Capítulo 10

1

Aunque el recuerdo que tenía Jude de la noche antes era muy vivo, no recordaba que ella o Cortés hubieran descolgado el teléfono y no fue hasta las nueve y media de la mañana siguiente, cuando decidió llamar a Clem, cuando se dio cuenta de que uno de los dos lo había hecho. Devolvió el auricular a su sitio y sólo para que el teléfono sonara segundos después. Al otro lado de la línea había una voz que ya casi había renunciado a oír: Oscar. Al principio pensó que estaba sin aliento pero después de unas cuantas frases vacilantes se dio cuenta de que los jadeos del hombre eran sollozos a duras penas suprimidos.

—¿Dónde has estado, cariño mío? No he dejado de llamar desde que recibí tu nota. Creí que estabas muerta.

—El teléfono estaba descolgado, eso es todo. ¿Dónde estás?

—En la casa. ¿Querrás venir? Por favor. ¡Te necesito aquí! —Hablaba con la voz cada vez más aterrada, como si ella estuviera puntuando sus ruegos con negativas—. No tenemos mucho tiempo.

—Por supuesto que voy —le dijo Jude.

—Ahora —insistió él—. Tienes que venir ahora.

Le dijo que estaría ante su puerta antes de una hora y el hombre le contestó que la estaría esperando. Retrasó la llamada a Clem y se puso un poco de maquillaje, luego salió. Aunque todavía no era ni media mañana, el sol ya calentaba con fuerza y mientras conducía recordó el monólogo al que los habían sometido a ella y a Cortés durante el viaje de vuelta de la finca. Monzones y olas de calor durante todo el verano, había predicho el agorero, ¡y cómo había disfrutado de sus profecías! Ella había pensado en aquel momento que tanto entusiasmo era absurdo, una mente mezquina que disfrutaba con fantasías apocalípticas. Pero ahora, después de la extraordinaria noche que había vivido con Cortés, se encontró preguntándose cómo podría lograrse que estas calles brillantes experimentasen los milagros de la medianoche anterior: despojadas de vehículos por una lluvia todopoderosa, luego ablandadas bajo el calor del sol de tal forma que la materia sólida fluyera como una melaza templada y que una ciudad dividida en lugares públicos y privados, en acaudalados ghettos y arroyos, se convirtiera en un continuo. ¿Era esto a lo que Cortés se había referido cuando había dicho que quería que ella compartiera su visión? Si era así, estaba lista para más.

Regent’s Park Road estaba más tranquila de lo habitual. No había niños jugando en la acera y aunque había sido un infierno abrirse paso entre el tráfico a sólo dos calles de aquí, no había vehículos aparcados en un kilómetro a la redonda de la casa. Permanecía aislada de todo, salvo de ella. No le hizo falta llamar. Incluso antes de poner el pie en el escalón de entrada, la puerta ya se había abierto y allí estaba Oscar, con aspecto preocupado, haciéndole un gesto para que entrara. Había respondido a la puerta con los ojos secos pero en cuanto la cerró y echó la llave y los cerrojos, la rodeó con los brazos y brotaron las lágrimas, grandes sollozos que sacudían todo su corpulento cuerpo. Una y otra vez le dijo cuánto la amaba, cuánto la echaba de menos y la necesitaba, ahora más que nunca. Jude lo abrazó y lo calmó lo mejor que pudo. Después de un momento, el hombre se controló y la acompañó hasta la cocina. Las luces ardían por toda la casa pero después del fuego del día, su contribución era amarillenta y no le favorecía mucho. Tenía el rostro muy pálido allí donde no lo decoloraban los cardenales, las manos estaban hinchadas y en carne viva. Había otras heridas, supuso ella, bajo las ropas sin planchar. Mientras lo contemplaba hacer el Earl Grey para los dos, la joven vio que un gesto de malestar le cruzaba la cara cuando se movía muy rápido. Su conversación, como es lógico, pronto giró alrededor de su despedida en el Retiro.

—Estaba seguro de que Dowd te rebanaría la garganta en cuanto llegarais a Yzordderrex.

—No me puso ni un dedo encima —dijo. Luego añadió—: Eso no es del todo verdad. Lo hizo más tarde. Pero cuando llegamos, estaba muy mal herido. —Hizo una pausa—. Como tú.

—Yo estaba en un estado bastante lamentable —dijo—. Quería seguirte pero apenas podía tenerme en pie. Volví aquí, cogí un arma, me lamí las heridas durante un tiempo y luego crucé. Pero para entonces tú ya te habías ido.

—¿Entonces me seguiste?

—Por supuesto. ¿Creías que te iba a dejar en Yzordderrex?

Oscar le colocó una gran taza de té delante y miel para endulzarla. Ella no solía mimarse así pero no había desayunado, así que puso las suficientes cucharadas de miel en el té para convertirlo en un jarabe aromático.

—Para cuando llegué a la casa de Pecador —continuó Oscar—, esta ya estaba vacía. Fuera había disturbios. No sabía por dónde empezar a buscarte. Fue una pesadilla.

—¿Sabes que derrocaron al Autarca?

—No, no lo sabía, pero no me sorprende. Cada Año Nuevo Pecador decía: Se va este año, se va este año. ¿Qué le ocurrió a Dowd, por cierto?

—Está muerto —respondió Jude con una pequeña sonrisa de satisfacción.

—¿Estás segura? Déjame que te diga que a los de su clase no es tan fácil matarlos, querida mía. Y te hablo por amarga experiencia.

—Decías…

—Sí. ¿Qué estaba diciendo?

—Que nos seguiste y encontraste la casa de Pecador vacía.

—Y media ciudad en llamas. —Suspiró—. Fue una tragedia, verla así. Toda esa destrucción sin sentido. La rebelión del proletariado. Oh, ya lo sé, debería estar celebrando la victoria de la democracia, ¿pero qué va a quedar? Mi preciosa Yzordderrex: escombros. La miré y dije: Esto es el final de una era, Oscar. Después de eso, todo será diferente. Más oscuro. —Levantó los ojos de la taza de té en la que los había clavado—. ¿Sobrevivió Pecador, lo sabes?

—Iba a irse con Hoi-Polloi. Supongo que sí. Vació el sótano.

—No, ese fui yo. Y me alegro de haberlo hecho.

Lanzó una mirada al alféizar de la ventana. Acurrucados entre varios cachivaches domésticos había una serie de figuras diminutas. Talismanes, supuso Jude, parte de la multitud que ocupaba el sótano de Pecador. Algunas miraban hacia la habitación, otras al exterior. Todas ellas eran pequeños paradigmas de la agresión, con expresiones francamente rabiosas en sus rostros pintados con colores chillones.

—Pero tú eres mi mejor protección —dijo él—. Sólo con tenerte aquí ya tengo la sensación de que tenemos alguna posibilidad de sobrevivir a este desastre. —Cubrió la mano de Jude con la suya—. Cuando recibí tu nota y supe que habías sobrevivido, comencé a tener alguna esperanza. Luego, claro, no pude localizarte y empecé a temer lo peor.

Jude levantó los ojos de la mano de él y vio en su atormentado rostro un parecido familiar que nunca antes había vislumbrado. Había un eco de Charlie en él, el Charlie de la residencia de Hampstead, sentado ante la ventana y hablando de cuerpos excavados bajo la lluvia.

—¿Por qué no viniste al piso? —le dijo ella.

—No podía irme de aquí.

—¿Tan malherido estás?

—No es lo que hay aquí lo que me retuvo —dijo él mientras se llevaba la mano al pecho—. Es lo que hay ahí fuera.

—¿Todavía crees que la Tabula Rasa va a venir a por ti?

—Dios, no. Ellos son la menor de nuestras preocupaciones. Por un momento pensé en avisar a uno o dos de ellos, de forma anónima, ya sabes. No a Shales o McGann, ni a ese idiota de Bloxham. Pueden arder en el infierno. Pero Lionel fue siempre muy amable, incluso cuando estaba sobrio. Y las damas. No me gusta la idea de tener sus muertes sobre mi conciencia.

—¿Entonces de quién te estás escondiendo?

—El hecho es que no lo sé —admitió él—. Veo imágenes en el cuenco y no consigo descifrarlas.

Jude se había olvidado del Cuenco de Boston con su contorno de piedras proféticas. Al parecer ahora Oscar estaba pendiente de cada uno de sus estertores.

—Algo ha cruzado desde los Dominios, cariño mío —dijo él—. Estoy seguro de ello. Lo vi venir detrás de ti. Intentaba asfixiarte…

Parecía que las lágrimas estaban a punto de abrumarlo de nuevo pero Jude lo tranquilizó dándole unas palmaditas en la mano como si fuera un anciano confuso.

—Nada va a hacerme daño —dijo ella—. He sobrevivido a demasiadas cosas en los últimos días.

—Tú nunca has visto un poder como este —le advirtió él—. Y tampoco el Quinto.

—Si vino de los Dominios, entonces es cosa del Autarca.

—Pareces muy segura.

—Porque sé quién es.

—Has estado escuchando a Pecador —dijo él—. Está lleno de teorías, cariño, pero no valen un carajo.

Su no tan leve condescendencia la irritó y quitó la mano de debajo de la de Oscar.

—Mi fuente es mucho más fiable que Pecador —le dijo.

—¿Oh? —El hombre se dio cuenta que la había ofendido y decidió complacerla—. ¿Y quién es?

—Quaisoir.

—¿Quaisoir? ¿Y cómo demonios llegaste a ella? —La sorpresa masculina parecía tan sincera como fingida había sido su complacencia.

—¿No se te ocurre ninguna idea? —le preguntó Jude—. ¿Es que Dowd no te habló nunca de los viejos tiempos?

La expresión de Oscar era ahora cauta, casi suspicaz.

—Dowd sirvió a generaciones de Godolphins —dijo ella—. Tenías que saberlo. Hasta al mismísimo chiflado de Joshua. De hecho, era la mano derecha de Joshua, su hombre, si es que hombre es la palabra.

—Era consciente de ello —dijo Oscar en voz baja.

—¿Entonces también sabías lo mío?

Su amigo no dijo nada.

—¿Lo sabías, Oscar?

—No te discutí con Dowd, si es a eso a lo que te refieres.

—¿Pero sabías por qué tú y Charlie me manteníais en la familia? Ahora fue él el que se ofendió e hizo una mueca ante la elección de palabras de la mujer.

—Eso es lo que fue, Oscar. Tú y Charlie, intercambiándome; sabíais que por fuerza debía quedarme con los Godolphin. Quizá me aleje durante un tiempo y tenga unos cuantos romances pero tarde o temprano vuelvo con la familia.

—Los dos te amamos —dijo él, su voz tan vacía como la mirada que ahora le ofrecía—. Créeme, ninguno de los dos entendíamos la política que había detrás. No nos importaba.

—Ah, ¿no me digas? —dijo ella, la duda quedaba patente en su voz.

—Todo lo que sé es que te quiero y es la única certeza que me queda en la vida.

Se sintió tentada a amargarle tanta sacarina contándole con todo lujo de detalles las conspiraciones que había tramado su familia contra ella, ¿pero de qué serviría? Era un hombre roto, encerrado en su casa por miedo a lo que el sol podría traerle al umbral. Las circunstancias ya lo habían deshecho. Cualquier otra cosa que hiciera ella sería a mala idea y aunque no dudaba que había mucho que despreciar en él (su forma de hablar sobre la venganza del proletariado había sido especialmente desagradable), había compartido con él demasiados momentos íntimos y la habían consolado demasiado como para ser cruel ahora. Además, tenía algo que comunicarle que sería un golpe más duro que cualquier acusación.

—No me voy a quedar, Oscar —dijo—. No he vuelto aquí para quedarme encerrada.

—Pero ahí fuera corres peligro —respondió él—. He visto lo que va a ocurrir. Está en el cuenco. ¿Quieres verlo por ti misma? —Se levantó—. Cambiarás de opinión.

La llevó por las escaleras hasta la habitación del tesoro sin dejar de hablar por el camino.

—El cuenco tiene vida propia desde que el poder entró en el Quinto. No hace falta que mire nadie, se limita a seguir repitiendo las mismas imágenes. Está aterrado. Sabe lo que va a ocurrir y está aterrado.

Jude lo oyó incluso antes de que llegaran a la puerta: un estrépito parecido al tamborileo del pedrisco sobre la tierra cocida por el sol.

—No creo que sea muy inteligente mirar durante mucho tiempo —le advirtió él—. Llega a ser hipnótico.

Y mientras lo decía, abrió la puerta. El cuenco estaba colocado en el medio del suelo, rodeado por un círculo de velas votivas cuyas llamas gordezuelas saltaban cuando el espectáculo que iluminaban agitaba el aire. Las piedras proféticas se movían como un enjambre de abejas furiosas dentro y por encima del cuenco que Oscar se había visto obligado a colocar dentro de un pequeño montículo de tierra para evitar que lo volcara su violencia. El aire olía a lo que él había llamado su pánico: un dolor amargo mezclado con el matiz metálico que se notaba antes del relámpago. Aunque el movimiento de las piedras era razonablemente contenido, Jude no se acercó demasiado por si una más picara encontraba el camino de salida de la danza y la golpeaba. A la velocidad que se movían, la más pequeña de ellas podría sacarle un ojo a cualquiera. Pero incluso desde lejos, con las estanterías y sus tesoros para distraerla, el movimiento de las piedras era arrollador. El resto de la habitación, Oscar incluido, se hizo insignificante cuando la atrajo el delirio.

—Quizá lleve un poco de tiempo —decía Oscar—. Pero las imágenes están ahí.

—Entiendo —dijo ella.

El Retiro ya había aparecido en el contorno borroso, la cúpula medio oculta detrás de la pantalla del bosquecillo. Su aparición fue breve. La torre de la Tabula Rasa ocupó su lugar un momento después, sólo para ser suplantada por un tercer edificio, bastante diferente de los dos que lo habían precedido salvo porque también estaba medio oculto por el follaje, en este caso de un único árbol plantado en la acera.

—¿Qué es esa casa? —le preguntó a Oscar.

—No lo sé, pero aparece una y otra vez. Está en algún lugar de Londres, de eso estoy convencido.

—¿Cómo puedes estar seguro?

El edificio era bastante corriente: tres plantas, fachada plana y, por lo que ella podía ver, casi en ruinas. Podría haberse levantado en cualquier ciudad del interior de Inglaterra, o de Europa en realidad.

—Londres es donde se va a cerrar el círculo —respondió Oscar—. Es donde todo empezó y es donde todo terminará.

El comentario le trajo ecos de otros: Dowd ante el muro de la Colina del Pálido, hablando de los círculos que dibujaba la historia; y Cortés y ella misma, apenas unas horas antes, devorándose hasta alcanzar la perfección.

—Ahí está otra vez —dijo Oscar.

La imagen de la casa se había apagado por un instante pero ahora reaparecía, llena de luz. Vio que había alguien cerca del escalón de entrada con los brazos colgando a los costados y la cabeza echada hacia atrás, mirando al cielo, la resolución de la imagen no era demasiado buena y no pudo distinguir los rasgos. Quizá no era más que un adorador del sol anónimo pero lo dudaba. Cada detalle de este desfile tenía un significado. La imagen se volvió a deshacer y la escena del mediodía, con su reluciente follaje y su cielo prístino dio paso a una fuerza irresistible enturbiada por el humo, todo negro y gris.

—Aquí viene —oyó decir a Oscar.

Había formas en el humo, formas que se elevaban, marchitaban y caían en forma de ceniza pero su naturaleza desafiaba toda interpretación. Apenas consciente de lo que estaba haciendo, Jude dio un paso hacia el cuenco.

—No, cariño —dijo Oscar.

—¿Qué estamos viendo? —preguntó ella, que hizo caso omiso de su advertencia.

—El poder —dijo él—. Eso es lo que está entrando en el Quinto. O ya está aquí.

—Pero ese no es Sartori.

—¿Sartori? —dijo Oscar.

—El Autarca.

Oscar desafió su propia advertencia, acudió al lado de Jude y una vez más dijo:

—¿Sartori? ¿El maestro?

Su amiga no se volvió para mirarlo. La fuerza irresistible exigía toda su atención. Por mucho que odiara admitirlo, Oscar tenía razón al hablar de poderes inconmensurables. Esto no era obra de ningún agente humano. Era una fuerza de una magnitud extraordinaria que avanzaba sobre un paisaje que en un principio había pensado que estaba cubierto de hierba gris, pero que ahora se dio cuenta que era una ciudad, y aquellas frágiles cañas, edificios que se derrumbaban a medida que el poder quemaba sus cimientos y los derribaba.

No era extraño que Oscar temblara detrás de puertas cerradas con llave, era una visión aterradora, una visión para la que ella no estaba preparada. Por muy atroces que fueran los actos de Sartori, no era más que un tirano en una larga y vil historia de tiranos, hombres cuyo miedo a su propia fragilidad los convertía en monstruos. Pero esto era un horror de un orden muy distinto, por encima de cualquier cura que pudiera proporcionar la política o el envenenamiento: un poder inmenso e implacable capaz de llevarse por delante a todos los maestros y déspotas que habían tallado su nombre en la faz del mundo sin pararse a pensar siquiera en ello. Se preguntó si había desatado Sartori esta inmensidad. ¿Estaba tan perturbado que pensaba que podría sobrevivir a semejante devastación y construir su Nueva Yzordderrex sobre los escombros que dejaba atrás? ¿O era su locura más profunda todavía? ¿Era esta inmensa fuerza la verdadera ciudad con la que había soñado, una metrópolis de tormenta y humo que permanecería en pie hasta el Fin del Mundo porque ese era su verdadero nombre?

Una oscuridad total consumió la visión y Jude dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.

—No ha terminado —dijo Oscar con la voz cerca de su oído.

La oscuridad empezó a hacerse jirones en varios lugares y a través de las hendiduras, Jude vio una única figura echada sobre un suelo gris. Era ella, una representación tosca pero reconocible.

—Te lo advertí —dijo Oscar.

La oscuridad entre la que había aparecido esta imagen no se evaporó por completo, sino que persistió como una niebla y de ella surgió una segunda figura que se hundió al lado de la figura femenina. Jude supo antes de que se desarrollara la acción que Oscar había cometido un error al pensar que esto era una profecía de dolor. La sombra que había entre sus piernas no era ningún asesino. Era Cortés y esta escena estaba aquí, en la crónica del cuenco, porque el Reconciliador se elevaba como una señal de esperanza que contrarrestaba la desesperación que habían visto antes. Oyó gemir a Oscar cuando el amante de sombras estiró el brazo hacia ella, puso una mano entre sus piernas y luego se llevó el pie femenino a la boca para empezar a devorarla.

—Te está matando —dijo Oscar.

Visto desde lejos era una interpretación racional. Pero aquello no era la muerte, por supuesto, sino el amor. Y no era una profecía, era historia: el mismo acto que habían realizado la noche antes. Oscar lo estaba viendo como un niño que ve a sus padres hacer el amor y cree que se está cometiendo un acto de violencia en la cama marital. Pero ella se alegraba de su error, en cierto modo, ya que así le ahorraba el problema de explicarle esta cópula.

El Reconciliador y ella quedaron pronto entrelazados, los velos de la oscuridad asistían a su acto y profundizaban sus sombras confundidas de tal modo que los amantes se convirtieron en un único nudo que iba encogiéndose hasta que al final desaparecía del todo, dejando que las piedras siguieran tamborileando como una abstracción.

Era una conclusión extraña e íntima a la secuencia. Desde el templo, la torre y la casa hasta la tormenta la progresión había sido sombría, pero de la tormenta a esta visión de amor la secuencia era desde luego mucho más optimista: señal quizá de que la unión podría poner fin a la oscuridad que se había producido antes.

—Es todo lo que hay —dijo Oscar—. Sólo empieza otra vez desde aquí. Una y otra vez, como un círculo.

La mujer le dio la espalda al cuenco cuando el estrépito de las piedras, que se había callado al esbozar la escena de amor, volvió a elevarse.

—¿Ves el peligro que corres? —le dijo él.

—Creo que no soy más que una idea adicional —dijo Jude con la esperanza de alejarlo de un análisis de lo que se había representado.

—No, para mí no —respondió él al tiempo que la rodeaba con los brazos. A pesar de todas sus heridas, no era un hombre al que pudiera resistirse con facilidad—. Quiero protegerte —dijo—. Esa es mi obligación. Ahora me doy cuenta. Sé que te han tratado mal pero puedo compensarte por eso. Puedo tenerte aquí, sana y salva.

—¿Así que crees que podemos enterrarnos aquí y el Armagedón se limitará a pasar de largo?

—¿Tienes una idea mejor?

—Sí. Nos resistimos, a toda costa.

—No se pueden obtener victorias contra cosas como esa.

Jude oía tronar a las piedras tras ella y sabía que estaban dibujando de nuevo la tormenta.

—Al menos aquí tenemos alguna forma de defensa —continuó él—. Tengo guardianes espirituales en cada puerta y en cada ventana. ¿Has visto los de la cocina? Son los más diminutos.

—Todos varones, ¿verdad?

—¿Qué tiene eso que ver?

—No te van a proteger, Oscar.

—Son todo lo que tenemos.

—Quizá sean todo lo que tú tienes…

Jude se desprendió de sus brazos y se dirigió a la puerta. Oscar la siguió hasta el rellano, quería saber a qué se refería con eso y al fin, irritada por su cobardía, la joven se volvió hacia él.

—Has tenido un poder debajo de tus propias narices durante años.

—¿Qué poder? ¿Dónde?

—Sellado bajo la torre de Roxborough.

—¿De qué demonios estás hablando?

—¿No sabes quién es esa mujer?

—No —dijo él, ahora furioso—. Esto es una tontería.

—La he visto, Oscar.

—¿Cómo? Nadie salvo la Tabula Rasa entra en la torre.

—Podría enseñártela. Llevarte al lugar preciso.

Jude bajó el tono y estudió los rasgos angustiados y rubicundos de Oscar mientras hablaba.

—Creo que podría ser una especie de Diosa. He intentado sacarla dos veces pero he fracasado. Necesito ayuda. Necesito tu ayuda.

—Es imposible —dijo él—. La torre es una fortaleza, ahora más que nunca. Escúchame, esta casa es el único lugar seguro que queda en la ciudad. Sería un suicidio para mí salir de aquí.

—Entonces no hay más que hablar —dijo ella, no pensaba discutir más con alguien tan timorato. Empezó a bajar las escaleras sin hacer caso de sus llamadas, quería que esperara.

—No puedes dejarme —le dijo él como si aquello lo dejara perplejo—. Te quiero, ¿me oyes? te quiero.

—Hay cosas más importantes que el amor —respondió ella y mientras hablaba pensaba que era fácil decir eso con Cortés esperándola en casa. Pero también era cierto. Había visto esta ciudad derrumbada y sumida en el polvo Evitar eso era sin duda más importante que el amor, sobre todo la endeble variedad de Oscar.

—No te olvides de cerrar con llave cuando salga —le dijo al llegar al pie de las escaleras—. Nunca se sabe lo que va a venir a llamar a tu puerta.

2

De camino a casa se detuvo a hacer la compra, cosa que jamás había sido su tarea favorita pero que hoy se elevaba a la esfera de lo surrealista por el mal presentimiento que traía consigo. Aquí estaba ella, dedicándose a comprar artículos de primera necesidad mientras la imagen de una nube asesina daba vueltas en su cabeza. Pero la vida tenía que continuar, aun cuando el olvido esperara entre bastidores. Necesitaba leche, pan y papel higiénico; necesitaba desodorante y bolsas de la basura para cubrir el cubo de la cocina. Sólo en la ficción se hacía caso omiso de la ronda diaria de la vida para que los grandes acontecimientos pudieran ocupar el centro del escenario. Su cuerpo tendría hambre, se cansaría, sudaría y digeriría hasta que descendiera el sudario sobre ella. Había un consuelo especial en esa idea y aunque la oscuridad que se congregaba en el umbral de su mundo debería haberla distraído de las trivialidades, su presencia producía en realidad el efecto contrario. Fue más quisquillosa de lo habitual con el queso que compró y olió media docena de desodorantes antes de encontrar un aroma que la agradase.

Una vez hecha la compra, se dirigió a casa por calles atestadas con los asuntos de un día soleado mientras reflexionaba sobre el problema de Celestine por el camino. Estaba claro que Oscar no estaba dispuesto a ayudarla, así que tendría que buscar apoyo en otra parte y con su círculo de almas de confianza tan menguado, sólo le quedaba Clem y Cortés. El Reconciliador tenía su propio programa, claro está, pero después de las promesas de la noche anterior (el compromiso de estar con el otro y compartir temores y visiones), seguro que entendería la necesidad de ella de liberar a Celestine, aunque sólo fuera para poner fin al misterio. Decidió que le contaría todo lo que sabía sobre la prisionera de Roxborough en cuanto pudiera.

No estaba en casa cuando ella llegó, lo que no era tan sorprendente. Le había advertido que iba a tener un horario extraño mientras ponía las bases de la Reconciliación. Preparó algo de comer, luego decidió que no tenía apetito y se puso a despertarlo arreglando la habitación, que seguía sumida en el caos tras los acontecimientos nocturnos. Al ordenar las sábanas, descubrió un diminuto ocupante: la piedra azul (o, como ella prefería pensar, el huevo), que había estado en uno de los bolsillos de su destrozada ropa. Al verla se distrajo de su tarea y se sentó en el borde del colchón y empezó a pasarse el huevo de una mano a otra mientras se preguntaba si quizá podría llevarla, aunque fuera por un momento, a la celda donde estaba encerrada Celestine. Por supuesto había quedado muy reducida por culpa de los insectos de Dowd pero también cuando la descubrió en la caja fuerte de Estabrook no había sido más que un fragmento de una forma mayor y poseía cierta jurisdicción. ¿Seguiría teniéndola?

—Muéstrame a la Diosa —dijo aferrándose al huevo con fuerza—. Muéstrame a la Diosa.

Dicho así, con tanta sencillez, la noción de que su mente se alejara del mundo físico y volara parecía absurda. El mundo no funcionaba así salvo quizá alguna medianoche encantada. Ahora estaba en plena tarde y el ruido del día se colaba por la ventana abierta, pero no le apetecía ir a cerrarla. No podía alejar el mundo cada vez que quería alterar su conciencia. La calle y la gente que paseaba por ella (el polvo, el estrépito y el cielo estival), todo tenía que convertirse en parte del mecanismo de la trascendencia, o bien ella fracasaría como lo había hecho su hermana, atada y ciega mucho antes de que le sacaran los ojos.

Como acostumbraba a hacer, empezó a hablar consigo misma para intentar conseguir el milagro.

—Ya ha ocurrido antes —dijo—. Puede ocurrir otra vez. Ten paciencia, mujer.

Pero cuanto más tiempo permanecía sentada, más fuerte se hacía la sensación de su propia ridiculez. La imagen de su idiota devoción apareció en su cabeza. Allí estaba ella, sentada en la cama con los ojos clavados en un trozo de piedra muerta: estudio de la necedad.

—Idiota —se dijo.

De repente cansada, de todo aquel fiasco, se levantó de la cama. Pero al ponerse en pie se dio cuenta de su error. Su imaginación le mostró el movimiento como si fuera algo ajeno a ella, como si estuviese flotando cerca de la ventana. Sintió una repentina punzada de pánico y por segunda vez en el espacio de treinta segundos se llamó tonta, no por perder el tiempo con el huevo sino poíno darse cuenta que la imagen que había tomado como prueba de su fracaso, la de ella sentada esperando a que ocurriera algo, evidenciaba en realidad que algo había pasado. La vista la había abandonado con tanta sutileza que ella ni siquiera sabía que se había ido.

—La celda —le ordenó a su sutil ojo interior—. Muéstrame la celda de la Diosa.

Aunque estaba cerca de la ventana y podría haber volado desde allí, en lugar de eso, el ojo se elevó a una velocidad espeluznante hasta que miró hacia abajo y se vio desde el techo. Vio que su cuerpo se mecía bajo ella cuando el vuelo la mareó. Entonces su vista descendió. La parte superior de su cabeza surgió como un planeta bajo ella, luego se hundió en el cráneo y fue bajando sin detenerse hacia la oscuridad del cuerpo. Sintió su propio pánico por todas partes: el esfuerzo desesperado del corazón, los pulmones, que respiraban de forma superficial. No percibió la luminosidad que había encontrado en el cuerpo de Celestine, ni un indicio de aquel brillante color azul que la Diosa había compartido con la piedra. Sólo la oscuridad y su torbellino. Quería hacerle entender al huevo su error y sacar a su ojo interior de este pozo pero si sus labios estaban formando tales ruegos, cosa que dudaba, nada les hacía caso y continuó su caída, sin parar, como si su vista se hubiera convertido en una mota en un pozo y tuviera que caer durante horas sin llegar a sus entrañas.

Y entonces, bajo ella, un diminuto punto de luz que iba creciendo a medida que ella se acercaba para mostrarse no como un punto sino como una franja de rizada luminiscencia, como el glifo más puro imaginable. ¿Qué estaba haciendo eso en su interior? ¿Era alguna reliquia del oficio que la había creado, un fragmento del lance de Sartori, como la firma de Cortés oculta en las pinceladas de sus lienzos falsificados? Ahora estaba encima, o más bien, dentro, su brillo era un resplandor que la obligaba a guiñar el ojo interior.

Y de ese resplandor salían imágenes. ¡Y qué imágenes! Desconocía tanto su origen como su propósito pero eran lo bastante exquisitas como para hacerle perdonar el error de dirección que la había traído aquí en lugar de llevarla con Celestine. Parecía estar en una ciudad paradisiaca, medio cubierta de una flora gloriosa cuya profusión alimentaban unas aguas que se elevaban como arcos y columnatas por todas partes. Multitud de estrellas volaban sobre su cabeza y realizaban círculos perfectos en su cénit; unas brumas le rodeaban los tobillos y depositaban sus velos bajo sus pies para facilitarle el paso. Pasó por esta ciudad como una hija sagrada y fue a descansar en una gran habitación, muy espaciosa, donde el agua caía en cascadas en lugar de las puertas y la menor de las punzadas del sol producía un arco-iris. Allí se sentó y con estos ojos prestados vio su propio rostro y sus pechos, tan inmensos que podrían haberse esculpido en un templo, elevados sobre ella. ¿Le rezumaba leche de los pezones y estaba cantando una nana? Eso pensaba pero su atención abandonó demasiado pronto los pechos y el rostro para estar segura y su mirada se volvió hacia el otro extremo de la cámara. Había entrado alguien: un hombre, tan herido y desmejorado que al principio no lo reconoció. Fue sólo cuando ya casi estaba sobre ella cuando se dio cuenta de en qué compañía se encontraba. Era Cortés, sin afeitar y mal alimentado pero saludándola con lágrimas de alegría en los ojos. Si se intercambiaron palabras, ella no las oyó pero él cayó de rodillas delante de ella y la mirada de ella fue del rostro levantado del hombre a la efigie monumental que tenía ella detrás y que no era, después de todo, un objeto hecho de piedra pintada sino que era una visión hecha de carne viva que se movía, sollozaba e incluso bajaba los ojos para mirar a la devota que ella era.

Todo esto era bastante extraño pero habrían de suceder cosas más extrañas aún, cuando volvió a mirar a Cortés y lo vio sacar de una mano demasiado diminuta para ser la de ella la misma piedra que le había dado este sueño. Su amigo la cogió con gratitud, sus lágrimas por fin amainaban. Luego se levantó y cuando él volvió hacia la puerta líquida, el día que esperaba detrás se incendió y su luz arrastró toda la escena.

Jude sintió que el enigma, significara lo que significara, ya estaba desfalleciendo pero no tenía poder para sujetarlo. Apareció ante ella el glifo que guardaba en el centro de su ser y se elevó de su interior como un buceador en busca de algún tesoro al que las profundidades no querían renunciar, subió por la oscuridad y salió al lugar que había abandonado.

Nada había cambiado en la habitación pero en el mundo exterior se produjo un chubasco repentino cuyo torrente fue suficiente para dejar caer una sábana de agua entre la ventana abierta y el alféizar. Jude se levantó con la piedra aferrada, pero el viaje la había dejado un poco mareada y sabía que si intentaba ir a la cocina y meter un poco de comida en su vientre, sus piernas se doblarían debajo de ella, así que se recostó y dejó que la almohada recibiera su cabeza durante un rato.

3

No creyó haberse dormido pero era tan difícil distinguir entre el sueño y la vigilia como lo había sido en la cama de Quaisoir. Las visiones que había visto en la oscuridad de su propio vientre eran tan insistentes como un sueño profético y se quedaron con ella, la música de la lluvia era el acompañamiento perfecto para el recuerdo. Fue sólo cuando las nubes siguieron su camino, se llevaron el diluvio hacia el sur y el sol apareció entre las empapadas cortinas, cuando la venció el sueño.

Despertó al escuchar el sonido de la llave de Cortés en la cerradura. Era de noche, o casi y su compañero encendió la luz de la habitación de al lado. Jude se sentó en la cama y estaba a punto de llamarlo cuando lo pensó mejor y, en lugar de eso, lo miró a través de la puerta medio abierta. Vio su rostro durante un sólo instante pero aquel breve destello fue suficiente para que deseara que entrara a cubrirla de besos. No lo hizo. En lugar de eso se paseó de un lado a otro de la otra habitación, masajeándose las manos como si le doliesen, primero se trabajaba los dedos, luego las palmas.

Al fin no pudo seguir siendo paciente y se levantó, murmurando su nombre con voz somnolienta. Él no la oyó al principio y Jude tuvo que hablar otra vez antes de que él se diera cuenta de que lo llamaban. Sólo entonces se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa.

—¿Todavía despierta? —le dijo con cariño—. No deberías haberme esperado levantada.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Sí, por supuesto. —Se llevó las manos a la cara—. Esto es muy duro, ya sabes. No esperaba que fuera tan difícil.

—¿Quieres hablar sobre ello?

—En otro momento —dijo él al tiempo que se acercaba a la puerta. Ella le tomó las manos—. ¿Qué es esto? —le dijo él.

La joven seguía sujetando el huevo pero no por mucho tiempo. Él se lo sacó de la palma con la facilidad de un ratero. Jude quería arrebatárselo y recuperarlo pero luchó contra el instinto y lo dejó estudiar el premio.

—Muy bonito —dijo. Luego, con menos ligereza—: ¿De dónde ha salido?

¿Por qué dudaba y le costaba contestar? ¿Porque él parecía tan cansado y ella no quería cargarlo con nuevos misterios cuando él tenía de sobra con los suyos? En parte era eso, pero había otra parte que le resultaba menos clara. Algo que ver con que en la visión lo había visto mucho más deshecho de lo que lo estaba en este momento, herido y desgraciado, y, por alguna razón, ese estado debía seguir siendo su secreto, al menos durante un tiempo.

Él se llevó el huevo a la nariz y lo olió.

—Huelo a ti —dijo.

—No…

—Sí, lo huelo. ¿Dónde lo has tenido guardado? —Le puso la mano vacía entre las piernas—. ¿Aquí dentro?

La idea no era tan absurda. De hecho, quizá se lo deslizara en ese bolsillo, cuando lo recuperara, y disfrutara de su peso.

—¿No? —dijo el hombre—. Bueno, estoy seguro de que piensa que ojalá lo hicieras. Creo que a la mitad del mundo le gustaría trepar ahí dentro si pudiera. —Presionó la mano contra ella—. Pero es mío, ¿no es cierto?

—Sí.

—Nadie entra ahí salvo yo.

—No.

Jude respondía de forma automática, con los pensamientos puestos tanto en reclamar el huevo como en sus posesivas palabras.

—¿Tienes algo con lo que podamos colocarnos? —le dijo él.

—Tenía algo de chocolate…

—¿Dónde está?

—Creo que me fumé lo que me quedaba. No estoy segura. ¿Quieres que mire?

—Sí, por favor.

Estiró la mano para recuperar el huevo pero antes de que sus dedos pudieran cogerlo, el hombre se lo llevó a los labios.

—Quiero quedármelo —dijo él—. Olerlo un rato. No te importa, ¿verdad?

—Me gustaría recuperarlo.

—Lo recuperarás —le dijo él con un leve aire de condescendencia, como si aquella posesividad fuera infantil—. Pero necesito un recuerdo, algo que me haga pensar en ti.

—Te daré una de mis braguitas —le dijo Jude.

—No es lo mismo.

Se puso el huevo en la lengua, lo giró y con el movimiento lo cubrió de saliva. Ella lo contempló y él le devolvió la mirada. El muy puñetero sabía que ella quería su juguete pero no pensaba a rebajarse a rogarle para recuperarlo.

—Dijiste algo de chocolate —dijo él.

Jude volvió al dormitorio, encendió la lámpara de la mesilla de noche y buscó en el cajón superior del tocador, el último sitio donde había escondido la marihuana.

—¿Dónde has ido hoy? —le preguntó él.

—Fui a casa de Oscar.

—¿Oscar?

—Godolphin.

—¿Y cómo está Oscar? ¿Vivito y coleando?

—No encuentro el chocolate. Debo de habérmelo fumado todo.

—Me estabas hablando de Oscar.

—Se ha encerrado en su casa.

—¿Dónde vive? Quizá debería ir a verle. Tranquilizarlo.

—No querrá verte. No quiere ver a nadie. Cree que se está acabando el mundo.

—¿Y tú qué piensas?

Jude se encogió de hombros. Estaba furiosa con él aunque no decía nada y no sabía con exactitud por qué. Le había quitado el huevo durante un rato pero eso no era un delito capital. Si la piedra le proporcionaba un poco de protección, ¿por qué tendría ella que codiciarla para ella sola? Estaba siendo muy mezquina con él y pensaba que ojalá pudiera ser otra cosa pero sin el calor del sexo resplandeciendo entre ellos, él parecía más grosero. No era un defecto que esperara encontrar en él. Dios sabe que le había acusado de infinitas deficiencias en su época, pero falta de delicadeza nunca había sido una de ellas. Si acaso, siempre había sido un tipo demasiado refinado, discreto y hábil.

—Me estabas hablando del final del mundo —dijo él.

—¿Ah, sí?

—¿Oscar te asustó?

—No. Pero vi algo que sí.

Le contó, en pocas palabras, lo del cuenco y sus profecías. Él escuchó sin hacer ningún comentario, luego dijo:

—El Quinto se está tambaleando. Los dos lo sabemos. Pero a nosotros no nos tocará.

Jude había oído lo mismo en boca de Oscar, o algo muy parecido. Estos dos hombres querían ofrecerle un refugio para la tormenta. Debería sentirse halagada. Su amante miró el reloj.

—Tengo que salir otra vez —dijo—. Aquí estarás a salvo, ¿verdad?

—Estaré bien.

—Deberías dormir. Recuperar fuerzas. Van a reinar las tinieblas antes de que vuelva a brillar la luz y nosotros vamos a encontrar parte de esa oscuridad en el otro. Es natural. No somos ángeles, después de todo. —Se echó a reír—. Bueno, tú quizá lo seas, pero yo no.

Y mientras hablaba, se metió el huevo en el bolsillo.

—Vuelve a la cama —le dijo a Jude—. Volveré por la mañana. Y no te preocupes, nada se va a acercar a ti salvo yo. Te lo juro. Estoy contigo, Judith, todo el tiempo. Y no son sólo palabras de amor.

Y con eso le dirigió una sonrisa y se fue, y allí la dejó preguntándose de qué había estado hablando en realidad si no era de amor.