La adrenalina me mantuvo despierto casi hasta el alba cuando al fin mi vigilancia cedió bajo el peso de tantas noches en vela. Dormí —sin soñar, profunda y tranquilamente— como no lo había hecho desde mi adolescencia. Al despertarme, el revólver no estaba en la mesita, pero oí el ruido familiar de Ariana trasteando en la cocina. Cuando logré levantarme, tomarme cuatro tabletas de Ibuprofeno y bajar tambaleante, ya eran las dos de la tarde. Con el arma y el inhibidor al lado, Ariana se había sentado en la alfombra del salón, dándome la espalda, y revisaba un montón de papel triturado que había sacado de la bolsa de Ridgeline. No debía de haber ningún trozo más grande que una uña. Al acercarme, vi que había hecho ya unas cuantas pilas por colores. La colección más nutrida, que tal vez reunía diez trozos, resultaba ridícula al lado del montón aún por clasificar, pero ella nunca se amilanaba.
—Está jodido; la mayor parte son blancos —comentó cuando me puse detrás de ella—. Y grises, quizá no tantos; alguno de color rosa, aunque yo creo que es un menú de comida preparada para llevar. Y unos pocos de estos más duros. Fíjate qué raros. —Alzó por encima de la cabeza un cuadradito entre blanco y plateado; lo cogí y lo torcí entre el índice y el pulgar. Se doblaba, pero volvía a recuperar la forma.
—¿Una portada de revista? —aventuré.
—No hay letras en los pocos que he encontrado. —Se reclinó sobre mis piernas y alzó la cabeza para mirarme. Llevaba un lirio mariposa detrás de la oreja.
De color lavanda.
—No habías… —me interrumpí.
Tocó tímidamente la flor con la mano.
—¿Lo habías notado? ¿Te habías dado cuenta de que había dejado de llevar este color?
—Por supuesto.
No sonrió, pero pareció complacida. Continuó clasificando el montón de recortes.
—¿Te parece posible reconstruir algo? —pregunté.
—Seguramente, no. Pero es una de las dos pistas que te llevaste de allí. Hicieron lo indecible para recuperar el CD. Quizá algo de esto nos sirva para encontrarlo. ¿Vas a volver al Starbright Plaza? ¿Para preguntar por el alquiler o algo así?
—No voy a dejarte sola. Creí que estabas muerta.
—Patrick, no saldremos de esta si nos encerramos aquí. ¿Qué vamos a hacer? ¿Esperar abrazados hasta que los de Robos y Homicidios tiren la puerta abajo?
No quería confesarle que después de la penosa experiencia de las últimas veinticuatro horas, ese era básicamente mi plan. La idea de separarme de ella me resultaba insoportable.
—No tiene sentido que vaya al Starbright Plaza —razoné—. Tú y yo sabemos cuál será el resultado. Ellos ya habrán cubierto todos los flancos. Y si intento que la policía vaya a echar un vistazo, acabaré pareciendo aún más delirante. Además, ya me llevé de allí todo lo que podía ser útil. —Miré el disco, todavía sobre la encimera—. Por cierto, he de hacer unas llamadas y averiguar qué tiendas tienen ese modelo de fotocopiadora Sharp.
—Hay un par de ellas en el local de Kinko’s, al pie de la colina —me informó—. El de Ventura. Quizá lo conoces.
Me la quedé mirando boquiabierto.
—Qué eficiencia.
—Sí, bueno, yo no había de recuperarme de una granada aturdidora como otros. —Sonó el teléfono—. Esta debe de ser Julianne. Se ha pasado la mañana llamando.
—¿Por qué no me has despertado?
—Lo he intentado. Pero estabas desmayado, ya te lo he dicho.
Cogí el teléfono.
—Hola. —La voz de Julianne sonaba acelerada, intensa—. Necesito esos exámenes que has de pasarle al profesor que asuma tus clases. Es urgente.
Iba a responderle, pero me abstuve. Ella ya sabía que le había pasado todos los guiones a la directora del departamento dos días atrás. Así pues… ¿qué me estaba diciendo en clave?
—Vale —respondí con cautela—. Te los llevaría ahora, pero…
—No, me temo que tampoco serviría. He de estar en la fiesta de cumpleaños del sobrino de Marcello a las tres. En Coldwater Canyon Park.
Marcello era hijo único. Ni sobrino ni fiesta. ¿Pretendía fijar una cita conmigo?
—Bueno —replicó—. Te llamo mañana y quedamos entonces.
Antes de que se me ocurriera cómo explicarle que no quería salir de casa, colgó.
—¿Qué pasa? —preguntó Ariana.
—Quiere que nos veamos en Coldwater Canyon Park. —Miré el reloj—. Ahora mismo. Me ha hecho averiguaciones sobre la conexión sónar-Ridgeline.
—¿Vas a ir?
Eludí la pregunta.
—Patrick —utilizó un tono severo—, ya sé que no quieres salir, y yo tampoco soporto la idea de separarme de ti, pero si vamos a tratar de salvarnos, debemos pasar a la ofensiva. Tenemos mucho que hacer ahora. Hemos de dividirnos y poner manos a la obra. —Señaló el montón de recortes—. A mí me queda muchísimo trabajo. Clasificar todo esto. Buscarte un abogado. No me moveré de aquí. Tengo la alarma y esto. —Dio unas palmaditas al revólver.
—Creía que no sabías disparar.
Examinó mi rostro amoratado y afirmó:
—Aprenderé.
Me dejó hecho polvo oírselo decir.
—Ellos también tienen armas —le dije—. Y no han de aprender a usarlas. Además, saben cómo saltarse una alarma.
—Ya. Pero esto no pueden saltárselo. —Me hizo una seña para que la siguiera a la sala de estar, y abrió las cortinas. Los paparazi que aguardaban en la acera se pusieron torpemente en movimiento. Saludó con la mano al tumulto de cámaras y volvió a correr las cortinas—. Bueno, ¿en qué anda Julianne?
—Me parece que tiene alguna información.
—¿Qué esperas descubrir?
—Algo irrefutable. Si encontrase una prueba concreta, podría conseguir que Sally Richards volviera a colaborar conmigo.
—Ella te dejó bien claro que estaba fuera del caso.
—Pero resulta —cité de memoria— que para ella «no hay nada tan estimulante como la curiosidad».
—Mira quién habla.
—Lo único que necesito es ofrecerle una buena excusa.
—Tu coche sigue en casa de Keith Conner, ¿no? ¿Quieres la camioneta? —Me miró con una expresión decidida, inflexible.
Tenía razón. Debíamos trabajar en dos frentes.
Di un largo suspiro y le expliqué:
—No puedo llevarme la camioneta, o tendré a todos los paparazzi encima en cuanto salga por el sendero. Necesito un vehículo más… anónimo.
—Pues toma prestadas las placas de mi matrícula.
—¿Y qué hago? ¿Las pongo en el BMW robado? —Lo dije riendo, pero enseguida vi que ella hablaba en serio—. Seguro que al abogado que todavía no hemos contratado le encantará la idea.
Me señaló la puerta:
—Y ahora, vete.
Me guardé en el bolsillo el disco duro de la fotocopiadora, entré en el garaje y desatornillé las placas de la matrícula de Ari. Después volví adentro, cogí dos de los nuevos móviles de prepago y grabé el número de cada uno de ellos en el otro teléfono. Así podríamos comunicarnos por una línea segura. Dejé el suyo sobre la encimera. Inspiré hondo, me acerqué, le di un beso en la cabeza y me dirigí a la puerta trasera.
—También están ahí detrás, los paparazi —me dijo sin levantar la vista de su tarea—. Nos tienen rodeados.
—¿Podrías hacer una maniobra de distracción por la parte de delante? ¿Ingeniártelas para que salgan corriendo detrás de ti?
—Está bien. Voy a exhibirme ante ellos. Seguro que me trae recuerdos de mi época en la hermandad de mujeres.
—Pero si tú no estabas en ninguna hermandad…
—Ya, pero siempre pienso que me lo perdí.
Se levantó, sacudiéndose los trocitos de papel de las manos. A la luz dorada del mediodía, vi que le temblaban los dedos. Su tono, advertí, más que animoso era desafiante; temía tanto como yo lo que se nos pudiera venir encima. Se percató de que la estaba mirando y se metió las manos en los bolsillos.
Tomó aire.
—Lo de anoche fue el principio para nosotros, no el final —afirmó—. Así que haz el favor de andarte con cuidado.
* * *
La zona de juegos, situada en una extensión verde entre dos empinadas carreteras, reunía todas las características de Beverly Hills: comidas preparadas, empaquetadas de restaurante, a las que se les añadía una espumosa limonada francesa; lujosos y relucientes aparatos para escalar; alguna solitaria estrella de televisión con enormes gafas de sol; un jugador de los Yankees muy popular, persiguiendo distraídamente a un crío de tres años y fingiendo una pizca de interés por él de vez en cuando, o bellísimas segundas esposas cuidando a sus recién nacidos, bebés más bien parecidos a sus feos padres, que rondaban lejos de los areneros y las tortugas de hormigón con un aire agresivamente distante, vestidos con prendas de seda, apestando a colonia, mientras tecleaban en sus iPhones o parloteaban con un auricular. Las madres se agrupaban y charlaban en corrillos, pero ellos (cada vez con menos pelo, pero más barriga) se mantenían aparte, como señores en su propio feudo, y sus ojeras delataban desencanto, un desencanto más pronunciado que la satisfacción que a duras penas lograba abrirse paso en la tirantez de los rostros operados de sus esposas.
Julianne había escogido el parque, supuse, porque allí todos eran famosos, o creían serlo. Las presentaciones estaban de más: o sabían quién eras o no valía la pena conocerte. Patrick Davis, con su mala fama recién adquirida y su gorra de los Red Sox, pasaría desapercibido allí.
Julianne se entretenía junto a los columpios, como una solterona dejada de lado en la reunión familiar. Aparqué el BMW, un coche muy apropiado y con los cristales oportunamente tintados, y ya me disponía a bajarme cuando mi mano se quedó paralizada en la manija. Sintiendo un espasmo de justificada paranoia, escruté los vehículos y transeúntes que pasaban por la calle y me quedé quieto. Marqué su número.
—¿Dónde estás? —preguntó, cuando se lo hube explicado.
—A las nueve en punto desde tu posición. Gira, gira. Aquí.
—¿El BMW?
—Ese.
—Bonitas llantas, colega. ¿Me lo vas a contar?
—Sería muy largo. Te debo un relato completo cuando acabe todo. Si aún sigo en pie.
—Me deberás mucho más que eso, porque he hablado con mi contacto en The Wash Post. Uno de sus compañeros se ha especializado en destapar toda esta historia desde que Clinton firmó en 1995 la directiva de entregas ilegales[4].
—¡Eh, espera un momento! ¿Qué es «toda esta historia»?
—Ridgeline tiene su sede en Bahrein. —Hizo una pausa, interpretando mi silencio—. Sí, ya sé. Puesto que «Ridgeline» no suena muy árabe, que digamos, doy por supuesto que es una empresa occidental que quería establecerse como una entidad no sometida a fiscalización para mantener el máximo secreto. Están especializados en protección y seguridad de alto nivel.
De repente parecía hacer demasiado calor dentro del coche. Me ahuequé la camisa para que me entrara aire.
—¿Qué hace una compañía como esa en unas galerías comerciales de Studio City?
—El servicio de guardaespaldas de Ridgeline es una tapadera para cubrir su verdadera actividad. Todo el dinero que llega a sus manos resulta imposible de rastrear, una vez en Bahrein, así que nadie puede dilucidar cuánto sacan de cada operación. Además, se parapetan detrás de una maraña de sociedades, pertenecientes a un grupo financiero, y empresas fantasma. Cuando atraviesas todos los velos, no obstante, queda claro que Ridgeline fue básicamente creada al servicio de un único cliente: Festman Gruber.
Julianne se paseaba alrededor de los columpios, echándose atrás su pelirroja melena una y otra vez. Una familia se bajó de un Porsche Cayenne justo delante de mí; la niña más pequeña pulsaba las teclas de un móvil de juguete. Su hermana mayor se lo arrancó de las manos: «¡No es un muñeco!».
—No sé nada de Festman Gruber —dije débilmente.
—¡Ah! Es una empresa de tecnología militar de setenta mil millones de dólares. Sí, setenta mil. El tipo de gente a la que subcontratas para organizar una guerra. Deduzco que es la única clase de empresa, dejando aparte las agencias de inteligencia, nacionales o no, capaz de actuar contra ti como han actuado. Todo lo cual suena plausible.
—Y siniestro.
—Como quieras.
—¿En qué están especializados?
—En material de vigilancia, obviamente. Y también…
—En sistemas de sónar.
Dejó de pasear. Junto a ella, un columpio recién abandonado se bamboleó sujeto por sus cadenas.
—Bingo.
Vi cómo modelaba la palabra con los labios medio segundo antes de que el móvil transmitiera su voz. Me parecía absurdo verme obligado a esconderme allí, a treinta metros de distancia, en vez de hablar con ella cara a cara.
Julianne se metió la mano en el bolsillo de detrás y enseguida se puso a pasar las páginas de su bloc de notas.
—Festman tiene su sede en Alexandria.
Recordé que el paquete que contenía el CD que yo había robado procedía de una sucursal de FedEx en esa ciudad. Y también recordé la nota adjunta: Cortando comunicación. No contactar.
¿«Cortando comunicación»? ¿Un agente de Ridgeline infiltrado en Festman Gruber? ¿Por qué habrían de tener un espía en la empresa que les daba trabajo? El motivo, comprendí, estaba escrito allí mismo, en el volante de FedEx: Póliza de seguro.
Bruscamente todo encajaba: Ridgeline era un grupo independiente contratado bajo tapadera legal para hacerle el trabajo sucio a Festman Gruber: como matar a Keith, con lo que se abortaba la película que amenazaba los intereses financieros de Festman. La misión principal de Ridgeline era inculparme por el asesinato de Keith, de modo que todos los indicios me señalaran a mí, y no a Festman Gruber. Pero al librarme yo de la cárcel, Ridgeline había querido contar con un pequeño «seguro», una garantía por si las cosas se torcían y Festman los dejaba colgados. Habían logrado infiltrarse en Festman o sobornar a alguien de dentro para que les enviara algunos trapos sucios ocultos en aquel CD aparentemente vacío. Por eso estaban tan desesperados por recuperarlo: para conservar dicho «seguro» e impedir que Festman descubriera la traición.
Ahora bien, si Ridgeline todavía no había recuperado el disco —y si Festman Gruber aún no sabía nada del asunto—, ¿quién demonios había entrado en nuestra casa y se lo había llevado?
Julianne continuaba hablando.
—Perdona, ¿qué decías?
—Decía que Festman tiene su sede central en Alexandria. Pero también cuentan con una oficina aquí, en Long Beach. Obviamente, operan en las dos costas.
—¿Por qué «obviamente»?
—El sónar.
—¡Ah, claro, el océano!
—Ambos océanos. Ellos se encargan de las maniobras bianuales RIMPAC —Costas del Pacífico—, y una buena parte de los desarrollos tecnológicos tienen lugar aquí también. Pero sus tentáculos llegan a todas partes.
—¿Qué quieres decir?
—Según parece, hay un índice de mortalidad más elevado de lo normal entre sus detractores. Un líder ecologista bien conocido por sus aceradas críticas sufrió hace dos veranos un accidente de montaña en Alaska: cayó por un precipicio. Y un periodista de investigación de Chicago cometió un suicidio más que dudoso. Ese tipo de cosas. Festman estuvo hace pocos años bajo un severo escrutinio.
—O sea que no podían permitirse otra muerte misteriosa en su historial, como la de un célebre actor, protagonista de un documental sobre los daños causados por su sónar.
—De ahí la necesidad de un Patrick Davis, un cabeza de turco. Tal como fueron las cosas, ¿quién habría relacionado el asesinato de Keith Conner con una jodida empresa de tecnología naval? En cambio, si tú no hubieras aparecido en el escenario del crimen empuñando tu propio palo de golf ensangrentado…
—Yo no lo empuñaba.
—Como quieras. Si tú no hubieras aparecido jadeando ante el cadáver, algunos habrían planteado preguntas y tal vez habrían incluido a Keith en una serie de crímenes que han resultado muy oportunos para los intereses de Festman. —Soltó un largo suspiro, inflando los carrillos—. No sería arriesgado afirmar, me parece, que Ridgeline y Festman han mantenido una fructífera relación bastante tiempo.
Pensar en el paquete de FedEx me procuró cierto consuelo. Aquellas fructíferas relaciones debían de haber empezado a ponerse tirantes para que Ridgeline hubiera optado por tomar precauciones ante sus patronos. Por temibles que fuesen mis enemigos, al menos ahora sabía dónde se hallaban las grietas de su alianza. El CD, estuviera donde estuviera, venía a ser el santo grial para todos nosotros.
Giré la llave y arranqué lentamente.
—Espero que todo esto te resulte útil —dijo Julianne con burlona humildad.
—Eres increíble.
Por el espejo retrovisor, la vi en medio de la luz deslumbrante del parque, con el teléfono en el oído y una mano protegiéndose los ojos. Doblé la esquina y la perdí de vista, pero todavía seguía escuchándola.
—Vete con cuidado —me aconsejó—. Te estás metiendo en aguas peligrosas.