer en la Santa Madre un minuto y afirmar que es Jesús al siguiente?
—Puede creer en su propia madre, ¿no?
—¿Me estás diciendo en serio…?
—¿… que Atanasio es literalmente el Cristo resucitado? No. Si tenemos que tener algún Mesías entre nosotros, yo voto por ti. —Scopique suspiró—. Mira, me doy cuenta de que tienes tus diferencias con Atanasio, pero yo te pregunto, ¿qué otra persona iba a encontrar? No quedan tantos maestros, Sartori.
—Te he dicho…
—Sí, sí, no te gusta ese nombre. Bueno, perdona pero mientras yo viva tú serás el maestro Sartori y si quieres encontrar a otra persona para que se siente aquí en mi lugar y que te llame algo más bonito, adelante.
—¿Siempre has sido así de terco? —respondió Cortés.
—No —dijo Scopique—. Han hecho falta años de práctica.
Cortés sacudió la cabeza desesperado.
—Atanasio. Es una pesadilla.
—No estés tan seguro de que no tiene el espíritu de Jesús en su interior, por cierto —dijo Scopique—. Cosas más extrañas se han visto.
—Una más —dijo Cortés—, y me voy a volver tan loco como él. ¡Atanasio! Esto es un desastre.
Furioso, dejó a Scopique en el refugio y se alejó entre el polvo lanzando imprecaciones por el camino, el optimismo con el que había emprendido este viaje muy magullado. En lugar de aparecer ante Atanasio con los pensamientos en un estado tan caótico, prefirió encontrar un lugar en la Vía Crucis para reflexionar. La situación estaba lejos de ser halagüeña. Ácaro Bronco permanecía en su puesto del Monte pero seguía siendo un proscrito y corría el riesgo de que lo detuvieran. Scopique dudaba de la eficacia de su ubicación ahora que se había trasladado el Eje. Y ahora, entre todas las personas que podían unirse al Sínodo, Atanasio, un hombre al que le faltaban las luces necesarias para resguardarse de la lluvia.
—Oh, Dios, Pai —murmuró Cortés para sí—. Cuánto te necesito.
El viento soplaba con tristeza por la autopista mientras él vagaba por allí, las ráfagas corrían hacia el lugar de paso entre el Tercer y el Segundo Dominio, como si quisieran acompañarlo hasta allí para que continuara hasta Yzordderrex. Pero Cortés se resistió a sus halagos y se tomó un tiempo para examinar las opciones disponibles. Había tres, decidió. Una, abandonar la Reconciliación ahora mismo, antes de que las debilidades que veía en el sistema se agravaran y provocaran otra tragedia. Dos, encontrar un maestro que pudiera reemplazar a Atanasio. Tres, confiar en el juicio de Scopique, entrar en Yzordderrex y hacer las paces con aquel hombre. La primera de estas opciones no se podía contemplar en serio. Eran los asuntos de su Padre y él tenía la obligación sagrada de llevarlos a cabo. La segunda, encontrar un sustituto para Atanasio, no era muy práctica con el poco tiempo que quedaba. Lo que dejaba la tercera. Era difícil de aceptar pero al parecer inevitable. Tendría que aceptar la entrada de Atanasio en el Sínodo.
Una vez tomada la decisión, Cortés sucumbió al mensaje de las ráfagas y con un pensamiento las acompañó por aquella recta carretera, atravesó la brecha que se abría entre los Dominios y cruzó el delta para penetrar en las entrañas de la ciudad-dios.
—¿Hoi-Polloi?
La hija de Pecador había bajado la cachiporra y estaba arrodillada al lado de Jude con los ojos bizcos inundados de lágrimas.
—Lo siento, lo siento mucho —no dejaba de decir—. No lo sabía. No lo sabía.
Jude se sentó en el suelo. Un equipo de campaneros estaba afinando sus instrumentos entre sus sienes pero aparte de eso estaba ilesa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó a Hoi-Polloi—. Pensé que te habías ido con tu padre.
—Y me fui —explicó la jovencita luchando contra las lágrimas—. Pero lo perdí en la calzada. Había tanta gente intentando encontrar el modo de cruzar. Primero estaba a mi lado y al minuto siguiente había desaparecido. Me quedé allí durante horas, buscándolo; luego pensé que iba a tener que volver aquí, a la casa, antes o después así que yo también volví.
—Pero no estaba aquí.
—No.
La muchacha empezó a sollozar otra vez. Jude la rodeó con los brazos y murmuró palabras de pésame.
—Estoy segura de que todavía está vivo —dijo Hoi-Polloi—. Es sólo que se está comportando con sensatez y se ha quedado en algún lugar seguro. Nadie está a salvo ahí fuera. —Hoi-Polloi lanzó una mirada nerviosa hacia el techo del sótano—. Si no vuelve dentro de unos días, quizá tú puedas llevarme al Quinto y él puede seguirnos luego.
—Aquello no es más seguro que esto, créeme.
—¿Qué le está pasando al mundo? —quiso saber Hoi-Polloi.
—Está cambiando —dijo Jude—. Y tenemos que estar preparadas para los cambios, por muy extraños que sean.
—Yo sólo quiero que las cosas sean iguales que antes: papá, y los negocios, y todo en su sitio…
—Tulipanes en la mesa del comedor.
—Sí.
—No va a ser así durante algún tiempo —dijo Jude—. De hecho, no estoy muy segura de que vuelva a ser así jamás. —Se puso en pie.
—¿Dónde vas? —dijo Hoi-Polloi—. No puedes irte.
—Me temo que tengo que irme. Vine aquí a trabajar. Si quieres venir conmigo, eres bienvenida pero tendrás que ser responsable de ti misma.
Hoi-Polloi gimió con fuerza.
—Entiendo —dijo.
—¿Vas a venir?
—No quiero estar sola —respondió la joven—. Voy contigo.
Jude estaba preparada para las escenas de devastación que las esperaban detrás de la puerta de la casa de Pecador pero no para la sensación de éxtasis que las acompañaba. Aunque había lamentos elevándose en algún lugar cercano y ese dolor sin duda encontraba su eco en innumerables casas de toda la ciudad, había también otro mensaje en el cálido aire de mediodía.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó Hoi-Polloi.
No había sido consciente de que estaba sonriendo hasta que la chica lo señaló.
—Supongo que porque parece un nuevo día —dijo, consciente mientras lo decía que también había muchas posibilidades de que fuera el último. Quizá la claridad que iluminaba el aire de la ciudad era su forma de reconocerlo: la última remisión de un alma enferma antes de su declive y colapso definitivo.
Pero por supuesto no dijo nada en presencia de Hoi-Polloi. La chica ya estaba bastante aterrorizada. Caminaba un paso por detrás de Judo mientras subían la calle, sus inquietos murmullos puntuados por hipidos. Su angustia habría sido más profunda todavía si hubiera sido capaz de percibir la confusión que sentía Jude, que no tenía ni idea, ahora que estaba allí, de a dónde debía ir para encontrar las enseñanzas que había venido a buscar. La ciudad ya no era un laberinto de hechizos, si es que en realidad lo había sido alguna vez. Era prácticamente un erial, los incontables incendios que la habían hecho arder empezaban a apagarse pero dejaban un manto de humo sobre sus cabezas. Sin embargo, la luz del cometa desgarraba aquellas sombrías faldas en varios lugares y allí donde caían sus rayos, le arrancaban un poco de color al aire, como fragmentos de una vidriera que rielaran sumergidos en una solución por encima del dolor que quedaba abajo.
Puesto que no tenía un lugar mejor al que dirigirse, Jude se encaminó con la chiquilla al más cercano de aquellos puntos, que no estaba a más de un kilómetro de distancia. Mucho antes de haber llegado a ese lugar, la brisa llevó hasta ellas una leve llovizna y el sonido del agua corriente anunció la fuente del fenómeno. En la calle se había abierto una grieta y borboteaba en el asfalto un conducto principal de agua que había estallado o quizá una fuente. Aquella visión había sacado de las ruinas a un cierto número de espectadores, aunque muy pocos se aventuraban a acercarse al agua; provocaba su miedo no la inseguridad del suelo sino algo mucho más extraño. El agua que surgía de la grieta no bajaba la colina sino que la subía y saltaba los escalones que en ocasiones interrumpían la ladera con el celo de un salmón. Los únicos testigos que no temían a este misterio eran los niños, varios de los cuales se habían liberado de las manos de sus padres y estaban jugando en aquel arroyo que desafiaba a todas las leyes; algunos corrían por él, otros se habían sentado en el agua y dejaban que jugara sobre sus piernas. En los pequeños chillidos que lanzaban, Jude estaba segura que oía una nota de placer sexual.
—¿Qué es esto? —dijo Hoi-Polloi con un tono más resentido que asombrado, como si se hubiese dispuesto aquella visión para ofenderla a ella.
—¿Por qué no lo seguimos y lo averiguamos? —respondió Jude.
—Esos niños se van a ahogar —comentó Hoi-Polloi con cierto remilgo.
—¿En medio centímetro de agua? No seas ridícula.
Y con eso Jude se puso en marcha y dejó que Hoi-Polloi la siguiera si quería. Y al parecer quería porque una vez más ajustó el paso detrás de Jude, moderados ya los hipidos, y las dos subieron en silencio hasta que, a doscientos metros o más del lugar donde se habían encontrado por primera vez con el arroyo, apareció un segundo, éste proveniente de otra dirección por completo diferente y lo bastante grande para transportar una ligera carga de las laderas inferiores. La mayor parte de la carga eran restos (prendas de vestir, unas cuantas gravilleras ahogadas, algunas rebanadas de pan quemado) pero entre la basura había objetos que estaba claro que se habían colocado en el arroyo para que éste los llevara allí donde fuera: barquitos de papel, misivas cuidadosamente dobladas; pequeñas guirnaldas de hierba tejida adornadas con flores diminutas; una muñeca colocada sobre un pequeño torrente en un sudario de cintas.
Jude sacó uno de los barquitos de papel del agua y lo desdoblo. La escritura del interior estaba corrida pero era legible.
«Tishalullé», decía la carta. «Me llamo Cimarra Sakeo. Envío esta plegaria por mi madre y por mi padre y por mi hermano, Boom, que está muerto. Te he visto en sueños, Tishalullé, y sé que eres buena. Estás en mi corazón. Por favor, entra también en los corazones de mi madre y de mi padre y dales tu consuelo».
Jude le pasó la carta a Hoi-Polloi y siguió con la mirada el curso de los arroyos recién unidos.
—¿Quién es Tishalullé? —preguntó.
Hoi-Polloi no respondió. Jude se dio la vuelta para mirarla y se encontró con que la muchacha tenía los ojos clavados en la colina.
—¿Tishalullé? —dijo Jude otra vez.
—Es una Diosa —respondió Hoi-Polloi, había bajado la voz aunque no había nadie cerca que pudiera escucharlas. Dejó caer la carta al suelo al hablar pero Jude se inclinó para recogerla.
—Deberías tener cuidado con las plegarias de las personas —dijo mientras volvía a doblar el barquito y lo dejaba continuar su viaje.
—Nunca la recibirá —dijo Hoi-Polloi—. No existe.
—Y sin embargo te niegas a pronunciar su nombre en voz alta.
—Se supone que no debemos pronunciar el nombre de ninguna de las Diosas. Nos lo enseñó papá. Está prohibido.
—¿Entonces hay otras?
—Oh, sí. Están las hermanas del Delta[2]. Y papá dijo que incluso hay una llamada Jokalaylau, que vivía en las montañas.
—¿De dónde viene Tishalullé?
—De la Cuna de Chzercemit, creo. No estoy segura.
—¿La Cuna de qué?
—Es un lago del Tercer Dominio.
Esta vez Jude sabía que estaba sonriendo.
—Ríos, nieves y lagos —dijo mientras se agachaba al lado del arroyo y metía un dedo en él—. Han venido en las aguas, Hoi-Polloi.
—¿Quiénes?
El arroyo estaba frío, jugaba con los dedos de Jude y saltaba sobre su palma
—No seas lerda —dijo—. Las Diosas. Están aquí.
—Eso es imposible. Incluso si existiesen (y papá me dijo que no), ¿por qué iban a venir aquí?
Jude se llevó un poco de agua con las manos a los labios y sorbió. Sabía dulce.
—Quizá las llamó alguien —dijo y miró a Hoi-Polloi, cuyo rostro todavía mostraba el asco que le inspiraba lo que Jude acababa de hacer.
—¿Alguien de ahí arriba? —dijo la chica.
—Bueno, hace falta mucho esfuerzo para subir una colina —dijo Jude—. Sobre todo en el caso del agua. No se está dirigiendo hacia la cima porque le guste la vista. Alguien está tirando de ella. Y si vamos con ella, antes o después…
—No creo que debiéramos hacerlo —respondió Hoi-Polloi.
—No sólo es al agua a la que llaman —dijo Jude—. A nosotras también. ¿No lo sientes?
—No —dijo la muchacha con franqueza—. Ahora podría darme la vuelta y regresar a casa.
—¿Es eso lo que quieres hacer?
Hoi-Polloi miró el río que fluía a un metro de sus pies. Quiso la suerte que el agua pasara a su lado en ese momento con parte de su carga menos placentera: una flotilla de cabezas de pollo y el cadáver parcialmente incinerado de un perro pequeño.
—Bebiste de ahí —dijo Hoi-Polloi.
—Sabía bien —dijo Jude, pero apartó la vista cuando pasó el perro.
Aquella visión había confirmado la inquietud de Hoi-Polloi.
—Creo que me voy a casa —dijo—. No estoy lista para conocer a unas Diosas, aunque estén ahí arriba. He pecado demasiado.
—Eso es absurdo —dijo Jude—. Aquí no estamos hablando de pecado y perdón. Esas tonterías son para los hombres. Aquí… —Dudó, no estaba segura del vocabulario, luego dijo—: Aquí estamos hablando de cosas más sabias.
—¿Cómo lo sabes? —respondió Hoi-Polloi—. Nadie entiende de verdad estas cosas. Ni siquiera papá. Siempre me decía que sabía cómo se hizo el cometa, pero no lo sabía. Y pasa lo mismo contigo y esas Diosas.
—¿Por qué tienes tanto miedo?
—Si no lo tuviera, estaría muerta. Y no seas condescendiente conmigo. Sé que crees que soy ridícula, pero si fueras un poco más educada, lo ocultarías.
—No creo que seas ridícula.
—Sí, sí que lo crees.
—No, sólo creo que quizá amabas a tu papá demasiado. No es ningún delito. Créeme, yo también he cometido ese error, una y otra vez. Confías en un hombre y en cuanto te das cuenta… —Jude suspiró y sacudió la cabeza—. No importa. Quizá tengas razón. Quizá deberías irte a casa. Quién sabe, es posible que te esté esperando allí. ¿Qué sé yo?
Se dieron la espalda sin decir nada más y Jude se encaminó hacia la cima de la colina, pensando mientras caminaba que ojalá hubiera encontrado una forma más diplomática de exponer su caso.
Había ascendido unos cincuenta metros cuando oyó los suaves y silenciosos pasos de Hoi-Polloi tras ella, luego la voz de la muchacha, de la que había desaparecido el tono de reproche, decía:
—Papá no va a volver a casa, ¿verdad?
Jude se volvió y se enfrentó a la mirada bizca de Hoi-Polloi lo mejor que pudo.
—No —dijo—. Creo que no.
Hoi-Polloi miró el suelo agrietado bajo sus pies.
—Creo que siempre lo he sabido —dijo—, sólo que no he sido capaz de admitirlo.
Luego volvió a levantar la cabeza y, al contrario de lo que esperaba Jude, tenía los ojos secos. De hecho, casi parecía feliz, como se sintiera más ligera tras admitirlo.
—Ahora las dos estamos solas, ¿verdad? —dijo.
—Sí, así es.
—Entonces, quizá deberíamos continuar juntas. Por las dos.
—Gracias por pensar en mí —dijo Jude.
—Las mujeres deberíamos ayudarnos —respondió Hoi-Polloi y fue a reunirse con Jude cuando esta reanudó el ascenso.
A los ojos de Cortés, Yzordderrex parecía un sueño febril de sí misma. Una oscura aurora boreal pendía sobre el palacio, pero por todas partes las calles y plazas disfrutaban de incontables maravillas. Los ríos surgían de las aceras quebradas y subían bailando la ladera de la montaña mientras le escupían su ascenso a la cara de la fuerza de la gravedad. Un nimbo de colores pintaba el aire sobre cada uno de los lugares donde brotaba el agua, brillante como una bandada de loros. Era un espectáculo que sabía que Pai habría disfrutado y tomó nota mentalmente de cada cosa extraña que aparecía en su camino para luego poder pintar la escena con palabras cuando volviera al lado del místico.
Pero no todo eran maravillas. Estos prismas y estas aguas se alzaban en medio de escenas de absoluta devastación, donde las viudas se sentaban a llorar la muerte de los suyos, apenas distinguibles de los escombros ennegrecidos de sus casas. Sólo el kesparate eurhetemec, ante cuyas puertas se encontraba ahora, parecía haber quedado a salvo de los incendiarios. Sin embargo, no había señales de que nadie lo habitara y Cortés vagó durante varios minutos al tiempo que en silencio aguzaba una nueva sarta de improperios dedicada a Scopique cuando por fin vio al hombre que había venido a buscar. Atanasio se encontraba delante de uno de los árboles que bordeaban los bulevares del kesparate y levantaba la vista hacia él con gesto admirativo. Aunque el follaje seguía en su sitio, la distribución de las ramas sobre las que crecía era bien visible y Cortés no tuvo que ser un aspirante a Cristo para ver lo fácil que sería clavar un cuerpo allí. Llamó a Atanasio varias veces mientras se acercaba pero el hombre parecía perdido en sus ensueños y no se dio la vuelta, ni siquiera cuando Cortés llegó a su lado. Respondió, sin embargo.
—Has venido en el momento justo —dijo.
—Auto-crucifixión —respondió Cortés—. Eso sí que sería un milagro.
Atanasio se volvió hacia él. Tenía el rostro amarillento y la frente ensangrentada. Contempló las costras del semblante de Cortés y sacudió la cabeza.
—Tal para cual —dijo. Luego levantó las manos. Las palmas lucían unas marcas inconfundibles—. ¿También las tienes?
—No. Y esto… —Cortés se señaló la frente—, no es lo que tú crees. ¿Por qué te haces esto?
—No lo he hecho yo —respondió Atanasio—. Me he despertado con estas heridas. Créeme, no me son gratas.
El rostro de Cortés mostró escepticismo y Atanasio respondió con energía.
—Jamás he deseado nada de esto —dijo—. Ni los estigmas ni lo sueños.
—¿Entonces por que estabas mirando el árbol?
—Tengo hambre —fue la respuesta—. Y me preguntaba si tendría fuerzas para trepar.
La mirada del otro dirigió la atención de Cortés de nuevo al árbol. Entre el follaje de las ramas más altas había racimos de fruta madurada por el cometa, una especie de mandarinas rayadas.
—Me temo que no puedo ayudarte —dijo Cortés—. No tengo sustancia suficiente para cogerlas. ¿No puedes sacudir el árbol para que caigan?
—Ya lo he intentado. No importa. Tenernos asuntos más importantes que mi barriga.
—Encontrarte unas vendas, para empezar —dijo Cortés, el malentendido lo había despojado de suspicacias, al menos de momento—. No quiero que te mueras desangrado antes de empezar la Reconciliación.
—¿Te refieres a esto? —dijo mirándose la mano—. No, para y empieza cuando quiere. Ya estoy acostumbrado.
—Bueno, entonces al menos deberíamos encontrarte algo que comer. ¿Lo has intentado en alguna de estas casas?
—No soy ningún ladrón.
—No creo que vaya a volver nadie, Atanasio. Vamos a buscarte un poco de alimento antes de que te desmayes.
Fueron a la casa más cercana y después de que lo animara un poco Cortés, al que le sorprendió encontrar tal sutileza moral en su compañero, Atanasio abrió la puerta de una patada. Habían desvalijado o vaciado aquella casa a toda prisa pero la cocina la habían dejado intacta y bien surtida. Allí Atanasio se preparó con toda delicadeza un sándwich, ensangrentando el pan en el proceso.
—Tengo tanta hambre —dijo—. Supongo que has estado ayunando, ¿no?
—No. ¿Se suponía que debía hacerlo?
—Cada cual con lo suyo —respondió Atanasio—. Todos llegan al Cielo por un camino diferente. Conocí a un hombre que no podía rezar a menos que tuviera los lomos metidos en un nido de zarzis.
Cortés hizo una mueca.
—Eso no es una religión, eso es masoquismo.
—¿Y el masoquismo no es una religión? —respondió el otro—. Me sorprendes.
Cortés quedó asombrado al descubrir que Atanasio tenía cierto ingenio y se encontró con que empezaba a agradarle aquel hombre a medida que charlaban. Quizá pudieran sacar algo de su mutua compañía, después de todo, aunque cualquier tregua carecería de valor si no se abordaba el tema de la Mácula y todo lo que había ocurrido allí.
—Te debo una explicación —dijo.
—¿Sí?
—Por lo que ocurrió en las tiendas. Perdiste a mucha de tu gente y fue por mi causa.
—No sé cómo podrías haberlo manejado de otra forma —dijo Atanasio—. Ninguno de nosotros sabíamos con qué fuerzas estábamos tratando.
—No estoy seguro de saberlo ahora tampoco.
El rostro de Atanasio adquirió una expresión adusta.
—Pai’oh’pah se tomó muchas molestias para volver a perseguirte —dijo.
—No era una persecución.
—Fuera lo que fuera, hizo falta voluntad para hacerlo. El místico debía de saber cuáles serían las consecuencias, para sí mismo y para mi gente.
—Detestaba hacer daño.
—¿Entonces qué era tan importante para que causara tanto?
—Quería asegurarse de que yo entendía lo que debía hacer.
—No es razón suficiente —dijo Atanasio.
—Es la única que tengo —respondió Cortés, obvió la otra parte del mensaje de Pai, la parte que hablaba de Sartori. Atanasio no tenía respuestas para tales acertijos, así que, ¿para qué iba a afligirlo con ellos?
—Creo que está pasando algo que no entendemos —dijo Atanasio—. ¿Has visto las aguas?
—Sí.
—¿No te inquietan? A mí sí. Aquí hay otros poderes además de nosotros, Cortés. Quizá deberíamos estar buscándolos, aceptando sus consejos.
—¿A qué te refieres con poderes? ¿Otros maestros?
—No. Me refiero a la Santa Madre. Creo que es posible que esté aquí, en Yzordderrex.
—Pero no estás seguro.
—Algo está moviendo las aguas.
—Si estuviera aquí, ¿acaso no lo sabrías? Eras uno de sus sumos sacerdotes.
—Nunca fui nada de eso. Rendíamos culto en la Mácula porque allí se cometió un crimen. Se llevaron a una mujer de ese punto, al Primero.
Floccus Dado le había contado a Cortés esa historia mientras cruzaban el desierto en coche pero en aquel momento había tantas otras cosas que lo afligían y emocionaban que se había olvidado del cuento: el de su madre, por supuesto.
—Se llamaba Celestine, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la he conocido. Sigue viva, ha vuelto al Quinto.
El otro hombre entrecerró los ojos como si quisiera agudizar la mirada y aguijonear aquello si era una mentira. Pero unos segundos después esbozó una sonrisa diminuta.
—Así que has tenido tratos con mujeres sagradas —dijo—. Todavía hay esperanza para ti.
—Tú también puedes conocerla, cuando termine todo esto.
—Me gustaría mucho.
—Pero por ahora, tenemos que mantener el rumbo. No puede haber desviaciones. ¿Lo entiendes? Podemos ir a buscar a la Santa Madre cuando hayamos terminado con la Reconciliación, pero no antes.
—Me siento tan desnudo, maldita sea —dijo Atanasio.
—Como todos. Es inevitable. Pero hay algo más inevitable todavía.
—¿Y qué es?
—La integridad de las cosas —dijo Cortés—. Las cosas reparadas. Las cosas curadas. Eso es más cierto que el pecado, la muerte o la oscuridad.
—Bien dicho —respondió Atanasio—. ¿Quién te enseñó eso?
—Deberías saberlo. Fuiste tú el que me casaste con aquella criatura.
—Ah. —Atanasio sonrió—. ¿Entonces me permites recordarte por qué se casa un hombre? Para poder ser un ente íntegro, gracias a una mujer.
—Este hombre no —dijo Cortés.
—¿No era el místico una mujer para ti?
—A veces…
—¿Y cuando no lo era?
—No era ni hombre ni mujer. Era mi bendición.
A Atanasio pareció desconcertarle aquello profundamente.
—A mí eso me parece profano —comentó.
Cortés nunca había pensado en el lazo que había entre él y el místico en esos términos y tampoco agradeció ahora la carga de dudas. Pai había sido su maestro, su amigo y su amante, un defensor desinteresado de la Reconciliación desde el principio. No podía creer que su Padre hubiera sancionado aquel enlace si no hubiera sido sagrado.
—Creo que deberíamos dejar el tema —le dijo a Atanasio—, o volveremos a tirarnos a la yugular del otro y yo, por lo menos, no es lo que quiero.
—Yo tampoco —respondió Atanasio—. No lo discutiremos más. Dime, ¿ahora adónde vas?
—A la Mácula.
—¿Y quién representa allí al Sínodo?
—Chicka Jackeen.
—¡Ah! Así que lo has elegido a él, ¿no?
—¿Lo conoces?
—No muy bien. Sé que llegó a la Mácula mucho antes que yo. De hecho, no creo que nadie sepa de verdad cuánto tiempo lleva allí. Es un tipo extraño.
—Si eso fuera un impedimento, los dos nos quedaríamos sin trabajo —comentó Cortés.
—Muy cierto.
Y con eso, Cortés le deseó a Atanasio lo mejor y se separaron (con cortesía pero no con cariño), Cortés abandonó Yzordderrex con el pensamiento y lo dirigió al desierto que esperaba más allá. Al instante, el interior doméstico parpadeó y fue sustituido segundos más tarde por el inmenso muro de la Mácula, que se elevaba entre una niebla en la que deseaba con todas sus fuerzas que lo estuviera aguardando el último miembro de su Sínodo.
Los arroyos seguían convergiendo a medida que las dos mujeres ascendían, hasta que se encontraron caminando al lado de una corriente que pronto sería demasiado ancha para saltarla y demasiado violenta para vadearla. No había diques que contuvieran estas aguas, sólo las hondonadas y las alcantarillas de las calles, pero la misma intencionalidad que las atraía colina arriba limitaba su extensión lateral. De ese modo, el río no derrochaba sus energías sino que trepaba como un animal cuya piel creciera a un ritmo prodigioso para hospedar el poder que adquiría cada vez que asimilaba a otro de su especie. A estas alturas ya no quedaba ninguna duda sobre su destino. Sólo había una estructura en la cima más alta de la ciudad (el palacio del Autarca) y a menos que se abriera un abismo en la calle que se tragara las aguas antes de que llegaran a las puertas, sería allí donde las llevaría su estela.
Jude tenía recuerdos mezclados del palacio. Algunos, como la Torre del Eje y la cámara de abajo, donde se depositaban las plegarias, eran aterradores. Otros eran de un dulce erotismo, como las horas que había pasado dormitando en la cama de Quaisoir mientras Concupiscencia cantaba y el amante al que había creído demasiado perfecto para ser real la cubría de besos. Este había desaparecido, claro está, pero ella volvía al laberinto que él había construido, ahora recuperado para algún nuevo propósito, no sólo con su aroma en su piel (hueles a coito, le había dicho Celestine) sino con el fruto de esa cópula en su útero. No cabía duda de que eso había frustrado todas sus esperanzas de compartir conocimientos con Celestine. Incluso después del menosprecio de Tay y del intento de conciliación de Clem, la mujer había procurado tratar a Jude como si fuese una paria. Y si ella, a quien la divinidad sólo había rozado, había olido a Sartori en la piel de Jude, con toda seguridad Tishalullé olería lo mismo y sabría también que el niño estaba allí. Si la desafiaban, Jude había decidido decir la verdad. Tenía razones para hacer todo lo que había hecho y no presentaría falsas excusas sino que se acercaría a los altares de estas Diosas con humildad y respeto por sí misma en igual medida.
Las puertas estaban ya a la vista y el río se precipitaba hacia ellas, su torrente un rugido de aguas rápidas. El asalto de las aguas o bien algún ataque previo había arrancado ambas puertas de sus goznes y el agua atravesaba la brecha en una cascada extática.
—¿Cómo pasamos? —gritó Hoi-Polloi por encima del estrépito.
—No es tan profundo —dijo Jude—. Podremos vadearlo si vamos juntas. Venga. Dame la mano.
Sin darle a la chica tiempo para discutir o retirarse, Jude cogió a Hoi-Polloi con firmeza por la muñeca y se metió en el río. Como había dicho, no era muy profundo. Su superficie espumosa sólo les llegaba a la mitad de los muslos. Pero tenía una fuerza considerable y se vieron obligadas a proceder con extremo cuidado. Jude no veía el suelo por el que las llevaba a ambas, el agua estaba demasiado revuelta, pero sentía a través de las suelas de los zapatos que el río estaba socavando el pavimento, erosionando en cuestión de minutos lo que el paso de los soldados, esclavos y penitentes no había grabado en dos siglos. Y esta erosión no era lo único que amenazaba su equilibrio. La carga que llevaba el río de limosnas, peticiones y basura era ahora muy pesada, reunida como estaba en cinco o seis lugares diferentes de los kesparates inferiores. Planchas de madera les golpeaban las corvas y las espinillas; ribetes de tela les envolvían las rodillas. Pero Jude siguió pisando con seguridad y avanzó con paso firme hasta que atravesaron las puertas; de vez en cuando miraba por encima del hombro para tranquilizar a Hoi-Polloi con una mirada o una sonrisa, quería transmitirle que, aunque sin duda era incómodo, el riesgo no era grande.
El río no perdió velocidad una vez dentro de los muros del palacio sino que pareció encontrar un ímpetu nuevo, lanzaba la espuma incluso a más altura ahora que ascendía por los patios. Los rayos del cometa caían aquí en mayor abundancia que en los kesparates inferiores y su luz, al chocar contra el agua, lanzaba filigranas plateadas contra la entristecida piedra. Distraída por la belleza de aquella imagen, Jude perdió por un momento pie al salir de las verjas y, a pesar de un grito de advertencia, volvió a caer al río y se llevó a Hoi-Polloi con ella. Aunque no corrían el peligro de ahogarse, el agua tenía ímpetu suficiente para arrastrarlas y a Hoi-Polloi, que era con mucho la más ligera de las dos, se la llevó el agua por delante de Jude a cierta velocidad. Intentaron volver a levantarse pero las derrotaron los remolinos y las contracorrientes que generaba el entusiasmo del río y sólo por casualidad pudo Hoi-Polloi (lanzada contra una presa de detritos que estaba asfixiando parte de la corriente) utilizar la masa acumulada en el río para detenerse y ponerse de rodillas con gran esfuerzo. El agua rompía contra ella con una fuerza considerable entretanto, la voluntad de llevársela no había disminuido pero la joven la desafió y para cuando el río llevó a Jude hasta allí, Hoi-Polloi ya se estaba levantando.
—¡Dame la mano! —chilló, devolviéndole así la invitación que Jude había sido la primera en hacer cuando se habían metido en la corriente.
Jude estiró la mano y se giró en medio del agua para alcanzar los dedos de Hoi-Polloi. Pero el río tenía otras ideas. Cuando tenían las manos a unos centímetros y estaban a punto de unirse, las aguas conspiraron para darle la vuelta y secuestrarla; la aferraban con tal fuerza que por un momento le quitaron la respiración. Ni siquiera fue capaz de gritar una palabra de consuelo, el torrente la levantó y se la llevó, cruzó con ella un arco monolítico y desapareció de la vista de Hoi-Polloi.
A pesar de lo violentas que eran las aguas, que la lanzaban de un sitio a otro mientras se precipitaban entre claustros y columnatas, Jude no les tenía miedo; más bien lo contrario. La excitación era contagiosa. Ahora formaba parte del propósito de las aguas, aunque ellas no lo supieran y se alegraba de que la fueran a entregar a quien las habían emplazado, que sin duda era también su fuente. Sólo el final de este viaje sabía si quien las había convocado (ya fuera Tishalullé, Jokalaylau o alguna otra Diosa que pudiera residir hoy aquí) decidiría que ella era una peticionaria o sólo un trozo de basura más.
Si Yzordderrex se había convertido en un lugar de detalles gloriosos (cada color cantaba, cada burbuja de sus aguas era cristalina), la Mácula se había entregado a la ambigüedad. No había ni un soplo de viento que agitase la pesada bruma que colgaba sobre las tiendas caídas y los muertos, envueltos en sudarios pero sin enterrar, que yacían entre sus pliegues; y el cometa tampoco tenía fuego suficiente para perforar una niebla más alta, cuya tela convertía su luz en algo oscuro y gris. A la izquierda de donde se encontraba la proyección de Cortés, el anillo de Vírgenes donde se habían refugiado Atanasio y sus discípulos era visible entre las tinieblas. Pero el hombre que había venido a buscar no residía allí, ni tampoco había ninguna señal de él a la derecha, aunque allí la niebla era tan densa que ocultaba todo lo que se encontraba fuera de un radio de unos ocho o diez metros. Con todo, se internó en la calina; no sentía ningún deseo de llamar a Chicka Jackeen, aunque su voz hubiera tenido fuerza suficiente. Había una conjura de supresión en aquel paisaje y a Cortés no le apetecía desafiarla. Así que avanzó en silencio, su cuerpo apenas desplazaba la bruma y sus pies dejaban poca o ninguna huella en el suelo. Aquí se sentía más como un fantasma que en cualquiera de los otros lugares de encuentro. Era un paisaje para ese tipo de almas: calladas pero perseguidas.
No tuvo que caminar a ciegas durante mucho tiempo. La bruma empezó a aclararse después de un rato y entre sus jirones vio a Chicka Jackeen. Había extraído una silla y una mesa pequeña de entre los restos y estaba sentado de espaldas al gran muro del Primer Dominio. Cortés vio que hacía un solitario y hablaba para sí con gesto furioso. Estamos todos chiflados, pensó Cortés cuando lo sorprendió así. Ácaro Bronco medio colgado de la mostaza; Scopique convertido en un pirómano aficionado; Atanasio haciendo bocadillos sacramentales con las manos perforadas, y, por último, Chicka Jackeen parloteando sólo como un mono neurótico. Chiflados todos y cada uno. Y, de todos ellos él, Cortés, era con toda probabilidad el más chiflado: amante de una criatura que desafiaba a todas las definiciones de género, artífice de un hombre que había destruido naciones. La única cordura que había en su vida (y ardía como una luz blanca y despejada) era la que procedía de Dios: la sencilla determinación de un Reconciliador.
—¿Jackeen?
El hombre levantó la vista de sus cartas con una expresión un tanto culpable.
—Oh, maestro. Estáis aquí.
—¿No me digas que no me estabas esperando?
—No tan pronto. ¿Es hora de que vayamos al Ana?
—Aún no. He venido para asegurarme de que estabas listo.
—Lo estoy, maestro. De veras.
—¿Ganabas?
—Estaba jugando conmigo mismo.
—Eso no significa que no puedas ganar.
—¿No? No. Como digáis. Entonces sí, estaba ganando. —Se levantó de la mesa y se quitó las lentes que había estado utilizando para estudiar las cartas.
—¿Ha salido algo de la Mácula durante el tiempo que llevas esperando?
—No, nada ha salido. De hecho, la vuestra es la primera voz que oigo desde que se fue Atanasio.
—Ahora forma parte del Sínodo —dijo Cortés—. Scopique lo persuadió para que se uniera a nosotros, representa al Segundo.
—¿Qué le ha pasado al eurhetemec? ¿No lo habrán asesinado?
—Murió de vejez.
—¿Estará Atanasio a la altura de esa tarea? —preguntó Jackeen; luego, al pensar que su pregunta traspasaba los límites del protocolo, dijo—: Lo siento. No tengo derecho a cuestionar vuestro buen juicio en esto.
—Tienes todos los derechos —dijo Cortés—. Tenemos que confiar plenamente en los demás.
—Si vos confiáis en Atanasio, entonces yo también —dijo Jackeen con sencillez.
—Entonces ya estamos listos.
—Hay una cosa de la que me gustaría informaros, si me lo permitís.
—¿Qué es?
—He dicho que no ha salido nada de la Mácula, y es cierto…
—¿Pero ha entrado algo?
—Sí. Anoche, estaba durmiendo aquí, debajo de la mesa —señaló la cama que tenía de mantas y piedra—, y me desperté helado hasta los huesos. Al principio no estaba seguro si era un sueño así que tardé en levantarme. Pero cuando lo hice, vi unas figuras que salían de la niebla. Docenas de ellas.
—¿Quiénes eran?
—Nullianacs —dijo Jackeen—. ¿Estáis familiarizado con ellos?
—Desde luego.
—Conté cincuenta al menos, que yo pudiera ver.
—¿Te amenazaron?
—No creo que me vieran siquiera. Tenían los ojos clavados en su destino…
—¿El Primero?
—Eso es. Pero antes de cruzar al otro lado se despojaron de sus ropas, hicieron hogueras y quemaron hasta la última cosa que llevaban puesta o se habían traído con ellos.
—¿Todos hicieron lo mismo?
—Hasta el último que vi. Fue extraordinario.
—¿Puedes enseñarme las hogueras?
—Nada más fácil —dijo Jackeen y apartó a Cortés de la mesa sin dejar de hablar—. Yo nunca había visto un nullianac, pero por supuesto he oído las historias.
—Son unas bestias —dijo Cortés—. Maté a uno en Vanaeph, hace unos meses y luego me encontré con uno de sus hermanos en Yzordderrex que asesinó a una niña que yo conocía.
—Les gusta la inocencia, tengo entendido. No pueden vivir sin ella. Y están todos emparentados entre sí, aunque nadie ha visto jamás a la hembra de la especie. De hecho, algunos dicen que no existe.
—Pareces saber mucho sobre ellos.
—Bueno, leo mucho —dijo Jackeen al tiempo que le echaba una mirada a Cortés—. Pero ya sabéis lo que se dice: No estudies nada salvo sabiendo…
—… que ya lo sabías.
—Eso es.
Cuando oyó aquel viejo reirán de sus labios Cortés miró a aquel hombre con un interés nuevo. ¿Era un aforismo tan vulgar que todos los estudiantes se lo sabían de memoria, o conocía Chicka Jackeen la importancia de lo que decía? Cortés dejó de caminar y Jackeen se detuvo a su lado y esbozó una sonrisa que rayaba en lo travieso. Ahora fue Cortés el que se puso a estudiar y su texto era el rostro del otro hombre, y, al leerlo, quedó demostrado el aforismo.
—Dios mío —dijo—. ¿Lucius?
—Sí, maestro. Soy yo.
—¡Lucius! ¡Lucius!
Los años se habían cobrado su precio, claro está, aunque no de una forma insoportable. Si bien el rostro que tenía delante ya no era el del acólito impaciente al que había enviado lejos de la calle Gamut, tampoco estaba marcado por más de una décima parte de los dos siglos que habían transcurrido desde entonces.
—Esto es extraordinario —dijo Cortés.
—Pensé que quizá sabíais quién era y estabais jugando conmigo.
—¿Cómo podía saberlo?
—¿De verdad mi aspecto es tan diferente? —dijo el otro, obviamente un poco desalentado—. Me llevó veintitrés años dominar el lance de la conservación pero pensé que había atrapado los últimos años de mi juventud antes de que desaparecieran por completo. Una pequeña vanidad. Perdonadme.
—¿Cuándo llegaste aquí?
—Tengo la sensación de que fue hace toda una vida, así que lo más probable es que así haya sido. Al principio vagué de un lado a otro de los Dominios, estudié con un evocador tras otro, pero nunca me sentí cómodo con ninguno. Los comparaba con vos, sabéis. Así que ninguno me satisfacía.
—Fui un pésimo maestro —dijo Cortés.
—En absoluto. Me enseñasteis los fundamentos y yo he vivido de acuerdo con ellos y he prosperado. Quizá no a los ojos del mundo pero sí a los míos.
—La única lección que te di fue en aquellas escaleras. ¿Recuerdas, la última noche?
—Por supuesto que lo recuerdo. Las leyes del estudio, de los oficios y del miedo. Fue maravilloso.
—Pero no eran mías, Lucius. Me las enseñó el místico. Yo sólo las transmití.
—¿No es eso lo que hacen la mayor parte de los que enseñan?
—Creo que los más grandes perfeccionan la sabiduría, no se limitan a repetirla. Yo no refiné nada. Pensé que cada palabra que pronunciaba era perfecta, sólo porque caía de mis labios.
—¿Así que mi ídolo tiene los pies de barro?
—Eso me temo.
—¿Y creéis que no lo sabía? Vi lo que ocurrió en el Retiro. Os vi fracasar y por eso he esperado aquí.
—No te sigo.
—Sabía que no aceptaríais el fracaso. Esperaríais, haríais planes y, algún día, incluso si os llevaba mil años, volveríais para intentarlo otra vez.
—Uno de estos días le contaré cómo ocurrió en realidad y no te sentirás tan impresionado.
—Fuera como fuese, estáis aquí —dijo Lucius—. Y al fin cumplo mi sueño.
—¿Y cuál es?
—Trabajar con vos. Reunirme con vos en el Ana, maestro con maestro. —El hombre esbozó una amplia sonrisa—. Dios está en hoy su Cielo —dijo—. Si en algún momento soy más feliz que ahora, me moriré. ¡Ah! ¡Ahí, maestro! —Se detuvo y señaló al suelo a unos metros de distancia—. Esa es una de las hogueras de los nullianacs.
El lugar estaba carbonizado pero quedaban algunos restos de las túnicas de las criaturas entre las cenizas. Cortés se acercó.
—No tengo los recursos necesarios para revolverlas, Lucius. ¿Querrás hacerlo por mí?
Lucius se agachó para complacerlo, le dio la vuelta a las cenizas y sacó lo que quedaba de las ropas. Había fragmentos de trajes, túnicas y abrigos de varios estilos, uno delicadamente bordado, según la moda de Patashoqua, otro que apenas era algo más que una arpillera, un tercero con medallas clavadas, como si su dueño hubiese sido soldado.
—Deben de haber venido de toda Imajica —dijo Cortés.
—Emplazados —respondió Lucius.
—Esa parece una suposición razonable.
—¿Pero por qué?
Cortés reflexionó durante un momento.
—Creo que el Invisible los ha metido en su horno, Lucius. Los ha quemado.
—¿Así que está limpiando los Dominios?
—Sí, así es. Y los nullianacs lo sabían. Se despojaron de sus ropas, como penitentes, porque sabían que se dirigían a su juicio final.
—Veis —dijo Lucius—, es cierto que sois sabio.
—Cuando me vaya, ¿querrás quemar incluso estos últimos restos?
—Por supuesto.
—Es su voluntad que purifiquemos este lugar.
—Empezaré de inmediato.
—Y yo volveré al Quinto para terminar mis preparativos.
—¿Está el Retiro aún en pie?
—Sí. Pero no es allí donde estaré. He vuelto a la calle Gamut.
—Era una casa magnífica.
—Sigue siendo magnífica a su manera. Te vi allí, en las escaleras, hace sólo unas noches.
—¿En espíritu allí y en carne y hueso aquí? ¿Hay perfección mayor?
—Estar en carne y hueso y en espíritu en toda la Creación —dijo Cortés.
—Sí. Eso sería todavía mejor.
—Y ocurrirá. Todo es Uno, Lucius.
—No había olvidado esa lección.
—Bien.
—Pero si me permitís pediros algo…
—¿Si?
—¿Querríais llamarme Chicka Jackeen de ahora en adelante? He perdido los mejores años de mi juventud, así que muy bien podría perder el nombre también.
—Que sea entonces maestro Jackeen.
—Gracias.
—Te veré dentro de unas horas —dijo Cortés y con eso dirigió sus pensamientos hacia el regreso.
Esta vez no hubo desvíos ni pérdidas de tiempo, ni por razones sentimentales ni por ninguna otra. Pasó a la velocidad de sus intenciones por Yzordderrex, recorrió la Vía Crucis, pasó por encima de la Cuna y de las ignaras alturas de las Jokalaylau, cruzó el Monte del Ola Bayak y Patashoqua (cuyas puertas aún tenía que cruzar) y por fin volvió al Quinto, a la habitación que había dejado en la calle Gamut.
El día estaba en la ventana y Clem en la puerta, esperando paciente el regreso de su maestro. En cuanto vio una chispa de animación en el rostro de Cortés empezó a hablar, su mensaje era demasiado urgente para retrasarlo un segundo más de lo necesario.
—Ha vuelto Lunes —dijo.
Cortés se estiró y bostezó. Le dolía la nuca y la región lumbar y tenía la vejiga a punto de estallar, pero al menos al volver no había descubierto que le habían fallado los intestinos como había predicho Ácaro Bronco.
—Bien —dijo. Se puso en pie, cojeó hasta la chimenea y se agarró a ella mientras con unas patadas intentaba devolverle la vida a sus embotadas piernas—. ¿Cogió todas las piedras?
—Sí, las trajo. Pero me temo que Jude no ha vuelto con él.
—¿Y dónde coño está?
—No quiere decírmelo. Lunes dice que tiene un mensaje de ella pero que no se lo va a confiar a nadie más que a ti. ¿Quieres hablar con él? Está abajo, desayunando.
—Sí, mándalo subir, ¿quieres? Y si puedes, búscame algo de comer. Cualquier cosa menos salchichas.
Clem bajó las escaleras y dejó a Cortés cruzando la habitación para abrir la ventana de par en par. Había amanecido la última mañana que el Quinto vería irreconciliado y la temperatura ya era lo bastante alta para marchitar las hojas de los árboles. Al oír las ruidosas pisadas de Lunes en las escaleras, Cortés se volvió para recibir al mensajero, que apareció con una hamburguesa medio comida en una mano y un cigarrillo a medio fumar en la otra.
—¿Tenías algo que decirme? —le dijo Cortés.
—Sí, jefe. De parte de Jude.
—¿Adónde se ha ido?
—A Yzordderrex. Eso es parte de lo que se supone que tengo que contarte. Se ha ido a Yzordderrex.
—¿La viste irse?
—No del todo. Me hizo esperar fuera mientras ella se iba, así que eso es lo que hice.
—¿Y el resto del mensaje?
—Me dijo —el joven hizo entonces un gran esfuerzo de concentración— que te dijese dónde se había ido y eso he hecho; luego me dijo que te dijese que la Reconciliación no es segura, y que hicieses nada hasta que ella se pusiese otra vez en contacto contigo.
—¿Que no es segura? ¿Esas fueron sus palabras?
—Eso fue lo que dijo. En serio.
—¿Sabes de qué estaba hablando?
—A mí que me registren, jefe. —Sus ojos habían abandonado a Cortés para dirigirse a la esquina más oscura de la habitación—. No sabía que tenías un mono —dijo—. ¿Te lo trajiste del otro lado contigo?
Cortés miró hacia la esquina. Descansito estaba allí y había levantado la vista para mirar inquieto al maestro; era de suponer que se había introducido a hurtadillas en la sala de meditación en algún momento de la noche.
—¿Come hamburguesas? —dijo Lunes mientras se ponía en cuclillas.
—Puedes probar —dijo Cortés con tono distraído—. Lunes, ¿eso es todo lo que dijo Jude, que no es segura?
—Eso es, jefe. Lo juro.
—¿Llegó al Retiro y sin más te dijo que no volvía?
—Oh, no, se tomó su tiempo —dijo Lunes, que hizo una mueca cuando la criatura a la que había tomado por un mono se escabulló de su esquina y echó a andar hacia la hamburguesa que le ofrecía.
El joven intentó levantarse pero el ente le enseñó los dientes con una sonrisa de tal ferocidad que Lunes se lo pensó mejor y se limitó a estirar el brazo todo lo que pudo para mantener a la bestia lo más lejos posible de su rostro. Descansito redujo el paso al acercarse lo suficiente para oler la comida y en lugar de arrebatarle el alimento, se lo quitó a Lunes de la mano con la mayor delicadeza y los meñiques levantados.
—¿Quieres hacer el favor de terminar la historia? —dijo Cortés.
—Ah, sí. Bueno, había un tipo en el Retiro cuando llegamos y ella estuvo un buen rato de palique con él.
—¿Era alguien que conocía?
—Oh, sí.
—¿Quién?
—No me acuerdo del nombre —dijo Lunes, pero al ver el ceño fruncido de Cortés protestó—: Eso no formaba parte del mensaje, jefe. Si lo hubiera sido, me habría acordado.
—Recuérdalo de todos modos —dijo Cortés, que empezaba a sospechar que allí había una conspiración.
Lunes se levantó y le dio unas cuantas chupadas nerviosas al cigarrillo.
—No recuerdo. Había un montón de pájaros, ya sabes, y abejas y qué sé yo. Ni siquiera estaba escuchando. Era algo corto como Cody, o Doba o…
—Dowd.
—¡Sí! Eso es. Era Dowd. Y estaba muy jodido, el tío, en serio.
—Pero vivo.
—Bueno, sí, durante un rato. Como te he dicho, estuvieron hablando.
—¿Y fue después de eso cuando ella dijo que se iba a Yzordderrex?
—Eso es. Me dijo que te trajera las piedras y el mensaje con ellas.
—Y has hecho ambas cosas. Gracias.
—El jefe eres tú, jefe —dijo Lunes—. ¿Eso es todo? Si me necesitas, estoy en la puerta. Va a hacer un calor del copón.
Volvió abajo armando un gran estruendo por las escaleras.
—¿Queréis que deje la puerta abierta, Liberatore? —dijo Descansito mientras mordisqueaba la hamburguesa.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Arriba me siento sólo —dijo la criatura.
—Juraste obediencia —le recordó Cortés.
—No confiáis en ella, ¿verdad? —replicó Descansito—. Creéis que ha ido a reunirse con Sartori.
Hasta ahora no lo había pensado. Pero la idea, ahora que flotaba en el ambiente, no se le antojó tan improbable. Jude había confesado en esta misma casa lo que sentía por Sartori, y estaba claro que creía que él también la amaba. Quizá se había limitado a escabullirse del Retiro mientras Lunes le daba la espalda para ir a encontrarse con el padre de su hijo. Si ese era el caso, era un comportamiento bastante paradójico, ir en busca de los brazos de un hombre a cuyo enemigo ella acababa de ayudar a conseguir la victoria. Pero no era este un día que pudiera perder analizando tales acertijos. Jude había hecho lo que había hecho, punto.
Cortés se subió al alféizar, desde cuya percha había planeado su itinerario con tanta frecuencia, e intentó quitarse de la cabeza todo pensamiento que le inspirara la deserción de Jude. Sin embargo, esta no era la mejor habitación para intentar olvidarla. Después de todo, era el útero en el que la habían creado. Era muy probable que las tablas todavía ocultaran motas de la arena que había marcado su círculo y manchas, incrustadas en el grano, de los licores con los que había ungido su desnudez. Por mucho que intentara evitar que lo invadieran los pensamientos, uno llevaba de forma inevitable a otro. La imaginaba desnuda, veía sus manos sobre ella, resbaladiza a causa de los aceites. Luego sus besos. Y su cuerpo. Y antes de que hubiera pasado un minuto, estaba sentado en el alféizar con una erección hociqueándole la ropa interior.
¡Tenía que ser aquella precisamente la mañana que lo atormentara aquella distracción! Las seducciones de la carne no tenían lugar en la tarea que tenía por delante. Habían convertido en una tragedia la última Reconciliación y no permitiría que lo alejaran de su sagrado camino ni un sólo paso. Bajó la vista y se contempló la entrepierna, asqueado consigo mismo.
—Córtatela —aconsejó Descansito.
Si pudiera haberlo llevado a cabo sin convertirse en un inválido, lo habría hecho en ese mismo instante, y con mucho gusto. No sentía nada salvo desprecio por lo que se izaba entre sus piernas. Era un idiota impulsivo y quería deshacerse de él.
—Puedo controlarlo —respondió Cortés.
—Famosas últimas palabras —dijo la criatura.
Un mirlo había entrado en el árbol y allí cantaba muy contento. Cortés lo contempló un momento, luego sus ojos atravesaron las ramas y se clavaron en el cielo de un bruñido color azul. Sus pensamientos se abstrajeron mientras lo estudiaba y para cuando oyó que Clem subía las escaleras con algo de comer y beber, había pasado el espasmo de carnalidad y recibía a sus ángeles con la frente más fría.
—Así que ahora tenemos que esperar —le dijo a Clem.
—¿A qué?
—A que vuelva Jude.
—¿Y si no vuelve?
—Lo hará —respondió Cortés—. Aquí fue donde nació. Es su hogar, aunque piense que ojalá no lo fuera. Al final tendrá que encontrar el camino de vuelta. Y si ha conspirado contra nosotros, Clem, si está trabajando con el enemigo, entonces te juro que dibujaré un círculo aquí mismo —señaló las tablas del suelo—, y la desharé tan bien que será como si nunca hubiera respirado.