El sistema de alianzas que había organizado las relaciones internacionales durante el siglo XIX se había demostrado ineficaz, aún peor, fue el culpable de que un conflicto regional se transformase en una guerra europea y más tarde en una mundial. El hecho incuestionable es que un suceso aislado, que sólo afectaba a Serbia y Austria-Hungría, desencadenó un enfrentamiento total. Por muy grave que fuera el magnicidio del Archiduque Francisco Fernando no justificaba las consecuencias posteriores.
En los momentos iniciales los dos bandos contaban con un cierto equilibrio en cuanto a la correlación de fuerzas, sus ejércitos estaban proporcionados. La Entente (Francia, Gran Bretaña y Rusia) tenía como ventaja la enorme cantidad de población, sólo en Rusia vivían 140 millones de personas, que sumada a la población de británicos y galos doblaba el número de habitantes de los Imperios Centrales. El tamaño de la población podía suponer un enorme aporte de combatientes en el supuesto de un conflicto largo. Otra ventaja de la Entente era su imperio colonial. El conjunto de las posesiones británicas y francesas era abrumador: Canadá, Australia, La India, la mayor parte de África, Indochina… Para defender ese basto territorio disponían de la mejor armada de la época. La Royal Navy era imbatible y garantizaba el aporte continuo de suministros y combatientes. Los Imperios Centrales no podían competir ni en territorio ni en población, pero disponían de dos ventajas: por un lado la continuidad de sus territorios y por otro la eficacia militar germana. La unidad territorial les ofrecía una mayor capacidad de maniobra, podían trasladar tropas y suministros sin necesidad de una marina tan potente como la británica, todo ello favorecido por la magnífica red ferroviaria alemana.
Los estados mayores no estaban preparados para el tipo de guerra en la que estaban inmersos; su formación militar se había construido con el estudio de las guerras napoleónicas, el último enfrentamiento europeo a gran escala. Deberían haber analizado la guerra de Secesión norteamericana, ya que en ésta se produjeron cambios en la forma de combatir que luego se presentaron de forma amplificada en las trincheras de Europa. El armamento de la Gran Guerra era fruto de los avances del siglo XIX, en concreto de la revolución industrial. La fabricación masiva y tecnificada incrementó la capacidad de producción armamentística. Por otra parte, a partir de la guerra franco-prusiana de 1870, se generalizó el servicio militar obligatorio; punto éste que, unido a la producción masiva de armas, iba a proporcionar a los ejércitos una enorme capacidad de fuego. Durante muchos siglos la infantería había utilizado fusiles poco eficaces, con lenta cadencia de disparo y precisión reducida. Para que el tiro de infantería fuera útil había que concentrarlo. Los infantes actuaban en líneas agrupadas y cuando dos ejércitos se enfrentaban en campo abierto lo hacían de forma frontal, la disciplina y el entrenamiento de los soldados era vital. Un ejercito que fuera capaz de aguantar firme en su posición ante las descarga de fuego enemigo tenía muchas posibilidades de vencer, si por el contrario el pánico desorganizaba la línea podían ser sobrepasados por el adversario. Una vez rota la línea de defensa llegaba la dispersión y la derrota. El objetivo debía ser atravesar a toda costa la posición contraria, para evitarlo hacía falta un elevado número de combatientes, por lo que se podía vencer en una batalla pero no mantener por demasiado tiempo una posición en campo abierto si no se contaba con la cantidad suficiente de tropas. Esta situación cambió con la llegada de las armas semiautomáticas, el aumento en la precisión del tiro, las ametralladoras y la mejora de la artillería. El tiro comenzó a ser preciso y masivo. Una línea de infantería compacta que avanzara en línea de forma frontal era el mejor blanco posible para las ametralladoras y las nuevas carabinas. En la guerra civil norteamericana las bajas en este tipo de ataques fueron tremendas. A pesar de todo, el objetivo de los generales era el mismo: la ruptura frontal de la línea defensiva del enemigo. La forma de conseguirlo era utilizar la artillería de forma intensiva para castigar la línea y después realizar un ataque rápido con la caballería para crear una brecha por la que pudiera entrar la infantería. Este esquema dejó de ser válido; los estados mayores tardaron mucho, demasiado, en darse cuenta. Pensaban que las mejoras técnicas del armamento harían más eficaces a los ejércitos en su avance, pero lo que sucedió fue que se mejoró de forma rotunda la línea defensiva. Ante un ejército atrincherado, con posiciones protegidas por alambres de espino y con un número alto de ametralladoras, los ataques de la caballería eran inútiles; solo se conseguía el sacrificio del ganado y de sus jinetes. Si la infantería quería avanzar tenía que exponerse mucho y sufrir elevadas bajas para aproximarse a la línea enemiga. Esta concepción anticuada empeoró por culpa del delirio nacionalista; la consideración del soldado prusiano como un hombre superior en la guerra a los británicos o franceses sólo agravó la situación; ante las alambradas, las minas y las ametralladoras poco valía el valor prusiano. Los generales pensaban que la guerra sería rápida y corta y elaboraron planes para obtener la victoria en poco tiempo. Pero en realidad la guerra fue lenta y larga, una situación que nadie había previsto y para la cual no tenían plan alguno.
Sobre esos viejos métodos se diseñaron y ejecutaron las primeras batallas. Francia tenía previsto un plan militar ofensivo cuyo objetivo era recuperar Alsacia y Lorena, territorios que habían sido perdidos en la guerra con Prusia de 1870 y que pesaban mucho sobre el orgullo patrio francés. El plan suponía que el ataque alemán vendría desde Lorena. El ejercito francés, al mando del general Joffre, se concentró con cinco ejércitos entre Nancy y Belfort con la intención de atacar y recuperar Alsacia y Lorena para Francia. Las defensas alemanas fueron eficaces y el avance francés fracasó ante la precisión de las ametralladoras germanas, los galos fueron derrotados en Mulhouse el 10 de agosto. Después de unas semanas de combates las tropas de Joffre tuvieron que retornar a sus posiciones iniciales. Mientras, el Estado Mayor francés no había protegido con eficacia la frontera con Bélgica; pensaban que los alemanes no se atreverían a invadir un país neutral que estaba defendido por Gran Bretaña; ya que obligarían a ésta a entrar en la guerra. No fue así, Bélgica fue invadida y ocupada de forma rápida, casi sin oposición, por las fuerzas del Káiser y Gran Bretaña entró en guerra.
El mando alemán había preparado un plan muy ambicioso. El plan Schlieffen era denominado así por el nombre de su autor, el ex jefe del estado mayor alemán del segundo Reich Alfred Graf von Schlieffen. El plan partía de la posibilidad de una guerra con dos frentes: por un lado en occidente con franceses y británicos y por otro lado contra los rusos en el este. Ante esta situación un conflicto largo sería perjudicial para los alemanes, ya que el potencial colonial británico y su dominio del mar supondría un aporte continuo de suministros y combatientes que no podría ser igualado. La realidad empeoró esta situación; puesto que se abrió un tercer frente en los Balcanes, donde los aliados de los alemanes, los austro-húngaros, eran inferiores en el aspecto militar. Por lo tanto la opción de victoria alemana pasaba por una acción rápida que acortara la guerra y la decidiera en poco tiempo. Los alemanes suponían que los rusos tardarían en movilizarse debido a la inferioridad de su ejército y al enorme tamaño de su territorio. Ante estas suposiciones el plan de batalla consistía en establecer una posición defensiva en el este y embestir con la mayor potencia posible en el oeste, para destruir el ejército francés en su totalidad. Una vez derrotados los franceses se dedicaría todo el esfuerzo a combatir a los zaristas. La acción en el oeste suponía atacar Francia a través de Bélgica, ya que esa zona sería más fácil de penetrar que la fortificada frontera franco-alemana. En el este se sacrificó Prusia oriental, tropas austro-húngaras y alemanas se retiraron hasta el Vístula y establecieron una línea defensiva. El 2 de agosto los alemanes ocuparon Luxemburgo. El día 3 cuatro ejércitos invadieron Bélgica. Una parte de las tropas belgas huyó para unirse a los franceses y otra resistió hasta el día 18 en Amberes, donde capitularon. La ofensiva alemana estaba a cargo de cuatro ejércitos: El I, II, III y IV; una enorme masa de 750.000 soldados que después de ocupar Bélgica tendrían que entrar en suelo galo y aplastar a los franceses. Todo empezó bien para los alemanes: el 21 de agosto en la batalla de Charleroi vencieron a las fuerzas expedicionarias británicas al mando del mariscal French y al V ejército francés dirigidos por Lanrezac, el 1 de septiembre el ejército de von Kluck cruzó el río Aisne, París estaba ahora a su alcance. Como había sucedido en la guerra franco-prusiana la capitulación gala estaba próxima, pero Francia se salvó en el río Marne.