Capítulo 46

Mis párpados parecían de hormigón. Se entornaron apenas y volvieron a cerrarse para evitar la luz abrasadora. Me dolían las costillas. Me zumbaban los oídos. Sentía como si me faltara piel en la mejilla derecha y en la comisura de los labios. Intenté alzar la mano hacia mi palpitante cabeza. Inútilmente.

Fue un lento proceso, pero al fin abrí los ojos. Me dio la impresión de que los fluorescentes lo blanqueaban todo, aunque tras unos parpadeos más descubrí que la habitación era deslumbrante por sí misma: baldosas blancas, paredes blancas, un gran espejo redoblando la cegadora blancura. Estaba vacía en absoluto, aparte de una silla en un rincón. Durante un instante, abrigué la idea de que me hallaba en una sala de espera divina. Luego, por la ranura de la puerta del fondo, identifiqué el póster del Departamento de Policía de Los Ángeles, clavado detrás de una mesa.

Una sala de interrogatorios.

¿Me habían detenido?

Estaba tumbado en un banco de metal, y tenía la muñeca derecha esposada a una barra de seguridad atornillada a la pared. No me había dado cuenta al principio de que era eso lo que me impedía levantar el brazo.

El recuerdo de Ariana provocó que me sentase de golpe, y la cabeza casi me estalló. Sentía pinchazos por todo el brazo derecho. Me levanté la camiseta y me la sujeté con la barbilla: me vi el pecho en carne viva. Me puse de pie y traté de separarme del banco lo suficiente para mirarme en el espejo polarizado y observarme las heridas de la cara, pero la esposa me mantenía sujeto a unos centímetros del marco.

Notaba la garganta demasiado reseca para articular palabra; pese a ello, proferí un grito afónico para pedir ayuda. No acudió nadie.

Examiné la habitación. Había una gruesa puerta metálica con cerradura de seguridad en la misma pared a la que estaba atado, aunque fuera de mi alcance. El zumbido no sonaba únicamente en mi cabeza: el aire acondicionado trabajaba a tope, aunque solo renovaba el aire a temperatura ambiente. En la habitación contigua, un reloj junto al póster del departamento de policía marcaba las siete en punto (¿de la mañana?, ¿de la tarde?); al lado de la atestada bandeja de documentos, vi un cubo de plástico transparente, donde se hallaban mi billetera, mis llaves y el móvil desechable. Reparé en que tenía un bolsillo vuelto del revés.

Una idea atroz irrumpió en medio de la confusión: «Está muerta». Pero mi mente retrocedió y se apresuró a buscar otras posibilidades.

Tal vez la habían soltado. O quizá la policía la había rescatado cuando había dado conmigo. Sentía una necesidad desesperada de creerme cualquier cosa.

Di cuatro pasos siguiendo la pared; la esposa se deslizó hasta el extremo de la barra y me detuvo en seco. No podía alcanzar nada desde ahí. Tragué varias veces y al fin conseguí que me saliera la voz. Miré el espejo polarizado.

—¿Dónde estoy? —Más ronco que Marlon Brando.

Oí una puerta que se abría y se cerraba, y enseguida entró desde la habitación contigua un detective con una chapa de identificación colgada del cuello. Era tan corpulento que al principio casi no vi al otro, al compañero que venía detrás de él.

El rubio grandullón se pasó la mano por el pelo, rematado con un tupé plano, e hizo un gesto hacia el espejo.

—De acuerdo. Lo tenemos, gracias. ¿Ya estáis grabando? —Su rostro, de rasgos recios y apuestos, se concentró en mí. Tenía un aire típicamente americano, como un jugador de fútbol pintado por Norman Rockwell—. Soy el teniente DeWitt; este es el teniente Verrone.

Tenientes. Me habían ascendido.

Verrone tenía tez de fumador y bebedor: amarillenta, tosca y enfermiza, todo a la vez. Vista su talla, daba la impresión de que habría cabido en una pernera de los pantalones de DeWitt. El bigote se le retorcía un poco en las puntas, insinuando un mostacho daliniano, aunque lo llevaba pulcramente recortado, sin duda para atenerse al reglamento.

—Mi esposa —grazné.

—¿Qué le pasa? —preguntó DeWitt.

Verrone se dejó caer en la silla del rincón. Llevaba la camisa muy ceñida y se le marcaba un torso sorprendentemente fibroso. Parecía un alfeñique al lado de DeWitt.

—¿Está bien? —quise saber.

—No sé —respondió DeWitt—. ¿Es que le ha hecho daño?

—¡No, yo no! —Tenía un cerco de piel enrojecida en la muñeca. La cabeza todavía no me funcionaba correctamente; todo parecía tan brutal, tan desconcertante—. Ustedes… ¿no la han visto?

DeWitt se acuclilló ante mí sobre las blancas baldosas. A pesar de ser un tipo de tal corpulencia, sus movimientos poseían gracia y precisión.

—¿Por qué deberíamos haberla visto? —cuestionó.

Desde su silla, Verrone seguía estudiándome. No era una mirada ceñuda, sino desapasionada; el matiz amenazador estaba en su persistencia de reptil. No había dejado de mirarme ni tampoco movido un músculo, al menos por lo que había apreciado en las ojeadas que le lanzaba a mi vez.

Sacudí la cabeza para despejarme, aunque solo sirvió para exacerbar el dolor.

—¿Cómo es que yo…? —El resto no conseguí trasladarlo desde el cerebro a los labios.

DeWitt respondió de todos modos:

—Una granada aturdidora de fabricación militar. Contando la presión añadida por hallarse dentro de un coche, estamos hablando de una onda expansiva de diez mil kilos por centímetro cuadrado. Tiene suerte de no haber quedado malherido de verdad.

¿Aquel había sido desde el principio el plan de mi atacante? ¿O había visto el cuchillo y había decidido lanzarme una granada? Me habían dejado con vida. Lo cual significaba que aún les servía. Como era obvio, se habrían dado cuenta de que el CD que les había llevado era falso, pero quizá creían que todavía los ayudaría a encontrar el auténtico. La esperanza renació en mi pecho; en ese caso, mantendrían viva a Ari para asegurar mi colaboración.

«Si hablas con la policía, ella morirá».

Ahuyenté el recuerdo de la amenaza y procuré concentrarme. Tenía que salir de allí sin revelar nada y ponerme a disposición de los secuestradores de mi mujer. Nada de lo cual iba a resultar fácil. Lo primero era conseguir que me trasladasen a un lugar con menos medidas de seguridad como, por ejemplo, a un hospital.

—Podr… ¿podría ver a un médico?

—Ya lo han examinado en el lugar de los hechos. Usted estaba consciente… ¿recuerda?

—No.

—Lo hemos traído aquí, y se ha quedado dormido.

—¿Aquí?

—Parker Center.

La central de la policía de Los Ángeles. Fantástico.

—Debería estar en un hospital. Me he quedado inconsciente. No me acuerdo de nada.

DeWitt miró a Verrone arqueando una ceja.

—Será mejor que le volvamos a leer sus derechos, entonces.

—No. Lo tenemos grabado. Y él ha firmado. —Los labios de Verrone apenas se habían movido, y me pregunté si habría llegado a hablar; seguía misteriosamente inmóvil.

Intenté ponerme de pie, pero la esposa me devolvió al banco dándome un tirón.

—No pueden detenerme. No puedo… estar en la cárcel ahora.

—Me temo que es un poco tarde para eso —dijo DeWitt.

—¿Puedo hablar con la detective Richards?

—Ella ya no lleva el caso.

—¿Y Gable?

—Nosotros —pronunció la palabra con más firmeza— estamos por encima de él.

—Sexta planta —añadió Verrone.

Mi cerebro giraba y giraba en vano, como unos neumáticos al aire. Ahora que Ariana corría peligro, ¿me habría quedado fuera de juego?

—Hace unas horas un vecino avisó de la explosión. —DeWitt fijó la mirada en la esposa que me sujetaba, e inconscientemente se ajustó el reloj sumergible en su propia muñeca—. En casa de Keith Conner, ¿sabe? —Dio un silbido—. Así que salimos a escape. Y lo encontramos allí. Mírelo desde nuestra perspectiva: he de ponerme duro y sacarle unas cuantas respuestas.

Notaba fija en mí la mirada impasible de Verrone: aquellos ojos férreos planteando un silencioso desafío. Me percaté de que me daba miedo.

—No creo disponer de ninguna respuesta —aseguré.

—¿Quién lo atacó? —preguntó DeWitt.

—No lo vi. Y no sé ningún nombre.

—Pero no lo han matado. Lo cual significa que debe de tener algo que les interesa.

—No. No les interesa verme muerto, lo cual es distinto. Soy el cabeza de turco del asesinato de Keith Conner. Si yo muero, resultará sospechoso.

—¿Y esto no es sospechoso?

—Desde luego que sí. Me hace parecer sospechoso. Por eso estoy bajo arresto.

—Escuche bien, capullo —soltó Verrone. Esta vez no cabía duda de qué estaba hablando. Tampoco quedaban demasiadas dudas sobre cuál de los dos iba a hacer de poli malo. Se sacó del bolsillo de la chaqueta una bolsa de pruebas: el cuchillo de carnicero oscilaba en su mano—. Queremos que nos explique por qué llevaba esto encima. Y también qué coño andaba haciendo en casa de Keith Conner.

—¿Capullo?

—¿Sabe cómo se hierve una rana, Davis?

—Me sé esa historia —afirmé—. No puedes tirarla al agua caliente porque escapará de un salto. Así que la metes en una olla de agua fría sobre el fogón y vas subiendo la temperatura, grado a grado. Tan gradualmente, que la rana no se entera, y se queda allí hasta acabar cocida. Y por si aún no me había dado cuenta de lo jodido que estoy —abarqué la angosta habitación con un gesto, y la esposa tintineó—, ahora es cuando usted me dice que yo soy la rana.

Habría jurado que DeWitt lo encontró divertido.

Verrone se levantó de golpe, y la silla se volcó hacia atrás. Después de tanta inmovilidad, el gesto resultaba intimidante. DeWitt se incorporó y se volvió hacia él. Verrone me estudió con la mandíbula apretada, me apuntó con un puño y me amenazó:

—Se va a ganar uno de estos gratis.

DeWitt se me acercó y resopló desde lo alto.

—Hasta aquí hemos llegado. Esta vez no se nos va a escabullir. Todo el mundo está de acuerdo. Desde la fiscal del distrito hasta el jefe del departamento. Tiene que desembuchar. ¿Por qué estaba en casa de Keith?

Aunque agaché la cabeza, aquella sombra enorme ejercía su presión sobre mí. Notaba el calor que desprendía su cuerpo. El CD estaba en alguna parte. Ariana también, muerta de miedo. Y yo entre rejas, incapaz de ayudarla. Si hablaba, la matarían.

—Quiero un abogado —dije.

DeWitt suspiró y dio un paso atrás.

—¡Vaya! —exclamó Verrone—. Quiere ponerse en ese plan. —Se dio media vuelta, indignado—. Me voy a mear.

Salió, y DeWitt y yo nos quedamos solos. Muy nervioso, miré el espejo polarizado.

—Tiene que permitirme que consulte con un abogado —pedí.

—Claro. —DeWitt dio otro paso atrás. Había en su enorme y simpático rostro una mueca de decepción, como si me hubiera pillado en el asiento trasero con su novia—. Claro que sí. Déjeme que se lo explique al jefe.

Salió, dejando la puerta algo entornada, apartó un montón de carpetas y se sentó en el borde del escritorio, que se resintió. Abarcaba por completo el auricular con la manaza.

—¿Sí, jefe? Estoy con Davis en la sala cinco. Solicita un abogado… Sí, he dejado de interrogarlo de inmediato… Lo sé, lo sé. —Chasqueó los labios—. ¿Mucho tráfico? Pues tendrá que esperar mientras llega el abogado. Aunque la celda está hasta los topes con esa pandilla de matones que acaba de traer la división urbana. —Volvió la vista, ojos de color azul, hacia mí, como evaluándome—. Oiga, es un tipo de clase media. No creo que quiera mezclarse… —Asintió. Y otra vez—: Está bien. Lo sé. No se hace una idea de lo mucho que podríamos ayudarlo si estuviera dispuesto a hablar… ¿Cómo? No, no creo que sepa que usted considera un incompetente al detective Gable… Exacto, los árboles no le dejan ver el bosque. Si Davis nos guiara en este embrollo, quizá llegaríamos a alguna parte, pero él cree que ya hemos rebasado ese punto. Una lástima, porque algo me dice que es un tipo decente metido en un asunto que le sobrepasa. En fin, no nos deja alternativa… De acuerdo. De acuerdo.

Colgó.

—Fantástica actuación —dije.

Se sentó en la silla del escritorio y revolvió unas carpetas. Lo miré a través de la rendija de la puerta, pero él no levantó la vista.

—No puedo hablar con usted —musité.

Él se volvió y llamó a alguien que quedaba fuera de mi vista.

—Murray, necesitamos un impreso de traslado para Davis.

—Mi esposa —dije—. Mi esposa podría estar…

Miró por la rendija.

—Perdón, ¿hablaba conmigo?

—¡Venga ya!

—¿Está dispuesto a seguir hablando conmigo sobre lo sucedido, incluso en ausencia de su abogado?

Miré hacia el espejo, para que quedase grabado.

—Sí.

Entró de nuevo y cruzó los brazos.

—No puedo contarle nada útil. —Hizo amago de marcharse otra vez—. Espere, espere un segundo. No es que pretenda marearlo. Mi mujer está en peligro.

—Cuéntenos lo que sabe y nosotros nos ocuparemos de ello. Si su esposa corre peligro, la protegeremos.

—Usted no lo entiende. Ellos quieren…

—¿Qué?

—Creen que tengo algo.

—¿Qué? Nos es imposible ayudarlo si usted no nos deja.

—La matarán, ¿entiende? La matarán si les cuento algo.

—Nadie ha de enterarse de lo que nos cuente. —Ante mi silencio, probó otro enfoque—. ¿Quiénes son «ellos»?

—No lo sé.

Los ojos le brillaron con intensidad.

—¿Dónde está su esposa?

—La tienen ellos, precisamente.

—Está bien, está bien —dijo para calmarme—. Lo primero es lo primero. No puede contarnos nada sin poner en peligro a su esposa. Así que vamos a encargarnos de localizarla nosotros.

—No la encontrarán.

—Encontrar gente es nuestro trabajo. Ahora, dígame, cuando la hayamos encontrado, ¿confesará? —Me miraba con serenidad, sin parpadear—. Quiero su palabra.

—De acuerdo —acepté—. Si la encuentran. Y si hablo con ella, para comprobar que está bien.

Levantó la vista hacia el espejo, asintiendo con energía. Una orden para pasar a la acción.

—Tendré que hacerle esperar aquí. ¿Necesita ir al baño?

—No. Sobre todo, que no sufra ningún daño.

—No se vaya. —Una suave sonrisa. Salió y cerró la puerta.

Me estiré en el banco y traté de calmar el martilleo que notaba en la cabeza. Debí de quedarme dormido, porque cuando se abrió la puerta y entró Verrone atisbé el reloj de pared por encima de su hombro. Eran las ocho y cuarto.

DeWitt estaba tras el escritorio de la habitación contigua, sujetando el teléfono con el hombro y apoyando la cabeza en una mano. Muy nervioso.

Verrone fue a buscar la silla del rincón y la arrastró para sentarse frente a mí. Me incorporé frotándome los ojos.

—¿Qué? ¿La han encontrado?

En la otra habitación, DeWitt se reclinó en la silla y puso los pies en el escritorio. Tenía en las manos varias fotos de ocho por diez, pero yo las veía por detrás.

Oí que decía furioso por teléfono:

—Ya lo sé, pero necesitamos que venga el psiquiatra ahora mismo.

Verrone le echó una mirada irritada, y él alzando una mano en señal de disculpa, bajó la voz. Luego Verrone se volvió hacia mí. Su actitud había cambiado por completo. Se inclinó como si fuese a cogerme la mano. Frunció los labios y entre los ojos se le formó un pliegue: una expresión de empatía, de interés. Mis temores se dispararon bruscamente.

—¿Qué? —salté—. Dígame.

—Un excursionista ha encontrado a su esposa…

—No. —Mi voz sonó irreconocible—. ¡No!

—… en un barranco de Fryman Canyon.

Lo miré fijamente, sin sensaciones, sin pensamiento.

—No.

—Lo siento —murmuró—. Está muerta.