—Siempre he estado planteando la pregunta equivocada. —Estaba tan agitado que casi gritaba hablando por teléfono—. Me he preguntado a quién beneficia la muerte de Keith Conner.
—Muy bien —contestó Julianne. La había localizado en su despacho, y ella había tenido la precaución de responder con referencias veladas a lo que yo le explicaba de mi conversación con Trista—. ¿Y la pregunta correcta sería…?
Acelerando por la cuesta, me metí en el carril contrario para esquivar a una furgoneta de reparaciones eléctricas.
—¿Quién se beneficia si la película acaba en vía muerta?
—Estoy con un alumno ahora mismo; quizá podrías…
—Explicarme. Desde luego.
Pero, por supuesto, no me dejó.
—¿Tenía alguna respuesta esa chica ingenua?
—¿Trista? No. Pero la lista es más que obvia: cualquier defensor de ese sistema de sónar, los senadores de algún comité de investigación, el departamento de Defensa, la Agencia de Seguridad Nacional, los fabricantes de material militar…
—Bueno, eso restringe bastante las posibilidades. Pero dada la posición que ocupa esa chica, ¿no puede especificar…?
—Ella cree que estoy como una puta cabra…
—Humm, humm.
—… me ha echado de su casa.
—¿Con lo cual…?
—¿Podrías investigar tú sobre el sónar naval y esa propuesta del Senado?
—Ya me imaginaba que ibas…
—Pero datos concretos —exigí—: nombres, programas, cómo funcionan los fondos invertidos, etc. Sean quiénes sean, son poderosos, es evidente. Es decir, si se trata del departamento de Defensa o de la Agencia de Seguridad Nacional…, imagínate qué recursos: los equipos que manejan y su radio de acción. Tienen gente en todas partes. Obviamente, infiltraron a alguien en el departamento de policía. ¿Cómo te enfrentas con un coloso semejante?
—De ninguna manera —replicó—. Y no nos pongamos dramáticos. Una cosa así no es una operación autorizada, ¿comprendes?, que abarque a toda una…
—¿Agencia?
—Exacto. Tienes que averiguar qué parte corrupta del conjunto está relacionada con tu… situación.
—¿Puedes ayudarme? ¿O queda muy lejos de tu territorio?
Un suspiro.
—El Wash Post y The Journal. Antiguos compañeros de curso, ¿sabes? Periodismo de investigación. Y yo tampoco soy manca.
No estaba muy seguro de que sus frases entrecortadas y sus respuestas elípticas resultaran más veladas que un discurso normal, pero me sentía demasiado agradecido para ponerlo en cuestión. Le di, pues, la dirección de Ridgeline, Inc., en Studio City, y le pedí que averiguara todo lo que le fuera posible sobre ellos y sobre su posible conexión con el asunto. Ella asintió varias veces y se despidió sin pronunciar mi nombre. Di un golpe triunfal en el volante. Al fin se movía algo.
Pensé en tratar de localizar otra vez a Ariana (había marcado todos sus números antes de llamar a Julianne), pero ya casi había llegado a casa. En nuestra manzana había nuevas furgonetas esperando. Viré con brusquedad a la derecha y dejé el coche junto a la cerca trasera. En cuanto bajé, percibí que había algún problema. Puse un pie sobre el invernadero, y al mirar a través del tejado de plástico, vi los estantes arrancados de las paredes, los tiestos hechos pedazos y las flores esparcidas entre grumos de tierra. Resbalé, me golpeé con el tejadillo y caí de espaldas al suelo del jardín.
Desde ese ángulo, el invernadero aún tenía peor aspecto. Lo habían puesto todo patas arriba. Resumiendo, registrado a fondo.
Eran las cuatro de la tarde pasadas. Ariana podría haber estado allí cuando vinieron. Volví la cabeza magullada hacia la casa.
Se habían dejado entornada la puerta trasera.
Me puse de pie y corrí adentro. La casa se veía más arrasada que cuando me había ido. No habíamos llegado a arreglarla del todo después de que la policía la registrara de arriba abajo. La sala de estar… también vacía. Nuestra foto de boda enmarcada, arrinconada contra la pared, me observó fijamente, evidenciando la grieta del cristal sobre nuestras sonrientes caras. Llamando a Ari a gritos, subí corriendo la escalera. No estaba en el dormitorio. Me apresuré a entrar en el despacho y abrí el cajón del escritorio.
El sobre de FedEx que había robado de la oficina de Ridgeline había desaparecido.
El cartucho de DVD vírgenes seguía en su estante. Quité la tapa a toda velocidad y tiré los discos al suelo. Todos idénticos. Se habían llevado también el CD.
Saqué a tientas del bolsillo el teléfono y llamé a Ariana. Buzón de voz. Bajé corriendo y abrí la puerta que daba al garaje: la camioneta blanca no estaba. Buena señal. Tal vez no había llegado a casa. Tal vez se había prolongado la reunión…
Una sensación de pánico se llevó por delante mi fantasía. Tendría que haber llegado hacía media hora. Busqué en su libreta de direcciones, llamé a su secretaria…
—¿Cómo, Patrick? Que yo sepa, la reunión se ha terminado hace ya…
Colgué y salí a la calle al trote. Varios fotógrafos habían reanudado la vigilancia. Se asomaron de los coches y furgonetas entre perplejos y divertidos.
—Eh, oigan, ¿han visto…? ¿Han visto entrar a alguien en la casa? ¿O salir? ¿Han visto a mi esposa?
No paraban de sacarme fotografías.
—¿Cuánto llevan aquí apostados? ¿Cuánto? —Nada. Me puse furioso—. ¿Han visto algo, joder?
Me giré en redondo. Los vecinos de los apartamentos de enfrente ya se asomaban a los balcones, una cara o dos en cada piso. En la puerta de al lado, Martinique miraba estremecida desde el umbral; Don le rodeaba los hombros con un brazo.
—¿Estabais aquí? —les grité—. ¿No os habéis movido de casa? ¿Habéis visto a Ariana?
Don dio media vuelta y arrastró a su mujer adentro.
Me volví. Cámaras sin rostro disparando sin cesar.
—No sé… No sé dónde coño está —supliqué. Dos de ellos disimulaban la risa; el tercero retrocedió con cara de disculpa.
A través de la puerta abierta, oí que sonaba el teléfono.
Gracias a Dios.
Corrí adentro, descolgué.
—¿Ari?
—Teníamos la esperanza de que la última vez que hablamos fuese realmente la última.
La voz electrónica. Se me erizaron los pelos de la nuca.
—Pero tienes más resistencia de lo que habíamos previsto.
No conseguía respirar.
—No podemos matarte. Demasiado sospechoso.— Un silencio calculado—. Pero tu esposa…
Tenía la boca abierta, pero no me salía ningún sonido.
—Eres un tipo perturbado. Quizá también podrías hacerle daño a ella.
—No —logré decir—. Escuche…
—El disco.
—No, yo… no. No lo tengo. No tengo ningún disco.
—Tráenos el CD. O te enviaremos el corazón de tu esposa en un paquete de FedEx parecido al que nos robaste.
Me apoyé en la encimera de la cocina para no venirme abajo.
—Juro por Dios que alguien se lo ha llevado.
—Ve en coche a casa de Keith Conner. Utiliza la entrada de servicio. El código es 1509. Aparca a medio metro de la maceta de cactus que hay junto al pabellón de invitados. Permanece sentado. Mantén subidos los cristales de las ventanillas, y no te muevas de tu sitio cuando nos acerquemos. Si hablas con la policía, ella morirá. Si no nos entregas el disco, ella morirá. Si no estás aquí a las cinco en punto, ella morirá.
—¡No, espere! Escuche, yo no…
Había colgado.
Mis pensamientos giraban desbocados. Si la llamada era de Ridgeline, no podían ser ellos los que habían entrado en casa y recuperado el disco. ¿Quién, entonces? ¿La policía, en busca de pruebas? ¿Unos polis corruptos para chantajearme? ¿La Agencia de Seguridad Nacional? ¿El departamento de Defensa? ¿Los secuaces de un senador? ¿Qué papel jugaba yo en aquel asunto? Obviamente, el CD no estaba vacío como yo había creído. ¿Qué demonios habría allí escondido?
A las cinco en punto. Eso significaba: al cabo de treinta y siete minutos. Apenas me quedaba tiempo para llegar en coche; mucho menos para que se me ocurriera algo.
¿Cómo iba a localizar el disco si no tenía la menor idea de quién se lo había llevado?
Treinta y seis minutos.
Cogí el teléfono para llamar al detective Gable y averiguar si se lo había llevado él. Pero la hora fijada… Aun suponiendo que sí, era imposible alcanzar un acuerdo con él y llegar a casa de Keith en treinta y cinco minutos. Aporreé la horquilla con el auricular, errando el golpe y aplastándome los nudillos.
¿Estaría bien Ariana? ¿Le habrían hecho daño ya?
Me tiré del pelo, pero me aparté las lágrimas de las mejillas.
¡Un disco! Podía entregarles uno de mis CD vírgenes. Les diría que había intentado copiarlo y que se había borrado todo por sí solo, igual que los DVD. Un plan defectuoso, desde luego, pero al menos era algo. Quizá me serviría para ganar unos minutos y averiguar dónde estaba Ariana mientras ideaba otra cosa. Subí corriendo otra vez. Cogí un CD genérico de uno de los cajones y lo metí en el portátil de Ari para asegurarme de que estaba vacío.
Treinta y tres minutos.
Bajé de nuevo y eché a correr hacia la cerca con la camisa empapada. Me detuve a medio camino. Volví atrás y agarré el cuchillo más grande que encontré en el taco de madera de la cocina.
* * *
Tomé una curva muy cerrada sujetando con firmeza el volante y haciendo lo posible para no resbalar en el asiento. Si el cuchillo de carnicero que tenía bajo el muslo se desplazaba, me rajaría de arriba abajo la pierna. La hoja estaba en posición oblicua, de manera que el mango sobresalía hacia la guantera que hay entre los asientos, y me quedaba al alcance de la mano. El olor acre a caucho quemado se colaba por las rejillas de ventilación del salpicadero. Contuve el impulso de pisar a fondo de nuevo el acelerador; no podía arriesgarme a que me obligaran a detenerme en el arcén y no llegar a tiempo.
Crucé disparado la calleja. Notaba las manos resbaladizas en el volante, y el corazón me bombeaba tanta adrenalina por el cuerpo, que me faltaba el aliento. Miré el reloj, miré la calle, miré otra vez el reloj. Cuando apenas estaba a unas travesías, pegué el coche al bordillo, haciendo chirriar los neumáticos. Abrí la puerta justo a tiempo. Mientras vomitaba en la cuneta, un jardinero, parapetado tras un cortador de césped funcionando a toda potencia, me observó con expresión indescifrable.
Volví a incorporarme en mi sitio, me sequé la boca y continué ya más despacio por la empinada cuesta. Doblé por la vía de servicio como me habían indicado, y al cabo de unos segundos apareció ante mi vista el muro de piedra, y luego las verjas de hierro, a juego con las que ya conocía de la parte de delante. Bajé de un salto y pulsé los números del código. Las verjas retemblaron y se abrieron hacia dentro. Flanqueado de jacarandas, el sendero asfaltado discurría por la zona trasera de la propiedad. Por fin distinguí el pabellón de invitados: paredes de estuco blanco, tejado de tejas ligeramente inclinado y un porche elevado. Era más grande que la mayoría de las viviendas normales de nuestra calle.
Paré el coche junto a una maceta de cactus, al pie de la escalera, muy pegado al edificio; con las manos aún en el volante, hice un esfuerzo para respirar. No había la menor señal de vida. Al otro lado de la propiedad, apenas visible entre la enramada, el edificio principal se alzaba silencioso y oscuro. Me escocían los ojos a causa del sudor. La escalera, que quedaba justo al lado de la ventanilla del acompañante, era tan alta que no lograba ver el porche desde el asiento; no había gran cosa al alcance de la vista por ese lado, salvo los peldaños. Supuse que esa era, precisamente, la intención.
Aguardé y agucé el oído.
Al fin oí cómo se abría rechinando una puerta. Un paso. Después otro. Una bota masculina descendió el escalón más alto que alcanzaba mi campo de visión. Luego la bota derecha, y a continuación las rodillas, los muslos y la cintura del hombre. Llevaba unos gastados pantalones vaqueros de operario, un cinturón negro vulgar, tal vez una camiseta gris.
Deslicé la mano derecha hacia la empuñadura del cuchillo, y la apreté tanto que sentí un hormigueo en la palma. También noté que algo cálido me goteaba en la boca: me había mordido un carrillo.
Él se detuvo en el último escalón, a un paso de mi ventanilla; el techo del coche lo partía por la mitad. Deseaba agacharme para verle la cara, pero me habían advertido que no lo hiciera. Lo tenía demasiado cerca, en todo caso.
Alzó el puño y golpeó la ventanilla una vez con los nudillos.
Pulsé el botón con la mano izquierda, y el cristal descendió produciendo un zumbido. Notaba el frío de la hoja del cuchillo bajo mi muslo. Escogí un punto del pecho del individuo, justo debajo de las costillas. Pero sobre todo debía averiguar lo que necesitaba saber.
De pronto su otra mano surgió veloz ante mis ojos, y lanzó un objeto del tamaño de un puño por la rendija de la ventanilla, que todavía seguía descendiendo. Al caer sobre mi regazo, advertí que era una cosa sorprendentemente pesada.
Bajé la vista: una granada de mano.
Se me cortó el resuello, pero me apresuré a agarrarla.
Antes de que mis dedos extendidos lograran atraparla, estalló.