Existen coincidencias en la historia que están asociadas a grandes tragedias, escenarios en los que aparece lo peor del ser humano, lugares que son recordados por hechos que no deberían haber sucedido. Sarajevo es uno de esos lugares, la ciudad que fue el centro de la última guerra europea en la que se luchó por la dominación de Bosnia y Herzegovina. Fundada por los turcos en el siglo XV como una posición defensiva; está situada en una llanura rodeada por montañas de más de dos mil metros de altura, los Alpes Dináricos. La ciudad y las cimas que la rodean forman un paisaje espléndido que ha atraído a viajeros durante mucho tiempo y ha contribuido a formar un crisol de culturas. Fue conocida como la Jerusalén de Europa debido a su diversidad religiosa. Ése es el lugar en el que hace un siglo un joven serbio de 19 años desencadenó la hecatombe de las trincheras. El 28 de junio de 1914 Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo al Archiduque de Austria Francisco Fernando, heredero al trono de Austria-Hungría y hermano del emperador Francisco José I. Gavrilo Princip era un joven terrorista serbio que formaba parte del grupo Joven Bosnia, integrado dentro de la organización nacionalista serbia la Mano Negra. Luchaban por la unión de Bosnia y Herzegovina a Serbia, la misma motivación que tuvieron los serbios cien años después en otra guerra europea. Pueden cambiar las armas, pero no los argumentos.
Es frecuente leer que Gavrilo Princip fue el culpable de la primera guerra mundial, se trata de una visión simplificadora que trata de obviar otras responsabilidades. Al designar un motivo único se presenta lo sucedido como inevitable y, por lo tanto, se evita reconocer las propias culpas. El joven serbio no fue el responsable de 22 millones de muertes. Era un asesino, un fanático nacionalista, o un héroe de la patria; como siempre depende del punto de vista. Pero al matar al archiduque y a su esposa Sofía dio a Austria-Hungría la excusa que buscaba para entrar en guerra con Serbia. El atentado de Sarajevo fue el desencadenante, no la causa. A partir de ahí todo fue imparable, cada estado tuvo la razón que necesitaba para entrar en el conflicto. En unos pocos meses todo el continente europeo estaba encharcado de sangre.
Hasta 1914 las guerras formaban parte habitual de la política, constituían otro medio de relación entre estados soberanos, una opción más para solucionar conflictos de todo tipo. Se recurría a las armas con frecuencia, cuando otras opciones eran menos eficaces. El último enfrentamiento continental había ocurrido en la época napoleónica, un siglo antes. Los conflictos posteriores fueron de menor escala y la población civil no se vio implicada a no ser la que viviera en la zona de los combates. Los soldados tenían bastantes posibilidades de regresar vivos a casa. La percepción de la guerra era diferente de la que se tendría en 1919, tras el horror de las trincheras. Los enfrentamientos entre estados no eran rechazados de forma abierta por la población civil, más bien lo contrario. El nacionalismo y el militarismo se encargaban de construir historias de justificación y glorificación que daban aspecto ético y viril a la utilización de las armas. La mitología bélica desaparecería tras las primeras batallas, cuando empezaron a llegar las enormes listas de bajas y las noticias sobre los horrores del frente. Había poco de heroico en ser acribillado por una ametralladora o machacado por la artillería cuando se está escondido en un agujero lleno de barro. El entusiasmo de la población empezó a desaparecer en el momento en el que sus hijos murieron a millares, cuando el sacrificio mostró que los ideales patrióticos eran una escusa para exterminar a la juventud. Pronto se vio que ésta iba a ser una guerra distinta y que el precio que se iba a pagar era demasiado alto.
Los soldados que murieron en los campos de batalla entre 1914 y 1919 fueron alrededor del doce por ciento del total de tropas movilizadas. El número de bajas, que incluye los heridos, superó el cincuenta por ciento. Como en el frente sólo se situaba un tercio de la tropa, ya que el resto era necesario en labores de apoyo, se puede comprobar que casi todos los soldados que estuvieron en las trinchera fueron bajas: heridos, mutilados, desaparecidos o muertos. Las dos principales armas de este conflicto, las que más estragos causaron, fueron la ametralladora y la artillería. Aunque ambas existían con anterioridad; la diferencia fue su empleo masivo, favorecido por la revolución industrial, el perfeccionamiento técnico y por una carrera armamentística que creó ejércitos numerosos y con una enorme cantidad de armas, lo que les hacía más letales.
Pero la hecatombe no comenzó por un asesinato, la razón fue la existencia previa de una enorme rivalidad entre los estados. El antagonismo entre las potencias europeas, su competencia mutua, es lo que condujo a la lucha. Había viejas cuentas que saldar. Los gobiernos estaban preparados para la guerra y muchos la deseaban o la consideraban inevitable. Los principales motivos por los que estalló la primera guerra mundial fueron cuatro: el nacimiento del nuevo estado alemán y su deseo de buscar un sitio en el orden mundial, el imperialismo, el problema eslavo en los Balcanes y un sistema de alianzas entre naciones que favoreció una entrada en guerra en cadena.
Alemania, un país joven y militarizado, nació en el siglo XIX en torno a Prusia. El mito del soldado prusiano se construyó a partir de una visión belicista de la sociedad y de una concepción mesiánica del destino del pueblo alemán. Prusia habían vencido en todos sus enfrentamientos en el siglo XIX, y esto hizo que se construyera en toda la sociedad una imagen de imbatibilidad que demostró ser nefasta; al mando del Canciller de Hierro, Otto von Bismarck, se había enfrentado a Austria-Hungría, Dinamarca y Francia. Venció en todas las ocasiones, aumentó su territorio y obtuvo unos enormes beneficios económicos. Cuando Alemania era ya un estado unificado se produjo la guerra con Francia (1870-1871). Comenzó por el miedo que tenían los franceses a una Alemania unida con Prusia como centro. La guerra franco-alemana se recuerda como un paseo militar que acabó con un desfile de los soldados prusianos en París. La victoria fue rotunda y como consecuencia Alsacia y Lorena pasaron a tener soberanía prusiana, Francia se vio obligada a pagar indemnizaciones como nación derrotada. Los recelos y la rivalidad aumentarían de forma continua hasta que llegó el estallido.
Durante el siglo XIX los sistemas económicos dominantes se basaban en el imperialismo: un modelo constituido por una metrópoli y un conjunto de territorios en ultramar que eran productores de materias primas y grandes mercados. La competencia por dominar territorios hizo inevitables los conflictos de intereses. El sistema colonial se justificaba mediante una posición de dominio y una visión racista de la relación entre pueblos. Había pueblos primitivos que necesitaban ser civilizados, casi siempre africanos o asiáticos, y sólo los estados fuertes estaban capacitados para liderar la extensión de la civilización en el mundo. Por supuesto las naciones destinadas a tal fin estaban habitadas por blancos y se beneficiaban del reparto territorial. Para ejercer un liderazgo basado en la fuerza se necesitaba disponer de un ejército poderoso, pero sobre todo un imperio colonial debía contar con una armada eficaz. La marina es el elemento indispensable para cualquier sistema de dominio, ya que permite garantizar el tráfico comercial, la protección y la defensa de los territorios. La burguesía de la metrópoli se beneficiaba del sistema imperialista, obtenía rentabilidad de la prosperidad económica y apena soportaba los costes en vidas que suponía un estado militarizado de forma constante. Las dos grandes potencias imperialistas durante el siglo XIX fueron Gran Bretaña y Francia. Con la aparición de Alemania como estado la competencia por el dominio del mundo iba a incrementarse. Guillermo II exigió para Alemania un lugar en el Sol, una posición adecuada a la grandeza germana; su tremendo potencial económico entró en competencia clara con Francia e Inglaterra, sobre todo con esta última y el gigantesco tamaño de sus posesiones. Al ser una nación nueva, con un historial de éxitos militares y una sensación de imbatibilidad, la sociedad germana defendía una actitud de fuerza ante sus competidores económicos, la población aceptaba el militarismo como elemento de poder. En el reparto colonial Inglaterra y Francia superaban a Alemania. Los británicos tenían un imperio enorme, mantenido con una armada superior a cualquier otra, de esta forma quedaba garantizada la línea de abastecimientos. El dominio británico sobre el mar era absoluto. Francia, aunque con un imperio de menor tamaño, tenía la ventaja de su continuidad territorial en África, que iba desde Marruecos hasta Gabón. Las posesiones alemanas se limitaban a cuatro colonias africanas, las actuales Tanzania, Namibia, Camerún y Togo; más algunas islas en el Pacífico. Ante áreas tan aisladas era imprescindible la marina para su abastecimiento y defensa. Para poder competir con los británicos necesitaban la creación de una armada fuerte que pudiera utilizarse como elemento de disuasión y presión en el reparto colonial y, llegado el caso, tener posibilidades en un enfrentamiento naval. Pero sobre todo Alemania deseaba contar con un imperio colonial acorde a su importancia.
El principal foco de inestabilidad en el continente europeo en 1914 era el problema eslavo y los Balcanes. La península balcánica había sido en el pasado la zona de fricción de dos grandes potencias ahora en decadencia: el Imperio austrohúngaro y el Imperio otomano. Toda la zona sufría cambios continuos de fronteras fruto de las disputas entre ambos. Los Balcanes estaban habitados por un conjunto de pueblos con lenguas, religiones y culturas diferentes. Los eslavos constituían el grupo más significativo, que emigraron desde los Cárpatos tras la caída del Imperio romano. Su punto común es una lengua de origen indoeuropeo, raíz de las lenguas eslavas. A este grupo pertenecen los serbios, croatas, eslovenos, checos, polacos y también los rusos. Los ideales nacionalistas que se extendieron a partir de la Revolución francesa calaron hondo en esas poblaciones cuyos territorios estaban bajo la soberanía de Austria-Hungría, Turquía y Rusia. La decadencia del Imperio turco hizo que tanto austriacos como rusos pensaran en repartirse el botín, pero también favoreció los deseos independentistas de los habitantes de esas áreas. Rusia escondía sus ansias imperiales dentro de la idea del paneslavismo, pretendía convertirse en líder de los eslavos que habitaban en los Balcanes. En 1877, aprovechando la debilidad de Estambul, Rusia llegó a un Acuerdo con Austria para la liberación de los pueblos cristianos bajo dominio turco y declaró la guerra al Imperio otomano, se convirtió así en el paladín del paneslavismo. La Sublime Puerta fue derrotada, y tras la Paz de San Stefano se convocó en 1878 el Congreso de Berlín en la cual se estableció la independencia de Serbia, Rumania y Montenegro. Bulgaria no consiguió liberarse y se constituyó como estado autónomo tributario de Turquía. Austria obtuvo el derecho a administrar Bosnia y Herzegovina. Rusia no se benefició del reparto de influencias y no quedó satisfecha por lo que se acentuó el antagonismo con Austria por la cuestión balcánica.
Serbia ocupó un papel central dentro del problema balcánico, su enfrentamiento con los Habsburgo era sólo cuestión de tiempo. El Imperio austrohúngaro estaba asentado en dos pilares: el germánico (Austria) y el magiar (Hungría). Pero dentro de su territorio también había importantes comunidades eslavas, como los croatas y los eslovenos, que ansiaban un cierto grado de autonomía y mayor libertad. No es de extrañar que Austria-Hungría viera con recelo la formación de un estado como Serbia, que además pretendía liderar la unión de los pueblos eslavos del sur. Los croatas se solidarizaron con los serbios frente a la política agresiva del imperio y aspiraban a un estado a tres (magiar–alemán–eslavo), dentro del imperio. Las aspiraciones de autonomía eslavas, que no de independencia, fueron negadas mediante una política de dureza y represión.
El antiguo y decadente Imperio otomano se descomponía, debido a ello aparecieron algunos movimientos internos de renovación. En esa línea, en 1908, se produjo el alzamiento de los jóvenes turcos, cuyo objetivo era que el antiguo imperio se transformara en un estado similar a otros europeos, anhelaban una estructura constitucional. El alzamiento turco fue aprovechado por los búlgaros para intentar deshacerse de forma total de la dominación otomana. Fernando I se declaró Zar del Reino de Bulgaria y proclamó de forma unilateral su independencia. Austria-Hungría consideraba los Balcanes territorio propio y temía una cadena de proclamaciones de independencia, para evitarlo se anexionó de forma unilateral Bosnia y Herzegovina. Bosnia estaba habitada por un gran número de serbios y la anexión fue recibida como una agresión por éstos, que veían ese territorio como la prolongación natural de su estado, y, sobre todo, lo apreciaron como un freno para su idea de una patria para todos los pueblos eslavos del sur. Al ver como los austrohúngaros se aprovechaban de la decadencia otomana para aumentar su territorio a costa de los pueblos eslavos, Rusia se sintió engallada y se alineó a Serbia de forma definitiva.
El poder otomano en los Balcanes desaparecía poco a poco. Serbia y Bulgaria, apoyadas por Rusia, se aliaron en la que se denominó Liga Balcánica, creada para establecer un contrapeso frente a Austria en el caso de un reparto de los territorios turcos europeos. Grecia y Montenegro también se unieron a la liga, que declaró la guerra a Turquía en la que fue conocida como la primera guerra balcánica (1912-1913). Los otomanos fueron derrotados y comenzó el reparto de las zonas conquistadas. Austria-Hungría estaba en contra de cualquier expansión territorial en un área que consideraba propia, pero tanto Serbia como Bulgaria consiguieron beneficiarse, aunque Bulgaria no se quedó satisfecha frente al botín obtenido por sus aliados. La paz duró poco y en 1913 se produjo la segunda guerra balcánica en la que Bulgaria, apoyada por los austriacos, atacó a Serbia. Rumania, Grecia, Turquía y Montenegro intervinieron del lado Serbio. Alemania a Italia, ante el temor de una generalización del conflicto, impidieron que Austria-Hungría entrara en la guerra y los búlgaros se quedaron solos, como consecuencia fueron derrotados. Se firmó la paz en Bucarest por la que Bulgaria perdió Macedonia y Serbia tuvo que renunciar a su pretendido acceso al Adriático, su objetivo principal.
Todas estas tensiones quedaban reflejadas en un complejo sistema de alianzas, base del orden europeo desde la época napoleónica. Bismark, tras consolidar el segundo Reich, estableció una serie de pactos defensivos contra la política revanchista de Francia y como contención ante la amenaza revolucionaria. Fruto de esta política fue la liga de los tres emperadores: Alemania, Austria-Hungría y Rusia. Rusia, ofendida por los resultados del Congreso de Berlín favorables a Austria-Hungría, abandonó el acuerdo. Italia se incorporó y se formó la Triple Alianza.
Inglaterra y Francia se habían asociado en la Entente Cordial, un tratado de no agresión. A este pacto se uniría Rusia, debido a las buenas relaciones económicas con Francia. Se creó así la Triple Entente. Rusia, como defensora del paneslavismo, era la principal aliada de Serbia.
Así de tensa y complicada era la situación en Europa cuando el 28 de junio de 1914 Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo al Archiduque de Austria Francisco Fernando. Había una excusa, por lo tanto habría guerra.