Capítulo 40

Deslucida bajo una capa de polvo, la cinta amarilla de la policía aleteaba sobre la puerta. La manija colgaba un poco torcida —la habían roto al forzar la cerradura—, y se me quedó en la mano nada más tocarla. Abrí de un empujón, me agaché y, pasando por debajo de la cinta, entré en la solitaria casita prefabricada que yo todavía veía como el hogar de Elisabeta.

Me asombró lo vacía que estaba. Se habían llevado la mayor parte del mobiliario: ni cuenco de anacardos, ni pieles de plátano, ni gatos de porcelana ni estante de mimbre. La mesita de café había quedado vertical. Recordé lo limpio que estaba todo la otra vez. Yo lo había entendido como un reflejo de la callada dignidad de la mujer; no se me ocurrió que si no había polvo en los muebles era porque, seguramente, los habían alquilado. Otra falsa interpretación que me habían inducido a adoptar.

Me habían embaucado como a un palurdo en un garito de billar de Chicago.

Me puse en cuclillas, abochornado, apoyando las puntas de los dedos en la raída moqueta para mantener el equilibrio. No era rabia lo que sentía, sino vergüenza. Vergüenza por lo transparente que me había mostrado, por lo rematadamente vulgares que debían de haberles parecido mis esperanzas y necesidades a aquella pandilla de jugadores. Por lo ordinario que habían demostrado que era.

Con noble indignación, Elisabeta había cruzado aquel mismo espacio para dirigirse a la habitación de su nieta. La volví a ver ante mí: la cara tensa de dolor, la mano en el pomo de la puerta: «Venga a ver a esta niña preciosa. La despertaré. Venga a verla y diga cómo yo explico a ella que esta es su historia».

Y yo, el angustiado gilipollas: «No, por favor. No la moleste. Déjela dormir».

Ahora hice el mismo trayecto que ella y abrí la puerta.

Era un armario empotrado.

Dos perchas de alambre y un cubo de basura donde habían tirado los globos de nieve de Elisabeta. Resquebrajados y goteantes, todavía tenían pegadas en la base las etiquetas del precio. Accesorios de atrezo. Debajo de los globos, la foto de la niñita de pelo rizado y castaño. El marco tenía el cristal rajado. Lo recogí, sacudiendo las esquirlas. La foto salió con facilidad; no era papel fotográfico, sino una fotocopia en color.

Venía con el marco.

Sentí un escalofrío en el cuero cabelludo y luego en la nuca. Tiré otra vez el marco a la basura.

Cuando salí, el viento levantaba nubes de polvo y me agitó violentamente los pantalones. Recorrí la parte de delante de la casa y encontré por fin lo que andaba buscando: un hoyo en la tierra apelmazada de un macizo de flores donde debía de haber estado clavado el cartel indicador de que la vivienda estaba en alquiler. Conduciendo lentamente por la zona, fui telefoneando a los números que aparecían en los carteles plantados frente a algunas de las construcciones prefabricadas, hasta que di con la agente inmobiliaria que administraba también la de Elisabeta. Cuando le dije que estaba interesado en la casa, pero que me había llamado la atención la cinta amarilla, ella se apresuró a repetir lo que ya le había contado a la policía y probablemente a todo el mundo: se la habían alquilado un mes, pagando mediante giro postal y haciendo toda la transacción por e-mail. Ella nunca había visto a nadie: ni siquiera se habían molestado en pasar a recoger el depósito. Naturalmente, nunca se habría imaginado…

No había nada que vinculase aquella casa conmigo, excepto mi palabra y mi memoria, y ambas gozaban de poco crédito.

Elisabeta era mi única conexión viva con los que habían matado a Keith y me habían inculpado. Solamente ella podía corroborar mi versión, o al menos una parte clave de esta, que contribuiría a limpiar mi nombre en buena medida. Pero además, se encontraba en grave peligro. Valentine no había podido localizarla, y dudaba mucho que en Robos y Homicidios se estuvieran matando para conseguir mejores resultados.

Pensé en las cárceles, en las películas que había visto y las historias horribles que se explicaban. Pensé en el preso tatuado con el que me había cruzado, cuyos músculos apenas parecían contener las cadenas, y recordé cómo me había estremecido en ese momento: una hormiga ante una ola gigante. ¿Qué podría hacerle un hombre como aquel, con las manos libres, a un tipo como yo?

Si no conseguía encontrarla por mí mismo, Elisabeta acabaría igual que Doug Beeman.

Y lo más probable era que yo también.

* * *

Salté la cerca trasera, puse un pie en el techo del invernadero, me dejé caer sobre el tiesto de barro volcado, y de ahí al blando mantillo del suelo. El trayecto inverso del salto que había dado el intruso aquel día, cuando lo descubrí en el jardín. Había dejado el coche en la calle de atrás para ir y venir sin verme hostigado por los últimos reporteros apostados frente a nuestra casa. Como nunca llevaba la llave de la puerta trasera, di la vuelta hacia el garaje. Al abrir de golpe la verja lateral, a punto estuve de chocar con un tipo agazapado junto a los cubos de basura. Los dos gritamos sobresaltados. Él tropezó mientras huía, y entonces vi la cámara que oscilaba a su lado.

Apoyado en la pared, tomé aliento en la oscuridad.

Ariana estaba sentada en cuclillas en un hueco despejado del suelo de la cocina, con un abanico de notas delante. Nos abrazamos mucho rato: mi rostro se inclinaba sobre su cabeza, y sus manos me aferraban una y otra vez la espalda, como si estuviera reconociéndola. Aspiré su fragancia, pensando que durante seis semanas podría haberlo hecho cuando hubiese querido y que no lo había hecho ni una vez.

La seguí a su improvisado rincón de trabajo (nunca era tan productiva como cuando se acomodaba en el suelo), y nos sentamos los dos. La falsa y ubicua cajetilla de tabaco reposaba junto al portátil; un grueso cable de Ethernet serpenteaba hasta el módem, que se había traído a la cocina porque la conexión inalámbrica no funcionaba con el inhibidor encendido.

—Me he pasado todo el día al teléfono hablando con abogados —dijo repasando unos mensajes de su correo electrónico—. Y cada uno te remite a otro, y a otro, y a otro.

—¿Y?

—Y luego a otro, y a otro… Vale, ya paro. La conclusión es que para conseguir a alguien que valga la pena vamos a necesitar al menos cien mil dólares como provisión de fondos si llega a producirse el arresto. Y en este punto, según los chismes judiciales que la mayoría de ellos me han transmitido con gran entusiasmo, la cuestión no es «si», sino más bien «cuándo». —Me observó mientras asimilaba la noticia, con una expresión muy parecida a lo que yo sentía—. También he hablado con el banco —prosiguió—, y al parecer podríamos estirar al máximo el valor de nuestras propiedades, lo cual, teniendo en cuenta nuestros ingresos…

—Me han despedido —dije en voz baja.

Ariana parpadeó. Y volvió a parpadear.

—No sé qué decir, salvo seguir disculpándome —musité.

Me preparé para un estallido de cólera o de resentimiento, pero ella se limitó a decir:

—Tal vez podría vender mi parte de la empresa. Había varios candidatos husmeando el terreno hace algún tiempo.

Me quedé sin habla, totalmente humillado.

—No quiero que hagas eso.

—Entonces tendremos que vender la casa.

En su día, cuando ya habíamos depositado la entrada para comprarla, subíamos en coche hasta allí y aparcábamos en la acera de enfrente para contemplarla. Esas excursiones tenían un sabor vagamente ilícito, como salir de noche a hurtadillas para merodear bajo la ventana de tu novia de secundaria. Luego, cuando nos mudamos, gracias al buen ojo de Ari, gracias a mis músculos y gracias al sudor de ambos, la redecoramos de arriba abajo. Pintamos los techos con pintura granulada, cambiamos las bisagras de latón por otras de níquel cepillado y reemplazamos la moqueta rojiza con baldosas de pizarra. Observé cómo recorría con la vista las paredes, los cuadros, las encimeras y armarios, y deduje que experimentaba los mismos sentimientos que yo.

—No —dijo—. No voy a vender esta casa. Mañana iré al trabajo y veré qué se me ocurre. Quizá un crédito avalado con mi parte. No sé… no sé.

Durante unos instantes me sentí demasiado conmovido para reaccionar.

—No quiero que… —Me interrumpí y lo formulé de otra manera—. ¿Te parece seguro volver al trabajo?

—¿Quién sabe a estas alturas lo que es seguro? Desde luego no lo es que tú vayas por ahí fisgoneando. Pero ya no nos quedan alternativas.

—A ti, sí. —Entreabrió la boca—. Esto es un infierno —añadí—. Y todavía empeorará. Me pone enfermo pensar que tú vas a tener… Tal vez deberíamos considerar la posibilidad de meterte en un avión…

—Eres mi marido.

—No he estado muy lúcido en ese aspecto últimamente.

Ella se indignó.

—Por si quieres llevar la cuenta, yo he sido una esposa de mierda en algunos aspectos evidentes. Pero una de dos: o los votos significan algo o no significan nada. Esto es una señal de alarma, Patrick. Para los dos. Una ocasión para reaccionar.

La cogí de la mano. Ella me la apretó una vez, con impaciencia, y se soltó.

—No importa cuántos años me cueste —afirmé—. Encontraré el modo de compensarte.

Esbozó una frágil sonrisa antes de contestar:

—De momento procuremos asegurarnos de que tendremos esos años. —Se apartó un mechón de los ojos y miró las notas que había esparcido alrededor, como si tuviera necesidad de refugiarse en los detalles—. Ha llamado Julianne. Dice que ha investigado sobre los nombres que le diste sin ningún resultado. Supongo que entre la policía, los agentes y la prensa, toda la información relativa a Profundidades ha quedado embargada, así que no hay nada sobre Trista Koan. Y tampoco ha tenido más suerte que el detective Valentine para encontrar algo sobre Elisabeta, o Deborah Vance, o como se llame. No ha parado de disculparse, la pobre Julianne. Se muere por echar una mano. ¿Has ido a esa casa prefabricada de Indio?

Le conté lo que había descubierto —o no había descubierto— en mi viaje.

—Lo asombroso es la cantidad de detalles que esa mujer introdujo en su personaje. El acento, las pieles de plátano. Fue una interpretación increíble.

—¿Dónde encontrarías gente capaz de interpretar esos papeles? Quiero decir, ¿cómo localizarías a semejantes talentos? Dejando aparte que estuvieran dispuestos a participar en una estafa.

Como siempre, se había adelantado a mis pensamientos.

—Exacto. ¡Exacto! Necesitarías un agente. Un agente corrupto, capaz de meter a sus clientes en un montaje tan turbio.

—¿Un agente haría algo así?

—Los que yo conozco, no. Pero supongo que si encontrases a uno dispuesto a entrar en el juego, cargarías con él.

Ella lo captó en el acto.

—¡El agente de Doug Beeman! —exclamó—. Ese mensaje. En el móvil de Beeman. Preguntándole por qué no se había presentado en el rodaje del anuncio de espuma de afeitar.

—De desodorante —puntualicé—. Pero sí. Roman LaRusso.

Ella ya estaba tecleando en el portátil.

—¿Y cuál era el nombre real de Doug Beeman?

—Mikey Peralta.

Los emparejó, y la búsqueda arrojó sus resultados. En efecto: una página web. Correspondía a la agencia LaRusso, en un barrio corriente, aunque la página decía «junto a Beverly Hills». Las fotos de tipo carné de los clientes, alineadas en hilera, giraban como los símbolos de una máquina tragaperras, reemplazándose unas por otras automáticamente. Daba toda la impresión de que LaRusso representaba a actores de carácter: el italiano fornido, sosteniendo un puro entre los rechonchos dedos; la negra ceñuda de uñas curvas pintadas de rojo, resaltando sobre un vestido amarillo; Mikey Peralta, luciendo una sonrisa profesional… Contuvimos el aliento mientras observábamos cómo giraban e iban sustituyéndose las pequeñas fotografías, un cúmulo de pómulos, hoyuelos y promesas. Un desfile de imágenes que parecía una caricatura involuntaria del propio Hollywood: aspirantes llenos de sueños metidos en una máquina tragaperras, convertidos en rostros intercambiables. Y como había descubierto Mikey Peralta, prescindibles.

Con repentina excitación, señalé la pantalla. Ahí estaba la mujer. Su foto apareció unos segundos, pero aquellos ojos dolientes y aquella pronunciada nariz eran inconfundibles.

—Es exactamente como me la había imaginado —afirmó Ariana.

Las fotos volvieron a girar, y Elisabeta regresó a la oscuridad.

* * *

Sentado a oscuras en la sala de estar, atisbé la calle. El césped de delante relucía al caerle el agua del aspersor. No se veían furgonetas, ni fotógrafos, ni tampoco telescopios en las ventanas de los apartamentos de enfrente. Seguían allí, disimulados en la oscuridad, pero aunque fuera momentáneamente, podía hacerme la ilusión de que todo era como siempre había sido: yo habría bajado a sentarme en el sillón con una taza de té, para pensar en la próxima clase o planear lo que iba a escribir en adelante, y mi esposa estaría arriba, dándose un baño de espuma perfumada, hablando por teléfono con su madre o revisando unos diseños; yo subiría enseguida y haría el amor con ella, y luego nos quedaríamos dormidos; ella cruzaría un brazo sobre mi pecho, bajo el frescor del aire acondicionado, y después me despertaría y la encontraría en la cocina, asando unas lonchas de beicon en la plancha y luciendo un lirio mariposa de color lavanda en el pelo.

Pero entonces Gable y sus secuaces irrumpieron en mi fantasía para destrozarlo todo. Me los imaginé trabajando incluso a aquellas horas en la sala de reuniones, con gráficos, fotografías y horarios esparcidos por las mesas y clavados en las paredes, con el fin de acabar de armar un relato de los hechos que en gran parte ya había sido escrito. O tal vez ya subían a toda velocidad por Roscomare con renovada convicción y una orden judicial en las manos. Esos faros que iluminaban ahora el sencillo seto de boj del apartamento de enfrente… No; no se trataba más que de un todoterreno vulgar. Eso sí: redujo la velocidad al pasar y, por las ventanillas, asomaron varias caras juveniles con ganas de curiosear y de ver «La Casa».

Se me había enfriado el té. Lo tiré en el fregadero de la cocina, pasé junto a la basura volcada y subí la escalera cansinamente. Sonó el petardeo de un coche, y di un bote del susto. Durante una fracción de segundo, creí que los de Robos y Homicidios tiraban la puerta abajo. ¿Cómo íbamos a vivir, esperando y sabiendo que ese momento podía llegar a cualquier hora del día o de la noche, y más probablemente en cuanto bajásemos la guardia y nos descuidáramos?

Acurrucada en la cama, Ariana miraba en la tele un velatorio a la luz de las velas celebrado en Hollywood. Ositos de peluche y montajes fotográficos. Un adolescente lloroso sostenía una foto de cuando Keith era niño; incluso ya tan pequeño, resultaba impresionante: los rasgos perfectos, la nariz respingona, la mandíbula tan bien proporcionada, el pelo rubio, más claro aún que posteriormente. En la foto iba en traje de baño; de la cintura le colgaban unas pistolas de cowboy enfundadas en sus cartucheras, y sujetaba el extremo de una manguera. Su sonrisa era una delicia.

El reportaje pasó a continuación a la casa de los Conner en Kansas. El padre de Keith era un hombre achaparrado, de rostro tosco y casi feo. Recordé que era chapista. Su esposa, una mujer baja y fornida, tenía los pómulos bonitos y la boca de cantante que Keith había heredado. Las hermanas también habían salido a la madre: chicas monas y acicaladas de pueblo, enriquecidas de golpe. La mamá lloraba en silencio y las hijas la consolaban.

El señor Conner decía: «… y nos compró esta casa en cuanto firmó el primer contrato. Metió a las dos chicas en la universidad. El espíritu más generoso que he conocido. Le importaba el mundo en el que vivía, y sabía lo que se hacía en todo ese tinglado del cine. Tenía los rasgos de su madre, por suerte». La esposa sonrió llorosa; él la miró a los ojos y desvió rápidamente la vista, y entonces se le ahondaron las arrugas del curtido rostro y apretó los labios, tratando de aguantar el tipo. «Era un buen chico».

Ariana apagó la televisión. Me miró muy seria.

—¿Qué? —dije.

—Era una persona real.