El sol que recibió a Cortés en el vestíbulo le recordó a Taylor, cuya sabiduría, expresada por boca de un muchacho dormido, había dado comienzo a este día. Desde ese amanecer parecía haber pasado toda una era, las horas transcurridas desde entonces tan llenas de viajes y revelaciones. Y así sería hasta la Reconciliación, lo sabía. El Londres por el que había vagado durante sus primeros años, rebosante de posibilidades (una ciudad de la que Pai había dicho una vez que ocultaba más ángeles que las faldas de Dios) era una vez más un lugar lleno de presencias y él se alegraba de ello. Daba impulso a sus talones mientras subía las escaleras, de dos en dos y de tres en tres. Por extraño que fuera, lo cierto es que estaba impaciente por ver de nuevo el rostro de Sartori, quería hablar con su otro yo y saber lo que pensaba.
Jude lo había preparado para lo que se iba a encontrar en el último piso, pasillos anodinos que conducían a la mesa de la Tabula Rasa y el cuerpo tirado allí. El olor de la ruina de Godolphin lo recibió cuando salió al pasadizo: un recordatorio nauseabundo, aunque no es que él lo necesitara, de que la revelación tenía una cara más sombría y que aquellos últimos días felices en los que él había sido el metafísico más elogiado de Europa habían terminado en atrocidades. No volvería a ocurrir, se juró. La última vez las ceremonias habían fracasado a causa del hermano que lo esperaba al final del pasillo y si tenía que cometer un fratricidio para eliminar el peligro de una repetición, que así fuera. Sartori era el espíritu de sus propias imperfecciones reencarnado. Matarlo sería una purificación, grata, quizá, para los dos.
A medida que avanzaba por el pasillo, el olor dulzón de la putrefacción de Godolphin se hacía cada vez más fuerte. Contuvo el aliento para defenderse de él y llegó a la puerta en absoluto silencio. Esta, no obstante, se abrió al acercarse él y su propia voz lo invitó a entrar.
—Nada te hará daño aquí, hermano, no por mi parte. Y yo no necesito que te arrastres para demostrar tus buenas intenciones.
Cortés dio un paso y entró. Todas las cortinas estaban corridas para impedir la entrada del sol pero hasta la tela más sólida suele dejar entrar algún vestigio de luz a través de su tejido. No aquí. La habitación estaba sellada por algo más que las cortinas y el ladrillo y Sartori estaba sentado en medio de esta oscuridad, su forma visible sólo porque la puerta estaba entreabierta.
—¿Quieres sentarte? —dijo Sartori—. Sé que no es una losa muy saludable —(el cuerpo de Oscar Godolphin había desaparecido, la suciedad de su sangre y podredumbre permanecía en charcos y manchas)—, pero me gusta la formalidad. Deberíamos negociar como seres civilizados, ¿sí?
Cortés accedió, se encaminó al otro lado de la mesa y se sentó, se conformaba con mostrar su buena fe a menos o hasta que Sartori mostrara signos de traición. Entonces sería rápido y letal.
—¿Dónde ha ido el cuerpo? —preguntó.
—Está aquí. Lo enterraré cuando hayamos hablado. No es lugar para que se pudra un hombre. O quizá es el lugar perfecto, no lo sé. Podemos votar luego sobre eso.
—De repente eres todo un demócrata.
—Dijiste que estabas cambiando. Yo también.
—¿Por alguna razón en particular?
—Ya llegaremos a eso. Primero…
Miró hacia la puerta, esta se cerró y los sumió a los dos en la más absoluta oscuridad.
—No te importa, ¿verdad? —dijo Sartori—. Esta no es una conversación que debiéramos tener mientras nos miramos. Ya es suficiente con el espejo.
—En Yzordderrex no te importaba.
—Allí era yo encarnado. Aquí me siento… incorpóreo. Me impresionó mucho lo que hiciste en Yzordderrex, por cierto. Una palabra tuya y se desmoronó, sin más.
—Fue obra tuya, no mía.
—Vamos, no seas obtuso. Sabes lo que dirá la historia. Le importará una mierda la política. Dirá que llegó el Reconciliador y las murallas se desplomaron. Y no vas a discutir con eso. Alimenta la leyenda; te hace parecer un Mesías. Y eso es lo que quieres en realidad, ¿verdad? La pregunta es, si tú eres el Reconciliador, ¿qué soy yo?
—No tenemos que ser enemigos.
—¿No dije yo eso mismo en Yzordderrex? ¿Y tú no intentaste asesinarme?
—Tenía buenas razones.
—Di una.
—Destruiste la primera Reconciliación.
—No era la primera. Ha habido otros tres intentos de los que yo tenga certeza.
—Para mí era la primera. Mi gran obra. Y tú la destruiste.
—¿A quién le oíste eso?
—A Lucius Cobbitt —respondió Cortés.
Hubo entonces un silencio y en él Cortés creyó oír que se movía la oscuridad, un sonido parecido al de la seda cuando se desliza sobre seda. Pero en estos tiempos su cabeza nunca estaba del todo en silencio y antes de que pudiera despejar un sendero entre los susurros, Sartori había recuperado el equilibrio.
—Así que Lucius está vivo —dijo.
—Sólo en el recuerdo. En la calle Gamut.
—Ese chiflado de Descansito te ha preparado muy bien, ¿eh? Lo voy a destripar. —Suspiró—. Echo de menos a Rosengarten, sabes. Era tan leal. Y Racidio y Mattalaus. Tenía buena gente en Yzordderrex. Personas en las que podía con liar, personas que me amaban. Es la cara, creo; inspira devoción. Debes de haberte dado cuenta. ¿Es lo divino que hay en ti o es sólo la forma que tenemos de sonreír? Me resisto a pensar que uno es síntoma de lo otro. Los jorobados pueden ser santos y las bellezas auténticos monstruos. ¿No te has dado cuenta?
—Desde luego.
—¿Ves en cuántas cosas estamos de acuerdo? Nos quedamos aquí sentados, en la oscuridad, y hablamos como amigos. Con sinceridad, creo que si nunca más salimos a la luz, podríamos aprender a amarnos. Después de un tiempo.
—Eso no puede ocurrir.
—¿Por qué no?
—Porque tengo trabajo que hacer y no permitiré que me retrases.
—Hiciste un daño terrible la última vez, maestro. Recuérdalo. Que tu mente no lo olvide. Recuerda lo que fue, ver que el In Ovo se derramaba…
Por el sonido de la voz de Sartori, Cortés supuso que se había puesto en pie. Pero, una vez más, era difícil estar seguro cuando la oscuridad era tan profunda. Él también se levantó, la silla se volcó a sus espaldas.
—El In Ovo es un lugar inmundo —decía Sartori—. Y puedes creerme, no quiero que manche este Dominio. Pero me temo que eso quizá sea inevitable.
Cortés empezaba a estar seguro de que aquí estaban intentando engañarlo. La voz de Sartori ya no surgía de una única fuente sino que se iba diseminando con sutileza por toda la habitación, como si él se estuviera filtrando por la oscuridad.
—Si dejas esta habitación, hermano, si me dejas sólo, un horror parecido se desatará en el Quinto.
—Esta vez no cometeré ningún error.
—¿Quién está hablando de errores? —dijo Sartori—. Estoy hablando de lo que haré por lo que es justo, si me abandonas.
—Entonces ven conmigo.
—¿Para qué? ¿Para ser tu discípulo? ¡Escucha lo que dices! Tengo tanto derecho a que me llamen Mesías como tú. ¿Por qué iba a ser un irrisorio acólito? Ten la amabilidad al menos de entender eso.
—¿Entonces tengo que matarte?
—Puedes intentarlo.
—Estoy listo para hacerlo, hermano, si me obligas.
—Yo también. Yo también.
No había razón para seguir debatiendo, pensó Cortés. Si iba a matar a aquel hombre, como al parecer debía hacer, quería hacerlo de una forma rápida y limpia. Pero necesitaba luz para llevarlo a cabo. Se movió hacia la puerta con la intención de abrirla, pero en ese instante algo le rozó la cara. Levantó el brazo para apartarlo de un manotazo pero ya había desaparecido, había revoloteado hasta el techo. ¿Qué clase de defensa era esta? No había percibido ningún ser vivo al entrar en la habitación, aparte de Sartori. La oscuridad estaba inerte. O bien ahora había adoptado algún tipo de vida ilusoria, extensión de la voluntad de Sartori o su otro yo había utilizado la cobertura de la oscuridad para invocar algo. ¿Pero qué? No se había pronunciado ninguna evocación, ni se había insinuado ningún lance. Si su hermano se las había arreglado para conjurar algún defensor, éste era endeble y estúpido. Lo oía revolotear contra el techo como un pájaro cegado.
—Creí que estábamos solos —dijo.
—Nuestra última conversación necesita testigos, ¿o cómo iba a saber el mundo que te di la oportunidad de salvarlo?
—¿Y ahora biógrafos?
—No exactamente…
—¿Entonces qué? —dijo Cortés, había alcanzado el muro con la mano estirada y la deslizaba por él rumbo a la puerta—. ¿Por qué no me lo enseñas? —dijo mientras cerraba la palma alrededor de la manilla—. ¿O te da demasiada vergüenza?
Y con eso, tiró no de una sino de las dos puertas y las abrió. El fenómeno subsiguiente fue más inesperado que alarmante. La escasa luz del pasillo exterior fue absorbida por la habitación a toda prisa, como si fuera leche que se mamara de la teta del día para alimentar lo que esperaba dentro. La criatura pasó volando a su lado y se dividió por el camino, se dirigió a una docena de lugares, por toda la habitación, hacia el techo y el suelo. Luego algo arrebató las manijas de las manos de Cortés y las puertas se cerraron de golpe.
Se volvió para enfrentarse a la habitación y al hacerlo oyó que se volcaba la mesa. Parte de la luz se había dirigido a lo que yacía debajo. Allí estaba Godolphin, destripado, con las entrañas esparcidas a su alrededor, los riñones colocados sobre los ojos, el corazón en la ingle. Y saltando alrededor del cadáver, algunas de las entidades que había invocado este arreglo y que portaban fragmentos de la luz robada a través de la puerta. Ninguna de las criaturas tenía mucho sentido a los ojos de Cortés. No tenían miembros que se pudieran reconocer como tales, ni resto alguno de rasgos, ni, en la mayor parte de los casos, cabezas sobre las que podrían haber descansado esos rasgos. Eran recortes del absurdo, algunos encordados como lo que atasca un desagüe y sumidos en un ajetreo sin sentido, otros tirados como fruta hinchada que se dividía una y otra vez y sólo para demostrar que no tenía semillas.
Cortés miró hacia Sartori. No se había quedado con nada de luz pero un bucle de vida apolillada le colgaba sobre la cabeza y arrojaba sobre él su siniestro fulgor.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Cortés.
—Hay oficios que un Reconciliador jamás se rebajaría a conocer. Este es uno de ellos. Estas bestias son oviáceos. Peripeteria. No se puede alzar bestias más pesadas con un cadáver que ya está frío. Pero estas cosas saben ser sumisas y lo cierto es que eso es todo lo que tú o yo le hemos pedido a nuestros cómplices, ¿verdad? O a nuestros seres queridos, si a eso vamos.
—Bueno, ya me los has enseñado —dijo Cortés—. Ahora puedes mandarlos a casa.
—Oh, no, hermano. Quiero que sepas lo que pueden hacer. Son lo más bajo de lo más bajo pero se saben unos truquitos exasperantes.
Sartori levantó la vista y el bucle de miseria que colgaba sobre él se separó de su apreciado lugar y se movió hacia Cortés, luego al suelo, su objetivo no eran los vivos sino los muertos. En cuestión de momentos se colocó alrededor del cuello de Godolphin y mientras estaba en el aire, encima del cadáver, sus compañeros formaron una alianza y se congelaron en una nube peristáltica. El bucle se tensó como una soga y se elevó, levantando a Godolphin con él. Los riñones cayeron de los ojos, que estaban abiertos debajo. El corazón se desprendió de la ingle; había una herida donde antes estaba su masculinidad. Luego, las entrañas restantes se derramaron del cadáver, conservadas en una gelatina de sangre fría. Los peripeteria que tenía encima se ofrecieron como horca para la soga que ascendía y, una vez que se colocó en medio de ellos, se elevaron de nuevo, de tal modo que los pies del muerto se separaron del suelo.
—Esto es obsceno, Sartori —dijo Cortés—. Detenlo ya.
—No es una visión muy bonita, ¿verdad? Pero piensa, hermano, piensa lo que podría hacer un ejército de ellos. Ni siquiera pudiste curar este único horror, tan pequeño, no hablemos ya si lo multiplicamos por mil. —Sartori hizo una pausa y luego dijo con un tono de auténtica curiosidad en la voz—. ¿O podrías hacerlo? ¿Podrías despertar al pobre Oscar? De entre los muertos, me refiero. ¿Podrías hacerlo?
Abandonó su lugar al otro lado de la habitación y se movió hacia Cortés, la expresión de su rostro, iluminado por la horca, era de excitación ante tal posibilidad.
—Si pudieras hacerlo —le dijo—, te juro que sería el discípulo perfecto. Lo sería.
Ya había pasado al lado del hombre colgado y se encontraba a uno o dos metros de Cortés.
—Lo juro —volvió a decir.
—Bájalo.
—¿Por qué?
—Porque es inútil y patético.
—Quizá eso es lo que soy —dijo Sartori—. Quizá eso es lo que he sido desde el principio y nunca tuve el cerebro necesario para darme cuenta.
Estaba cambiando de estrategia, pensó Cortés. Cinco minutos antes aquel hombre exigía el respeto que se le debía como aspirante a Mesías, ahora se regodeaba en su propia abnegación.
—He tenido tantos sueños, hermano. ¡Ah, las ciudades que he imaginado! ¡Los imperios! Pero nunca pude eliminar esa engorrosa duda, ¿sabes? Ese gusano que no deja de decir desde el fondo de tu cabeza, terminará en nada, terminará en nada. ¿Y sabes qué? El gusano tenía razón. Todo lo que he intentado estaba condenado desde el principio, por lo que somos el uno para el otro.
Trágica, había dicho Clem al describir la expresión del rostro de Sartori cuando había huido del sótano. Y quizá a su manera lo era. ¿Pero de qué se había enterado para que se rebajara tanto? Había que sacárselo de alguna forma, ahora o nunca.
—Vi tu imperio —respondió Cortés—. No se desmoronó porque algo lo condenara. Lo construiste con mierda. Por eso se derrumbó.
—¿Pero es que no lo ves? Esa era la condena. Yo fui el arquitecto y también el juez que lo consideró indigno. Estaba en mi propia contra desde el principio y no me había dado cuenta.
—¿Pero ahora lo comprendes?
—No podría estar más claro.
—¿Por qué? ¿Ves tu imagen entre esta mugre? ¿Es eso?
—No, hermano —dijo Sartori—. Es cuando te miro a ti…
—¿A mí?
Sartori se lo quedó mirando, los ojos empezaban a llenársele de lágrimas.
—Ella pensó que yo eras tú —murmuró.
—¿Judith?
—Celestine. No sabía que éramos dos. ¿Cómo iba a saberlo? Así que cuando me vio se alegró. Al principio, en cualquier caso.
Había una carga de dolor en su discurso que Cortés no había anticipado y en eso no fingía. Sartori sufría como un hombre condenado.
—Entonces me olió —continuó—. Dijo que hedía al mal y que le daba asco.
—¿Por qué habría de importarte? —dijo Cortés—. De todos modos querías matarla.
—No —protestó el otro—. Eso no era lo que quería, en absoluto. No le habría puesto un dedo encima si no me hubiera atacado.
—De repente eres muy cariñoso.
—Por supuesto.
—No veo por qué.
—¿No dijiste que éramos hermanos?
—Sí.
—Entonces también es mi madre. ¿No tengo algún derecho a que me ame?
—¿Madre?
—Sí. Madre. Es tu madre, Cortés. La violó el Invisible y tú eres la consecuencia.
Cortés se quedó demasiado estupefacto para contestar. Su mente reunía piezas de todas partes (todas ellas resueltas por esta revelación) y la solución colmaba su copa.
Sartori se secó la cara con las palmas de las manos.
—Nací para ser el Diablo, hermano —dijo—. El infierno de tu cielo. ¿Lo ves? Cada uno de los planes que hice, cada una de las ambiciones que tuve, es una burla porque la parte de mí que eres tú quiere amor y gloria y grandes obras y la parte de mí que es nuestro Padre sabe que es una mierda y lo derrumba. Soy mi propio destructor, hermano. Todo lo que puedo hacer es vivir con la destrucción, hasta el fin del mundo.
En el vestíbulo, seis pisos más abajo, los salvadores de Celestine, después de muchos halagos, habían convencido a la mujer para que saliera del laberinto, a la luz. Débil como estaba cuando Clem entró en su celda, se había resistido a su consuelo durante un buen rato, le decía que no quería nada de ellos. Prefería permanecer bajo tierra, dijo, y perecer allí.
La experiencia en las calles le había proporcionado a Clem la forma de enfrentarse a semejante contumacia. No discutió con ella y tampoco se fue. Esperó el momento adecuado en el umbral mientras le decía que lo más probable es que tuviera razón, no se conseguía nada viendo el sol.
Después de un rato la mujer le plantó cara y le dijo que esa no era su opinión en absoluto y que si le quedaba algo de decencia, le ofrecería un poco de consuelo en sus momentos de angustia. ¿Quería que muriera como un animal, le dijo a Clem, encerrada en la oscuridad? El hombre admitió entonces que la culpa era suya y que si quería que la llevaran al mundo exterior, él haría lo que pudiese.
Tras el éxito de su táctica, mandó a Lunes a traer el coche de Jude a la parte delantera de la torre y dio comienzo a la tarea de sacar a Celestine. Se produjo un momento delicado en la puerta de la celda cuando la mujer, al posar los ojos sobre Jude, estuvo a punto de retractarse y dijo que no quería tener nada que ver con esta criatura mancillada. Jude guardó silencio y Clem, el tacto personificado, la mandó arriba a recoger unas mantas del coche mientras él escoltaba a Celestine hasta las escaleras. Fue un asunto lento y varias veces le pidió que parase, se aferraba a él con fiereza y le decía que no estaba temblando porque tuviese miedo sino porque su cuerpo no estaba acostumbrado a esa libertad y si alguien, sobre todo la mujer mancillada, hacía algún comentario sobre esos temblores, él debía acallarlo.
Y de esa manera, aferrada a Clem un momento y al siguiente exigiendo que no se apoyara en ella, ralentizando el paso a veces y al instante levantándose con una fuerza sobrenatural en los músculos, la cautiva de Roxborough dejó su prisión tras dos siglos de encarcelación y subió a encontrarse con el día.
Pero el conjunto de sorpresas de la torre, ya fuera arriba o abajo, no se había agotado todavía. Clem escoltaba a Celestine través del vestíbulo pero tuvo que detenerse, con los ojos clavados en la puerta que tenía delante, o más bien, en los rayos de sol que se derramaban a su través. Estaban cargados de motas: polen y semillas procedentes de los árboles y plantas del exterior; polvo de la carretera que había un poco más allá. Aunque fuera apenas soplaba una brisa, las motas se movían llenas de vida.
—Tenemos visita —comentó.
—¿Aquí? —dijo Jude.
—Ahí arriba.
La joven miró la luz. Si bien en los rayos no podía ver nada que se pareciera a una forma humana, las partículas no se movían al azar. Había algún principio organizador entre ellas y Clem, al parecer, sabía cómo se llamaba.
—Taylor —dijo, tenía la voz pastosa por la emoción—. Taylor está aquí.
Le lanzó una mirada a Lunes, que, sin que nadie le dijera nada, se adelantó para sostener el peso de Celestine. La mujer había estado debatiéndose de nuevo con la inconsciencia pero ahora levantó la cabeza y contempló la escena con todos los demás cuando Clem comenzó a caminar hacia la puerta llena de luz.
—Eres tú, ¿verdad? —dijo en voz baja.
A modo de respuesta, el movimiento de la luz se hizo más agitado.
—Eso pensé —dijo Clem mientras se detenía a un par de metros del borde del estanque.
—¿Qué quiere? —dijo Jude—. ¿Lo sabes?
Clem se volvió y la miró, en su expresión había asombro y miedo.
—Quiere que lo deje entrar —respondió—. Quiere estar aquí. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Dentro de mí.
Jude sonrió. El día no había traído demasiadas buenas noticias pero aquí tenían una: la posibilidad de una unión que ella nunca había creído posible. Y sin embargo, Clem dudaba y no se acercaba a la luz.
—No sé si puedo hacerlo —dijo.
—No va a hacerte daño —dijo Jude.
—Lo sé —dijo Clem al tiempo que volvía los ojos hacia la luz otra vez. Su polvo dorado estaba más convulsivo que nunca—. No es el dolor…
—¿Entonces qué?
Su amigo sacudió la cabeza.
—Yo lo hice, tío —dijo Lunes—. Tú sólo cierra los ojos, relájate y disfruta.
Eso le valió una pequeña carcajada de Clem, que seguía con los ojos clavados en la luz cuando Jude dio voz a la persuasión definitiva.
—Le amabas —dijo.
La risa quedó atrapada en la garganta de Clem y en medio del absoluto silencio subsiguiente murmuró:
—Todavía le amo.
—Entonces ve con él.
El hombre la miró una última vez y sonrió. Luego dio un paso y entró en la luz.
A los ojos de Jude, no hubo nada extraordinario en aquella escena. Sólo había una puerta y un hombre que salía a través de ella a la luz del sol. Pero aquello significaba algo, algo que antes no entendía y ahora que lo presenciaba, volvió a su cabeza una advertencia de Oscar, algo que le había dicho cuando se preparaban para partir hacia Yzordderrex. Volvería cambiada, había dicho, vería el mundo que había dejado con los ojos más despejados. Y aquí estaba la prueba. Quizá la luz del sol había sido siempre numinosa y las puertas símbolos de un paso más grande que el de una habitación a otra. Pero ella no lo había visto hasta ahora.
Clem permaneció bajo los rayos durante unos treinta segundos quizá, con las palmas levantadas delante de él. Luego se volvió de nuevo hacia ella y la joven vio que Taylor había venido con él. Si le hubieran pedido que nombrara los lugares donde veía su presencia, no podría haberlo hecho. Su fisonomía no había cambiado, ningún detalle especial en el que se pudiera ver, a menos que fuera en signos tan sutiles (el ángulo de la cabeza, la firmeza de la boca) que ella era incapaz de distinguirlos. Pero estaba allí, no cabía duda. Y también había una urgencia que no estaba en Clem un minuto antes.
—Sacad a Celestine de aquí —les dijo a Jude y Lunes—. Algo terrible está ocurriendo arriba.
Dejó la puerta y se dirigió a las escaleras.
—¿Necesitas ayuda? —dijo Jude.
—No. Quédate con ella. Te necesita.
Al oír eso, Celestine pronunció sus primeras palabras desde que había dejado la celda.
—No la necesito —dijo.
Clem se dio la vuelta de repente, volvió con la mujer y le puso la nariz a milímetros de la suya.
—¡Sabe, me está resultando difícil encontrarla agradable, mujer! —le soltó.
Jude lanzó una carcajada al escuchar con tanta claridad los irascibles tonos de Tay. Había olvidado lo bien que habían encajado su naturaleza y la de Clem antes de que la enfermedad se hubiera llevado el avinagramiento de Tay.
—Estamos aquí por usted, que no se le olvide —dijo Tay—. Y usted aún estaría ahí abajo quitándose pelusas del ombligo si Judy no nos hubiera traído.
Celestine entrecerró los ojos.
—Pues vuelve a ponerme allí —dijo.
—Sólo por eso —Jude contuvo el aliento, no iría a hacerlo, ¿verdad?—, voy a darle un gran beso y a pedirle con toda corrección que deje de ser una vieja cascarrabias. —La besó en la nariz y añadió—: Y ahora vámonos —le dijo a Lunes y antes de que Celestine pudiera pensar en una respuesta, Clem se dirigió a las escaleras, las subió y desapareció de su vista.
Agotado por su efusión de dolor, Sartori le dio la espalda a Cortés y se dirigió despacio a la silla en la que estaba sentado al principio de la entrevista. Haraganeaba por el camino, le daba patadas a aquellos trozos rastreros que venían a adorarlo e hizo una pausa para levantar la vista hacia el cuerpo destripado de Godolphin, luego lo puso en movimiento con un toque, de tal modo que su corpulencia lo eclipsaba y lo descubría por momentos a medida que él se acercaba a su pequeño trono. Había peripeteria reunida a su alrededor en una horda servil, pero Cortés no espero a que les ordenara que lo atacasen. Sartori no era menos peligroso por la desesperación que acababa de expresar, todo lo que hacía era liberarlo de cualquier última esperanza de paz que pudiera quedar entre ellos. Y también liberaba a Cortés. Esto tenía que terminar con la desaparición de Sartori o el diablo que había decidido ser desharía la gran obra de nuevo. Cortés cogió aliento; en cuanto su hermano se volviera, dejaría volar el pneuma y terminaría con aquello.
—¿Qué te hace pensar que puedes matarme? —dijo Sartori sin volverse todavía—. Dios está en el Primer Dominio y madre abajo, casi muerta. Estás sólo. Todo lo que tienes es tu aliento.
El cuerpo de Godolphin continuaba balanceándose entre ellos pero aquel hombre seguía dándole la espalda.
—Y si a mí me destejes, ¿qué te haces a ti en el proceso? ¿Has pensado en eso? Mátame y quizá te matas a ti mismo.
Cortés sabía que Sartori era capaz de plantar tales dudas durante toda la noche. Era el complemento de su propio talento perdido para seducir: dejar caer las posibilidades en la tierra prometida. No permitiría que eso lo retrasara. Con el pneuma listo, se fue en busca de aquel hombre, sólo lo contuvo un momento el balanceo del cadáver de Godolphin, luego se detuvo al otro lado. Sartori seguía negándose a mostrarle el rostro y Cortés no tuvo más opción que malgastar un poco del aliento asesino con palabras.
—Mírame, hermano —dijo.
Leyó la intención de hacerlo en el cuerpo de Sartori, un movimiento que comenzaba en los talones, el torso y la cabeza. Pero antes de que apareciera la cara, Cortés oyó un sonido tras él y volvió los ojos para ver allí al tercer actor (el fallecido Godolphin) caerse de su horca. Tuvo tiempo de vislumbrar los oviáceos que ocupaban el cuerpo, luego lo tuvo encima. Debería haber sido fácil hacerse a un lado pero las bestias habían hecho algo más que anidar en su cuerpo. Estaban muy ocupados en los músculos podridos de Godolphin, organizando la resurrección que Sartori le había rogado a Cortés que llevara a cabo. Los brazos del cadáver lo agarraron de golpe y su corpulencia, mucho más inmensa por el peso de los parásitos, lo hizo caer de rodillas. El aliento salió de su boca en forma de aire inofensivo y antes de que hubiera podido tomar otra bocanada, le habían atrapado los brazos y se los habían retorcido hasta casi rompérselos a la espalda.
—Nunca le des la espalda a un hombre muerto —dijo Sartori cuando por fin mostró el rostro.
No había allí una expresión de triunfo, aunque había incapacitado a su enemigo con una rápida maniobra. Volvió sus ojos llenos de dolor hacia la hueste de peripeteria que había sido la horca de Godolphin y con el pulgar de la mano izquierda describió un círculo diminuto. Las bestezuelas siguieron su indicación al instante y apareció un movimiento en la nube.
—Yo soy más supersticioso que tú, hermano —dijo Sartori mientras se llevaba la mano a la espalda y tiraba la silla. El mueble no se quedó donde se había caído sino que rodó por la habitación como si el movimiento de arriba tuviera alguna correspondencia abajo—. Yo no voy a ponerte la mano encima —continuó Sartori—. Por si acaso hay alguna consecuencia para un hombre que le quita la vida a su hermano. —Levantó las palmas de las manos—. Mira, yo soy inocente —dijo mientras daba un paso atrás hacia las cortinas corridas—. Vas a morir porque el mundo se está derrumbando.
Mientras hablaba, el movimiento que rodeaba a Cortés aumentó cuando los peripeteria obedecieron la indicación de su invocador. Como individuos eran insustanciales pero en masa tenían una autoridad considerable. A medida que aumentaba la velocidad de sus giros, se generaba una corriente lo bastante fuerte para levantar por el aire la silla que Sartori había volcado. Se desclavaron de las paredes las lámparas, que se llevaron trozos de yeso con ellas; se arrancaron las manijas de las puertas y el resto de las sillas subieron en un arrebato para unirse a la tarantela y terminaron convertidas en astillas al estrellarte unas contra otras. Incluso la mesa, enorme como era, empezó a moverse. En el ojo de la tormenta, Cortés se debatió para liberarse del frío abrazo de Godolphin. Quizá lo hubiera hecho, si hubiera dispuesto de tiempo, pero el círculo y su carga de fragmentos se cerraron sobre él demasiado rápido.
Incapaz de protegerse, todo lo que podía hacer era inclinar la cabeza contra el granizo de madera, yeso y vidrio, el asalto le había arrebatado el aliento de golpe. Sólo una vez levantó los ojos para buscar a Sartori entre la tormenta. Su hermano permanecía pegado a la pared, la cabeza echada hacia atrás mientras contemplaba la ejecución. Si había algún sentimiento en su rostro, era el de un hombre ofendido por lo que veía, un cordero obligado a contemplar impotente cómo quedaba reducido a pulpa su compañero.
Al parecer no había oído la voz que se alzaba en el pasillo exterior, pero Cortés sí. Era Clem, que llamaba al maestro y golpeaba la puerta. A Cortés no le quedaban fuerzas para responder. Su cuerpo se encorvaba entre los brazos de Godolphin a medida que aumentaba la descarga y le golpeaba el cráneo, las costillas y los muslos. Clem, que Dios le bendijese, no necesitaba ninguna contestación. Se estrelló contra la puerta repetidas veces y la cerradura explotó de repente’haciendo que se abrieran las dos puertas a la vez.
Había más luz fuera que dentro, por supuesto, y del mismo modo que antes, la arrastraron a la habitación oscurecida a toda prisa y pasó rozando al asombrado Clem. Los peripeteria estaban tan desesperados como siempre por quedarse con una rebanada de luz y los remolinos de sus filas se sumieron en la confusión ante la aparición de la misma. Cortés sintió que se aflojaban los brazos que lo sostenían cuando los oviáceos que habían dado vida al cadáver de Godolphin dejaron su labor para unirse al tumulto. Con las energías de la habitación distraídas, los restos giratorios empezaron a perder impulso pero no antes de que un trozo de la mesa astillada golpeara una de las puertas abiertas y la arrancara de sus goznes. Clem vio venir la colisión y se apartó antes de que lo golpeara a él también al tiempo que su grito de alarma despertaba a Sartori.
Cortés miró a su hermano. Había abandonado toda pretensión de inocencia y estudiaba al extraño del pasillo con los ojos brillantes. Sin embargo no dejó el lugar que ocupaba ante la pared. Caía ahora una lluvia de escombros que salpicaba la habitación de un extremo a otro, y estaba claro que no tenía ningún deseo de meterse en ella. En lugar de eso, levantó el brazo para arrebatarle un uredo al ojo con la intención de derribara Clem antes de que pudiera intervenir otra vez.
La masa de Godolphin hacía doblarse a Cortés, pero este hizo un esfuerzo por incorporarse y gritarle al mismo tiempo una advertencia a Clem, que volvía a estar en el umbral. Clem oyó el grito y vio que Sartori se sacaba algo del ojo. Aunque no sabía lo que significaba ese gesto, se apresuró a defenderse y se agachó detrás de la puerta superviviente al tiempo que el golpe asesino volaba hacia él. En ese mismo instante, Cortés hacía un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie y arrojar lejos de sí el cuerpo de Godolphin. Le echó un rápido vistazo a Clem para asegurarse de que su amigo había sobrevivido y, al ver que así era, echó a andar hacia Sartori. Su cuerpo ya había recuperado el aliento y podría haber despachado con toda facilidad un pneuma contra su enemigo. Pero sus manos deseaban algo más que aire. Querían carne, querían hueso.
Sin preocuparse por los desechos que tenía tanto a los pies como cayéndole del aire, corrió hacia su hermano, que presintió que se acercaba y se giró. Cortés tuvo tiempo de ver en su cara una sonrisa salvaje, luego se lanzó sobre él. El impulso los tiró a los dos contra las cortinas. La ventana que Sartori tenía detrás se rompió en mil pedazos y la barra de encima se rompió y derribó la cortina.
Esta vez la luz que llenó la habitación fue una llamarada y cayó directamente sobre el rostro de Cortés. El maestro quedó cegado por un momento pero su cuerpo todavía sabía lo que tenía que hacer. Empujó a su hermano hacia el alféizar y lo levantó para tirarlo. Sartori estiró una mano para buscar algo a lo que aferrarse y se agarró a la cortina caída, pero sus pliegues no le sirvieron de mucho. La tela se rasgó cuando cayó hacia atrás y su cuerpo salvó el alféizar con la ayuda de los brazos de su hermano. Aun entonces luchó para evitar la caída pero Cortés no le dio cuartel. Sartori agitó los brazos por un momento, buscando algo en el aire. Luego desapareció de las manos de Cortés y su grito con él, cayó, abajo, sin retorno.
Cortés no vio la caída y se alegró de ello. Sólo cuando se detuvo el grito se apartó de la ventana y se cubrió el rostro mientras el círculo del sol resplandecía con un color azul, verde y rojo tras sus párpados. Cuando por fin abrió los ojos, fue para ver la devastación. Lo único que quedaba entero en la habitación era Clem y hasta él estaba maltrecho. Se había levantado del suelo y contemplaba a los oviáceos, que habían luchado con tanta vehemencia por un trozo de luz y se habían marchitado por un exceso de la misma. Su materia compuesta de unas escaras deslucidas, sus saltos y vuelos reducidos a un miserable arrastrarse para apartarse de la ventana.
—He visto zurullos más bonitos —comentó Clem.
Luego empezó a dar vueltas por la habitación y a tirar de todas las cortinas, el polvo que levantaba convertía al sol en algo sólido al entrar y no dejaba que a los peripeteria les quedara sombra alguna en la que refugiarse.
—Taylor está aquí —dijo cuando terminó el trabajo.
—¿En el sol?
—Mejor que eso —respondió Clem—. En mi cabeza. Pensamos que necesitas unos ángeles guardianes, maestro.
—Yo también —dijo Cortés—. Gracias. A los dos.
Se volvió hacia la ventana y miró al yermo en el que había caído Sartori. No esperaba ver allí un cuerpo y no lo vio. Sartori no había sobrevivido todos aquellos años como Autarca sin encontrar cien lances que le protegiesen el pellejo.
Se encontraron a Lunes, que había oído romperse la ventana por encima de su cabeza y subía las escaleras cuando ellos bajaban.
—Pensé que la había espichado, jefe —dijo.
—Casi —fue la respuesta.
—¿Qué hacemos con Godolphin? —dijo Clem cuando el trío comenzó el descenso.
—No hace falta que hagamos nada —dijo Cortés—. Hay una ventana abierta.
—No creo que vaya a volar a ninguna parte.
—No, pero los pájaros pueden llegar hasta él —dijo Cortés con ligereza—. Mejor engordar a los pájaros que a los gusanos.
—Eso tiene un cierto sentido malsano, supongo —dijo Clem.
—¿Y cómo está Celestine? —le preguntó Cortés al muchacho.
—Está en el coche, toda envuelta y sin decir mucho. Creo que no le gusta el sol.
—Después de doscientos años en la oscuridad, no me sorprende. La pondremos cómoda una vez que lleguemos a la calle Gamut. Es una gran dama, caballeros. Y también es mi madre.
—Así que es de ahí de dónde has sacado esa terquedad —comentó Tay.
—¿Es segura esa casa a la que vamos? —preguntó Lunes.
—Si te refieres a cómo evitamos que entre Sartori, no creo que podamos.
Habían llegado al vestíbulo, que estaba tan lleno de sol como siempre.
—¿Entonces qué crees que va a hacer el muy hijo de puta? —se preguntó Clem.
—No va a volver aquí, de eso estoy seguro —dijo Cortés—. Creo que vagará por la ciudad un tiempo. Pero antes o después algo lo empujará a volver al lugar al que pertenece.
—¿Que es dónde?
Cortés abrió los brazos.
—Aquí —dijo.