Capítulo 7

1

Ciento cincuenta y siete días después de comenzar su viaje por los Dominios Reconciliados, Cortés volvió a pisar el suelo de Inglaterra. Aunque todavía no estaban ni a mediados de junio, la primavera había llegado de forma prematura y la estación que la seguía estaba en su momento cumbre. Las flores que aún debían tardar un mes más en florecer ya estaban desaliñadas y repletas de semillas. Abundaban los pájaros y los insectos, dado que las especies que normalmente aparecían separadas por meses esta vez se multiplicaban de forma simultánea. Se anunciaban los amaneceres estivales no con coros sino con corales que cantaban a pleno pulmón. A medio día, los cielos que cubrían el país de costa a costa estaban nublados por los millones de seres que se alimentaban, los revoloteos se ralentizaban durante la tarde hasta que al atardecer el estrépito se había convertido en una música (saciados y supervivientes por igual daban gracias por el día) tan cálida que acunaba incluso a los locos y los sumía en un sueño reparador. Si se podía planear y lograr una Reconciliación en el poco tiempo que quedaba antes del solsticio de verano, sería un país floreciente lo que el resto de Imajica iba a recibir: una Inglaterra de cosechas abundantes extendidas bajo un cielo lleno de melodías.

Estaba lleno de música ahora que Cortés salía despacio del Retiro y cruzaba la hierba moteada para llegar al perímetro del soto. El parque le resultaba conocido aunque los cenadores, cuidados con tanto cariño, eran ahora selvas y los céspedes mesetas.

—Son las tierras de Joshua, ¿verdad? —le dijo a Jude—. ¿Por dónde se va a la casa?

La mujer señaló al otro lado de una espesura de hierba dorada. El tejado de la mansión apenas era visible por encima de la espuma de frondas y mariposas.

—La primera vez que te vi fue en esa casa —le dijo él—. Lo recuerdo… Joshua te pidió que bajaras. Te llamaba por un apodo cariñoso que tú despreciabas, Mandarina, ¿no? Algo parecido. En cuanto te vi…

—No era yo —dijo Jude poniendo fin a tan romántico ensueño—. Era Quaisoir.

—Fuera lo que fuera ella entonces, lo eres tú ahora.

—Lo dudo. Fue hace mucho tiempo, Cortés. La casa está en ruinas y ya sólo queda un Godolphin. La historia no va a repetirse. No quiero que se repita. Y no quiero ser el objeto de nadie.

Cortés acusó recibo de la advertencia que había en esas palabras con una declaración de intenciones casi formal.

—Hiciera lo que hiciera que te hizo daño a ti o a cualquier otra persona —dijo—, quiero compensarlo. Si lo hice porque estaba enamorado, o porque era un maestro y pensé que estaba por encima del decoro común… estoy aquí para curar esa herida. Quiero la Reconciliación, Jude. Entre nosotros. Entre los Dominios. Entre los vivos y los muertos si puedo hacerlo.

—Esa sí que es toda una ambición.

—Tal y como yo lo veo, me han dado una segunda oportunidad. La mayor parte de la gente nunca la tiene.

Aquella sinceridad tan natural la ablandó.

—¿Quieres acercarte a la casa, por los viejos tiempos? —le preguntó.

—No a menos que tú quieras.

—No, gracias. Yo ya sufrí mi pequeño ataque de déjà vu cuando convencí a Charlie para que me trajera aquí.

Cortés le había hablado por supuesto sobre su encuentro con Estabrook en las tiendas de los carestes y sobre el subsiguiente fallecimiento del hombre. No se había mostrado demasiado conmovida.

—Era un viejo cabrón muy difícil, sabes —comentó ahora—. En el fondo yo debía de saber que era un Godolphin, de otro modo jamás habría soportado sus malditos y absurdos juegos.

—Creo que al final había cambiado —dijo Cortés—. Quizá te habría gustado un poco más.

—Tú también has cambiado —dijo ella cuando echaron a andar hacia la verja—. La gente va a hacer muchas preguntas, Cortés. Por ejemplo, ¿dónde has estado y qué has estado haciendo?

—¿Y por qué tiene que saber nadie que he vuelto? —dijo él—. Jamás signifiqué mucho para nadie, salvo para Taylor y él se ha ido.

—Para Clem también.

—Quizá.

—La decisión es tuya —dijo Jude—. Pero cuando tienes tantos enemigos, es posible que necesites a algunos de tus amigos.

—Prefiero seguir siendo invisible —le dijo él—. De esa forma nadie me ve, ni enemigos ni amigos.

Cuando empezaba a verse el muro que limitaba la propiedad los cielos cambiaron con una precipitación casi sobrenatural. Las pocas nubes algodonosas que minutos antes flotaban por el cielo azul se congregaron ahora en un banco encapotado que primero derramó una ligera llovizna y un minuto después estallaba como una presa. Pero el chaparrón tuvo sus ventajas ya que lavó de su ropa, cabello y piel las últimas trazas del polvo de Yzordderrex. Para cuando hubieron trepado por la malla de troncos y enredaderas que rodeaba la verja y recorrido penosamente el embarrado camino que llevaba al pueblo (para allí refugiarse en la oficina de correos), podrían haberse hecho pasar por dos turistas (uno de los cuales con un gusto un tanto extraño en cuanto a ropas de excursionismo) que se habían alejado demasiado de los lugares conocidos y necesitaban ayuda para volver a casa.

2

Aunque ninguno de los dos tenía ninguna moneda en curso en los bolsillos, a Jude no le costó mucho convencer a uno de los dos chavales que pararon en la oficina de correos de que los llevara de vuelta a Londres prometiéndole unos sustanciosos emolumentos al final del viaje si lo hacía. La tormenta empeoró durante el trayecto pero Cortés bajó la ventanilla de atrás y se quedó mirando el paisaje que pasaba ante sus ojos, una Inglaterra que hacía medio año que no veía, contento de dejar que la lluvia lo volviera a empapar por completo.

Jude mientras tanto tuvo que soportar el monólogo de su conductor. Tenía el paladar rebelde, lo que hacía que de cada tres palabras, una fuera ininteligible pero lo esencial de la cháchara quedaba bastante claro. En opinión de cada observador del tiempo que él conocía, dijo, y estas eran gentes que vivían al lado de la tierra y tenían formas de predecir inundaciones y sequías que no ha tenido jamás ninguno de esos meteorólogos que tan bien hablan, el país estaba a punto de entrar en un verano desastroso.

—Nos vamos a cocer o a ahogar —dijo profetizando meses de monzones y olas de calor.

Jude ya había oído hablar así en otras ocasiones, claro está; el tiempo es una obsesión para los ingleses. Pero tras abandonar las ruinas de Yzordderrex, con el ojo ardiente del cometa en los cielos y el aire apestando a muerte, aquel casual parloteo apocalíptico del joven la inquietó. Era como si estuviera deseando que algún cataclismo se apoderara de su pequeño mundo, sin comprender ni por un momento lo que eso implicaba.

Cuando el muchacho se aburrió de predecir desastres, empezó a hacerle preguntas, de dónde venían y a dónde iban ella y su amigo cuando los sorprendió la tormenta. Jude no vio razón para no decirle que habían estado en la finca y así se lo dijo. La respuesta le valió lo que su estudiado desinterés no había logrado durante los tres cuartos de hora previos: el silencio del chaval. Le lanzó una mirada torva por el espejo retrovisor y luego encendió la radio, demostrando así, si no otra cosa, que la sombra de la familia Godolphin era suficiente para acallar incluso a un agorero. Llegaron a las afueras de Londres sin más intercambios, el joven sólo rompió el silencio cuando necesitó indicaciones.

—¿Quieres que te dejemos en el estudio? —le preguntó ella a Cortés.

Su compañero tardó un poco en contestar pero cuando lo hizo fue para responder que sí, ahí era adonde quería ir. Jude le proporcionó las instrucciones al conductor y luego volvió la mirada hacia Cortés. Éste seguía mirando por la ventana, la lluvia le salpicaba la frente y las mejillas como si fuera sudor, le colgaban gotas de la nariz, la barbilla y las pestañas. La más pequeña de las sonrisas le arqueaba las comisuras de la boca. Al sorprenderle así, desprevenido, Jude casi se arrepintió de haber rechazado su propuesta en la finca. Este rostro, a pesar de todo lo que había hecho la mente que había detrás, era el rostro que se le había aparecido mientras dormía en la cama de Quaisoir, el amante soñado cuyas caricias imaginadas le habían provocado unos gritos tan altos que su hermana los había oído desde dos habitaciones más allá. Desde luego que jamás podrían volver a ser los amantes que se habían cortejado en la gran casa dos siglos atrás. Pero la historia que compartían los marcaba de formas que todavía tenían que descubrir y quizá, cuando se hubieran hecho todos esos descubrimientos, podrían encontrar la manera de convertir en realidad las hazañas que había soñado ella en la cama de Quaisoir.

La tormenta los había precedido a la ciudad, había desatado su torrente y seguía ya su camino, así que cuando llegaron a las afueras había suficiente cielo azul sobre sus cabezas para prometer una tarde cálida, aunque resplandeciente. Sin embargo, el tráfico seguía atascado y los últimos cinco kilómetros del viaje les llevaron casi tanto tiempo como los anteriores cincuenta. Para cuando llegaron al estudio de Cortés, su conductor, acostumbrado a las tranquilas carreteras que rodeaban la finca, ya estaba más que harto de toda la empresa y había roto varias veces su silencio para maldecir el tráfico y advertir a sus pasajeros que iba a exigir una recompensa muy considerable por las molestias.

Jude salió del coche junto con Cortés y en las escaleras del estudio (fuera del alcance del oído del conductor) le preguntó si tenía dinero suficiente dentro para pagarle al hombre. Prefería tomar un taxi desde aquí, dijo, que sufrir su compañía más tiempo. Cortés respondió que si había algún dinero en metálico en el estudio, desde luego no sería suficiente.

—Al parecer voy a tener que aguantarle, entonces —dijo Jude—. No importa. ¿Quieres que suba contigo? ¿Tienes una llave?

—Habrá alguien abajo —replicó él—. Tienen una de repuesto.

—Entonces supongo que ya está. —Separarse así era pasar de lo sublime a lo trivial, increíble después de todo lo que había pasado—. Te llamaré cuando hayamos dormido los dos.

—Es probable que hayan cortado el teléfono.

—Entonces llámame desde una cabina, ¿de acuerdo? No voy a estar en casa de Oscar, estaré en la mía.

La conversación podría haberse acabado ahí si no hubiera sido por la respuesta de Cortés.

—No te apartes de él por mí —le dijo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Sólo que tú tienes tus aventuras —dijo.

—¿Y qué? ¿Que tú tienes las tuyas?

—No exactamente.

—¿Entonces qué?

—Quiero decir que no son en realidad aventuras. —Cortés sacudió la cabeza—. No importa. Ya hablaremos de eso en otro momento.

—No —dijo Jude mientras lo cogía del brazo cuando él intentó volverse—. Vamos a hablar de eso ahora.

Cortés suspiró cansado.

—Mira, no importa —dijo.

—Si no importa, entonces dímelo.

Él dudó unos segundos. Luego dijo:

—Me he casado.

—¿Así que te has casado? —respondió ella con fingida ligereza—. ¿Y quién es la afortunada? ¿No será la niña de la que hablabas?

—¿Hurra? Dios santo, no.

Hizo una pausa de apenas un momento y frunció el ceño.

—Vamos —dijo ella—. Escúpelo.

—Me casé con Pai’oh’pah.

El primer impulso de Jude fue echarse a reír (la idea era absurda) pero antes de que el sonido escapara de sus labios, sorprendió el ceño en el rostro masculino y el asco superó a la risa. No era ningún chiste. Se había casado con el asesino, aquella cosa sin sexo que era una función de cada deseo de su amante. ¿Y por qué se asombraba tanto? Cuando Oscar le había descrito la especie, ¿no había sido ella la que había comentado que esa era la idea que tenía Cortés del paraíso?

—Menudo secreto guardabas —dijo ella.

—Te lo habría contado antes o después.

Fue ahora cuando Jude se permitió una pequeña carcajada, suave y amarga.

—Ahí atrás estuviste a punto de hacerme creer que había algo entre nosotros.

—Eso es porque lo había —respondió él—. Porque siempre lo habrá.

—¿Y por qué habría de importarte eso ahora?

—Tengo que aferrarme a un poco de lo que fui. Lo que soñé.

—¿Y qué soñaste?

—Que nosotros tres… —Se detuvo y suspiró. Y luego—: Que nosotros tres encontrábamos una forma de estar juntos.

No la miraba a ella sino al espacio vacío que había entre ellos, donde con toda claridad quería que estuviese su amado Pai.

—El místico habría aprendido a amarte —le dijo él.

—No quiero oírlo —le soltó ella.

—Habría sido cualquier cosa que tú deseases. Cualquier cosa.

—Para —le dijo ella—. Ya está bien.

Cortés se encogió de hombros.

—No importa —dijo—. Pai está muerto. Y nosotros tomamos caminos diferentes. No fue más que un sueño estúpido que tuve. Pensé que querrías saberlo, eso es todo.

—No quiero nada de ti —le respondió ella con frialdad—. ¡De ahora en adelante puedes guardarte tus locuras!

Ya hacía un rato que le había soltado el brazo y lo había dejado en libertad para irse escaleras arriba. Pero no se fue. Se limitó a quedarse mirándola, con los ojos entornados como un borracho que intenta ensamblar un pensamiento con otro. Fue ella la que se retiró, sacudiendo la cabeza mientras le daba la espalda y cruzaba la acera llena de charcos hasta el coche. Una vez dentro, tras cerrar la puerta de golpe, le dijo al conductor que se pusiera en marcha y el coche se separó a toda velocidad del bordillo.

En las escaleras, Cortés contempló la esquina por donde había girado el coche durante un buen rato después de que aquel desapareciera, como si alguna palabra de paz pudiera aún subirle a los labios y salir de su boca para llamarla. Pero ya no le quedaban dotes de persuasión. Aunque había regresado a este lugar como Reconciliador, sabía que había abierto una herida y que carecía del don para curarla, al menos hasta haber dormido y recuperado sus facultades.

3

Cuarenta y cinco minutos después de dejar a Cortés a la puerta de su casa, Jude abría de par en par las ventanas de la suya para dejar entrar el último sol de la tarde y un poco de aire fresco. El trayecto desde el estudio había transcurrido sin que ella fuese demasiado consciente de él, tan asombrada la había dejado la revelación de Cortés. ¡Casado! La idea era absurda, salvo que no encontraba forma de encontrarla divertida.

Aunque habían pasado muchas semanas desde la última vez que había ocupado la casa (todas salvo las plantas más duras habían muerto de soledad y había olvidado cómo funcionaba la cafetera y los cerrojos de las ventanas), seguía siendo un lugar en el que se sentía cómoda y una vez que se hubo tomado un par de tazas de café, se hubo duchado y puesto ropa limpia, el Dominio del que había salido sólo unas horas antes empezaba a perder terreno. En presencia de tantas cosas y olores conocidos, todo lo extraño que había en Yzordderrex más que prestarle solidez la debilitaba. Sin que nadie se lo pidiera, su mente ya había dibujado una línea entre el lugar que había abandonado y aquel en el que estaba ahora, una línea tan sólida como la división entre una cosa soñada y una cosa vivida. No era extraño, pensó, que Oscar hubiera hecho un ritual de las visitas a su sala de los tesoros para comulgar con su colección. Era una forma de aferrarse a una percepción siempre asediada por lo vulgar.

Con varios chutes de café recorriéndole el torrente sanguíneo, el agotamiento que había sentido en el viaje de vuelta a la ciudad había desaparecido, así que decidió utilizar el resto de la tarde para visitar la casa de Oscar. Lo había llamado varias veces desde que había vuelto pero sabía que el hecho de que nadie contestara no era prueba de su ausencia ni de su desaparición. Pocas veces cogía el teléfono en la casa (esa responsabilidad había recaído sobre Dowd) y más de una vez había declarado la repugnancia que le inspiraban las máquinas. En el paraíso, había dicho una vez, las almas benditas utilizan telegramas y los santos tienen palomas parlantes; los teléfonos están mucho más abajo.

Dejó la casa a las siete o así, cogió un taxi y fue a Regent’s Park Road. Encontró la casa bien cerrada, ni siquiera una ventana permanecía abierta, lo que en una tarde tan benigna significaba que no había nadie. Sólo para estar segura, se dirigió a la parte de atrás de la casa y se asomó al interior. Al verla, los tres loros que Oscar tenía en la habitación de atrás, abandonaron sus perchas alarmados. Y tampoco volvieron a posarse, sino que siguieron graznando aterrados cuando ella apoyó la frente en las manos y se asomó a la habitación para ver si tenían llenos los cuencos de semillas y de agua. Aunque las perchas estaban demasiado lejos de la ventana para que pudiera verlo, su nivel de nerviosismo fue suficiente para hacerle temer lo peor. Oscar, sospechó, no les había acariciado las plumas en mucho tiempo. ¿Entonces, dónde estaba? ¿En la finca, yaciendo muerto entre la larga hierba? Si era así, sería un disparate volver allí ahora para buscarlo, caería la oscuridad en una hora, como mucho. Además, cuando pensaba en la última vez que lo había visto, estaba razonablemente segura de que lo había visto ponerse en pie, enmarcado por la puerta. Era un hombre robusto, a pesar de sus excesos. No podía creer que estuviera muerto. Escondido más bien; se ocultaba de la Tabula Rasa. Con esa idea en mente, volvió a la puerta principal y garabateó una nota anónima para decirle que estaba viva y bien, luego la deslizó por el buzón. Él sabría quién la había compuesto. ¿Qué otra persona escribiría que el Expreso la había traído a casa sana y salva?

Un poco después de las diez y media se estaba preparando para irse a la cama cuando oyó que alguien la llamaba desde la calle. Fue al balcón y se asomó, vio a Clem de pie en la acera, gritando como un poseso. Habían pasado muchos meses desde la última vez que habían hablado y el placer que sintió al verlo estaba teñido por la culpabilidad del descuido. Pero por el alivio que percibió en su voz cuando la vio y el fervor de su abrazo, Jude supo que no había venido a arrancarle unas disculpas. Necesitaba contarle algo extraordinario, dijo, pero antes de hacerlo (y ella iba a pensar que estaba loco, le advirtió), necesitaba una copa. ¿Podía darle un coñac?

Podía y lo hizo.

El hombre casi lo engulló y luego dijo:

—¿Dónde está Cortés?

La pregunta y el tono exigente de su amigo la cogieron desprevenida y no supo qué responder. Cortés quería ser invisible y por muy furiosa que estuviese con él, se sentía obligada a respetar ese deseo. Pero Clem necesitaba saberlo desesperadamente.

—Ha estado fuera, ¿verdad? Klein me dijo que intentó llamarlo pero que el teléfono estaba desconectado. Luego le escribió a Cortés una carta que nunca le contestó…

—Sí —dijo Jude—. Creo que ha estado fuera.

—Pero acaba de volver.

—¿Ah sí? —respondió ella cada vez más perpleja—. Quizá tú sepas más que yo.

—Yo no —dijo él al tiempo que se servía otro coñac—. Taylor.

—¿Taylor? ¿De qué estás hablando?

Clem tragó el licor.

—Vas a decir que estoy loco, pero escúchame, ¿quieres?

—Estoy escuchando.

—No me he puesto sensiblero al perderlo. No me he quedado en casa sentado leyendo sus cartas de amor ni escuchando las canciones con las que bailábamos.

He intentado salir y ser útil, para variar. Pero he dejado su habitación como estaba. No tenía valor para revisar su ropa, ni siquiera para mudar la cama. No hacía más que retrasarlo. Y cuánto más tiempo tardaba, más imposible me parecía. Y entonces, esta noche, volvía casa justo después de las ocho y oí hablar a alguien.

Todas las partículas del cuerpo de Clem salvo sus labios estaban inmóviles mientras él hablaba, transfiguradas por el recuerdo.

—Pensé que había dejado la radio puesta pero no, no, me di cuenta que el ruido procedía de arriba, de su habitación. Era él, Judy, hablando tan claro como el sol, llamándome como solía hacerlo. Yo tenía tanto miedo que a punto estuve de huir. Qué estupidez, ¿verdad? Ahí me tenías a mí, rezando y rezando para recibir alguna señal de que estaba en las manos de Dios y en cuanto aparece casi me cago encima. Te lo juro, estuve media hora en las escaleras con la esperanza de que dejase de llamarme. Y a veces lo dejaba un rato y yo medio me convencía que lo había imaginado. Luego empezaba otra vez. Nada melodramático. Sólo intentaba convencerme de que no tuviera miedo y subiera a saludarlo. Así que, al final, eso fue lo que hice.

Se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas, pero no había pesar en su voz.

—Le gustaba esa habitación por las tardes. El sol la llena. Y así estaba esta noche: llena de sol. Y allí estaba él, en la luz. No podía verlo pero sabía que estaba a mi lado porque me lo dijo. Me dijo que tenía buen aspecto. Luego dijo: «Es un día alegre, Clem. Cortés ha vuelto y tiene las respuestas».

—¿Qué respuestas? —dijo Jude.

—Eso fue lo que yo le pregunté. Dije: «¿qué respuestas, Tay?». Pero ya sabes cómo es Tay cuando está contento. Se pone loco de alegría, como un niño. —Clem hablaba con una sonrisa, la mirada clavada en imágenes recordadas de días mejores—. Estaba tan feliz porque Cortés había vuelto que no pude sacarle mucho más.

Clem levantó la cabeza y miró a Jude.

—La luz ya se iba —dijo—. Y creo que quería irse con ella. Dijo que era nuestra obligación ayudar a Cortés. Por eso se mostraba ante mí de esa manera. No era fácil, dijo. Claro que tampoco lo era ser ángel guardián. Y yo dije, ¿por qué sólo uno? ¿Un ángel cuando nosotros somos dos? Y él dijo, porque nosotros somos uno, Clem, tú y yo. Siempre lo fuimos y siempre lo seremos. Esas fueron sus palabras exactas, te lo juro. Luego se fue. ¿Y sabes lo que yo no dejaba de pensar?

—¿Qué?

—Que ojalá no hubiera esperado en las escaleras y no hubiera desperdiciado todo ese tiempo que podría haber pasado con él. —Clem posó la copa, se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó—. Eso es todo —dijo.

—Creo que es mucho.

—Sé lo que estás pensando —dijo él con una pequeña carcajada—. Estás pensando, pobre Clem. No podía llorarlo así que está sufriendo alucinaciones.

—No —dijo ella en voz muy baja—. Estoy pensando que Cortés no sabe lo afortunado que es al tener unos ángeles como vosotros dos.

—No me sigas la corriente.

—No lo hago —dijo ella—. Creo que ocurrió todo lo que me acabas de contar.

—¿Lo crees?

—Sí.

Y de nuevo otra carcajada.

—¿Por qué?

—Porque Cortés ha vuelto a casa esta noche y yo era la única que lo sabía.

Su amigo se fue diez minutos después, contento al parecer de saber que, aun si estaba loco, había otra lunática en su círculo a la que podía recurrir cuando quisiera compartir sus insensateces. Jude le contó todo aquello de lo que se sintió capaz en este punto, que era muy poco, pero le prometió que se pondría en contacto con Cortés en nombre de Clem y le hablaría de la visita de Taylor. Clem no estaba tan agradecido como para no ver la discreción de la que hacía gala su amiga.

—Sabes mucho más de lo que me estás contando, ¿verdad? —le dijo.

—Sí —le contestó ella—. Pero quizá dentro de poco tiempo pueda contarte más.

—¿Está Cortés en peligro? —preguntó Clem—. ¿Puedes decirme eso al menos?

—Todos lo estamos —dijo ella—. Tú. Yo. Cortés. Taylor.

—Taylor está muerto —dijo Clem—. Está en la luz. Nada puede hacerle daño.

—Espero que tengas razón —le dijo ella con tono grave—. Pero, por favor, Clem, si te encuentra otra vez…

—Lo hará.

—… entonces, cuando lo haga, dile que nadie está a salvo. Sólo porque Cortés haya vuelto al… a casa, eso no significa que los problemas han terminado. De hecho, sólo están empezando.

—Tay dice que algo sublime va a ocurrir. Esa palabra es suya: sublime.

—Y quizá así sea. Pero queda mucho espacio para el error. Y si algo va mal… —Se detuvo con la cabeza llena de los recuerdo del In Ovo y de las ruinas de Yzordderrex.

—Bueno, cuando te parezca que puedes contármelo —dijo Clem—, estaremos listos para escucharte. Los dos. —Miró el reloj—. Debería irme ya. Llego tarde.

—¿Una fiesta?

—No, estoy trabajando con un refugio para los sin hogar. Salimos la mayor parte de las noches para intentar sacar a los chavales de las calles. La ciudad está llena de ellos. —Su amiga lo acompañó a la puerta pero antes de salir, él le dijo—: ¿Recuerdas la fiesta pagana que hicimos en Navidad?

Ella esbozó una amplia sonrisa.

—Por supuesto. Fue toda una juerga.

—Tay se emborrachó como una cuba después de irse todos. Sabía que no iba a volver a ver a la mayoría. Luego, por supuesto, se puso malísimo en plena noche así que nos quedamos levantados hablando de… bueno, no sé, de todo lo que hay bajo el sol. Y me dijo cuánto había amado siempre a Cortés. Que Cortés era el hombre misterioso de su vida. Había estado soñando con él, dijo, y hablaba en lenguas diferentes.

—A mí me dijo lo mismo —dijo Jude.

—Luego, de repente, dijo que al año siguiente yo debería volver a poner el nacimiento e ir a la Misa del Gallo igual que hacíamos antes, yo le dije que habíamos decidido que nada de eso tenía mucho sentido y, ¿sabes lo que me dijo? Dijo que la luz era luz, la llames como la llames y era mejor pensar que venía con un rostro conocido. —Clem sonrió—. Pensé que estaba hablando de Cristo. Pero ahora… ahora no estoy tan seguro.

Jude lo abrazó con fuerza y le apretó los labios contra la mejilla ruborizada. Aunque sospechaba que había algo de verdad en lo que él había dicho, no tuvo el valor de expresar en voz alta esa posibilidad. No sabía que el mismo rostro que Tay había imaginado como el del regreso del sol era también el rostro de la oscuridad que podría muy pronto eclipsarlos a todos.