Mientras le brotaba de la camisa un hilo de sangre, Sally dio un paso atrás. Todo su peso se ladeó sobre una pierna doblada y luego se vino abajo. Valentine y yo miramos horrorizados cómo se estremecía y jadeaba; luego él levantó el arma y me apuntó.
El cañón chisporroteó de nuevo. Noté una ráfaga de aire que me rozaba la sien, pero yo ya saltaba hacia la escalera con los documentos aferrados en la mano. Caí a la mitad del último tramo, golpeándome el hombro con la barandilla, y la inercia me hizo dar una voltereta. Me estrellé contra el descansillo y, entre tumbos y caídas descendí por el siguiente tramo de peldaños, poniendo la ingente cantidad de metal entre mi cuerpo y Valentine. Resbalé y me detuve, dolorido. La malla de acero se me clavaba en la espalda. Entonces lo oí allá arriba.
—¡Oh, Dios, estás herida! ¿Por qué has tenido que meterte en esto, Richards? Habías de emperrarte, joder. Intenté disuadirte. Pero tú nada. No lo soltabas. Estás herida, joder, estás herida. No me has dejado alternativa. Ninguna alternativa.
Un gorgoteo y un líquido salpicando el suelo metálico.
Un ronco gemido, que no lo emitía Sally, comprendí, sino Valentine, se elevó hasta convertirse en un alarido casi femenino, acompañado de una serie de golpes brutales. ¿Estaba dando puñetazos a la plancha de metal?
Lloraba.
—No podía jugármela. Si yo desaparezco, ¿quién va a cuidar de mis hijos?
Ella no respondía.
—Lo siento —sollozó—, lo siento. ¡Venga, abre los ojos, Richards, abre los ojos! Reacciona. ¡Oh, Dios, lo siento!
Doblé los documentos y me los metí en el bolsillo. El viento arreció con fuerza y ahogó la serenata de los grillos.
Me deslicé por otro tramo de escalones, y Valentine pareció percibir mi movimiento y volver en sí. Sonó el pitido de su radio y le oí gritar:
—¡Agente abatido! Agente abatido en la torre de observación de las instalaciones Nike, en el camino de tierra de Mulholland. ¡Envíen refuerzos y asistencia médica de inmediato! —Le falló la voz, y me di cuenta de que incluso la conmoción que me ofuscaba a mí no podía compararse con la suya. Jadeó un momento, recuperando el aliento, y prosiguió—: El responsable, Patrick Davis, me ha arrebatado la pistola y le ha disparado a ella. Tengo el arma de mi compañera y voy tras él. Corto.
Sonó una angustiada respuesta llena de interferencias; luego el volumen descendió hasta enmudecer, y ya solo quedamos él y yo, respirando en silencio.
Los pies de Valentine se desplazaron con lentitud por la plataforma y luego por la escalera. Dos tramos por debajo, envuelto en una especie de sereno terror, fui dando pasos al mismo tiempo que él: silenciosa, regularmente. El recuerdo de la foto del escritorio de Sally, donde aparecía con su crío en brazos, me provocó unos instantes de incredulidad. Parecía imposible que hubiera presenciado lo que acababa de presenciar.
Ahora él bajaba un poco más deprisa: se veía la sombra fugaz de sus piernas por las ranuras entre los peldaños. Aceleré. Un tramo más y perdería toda mi ventaja. Ya no se trataría más que de correr en la oscuridad con una pistola cargada a mi espalda.
Llegué abajo. Él se apresuraba; sus pisadas resonaban con un redoble metálico. Durante un instante, observé el sendero que me dejaría totalmente expuesto a un disparo.
La alternativa estaba clara: echar a correr y caer de un balazo, o revolverme y contraatacar.
Notando las piernas agarrotadas, me agazapé bajo la escalera. El suelo de tierra se empinaba bajo el primer tramo. Me acurruqué en la oscuridad bajo el rellano. Empezaba a sentir el dolor a causa de la voltereta. Me abrasaban los pulmones al inspirar, pero hice un esfuerzo para mantener la respiración en silencio.
Me resbaló una zapatilla y estuve a punto de caerme y delatar mi posición, pero metí la mano por un hueco y me así al peldaño, recuperando el equilibrio.
Los pasos apresurados de Valentine se ralentizaron en cuanto sus zapatos asomaron en el penúltimo tramo de escalones. Se temía una emboscada. La punta de los mocasines le relucía de sangre, una sangre que casi parecía negra, y las vueltas de los pantalones las tenía también manchadas. Mientras él iba bajando, me separé un poco de mi escondite y extendí las manos con sumo cuidado. Los peldaños lo recortaban en rodajas horizontales: pie y tobillo, muslo y cintura, pecho y cuello. Cuando se plantó en el rellano de encima, vislumbré con toda claridad la Glock, que esgrimía por delante sujetándola con ambas manos.
Avanzó todavía más despacio. El fragor del viento debería de haber ahogado mis movimientos mientras me ocultaba allí debajo… Pero ¿me habría visto? ¿O lo habría intuido?
Su siguiente paso lo situó fuera de mi vista, justo sobre mi cabeza. Contuve el aliento. No podía soltar el aire, me ardían los pulmones. Uno de sus zapatos se posó con suavidad en la plancha de metal. Otra vez. Vi por el hueco que aparecía la pistola antes que nada, y estuve a punto de ceder al pánico y salir huyendo. Pero no apuntaba hacia abajo, sino que la mantenía a media altura. Surgieron sus manos, sus muñecas, sus antebrazos. Apuntaba hacia el camino, jadeando. Puso un pie en el escalón más alto, apenas a quince centímetros de mis ojos. Percibí el olor acre de la sangre que le empapaba las suelas. El otro pie descendió casi a cámara lenta hasta el siguiente peldaño.
Mis manos, medio alzadas, temblaban en la oscuridad. Observé cómo bajaba el tacón de su zapato, milímetro a milímetro. Me quedé paralizado un instante atroz. Pero entonces se desató en mi interior una explosión de aterrada furia. Metí las manos por el hueco, le agarré los tobillos y tiré hacia mí con todas mis fuerzas.
Valentine se vino abajo violentamente con un aullido. Su torso se estampó contra los escalones y al mismo tiempo sonó un disparo, amplificado por la estructura de metal. Todavía resbaló boca abajo varios peldaños antes de dar una voltereta y detenerse con una última sacudida, mientras una mano le aparecía por un lado. Gruñó algo ininteligible, y después volvió a adueñarse de la noche el canto de los grillos y un extraño sonido sibilante que sonaba a intervalos.
Permanecí en cuclillas, incapaz de moverme, esperando no se sabía qué, hasta que vi los negros goterones que rezumaban por la malla de acero del último peldaño y goteaban sobre el suelo de tierra. Me arrastré hacia fuera.
Valentine había acabado recostado al pie de la escalera. Desorbitada la mirada, le resaltaba el blanco de los ojos a la tenue claridad de la luna. Al acercarme con cautela, me detectó y me clavó la vista. Tenía un pequeño orificio en un costado, en la base de las costillas. El roto en su camisa blanca no sería más grande que un centavo, pero la tela de alrededor se había oscurecido con una mancha de un palmo. Torcida de un modo imposible, su mano derecha aferraba aún la Glock, con el dedo enredado en el guardamonte. Se le estremecía el pecho dejando escapar aquel sonido sibilante, mientras la tela desgarrada del orificio aleteaba débilmente.
Se le había desabrochado la cazadora, y un rayo de luna que se colaba por el enrejado de la escalera iluminaba la placa de su cinturón, donde destacaba aquel número demasiado conocido: LAPD 1117.
Vi que apretaba la Glock con la mano y me alarmé, pero no parecía tener fuerzas para alzar el brazo y apuntarme. Se le contrajo la frente debido al esfuerzo. Meneó la cabeza, extendió una pierna rígidamente y la pistola disparó al suelo de tierra. Otra vez. Y otra. Las detonaciones rebotaron por la ladera, entre los árboles y los silos de misiles ocultos. Con el retroceso del siguiente disparo se le escapó de la mano el arma. Bajó la vista hacia ella, impotente. Las lágrimas se le mezclaban con el sudor.
El ruido sibilante de los pulmones se hizo más tenue; las piernas se le retorcieron; la tela de los bordes del orificio dejó de aletear. Fijó la mirada en la mía, tan viva en apariencia como lo había estado hacía unos momentos.
Yo había hincado una rodilla junto a él, como en un gesto de atemorizada veneración ante el acto que acababa de cometer. Más allá del fragor de mis pensamientos, no sentía nada.
Atornillada a la izquierda de Valentine, la placa con las palabras de Khrushchev parecía poner un sangriento epitafio: OS ENTERRAREMOS.
Un fuerte zumbido me arrancó de mi trance. Me eché atrás, dando un traspié. Me incorporé con cautela. El zumbido volvió a vibrar en el bolsillo de la camisa de Valentine.
Me acerqué con temor; tenía los nervios de punta. Alargué un brazo y, de un tirón, saqué una Palm Treo de su bolsillo.
Un mensaje de texto:
TU DINERO EN EL PUNTO DE ENTREGA HABITUAL.
VAMOS A ENTRAR AHORA.
ESTA CADENA DE MENSAJES SE BORRARÁ EN 17 SEGUNDOS.
16.
15.
¿Entrar, adónde?
Un escalofrío recorrió mis magullados hombros. El mensaje era una respuesta. Pulsé frenéticamente los botones para recuperar el texto original que Valentine había enviado:
SALDRÁ DE CASA A LAS 8.00.
VARIAS UNIDADES RESPONDERÁN A UN FALSO AVISO DE ROBO DOS PUERTAS MÁS ARRIBA, PARA ALEJAR A LOS PAPARAZI.
ESTARÁ SOLA.