Sorprendí a Trista fuera de su bungaló de Santa Monica, tirando unos envases de Dasani en el cubo de reciclaje.
—¿Agua embotellada? —pregunté—. ¿Le parece responsable desde un punto de vista ecológico?
Se dio media vuelta, protegiéndose los ojos del sol poniente y esbozó una sonrisa triste al reconocerme. Una sonrisa que enseguida se volvió reticente.
—Su camisa está hecha de algodón —observó—, que requiere ciento diez kilos de fertilizante nitrogenado por hectárea cultivada. Y en cuanto a ese coche suyo —un giro de su encantadora cabeza—, si lo convirtiera en un híbrido, ganaría cinco kilómetros por litro, lo cual le ahorraría a la atmósfera diez toneladas de dióxido de carbono al año. —Mientras me acercaba, se inclinó, cayéndole por la cara la rubia cabellera, y me miró los pantalones—. ¿Y ese móvil que lleva en el bolsillo? Tiene un condensador de tantalio, obtenido del coltán, que se extrae del lecho de los ríos del este del Congo, la zona donde viven los gorilas. O donde vivían.
—Me rindo.
—Somos todos unos hipócritas. Todos causamos daño. Simplemente, por el hecho de vivir. Y sí, también bebiendo agua embotellada. —Guardó silencio un momento—. Veo que me sonríe. ¿Va a ponerse coqueto y paternalista?
—No, no. Pero es que he pasado un par de días muy largos, y verla es como un soplo de aire fresco.
—Le gusto.
—No en ese sentido.
—¿Ah, no? ¿Entonces por qué?
—Porque no piensa igual que yo.
—Me alegro de verlo, Patrick.
—Yo no lo maté.
—Ya.
—¿Cómo lo sabe?
—Toda su ira está en la superficie. En realidad no es más que una herida que no quiere reconocer. Vamos adentro.
Había cajas de mudanza esparcidas sobre las baldosas. Evidentemente, la productora no se había demorado en despedirla, ahora que ya no hacía falta que cuidase de Keith. Eché un vistazo al bungaló: bien situado, a cuatro travesías del océano, unos ochenta metros cuadrados que debían de salir por dos mil dólares al mes. Una encimera flotante daba cabida apenas a un fregadero, un microondas y una cafetera. Aparte del baño diminuto, junto al armario, la vivienda era una sola habitación.
Las paredes estaban adornadas con carteles de ballenas.
—Ya sé —dijo al ver que las miraba—, es la decoración de una cría. Pero no puedo evitarlo. ¡Son tan espléndidas! Se me parte el corazón. —Recogió del suelo una botella de Bombay Sapphire y volvió a llenarse el vaso, añadiendo un chorro de tónica—. Disculpe. Seguramente pensará que soy…
—No, por favor. Siempre puedes fiarte de una mujer que bebe ginebra.
—Le ofrecería un poco, pero se me está acabando y voy a tener que estirarla para pasar todo esto. —Metió la lamparilla de noche en un cubo de basura metálico, junto con un puñado de calcetines, y luego miró alrededor, abrumada—. Regreso a Boulder. Me irá bien. Pondré otro proyecto en marcha y… y…
Me estaba dando la espalda; se llevó una mano a la cara, encogió los hombros y comprendí que estaba llorando. O tratando de evitarlo. Soltó un agudo gemido y, al volverse, tenía la cara roja, pero por lo demás parecía normal; un punto cabreada, si acaso.
Bebió un trago, se sentó en la cama y dio una palmadita a su lado. Obedecí. Sobre el edredón había esparcidas fotos satinadas de ballenas varadas o en plena autopsia. Eran imágenes de gran crudeza, imposibles de ignorar. Me produjo una sensación de desesperanza ver a esos magníficos animales convertidos en meros despojos arrastrados por la marea. Una impotencia que se transformaba en asco en el fondo de mi garganta.
Ella cogió una de las fotos y la miró casi enternecida, como si fuese un recuerdo de otra vida.
—Es todo una mierda, Patrick. Ya lo sabe. El sueño nunca llega a cumplirse. Al final, todo se reduce a un montón de componendas y, con mucha suerte, a unas cuantas personas decentes con las que tropiezas de vez en cuando. —Apoyó la cabeza en mi hombro y noté el olor a ginebra.
Se secó la nariz con la manga y volvió a sentarse derecha.
—Mi trabajo era cuidarlo como una niñera. Impedir que se estrellara borracho, que se follara a una chica de diecisiete años o algo parecido. Mantenerlo con vida y sin que acabara en la cárcel hasta que tuviéramos nuestra película. ¿Le parece difícil?
—Muy difícil.
—Sé que lo odiaba. —Arrastraba ligeramente las palabras.
—Quizá no fuese tan mala persona.
—No —dijo—. No lo era. Era una especie de perro labrador bobo, pero sintonizaba lo bastante con la causa para que lográramos enrolarlo. Estrellas, películas, oportunismo… Joder, suena todo tan cínico. —Bajó la vista a una de las fotos: grasa y carne rosada—. Pero yo realmente creo en toda esta mierda.
—¿Y Keith?
—Él era una estrella. ¿Quién coño lo sabe? Lo utilizaban para toda clase de causas. —Ahora hablaba con ironía—. Se aburren, ¿entiende? Buscan pasatiempos, causas nobles. Pero él no tenía por qué escoger esta; no tenía por qué escoger ninguna. Y sin embargo, la escogió. ¿Recuerda cuando las ballenas grises empezaron a varar en la bahía de San Francisco?
—No, lo siento.
—Justo al pie del Golden Gate. Yo lo llevé allí. Ya sabe, una inspección sobre el terreno con biólogos marinos, donde te ensucias los zapatos… Esas chorradas les encantan. Keith estaba emocionado, se compró un anorak Patagonia nuevo. Después, cuando todo el mundo se había ido ya, me puse a buscarlo y no lo encontraba. Resulta que había vuelto junto al agua; estaba acariciando a la ballena, cayéndole una lágrima por la mejilla. Como la lágrima de ese indio de Keep America Beautiful, ¿sabe? Igual. Pero nadie lo vio. Se la enjugó enseguida… «No pasa nada —me dijo—, tranquila, todo va bien». Pero yo le perdoné muchas cosas por esa lágrima. —Se puso de pie con brusquedad—. He de terminar de recoger. Lo acompaño afuera.
Pero se quedó ahí inmóvil, mirando los carteles combados de las paredes.
—¿Qué demonios hago aquí? —explotó—. Yo no sé nada de cine. Ni de finanzas. No soy sino una estúpida sentimental con un título universitario a medias y una pasión loca por las ballenas. —Examinó el bungaló como si las cuatro paredes mostraran todos sus defectos y sus desilusiones. Cuando recuperó la compostura, se percató de que la contemplaba y se ruborizó por haberse mostrado tan diáfana—. He dicho que he de terminar de recoger.
—Oiga, concédame un minuto, por favor. Usted pasó con Keith mucho tiempo al final…
—¿Hace falta que me lo recuerde?
—¿Le puedo preguntar un par de cosas?
—¿Como qué?
—¿Alguna vez mencionó una empresa llamada Ridgeline?
—¿Ridgeline? No, no me suena de nada.
—¿Alguna vez fue al Starbright Plaza? Es un centro comercial con oficinas junto a Riverside, en Studio City.
—Él jamás bajaba al Valle. —Volvió a desplomarse en la cama—. ¿Nada más?
—Tengo un tiempo limitado, Trista. Soy el principal sospechoso. He de averiguar quién me tendió una trampa para inculparme, y he de hacerlo antes de que la policía venga a por mí y me meta en la cárcel. Porque entonces ya no quedará nadie para averiguarlo.
—¿Y qué quiere que haga? ¿No lo he ayudado bastante ya?
—¿A qué se refiere?
—Los convencí, a él y a Summit, para que retirasen la demanda. O al menos, iban a hacerlo.
Me quedé boquiabierto.
—¿Fue usted?
—Sí, yo. Después de que perpetrase aquel ataque vandálico…
—Yo no fui.
—Da igual. Lo convencí de que todo ese jaleo legal era una distracción y un coñazo para él, y prácticamente le escribí el guión con lo que debía decir a los tipos de la productora para hacerles creer que la película no necesitaba ningún escándalo después de haber despertado tan buenas expectativas. Yo sabía, en todo caso, que usted no lo había golpeado —es demasiado inofensivo, como he dicho—, y si la verdad llegaba a descubrirse, él habría perdido toda su credibilidad para erigirse en el portavoz concienciado de nuestra lucha ecológica. —Se mordió una uña astillada y se quedó mirándome fijamente, destacándole las rizadas pestañas, un despliegue de clase y estilo increíbles—. Bueno, ¿algo más o puedo volver a mi deprimente soledad?
Me había pillado desprevenido y traté de centrarme.
—Dígame, ¿hizo Keith alguna cosa o se vio con alguien que a usted le pareciese fuera de lo normal?
—¿Fuera de lo normal? Mire, pese a su agitación aparente, Keith era de las personas más aburridas y predecibles que he conocido. Todo eran chorradas infantiles: clubes y bares, y paseos en limusina a medianoche con modelos en ropa interior. Cantidad de travesuras y de borracheras, desde luego, pero nada serio. Dudo mucho que conociese a alguien lo bastante interesante para querer matarlo. Y eso lo incluye a usted.
Deduje que daba por concluida la charla con estas palabras, y me puse de pie en silencio. Tenía toda la razón: era difícil imaginarse a Keith haciendo algo lo bastante serio para llamar la atención de unos tipos que manejaban material de inteligencia de última generación. Él saltaba de una cosa a otra: fiestas, películas, proyectos… Se había enrolado en la causa de Trista tan a la ligera como en todo lo demás, y luego se había ido exaltando hasta alcanzar un estado parecido a la convicción.
Me detuve en el umbral y me di la vuelta.
—Yo también he perdido mi trabajo —le comuniqué—. Me dedicaba a la enseñanza. No me había dado cuenta hasta ahora de lo mucho que significaba para mí. ¿Y sabe lo más gracioso? Siempre lo había considerado algo secundario, un premio de consolación, pero perderlo me ha dolido mucho más que ser despedido de mi propia película. —Advertí que estaba divagando y me interrumpí—. Bueno, lo que pretendo decir es que lamento que la hayan despedido de un proyecto que significaba tanto para usted.
—¿Despedido? A mí no me han despedido. Toda la producción se ha cancelado. —Se sumió en sus pensamientos, encogiéndose de hombros—. El lunes iba a ser el primer día de rodaje. Solo faltaban tres días. Parece mentira, joder.
El gélido viento me traspasaba la camisa, pero mi piel se había puesto tensa de golpe.
—¿Qué ha pasado? ¿Se ha venido abajo la financiación?
—Por supuesto. Los documentales sobre medio ambiente no pueden obtener un lanzamiento como es debido si no los protagoniza un Al Gore o un Keith Conner.
Se me había quedado la boca seca. Dirigí de nuevo la vista hacia las fotos satinadas esparcidas sobre la cama: ballenas varadas, tímpanos reventados, cerebros lacerados…
El sónar.
Keith había comentado algo acerca de un sónar de alta frecuencia que causaba estragos entre las ballenas, destrozándoles los órganos internos, provocándoles embolias y empujándolas hacia las playas.
Todas las piezas dispersas se alineaban de repente.
Sentí que se me alborotaba la sangre: un deseo feroz de llegar al fondo del asunto.
Ella seguía hablando:
—Cuando algo se tuerce, sea por una recesión, por una votación en el Senado o un nuevo recurso técnico, el medio ambiente es el primero en sufrir las consecuencias. —Una risa irónica—. Bueno, me temo que esta vez ha sido Keith el primero.
Pregunté sin pensar:
—¿No pueden encontrar a otra estrella y obtener nueva financiación?
—Ya dará igual. —Se colocó un mechón detrás de la oreja—. Disponíamos de un tiempo muy acotado para el proyecto. Y el dinero ahora ha desaparecido.
Me vino a la cabeza la imagen de Keith, la última vez que lo había visto vivo, reclinado en aquella tumbona de teca, fumando cigarrillos de clavo y ensayando su tono más serio: «Es una carrera contra reloj, tío».
¿Qué era lo que había dicho Jerry? «El muy idiota va a hacer un documental de mierda sobre ecología. Mickelson trató de convencerlo para que esperase a tener otro éxito en el bolsillo, pero no: tiene que ser ahora».
—¿Por qué un tiempo acotado?
Me sonaba lejana mi propia voz. Ella levantó la vista.
—¿Cómo? —preguntó.
—Ha dicho que tenían un tiempo acotado para hacer la película. Mucha prisa. ¿Por qué?
—Porque teníamos que llegar a los cines antes de la votación del Senado.
Me reverberaban las pulsaciones en los oídos.
—Un momento —dije—. ¿Ha dicho «la votación del Senado»?
—Sí. Se trata de la propuesta para reducir los límites del nivel de decibelios del sónar naval, con el objetivo de proteger a las ballenas. Está prevista para octubre. Lo cual significa que deberíamos estar rodando… ya. —Frunció el entrecejo y echó un vistazo al vaso vacío—. ¿Por qué se ha puesto tan raro?
—Si Profundidades se estrenase antes de octubre, la idea de salvar a las ballenas de los efectos del sónar podría convertirse en una causa popular. Y ciertos senadores acabarían tal vez con un huevo en la cara. Estamos en año de elecciones.
—Así funcionan las cosas. Oiga, ¿de dónde sale usted? ¿De los Boy Scouts, por casualidad?
—Se sentirían presionados para votar la imposición de límites al sónar.
—Sí, Patrick. Esa era nuestra esperanza.
—A menos que no se haga la película.
—Exacto.
—Y lo único que puede provocar la cancelación de un rodaje, una vez que se ha dado luz verde, es…
Ella dejó el vaso.
—¡Venga ya, Patrick!
—… la muerte del protagonista.
Por primera vez vi miedo en su cara. Lo había entendido. Sentí que tal vez había encontrado a una nueva aliada, alguien que ya estaba en la batalla, aunque fuera en un frente distinto, y que podría serme de ayuda.
Pero ella echó una ojeada hacia la puerta de atrás, y entonces comprendí con brutal desilusión que no estaba asustada porque me creyese y viera con qué me enfrentaba (o nos enfrentábamos), sino porque yo le daba miedo. En mi entusiasmo, había cometido el error de precipitarme y de no dosificarle la información. Ella disponía de una visión limitada de aquel sórdido embrollo y, ante mis febriles afirmaciones, únicamente podía pensar que yo era un paranoico y un perturbado, tal como me habían presentado los medios.
Levanté una mano, desesperado, tratando de sortear el debate que ella había iniciado consigo misma.
—Usted ha dicho que sabe que no soy un asesino.
—Quiero que se vaya. Ya.
—No es tan disparatado como suena. Por favor, déjeme explicarle algo… —Di un paso en el umbral, y ella se levantó de un salto, jadeando. Durante un instante, que se me hizo muy largo, nos miramos de un extremo al otro de la habitación. El terror parecía emanarle del cuerpo como un halo de energía.
Alzando las palmas, retrocedí despacio, salí y cerré la puerta con cuidado.