Aparcado en un callejón detrás de una gasolinera, examiné los objetos que había logrado rescatar, ahora alineados en el asiento contiguo: el portátil de Don, el fajo de documentos doblados en cuatro, que saqué del bolsillo bastante arrugados y un poco húmedos, y el elemento clave de toda la intriga: un disco blanco-plateado.
Me había encasquetado la gorra de golf que estaba en el asiento trasero para cubrirme la cara magullada, y llevaba la pistola en la parte trasera de los vaqueros; asimismo había reemplazado las matrículas del Range Rover por las de un Buick verde estacionado en un aparcamiento comunitario. Debía ganar tiempo antes de que se descubriera el robo, y la leyenda que figuraba bajo la matrícula del Buick —¡LA ABUELA DE ZACHARY Y SAGE!— daba a entender que su dueña no había salido a las nueve y media de la noche para mover el esqueleto. Como si birlar coches no fuese suficiente delito, me había visto obligado a robarle a una abuelita.
Encendí con expectación el Toshiba de Don y quise insertar el CD, pero me entraron dudas en el último momento. ¿Me interesaba conocer su contenido? Y una vez que lo supiera, ¿me dejarían vivo? Me roía la curiosidad, pero la ahuyenté sin contemplaciones; saqué el CD y volví a dejarlo en el asiento de cuero. Hubiera lo que hubiese en él, seguro que provocaría otro montón de problemas. Y yo ya no podía permitirme más distracciones que se interpusieran entre Ariana y yo.
Cuanto más me demorase, más probable era que la policía me atrapara. O que los secuestradores de mi mujer perdieran la paciencia con ella, o decidieran que era un estorbo. El paso más inteligente era telefonear a Verrone ahora mismo y decirle que tenía el CD. Deduciría que lo de la caja de seguridad era una mentira, pero mientras yo le diera lo que quería, no veía por qué había de importarle.
El móvil de usar y tirar se había quedado sin batería; por lo tanto saqué mi fiel Sanyo. Jerry había dicho que las llamadas de pocos minutos eran difíciles de rastrear, de modo que procuraría abreviar todo lo posible. Ensayando lo que iba a decir, marqué el número de Ariana. Ya tenía el pulgar sobre la tecla, pero algo me impidió seguir adelante.
Quizá fue la imagen de Mikey Peralta tendido en la cama del hospital, con una hendidura enorme en la frente, o el halo rojo que se había extendido por el suelo bajo el cabello de Deborah Vance. Deseaba creer con toda mi alma que mientras no mirase el contenido del CD, Ariana y yo estaríamos a salvo. Deseaba creer que si se lo devolvía a los tipos de Ridgeline, nos daríamos la mano y nos separaríamos sin más. Pero la verdad, la cruda verdad que me paralizaba y me impedía hacer la llamada era otra, aunque no quisiera reconocerla. Y esa verdad me asaltó ahora como un puñetazo en el estómago: mi mujer y yo habíamos rebasado la línea de no retorno.
Con dos policías muertos, un par de secuestros y los agentes de Robos y Homicidios y las unidades de élite pisándome los talones, todo había quedado fuera de control para Ridgeline, igual que para mí. Era inconcebible que aún creyeran posible reconducir las cosas para dejarlas en una mera inculpación y hacerme cargar a mí con el muerto.
Antes de que el plan descarrilara, me necesitaban vivo para librar a Festman Gruber de toda sospecha del asesinato de Keith. Pero ahora Verrone, DeWitt y los demás miembros de Ridgeline parecían haber pasado decididamente al modo «limitación de daños». Su único objetivo era su propia supervivencia. Lo cual significaba contar con un buen «seguro», cubrir sus propios traseros y eliminar a los testigos. El «accidente» de Mikey Peralta y la «venganza» de la que había sido víctima Deborah Vance indicaban con bastante claridad lo que pensaban hacer conmigo y con Ariana en cuanto dejáramos de serles útiles. Sabíamos demasiado. Habíamos visto demasiado. Mantendrían a Ari como señuelo solamente el tiempo necesario para hacerme caer en la trampa.
Aparte de las copias de los documentos, el CD reluciente que me miraba desde el asiento era mi única munición.
Si se lo entregaba a Ridgeline, nos matarían a los dos.
Bajé la vista a la pantalla del móvil, donde seguían iluminados los diez dígitos, y después al CD. El teléfono. El CD. El teléfono. El CD.
Ya era hora de cambiar de planes, de pasar a la ofensiva.
El único modo de vencerlos era superarlos en su propio juego.
Con renovada determinación, apagué el teléfono, encendí el portátil y metí el CD. Apareció un PDF y lo seleccioné con un doble clic. Cincuenta páginas, según la barra de desplazamiento. Tablas y gráficos. Un sello de CONFIDENCIAL, bien visible aunque translúcido, cruzaba en diagonal cada página. La portada decía: FESTMAN GRUBER-DOCUMENTO INTERNO-NO REPRODUCIR, seguido de unos cuantos párrafos apretados de advertencias legales.
Pasé una página tras otra, ojeando números y columnas, esperando a que los datos tomasen forma. Un gráfico de la décima página titulado «Estudio interno» lo explicaba todo con suficiente claridad incluso para mis pobres conocimientos de geometría, atrofiados desde secundaria.
Tres líneas trazaban los decibelios del sistema de sonar a lo largo de varios meses. La línea azul, horizontal en todo su recorrido, marcaba los límites legales existentes. Otra línea, muy por encima de lo permitido, indicaba los decibelios alcanzados por el sonar de Festman Gruber: superaban los trescientos, es decir, una cifra superior a la que Keith me había vomitado desde su tumbona entre una nube de humo de clavo.
En otras palabras: actividad ilegal.
Me intrigó una línea verde que cruzaba la base del gráfico, muy por debajo de los límites legales. La leyenda la etiquetaba sencillamente NV.
Esas siglas me recordaron algo, una imagen que había visto en los documentos extraídos del disco duro de la fotocopiadora. Los cogí y pasé las páginas: la siniestra fotografía que me habían tomado furtivamente, los registros de las llamadas de Keith Conner, los volantes de las órdenes de pago… Al fin encontré aquella foto de las cámaras de vigilancia del hombre mayor con perilla plateada que se bajaba de una limusina. En la siguiente fotografía del mismo hombre salía la imagen que andaba buscando: un logo pintado en la luna del vestíbulo del edificio que aparecía en segundo plano. Era un logo elegante: una N rodeada de un anillo y girada un cuarto de vuelta, de manera que la diagonal de la letra y el segundo trazo vertical sugerían una V.
NV, todo ligado, en el interior de un pequeño círculo.
Así pues, se trataba de una corporación.
Examiné la limusina reluciente, el formidable edificio, el porte seguro del hombre. Todo parecía indicar que era alguien importante en NV. Y el hecho de que lo hubieran puesto bajo la vigilancia de Ridgeline indicaba, a su vez, que su empresa era rival de Festman Gruber.
Necesitaba un nombre.
Debajo de la fotografía había una copia de la factura de un móvil, cuyo titular era un tal Gordon Kazakov. Muchos de los números de teléfono estaban subrayados, aunque a mí no me decían nada.
Arranqué, buscando un Starbucks. Lo que, estando en el barrio de Brentwood, me supuso recorrer cuatro manzanas. Paré el Range Rover delante, lo bastante cerca para piratear su señal de Internet, y después fui a meter unas cuantas monedas en el parquímetro: una medida totalmente neurótica, porque ya había pasado la hora de pago. Recorrí con la vista el local y vi un reloj sobre la máquina de expreso: las 10.05 horas.
Faltaban menos de dieciséis horas para que los tipos de Ridgeline mataran a mi esposa.
Las risas y el aroma a café de Java que provenían del interior me provocaron una conmoción, recordándome lo mucho que me había alejado de la vida corriente. Me bajé la visera de la gorra de golf sobre la cara magullada y, dándole la espalda a aquel ambiente cálido e iluminado, subí al vehículo. Aseguré la puerta con cerrojo, abrí el portátil y voilà: una conexión Linksys de Internet.
En Google Images aparecían numerosas fotos de Gordon Kazakov, el hombre de la perilla plateada. Me bastó hacer varias veces clic para descubrir que era director general de North Vector, la NV del sofisticado logo: una empresa situada, según Fortune, entre las mil más importantes del país y especializada, —¡vaya sorpresa!—, en tecnología militar. Kazakov poseía además dos equipos de fútbol en Europa del Este, una compañía aérea de bajo coste con un centro de distribución en Minneapolis y una mansión histórica en Georgetown. Pero la noticia más interesante se hallaba oculta en un reportaje reciente del Wall Street Journal: aunque North Vector no había hecho ningún anuncio oficial, el artículo insinuaba que tenían entre manos un sistema de sonar revolucionario a punto de resultar viable.
Un sistema rival que, de acuerdo con el documento secreto de Festman Gruber, funcionaba con un nivel de decibelios no solo legal, sino muchísimo más reducido. La comparación, a juzgar por el gráfico, no resultaba nada halagadora para Festman.
Tenía en las cervicales unos nudos tan agarrotados que casi no los notaba mientras trataba de darme un masaje para aflojarlos. Cerré los ojos y repasé todo lo que sabía, buscando la grieta por donde me fuera posible meter una cuña.
Ridgeline había sido contratada para hacerle a Festman Gruber el trabajo sucio: para asegurarse de que nada interfiriese en sus contratos de defensa hasta que se produjera la votación en el Senado. Pero los miembros de Ridgeline habían experimentado una creciente desconfianza hacia sus clientes y se habían dedicado a guardar copias de seguridad de las operaciones ilegales que llevaban a cabo para ellos, llegando al extremo de hacerse con un estudio interno secreto que demostraba que el sistema de sonar de Festman funcionaba fuera de los parámetros legales: un documento que, debidamente filtrado, causaría mayores perjuicios a las finanzas de la empresa que el documental de Keith Conner.
Me froté las sienes al mismo tiempo que reflexionaba. Y recordé algo que me había dicho Ariana la noche en la que habíamos recibido la primera llamada amenazante y descubierto los dispositivos ocultos en las paredes. Mientras permanecíamos acurrucados en el invernadero repasando nuestra falta de alternativas, había dicho exasperada: «… no conocemos a gente lo bastante importante que pueda ayudarnos».
Me quedé un buen rato mirando la factura del teléfono móvil de Gordon Kazakov. Al fin marqué el número que figuraba en negrita en el encabezamiento. Cinco timbrazos. Siete. ¿No había contestador?
Iba a colgar cuando sonó una voz. Suave como el bourbon.
—¿Gordon Kazakov? —pregunté.
—¿Quién es?
—El enemigo de su enemigo.
Una pausa.
—¿Quién es mi enemigo?
—Festman Gruber.
—Dígame su nombre, por favor, caballero.
Inspiré hondo.
—Patrick Davis.
—Por lo que veo, han estado muy ocupados con usted.
¿Cómo lo sabía? Pero yo estaba ansioso por terminar la llamada y apagar mi Sanyo antes de que pudiera rastrearse la señal. Así que fui al grano.
—Tengo algo que le interesa.
—Veámonos.
—No va a ser fácil. ¿No vive en Georgetown?
—Estoy en Los Ángeles. Le prometí a mi esposa que conocería a Keith Conner. Eso fue antes, claro. Pero ya había concertado varios asuntos para la primera parte de la semana.
Mi perplejo silencio debió de resultar muy elocuente, porque añadió, a modo de explicación:
—El primer día de rodaje iba a ser el lunes.
—Oiga, un momento —dije—, ¿usted estaba implicado en la película?
—Hijo —respondió riendo entre dientes—, yo la financiaba.