Miré atónito la pantalla. Las palabras se me deshacían en letras inconexas, mientras mi cerebro se debatía entre el deseo de comprender y el impulso de protegerse. El mensaje se borró por sí solo, produciendo un sonido de papel estrujado, pero las letras parecían persistir y flotar en la oscuridad. Volvieron a formar palabras y su sentido me arrancó de mi parálisis.
Me recobré tres metros más abajo, mientras corría por el sendero y llamaba a mi esposa con el teléfono de un muerto. Llevaba la Glock metida en la parte trasera de los vaqueros y los documentos apretujados en el bolsillo de delante. No había más que una barra de cobertura en el móvil y, cada vez que pulsaba «Llamar», parpadeaba. Al llegar al camino de tierra, la pantalla mostró una antena parabólica rotando inútilmente. Nada.
Sin dejar de correr, saqué el móvil de prepago, lo sujeté con la otra mano y fui observando una y otra pantalla. No había cobertura en ninguno de los dos: imposible allá arriba, en las inmediaciones del Parque Estatal Topanga.
El reloj del móvil marcaba las 7.56 horas. Cuatro minutos más y tendrían vía libre para irrumpir en nuestra casa.
El suelo estaba tan lleno de roderas y montículos, que tropecé en la oscuridad, me caí y me arañé las palmas. El móvil y la Palm Treo se me escaparon de las manos. Busqué a tientas, encontré el móvil y, tras unos segundos más, decidí renunciar a la Palm. El mensaje inculpatorio se había borrado de cualquier modo, y la cobertura era igual de chunga. Continué corriendo con el teléfono bien sujeto, sin quitar la vista de su maldita pantalla iluminada, mientras avanzaba a lo loco en la oscuridad dejando que mis piernas intuyeran por su cuenta el terreno.
ESTARÁ SOLA.
Sin cobertura. Sin cobertura. Sin cobertura.
Había empezado a lloviznar. La tierra húmeda parecía multiplicarse bajo mis pies como una cinta continua plagada de agujeros. Era como si recorriese todo el rato el mismo trecho de ladera. Resollando, empapado de sudor, me sentía atrapado en el circuito infernal de una película de terror.
Por fin la verja amarilla surgió en la oscuridad. La crucé disparado, golpeándome un hombro en el marco. El impacto me hizo dar media vuelta y acabé de bruces sobre el capó del BMW. Subí, arranqué y salí volando hacia casa, hacia una zona con cobertura, manteniendo el móvil en mi sudorosa mano para manejar el volante y mirar la pantalla a la vez.
Al fin apareció una barra de cobertura. Vaciló, pero apareció de nuevo y la llamada acabó entrando. Sonó y sonó un rato…
—¡Ari!
—¿Eres tú, Patrick?
—¡Van a entrar a buscarte! ¡Sal corriendo de casa!
Pero ella no me oía.
—Me pillas saliendo de la ducha. He cambiado de sitio la camioneta y te la he dejado aparcada detrás para que la uses a partir de ahora, así que deshazte de ese coche robado antes de venir aquí. Oye, no te vas a creer lo que he logrado ensamblar. —Se oían sirenas de fondo—. Espera. Qué raro…
Su respiración se aceleró mientras bajaba la escalera precipitadamente y aumentaba el estrépito de sirenas.
Yo gritaba a voz en cuello, como si el problema fuese el volumen y no la cobertura.
—Han montado una maniobra de distracción un poco más arriba de la calle para alejar a los paparazi y dejar nuestra casa sin vigilancia. Coge la pistola y sal de ahí. Ve a la policía. ¿Ari? ¡Ari!
Ella prosiguió sin escuchar mis gritos.
—Han pasado varios coches de policía, pero no vienen aquí. Parece que están en casa de los Weetman. A ver si también han inculpado a Mike por el asesinato de una estrella de cine.
La comunicación se cortó. Miré el móvil, incrédulo. Sonó una bocina; me había metido en el carril contrario. Chirriando, salí de la carretera levantando una nube de polvo, corregí el viraje con violencia y entré otra vez en mi carril dando tumbos y esquivando a un Maserati por poco. Enderecé el coche y tomé una curva derrapando a causa de la lluvia.
Dos barras. Tres.
Marqué.
Ari respondió.
—Hola. Te había perdido. Te estaba diciendo…
—Sal de casa. De inmediato. Corre hasta donde está la policía.
El aullido de nuestra alarma.
—Mierda, Patrick. Alguien…
Un estrépito de pasos. El móvil se le cayó al suelo. El chillido de Ariana fue interrumpido de golpe y un instante después la alarma enmudeció.
El BMW rozó la pared de la ladera y un tamborileo de piedras sobre el techo me recordó que seguía conduciendo. Me escocían los ojos de tanto sudar. Gritaba al teléfono sin saber lo que decía.
Una voz amortiguada daba instrucciones:
—Que termine de vestirse. No la vamos a llevar medio desnuda. Y tú, deja de resistirte o te rompemos el brazo. Muévete.
Sonó un traqueteo mientras recogían el móvil del suelo.
Una voz serena. Verrone:
—Se acabaron los juegos. —Aquel timbre tranquilo de tenor me trajo la imagen de su tez amarillenta y de su mustio bigote.
—No le hagan daño.
—Queremos el disco.
—No lo tengo. ¡Lo juro por Dios, joder! Si lo hubiera tenido, ya se lo habría entregado.
—Nos dijo que lo tenía, pero nos envió a un falso escondite.
Me costó un momento comprender que las sirenas ahora no sonaban al otro lado de la línea, sino que se acercaban por la carretera. Al doblar la curva, vi seis coches de policía y una ambulancia viniendo de cara hacia mí, parpadeándoles las luces y las sirenas a todo sonar. Me aparté instintivamente de la ventanilla, pero ellos pasaron disparados en busca de Valentine y Richards. Tuve que gritar para hacerme oír pese al estruendo.
—¡Me tenían secuestrado! ¡Habría dicho cualquier cosa con tal de escapar!
—Tiene dos horas para encontrarlo.
El ultimátum cayó sobre mí como un puñetazo y me devolvió la conciencia plena de mi espantosa situación. Había seguido adelante a trancas y barrancas a pesar a todos los obstáculos: a pesar de la cárcel real y de la falsa, a pesar de la trampa que me habían tendido, de los tiros que me habían disparado y de la granada que me había dejado conmocionado. Y no había sido suficiente, sin embargo. La impotencia que había tratado de mantener a raya, y la rabia que me causaba ver mi vida arrebatada de mi control, me inundaron de modo abrumador. En ciento veinte minutos, mi esposa perdería la vida.
—¿Cómo coño voy a encontrar una cosa que no sé dónde está? —bramé.
—Si es así, no nos sirve. Lo cual significa que podemos matarla ahora mismo. —Una orden—: Adelante.
—¡Espere! Está bien, está bien. Lo tengo. —Me encogí y escuché, sin aliento. Pero no sonó ningún disparo—. Yo… yo…
El terror me dominaba e intenté aferrarme a cualquier cosa, improvisar una historia, lo que fuera con tal de ganar tiempo. ¿Me atrevería a mostrar las únicas cartas que tenía: los documentos que había sacado de la fotocopiadora? ¿Así como así, en medio de un ataque de pánico, sin ninguna estrategia? ¿En qué situación quedaría? No, tenía que haber otro sistema. Parecía como si hubiera pasado horas callado, aunque la interrupción debió de durar unos segundos.
—Guardé el disco en nuestra caja de seguridad —farfullé—. Pero no puedo recuperarlo hasta que abra el banco mañana.
—Tiene hasta las nueve en punto.
—Richards está muerta —dije—. Valentine está muerto. —Se hizo un gélido silencio mientras Verrone estudiaba el tablero de ajedrez. Pero no esperé a su siguiente jugada; continué, aprovechando que lo había pillado desprevenido—. Ahora soy un fugitivo. Necesito cierto tiempo para ponerme a cubierto y pensar a quién envío al banco mañana a recoger el disco. —Todavía silencio. Añadí—: Un par de horas más.
«Deja ya de hablar. Estas negociando contigo mismo», pensé.
Él se apartó el teléfono mientras hablaba con DeWitt o con quien fuera. Decía:
—Sácala por detrás y vigílala bien al saltar la cerca. Los paparazi deben de estar más arriba muy atareados, pero mantente alerta por si acaso. Escucha, cielo, si hay alguien ahí fuera, somos todos amigos que salimos a dar una vuelta. Esa es la mejor de las dos maneras posibles de hacerlo. Si forcejeas o te pones a gritar, dispararemos a quien sea y te llevaremos a rastras igual. ¿Cómo? Sí, cógelo, parecerá más normal. Andando.
¿Coger, qué?
¿Parecerá más normal?
¿Qué demonios significaba eso?
Verrone volvió a hablar conmigo:
—Muy bien. Tiene hasta mañana a las doce. Y mejor que se mantenga alejado de la policía; detenido, no nos sirve. Llame al móvil de su esposa: al auténtico, no a esa mierda desechable con la que ha estado enredando. Lo tendremos conectado a una línea imposible de rastrear, así que no se moleste en jugar al Superagente ochenta y seis. Si no suena ese teléfono a las doce en punto con buenas noticias, le meteremos a ella una bala en la base del cráneo. Y sí, esta vez va en serio.
La comunicación se cortó.
* * *
Mi cerebro oscilaba entre un pánico desbocado y un bloqueo total. Recuerdo haberme cruzado con otro convoy de coches de policía. Recuerdo haberme dicho que debía reducir la velocidad, que no podía arriesgarme a volcar, pero continué igual. Recuerdo que me subí al bordillo derrapando y ahuyentando a los paparazi, y que dejé el BMW en medio del barro del jardín, con la puerta abierta bajo la lluvia.
Y luego me encontré dentro, en el silencioso vestíbulo, goteándome la ropa. Junto a la ventana de la sala de estar, había una taza rota en el suelo, el móvil de prepago, un lirio mariposa de color lavanda…
Me acuclillé junto a la flor con el corazón palpitante. El instinto me lo trajo a la nariz: el olor de Ariana. En el rincón, ambos mirábamos desde la foto de boda tirada en el suelo. El simbolismo era excesivo, sin duda, pero igualmente me dejó hecho polvo. La refinada pátina del blanco y negro, nuestra rígida formalidad y el vidrio resquebrajado conferían a la imagen un matiz antiguo y luctuoso. Época pasada, costumbres olvidadas, fantasmas de días más dichosos. Mirando la imagen levemente difuminada del rostro de Ariana, hice un voto silencioso: «Lo prometo».
La mera imagen de Ari, encajonada entre DeWitt y Verrone en la trasera de una furgoneta, estuvo a punto de derrumbarme. Pero no podía dejarme vencer por el miedo, ahora no. ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de que la policía encontrara a Valentine y Richards y viniese a buscarme?
Traté de ordenar mis ideas. ¿Había algo en casa que debiera recoger antes de emprender la huida? La primera vez que me había comunicado con Ari, parecía muy emocionada por algo que había resuelto: «No vas a creer lo que he logrado ensamblar». ¿Habrían encontrado ellos su hallazgo, o todavía seguía allí?
Fui corriendo al salón. Aparte de unos cuantos retales, habían recogido los montones de papel triturado y se los habían llevado.
«Ensamblar», había dicho. Ensamblar.
Entré disparado en la cocina. El estropicio que había dejado la policía seguía tal cual: la basura volcada, los cajones vacíos… Pero no veía cinta adhesiva por ningún lado, y dudaba mucho que Ari se hubiera entretenido en buscar allí. Lo cual solo dejaba una posibilidad: mi despacho.
Subí a toda velocidad. En efecto, sobre mi escritorio había un rollo de cinta adhesiva y, al lado, un pedazo redondo de papel formado por varios trocitos pegados.
¿Un disco?
Lo examiné de cerca. Estaba compuesto con los cuadrados blanco-plateados que le habían llamado la atención a Ariana de entre el montón de confeti: unos trozos que destacaban por su textura más firme. Doblé el CD. Rígido pero flexible. Había visto discos como esos otras veces: singles promocionales de hip-hop metidos entre las páginas de Vanity Fair, o el DVD que incluían a veces en la revista antes de empezar la temporada de premios.
Habían destruido ese CD junto con otros documentos antes de vaciar la oficina de Ridgeline. Aunque ensamblado, ya debía de ser irrecuperable. Pero no necesitaba hacer la prueba para comprender que un CD de ese tipo, flexible y más fino, reunía ciertas ventajas para una operación clandestina. Era más fácil de destruir.
Y también de esconder.
La lluvia tamborileaba en el tejado con un redoble que aceleraba mis pensamientos.
Cerré los ojos, me vi abriendo el sobre de FedEx dirigido a Ridgeline. El CD vacío, envuelto en cartón corrugado.
¿Y si el disco no era sino lo que parecía: un CD vacío? En caso de que alguien como yo interceptara el paquete, pensaría que no contenía más que un disco inútil. El verdadero destinatario sabría, en cambio, que el CD vacío era un símbolo, una clave de lo que realmente venía en el mismo paquete.
Bajé corriendo a la cocina y escarbé entre la basura. Allí estaba, debajo de media rebanada de pan de molde y de una caja de barritas energéticas, el cartón corrugado que yo había tomado por un simple material de embalaje. Lo aplané, metí las uñas en el borde y despegué la base.
Embutido en uno de los orificios biselados, había un disco de color blanco plateado.