El hotel Bel-Air, enclavado en cinco bucólicas hectáreas de precio astronómico, era sin duda el lugar indicado para alguien como Gordon Kazakov. Gracias a su resguardada arboleda, sus íntimos senderos y su arroyo murmurante, los jardines eran la viva imagen de la discreción. Los empleados, que hablaban en susurros, habían atendido a la realeza en todos sus órdenes: desde Judy Garland hasta Lady Di. Marilyn Monroe y Joe DiMaggio solían ir allí a escondidas cuando querían desaparecer. Y yo mismo estaba haciendo ahora una entrada furtiva y no demasiado regia, mientras algunas clientas desfilaban ataviadas con sus pieles de granja ecológica y sus labios pintados de rojo sangre.
Ari y yo habíamos cenado aquí una vez en nuestro aniversario, aunque no pudimos permitirnos el lujo de quedarnos a pasar la noche. Intimidado por los camareros, les dejé una propina excesiva que seguramente se quedaba corta. Habíamos salido con timidez, dando las gracias a diestro y siniestro, y yo nunca había vuelto. Hasta ahora.
Después de aparcar en Stone Canyon, tomé un sendero que discurría junto al arroyo para esquivar a los conserjes. Un grupo de cuatro personas cruzaba el puente, mientras yo pasaba por debajo, y aunque conversaban entre murmullos, me llegó con toda claridad el nombre de Keith Conner, como si estuvieran hablando de mí. Bajando la cabeza, seguí adelante, y ellos también. La lluvia había cesado, y el ambiente había quedado limpio e impregnado del aroma de la vegetación. Dejé atrás el estanque, donde reposaban tres cisnes (otros tantos carteles advertían de su mal genio); pasé bajo un sicómoro de California casi horizontal, crucé un trecho de césped y observé la escalera privada que conducía a la habitación 162. Una velita parpadeaba en cada peldaño. Un toque romántico, sin duda, aunque sus oscilantes sombras a mí me resultaban más bien siniestras. Al decidir confiar en Kazakov, había puesto la vida de Ariana y mi propia libertad en sus manos. Bien podría ser que hubiera llamado a la policía y que estuvieran todos dentro esperándome, engrasando sus semiautomáticas y bebiendo Campari.
Tenía mucho que ganar, pero podía perderlo todo.
Armándome de valor, subí la escalera. Di dos golpes seguidos en la puerta, uno solo y de nuevo otros dos.
Sonó una voz seca a través de la plancha de madera: «Lo estaba diciendo en broma»; y la puerta se abrió. Me sobresalté, pero no me esperaban Gable, ni la unidad de élite ni un grupo de matones, sino únicamente Kazakov, envuelto en un albornoz blanco, y su esposa, sentada en el sofá del fondo y algo empequeñecida por las dimensiones de la suite.
Él se frotó un ojo y me invitó:
—Pase, por favor. Disculpe mi atuendo, pero ya nunca me visto para nadie después de las diez. —Un hombre apuesto, aunque parecía más viejo que en las fotografías que había visto. Debía rondar los setenta—. ¿No necesita ponerse algo ahí?
Hablaba en un tono tan práctico que me costó unos instantes comprender que se refería a los morados de mi cara.
—No, gracias.
—Pase. Esta es mi mujer, Linda.
Ella se puso de pie, alisándose el chándal de diseño, y me tendió la mano con aire femenino. Debía de tener una edad similar a Kazakov, un dato llamativo en aquel contexto; su porte era elegante y sus ojos denotaban inteligencia. Nos dirigimos unas frases educadas, tal vez absurdas dadas las circunstancias, pero una mujer como aquella parecía inspirar refinamiento y modales.
—¿Pido un poco de té, cariño? —dijo mirando a su marido.
—No, gracias —respondió Kazakov. Mientras su esposa se retiraba, me hizo un guiño y se acercó al minibar—. Cuarenta y dos años ya. ¿Sabe cuál es el secreto?
—No —dije—. Ni idea.
—Cuando atravesamos una situación difícil, reconozco que estoy equivocado la mitad de las veces. Ni más, ni menos.
—Lo de estar equivocado lo tengo bien aprendido —contesté. Pensar en Ariana en aquella lujosa suite me pilló a contrapié. Evoqué el rostro ancho e imponente de DeWitt, los brazos que apenas se estrechaban en la muñeca, los hombros musculosos. Y luego, la imagen de Verrone, de bigote alicaído y mirada fija e implacable. Mi esposa se hallaba en manos de esos dos hombres; controlada por ellos; respirando con la condición de que estuvieran de humor o les conviniera.
—Parece muy alterado —comentó.
Bajo la pantalla plana montada en la pared, el dígito de la hora parpadeó en el reproductor de DVD: las 11.23.
Faltaban doce horas y treinta y siete minutos para que los tipos de Ridgeline mataran a mi esposa.
—No se lo discuto —respondí.
Me indicó que me sentara.
—¿Le apetece una copa?
—Mucho.
Sirvió dos vodkas con hielo y me tendió el mío.
—No juegan limpio, nuestros amigos de Festman Gruber —argumentó—. Conozco sus artimañas, como ellos las mías. —Se sentó de lado en el borde del escritorio y entrelazó las manos sobre la rodilla, como si esperase que alguien fuera a pintar su retrato—. A ellos les interesaba mucho que la película no se hiciera. McDonald’s suprimió su menú gigante después de aquel documental, ¿no? ¡Qué demonios, si eres capaz de obligar a McDonald’s a hacer algo así, todo es posible! Necesitábamos a una estrella de cierta categoría para que la película llamara la atención como deseábamos. Ya sabe cómo funcionan estas cosas. Dado el plazo limitado con el que contábamos, no resultó fácil. Tampoco es que las estrellas de primera línea hagan cola para involucrarse en una película de ballenas de bajo presupuesto. —Dio un sorbo y entornó los ojos, saboreando el alcohol.
Lo imité. El vodka me quemaba en la garganta, pero me calmaba los nervios.
Con la uña del pulgar, se puso a quitar una mancha imaginaria del barniz del escritorio, mientras decía:
—Keith Conner no era tan idiota como podría creerse.
—Empiezo a intuirlo.
—No es posible matar a una estrella discretamente —musitó.
—Necesitaban algo infalible.
—Y poco sofisticado. —Gesticuló con el vaso—. Un driver de golf, ¿no?
—Sí. Ni siquiera sé jugar.
—Yo tampoco entiendo ese juego. Me parece una excusa para llevar unos pantalones ridículos y beber de día. Ya lo hice bastante en mi juventud.
Bajé la vista hacia el líquido transparente; me temblaban las manos. Después de tantas amenazas, un contacto humano semejante y nuestra rápida simpatía me habían pillado desprevenido. Me sentía a salvo en aquella habitación, lo cual desató en mí todas las sensaciones que había tratado de eludir. Las últimas horas habían transcurrido confusamente de una experiencia traumática a otra. Me vino a la mente la imagen de Sally, girando sobre sí misma con la boca abierta y un orificio en el pecho.
—Han disparado a alguien. Delante de mí, ¿sabe? Una madre soltera. Hay un crío que ahora mismo debe de estar… enterándose…
Él permaneció sentado con la paciencia de un francotirador. Yo no sabía muy bien lo que pretendía transmitirle; por fin vacié el vaso y le entregué el CD. Él alzó las cejas.
Cogió el disco, rodeó el escritorio y lo introdujo en su portátil. Abrió el documento y leyó. Leyó un poco más. Permanecí en silencio, pensando en todo lo que haría de otro modo si conseguía volver a estar con mi esposa. Recordé la última noche que habíamos pasado juntos: mi pulgar resiguiendo una gota de sudor entre sus deliciosos omoplatos; la urgencia de su boca contra mi hombro… ¿Y si todo era un último recuerdo?
La voz de Kazakov me arrancó de mis pensamientos.
—Este estudio interno muestra unos resultados muy distintos de los que Festman hizo públicos y presentó ante el Congreso. Conque trescientos cincuenta decibelios… Esos niveles entran de lleno en el terreno ilegal.
—¿Le sorprende la cifra? —pregunté.
—En lo más mínimo. Lo sabemos todos. Pero esto demuestra que ellos también conocen el dato. —Echó un vistazo a la pantalla—. Han robado también nuestros datos. Debemos de tener un topo. Ya nos ocuparemos de ello. —Hablaba consigo mismo, como si yo no estuviera, y frunció sus canosas cejas, mostrando una ira que había ocultado hasta entonces—. Al menos nos robaron datos correctos. —Volvió a acordarse de mí—. Nosotros tenemos un producto superior —me informó—. Pero las innovaciones llevan tiempo, y el cambio siempre cuesta. Hay alianzas, intereses creados, inercias… Había que concienciar a la gente, aplicar la presión adecuada en el momento justo. El documental era un modo de hacerlo. Los negocios pueden crear extraños compañeros de cama.
—¿Por «producto» quiere decir el nuevo sistema de sónar que están desarrollando?
—Más o menos. Nosotros diseñamos transductores y cúpulas de sónar para el casco de barcos y submarinos. Exactamente igual que Festman Gruber.
—¿Por qué es superior el suyo? ¿Porque no daña a las ballenas?
—No vaya a confundirme con un amante de las focas —dijo riendo entre dientes—. Nosotros tenemos nuestros propios motivos. Salvar a los animales no figura entre nuestras máximas prioridades. Pero resulta que nuestro sistema es menos perjudicial para el medio ambiente. Lo cual es bueno para nuestra imagen, ¿entiende?, y lo convierte en un buen negocio. Y es una ventaja de cara a los medios. ¿Cómo anda de física?
—Fatal.
—De acuerdo. En pocas palabras: el de Festman Gruber es un sistema de sónar tradicional: baja frecuencia, pero alta potencia de salida; en pocas palabras, alta intensidad. Y es dicha alta intensidad la que desbarata las migraciones de las ballenas y les revienta los oídos; en fin, toda esa historia de Greenpeace. Naturalmente, Festman niega la relación de una cosa con otra.
—Como las tabacaleras con el cáncer.
—Como cualquier hombre de negocios avispado. No puedes complacer a tus accionistas sacando a relucir tus propios trapos sucios. La clave es —señaló la pantalla— que no te pillen con los pantalones bajados.
—¿Cómo es posible que el sónar de su empresa funcione con un nivel tan bajo de decibelios?
—Porque North Vector ha desarrollado un sónar de baja frecuencia y elevado el ritmo de pulsación, es decir, de baja intensidad, basado en el mismo sistema que usan los murciélagos. Superponemos señales procedentes de múltiples fuentes para incrementar la distancia de propagación sin elevar la intensidad. Esto supone una enorme ventaja estratégica, porque, aun en pleno funcionamiento, es difícil de detectar, grabar o rastrear incluso con equipos acústicos sofisticados.
—¿Y cuánto representaría un pequeño proyecto artesanal como este?
—Unos tres mil novecientos millones de dólares. Anualmente. Durante cinco años. —Desenlazó las manos y las extendió teatralmente—. Pero ¿en realidad podemos ponerle precio al bienestar de nuestros mamíferos marinos?
Me entraron ganas de soltar una respuesta ingeniosa, pero pensé en Trista, sentada en su bungaló, rodeada de fotografías sanguinolentas, y también en Keith, demorándose a la sombra del Golden Gate para acariciar el flanco de aquella ballena gris, y decidí mantener cerrada la boca.
—La Agencia de Seguridad Nacional —prosiguió— tiene un presupuesto ilimitado. Si necesitan más dinero, lo imprimen. Pero no les gusta pagar dos veces por la misma cosa, sobre todo cuando se trata de esas cantidades. Queda mal ante la Comisión de Gastos del Senado. Y Festman, ¿sabe?, tiene en vigor un contrato a largo plazo para su sónar naval. Por consiguiente, a pesar de todas nuestras ventajas, nosotros vamos detrás de ellos. Este documento —otro vistazo arrobado a la pantalla—, o más concretamente, la amenaza que implica este documento acelerará ciertos procesos.
—¿No pueden alegar que está manipulado?
—La cosa no llegará a ese punto. Esta batalla ha de concluir sin disparar un solo tiro.
—¿Cómo?
—Me encargaré de que ciertas personas, situadas en ciertos puestos clave, sepan que apoyar a Festman implica estar en el bando perdedor. Me refiero a senadores, fiscales, miembros del Gobierno…
—¿Y cómo va a conseguirlo?
—No hay mayor poder, se lo aseguro —ni bombas, ni leyes ni parlamentos—, ningún poder más grande que levantar el teléfono y tener a la persona adecuada al otro lado de la línea.
—¿No tratará de frenarle el Gobierno?
—Yo soy el Gobierno.
—Usted es una empresa privada.
—Exacto.
—Sigo considerando —dije asintiendo lentamente—, que no soy lo bastante cínico para vivir en este país.
—Intente vivir en otro. Pero no se volverá más optimista.
—¿Puede usar este estudio interno para crucificar a Festman? —pregunté apuntando el portátil con un dedo.
—No es eso lo que queremos.
—Después de todo lo que he pasado, señor Kazakov, no creo que pueda usted hablar de lo que yo quiero.
—Usted ha acudido a mí por un motivo, Patrick. Yo sé cómo navegar en esas aguas. —Me di unos golpecitos en el muslo con el vaso vacío—. Nunca conviene humillar a un rival —prosiguió—. Porque entonces no obtienes lo que deseas. No: le enseñas tus cartas y le ofreces una salida. Evitarle la vergüenza, al contrario, es un método enormemente efectivo y muy poco utilizado. Enterramos este estudio y arreglamos las cosas para exonerarle a usted de todas las acusaciones que hayan urdido. Todo discretamente, entre bastidores. Y acordamos uno o dos titulares aceptables para ambas partes. Los altos cargos de Festman Gruber no irán a la cárcel; simplemente perderán este asalto.
—Y usted obtendrá un contrato de defensa.
—¿Cuánto quiere por este CD? —cuestionó.
—No quiero dinero. Quiero a mi esposa.
—Entonces busquemos a su esposa.
—No es tan fácil. —Poniéndome de pie, saqué los documentos que llevaba doblados en el bolsillo y se los arrojé sobre el escritorio: todas las facturas de teléfono, órdenes de pago, cuentas bancarias y fotografías que vinculaban a Ridgeline con Festman Gruber—. Hay mucho más en juego. Y yo tengo mucho más que un simple estudio interno.
Le hablé de Ridgeline y de lo que había descubierto sobre su relación con Festman Gruber. Cuando le conté lo del secuestro de Ariana, se le crisparon los dedos sobre el brazo del sillón y los ojos se le encendieron con toda la empatía de sus cuarenta y dos años de casado. Su mujer reapareció en silencio, en apariencia para dejar el servicio de té en la mesa, aunque el momento elegido parecía indicar que había estado escuchando. Se cuidó de captar la mirada de su marido y, por la resignada expresión de este, quedó claro que la decisión ya no estaba en sus manos. Cuando ella se retiró de nuevo al dormitorio, Kazakov asintió gravemente.
—Esto lo cambia todo —aseguró. Se reclinó en el sillón, frotándose las sienes. Su perilla plateada adquiría un tono grisáceo bajo el resplandor de la lámpara—. Si Ridgeline llega a saber que usted está jugando sus cartas, harán limpieza general, ¿entiende? Es lo que han venido haciendo: borrar su rastro.
Ahuyenté mis temores, la infinidad de probabilidades funestas, las imágenes luctuosas…
—Para poder salvar a mi esposa —dije— he de saber cómo funciona todo. ¿Quién está implicado y a qué nivel? ¿El director general de Festman hace una llamada y contrata a Ridgeline?
—¿El director general, dice? —Hizo un gesto desechando la idea—. El director general ni siquiera está enterado. No es como en las películas. Él se limita a establecer prioridades, a dar directrices. «Parad el puto documental de Keith Conner». Ya está. El resto lo deliberan y lo llevan a cabo otros.
—¿Quiénes?
—Seguridad.
—¿De quién depende Seguridad?
—Del departamento legal. Y ahora podríamos incluir un chiste de abogados. Pero así es como funciona.
El tono neutro de Kazakov —su naturalidad— era escalofriante.
—¿Quiere decir que son ellos los que urdieron el plan? —me tembló la voz al hablar—. ¿Joderme a mí y a mi mujer? ¿Asesinar a Keith? ¿Inculparme y destrozar mi vida? ¿Un grupo de abogados?
—No sé si los del departamento legal habrán ideado el plan. Pero quienes lo habrán aprobado son ellos.
—Una vez contratados los servicios de Ridgeline.
—Exacto.
—¿Cómo averiguo quién está arriba de todo en esa cadena… legal? —dije escupiendo la palabra.
—Sencillamente, usted se presenta con una parte de la información y mira a ver quién sale a dar la cara.
—¿Presentarme? ¿No están en Alexandria?
—Quien tenga el mando, puede apostarse el cuello, anda por aquí supervisando este embrollo.
—¿No llamarán a la policía para que me detengan?
—Puede ser —dijo—. Pero tenga por seguro que primero querrán hablar con usted.
—Me juego mi vida y la de Ariana.
—Sí.
Sobre la carpeta de cuero del escritorio reposaba un teléfono móvil vía satélite. Distraídamente, lo cogió y le dio la vuelta. La Glock se me estaba clavando en el riñón; la saqué y la dejé sobre la mesita de café.
Echó un vistazo a la pistola, nada impresionado.
—Ese trasto no sirve de nada. Esto es un juego de poder, y no lo ganará con eso. Probablemente acabará volándose la gorra de un disparo.
Tomé el vaso otra vez, como si por arte de magia se hubiera vuelto a llenar.
—Quiero que caiga el departamento legal. Y Ridgeline. La parte industrial del asunto manéjela como le parezca.
—Tiene un hueso duro de roer.
—Por eso necesito su ayuda. La única ventaja de que te persiga una gran empresa de tecnología militar es que sus rivales también son grandes empresas de tecnología militar.
—Es lo que somos. Y está bien lo de combatir el fuego con el fuego. Pero ¿qué espera que hagamos exactamente?
—En la gabardina de mi esposa cosieron un dispositivo GPS de rastreo. Ellos no saben que nosotros lo sabemos. Y mi esposa se las ingenió para ponerse esa gabardina cuando se la llevaron.
—Una mujer de recursos.
—Sí, congeniarían. ¿Sería posible rastrear ese dispositivo?
—No, a menos que tuviera la signatura de la señal.
—¿Sus características, quiere decir?
—Sí, frecuencia de radio, período, ancho de banda, amplitud, tipo de modulación… En fin, los sospechosos habituales.
—Un conocido mío nos hizo un barrido de toda la casa y encontró el dispositivo con un analizador de señales. ¿Ese aparato habrá grabado la signatura?
—Cualquier analizador de señales decente habría guardado la signatura en su biblioteca. ¿Puede conseguir ese aparato?
—Se me ocurre un modo de hacerlo. Pero… quizá me haga falta que le ofrezca un trabajo al tipo.
—¿Lo han despedido?
—Todavía no.
—Ya veo.
—He de hacer una llamada. Si enciendo mi móvil, ¿Ridgeline puede localizarme?
—Esto no es un episodio de 24. Cuesta mucho tiempo rastrear una señal, y eso suponiendo que estén al acecho. Hable solo unos minutos y estará a salvo. —Me señaló el balcón con un gesto, pero ya había dirigido la mirada hacia la copia de la factura de su teléfono, la que yo había usado para encontrarlo. Mientras me ponía de pie, advertí que tenía la vista fija en algunos de los números subrayados.
—¿De quién son estos números? —pregunté.
—De abogados —replicó sin mayor explicación—. ¿Puedo copiar esto también?
—Quédeselo.
—Me ha hecho usted un gran servicio. Ahora he de limitar un poco los daños. —Volvió a señalarme la puerta corredera de cristal, y lo dejé con su vodka y su teléfono vía satélite.
* * *
—¿Cómo que ayudarte? —Aunque la línea telefónica era débil, no dejaba de apreciarse la indignación de Jerry—. Joder, ¿es que no aprendes?
—No tan rápidamente.
—Estoy colgando de un hilo desde que Mickelson descubrió que había hecho el barrido en tu casa. Te dije que no debía enterarse nadie en el estudio. Y aquí me tienes, a un pelo de que me den la patada.
—Bueno, dijiste que querías volver a trabajar en cuestiones de seguridad de verdad. Tengo un puesto para ti en North Vector.
—Todo el mundo te busca Patrick: la policía, la prensa… Sin mencionar a esa gente con la que estás enredado. Ya no se trata de que me despidan, sino de ser acusado de complicidad.
—Tú hoy no has visto las noticias. Por lo tanto, no sabías que yo fuese un fugitivo.
A través de la corredera de cristal, veía cómo Kazakov, enfundado en su albornoz blanco y apoyándose el teléfono en el hombro, gesticulaba con agresiva precisión. Puse la mano en la barandilla del balcón y contemplé la fronda de ramas entrelazadas. Cerré los ojos y aspiré el olor de la lluvia y de la tierra mojada, mientras aguardaba a que Jerry decidiera el destino de mi esposa.
—Cierto —dijo poco a poco—, no las he visto. ¿Qué clase de trabajo?
—Puedes sentarte con el director general y elegirlo tú mismo.
—¿El director general? —Respiraba agitadamente—. Será mejor que no sea una artimaña.
—Tienen a mi esposa. Tienen a Ariana.
Se quedó callado. Miré el reloj, quería colgar cuanto antes.
—Dime lo que quieres.
Concretamos detalles, llegamos a un acuerdo y nos despedimos.
En cuanto colgué, sonaron las campanillas orientales del móvil. Con temor, seleccioné el mensaje:
MAÑANA, A LAS DOCE, LE DEJARÁS EL CD AL APARCACOCHES DEL STARBRIGTH PLAZA.
En la pantalla apareció a continuación un clip de Ariana, atada a una silla. El fondo estaba borroso, pero parecía un cuarto pequeño. Se le veía el cabello suelto y desgreñado, un ojo morado y un hilo de sangre en la comisura de los labios. No había sonido, pero me di cuenta de que gritaba mi nombre.
La secuencia concluyó y dio paso a un rótulo en mayúsculas:
DOCE HORAS.
Fundido en negro.
Apagué el móvil. Con la boca seca y las piernas flojas, tuve que agarrarme a la barandilla mientras me recuperaba.
Me vino espontáneamente un vívido recuerdo: la primera vez que vi a Ari en aquella fiesta informativa para alumnos de primer año de la UCLA. Rememoré sus vivaces e inteligentes ojos; cómo me había acercado, nervioso como un flan, aferrado a una jarra de cerveza; mi frase manida: «Pareces aburrida», y su manera de preguntarme si estaba haciéndole una proposición, si era una oferta para quitarle el aburrimiento.
Yo había dicho:
—Da la impresión de que podría ser la tarea de toda una vida.
—¿Y estás dispuesto? —había preguntado.
Sí.
Allí fuera, en el balcón, el frío de medianoche se había colado entre mis ropas. Temblaba violentamente. Adentro, en la habitación, Kazakov dejó su teléfono satélite y me hizo una seña.
Solté la barandilla y me puse en marcha.
Doce horas.