Capítulo 35

—¿Por qué…? —Me aclaré la garganta y volví a intentarlo—. ¿Por qué ha cambiado la fiscal de opinión?

Mientras entrábamos a toda velocidad en la autopista, Gable respondió lanzándome una carpeta al asiento trasero.

Me dio en pleno pecho. Como me habían esposado, tuve que mover las manos juntas para pasar las páginas. Tenían el aspecto de correos electrónicos impresos.

Su compañero, un hispano corpulento que no se había identificado, se encargó de aclararme la cosa:

—Hemos registrado su casa. Parece como si se nos hubiera adelantado. —No se molestó en girarse, y no le veía más que el rasurado cogote—. Y después nos hemos pasado por su trabajo; esa oficina compartida que cuenta con un ordenador Dell. ¿Qué se creía? ¿Que no íbamos a revisar todos sus ordenadores?

El primer e-mail, enviado desde peepstracker8@hotmail.com a mi cuenta de correo, decía: «Recibida su petición. ¿Es esto lo que buscaba? Avísenos si necesita alguna otra información». El documento adjunto era un plano impreso de algo parecido a una mansión. Me fijé en la fecha: seis meses atrás.

El miedo me enronquecía la voz.

—¿Qué es esto?

—Siga leyendo —indicó Gable—. Luego es más interesante.

Un mensaje de respuesta, en apariencia mío: «¿Pueden seguir a alguien y conseguir información de sus horarios?».

Miré de nuevo el plano. La mansión resultaba conocida, cómo no, incluidos la piscina olímpica y el garaje para ocho coches.

Pasé a la otra página: «Eso no lo hacemos. Solo documentos. Lo siento, amigo. Deje el dinero en el lugar indicado».

Los siguientes mensajes, que también parecían míos, eran intentos frustrados para obtener una pistola no registrada de varios proveedores que no fueran demasiado indeseables, por lo visto. La última página era una reserva on-line en el hotel Angeleno que, claro está, había hecho bajo un nombre supuesto.

Gable me observaba con fijeza por el retrovisor. Yo estaba paralizado de incredulidad, boquiabierto y tembloroso, incapaz de pronunciar palabra. Sally y Valentine, los únicos que me creían, estaban siguiendo una pista falsa. Y ahora incluso había más cosas que negar. Las pruebas eran abrumadoras. La primera idea que me asaltó en medio del pánico fue que tal vez había perdido el juicio. ¿No sería una crisis psicótica lo que experimentaba en mi interior?

Los coches pasaban zumbando a ambos lados, gente que regresaba del almuerzo; una morenita menuda fumaba y hablaba por el móvil, apoyando un pie en el salpicadero; unos mexicanos vendían flores en la rampa de salida, las chicas de color de Lou Reed decían dú du-dú du-dú-dú dú desde una radio…

—¿De veras cree que borrando un archivo del ordenador se libra de él para siempre? —me dijo el compañero de Gable—. Esa mierda nunca desaparece. Nuestro técnico ha sacado toda la información en diez minutos.

—Pero ¿el ordenador de casa estaba limpio? —pregunté muy despacio.

—Por ahora. —Gable me miró ceñudo—. ¿Qué más da? Con el material de ese Dell ya lo tenemos frito.

Meneé la cabeza y volví a mirar por la ventanilla. El sol me calentaba la cara. Tenía frío y hambre, y mucho más miedo del que creía posible sentir. Pero acababan de mostrarme un primer resquicio en la armadura y ello me procuraba una nueva determinación. Si quería tener la menor posibilidad de seguir fuera de la cárcel, debía repasar cada minuto de los últimos nueve días y encontrar otros resquicios parecidos. A la misma velocidad con la que ellos armaban la acusación contra mí, yo debía desmantelarla.

Y tenía que hacerlo en los próximos veinte minutos, antes de que llegáramos al centro de la ciudad y de que yo desapareciera en la Central de Hombres.

* * *

Un gigante tatuado, vistiendo un mono de color naranja y con las esposas atadas a una cadena en torno a la cintura, tapaba por completo el fondo del pasillo. Caminaba con un guardia a cada lado, y me pregunté si habría espacio para que pasáramos nosotros. Gable me sujetó con más fuerza del antebrazo y siguió guiándome hacia delante. Al acercarnos, el preso hizo amago de darme un cabezazo, y yo retrocedí dando un traspié. Continué oyendo el eco de sus carcajadas incluso después de doblar la esquina.

Entramos en la zona de admisión: varias mesas, la cámara de fotos con la mampara de fondo y unos bancos atornillados en el suelo de hormigón. Algunos funcionarios aburridos comían platos tex-mex mientras tramitaban papeleo. En un diminuto televisor se mostraba aquella foto mía, luciendo el bléiser, que mi agente me había obligado a ponerme después de vender el guión, para el anuncio oficial de la productora. Tenía la misma pinta que cualquier otro gilipollas que estuviera dispuesto a escalar la cima.

Un funcionario de mofletes caídos levantó la vista, y masculló:

—El chico de Keith Conner. ¿Podemos tomarle las huellas?

—Ya están en el sistema —dije.

—Estupendo. Entonces coincidirán a la perfección. Es el procedimiento de rutina.

Aún tenía el corazón acelerado por el susto del pasillo. Asentí, pues, y el tipo me tomó las huellas con destreza, mientras Gable y su compañero alardeaban ante los demás, diciendo chorradas sobre las películas de polis de Keith y las pifias que cometían. Las manazas del funcionario manipulaban mis dedos de un lado para otro. No me decía nada; no me miraba a los ojos, como si yo fuese un muñeco inanimado. Mis escasas pertenencias habían ido a parar a un cubo de plástico, pero al menos seguía con mi propia ropa. El hecho de conservarla todavía me parecía una ventaja extraordinaria.

—Me gustaría hacer una llamada —manifesté cuando terminó. Miradas inexpresivas—. Tengo derecho a una llamada, ¿no?

El funcionario me señaló un teléfono adosado a la pared.

—Voy a llamar a mi abogado —dije—. ¿Puedo usar una línea privada, por favor?

El compañero de Gable me soltó:

—¿Quiere que vayamos a buscar a una vidente también, para que pueda comunicarse con Johnnie Cochran[3]?

Entre las múltiples risas, Gable me guio, doblando una esquina, hasta una sala de visitas partida por un panel de plexiglás, provisto de una ranura para pasar documentos. No había ningún abogado detrás de la ventanilla, claro; simplemente, un anticuado teléfono negro en el lado que me correspondía de la repisa de madera carcomida.

—¿Ya tiene escogido un criminalista? —inquirió Gable—. ¡Vaya, vaya! Veo que había hecho planes con antelación.

—No. Voy a llamar a un abogado de derecho civil para que me recomiende uno. Pero nuestra conversación sigue siendo confidencial.

—Tiene cinco minutos.

Me dejó solo. Oí cómo se alejaban sus pasos y cómo se reanudaba la conversación al fondo del pasillo.

Descolgué el teléfono y pulsé el cero. Cuando respondió la operadora, le pedí que me pusiera con la comisaría oeste. Tras unos segundos, me atendió la agente de recepción.

—Hola, soy Patrick Davis. Tengo que hablar de inmediato con la detective Sally Richards. ¿Podría pasar la llamada directamente a su teléfono móvil?

—Humm, un segundito… Patrick Davis… ¿Patrick Davis? ¿No acabamos de detenerlo?

—Sí, señora.

—¿Desde dónde llama, hijo?

—Cárcel Central de Hombres.

—Ya entiendo. Espere, a ver qué puedo hacer.

Se hizo un silencio salpicado de interferencias. No me había limpiado la tinta del todo; me quedaban restos de color azul marino en las puntas de los dedos. Las deslicé por la superficie de plexiglás, dejando unas rayas casi imperceptibles.

—¿Patrick? —Era Sally.

—Sí, yo…

—Nos han apartado del caso. No puedo hablar con usted, así no. Ya sabe que ahí los teléfonos públicos están intervenidos.

—Les he dicho que iba a llamar a mi abogado y me han proporcionado una línea de la sala de visitas. De modo que estamos a salvo.

—¡Ah! —Una nota de sorpresa.

—¿Está en casa de Beeman?

—No. Nos hemos marchado; no había nadie. Volveremos en unos…

—Olvídelo. Escuche. ¿Se acuerda de Elisabeta? Es una actriz. Sale en un anuncio de Fiberestore: la mujer mayor sentada en un sofá blanco. Encuéntrela. La habían contratado; seguro que a Beeman también…

—A ver, un momento. Contrataron actores…

—Para manipularme, sí. Como no tengo mucho tiempo, voy a hablar deprisa: Gable ha sacado unos documentos comprometedores del ordenador de mi trabajo.

—Ya me lo han contado.

—Creo que fueron instalados como un virus al abrir los mensajes.

—¿Por qué lo cree?

—Porque me cuidé de no abrir ninguno en casa y, según Gable, los forenses no sacaron nada de mi propio ordenador.

—Que es donde los tipos que quieren incriminarlo habrían preferido, como es lógico, que se encontrara ese material.

—Exacto. Ellos sabían cuándo entraba en la cuenta para leer los mensajes, pero creo que no sabían desde dónde entraba.

—Vale… ¿y?

—También abrí mensajes en Kinko’s y en un café de Internet. —Le di las señas—. ¿Se encargará de mirar si quedó instalado algún documento sobre Conner en los ordenadores que usé ahí?

—¿De qué nos serviría?

—Varios de esos documentos falsificados tienen una fecha anterior. Si quedó alguno instalado en los ordenadores que le menciono, mostrará una hora y una fecha en la que yo no estaba en ninguno de esos sitios pagando la tarifa para usarlos.

Me dio la impresión de que Sally se excitaba, al menos a su manera, al decir:

Kinko’s y todos los cafés de Internet conservan registros del uso de sus equipos. Incluso utilizan códigos de acceso para rastrear a los usuarios. ¿Pagó con tarjeta de crédito?

—Sí.

—Todavía mejor. —Oía su bolígrafo garabateando a toda prisa—. Incluso si esto resulta, necesitaré algo más, cualquier cosa que se le ocurra para volver a abordar a la fiscal.

—Lo he repasado todo, milímetro a milímetro, como usted me recomendó, y he descubierto otro detalle que podría utilizar: la noche del quince de febrero, a las nueve…

—Cuando la casa de Keith sufrió el ataque vandálico. Sí.

—Yo me dirigía a casa de Elisabeta, en Indio. Me enviaron tan lejos para quitarme de en medio, para que nadie me viera en otra parte. Pero mi indicador de gasolina está estropeado.

—¿Y qué?

—Parece que tenga el depósito lleno, aunque no sea así. Debieron revisarlo para asegurarse de que no habría de parar a repostar. Así nadie podría proporcionarme una coartada.

—Pero usted sí se detuvo a repostar.

—Sí. Revise el registro de mis tarjetas de crédito y verá en qué estación de servicio lo hice.

—Pero usted podría haber enviado a otro a llenar el depósito con su tarjeta. No todas las gasolineras tienen cámaras de seguridad instaladas junto a los surtidores.

—Entré en la tienda a comprar un paquete de chicle. Siempre hay cámaras dentro. Apuesto a que encuentra una grabación donde aparezco más o menos a la misma hora en la que alguien con una gorra de los Red Sox dejaba una rata muerta en el parabrisas de Keith. Eso le proporciona un segundo sospechoso y apoya mi tesis de una conspiración para inculparme. Quizá baste para mantenerme fuera de la cárcel mientras Robos y Homicidios elabora una acusación de causa probable.

—A lo mejor no es usted un guionista de segunda…

—Claro, pero soy un sospechoso de segunda también. —Un golpe en la puerta metálica. Bajé la voz—. Ya vuelve. Otra cosa: no me han anotado en el registro. No creo que en realidad esté arrestado.

Gable abrió la puerta de golpe.

—Se acabó la charla, Davis —me espetó—. Ya es hora de salir.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Sally—. ¿Le han tomado las huellas y leído sus derechos?

—Lo primero, nada más —contesté mirando a Gable.

Un breve silencio.

—O sea que le han preguntado si podían tomarle las huellas, y eso lo ha convertido en un acto consentido, aunque usted haya pensado que no tenía otro remedio.

—Exacto.

—Pueden retenerlo para interrogarlo durante un tiempo razonable sin que esté arrestado.

—¿No me ha oído? —insistió Gable.

—Sí —dije—. Estoy terminando.

—Si no lo han anotado aún —dijo Sally—, es que la fiscal del distrito no se decide a presentar una acusación.

—¿Por qué? —pregunté.

—Es un caso raro de cojones, y me quedo corta, y la fiscal me tiene —o me tenía— a mí y a Valentine investigando una hipótesis alternativa. Su oficina no puede permitirse otro fiasco, lo cual significa que ha de moverse despacio y con tino. A usted pueden acusarlo cuando ella quiera. Pero no le interesa lanzarse el primer día, a menos que esté segura de que todo encaja y de que tiene el caso bien armado. Esperaron un año para presentar la acusación contra Robert Blake, y mire cómo acabó la cosa.

—Suelte el teléfono —ladró Gable.

Agarré con fuerza el auricular.

—Pero este último material…

—Lo sé —contestó Sally—. No voy a mentirle. Esos e-mails, falsificados o no, son incriminatorios. La fiscal está sopesando si acusarlo ahora o no; el hecho de que haya pasado el caso a Robos y Homicidios indica de qué lado se decanta.

Gable soltó un bufido y arrancó hacia mí.

—Escucha, Frank —musité—, tengo que dejarte. ¿Podrías…?

—¿Contarle a la fiscal las nuevas pistas que me ha dado? Si dan fruto, sí. Una prueba de este tipo podría ser crucial… La induciría a actuar de modo conservador y a postergar el arresto.

Pensé en el gigantón del pasillo y en el amago que había hecho de lanzarse sobre mí. Si la cosa salía mal, esta misma noche compartiría una jaula con tipos como él.

—¿Cuánto tiempo necesitarás?

—Denos un par de horas y luego póngalos entre la espada y la pared.

Hice lo posible para borrar cualquier matiz de desesperación en mi voz.

—¿Y cómo se supone que voy…?

—Ellos han de acusarlo formalmente o soltarlo —informó Sally.

—Pero no me interesa forzar la cosa si… —Gable me miraba fijamente, así que me interrumpí.

—Es la única jugada que le queda —dijo ella—. Dos horas. Para entonces, o le hemos proporcionado algo a la fiscal o es que las pistas son un fiasco.

Gable extendió con impaciencia la mano para quitarme el teléfono, pero yo me di la vuelta. Sujetaba el auricular con tanta fuerza que me dolían los dedos.

—¿Y cómo voy a saber cuál de las dos…?

—No lo sabrá.

Gable puso el pulgar en la base de la horquilla y cortó la comunicación.

* * *

Una hora y cincuenta y siete minutos en la dura silla de madera de la sala de interrogatorios me dejó dolorido y con las lumbares agarrotadas. Actuando por turnos, Gable y su compañero me habían machacado con montones de preguntas sobre todos los aspectos de mi vida. Yo había respondido con sinceridad y coherencia, tratando siempre de dominar mi pánico y devanándome los sesos para decidir cómo iba a jugar mis cartas cuando llegase la hora. Hasta el momento, Gable se había cuidado de plantearlo todo como una pregunta: «¿Quiere pasar a esta habitación?». Mientras obedeciera, no había necesidad de arrestarme, y yo no había demostrado que conociera cuáles eran mis opciones. Hasta ahora.

Nervioso, el policía se paseaba ante mí; el reloj le relucía una y otra vez en la muñeca. Ya les había conseguido a Sally y a Valentine sus dos horas para buscar pruebas discordantes y hablar con la fiscal. Había llegado el momento de forzar la mano y ver si acababa libre o metido en una celda.

—¿Estoy bajo arresto?

Gable se detuvo. Hizo una mueca. Luego afirmó con cautela:

—Yo no he dicho eso.

—Lo ha dado a entender con bastante claridad.

—Usted ha dicho en el escenario del crimen que estaba dispuesto a colaborar con los detectives Richards y Valentine, y ha dado su consentimiento para acompañarlos a comisaría. Lo único que hemos hecho ha sido transferirlo. Le hemos pedido que viniera con nosotros, le hemos preguntado si podíamos tomarle las huellas y si no le importaría responder a unas preguntas.

—Entonces —dije— ¿puedo irme con toda libertad?

—No exactamente. Estamos autorizados a retenerlo aquí durante…

—Un tiempo razonable para interrogarme. Muy bien. Llevo ya bajo su custodia unas dieciséis horas. Si me mantiene mucho más tiempo detenido, el jurado podría mosquearse. Suponiendo que lleguemos a ese punto.

—Cuando lleguemos a ese punto.

—No tiene motivos para prolongar mi detención porque he respondido a todas sus preguntas, y ha tenido tiempo para registrar mi casa y mi despacho; por lo tanto no es que necesite retenerme para impedir que destruya pruebas. Y sabe dónde encontrarme si decide volver a detenerme. Tampoco hay riesgo de huida en mi caso: mi cara está en los noticiarios de todos los canales; por consiguiente, aunque no estuviera en serios aprietos financieros, no me sería muy fácil precisamente ponerme unas gafas Groucho y tomar un vuelo a Río.

Había dejado de pasearse, y la sorpresa empezaba a dar paso a la irritación. Proseguí:

—Así que dígale por favor a la fiscal del distrito que ya he terminado de cooperar. Ahora ha de apretar el gatillo y arrestarme… o dejar que intente volver a mi vida.

Se acuclilló ante mí, de manera que su cabeza quedaba por debajo de la mía. Se mordió el labio.

—Usted lo sabía —musitó—. Lo tenía planeado. Todo el tiempo. —Me observó con una mezcla de odio y diversión a partes iguales—. Era su abogado quien estaba al teléfono, ¿no?

Permanecí en silencio.

—Buen abogado —murmuró.

—El mejor.

—Ahora he de hacer yo una llamada. Volveré enseguida con una respuesta. Sea la que sea.

La puerta se cerró, y me quedé solo con mi dolor de espalda y mi triste reflejo en el espejo polarizado. Decir que mi aspecto era desastroso sería quedarse corto: la cara pálida e hinchada, con cercos oscuros bajo los ojos, y el pelo totalmente desgreñado, porque no había cesado de mesármelo con ansiedad. Además, me dolían las articulaciones. Echándome hacia delante, me froté los ojos con las manos.

Tal vez no volviera nunca a casa.

¿En California había inyección letal o silla eléctrica?

¿Cómo demonios había ido a parar allí?

La puerta se entreabrió con un chirrido, y Gable apareció en el umbral. Traté con desesperación de descifrar su rostro: una expresión tensa y llena de desdén.

Le dio a la puerta un empujón en un estallido de ira, y se alejó por el pasillo. La plancha de metal chocó contra la pared y rebotó temblorosamente, vibrando como un diapasón.

Me quedé sentado, mirando cómo temblaba la puerta. Me levanté. Salí al pasillo. Ni rastro de Gable. En el suelo, junto a la jamba, estaba el cubo de plástico con mis pertenencias; el móvil desechable encima de todo, a la vista de cualquiera. Busqué mi Sanyo, pero enseguida recordé que Sally se lo había llevado para examinar los fragmentos que había grabado. Me crujieron las rodillas al agacharme para recoger el cubo. Los ascensores estaban al fondo del pasillo. Con un jadeo que reverberaba en mis oídos, caminé hacia allí pensando que en el último momento surgiría alguien para detenerme y condenarme: lo contrario de un indulto en el último minuto.

Pero no, nadie me detuvo. Una vez que se cerraron las puertas a mi espalda, me apoyé débilmente en la pared con el cubo en la mano. El descenso a la planta baja me pareció eterno. En el vestíbulo no había nadie esperando para apresarme. Lo recorrí con paso vacilante, crucé las sólidas puertas de entrada y salí a la oscuridad. Fuera soplaba un viento cargado de contaminación, pero a mí me pareció tan fresco como una brisa primaveral. Tiré a la basura el móvil de prepago.

Me costaba mantener el equilibrio mientras bajaba la escalinata. Llegué a la acera y me desplomé en el bordillo, con los pies junto a la alcantarilla. Los coches y autobuses pasaban lanzándome una ráfaga de aire. Una hoja revoloteó sobre el asfalto como un pájaro moribundo. La miré; la seguí mirando un rato más.

—Levántese. —Allí estaba; su sombra se alzaba junto a mí. Me sorprendió, aunque un poco nada más—. Tenemos mucho trabajo.

Sally me tendió la mano y yo la acepté tras un instante. Cuando ya me había incorporado a medias, me fallaron las piernas. Volví a sentarme en el bordillo.

—Me parece que necesito un minuto.