Frené con un chirrido junto a la cerca trasera y dejé el BMW a tres palmos del bordillo. Pero yo no oía los neumáticos, ni sentía cómo se me clavaba la cerca en el estómago, ni olía la tierra bajo las plantas de zumaque. Sumido en el dolor, había quedado totalmente desconectado de mis sentidos. Tenía millares de sensaciones e impresiones de Ariana. Nada más.
Es extraño el tipo de cosas que se te quedan grabadas: la veía sentada en el suelo de la cocina, hurgando en el armario de abajo, aguantando varias ollas en el regazo, y bastantes más esparcidas alrededor, mientras un cartón de huevos esperaban en la encimera. Acababa de llegar después de salir a correr como todas las tardes; iba con un sujetador deportivo y le brillaba la frente de sudor. Se le veía el talón por un agujero del calcetín. Levantó la vista y se mordió el labio, avergonzada, como si la hubiera pillado in fraganti. Bajo la cinta que le sujetaba el cabello, tenía un grueso mechón apelmazado; la luz le dejaba en sombra la mitad del rostro. «¿Qué?», dijo. Yo meneé la cabeza y me limité a contemplarla. La gente habla como si una relación consistiera en baladas a la luz de la luna, sesiones de sexo y diamantes de talla princesa. Pero a veces tan solo se trata de tu mujer sentada como una rana en el suelo de la cocina, buscando una sartén.
Aturdido, me deslicé por la verja lateral llevando las llaves en la mano, y me dirigí hacia la parte delantera de la casa. El coche oscuro que apareció de pronto ante mi vista me obligó a retroceder con brusquedad. La bolsa de documentos triturados cayó a mis pies con un golpe sordo. No podía ser la policía aún; era muy improbable que hubiesen encontrado ya el cuerpo de Ariana. Tenían que ser DeWitt y Verrone, dispuestos a llevar el interrogatorio a otro nivel.
El conductor se adentró en las sombras junto a nuestro buzón y paró el motor. Lo primero que sentí fue miedo, un miedo agravado por todo lo sucedido. Pero luego, sacándome de mi parálisis, apareció otra cosa: rabia.
Me dirigí hacia el coche mientras metía la mano bajo la camisa y asía la culata del revólver. En el preciso momento en que iba a sacarla y apuntar, la puerta se abrió y la luz interior iluminó al detective Gable. Me detuve en seco.
—Solo tiene que hacer una cosa ahora —dijo saliendo del coche—. Y es quedarse quieto. ¿Dónde demonios se había…?
Estábamos cerca y me vio la cara. ¿Debía echar a correr? Toda mi energía se había evaporado, y titubeé con desánimo. Todavía tenía la camisa medio levantada. Me tiré del faldón, tratando de alisarla por encima del revólver.
—Joder, pero ¿qué le ha pasado?
—¿Fue usted quién entró en mi casa y se llevó un disco del despacho? Porque no tiene ni idea de lo que ha provocado.
—Sí, sobre todo. Entré sin una orden judicial y robé no sé qué mierda para estropear mi caso más importante. —Me miraba con su expresión arrogante de siempre, pero mi agresividad lo había pillado desprevenido.
—¿Ha venido a detenerme?
Se puso rígido ante mi tono airado.
—Las personas relacionadas con usted no cesan de morirse.
—Deténgame si ha de hacerlo, pero no pretenda jugar conmigo —le espeté—. Ahora no. Y menos con una cosa así. Hay unos límites ¿no cree? Una mínima decencia humana.
—He visto el cuerpo. Y no parece que usted mostrara ninguna decencia con ella. —Avanzó un paso, y le di un fuerte empujón hacia el coche. Chocó estrepitosamente contra la puerta, pero cuando recuperó el equilibrio, ya tenía la pistola en la mano. La mantenía ladeada, sin apuntarme. No había perdido la calma—. Váyase con cuidado.
—Dígalo. Dígalo de una puta vez. Diga que he matado a mi esposa.
—¿A su esposa? —Parecía atónito—. He venido porque Deborah Vance ha aparecido muerta.
¿Deborah Vance? Su nombre parecía venir de otra vida. Y no obstante, no hacía más de doce horas que le había dicho a Joe Vente que avisara a la policía para que fuesen al apartamento de la mujer.
Advertí la presencia de media docena de fotógrafos, que se habían acercado con sigilo, como ratones entre las sombras. Ante la pistola desenfundada, mantenían las distancias, pero sus flashes iluminaban entrecortadamente la escena.
—Usted les habló a los detectives Richards y Valentine de esa mujer —dijo Gable—. Ella interpretaba a la abuela húngara, ¿no? Y debía quedarse con la mítica bolsa llena de dinero que usted había encontrado en el mítico Honda, ¿no es eso? Quiero que me cuente la verdad. —Su aliento se condensaba en el aire nocturno—. Y que me explique cuál es su coartada.
—No tengo ninguna puta coartada.
—Aún no le he dicho cuándo la mataron. —Parecía inseguro.
—¿Cree que me importan Keith Conner o Deborah Vance? Mi esposa está muerta. Y ustedes no paran de dar vueltas como si toda esa mierda importase. Es lo único que hacen, pero no salvan a nadie. Son simples notarios. Llegan cuando todo ha ocurrido, escriben sus putos informes y apuntan con el dedo.
Di un paso a un lado. Ahora tenía a los paparazi detrás. Gable no había movido la pistola; el cañón permanecía inmóvil.
—Han matado a mi esposa —expliqué—. Se la llevaron y la mataron. —Decirlo en voz alta le daba más dramatismo. Me esforcé en que no me fallase la voz—. Trataron de retenerme en una… celda falsa.
—¿Una celda falsa?
Me devané los sesos buscando una respuesta. La falsa sala de interrogatorio era una idea tan audaz, tan chocante, que no podías formularla sin que sonara disparatada.
Gable no sabía si burlarse o indignarse.
—Y déjeme que lo adivine —explotó—. Si vamos allí, ya no quedará nada.
Una barra, un espejo, un póster… En ese preciso momento, DeWitt y Verrone debían de estar llevándose incluso esas pocas cosas, para dejar la oficina de Ridgeline tan impoluta como una pizarra recién borrada.
—Sí —dije—. Eso es precisamente lo que pasará. Y luego encontrarán el cuerpo de Ariana en un barranco de Fryman Canyon, con indicios que demuestren que yo la maté. Y ustedes son tan idiotas que no me creerán, porque no tengo ninguna cosa tangible para probar que sus asesinos existen. Solo esto.
Me levanté la camisa y mostré el revólver que tenía metido en la cinturilla. Pero Gable no me miraba a mí, sino la puerta de nuestro garaje.
Bamboleándose, había empezado a alzarse.
Dejé caer los brazos, y la camisa volvió a cubrirme antes de que él se fijara otra vez en mí.
Sonaron pasos en el suelo de hormigón del garaje. Ahora Gable apuntó con lentitud la pistola hacia la casa.
Ariana apareció en el umbral.
Al principio, no lo creí. Luego corrí, corrí aturdido, tropezándome con el bordillo, y llegué al garaje, donde ella se había quedado inmóvil junto a la camioneta. La tomé de los hombros, sentí el contacto de su carne, de sus huesos.
—Estabas muerta —murmuré.
—Tu cara…
—Desapareciste, te tenían secuestrada, estabas muerta.
—No. Desapareciste tú. —Me fue moviendo la cabeza a uno y otro lado, para examinarme las heridas—. Mi reunión se retrasó y me entretuve para comprar más móviles de prepago, ya que tú te habías llevado el último. Cuando llegué, no había nadie.
—¿Entonces… todo este tiempo, tú… tú…? —No sabía si lloraba o reía, enloquecido.
Gable se quedó en el sendero, iluminado desde atrás por los fogonazos de las cámaras, aunque los fotógrafos permanecían en la oscuridad, convertidos apenas en un coro de murmullos. El detective tenía un poco encorvados los hombros, y su silueta parecía sacada de una película de cine negro.
—Tendríamos que haberlo encerrado —gritó—, y nos habríamos ahorrado un montón de complicaciones.
Yo seguía palpando a Ariana —las caderas, los brazos— para asegurarme de que era real. Ella acariciaba mi mejilla sana con una mano y me miraba ansiosa y perpleja.
—¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?
A Gable le irritó que no le hiciéramos caso.
—¿Cree que puede jugar así con nosotros? ¿Tomarse a broma la investigación? He visto lo que le ha hecho a esa mujer, la bala que le disparó en la boca. Y cuando cuelgue sus cojones en la pared de los trofeos, veremos cómo se sostiene ese numerito de trastornado. —Regresó al coche, pero todavía giró sobre sus talones, furioso, y me dijo:
—La próxima vez, no vendré solo a hacer preguntas.
Los ojos de Ari no se apartaban de los míos. Alargó la mano hacia la pared, pulsó el botón iluminado, y la puerta del garaje fue descendiendo. El detective Gable aguantó en su sitio mientras la puerta le iba recortando primero el airado rostro, luego el pecho y, por fin, sus impecables mocasines.
* * *
Las puertas estaban cerradas con llave y cerrojo, la alarma encendida. La última sesión de teatro al aire libre había infundido nuevo vigor a los paparazi, que bebían café de sus termos, patrullaban por la manzana de casas y comparaban sus cámaras junto a la acera. Había reaparecido un helicóptero de la televisión y volaba en círculos sobre nosotros, esperando otra catástrofe. La bolsa de papel triturado estaba sobre la encimera de la cocina, al lado del disco duro que había sacado de la fotocopiadora de Ridgeline, mientras que el revólver reposaba al alcance de mi mano en la mesita de café. Gable y Robos y Homicidios echaban mano a todos sus recursos para apuntalar una acusación contra mí; ni siquiera les hacía falta desperdiciar efectivos para mantenerme bajo vigilancia, ya que la prensa les hacía ese trabajo. Los tipos de Ridgeline —DeWitt y Verrone, y a saber quién más— seguían en algún rincón en plena noche tramando planes. Ari y yo permanecíamos en el diván, el uno frente al otro, con las piernas entrelazadas.
Le recorría con las yemas de los dedos la boca, el cuello, cada parte viva del cuerpo. Mantenía los nudillos ante sus temblorosos labios y sentía las ráfagas de su aliento. Me maravillaba el colorido de su tez. Le apretaba la piel y contemplaba cómo el cerco blanco se volvía otra vez rosado, como si esa prueba de que la sangre seguía circulándole pudiera borrar de mi memoria la imagen de su rostro entre las hierbas, aquel gris cadavérico de su piel obtenido con Photoshop.
Se inclinó y me besó tímidamente.
Un susurro nervioso:
—¿Aún recuerdas cómo se hace el amor?
Su boca estaba pegada a mí oído; su cabello me rozaba la mejilla magullada.
—Creo que sí —respondí—. ¿Y tú?
Se apartó, frotándose un labio con otro; parecía que estudiaba la sensación que le habían dejado los míos.
—No lo sé.
Se levantó y subió la escalera. Un instante después, cogí el revólver y la seguí.
* * *
Nos reencontramos en una serie de destellos fulgurantes, de imágenes fragmentarias: las sábanas, estrujadas y apartadas con impaciencia bajo su talón; la blanda presión de su mano; su boca, húmeda y exploradora sobre mi clavícula… Me empeñé en observarle cada detalle: el lunar en la curva de la cadera, el arco del pie, el vello rubio de la nuca bajo el peso de los rizos.
Después, o entremedias, yacimos exhaustos, entrelazados, cada uno rastreando las gotas de sudor en la piel del otro. No estábamos desnudos juntos desde hacía meses, y reinaba toda la excitación de la novedad junto con la comodidad de lo conocido. El tendón de sus corvas resultaba firme y frágil contra mis labios. El revólver permanecía junto al inhibidor en la mesita de noche; surgía a veces ante mi vista y no lo olvidaba en ningún momento, pero nuestro dormitorio se había convertido en una especie de santuario y mantenía a raya los terrores de la noche. Desde la puerta hasta la cama, había un reguero de ropa: la sudadera de la UCLA que ella se había comprado en el Sindicato de Estudiantes para guarecerse del frío cuando yo la acompañaba de madrugada a su residencia; la camiseta de Morro Bay que nos agenciamos cuando subimos a dar de comer a las ardillas, y pasamos la noche en un sitio piojoso que decidimos llamar Pensión de los Tábanos; sus vaqueros manchados de barniz, vueltos del revés, y sobre una almohada caída, su anillo de boda. Una serie de objetos capaces de trazar toda una relación.
Con la oreja pegada a la cara posterior de su muslo, oí el murmullo de su voz a través de la piel:
—Te echaba de menos.
Me empapé de la calidez de su cuerpo.
—Me siento como si hubiera vuelto a encontrarte —dije.