Capítulo 56

El vestíbulo ofrecía un aspecto reluciente e inmaculado. Hasta los ceniceros de mármol, sin ninguna colilla, plantados obedientemente junto a los ascensores, parecían lustrados con un paño de seda. Podría haberse tratado de un hotel, de un club de campo, o de la sala de espera de un dentista de Beverly Hills. Pero no.

Era la oficina de Long Beach de Festman Gruber.

El ascensor subió con un suave zumbido las quince plantas. Una pared de arriba abajo de vidrio grueso, probablemente a prueba de balas, flanqueaba el pasillo guiando a los visitantes hasta la ventanilla del mostrador de recepción. El guardia de seguridad que había detrás llevaba pistola, y mostraba un aire ceñudo impresionante para ser las ocho de la mañana. A su espalda, se extendía una colmena de oficinas y salas de juntas, también con paredes de cristal, por donde circulaban secretarias y oficinistas con paso enérgico. Aparte de esa perspectiva de casa de muñecas, el lugar tenía el mismo aire estéril y deprimente que cualquier otra empresa. El panel frontal aislaba herméticamente las oficinas, enmudeciéndolas por completo. Todo aquel trabajo confidencial a la vista, aunque insonorizado.

El guardia no pareció reconocerme, pero mi cara amoratada decía a las claras que estaba fuera de lugar allí, entre las butacas de los ejecutivos y la mullida moqueta. Notaba las palmas sudadas y los hombros tensos.

Faltaban cuatro horas para que Ridgeline matase a mi esposa.

—Patrick Davis —dije—. Me gustaría hablar con el jefe del departamento legal.

Pulsó un botón y su voz sonó a través de un altavoz.

—¿Tiene cita? —inquirió.

—No. Dé mi nombre y seguro que querrá verme.

El guardia no dijo nada, pero su expresión revelaba que lo juzgaba improbable. Recé para que no llamaran a la policía antes de que tuviera la oportunidad de hablar con alguien.

Como era de esperar, no había dormido en toda la noche. Había recogido de madrugada el analizador de señales de Jerry en el sitio acordado, y ahora la gente de Kazakov se estaba encargando de manipularlo para conectarlo a un GPS estándar, de manera que yo pudiera identificar la ubicación de Ariana, o al menos la de su gabardina. Después, todo quedaría en mis manos. Tendría que rastrear la señal y llegar a la guarida de Ridgeline antes de que ellos salieran al mediodía para dirigirse a nuestro punto de encuentro. En este momento necesitaba algo que me permitiera introducir una cuña entre Festman Gruber y Ridgeline, algo con lo que armarme y poder presentarme ante los hombres que mantenían secuestrada a mi esposa. Había más factores de los que mi mente abotargada y falta de sueño podía abarcar. Y si alguno de ellos se inclinaba en la dirección equivocada, terminaría organizando un funeral y sometido a juicio, o bien ocupando yo mismo el ataúd.

Mientras aguardaba una invitación a pasar o una detención fulminante, escuchando una melodía de Josh Groban, observé a una secretaria que cruzaba el pasillo acristalado y entraba en una sala de juntas igualmente acristalada. Una serie de tipos trajeados rodeaban una mesa de granito del tamaño de un yate. Uno de ellos, idéntico a los demás, se levantó con brusquedad de la cabecera cuando ella le susurró al oído. Me dirigió una larga mirada a través de las paredes transparentes; la vida de Ariana oscilaba ahora en sus manos. Por fin entró con paso enérgico en el despacho contiguo. Esperando jadeante su veredicto, me asaltó la idea de que aquella profusión de cristal no era una supuesta política empresarial de transparencia y buen rollito, sino que se trataba de la encarnación de la paranoia suprema, puesto que cada cual podía vigilar a los demás en todo momento.

Sentí un alivio enorme cuando la secretaria, una mujer asiática de melenita corta, vino a buscarme y me guio hacia las oficinas. Crucé un detector de metales y dejé las llaves del coche de Don en una bandeja para que las pasaran por el escáner. El sobre de papel manila que llevaba en la mano no lo solté.

Ahora se avecinaba el verdadero desafío.

El hombre me esperaba en mitad de su despacho, con los brazos pegados al cuerpo.

—Bob Reimer —se presentó sin tenderme la mano.

Nos quedamos allí, sobre la moqueta color pizarra, estudiándonos como dos boxeadores. Él parecía encajar en la absoluta vulgaridad del escenario: un pez gordo que no dejaba la menor impresión en la retina, tan insulso como una acuarela en una fábrica de bombas. Era mayor —unos cincuenta, quizá—, de esa generación que aún usaba un alfiler de corbata y decía «pornografía» en lugar de «porno». No pude por menos de pensar en los replicantes de The Matrix: un caucásico del Medio Oeste, con traje impecable y sin un pelo fuera de lugar. Un hombre cualquiera. Un don nadie. En un abrir y cerrar de ojos podría reemplazarlo un alienígena de forma humana. Después de todo el miedo, el dolor y las amenazas, era una decepción abrumadora enfrentarse a un ser tan banal en un despacho refrigerado.

Pasó por mi lado, dio un golpecito con los dedos en la pared de cristal, y esta se nubló en el acto; así nos aisló del resto de la planta. Magia.

Fue a su mesa y sacó un chisme alargado que, según deduje, a la luz de mi acelerada instrucción como espía, era un analizador de espectro.

—Supongo que no tendrá inconveniente dadas las circunstancias —comentó.

Abrí los brazos, y él pasó el aparato por mis flancos, mi pecho y mi cara, así como por encima del sobre de papel manila. Resistí la tentación de hundirle el codo en la nariz.

Satisfecho al ver que no emitía señales de radiofrecuencia, guardó el artilugio en un cajón. Tenía orgullosamente expuesta una fotografía enmarcada de una mujer atractiva y dos chicos sonrientes. Al lado, había una taza de café, en la que se representaba un pescador de tebeo, y el rótulo: ¡EL MEJOR PAPI DEL MUNDO! Comprendí, asqueado, que seguramente era buen padre, que debía de haber dividido su vida en nítidos compartimentos y que los administraba con despótica eficiencia. El compartimento presente ostentaba todos los símbolos y adornos de un padre de familia ordinario, pero yo tenía la sensación de estar en el nido de una víbora, aunque equipado para simular un ambiente humano.

—Es usted un fugitivo —dijo con tono desagradable.

—He venido a negociar. —Mi voz sonaba bastante segura.

—No tengo ni idea de qué me está hablando.

—Ya. Aquí, en la planta quince, tienen las manos limpias.

—¿Para qué ha venido?

—Quería mirarle a la cara —le espeté. Aunque había asomado un matiz de furia en mi tono, su expresión no se modificó. Di un paso hacia él—. Estoy en condiciones de demostrar su relación con Ridgeline.

Si le sobresaltó oír el nombre, lo disimuló a la perfección.

—Por supuesto. Ridgeline es una empresa de seguridad. Ellos se encargan de nuestra protección ejecutiva internacional.

—Los dos sabemos que se encargan de mucho más.

—No sé a qué se refiere. —Pero mantenía los ojos fijos en el sobre.

El teléfono de la mesa dio un pitido. Se acercó y pulsó un botón:

—Ahora no.

La secretaria asiática:

—Hay aquí un equipo de reporteros de investigación de la CNBC. Dicen que quieren una declaración sobre una noticia de última hora.

Cruzó el despacho en cuatro zancadas, golpeó con los nudillos y el vidrio esmerilado se aclaró de nuevo. Más magia.

Al fondo, en el vestíbulo, había dos hombres con anorak; uno de ellos cargado con una cámara enorme que llevaba estampado el rótulo de CNBC TV y el abanico con los colores del arcoíris.

—Quíteselos… —Reimer torció el gesto ligeramente y se volvió para mirarme.

—No he filtrado nada aún —dije—. Es obvio; si no, no estaría aquí. Pero no puedo responder por Ridgeline.

—¿Por qué cree que Ridgeline va a dar un paso contra nosotros?

No respondí.

La secretaria de nuevo, a través del teléfono, preguntó:

—¿Quiere que les haga esperar fuera?

—No. —Haciendo un gesto seco de muñeca, quedó visible el reloj y le echó un vistazo—. No creo que debamos dejar a unos periodistas de investigación en el vestíbulo si estamos esperando a la delegación jordana que llegará en diez minutos. —Era un sarcasmo contenido, lo que lo hacía más mordaz—. Métalos en la sala de juntas número cuatro; así no los perderé de vista. Ofrézcales café, bollos, lo que sea. Iré a verlos con Chris en unos minutos.

Se le distendieron los labios horizontalmente, sin curvarse: su versión peculiar de una sonrisa.

—¿Podríamos abreviar? ¿De qué se trata con exactitud?

—De Ridgeline, ya se lo he dicho.

—No sé de qué historias cree estar enterado, pero debería saber que empresas como Ridgeline las hay a patadas. Se les encomienda una misión, y ellos ponen manos a la obra. La mayoría de las veces ni siquiera saben por qué están haciendo lo que hacen; por eso no es difícil que malinterpreten las instrucciones y rebasen los límites. Esas empresas suelen estar compuestas por antiguos miembros de Operaciones Especiales, los cuales, digamos que, son bien conocidos por poner a veces… un poco más de entusiasmo de la cuenta.

Hablaba en tono despreocupado, sin vacilación alguna, como si aquella situación fuese el pan de cada día. Y estar allí, entre bastidores, donde se accionaban todos los resortes y se cuadraban con brutalidad las cuentas, me hizo sentir ingenuo y asqueado. Observé cómo se le movían los rosados labios y tuve que controlar mi repugnancia para centrarme en sus palabras.

—Por ello —prosiguió—, Festman Gruber se cuida muy mucho de restringir su trato con las empresas del cariz de Ridgeline, y reducirlo a tareas específicas, como la protección ejecutiva. A veces necesitas un perro rabioso, pero has de asegurarte de que mantienes sujeta la correa.

—Sería una desgracia que ese perro rabioso conservara pruebas de todas sus transacciones con Festman Gruber. —Alcé el sobre de papel manila.

Lo miré fijamente. Él clavó la vista en el sobre, lo asió con mayor precipitación de lo que exigía su compostura y, rasgando la solapa, sacó el fajo de papeles. Un juego completo de los documentos que había extraído del disco duro de la fotocopiadora de Ridgeline: pagos, cuentas y llamadas que reflejaban la vinculación de esa empresa con Festman Gruber.

La corbata, pulcramente ajustada bajo su nuez de Adán con un ancho nudo Windsor, parecía de golpe apretarle demasiado. Al ruborizarse, se le hicieron más visibles los puntitos que habían escapado a su rasurado impecable. Pero le bastó un momento para procesar la sorpresa. Cuando volvió a levantar la vista, había recuperado todo el dominio de sí mismo.

—Lo que Ridgeline haya decidido hacer con su tiempo es cosa suya. Les corresponde responder por ello.

Me limité a contemplar las oficinas, dejándole que prosiguiera. Había mucho que mirar, todo un mundo contenido entre las paredes de cristal: una industria respetable y eficaz en continuo movimiento. A los periodistas los habían hecho pasar a la sala del otro lado del pasillo, y ahora aguardaban tomando café. La gigantesca cámara con el logo de la CNBC reposaba sobre la mesa.

—Nosotros hacemos muchos negocios en la comunidad internacional, señor Davis —continuó—. Tratamos, según mis últimos datos, con más de dos mil individuos; muchos de ellos pertenecientes a profesiones violentas. No podemos rendir cuentas por el temperamento de cada uno.

—Pero estos individuos en concreto les rinden cuentas a usted. O se las rendían. Usted es el mandamás, al menos en lo que se refiere a este pequeño complot. No trasciende más allá, de modo que todos los que están por encima de usted quedan maravillosamente aislados de la verdad.

No refutó mi análisis, lo cual se parecía mucho a una confirmación.

—Usted tiene acceso a Ridgeline —insistí—, y es capaz de detenerlos.

—Creo poder afirmar que la relación y la confianza entre nuestras empresas se ha deteriorado —afirmó arqueando apenas el labio inferior, como si hubiese probado algo repulsivo.

—¿Ya no tiene contacto con ellos?

Por lo que me había contado Kazakov sobre el funcionamiento de esas operaciones, casi lo daba por supuesto. Y considerando los pasos que Ridgeline había dado contra su omnisciente patrón, era obvio que les convenía mantenerse en la sombra casi tanto como a mí. Pero, pese a ello, quería confirmar que la comunicación estaba rota y que Reimer desembuchara.

—La comunicación regular puede ser contraproducente cuando se trata de asuntos que requieren de ambas partes… (una pausa para escoger las palabras adecuadas) …cierta prudencia. Tanto más cuando el operativo alcanza un alto grado de complejidad. Y ahora, encima… —Suspiró, decepcionado—. Estos documentos dejan claro que Ridgeline no está interesada en cumplir sus compromisos. Pero eso es un arma de doble filo. Nosotros ya no estamos obligados a ofrecerles la protección acostumbrada.

Señalando los papeles que tenía en la mano, insinué:

—Parece que ellos ya se lo veían venir.

—Todo esto —levantó el fajo— puede explicarse con unas llamadas telefónicas.

—Siempre que sus jefes quieran hacerlas para salvarlo. Ridgeline es prescindible. Me figuro que usted también. Ya conoce el dicho: «En un secreto, nunca seas el mando más alto».

Una tos de incredulidad.

—Es factible retocar los documentos, situarse en un contexto. Las noticias las damos nosotros, ¿sabe? —Hizo un gesto casi involuntario hacia los periodistas que aguardaban con paciencia al otro lado del pasillo—. ¿Cree que unos cuantos trozos de papel bastarán para que mis jefes quieran dejarme tirado?

—Junto con la historia que yo contaría…

—¿Usted? —sonrió—. Estamos capacitados para borrarlo de un plumazo. No lo mataríamos, no, pero lo borraríamos, lo despojaríamos de toda credibilidad. No se trata solo de nosotros, sino de aquellos sobre cuyos hombros estamos plantados, de las bases de datos a las que nos hallamos conectados, de las instituciones que dependen de nuestro éxito permanente.

—¿Eso equivale a decir «Yo soy el Gobierno»? Porque ya lo he oído otras veces.

Torció los labios casi imperceptiblemente, y prosiguió:

—Ridgeline, como todos los demás —hizo un gesto abarcador—, no pasa de ser un pez de nuestro acuario. Tiramos un poco de comida en la pecera y vienen nadando. —Una tenue sonrisa—. Aunque estoy seguro de que un ilustrado profesor universitario como usted es incapaz de entender algo así.

Sus palabras me dieron de lleno. Recordé a Deborah Vance en su apartamento: los anuncios de época, los muebles antiguos, los accesorios de estilo… Todo seleccionado con meticulosa desesperación para transportarla a otra era. Pensé en Roman LaRusso, el agente de los marginados y discapacitados, encajonado entre montañas de documentos polvorientos, con la única perspectiva de una pared de ladrillo y apenas un resquicio de cielo y de valla publicitaria, y me vinieron a la memoria todos aquellos sueños desvaídos enmarcados en las paredes de su oficina: retratos con autógrafos y rancios consejos de aspirantes y perdedores diversos, no más cualificados que yo mismo para proferirlos: «Vive cada momento», «No dejes de creer» y, cómo no, «Persigue tu sueño». Y pensé también en la persona en que yo mismo me había convertido desde que este asunto había comenzado, doce interminables días atrás: un guionista en ciernes prematuramente quemado, y cuyo matrimonio se hallaba al borde del abismo; impaciente, crédulo, ávido de atención, dispuesto a ser explotado, a lanzarse de cabeza a lo que se presentara en su camino. Expulsado de los platós y despojado de todo protagonismo, había sido confinado en el mundo real, en donde no estaba dispuesto a merecer ni a valorar lo que ya tenía.

Reimer me observaba expectante. Sus palabras todavía resonaban en el aire: «Aunque estoy seguro de que un ilustrado profesor universitario como usted es incapaz de entender algo así».

—Ya no —afirmé.

—¿Ah, no?

—Ya no me importan el cine, los guiones, las ballenas ni el sónar. Solo me importa mi esposa.

—¿La tienen ellos?

—Sí.

—Parece que también lo veían venir a usted —me dijo con cierto grado de satisfacción—. Están procurando limpiar el estropicio. Harán lo que tengan que hacer; las historias y las alegaciones para defenderse las elaborarán después. Me temo que la cosa no pinta bien para usted y su esposa.

—Así que usted y yo estamos en el mismo barco.

—La diferencia está en que nosotros podemos despegarnos de una empresa como Ridgeline de la suela del zapato, y usar una cabeza nuclear para hacerlo. Todo estriba en los aliados con los que cuentas, en quien está al otro lado del teléfono. Esa empresa cree que ha conseguido con esto un seguro de vida. —Sacudió los papeles con un primer atisbo de emoción—. Pero no han hecho más que organizar sus funerales. Usted, y ellos, no saben prácticamente nada. Ellos han reunido pruebas de nuestras transacciones, pero las pruebas solo son pertinentes si hay una investigación, un arresto, un jurado… Nosotros haremos unas llamadas. Lo reescribiremos todo. Eso es lo que ustedes, los peces que giran en sus peceras cautivados por su propia imagen, no logran entender. Somos nosotros, las empresas como Festman Gruber, quienes decidimos qué historias se cuentan. Festman Gruber no responde siquiera frente a un puñado de documentos copiados ni frente a un asesino decidido a ajustar cuentas. Todos los crímenes se los atribuirán a usted. Y las repercusiones recaerán en Ridgeline, en todo caso.

—A menos que usted haya tenido la bondad de darme lo que he venido a buscar.

Me escrutó de arriba abajo con la mirada inquieta, y me espetó:

—¿Como si esto se estuviera grabando, quiere decir? —Soltó una risotada de una sola nota, como un ladrido. La sonrisa se le había quedado atascada en los dientes—. Tonterías. Ha pasado por un detector de metales.

—Hay dispositivos de última generación que funcionan con diminutas cantidades de metal.

—Yo mismo lo he escaneado para detectar ondas de radiofrecuencia.

—Entonces no estaba transmitiendo. De hecho, ha sido usted quien lo ha puesto en marcha.

Se observó los brazos, las manos, y por fin reparó en el sobre que aún sujetaba. Con aprensión, alzó la solapa. Un recuadro transparente, fino como una hoja de afeitar y del tamaño de un sello, se hallaba insertado en la parte de dentro, en la franja adhesiva. El interruptor transparente que se había desprendido —activando el dispositivo— cuando él mismo había abierto la solapa, se había quedado pegado al sobre.

—No hay… —hizo una pausa para tomar aliento— fuente de alimentación.

—Absorbe las ondas de radiofrecuencia del ambiente, y las transforma en energía para alimentarse a sí mismo.

A través de la pared de cristal, contempló todos los teléfonos móviles adosados a los cinturones de los empleados, los iPhone que manejaban las secretarias, los routers que parpadeaban en los estantes: una cantidad enorme de radiofrecuencia flotando alrededor, disponible para ser usada en el aire que respiraba todos los días allí arriba, en la planta quince.

Una gota de sudor emergió de su patilla y se deslizó mejilla abajo.

—Un… un transmisor tan pequeño requeriría que el equipo de recepción estuviera muy cerca. —Se encogió de hombros, inseguro—. O no sería posible… que esa señal tan débil pasara la barrera de la fachada. —Señaló la pared de cristal a prueba de balas que flanqueaba el vestíbulo de la planta y daba al mundo exterior.

Di un golpe en la pared con los nudillos y el cristal se nubló. Volví a golpear y recobró su transparencia. Al otro lado del pasillo, en la sala de juntas número cuatro, los periodistas de la CNBC se habían repantigado en las sillas y, con los pies encima de la mesa, devoraban un bollo tras otro. El que estaba en la cabecera me hizo una seña, se lamió el azúcar de los dedos y nos mostró la cámara enorme con un gesto teatral.

—Escondido en la cámara —murmuró Reimer con voz ronca—. Ahí está el equipo de recepción. —Lo dijo en tono neutro, pero yo lo entendí como una pregunta.

—Recepción y transmisión —aclaré—. A un sitio seguro lejos de aquí.

—No lo creo. Aparte de nosotros, apenas habrá un puñado de lugares en el mundo con este tipo de artilugios en el campo de la vigilancia. Usted… ¿dónde iba a conseguir una tecnología semejante?

—¿Dónde le parece?

Cambió de expresión, y diría que por primera vez en mucho tiempo comprendió lo que era el miedo.

En la sala de juntas, el falso reportero se inclinó y despegó de la cámara el adhesivo magnético de la CNBC, dejando a la vista el logo de North Vector que había debajo.

Reimer soltó un ruido gutural, algo a medio camino entre un carraspeo y un gruñido.

—Hay un estudio interno —le informé— sobre los niveles de decibelios en los sistemas de sónar que he puesto también en manos de North Vector.

Palideció.

—El perro rabioso que contrató parece haberse soltado de la correa —añadí—. En cuanto a esas llamadas tan importantes a las que se ha referido… se están haciendo ahora mismo. Tengo entendido que el contrato que hay en juego asciende a veinte mil millones de dólares, millón arriba, millón abajo. Intuyo que una cantidad semejante puede contribuir bastante a erosionar la devoción que sienten sus jefes por usted.

—Está bien —dijo—. Está bien. Hablemos. Aún podemos frenar todo esto, conseguirle a cada uno lo suyo. Oiga… —Me puso una mano en el hombro, y me dejó una mancha de sudor—. Nos necesita para mediar en lo de su esposa. Somos los únicos con influencia sobre Ridgeline. Podemos hacerles mucho daño.

—Ya me ha dicho que no sabe como contactar con ellos.

—Pero habrán de salir a la superficie. —Hablaba de modo categórico, pronunciando sílabas firmes y compactas—. Nos necesita en este lío. Nosotros lo desactivaremos. Me necesita. Aun suponiendo que consiguiera convencer a la policía para que dejara de seguirlo y se lanzase tras ellos, no le conviene que las fuerzas especiales irrumpan en el lugar del secuestro. Mucho menos cuando los que están allí atrincherados son tipos de ese calibre. No quedará de su esposa más que un charco de sangre.

A través de las paredes transparentes, veía el reloj de la oficina contigua: las 8.44.

Quedaban tres horas y dieciséis minutos…

—Ni polis —dije—. Ni fuerzas especiales.

Soltó un bufido de incredulidad.

—¿Cómo, entonces?

—Ya me ocuparé yo de ello. Usted preocúpese de lo que va a contarles a sus superiores de Alexandria. Y procure escoger bien las palabras. He descubierto que la cultura corporativa de Festman Gruber es algo despiadada.

Lo dejé allí, plantado en medio del despacho. Un peso repentino abrumaba sus cuadrados hombros. Al llegar a la puerta, oí su voz a mi espalda. Más que vengativa, me pareció cansada, resignada a la carnicería que se avecinaba.

—Esto le viene demasiado grande —aseguró—. No se imagina siquiera cómo son esos hombres. Si va a enfrentarse solo con ellos, mejor haría pegándole un tiro en la cabeza a su esposa.

Con la mano ya en el picaporte, cerré los ojos y volví a ver la secuencia granulada que Ridgeline me había enviado al móvil a medianoche: Ariana brutalmente golpeada, gritando sin voz mi nombre. ¿Qué más le habrían hecho? ¿Qué más le estarían haciendo ahora mismo? Él tenía razón, al menos en parte. Aquello me venía demasiado grande. ¿Acertaba también sobre cómo terminaría todo?

Salí al pasillo. Los técnicos de North Vector me esperaban. Mientras atravesábamos el laberinto de cristal, varios empleados se levantaron en sus cubículos y observaron cómo nos marchábamos. Cuando llegué a los ascensores, miré atrás. Pero Reimer había vuelto a dejar opacas las paredes de su despacho y solamente se veía una silueta oscura en el centro: un símbolo del temor creciente que yo sentía.