Ante mí, un anodino complejo de dos plantas —madera marrón y estuco beis— bautizado como Starbright Plaza. La ironía involuntaria era frecuente por esa zona, en los aledaños de la Warner Bros., la Universal y la Disney: llantas y neumáticos Estrella, material de jardinería Blockbuster, motel Alfombra Roja, ¡con televisión por cable GRATIS en cada habitación! Puesto que el aparcamiento estaba lleno, dejé el vehículo en un aparcacoches frente al café que quedaba al final del complejo. Ningún cliente reparó en mí, aunque yo, nervioso y desafiante, estudié sus caras por si alguien daba muestras de reconocerme. Increíble lo egocéntrico que te volvía una buena dosis de miedo.
El empleado me entregó un resguardo en el que se incluía un anuncio satinado de un ceñudo Keith Conner:
Este mes de junio, prepárate.
Este mes de junio, no hay dónde ocultarse.
Este mes de junio… TE VIGILAN.
Un conductor tocó educadamente la bocina; me había quedado embobado en la calzada. Crucé la neblina que formaba en el exterior el aire acondicionado, y eché un vistazo a las tiendas y oficinas experimentando la misma frustración que debía de haber sentido Joe. ¿Cómo te las arreglas para buscar algo sospechoso en un enorme centro comercial?
Dos operarios sacaban de una cristalería un gran ventanal, como un par de extras de un sketch de Laurel y Hardy. Dando por supuesto que las tiendas de la planta baja, que iban desde una tintorería hasta una sucursal de Hallmark, eran igualmente inocuas, me dirigí a la escalera. Un repartidor de FedEx bajaba a toda prisa, tecleando en una tablilla electrónica, y no se molestó en levantar la vista cuando lo esquivé en el rellano.
La galería de la planta superior, dispuesta en forma de una uve enorme, albergaba una interminable hilera de puertas y ventanas. Mientras caminaba sin saber muy bien qué buscar, vi que había unas cuantas de ellas abiertas: cubículos con gráficos en las paredes, tipos jóvenes al teléfono sosteniendo esferas chinas en una mano, venta de acciones, material deportivo a pagar en tres cuotas… Pasé por delante de una agencia de seguros de aspecto poco fiable y de una tienda de películas distribuidas directamente en vídeo, cuyo escaparate exhibía con orgullo unos carteles de insectos gigantes que causaban estragos en una metrópoli. Alguna que otra oficina había sido desmantelada con prisas, y todavía se veían los cables saliendo del techo y de las paredes, y montones de teléfonos de televenta arrumbados por los rincones. Otras, con las persianas cerradas y sin rótulo en la puerta, parecían tan silenciosas como la sala de espera de un dentista. Era evidente que los elevados alquileres provocaban una rotación continua.
Eludiendo las ocasionales cámaras de seguridad, de aspecto muy cutre, seguí adelante por la galería. Me fijaba en las caras y en los nombres de los negocios, pero no dejaba de preguntarme qué demonios hacía allí. Al fin se me acabó el recorrido y llegué a la escalera del fondo. Empezaba a bajar ya cuando me llamó la atención el letrero de latón clavado en la puerta de la última oficina: NO DEJAR PAQUETES SIN ACUSE DE RECIBO. NO DEJAR PAQUETES EN LAS OFICINAS VECINAS. Obedientemente, les habían dejado un volante de FedEx alrededor del picaporte. Aparte del número, 1138, no había ningún rótulo en la puerta, igual que en muchas otras tiendas.
Saqué el volante del picaporte y miré el nombre garabateado con descuido: Ridgeline, Inc.
Sentí un hormigueo de excitación. Y miedo. «Cuidado con lo que buscas, porque tal vez lo encuentres». En este caso, la probable base operativa de los tipos que me habían enviado los mensajes, que me habían embaucado para colgarme un asesinato, que habían matado a tres personas, y suma y sigue.
El volante azul y blanco indicaba un segundo intento de entrega de un paquete remitido desde una oficina de FedEx de Alexandria, Virginia: una ciudad del área de Washington, plagada de intermediarios influyentes y expertos en tráfico de influencias. La procedencia del paquete me resultaba siniestra.
Las persianas del escaparate no estaban bien cerradas. Me puse de puntillas para atisbar entre las lamas. La habitación de delante era de lo más sencilla: ordenador, fotocopiadora y trituradora de papel; no había plantas, ni cuadros ni retrato familiar pegado al monitor, y ni siquiera una segunda silla para una visita. La puerta sin ventanilla del fondo debía de dar a un pasillo y a otras habitaciones.
Bajé corriendo y crucé el mugriento callejón que discurría por detrás del complejo para examinar la parte posterior de la oficina 1138. Una desvencijada escalera de incendios subía hasta una gruesa puerta metálica. La cerradura estaba reluciente y los restos de serrín del rellano indicaban que había sido instalada recientemente.
Di de nuevo la vuelta entera jadeando, y examiné una vez más la puerta delantera por si había decidido abrirse por sí sola entretanto. Pero no.
¿Y ahora, qué?
Recordé al repartidor de FedEx, con el que me había cruzado en la escalera.
Marqué el número que figuraba en el volante, introduje el código de referencia y aguardé oyendo la versión en xilofón de Arthur’s Theme que sonaba como música de fondo. Cuando la operadora de atención al cliente me atendió, le dije: «Llamo de Ridgeline. Se me acaba de escapar una entrega y creo que el repartidor sigue todavía por la zona. ¿Podría decirle, por favor, que vuelva a pasar por aquí?».
Me alejé un buen trecho por la galería descubierta. Prefería no quedarme junto al 1138, no fuera a presentarse alguien con unas botas Danner. Pasaron veinte minutos lentísimos. Mi ansiedad y desaliento habían llegado casi a un punto culminante cuando vi la trasera blanca del camión de FedEx abriéndose paso entre el tráfico. Me situé en la puerta de la oficina, puse la punta de una de mis llaves en la cerradura y esperé durante lo que me pareció una eternidad. Al fin, oí pasos en la escalera y me giré, con la llave a la vista, mientras él se acercaba.
—¡Ah, me pilla cerrando!
—Nunca los encuentro últimamente. —Me tendió un sobre express y la tablilla electrónica—. Son ustedes algo complicados.
Firmé J. Edgar Hoover con letra ilegible, y se la devolví.
—Sí —afirmé—, es cierto.
Tuve que hacer un esfuerzo inmenso para no bajar la escalera y cruzar la calle corriendo. Mientras esperaba que el empleado me entregara el coche, recorrí con la mirada, hecho un manojo de nervios, todo el complejo hasta la oficina Ridgeline. Fue entonces cuando me percaté de la cámara de seguridad plateada montada en el alero, justo encima del 1138, que desde la galería no quedaba a la vista. No era igual que las demás.
Y me enfocaba a mí.
* * *
En la etiqueta de FedEx, debajo de «Contenido», habían escrito: «Póliza de seguro».
Sentado a la mesa de la cocina, con toda la casa en silencio, rasgué el sobre. Saqué un trozo de cartón corrugado, doblado y pegado con cinta adhesiva para proteger el contenido. Un Post-it decía: «Cortando comunicación. No contactar». Rompí la cinta metiendo el pulgar. Dentro, había un CD. Inspiré hondo y me froté los ojos. Lancé el cartón al montón de basura del suelo.
¿Un seguro? ¿Para quién? ¿Contra qué?
¿«Cortando comunicación» quería decir que lo había enviado una especie de agente infiltrado? ¿Un espía, quizá?
Subí a mi despacho con el disco y lo metí con febril expectación en el portátil de Ariana.
Vacío.
Solté una maldición y golpeé el escritorio con tal fuerza que el portátil dio un brinco. ¿Es que no podía funcionar ni una sola pista? Después de todos los riesgos que había corrido para conseguir el sobre, y de haber dejado mi imagen grabada en la cámara de seguridad para los tipos de Ridgeline… ¡La ira que ello podría desatar sobre nosotros!
Ariana estaba en el trabajo, estudiando las opciones financieras que teníamos. Inquieto, la llamé como ya había hecho unas cuantas veces y de nuevo me salió el buzón de voz. Tenía apagado el móvil, como habíamos acordado, para que no consiguieran localizarla a través de la señal. Yo había recuperado y estaba usando en ese momento el móvil desechable que le había comprado para que llevase encima, y pudiéramos así ponernos en contacto de día. Muy listo por mi parte.
En la planta baja, en la libreta de direcciones de Ari, encontré el móvil de su secretaria. Dejé que sonara, moviendo nerviosamente la rodilla. Sentí una oleada de alivio cuando respondió.
—¿Patrick? ¿Estás bien? ¿Qué sucede?
—¿Por qué no respondéis al teléfono?
—Es que aún estamos recibiendo llamadas estúpidas sobre…, ya sabes; por eso es más fácil dejar puesto el buzón de voz.
—¿Dónde está Ari?
—En otra reunión. No ha parado en todo el día. No puedo comunicar con ella porque tiene el móvil apagado.
—Está bien. Solo quería saber si…
—Si todo va bien, ¿no? No te preocupes. Está tomando muchas precauciones. Se ha llevado con ella a los dos repartidores más forzudos que tenemos.
La información me hizo sentir mucho mejor.
—¿Puedes decirle que me llame cuando vuelva? —le pedí.
—Claro, pero la reunión debería estar acabando, y me ha dicho que regresaría directamente a casa, así que lo más seguro es que hables con ella antes que yo.
Colgué y me quedé con el teléfono pegado a los labios. Dado que estábamos en pleno día, las cortinas corridas daban una opresiva sensación de encierro. Me había colado otra vez por la cerca trasera, y caí en la cuenta de que no había estado en el patio de delante de casa desde que había vuelto de la cárcel. Armándome de valor, salí al porche. ¿Quién habría imaginado que una cosa tan sencilla pudiera parecer una osadía? Sonaron varias voces, y enseguida apareció una multitud en la acera, haciendo preguntas a gritos y sacando fotos. Cerré los ojos y ladeé la cabeza hacia el sol. Pero allí, tan expuesto, no podía relajarme. En la oscuridad que me proporcionaban mis párpados bajados, volví a ver cómo se abría bruscamente la puerta del baño de Elisabeta mientras yo me escapaba por la ventana para salvarme.
De vuelta en la cocina, me bebí de golpe un vaso de agua y busqué algo de comida, con lo que añadí unas cajas de cartón y un pan enmohecido al montón de basura del suelo. Masticando una barrita energética rancia, volví al despacho y contemplé un rato más el disco vacío en la pantalla. ¿Tal vez había un documento oculto? Pero la memoria marcaba cero. Parecía muy improbable que hubieran conseguido introducir información de tal manera que no ocupase memoria, aunque con aquellos tipos todo era posible. Escondí el disco entre mis DVD vírgenes, ensartándolo en el eje del cartucho, y guardé en un cajón el sobre de FedEx.
Sonó el teléfono. Me apresuré a descolgar.
—¿Ari?
—Estoy fuera de circulación. —Joe Vente—. Memoriza este número. —Me lo dijo de un tirón—. Me encuentro a buen recaudo. A salvo. Nadie tiene este número; quiero decir que, si vienen a matarme, me cabrearé contigo de verdad.
—No diré una palabra.
—Ya he dado el aviso de lo de Elisabeta, o como coño se llamara. Prepárate, porque la mierda empezará a salpicar.
—De acuerdo.
—¡Ah! Y me he ganado esa exclusiva por partida doble.
—¿Eso significa…?
—Ya puedes apostarte el trasero. La he encontrado.