Capítulo 13

1

Las responsabilidades de Clem habían terminado por esa noche. Llevaba fuera desde las siete de la tarde anterior ocupándose de los mismos asuntos que lo llevaban a salir cada día: el pastoreo de aquellos sin techo de la ciudad demasiado frágiles o demasiado jóvenes para sobrevivir durante mucho tiempo en las calles con sólo cemento o cartón como lecho. El solsticio de verano estaba a sólo dos días y las horas de oscuridad eran cortas y relativamente cálidas pero había otros depredadores además del frío que se alimentaban de los débiles (todos humanos) y la tarea de negarles sus presas le ocupaba las horas vacías que seguían a la medianoche y lo dejaba, como ahora, agotado pero demasiado lleno de sensaciones para apoyar la cabeza y dormir. Había visto más miseria humana en los tres meses que llevaba trabajando con los sin techo que en las cuatro décadas precedentes. La gente vivía sumida en la más extrema privación a tiro de piedra de los símbolos más llamativos de la justicia, la fe y la democracia de la ciudad: sin dinero, sin esperanza y muchos (y estos eran los casos más tristes) sin que les restara mucha cordura. Cuando volvía a casa tras estas marchas nocturnas, con el vacío que había dejado en él la desaparición de Taylor no lleno pero al menos olvidado durante un rato, era con expresiones de tal desesperación en la cabeza que la que encontraba en el espejo parecía casi alegre.

Esta noche, sin embargo, se entretuvo paseando por la oscura ciudad más tiempo del habitual. Una vez que saliera el sol sabía que tendría pocas posibilidades, o quizá ninguna, de dormir, pero el sueño carecía de importancia para él en este momento. Habían pasado dos días desde la visita que lo había enviado a la puerta de Judy con relatos sobre ángeles y desde entonces no había visto más indicios de la presencia de Taylor. Pero había otras señales, no en la casa sino aquí fuera, en las calles, de que reinaban poderes de los que su querido Taylor no era más que una dulce parte.

Había tenido prueba de ello hacía sólo un rato. Justo después de la medianoche un hombre llamado Tolland, al parecer muy temido entre las frágiles comunidades que se reunían para dormir bajo los puentes y en las estaciones de Westminster, se había vuelto loco en el Soho. Había herido a dos alcohólicos en un callejón, su único delito estar en su camino cuando montó en cólera. Clem no había presenciado nada de ello pero había llegado después del arresto de Tolland para ver si podía convencer y sacar del arroyo a algunos de aquellos cuyas camas y pertenencias habían quedado demolidas. Pero ninguno quería ir con él y en el curso de sus vanos intentos de persuasión, uno de tantos, una mujer a la que nunca había visto sin lágrimas en el rostro hasta ahora, le había sonreído y le había dicho que aquella noche debería quedarse con ellos bajo el cielo abierto en lugar de ocultarse en su cama, porque iba a llegar el Señor y sería la gente que vivía en las calles quien primero Lo vería. Si no hubiera sido por la fugaz reaparición de Taylor en su vida, Clem habría desechado las jubilosas palabras de la mujer pero había demasiados imponderables en el aire para que él hiciera caso omiso del más leve indicador que podría llevarle a un milagro. Le había preguntado a la mujer qué Señor era este que venía y ella le había respondido, con bastante sensatez, que no importaba. ¿Por qué iba ella a preocuparse de qué Señor era, dijo, siempre que viniera?

Ahora faltaba una hora para el alba y él cruzaba con paso lento el puente de Waterloo porque había oído que el psicópata de Tolland solía ceñirse al South Bank y algo extraño debía de haber pasado para hacerle cruzar el río. Una pista muy tenue, desde luego, pero suficiente para que Clem siguiera caminando, aunque el hogar y la almohada se hallaban en dirección contraria.

Los búnkeres de cemento del complejo del South Bank había sido una de las bêtes grises favoritas de Taylor, que clamaba contra su fealdad siempre que surgía en la conversación el tema de la arquitectura contemporánea. La oscuridad ocultaba en estos instantes las fachadas grises y monótonas pero también convertía el laberinto de pasos subterráneos y pasarelas que los rodeaban en un terreno que nunca pisaría un burgués por temor a perder la vida o la cartera. Las últimas experiencias le habían enseñado a Clem a hacer caso omiso de tales inquietudes. Las madrigueras como esta solían contener individuos que más que agresivos habían sufrido agresiones, almas cuyos gritos eran métodos de defensa contra enemigos imaginarios y cuyas diatribas, por muy aterradoras que pudieran parecer al surgir de las sombras, en general terminaban en lágrimas.

De hecho, Clem no había oído ni un suspiro en las tinieblas mientras descendía del puente. La ciudad de cartón era visible allí donde las afueras se derramaban sobre la escasa luz que ofrecían las farolas pero la mayor parte yacía bajo el techo de las pasarelas, sin que nadie la viera y en absoluto silencio. Comenzó a sospechar que el lunático de Tolland no era el único inquilino que había abandonado su parcela para trasladarse al norte y, tras agacharse para asomarse a las cajas de las afueras, vio esa sospecha confirmada. Puso rumbo entonces hacia las sombras y sacó la linterna de bolsillo que llevaba para iluminarse el camino. Había los detritos habituales por el suelo: restos estropeados de comida, botellas rotas, manchas de vómito. Pero las cajas y las camas de periódicos y mantas mugrientas que contenían, estaban vacías. Con más curiosidad que nunca, siguió vagando entre la basura con la esperanza de encontrar aquí algún alma demasiado débil o demasiado loca para irse que pudiera explicar esta migración. Pero atravesó toda la ciudad sin encontrar ni un sólo ocupante y salió a lo que los arquitectos de este infierno de cemento habían diseñado como parque infantil. Todo lo que restaba de sus buenas intenciones eran los huesos mugrientos de un tobogán y un armazón de barras para los niños. El enlosado que había un poco más allá, sin embargo, estaba cubierto de color recién aplicado y al avanzar hacia aquel punto, Clem se encontró en medio de una exposición kitsch: toscas copias hechas con tiza de retratos de estrellas del cine y modelos dibujadas por todas partes a sus pies.

Pasó el haz de luz por el suelo en pos del rastro de imágenes. Lo llevaron hasta un muro, que también estaba decorado, pero por una mano muy diferente. Esto no era el trabajo de un simple copista. La imagen estaba hecha a una escala tan magnífica que Clem tuvo que llevar la linterna de un lado a otro para captar todo su esplendor. Al parecer un grupo de muralistas filántropos había decidido emprender la tarea de alegrar este inframundo y el resultado era un paisaje soñado: el cielo verde, con franjas de un color amarillo brillante y la planicie bajo ellas de color naranja y rojo. Dispuesta sobre las arenas, una ciudad amurallada con fantásticos chapiteles.

El haz de la linterna captó un destello en la pintura y Clem se acercó al muro para descubrir que los muralistas habían dejado su labor muy poco tiempo antes. Había trozos de pintura todavía pegajosos. Visto tan de cerca, la ejecución era informal en extremo, casi descuidada. No se habían utilizado más de media docena de marcas para sugerir la ciudad y sus torres y una única pincelada serpenteante mostraba la carretera que salía de las puertas de la ciudad. Al quitar el haz de luz de la imagen para iluminar el camino que tenía por delante, Clem comprendió la negligencia de los muralistas. Se habían dedicado a trabajar en todos los muros disponibles y habían creado todo un desfile de imágenes de brillantes colores, muchas de las cuales eran mucho más extrañas que el paisaje del cielo verde. A la izquierda de Clem había un hombre cuya cabeza eran dos manos formando un óvalo, un rayo saltaba entre sus palmas; y a su derecha una familia de tipos raros con pelo en la cara. Un poco más adelante había otra escena alpina, convertida en fantástica con la adición de varias mujeres desnudas flotando sobre las nieves; más allá, una estepa salpicada de cráneos con un tren lejano eructando humo contra un cielo deslumbrante, y tras eso una isla colocada en el medio de un mar alterado por una única ola en cuya espuma se podía descubrir un rostro. Todo pintado con el mismo apresuramiento apasionado que el primer mural, un hecho que le prestaba la urgencia de los esbozos y contribuía a su poder. Quizá era el agotamiento o simplemente el insólito marco de esta exhibición pero Clem se encontró con que aquellas imágenes lo conmovían de una forma extraña. No había nada obsequioso ni sentimental en lo que mostraban. No eran más que vistazos al interior de las mentes de completos extraños y se entusiasmó al encontrar tales maravillas allí.

Con los ojos había seguido el viaje de las imágenes y había perdido todo sentido de la orientación, pero cuando apagó la linterna para buscar la farola, vio una pequeña hoguera que ardía un poco más adelante, y en lugar de cualquier otro faro, decidió dirigirse hacia allí. Los que habían hecho el fuego había ocupado un pequeño jardín sembrado en medio del cemento. Quizá en otro tiempo hubiera lucido un rosal o unos arbustos llenos de flores; bancos, quizá, dedicados a algún padre muerto de la ciudad. Pero ahora sólo quedaba un césped lamentable que apenas pintaba de verde el suelo del que surgía. Reunidos sobre él estaban los inquilinos de la ciudad de cartón, o una buena parte de ellos. La mayor parte estaban dormidos, envueltos en sus abrigos y mantas. Pero había cinco o seis despiertos, de pie, alrededor del fuego y pasándose un cigarrillo entre ellos mientras hablaban.

Un negro con rastas estaba agachado en un muro bajo, al lado de la verja del jardín y al ver a Clem, se levantó para proteger la entrada. Clem no se retiró. No se percibía ninguna amenaza visible en la postura del hombre, ni nada salvo tranquilidad en el jardín que tenía detrás. Los durmientes lo hacían en silencio, con sueños al parecer amables. Y los que debatían alrededor del fuego hablaban en susurros. Cuando reían, cosa que hacían de vez en cuando, no era el ruido duro y desesperado que Clem había oído entre estos clanes, sino algo más ligero.

—¿Y tú quién eres, tío? —le preguntó el negro.

—Me llamo Clem. Me he perdido.

—No da la impresión que hayas estado durmiendo por ahí, tío.

—No lo he hecho.

—¿Y por qué estás aquí?

—Como he dicho, me he perdido.

El hombre se encogió de hombros.

—La estación de Waterloo está en esa dirección —dijo mientras señalaba más o menos en la dirección de la que procedía Clem—. Pero vas a tener que esperar mucho por el primer tren. —Captó la mirada que Clem dirigió al jardín y dijo—: Lo siento, tío, pero no puedes entrar. Si tienes una cama, vete a ella.

Clem no se movió, sin embargo. Había algo en uno de los hombres de la hoguera que estaba de pie dándole la espalda a la verja que lo dejó clavado en el sitio.

—¿Quién es ese, el que está hablando ahora? —le preguntó al guardián.

El hombre se dio la vuelta y miró.

—Ése es el cortesano —dijo.

—¿El cortesano? —dijo Clem—. Querrás decir Cortés, seguro.

No había levantado la voz para nombrar al hombre pero las sílabas debieron de transmitirse por el aire tranquilo porque cuando salieron de los labios de Clem, el orador dejó de hablar y se dio la vuelta poco a poco hacia la verja. Con el fuego ardiendo detrás de él, era difícil distinguir sus rasgos pero Clem sabía que no había cometido un error. El hombre se volvió de nuevo hacia sus compañeros de debate y les dijo algo que Clem no captó. Luego abandonó la hoguera y bajó hasta la verja.

—¿Cortés? —dijo su visitante—. Soy Clem.

El negro se hizo a un lado y abrió la verja para dejar que el hombre al que había llamado cortesano saliera del jardín. Este se quedó allí y estudió al extraño.

—¿Te conozco? —le dijo. No había hostilidad en su tono pero tampoco había calidez—. Te conozco, ¿no es cierto?

—Sí, sí que me conoces, amigo mío —respondió Clem—. Me conoces.

Caminaron juntos por la orilla del río tras dejar a los durmientes y la hoguera tras ellos. Pronto quedaron claros los muchos cambios que había sufrido Cortés. Por supuesto no estaba en absoluto seguro de quién era pero había otros cambios que Clem presentía que eran más profundos todavía. Había una franqueza en su forma de hablar y en la expresión de su rostro que era por momentos inquietante y tranquilizadora. Algo del Cortés que Taylor y él habían conocido había desaparecido, quizá para siempre. Pero había algo que iba a ocupar su lugar y Clem quería estar allí cuando llegara: ser el ángel que protegiera ese tierno ser.

—¿Pintaste tú las imágenes? —le preguntó.

—Con mi amigo Lunes —dijo Cortés—. Las hicimos juntos.

—Jamás te había visto pintar nada como eso.

—Son lugares en los que he estado —le dijo Cortés—, y personas que he conocido. Empiezo a recuperarlas cuando tengo los colores. Pero es algo lento. Es tanto lo que llena mi cabeza… —Se llevó los dedos a la frente, que presentaba una serie de laceraciones mal curadas—. Me confunde. Me llamas Cortés pero tengo otros nombres.

—¿John Zacharias?

—Ése es uno. Luego hay un hombre en mí llamado Joseph Bellamy y otro llamado Michael Morrison, y uno llamado Almoth y uno llamado Fitzgerald y uno llamado Sartori. Al parecer todos son yo, Clem. Pero eso no es posible, ¿verdad? Le pregunté a Lunes, a Carol y al irlandés y dijeron que la gente tiene dos nombres, a veces tres, pero nunca diez.

—Quizá has vivido otras vidas, Cortés, y las estés recordando.

—Si eso es verdad, no quiero recordar. Duele demasiado. No puedo pensar con claridad. Quiero ser un hombre con una vida. Quiero saber dónde empiezo y dónde termino, en lugar de seguir y seguir sin parar.

—¿Por qué es eso tan terrible? —dijo Clem, que de verdad era incapaz de ver el horror de semejante expansión.

—Porque temo que no tendrá fin —respondió Cortés. Hablaba con firmeza, como un metafísico que hubiera llegado a un precipicio y describiera con calma el abismo que tenía a sus pies para aquellos que no podían (o no querían) estar allí con él—. Temo que estoy unido a todo lo demás —dijo—. Y entonces me voy a perder. Quiero ser este hombre o ese hombre pero no todos los hombres. Si soy todos, no soy nadie, ni nada.

Detuvo el paso constante y se volvió hacia Clem al tiempo que le ponía las manos en los hombros.

—¿Quién soy? —le dijo—. Sólo dímelo. Si me quieres, dímelo. ¿Quién soy?

—Eres mi amigo.

No era una respuesta muy elocuente pero era la única que Clem tenía. Cortés estudió el rostro de su compañero durante un minuto o más, como si quisiera comparar la potencia de este axioma con su miedo. Y poco a poco, mientras examinaba los rasgos de Clem, una sonrisa le tiró de las comisuras de la boca y unas lágrimas empezaron a brillarle en los ojos.

—Me ves, ¿no es cierto? —dijo en voz baja.

—Por supuesto que te veo.

—No me refiero a los ojos, me refiero a tu mente. Existo en tu cabeza.

—Claro como el cristal —dijo Clem.

Era más cierto ahora de lo que jamás lo había sido. Cortés asintió y su sonrisa se amplió.

—Otra persona intentó enseñarme eso mismo —dijo—. Pero no lo entendí. —Hizo una pausa y se sumió en sus reflexiones. Luego dijo—: No importa cómo me llame. Los nombres no son nada. Soy lo que soy en ti. —Deslizó los brazos alrededor de Clem y lo apretó contra sí—. Soy tu amigo.

Abrazó a Clem con fuerza, luego se apartó y las lágrimas empezaron a secarse.

—¿Quién me enseñó eso? —se preguntó.

—¿Judith, quizá?

Cortés sacudió la cabeza.

—Veo su rostro una y otra vez —dijo—. Pero no fue ella. Fue alguien que se fue.

—¿Fue Taylor? —dijo Clem—. ¿Recuerdas a Taylor?

—¿También me conocía?

—Te amaba.

—¿Dónde está ahora?

—Ésa es una historia completamente diferente.

—¿Lo es? —respondió Cortés—. ¿O todo es uno?

Siguieron caminando por la orilla del río, intercambiando preguntas y respuestas mientras andaban. A petición de Cortés, Clem le relató la historia de Taylor, desde su vida hasta su lecho de muerte, desde su lecho de muerte hasta la luz y Cortés, a su vez, le ofreció las pistas que tenía sobre la naturaleza del viaje del que había regresado. Aunque no podía recordar más que unos pocos detalles, sabía que, al contrario que Taylor, ese viaje no le había llevado a la claridad. Había perdido muchos amigos por el camino (sus nombres entremezclados con aquellos de las vidas que había vivido) y había visto las muertes de muchos otros. Pero también había presenciado las maravillas que había pintado en las paredes. Cielos sin sol cuya luz trémula era de color verde y dorado; un palacio de espejos, como Versalles; desiertos inmensos y misteriosos y catedrales de hielo llenas de campanas. Al escuchar los relatos del viajero, en los que los paisajes de mundos hasta ahora desconocidos se extendían en todas direcciones, Clem sintió que vacilaba la tranquilidad que había sentido al pensar en la noción de un yo sin fronteras que entraba en una aventura sin límites. Esas mismas divisiones de las que con tanta alegría había intentado apartar a Cortés al principio de su relato parecían ahora tentadoras. Pero eran una trampa y él lo sabía. Su consuelo al final lo asfixiaría y lo haría vacilar. Tenía que desprenderse de sus viejas y manidas formas de pensar si quería viajar junto a este hombre a lugares donde las almas muertas eran luz y el ser una función del pensamiento.

—¿Por qué has vuelto? —le preguntó a Cortés después de un rato.

—Ojalá lo supiera —respondió Cortés.

—Deberíamos ir a buscar a Judith. Creo que es posible que sepa más sobre esto que cualquiera de los dos.

—No quiero abandonar a estas personas, Clem. Me acogieron.

—Lo entiendo —dijo Clem—. Pero Cortés, ahora no pueden ayudarte. No entienden lo que está pasando.

—Y nosotros tampoco —le recordó Cortés—. Pero escucharon cuando les conté mi historia. Me vieron pintar y me hicieron preguntas y cuando les conté las visiones que tenía, no se burlaron de mí. —Se detuvo y señaló el río y los edificios del Parlamento—. Los legisladores vendrán pronto —dijo—. ¿Les confiarías lo que te acabo de contar? Si les dijéramos que los muertos vuelven en los rayos de sol y que hay mundos donde el cielo es verde y dorado, ¿qué dirían?

—Dirían que estábamos locos.

—Sí. Y nos tirarían al arroyo con Lunes, Carol, el irlandés y todos los demás.

—No están en el arroyo porque tuvieran visiones, Cortés —dijo Clem—. Están ahí porque han sufrido abusos o se han maltratado a sí mismos.

—Lo que significa que no pueden cubrir su desesperación igual que los demás. No hay nada que los distraiga de su dolor. Así que se emborrachan y se vuelven locos y al día siguiente están incluso más perdidos que el día anterior. Pero aun así, yo preferiría confiar en ellos que en todos los obispos y ministros. Quizá estén desnudos, ¿pero no es esa una condición sagrada?

—Y también una muy vulnerable —señaló Clem—. No puedes arrastrarlos a esta guerra.

—¿Quién dijo que iba a haber una guerra?

—Judith —respondió Clem—. Pero incluso si ella no lo hubiera dicho, está en el aire.

—¿Sabe quién va a ser el enemigo?

—No. Pero la batalla será dura y si te importa esta gente, no los pondrás en primera línea. Estarán allí cuando la guerra termine.

Cortés lo sopesó durante unos minutos. Por fin dijo:

—Entonces serán los pacificadores.

—¿Por qué no? Pueden extender la buena nueva.

Cortés asintió.

—Eso me gusta —dijo—. Y a ellos también les gustará.

—¿Entonces vamos a buscar a Judith?

—Creo que sería lo más inteligente. Pero primero tengo que despedirme.

El día vino con ellos cuando volvieron sobre sus pasos por la orilla y para cuando llegaron al paso subterráneo, las sombras ya no eran negras sino de un color azul grisáceo. Algunos de los rayos habían encontrado el camino a través de los puentes y las barricadas de cemento y se iban acercando poco a poco al umbral del jardín.

—¿Dónde te habías ido? —dijo el irlandés, que había venido a recibir a su cortesano a la verja—. Pensamos que te habías escabullido.

—Quiero que conozcas a un amigo mío —dijo Cortés—. Este es Clem. Clem, este es el irlandés; esta es Carol y Benedict. ¿Dónde está Lunes?

—Dormido —dijo Benedict, el antiguo guardián.

—Clem es diminutivo de ¿qué? —preguntó Carol.

—Clement.

—Yo le he visto antes —dijo la mujer—. ¿Tú no traías sopa antes? La traías, ¿a que sí? Yo nunca me olvido de una cara.

Cortés abrió la marcha, atravesó la verja y entró en el jardín. La hoguera ya casi se había apagado pero había suficientes brasas para descongelar unos dedos helados. Se agachó al lado del fuego y hurgó en él con un palo para reavivar las llamas mientras le hacía un gesto a Clem para que viniera a calentarse. Pero Clem se detuvo en seco cuando empezaba a agacharse.

—¿Qué pasa? —dijo Cortés.

Los ojos de Clem abandonaron el fuego y se dirigieron a las formas envueltas en trapos que seguían dormitando a su alrededor: veinte o más, todavía perdidos en sus sueños, aunque la luz empezaba a deslizarse sobre ellos.

—Escucha —dijo.

Uno de los durmientes se estaba riendo, en voz tan baja que apenas se oía.

—¿Quién es? —dijo Cortés. El sonido era contagioso y trajo una sonrisa a su rostro.

—Es Taylor —dijo Clem.

—Aquí no hay nadie que se llame Taylor —respondió Benedict.

—Bueno, pues está aquí —le contestó Clem.

Cortés se levantó y examinó a los dormidos. En la otra esquina del jardín, Lunes yacía de espaldas, una manta le cubría apenas la ropa salpicada de pintura. Un rayo de luz de la mañana había encontrado su camino, recto y brillante, entre las columnas de cemento, se había acomodado sobre su pecho y le había atrapado la barbilla y los pálidos labios. Como si aquel color dorado le hiciera cosquillas, el joven se reía en sueños.

—Ése es el muchacho que hizo los cuadros conmigo —dijo Cortés.

—Lunes —recordó Clem.

—Eso es.

Clem se abrió camino con cuidado a través del dormitorio hasta llegar al lado del joven. Cortés lo siguió pero antes de que alcanzara al durmiente, la risa se desvaneció. La sonrisa de Lunes, sin embargo, permaneció en sus labios y el sol atrapó el vello rubio de su labio superior. No abrió los ojos pero cuando habló lo hizo como si fuera capaz de ver.

—Mírate, Cortés —dijo—. El viajero ha vuelto. No, estoy impresionado, de verdad.

No era del todo la voz de Taylor (la forma de la laringe tenía veinte años menos) pero la candencia era suya, así como aquella calidez llena de malicia.

—Clem te dijo que andaba por aquí, he de suponer.

—Por supuesto —dijo Clem.

—Tiempos extraños, ¿eh? Yo siempre decía que había nacido en la época equivocada pero al parecer he muerto en la adecuada. Tanto que ganar, tanto que perder.

—¿Por dónde empiezo? —dijo Cortés.

—Tú eres el maestro, Cortés, no yo.

—¿Maestro, eso es lo que soy?

—Todavía está recordando, Tay —explicó Clem.

—Bueno, pues debería darse prisa —dijo Taylor—. Ya has tenido tus vacaciones, Cortés. Ahora tienes unas cuantas curaciones que hacer. Hay un vacío de mil demonios esperando llevarnos a todos si la jodes. Y si viene —la sonrisa desapareció del rostro de Lunes—, si viene, ya no habrá más espíritus en la luz porque no habrá ninguna luz. ¿Dónde está tu secuaz, por cierto?

—¿Quién?

—El místico.

El aliento de Cortés se aceleró.

—Lo perdiste una vez y yo fui a buscarlo. Y además lo encontré, lloraba a sus hijos. ¿No te acuerdas?

—¿Quién era? —preguntó Clem.

—No lo conociste —dijo Taylor—. Si lo hubieras conocido, lo recordarías.

—No creo que Cortés se acuerde —dijo Clem al mirar el rostro desazonado del maestro.

—Oh, el místico está ahí dentro, en alguna parte —dijo Taylor—. Una vez visto, nunca olvidado. Vamos, Cortés. Di su nombre por mí. Lo tienes en la punta de la lengua.

El rostro de Cortés adquirió una expresión dolorida.

—Es el amor de tu vida, Cortés —dijo Taylor empujándolo con suavidad—. Di su nombre. Atrévete. Di su nombre.

Cortés frunció el ceño y vocalizó en silencio pero al final, su garganta liberó a su rehén.

—Pai… —murmuró.

Taylor sonrió a través del rostro de Lunes.

—¿Sí…?

—Pai’oh’pah.

—¿Qué te dije? Una vez visto, nunca olvidado.

Cortés dijo el nombre una y otra vez, lo respiraba como si las sílabas fuesen un conjuro. Luego se volvió hacia Clem.

—La lección que nunca aprendí —dijo—. Era de Pai.

—¿Dónde está el místico ahora? —preguntó Taylor—. ¿Tienes idea?

Cortés se puso en cuclillas al lado del anfitrión dormido de Tay.

—Se fue —dijo mientras cerraba las manos alrededor del rayo de sol.

—No hagas eso —dijo Taylor en voz baja—. Así sólo coges la oscuridad. —Cortés abrió de nuevo la mano y dejó que la luz se posara sobre su palma—. ¿Dices que el místico se ha ido? —continuó Tay—. ¿Dónde, por el amor de Dios? ¿Cómo puedes perderlo dos veces?

—Entró en el Primer Dominio —respondió Cortés—. Murió y se fue a donde yo no podía seguirlo.

—Siento oír eso.

—Pero lo volveré a ver, cuando haya terminado mi trabajo —dijo Cortés.

—Por fin llegamos a eso —dijo Tay.

—Soy el Reconciliador —dijo Cortés—. He venido a abrir los Dominios…

—Así es, maestro —dijo Tay.

—… la noche del Solsticio de Verano.

—Pues vas con el tiempo justo —dijo Clem—. Es mañana.

—Se puede hacer —dijo Cortés mientras se volvía a poner en pie—. Ya sé quién soy. Ya no me puede hacer daño.

—¿Quién? —preguntó Clem.

—Mi enemigo —respondió Cortés mientras volvía el rostro hacia la luz—. Yo mismo.

2

Después de sólo unos días en esta ciudad ese enemigo, el antiguo autarca Sartori, había empezado a anhelar los lánguidos amaneceres y los elegiacos atardeceres del Dominio que había abandonado. El día llegaba demasiado deprisa en general y se apagaba con la misma presteza. Eso tendría que cambiar. Entre sus planes para la Nueva Yzordderrex habría un palacio hecho de espejos y de cristal convertido en posesivo por los lances, un palacio que conservase la gloria de estos vagos amaneceres y la prolongase de tal forma que se encontraran con el fulgor del atardecer que se acercaba desde la dirección contraria. Entonces quizá fuera feliz aquí.

Sabía que la resistencia no sería mucha cuando comenzase a tomar el Quinto, a juzgar por la facilidad con la que los miembros de la Tabula Rasa habían sucumbido ante él. Todos salvo uno estaban muertos a estas horas, arrinconados en sus madrigueras como alimañas rabiosas. Ni uno sólo lo había detenido más allá de unos minutos; habían entregado sus vidas con rapidez, con pocos sollozos y aún menos plegarias. No le sorprendía. Sus ancestros habían sido hombres resueltos pero hasta la sangre más mordaz se licuaba a lo largo de las generaciones y los hijos de sus hijos de sus hijos (y así sucesivamente) eran cobardes sin fe.

La única sorpresa que le había deparado este Dominio, y fue una dulce sorpresa, había sido la mujer a cuya cama volvía: la incomparable y eterna Judith. La primera vez que la había saboreado había sido en los aposentos de Quaisoir cuando, al confundirla con la mujer con la que se había casado, le había hecho el amor en la cama de los velos. Sólo más tarde, mientras se preparaba para abandonar Yzordderrex, le había informado Rosengarten de la mutilación de Quaisoir para luego continuar dándole noticia de la presencia de una doppelgánger en los pasillos del palacio. Ese informe había sido el último de Rosengarten en su calidad de leal comandante. Cuando, unos minutos después, se le había ordenado unirse a su Autarca en el viaje al Quinto, se había negado de forma incondicional. El Segundo era su hogar, dijo e Yzordderrex su orgullo, y si iba a morir, entonces quería que fuera bajo los ojos del cometa. Por muy tentado que se sintiera de castigar al hombre por abandono de sus responsabilidades, Sartori no sentía ningún deseo de entrar en su nuevo mundo con sangre en las manos. Había dejado irse a aquel hombre y había partido rumbo al Quinto creyendo que la mujer a la que había hecho el amor en el lecho de Quaisoir quedaba en algún lugar de la ciudad que dejaba n sus espaldas. Pero no bien había adoptado la máscara de la vida de su hermano cuando la volvió a encontrar en el jardín de flores sin aroma de Klein.

Jamás había hecho caso omiso de los augurios, fueran buenos o malos. Y la reaparición de Judith en su vida era una señal de que debían estar juntos y parecía que ella, aun de forma inconsciente, sentía lo mismo. Aquí estaba la mujer por cuyo amor había dado comienzo todo este lamentable catálogo de muerte y desolación y en su compañía él se sentía renovado, como si al verla sus células recordaran al ser que él había sido antes de su caída. Se le ofrecía una segunda oportunidad, la ocasión de comenzar de nuevo con la criatura que había amado y construir un imperio que borraría todo recuerdo de su anterior fracaso. Había tenido prueba de su compatibilidad cuando habían hecho el amor. Un engarce más perfecto de impulsos eróticos apenas podría habérselo imaginado. Y después, había salido a la ciudad para llevar a cabo los asesinatos con más vigor que nunca.

Haría falta tiempo, por supuesto, para persuadirla de que este era un matrimonio decretado por el destino. Ella creía que él era su otro yo y se mostraría vengativa cuando la desengañara y expusiera la ficción. Pero con el tiempo la convencería. Tenía que hacerlo. Tenía indicaciones, incluso en esta alegre ciudad, de cosas intolerables: susurros de olvido que hacían atractivo incluso al más repugnante oviáceo que alguna vez hubiera sacado de allí. Judith podría salvarlo de todo eso, lamerle el sudor y mecerlo hasta que se durmiera. No temía que lo rechazara. Tenía sobre ella un derecho que haría que la mujer dejara de lado cualquier sutileza moral: su hijo, engendrado en su cuerpo dos noches antes.

Su primogénito. Aunque Quaisoir y él habían intentado muchas veces fundar una dinastía, su esposa había abortado repetidas veces y luego había corrompido su cuerpo con tanto kreauchee que se había negado a producir otro óvulo. Pero esta Judith era una maravilla. No sólo había hecho el amor de una forma incomparable con él, sino que había un fruto de esa cópula. Y cuando llegara el momento de decírselo (una vez que hubiera muerto el pesado de Oscar Godolphin), ella vería la perfección de aquella unión y también la sentiría, dándole pataditas en el útero.

3

Jude no había dormido, esperaba el retorno de Cortés tras otra noche de vagabundeos. El llamamiento que le había hecho Celestine era demasiado pesado para permitirle dormir; quería pronunciarlo y terminar, para poder apartar de su mente a aquella mujer. Y tampoco quería estar inconsciente cuando él volviera. La idea de que entrara y la viera dormir, que habría sido reconfortante dos noches antes, ahora la inquietaba. Él era el que había chupado el huevo, y el que lo había robado. Cuando ella hubiera recuperado su posesión y él se hubiera ido a Highgate, entonces descansaría, pero no antes.

El día empezaba a surgir cuando él volvió al fin pero no había suficiente luz para que Jude pudiera leer mucho en su rostro hasta que estuvo a sólo unos metros de ella y para entonces ya estaba envuelto en sonrisas. La riñó con cariño por esperarlo levantada. No había necesidad, le dijo, estaba a salvo. Pero ahí cesaron los cumplidos. Percibió la inquietud de su amante y quiso saber qué pasaba.

—He ido a la torre de Roxborough —le dijo ella.

—No sola, espero. No se puede confiar en esa gente.

—Me llevé a Oscar.

—¿Y cómo está Oscar?

Jude no estaba de humor para dulcificar las cosas.

—Está muerto —dijo.

Él pareció entristecerse de verdad al oírlo.

—¿Cómo ocurrió? —le preguntó.

—No importa.

—A mí sí —insistió él—. Por favor. Quiero saberlo.

—Dowd estaba allí. Mató a Godolphin.

—¿Te hizo daño a ti?

—No. Lo intentó. Pero no.

—No deberías haber subido allí sin mí. ¿Cómo demonios se te ocurrió? Se lo dijo, con tanta sencillez como supo.

—Roxborough tenía una prisionera —dijo—. Una mujer que había enterrado bajo la torre.

—Se guardó esa pequeña perversión para sí —fue la respuesta. Jude pensó que había incluso cierta admiración en su tono pero luchó contra la tentación de acusarlo—. Así que fuiste a desenterrar los huesos, ¿no?

—Fui a liberarla.

Jude había captado ahora toda su atención.

—No te sigo.

—No está muerta.

—Así que no es humana. —El hombre esbozó una sonrisita seca—. ¿Y qué estaba haciendo Roxborough ahí arriba? ¿Resucitando lacras?

—No sé lo que son lacras.

—Son putas etéreas.

—Eso no describe a Celestine. —Jude lanzó el cebo del nombre pero su compañero no lo mordió—. Es humana. O al menos lo era.

—¿Y qué es ahora? Jude se encogió de hombros.

—Otra… cosa. No sé muy bien qué. Pero es muy poderosa. Estuvo a punto de matar a Dowd.

—¿Por qué?

—Creo que será mejor que lo oigas de sus labios.

—¿Y por qué querría yo hacerlo? —dijo él con ligereza.

—Quiere verte. Dice que te conoce.

—¿De veras? ¿Y dijo de qué?

—No. Pero me dijo que te mencionara a Nisi Nirvana. Él se echó a reír al oír el nombre.

—¿Significa algo para ti? —dijo Jude.

—Sí, por supuesto. Es un cuento para niños. ¿No lo conoces?

—No.

Y en el momento mismo de decirlo, Judith supo por qué pero fue él el que lo expresó en voz alta.

—Por supuesto que no la conoces —dijo—. Tú nunca fuiste niña, ¿verdad?

La joven estudió el rostro masculino, ojalá tuviera la certeza de que él pretendía con eso ser cruel, pero seguía sin saber a ciencia cierta si la indelicadeza que había percibido en él, y que ahora volvía a percibir, era una ingenuidad recién adquirida u otra cosa.

—¿Entonces irás a verla?

—¿Por qué debería ir? No la conozco.

—Pero ella te conoce a ti.

—¿Qué es esto? —dijo él—. ¿Estás intentando encasquetarme a otra mujer?

El hombre dio un paso hacia ella y aunque la joven intentó ocultar la reticencia que le inspiraba el contacto con él, fracasó.

—Judith —dijo él—. Te juro que no conozco a esa tal Celestine. Es en ti en quien pienso cuando no estoy aquí…

—No quiero hablar de eso ahora.

—¿Qué sospechas que he hecho? —le dijo él—. Nada, te lo juro. —Se llevó ambas manos al pecho—. Me estás haciendo daño, Judith. No sé si eso es lo que quieres pero así es. Me estás haciendo daño.

—Y esa es toda una nueva experiencia para ti, ¿no es así?

—¿De eso se trata? ¿De una educación sentimental? Si es así, te lo ruego, no me atormentes ahora. Tenemos demasiados enemigos para pelearnos entre nosotros.

—No me estoy peleando. No quiero pelear.

—Bien —dijo él al tiempo que abría los brazos—. Entonces ven aquí.

La joven no se movió.

—Judith.

—Quiero que vayas a ver a Celestine. Le prometí que te encontraría y me dejarás por mentirosa si no vas.

—De acuerdo, iré —dijo él—. Pero pienso volver, amor, puedes contar con eso. No sé quién es ni el aspecto que tiene, pero es a ti a quien deseo. —Hizo una pausa—. Ahora más que nunca —le dijo.

Judith sabía que él quería que le preguntara por qué y durante diez segundos enteros guardó silencio para no darle esa satisfacción. Pero la expresión de su rostro estaba tan llena de confianza que no pudo evitar que la curiosidad le pusiera la pregunta en la lengua.

—¿Por qué ahora? —le preguntó.

—No iba a decírtelo todavía…

—¿Decirme qué?

—Vamos a tener un hijo, Judith.

La mujer se lo quedó mirando, esperaba alguna explicación más: que había encontrado un huérfano en la calle o que se iba a traer a una criatura de los Dominios. Pero no era eso lo que él quería decir, en absoluto y las palpitaciones de su corazón lo sabían. El se refería a un hijo nacido del acto que habían realizado: una consecuencia.

—Será mi primer hijo —dijo él—. El tuyo también, ¿sí?

Quiso llamarlo mentiroso. ¿Cómo podía saberlo él cuando ella no lo sabía? Pero parecía bastante seguro de los datos que tenía.

—Ese niño será un profeta —le dijo él—. Ya lo verás.

Ya lo había visto, comprendió Judith. Había penetrado en su diminuta vida cuando el huevo había hundido su conciencia en su propio cuerpo. Lo había visto con ese espíritu que todo lo conmovía: una ciudad en la selva y aguas vivas; Cortés, herido, que venía a coger el huevo de unos dedos diminutos. ¿Había sido esa quizá la primera de sus profecías?

—Hicimos el amor de una forma que ningún otro ser en este Dominio podría hacer —estaba diciendo Cortés—. El niño se engendró en ese momento.

—¿Sabías lo que estabas haciendo?

—Tenía mis esperanzas.

—¿Y yo no tenía nada que decir en este asunto? Soy un simple útero, ¿no es cierto?

—No fue así.

—¡Un simple útero con patas!

—Lo estás convirtiendo en algo grotesco.

—Es que es grotesco.

—¿Qué estás diciendo? ¿Acaso algo que hemos hecho nosotros puede ser menos que perfecto? —Hablaba con un celo casi religioso—. Estoy cambiando, cielo. Estoy descubriendo lo que es amar, mimar y planear el futuro. ¿Ves cómo me estás convirtiendo?

—¿En qué? ¿El gran amante se convierte en el gran padre? ¿Otro día, otro Cortés?

Dio la sensación de que el hombre tenía la respuesta en la punta de la lengua pero decidió contenerla.

—Sabemos lo que significamos el uno para el otro —dijo—. Debería haber una prueba de eso. Judith, por favor… —Los brazos masculinos seguían abiertos pero ella se negó a refugiarse en ellos—. Cuando vine aquí dije que cometería errores y te pedí que me perdonaras si así era. Y ahora te lo vuelvo a pedir.

Judith inclinó la cabeza y la sacudió.

—Vete —le dijo.

—Iré a ver a esa mujer si tú quieres. Pero antes de irme, quiero que me jures algo. Quiero que jures que no vas a intentar hacer daño a lo que llevas dentro.

—Vete al infierno. No es por mí. Ni siquiera es por el niño. Es por ti. Si fueras a sufrir algún daño por algo que yo he hecho, mi vida no merecería vivirse.

—No voy a cortarme las venas, si es eso lo que piensas.

—No es eso.

—¿Entonces qué?

—Si intentas abortar al niño, no se va a ir así como así. Tiene nuestra resolución, tiene nuestra fuerza. Luchará por su vida y quizá se lleve la tuya en el proceso. ¿Entiendes lo que te digo? —La joven se estremeció—. Dime algo.

—No tengo nada que decirte que quieras oír. Vete a hablar con Celestine.

—¿Por qué no vienes conmigo?

—Tú… sólo… vete.

La mujer levantó la cabeza. El sol había encontrado el muro que su compañero tenía detrás y lo estaba celebrando. Pero el hombre permanecía en las sombras. A pesar de todos sus grandes propósitos, todavía estaba hecho para ser un fugitivo: un mentiroso y un fraude.

—Quiero volver —dijo él.

Ella no respondió.

—Si no estás aquí, sabré lo que quieres de mí.

Sin otra palabra se dirigió a la puerta, la abrió y salió. Sólo cuando oyó cerrarse de golpe la puerta principal, Judith salió de su estupor y se dio cuenta de que se había llevado el huevo con él. Pero como todos los amantes de espejos, era muy aficionado a la simetría y era probable que le gustarse tener ese trozo de ella en el bolsillo sabiendo que ella tenía un trozo de él en un lugar todavía más profundo.