Con la firma de los diferentes tratados se sancionaba cuál iba a ser el orden internacional tras la guerra. La llegada de la paz no supuso la solución de los problemas previos al conflicto, más bien al contrario. Las antiguas disputas permanecieron latentes y se generaron nuevas diferencias que, a la larga, iban a ser fatales. El nuevo orden, vigilado por las potencias vencedoras y de forma teórica por la Sociedad de Naciones, fue el caldo de cultivo para la tragedia que se desencadenaría veinte años después. La paz se asentaba sólo en el dominio de los vencedores y en la humillación de los derrotados, un camino injusto que no pensaba en una solución de los problemas a largo plazo; sino en la obtención de beneficios inmediatos para aquellos que habían vencido, que consideraban justo recibir compensaciones a cambio del gran sacrificio efectuado.
El organismo encargado de vigilar la paz y garantizar su mantenimiento, la Sociedad de Naciones, fue inútil desde el principio. Se mostró incapaz de cumplir su mandato y, sobre todo, no era más que una correa de transmisión de los intereses de los vencedores. Sin medios, manipulada y ninguneada por la mayoría de los estados se convirtió en una institución que sólo existía sobre el papel y que apenas tenía capacidad para actuar en aquello que era de su competencia.
Los tratados eran difíciles de cumplir, sobre todo en el aspecto económico; que exigía la entrega de enormes cantidades de dinero en modo de indemnización de guerra. Los derrotados empezaron pronto a requerir la revisión de lo acordado mientras que los vencedores, sobre todo Francia, trataban de mantener el nuevo orden surgido en Versalles mediante alianzas que impidieran la denuncia de los tratados, todo esto dentro de una situación económica muy precaria. La recuperación tardaba en llegar y en ese contexto de crisis se hacía más difícil cumplir con las obligaciones impuestas. El pago de indemnizaciones condenaba a la población de los países derrotados a la miseria y la desesperanza. Por otra parte, las medidas para el desarme se mostraron imposibles de implantar ante la defensa de su propia soberanía por parte de varios estados y nadie estaba dispuesto a imponerlas por la vía de las armas. Pero, sobre todo, era Alemania la que consideraba que el tratado de Versalles era injusto y aspiraba a su revisión para que las condiciones fueran menos duras. Francia era el estado con una posición más intransigente, que exigía a toda costa el pago de las indemnizaciones como una forma de imponerse de forma definitiva sobre Alemania.
La desaparición de los dos grandes imperios que habían sido protagonistas durante siglos de la historia europea, el austro-húngaro y el otomano, iba a favorecer el surgimiento de la conciencia nacional en muchas de las minorías que habitaban en su antiguo territorio. El nacionalismo se convertiría en un nuevo foco de problemas; ya que las minorías buscaban la creación de un estado propio que incluyera todo el territorio habitado por los suyos, muchas veces a costa de otros grupos. El problema balcánico, que había sido una de las causas desencadenantes del conflicto, no se solucionó con la creación del nuevo estado de Yugoslavia; dentro del cual estaban latentes grandes diferencias entre varios pueblos eslavos que buscaban tener una posición de superioridad sobre sus vecinos, un problema que desencadenaría las guerras de finales del siglo XX.
El acontecimiento inesperado para todos que fue la revolución en Rusia dejó desorientados a todos los gobiernos. El estado bolchevique no se parecía a nada de lo que existía con anterioridad y representaba una amenaza para el orden del capitalismo. Se ofrecía una visión liberadora a la clase trabajadora que había soportado el peso de la guerra. Por lo tanto se consideró que la Unión Soviética era un enemigo mientras que diferentes partidos comunistas apoyados por el Komintern empezaban a tomar fuerza en el interior de muchos de los estados. Apareció una gran conciencia de clase obrera y un auge del sindicalismo. La agitación se hizo frecuente, aunque en algunos casos el miedo a una nueva revolución y las huelgas protagonizadas por los obreros industriales favoreció la mejora de sus condiciones de vida.
El equilibro de poder entre estados cambió de forma definitiva. El papel de dominio que hasta 1914 estaba en manos de británicos cayó en los Estados Unidos y en la nueva Unión Soviética comunista, que serían los nuevos protagonistas del escenario internacional; aunque los Estados Unidos iban a mantener su política de aislacionismo y trataron de no involucrarse en los problemas europeos. La nueva Rusia comunista comenzaría su expansión a costa de los nuevos estados que surgieron el Versalles en el área del Báltico.
Oriente Medio fue repartido entre Francia y Gran Bretaña, que se asignaron diversas áreas de influencia. La promesa de un estado árabe fue rota y como consecuencia empezó a crecer un sentimiento de rechazo a sus nuevos amos en las zonas árabes del Imperio otomano. El panarabismo se consolidó como un movimiento nacionalista árabe, que cristalizaría de forma definitiva tras la siguiente guerra.
En todo este entorno la democracia liberal iba a verse seriamente dañada. Muchos la consideraban incapaz de solucionar los problemas y de esta forma aparecerían movimientos populistas o autoritarios, casi siempre nacionalistas, que buscaban crear un orden nuevo y destruir el antiguo. El nacismo y el fascismo son los ejemplos más claros y, en muchos aspectos, eran coincidentes con el nuevo comunismo ruso. Los sufrimientos de la guerra, las humillantes condiciones del tratado de Versalles, la penosa situación económica y el sentimiento de humillación generó un monstruo que veinte años después del armisticio iba a regar de sangre una vez más los campos de Europa.